Mariana Chaves, Mariana Speroni, Ramiro Segura
y Josefina Cingolani
En este capítulo nos focalizamos en la relación entre género[1] y movilidad en las experiencias metropolitanas, proponiendo como objetivo caracterizar y comprender las interdependencias de movilidades –tanto intrafamiliares como con otros actores sociales– que hacen posible la reproducción de las unidades domésticas. Buscamos explicar cuáles son las lógicas de articulación de esas interdependencias, qué diferencias emergen en la distribución de papeles y prácticas ancladas en las posiciones de género y en las intersecciones con el momento del curso de la vida familiar (Elder, 1998; Elder et al., 2003; Hareven, 1995) y las posiciones laborales, y si –y cómo– se constituyen asimetrías en esas relaciones y distribuciones. En función de obtener datos en esa línea, fueron analizadas para este capítulo las entrevistas en profundidad, buscando las particularidades desde las interdependencias y el género. Fue así como hallamos ciertas regularidades y también singularidades de las que daremos cuenta. El abordaje desde las movilidades cotidianas nos llevó a develar cómo diferentes tipos de “viajes”, con su estructura, medios, intercambios, motivación y prácticas que conectan, podían ser a su vez la forma de presentar los resultados. Construidos a partir de las circulaciones de objetos y personas a través de distintos medios, de los nodos, los tiempos utilizados, los actores sociales que entran en relación, las prácticas realizadas y los sentidos de esas experiencias, pretendemos acercarnos a una mayor comprensión de la vigencia del clivaje de género como estructurante de desigualdades. Pero que no solo puede funcionar en sí mismo en su carácter de productor de diferencias, sino que está en relación directa (intersección) con otros clivajes, como el momento del curso de vida familiar y las posiciones laborales, lo que nos llevó finalmente a dialogar sobre la conciliación de la vida familiar y laboral y el género.
Como punto de partida, tomamos los “relatos de espacio” (y también de tiempo) e indagamos el género en la experiencia de la ciudad. Las relaciones de este tipo constituyen una dimensión transversal de la experiencia social, en cuanto el género es un “elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen a los sexos” (Scott, 1985: 61). Estas diferencias históricamente producidas por medio de un conjunto de símbolos socialmente disponibles, conceptos normativos para interpretar esos símbolos, organizaciones sociales (no solo la familia, sino también el mercado de trabajo, la educación y la política, entre otras) e identidades en el marco de relaciones de poder “estructuran concreta y simbólicamente la percepción y la organización de toda la vida social” (Scott, 1985: 65). Así, en cada espacio y a cada momento de la vida, se ponen en juego, es decir, en riesgo, las definiciones más o menos sedimentadas que distribuyen –generalmente de manera desigual– atributos, roles, actividades, espacios y tiempos.
Los estudios culturales urbanos suelen recurrir a la poderosa (y tradicional) dicotomía que contrapone la casa y la calle (Da Matta, 1997) para pensar las relaciones de género en la ciudad, estableciendo las series antagónicas casa-privado-femenino y calle-público-masculino. Se trata de una oposición clásica del pensamiento occidental, que subyace a los sentidos inversos que habitualmente reciben las expresiones “hombre de la calle” (en cuanto ciudadano) y “mujer de la calle” (señalada como prostituta) (Delgado, 2007), y que supone que el espacio público de la ciudad (accesible y abierto) es peligroso física y moralmente para una “mujer sola”. Sin embargo, a pesar de estos sentidos sedimentados que reaparecen constantemente en la vida social, la experiencia cotidiana de las mujeres no se circunscribe necesariamente al ámbito de la casa, ni el de los varones al ámbito de la calle. En efecto, el análisis de las prácticas de movilidad cotidiana de varones y mujeres del sur del conurbano nos coloca ante un escenario más complejo, que nos lleva a desestabilizar tanto la contraposición dicotómica entre casa y calle, como la asociación lineal entre movilidad y libertad.
En los relatos de vida cotidiana en la ciudad, las prácticas de movilidad urbana se revelan como un espacio-tiempo de la vida de las personas atravesado por condicionamientos y requerimientos diversos. Contra la imagen prototípica de la modernidad que recorta al individuo aislado y móvil (Sennett, 1997), la movilidad cotidiana en el espacio metropolitano es producto de redes de relaciones interdependientes (Elías, 2008). En términos generales, la movilidad de una persona se torna comprensible en la medida que depende de (o de ella dependen) otras personas, actividades y medios/objetos. Por esta razón, en este capítulo “movilidad” no se reduce a “movimiento” (trayecto que conecta dos puntos), sino que remite a una práctica social que involucra dimensiones espaciotemporales, corporales, interaccionales, simbólicas y afectivas, desigualmente vividas en relación con la clase, el género, la edad y la etnia, entre otras dimensiones de la desigualdad y la diferencia (Segura, 2014), al tiempo que constituye el “lugar metodológico” para conocer diversas experiencias urbanas vinculadas con el género, entre cuyos antecedentes se encuentran los trabajos de Gutiérrez (2009), sobre los viajes (y los obstáculos) para acceder a la salud pública desde la periferia de Buenos Aires, y de Jirón (2009), sobre los modos diferenciales de experimentar Santiago de Chile por parte de las mujeres de sectores populares de la periferia. La indagación se realiza en un doble sentido. Por un lado, se trata de explorar el lugar que las relaciones de género tienen en el modo en que se organizan las (in)movilidades cotidianas. Por el otro, se trata de pensar el peso del género en los modos diferenciales de experimentar la (in)movilidad cotidiana en el espacio urbano.
Asimetrías de género: la persistencia del trabajo doméstico femenino desde la movilidad
Al colocar la mirada sobre las movilidades, también se hace visible la desigual distribución del trabajo doméstico, y con ello las discusiones de las conciliaciones entre esfera doméstica y esfera laboral entre géneros e intragénero. Muchas de las diversidades –y en varios casos asimetrías– en las movilidades que veremos en la siguiente sección están en relación directa con la distribución de roles en torno al trabajo doméstico y no doméstico, o lo que a veces llamamos “esfera doméstica” y “esfera laboral”, o, más clásicamente –y en un pasaje lineal y criticado–, “dominio público” y “dominio privado”. Esto nos lleva a dos visiones dicotómicas que cuestionaremos en las conclusiones de este capítulo, pero aquí anticipamos: por un lado, la inmovilidad de lo doméstico y la movilidad de lo no doméstico, y, por otro, la independencia entre estos dominios.
La permanencia del trabajo doméstico centrado generalmente en el género femenino es uno de los resultados de nuestra investigación. Sin aparente novedad, ya que es de larga tradición en nuestras sociedades y también en los análisis de las ciencias sociales, no le quita peso al hallazgo que permite renovar la comprobación de que esta asimetría ocurre en todos los tipos sociourbanos y localidades relevados, y con ello pasa a ser parte de la agenda de nuestro estudio y uno de los ejes analíticos de este capítulo[2]. Para profundizar en ello, analizaremos los relatos de vida cotidiana de tres mujeres (y sus familias) que residen en distintas localidades del espacio metropolitano, habitan en tipos residenciales diferentes, pertenecen a sectores sociales desiguales, se encuentran en distintos momentos del curso de vida, y ocupan también diferentes lugares en la dinámica familiar.
Laura (59 años) y Marcos (60 años) viven en un barrio de clase media de Wilde, partido de Avellaneda. Mientras que Marcos tiene su taller delante de la casa familiar, Laura está jubilada y se encarga de la casa. Sus dos hijos estudiaron en la Universidad Nacional de La Plata y viven en esa ciudad. Se levantan temprano, a las 7 de la mañana. Marcos va al taller y está todo el día moviéndose con temas vinculados a su trabajo. Por su parte, Laura es de quedarse en su casa y de moverse por los alrededores.
Ayer fui a la mañana a la calle comercial [ubicada a tres cuadras de su casa] y le compré el regalo [a un tío que cumplía años]. Hice varias compritas. Vine [a casa], almorcé. A las 2 de la tarde, todos los miércoles tenemos reunión en el centro de jubilados. Y después me fui a tomar unos mates con una de las compañeras del taller [de memoria que realiza en el centro]. Estuve allí, y bueno, después vine, preparé la cena y cenamos.
Si bien tienen dos camionetas, “la camioneta del trabajo” y “otra camioneta para salir”, como distingue Laura, ella no sabe manejar. Se describe como “fiacona”, dice que le “gusta estar en [su] casa” y reconoce que “no [es] de salir de Wilde”, ya que muchas de las cuestiones cotidianas las resuelve en el centro de la localidad, ubicado a pocas cuadras de su casa. Sin embargo, la vida cotidiana de Laura se caracteriza por múltiples movilidades por el eje sur del conurbano: el médico en Quilmes, los hipermercados en Avellaneda, la visita de sus hijos a La Plata, los paseos con su marido en camioneta e, incluso, sus viajes fuera de temporada a Mar del Tuyú (partido de La Costa, Provincia de Buenos Aires), donde tienen una casita cerca del mar. Es precisamente en estos viajes cuando Laura utiliza diversos medios de transporte. Si se mueve sola, viaja en colectivo “para ir a ver a una amiga a Avellaneda” y en tren cuando va a La Plata a ver a sus hijos, aunque a la tardecita se va “en remís”. Las salidas en camioneta con Marcos son al hipermercado –”uno de mis paseos”, reconoce Laura–, y algunas pocas veces a Buenos Aires, ya que Marcos le dice “que está todo el día manejando”, por lo que “ir a manejar a la Capital, olvídate”.
Candelaria tiene 45 años y vive junto a su marido Matías de 46 años y sus dos hijas de 18 y 15 años en un barrio cerrado de la localidad de City Bell. Ella es ingeniera en sistemas, aunque se dedica al maquillaje y la asesoría de imagen. Su marido es médico cirujano. Tienen dos autos, cada uno el suyo, “si no, sería imposible,” aclara. Relata Candelaria:
La encargada de la casa soy yo. Mi esposo se levanta temprano y se va a Buenos Aires. Me olvido de él hasta que en algún momento del día vuelve. Él es cirujano de niños, así que imagínate que… cero pendiente de la familia. Soy yo la que está a cargo. Me levanto, llevo las nenas al cole, si tengo que ir a dar clases [a La Plata], voy a dar clases, vuelvo y las paso a buscar por el cole, vienen a comer y, si después hay actividad, las llevo y las traigo y nos vamos organizando a medida que vamos pudiendo […]. Hoy por hoy [enfatiza], movilizarme con mis hijas es lo que me interesa, mi prioridad.
Las chicas ya entraron en la adolescencia, y Candelaria reconoce: “Se mueven un poco solas, pero siempre con ciertos recaudos, hay muchos recaudos que tomo”. Y ejemplifica en las combinaciones que se hacen según días y horarios entre micro, remís y su auto para ir a buscarlas a donde estén o a las paradas del micro sobre un eje vial importante que es lo más cerca del barrio cerrado, pero son como 3 km.
Además del cuidado de la casa, la vida cotidiana de Candelaria combina la interdependencia con las hijas, las movilidades asociadas a estas tareas, una intensa movilidad cotidiana vinculada con su trabajo y su vida social, que ella asocia a las características de su espacio residencial: “Si vos vivís acá [por el country], ya es como que es un hábito, a mí no me cuesta ir y venir”. En ese sentido, señala que a muchas mujeres del barrio se les torna complicado: “La dificultad tiene que ver con el no manejo de las mujeres. Tener miedo, o ser temerosas. O que por ahí el marido no la deja”. En su caso, en cambio, disfruta de ese “ir y venir” que implica llevar e ir a buscar a sus hijas a la escuela privada ubicada en la localidad aledaña de Gonnet (viaje que le insume entre 15 y 20 minutos), ir a trabajar a La Plata (que le insume entre 30 a 35 minutos) y sus salidas con amigas, ir al cine o a tomar un helado, o viajar a Buenos Aires. “Olvídate que yo donde tengo ganas agarro el auto y me voy”.
Leonora tiene 21 años y vive junto a sus padres y su hermano menor en el barrio de una cooperativa de viviendas de empleados de un astillero en la ciudad portuaria de Ensenada. Su padre (48 años) trabaja en el astillero, su madre (47 años) es directora en un jardín de infantes en La Plata, y su hermano de 18 años está finalizando la tecnicatura en astilleros. Ella estudia el último año de la Licenciatura en Nutrición en una universidad privada en La Plata. La dinámica cotidiana de la familia se estructura en torno de dos actividades fundamentales: el trabajo y el estudio. En la casa cuentan con un vehículo que utiliza principalmente la madre, ya que diariamente viaja a La Plata para trabajar. Su padre, en cambio, trabaja en el astillero entre las 7 de la mañana y las 3 de la tarde. Por la mañana va al trabajo caminando (lo que le insume unos 45 minutos) y a veces lo pasa a buscar un compañero en auto; por la tarde regresa con un compañero que lo acerca hasta una avenida cercana, y luego camina el trayecto restante (unos 10 minutos). Al regresar del trabajo, tanto la madre como el padre se quedan en la casa. Cuenta Leonora: “No son de salir para nada. Salen porque tienen que salir a trabajar, pero después son caseros”.
Por su parte, Leonora pasa gran parte de la mañana en su casa, cocina y almuerza sola (su padre y su hermano almuerzan en el astillero, su madre en La Plata) y, a las cuatro de la tarde, sale en micro para la facultad ubicada en el centro de La Plata. Camina 10 minutos hasta la avenida y ahí se toma un micro que la deja a pocos metros de la facultad. El medio utilizado para regresar depende de la hora de salida. “Si salgo a las diez, muy tarde, me van a buscar a La Plata”. En cambio, si sale más temprano, regresa en el colectivo y se baja en la avenida y ahí la van a buscar en auto: “porque todo eso no me lo camino de noche”, explica. De manera similar, los fines de semana en los que sale a la noche en La Plata, la llevan en auto y “después para volver” se va “a dormir a lo de alguna amiga que vive en La Plata”. Antes solía salir en La Plata con una amiga de Ensenada: “Por ahí nos volvíamos las dos en micro, pero, ahora que yo sola soy de Ensenada, no me vuelvo”. El encuentro entre todos los miembros de la familia se produce fundamentalmente en la hora de la cena que, reconoce Leonora, “siempre mi mamá cocina”. De la limpieza de la casa, también se ocupa su madre. “Todos los sábados mi mamá empieza, pasa el trapo, plancha… No, los domingos a la noche plancha. Claro, ella hace los fines de semana así [se ríe], limpia”.
No se trata de casos paradigmáticos, tampoco constituyen representantes de una tipología; antes bien, son el punto de partida para reflexionar sobre las interdependencias, específicamente en lo que refiere a los “arreglos domésticos” dentro del grupo familiar y los límites y presiones (Williams, 1997) que estos arreglos ejercen en lo relativo a la movilidad cotidiana. En efecto, estas y otras historias cotidianas nos inclinan a la necesidad de precisar las modalidades y especificidades de las interdependencias, más teniendo en cuenta que toda vida social –y todo curso de vida– supone redes de relaciones interdependientes. En este sentido, como se desprende de las historias de las familias de Candelaria, Leonora y Laura los “arreglos domésticos” no se circunscriben necesariamente al espacio de “la casa”, sino que implican movilidades relacionadas con el abastecimiento del hogar, la educación y la salud de los hijos, entre muchas otras cuestiones. Además, salvo algunas excepciones como el relato de Laura, nos encontramos lejos de una distribución rígida y dicotómica entre producción y espacio público (masculino) y reproducción y espacio privado (femenino), identificando en cambio ecuaciones complejas entre trabajo, familia y casa tanto en varones como en mujeres.
Sin embargo, incluso con modulaciones cambiantes, el trabajo doméstico entendido como el conjunto de las actividades no remuneradas relacionadas con el mantenimiento cotidiano de las familias y la crianza de los niños (García y De Oliveira, 1994) adquiere un peso diferencial en la vida cotidiana de las mujeres de distintos sectores sociales. Mientras que las movilidades cotidianas del esposo de Candelaria y del padre de Leonora se vinculan casi exclusivamente con sus trabajos (lo que en la siguiente sección llamaremos “movilidad lineal”), en la vida cotidiana de mujeres que tienen una activa participación en el mercado de trabajo se observa la persistencia de “lo doméstico” como una ocupación preponderantemente femenina. Se evidencia, por ejemplo, en el caso de Candelaria, quien, además de tener empleo, se encarga de la casa y de la movilidad de sus hijas, y en el caso de la madre de Leonora, que cocina todos los días y se aboca a la limpieza de la casa los fines de semana, lo que se suma además al horario laboral fijo que cumple diariamente.
Así lo refieren también mujeres de sectores altos que están en otro momento del curso de vida, con hijos ya autonomizados, como María Marta, de 57 años, que señala: “Gracias a Dios ya soy como mayor. Ya no tengo hijos que dependen de mí […] es bueno porque hago lo que quiero” (La Plata, barrio cerrado). Y Griselda de 58 años, que sostiene: “Ya estoy harta de cocinar, no quiero ni ver la cocina. Cociné tanto en mi vida, con tantos chicos” (La Plata, barrio cerrado). En el caso de hijos en etapa de infancia y adolescencia, las interdependencias centradas en la madre (femenino) son mayores en términos de las tareas de la casa y el cuidado, y en muchos casos incluye ser el medio de sus movilidades (aunque vimos que hay modelos diferentes en algunos casos, como el de Marcelo y Susana en su propuesta más equilibrada de reparto). El cuidado y la casa a cargo fundamentalmente de las mujeres “ejercen presiones” para moverse (ir a llevar o a buscar a los hijos, hacer las compras, etc.), así como también “fijan límites” a la movilidad, como destinar una parte del tiempo –que podría ser– libre a la limpieza de la casa o a cocinar. Por supuesto, esta persistencia adquiere también modulaciones específicas, cuyos extremos podrían estar representados por la alta autonomía de movimientos de Candelaria y la alta dependencia de Laura respecto de su marido.
En ese sentido, responder a la pregunta por la relación entre movilidad y género, así como la posibilidad de identificar movilidades diferenciales generizadas, supone identificar analíticamente la composición y recursos del hogar, las posiciones laborales de sus miembros, los circuitos de aprovisionamiento, sociabilidad y ocio, las valoraciones de los riesgos del entorno urbano, el momento del curso de vida de cada uno de ellos y de los otros miembros de la familia. Como venimos remarcando, es de vital importancia en la generación de asimetrías las ecuaciones que realizan entre trabajo, familia, casa y ocio, pero no solo en términos de las interdependencias intrafamiliares, sino además en otras dos escalas. Por un lado, la disponibilidad de redes sociales de cuidado, tanto en términos de familia extensa, como de arreglos entre familias e instituciones (estatales y privadas) (Esquivel, Faur y Jelin, 2012). Y, por otro lado, la escala de la ciudad, en perspectiva de concebir la trama urbana (diseño, planificación, infraestructura, transporte, entre otros) como posibilidad de facilitar u obstaculizar (por lo menos) la realización de los trabajos de producción y reproducción de la vida (Del Valle, 1997).
Movilidades cotidianas, relaciones de género e interdependencias
Más allá de las especificidades de los casos relevados, a nivel general identificamos hasta el momento tres tipos de movilidades cotidianas en la región en estudio. Ellas resultan de las cambiantes ecuaciones que se realizan entre trabajo, familia, casa y vida social, y es posible a su vez diferenciar según el ritmo y etapa del curso de vida familiar en que se encuentren. En este aspecto, las relaciones de género en términos de división del trabajo (doméstico y no doméstico) –y de (in)movilidades– ocupan un lugar preponderante. Con las figuras que denominamos “encierro en movimiento”, “movilidad lineal” y “trabajo en movimiento”, buscamos delinear modos típicos de recorrer y experimentar la ciudad, producto de interdependencias complejas de las diversas esferas y agentes de la vida social[3]. Vale señalar, además, que estos modos de moverse en la ciudad pueden coexistir en una misma unidad residencial, articulándose entre sí de manera interdependiente.
Encierro en movimiento: la movilidad de(sde) el espacio doméstico
La casa como burbuja: criando hijos pequeños
Graciela tiene 34 años y vive en un barrio industrial de Ensenada junto con Juanjo, su marido, de 35 años, y sus tres hijos: Luciano de 16, Mauro de 5 y Santiago de 2 años. Ambos integrantes de la pareja son oriundos de la localidad platense de Los Hornos, ubicada a 18 km de Ensenada, donde tienen a sus familiares y amigos. Juanjo trabaja en un comercio en La Plata a 11 km de su casa. Graciela, al describir un día habitual de su marido, nos dice:
Se levanta a las nueve y entra diez y media a trabajar. Toma la leche, se cambia, va a tomar el colectivo, a veces, pobre, tiene que ir hasta el camino [a 1,5 km de su casa] a tomar el micro porque el micro no le para, como viene de Punta Lara y él toma para ir a La Plata, no le para porque viene lleno, así que tiene que ir hasta el camino […]. Está todo el día allá, almuerza allá, sale seis y media, y acá llega con suerte siete y media, ocho menos cuarto, depende de cómo le agarre la locura del colectivo.
Tienen un auto, pero Juanjo no lo usa para ir a trabajar porque “le representa un montón de plata” y además el auto lo usa ella para llevar a los chicos al jardín. La vida cotidiana de Graciela está completamente vinculada con las tareas domésticas y la crianza de sus tres hijos. Generalmente, se levanta alrededor de las 10 de la mañana, ya que reconoce que, si se levantara antes, limpiaría desde más temprano. “Me paso todo el día limpiando y acomodando lo que van dejando los chicos. Aparte, me acuesto a las 2 o 3 de la mañana, porque no se duermen”. Durante la entrevista Graciela reconstruyó detalladamente su día anterior, del cual podía marcar cronológicamente las acciones llevadas a cabo en él. Su relato se llena de verbos como “ir”, “venir”, “hacer”, “dejar”, “llevar”, “traer”, “dar de comer”, “vestir”, “limpiar”, “comprar”, “relajarse” un poquito en la computadora o con el marido y “dormir”. Todo está cronometrado y coordinado, y cada alteración de la programación diaria, como puede ser que no haya clases o que uno de los chicos se enferme, necesita ser solucionada por ella. La esfera doméstica está bajo su organización y acción. Como ya contamos, Juanjo se va temprano y vuelve a la tarde, cuando se suma a veces a la tarea de compras y al cuidado de los chicos. Está 9 horas fuera de casa, y dentro del trabajo la mayor parte. Ella, en cambio, está 9 horas a cargo de los hijos, aunque, durante la mitad de ese horario, dos de ellos están en la escuela o el jardín, y ese tiempo es el que ella tiene para el trabajo de mantenimiento de la casa y las tareas ligadas a la reproducción de la unidad doméstica como trámites y aprovisionamiento. No está todas las horas dentro de la casa, pero sí la mayor parte. De esta manera, a diferencia de la movilidad lineal de su marido del tipo casa-trabajo-casa, la vida cotidiana de Graciela supone una multiplicidad de desplazamientos y prácticas vinculadas con la reproducción del hogar y la crianza de los niños: limpiar la casa, cocinar, realizar compras, llevar al hijo al jardín, entre otras actividades.
Los distintos momentos en el curso de vida de cada uno de sus hijos se traducen en grados diferentes de autonomía y, por lo mismo, suponen para Graciela tareas diferenciales. Las trayectorias individuales se articulan dentro del grupo familiar formando parte de una red de interdependencias en las cuales alguna o algunas de las personas resultan con un volumen mayor de tareas de cuidado sobre otras. Su hijo mayor (16 años) se levanta a las seis de la mañana, seis y media lo pasa a buscar el padre de Graciela, lo lleva a la escuela, de la que sale a las tres y cuarto. Los viernes regresa a las seis de la tarde porque espera a la novia y los martes y jueves hace hip hop en Ensenada, por lo que regresa después de las 7 horas de la tarde. Los fines de semana se va a lo del hermano y los padres de Graciela, en Los Hornos, quienes funcionan como parte de la red con la que cuentan para los cuidados de sus hijxs. El hijo del medio, Mauro (5 años), divide sus días entre los que va al jardín y los que no, debido a los paros de docentes o auxiliares y a problemas de salud. Si bien el jardín queda cerca, lo lleva en auto: “Tuve que aprender a manejar, no porque me guste, sino por una cuestión de comodidad, y porque es casi imposible llevarlo caminando, o en colectivo, o en bicicleta al jardín”. El transporte público en horarios pico se hace muy difícil de utilizar para personas con niños pequeños. Y, por último, Santiago, de 2 años: “Se despierta a las 10 conmigo, yo me levanto, él se levanta”, nos dice Graciela. “Mira pelis o dibujitos. Pero básicamente su día es hacer quilombo, inundar el baño, o tirar la sal adentro de la pileta, o llenar de azúcar toda la casa, meter cosas adentro de la estufa”, relata Graciela. Ellos están todo el día juntos.
A Graciela el barrio en que viven le parece “muy tranquilo”, y reconoce: “Siento que estamos en una burbuja. Vos estás acá y es una cosa, salís y te encontrás con el mundo”. Ese mundo –y específicamente el entorno próximo, caracterizado por la presencia de diversos barrios industriales y conjuntos de vivienda social– le resulta amenazante y peligroso: “Pasás con el auto y te miran feo”, relata. Y, en relación con esto, admite: “[Cuando] mi hijo [el mayor] sale del barrio, yo tiemblo”. La contrapartida de la tranquilidad del barrio es la soledad. Su papel de trabajo en la esfera doméstica y la ubicación (muy aislada) de su vivienda en el barrio colaboran, junto con el diagnóstico negativo de Graciela respecto de la gente de barrios aledaños, en su soledad. “Yo estoy acá todo el día con los chicos. Yo voy al jardín y no me pongo a hablar con las mamás del jardín, voy al jardín, dejo al nene y me voy”. En la misma dirección, y a pesar de moverse constantemente, Graciela señala que durante la semana se le dificulta salir con los dos hijos más chicos, que está “todo el día sola” a cargo del cuidado de los miembros más pequeños de la familia. Los fines de semana cambia la dinámica familiar. Juanjo trabaja hasta el mediodía y luego salen, puede ser de paseo al río, a casa de sus padres, de amigos, a una plaza, al hipermercado o a otro lado. Pero salir y ver gente para equilibrar el aburrimiento y la sensación de encierro que le da la semana.
“Encierro en movimiento” es un oxímoron que busca condensar la experiencia cotidiana de personas como Graciela –generalmente mujeres, pero también veremos luego el caso de Ernesto–, donde una disposición “tradicional” de los roles de género producto de acuerdos, interdependencias y asimetrías al interior de la unidad doméstica distribuye desigualmente tareas y actividades, así como organiza andares diferenciales por la ciudad.
En esta misma dirección, podemos sumar los relatos de movilidad cotidiana de mujeres que residen en una “villa miseria” de la ciudad de Quilmes –muy cercana a la autopista La Plata-Buenos Aires–, ya que muestran una dinámica similar. Mientras que los maridos de Norma, Fabiana y Mónica trabajan en el rubro de la construcción en el centro de la Ciudad de Buenos Aires, por lo que se movilizan cotidianamente en transporte público desde la casa al trabajo y viceversa, salen a las seis de la mañana y vuelven a las siete de la tarde, ellas sostienen que están “en casa” y que temen salir a un entorno definido como peligroso. Norma (30 años, ama de casa) vive en la villa desde que nació, junto a su marido y sus cuatro hijos en edad escolar. Un día habitual para ella comienza a las 8 de la mañana, cuando se levanta y limpia la vivienda. Al mediodía lleva a los nenes al jardín y a la escuela y vuelve a su casa. Al finalizar el horario de escuela, busca a los niños, y dos días a la semana va ella a estudiar, ya que está terminando el secundario en una sede del programa Fines que funciona en una iglesia de un barrio cercano. Todos estos viajes son a lugares cercanos, y por tanto los realiza a pie.
De una manera similar, Fabiana (26 años, ama de casa) se levanta temprano, prepara a sus dos hijas para mandarlas al apoyo escolar enfrente de su casa, van entre las 9:30 horas hasta las 11:30 horas y durante ese tiempo ella se dedica a limpiar la casa. Cuando vuelven, prepara a sus hijas para ir a la escuela, que queda a cinco cuadras, las acompaña a pie. Sintetiza Fabiana: “Mi día es como más constantemente estar en mi casa, no es que salgo; mi fin de semana es ir a la casa de mi suegra, que vive acá a dos cuadras”. Con este relato se vuelve a referenciar, como en el caso de Graciela, la familia extensa como un punto de la red social en la que las mujeres se mueven.
Por último, Mónica (34 años, ama de casa) esporádicamente realiza trabajos de limpieza en casas de barrios cercanos. Sus trayectorias suelen ser a pie. En pocas ocasiones –“cuando voy a pagar mis cuentas”–, usa el tren o el colectivo. Ella describe sus días y los de sus hijos como “más que nada estar adentro”, y hace hincapié en que eso se debe mucho a la inseguridad del barrio.
Con la sumatoria de estos relatos, queremos resaltar que las tareas de reproducción del hogar no suponen la circunscripción al espacio de “la casa”, y que la experiencia significada como “encierro” no supone necesariamente fijismo e inmovilidad, sino que, además de ciertas inmovilidades, incluye una movilidad cotidiana de trayectos cortos, y sobre todo definidos por el cuidado de otrxs. En todos los casos, de los hijos. Y con ello identificamos nuevamente la importancia del momento del curso de vida familiar, y las relaciones de interdependencia entre los cursos de vida individuales, que, sumados al enfoque de género, nos habilita ver en estos casos –y como veníamos diciendo– una división del trabajo en estas familias, donde las mujeres están centradas en la esfera doméstica, que incluye trabajo y crianza, y los hombres, en la esfera laboral externa. Las movilidades para otros, si se nos permite esta tipología, se trata fundamentalmente de llevar los chicos a la escuela, realizar las compras de ingredientes para cocinar diariamente y alguna otra compra adicional como vestimenta, y llevar a cabo los trámites involucrados en el mantenimiento de la vivienda y de los hijos (salud, educación o documentación).
Se trata, además, de una experiencia transversal a los residentes de los distintos tipos sociourbanos, aunque con modulaciones específicas legibles en la escala de movimientos (como muestran los casos de mujeres de barrios cerrados que son amas de casa y tienen hijos en edades escolares). De esta manera, como señaló Teresa del Valle (2000), resulta conveniente no solapar ni confundir las dicotomías interior-exterior y privado-público, ya que no existe necesaria correspondencia entre ambos órdenes: muchas veces, la mujer sale de la casa y sus roles en el exterior reafirman su pertenencia al espacio interior. Y es precisamente esta experiencia la que se significa como “encierro” (Segura, 2015). Reconoce Graciela: “Mi vida gira en torno a mis hijos, por más de que proteste, de que patalee, que te diga que no puedo salir, que no puedo hacer esto. Un poco yo delegué, dejé de lado todas mis cosas por ellos”.
Veamos a continuación el caso de un varón como experiencia de “encierro en movimiento” que implica otro tipo de recorridos y momento del curso de vida.
El chofer familiar: criando hijos jóvenes
Ernesto tiene 63 años y es jubilado. Vive en un barrio tradicional[4] de clases medias-altas de la ciudad de La Plata desde hace treinta años aproximadamente, en una casa de dos plantas, grande. Es propietario, junto a su esposa Celia, que tiene 59 años, y sus hijos Milagros, de 23, Manuel, de 25, y Valeria, de 27. Tienen dos hijos más, pero se autonomizaron recientemente. Todos son solteros. Los dos menores que están en la casa son estudiantes universitarios, y la más grande ya se recibió de abogada. Ernesto aclara que Valeria ahora vive intermitentemente en la casa de la familia porque es deportista profesional, hace navegación, igual que él (aunque él no llegó a ese nivel); por eso, varias veces en la semana se instala en Buenos Aires, donde entrena. Allá permanece en la casa de su novio, quien también se dedica a la navegación. Toda la familia de Ernesto se dedica a la navegación, desde que sus hijos eran pequeños tienen sus propios veleros y comenzaron a aprender el deporte. El único que no practica es Joaquín, el hijo del medio.
Celia, la esposa de Ernesto, es escribana y es titular de su propia escribanía, tiene las oficinas al lado de la casa familiar. Algunos días a la semana, por la mañana también trabajan ahí sus hijos Joaquín y Milagros. Es además docente en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata. Celia se levanta todos los días a las siete de la mañana. La escribanía abre al público a las diez de la mañana y cierra a las dos de la tarde, pero, sin embargo, Celia pasa todo el día allí, yendo y viniendo de la casa a la escribanía y viceversa. Su hijo Joaquín afirma: “La casa es la escribanía, ¿me entendés?”, marcando una indiferenciación del lugar de trabajo de su madre entre el local de la casa o la oficina. O quizás dando cuenta de cómo Celia logró conciliar la esfera doméstica y la esfera laboral eliminando la movilidad urbana entre una y otra. Las noches de Celia son bastante hogareñas, a menos que vayan a cenar afuera con su esposo o con otros matrimonios amigos del barrio. Cuando sale del estudio para realizar trámites vinculados al oficio, en general la lleva su esposo, dado que no le “gusta usar mucho el auto, porque no se puede estacionar nunca y la estresa mucho”.
Como dijimos, Ernesto es jubilado, pero trabaja en la escribanía de su esposa. Se levanta todos los días alrededor de las ocho y media de la mañana y va al gimnasio enfrente de su casa. También todos los días juega al tenis en el Hipódromo. Su trabajo consiste en hacer los trámites del estudio, que son muchos y continuos. Esto le implica moverse todo el día en el auto, está a cargo de los viajes, pero no solo por trabajo, sino que es además el que está a cargo de sostener la movilidad de sus hijos (ir a la facultad y otras actividades) y de su esposa, y es el responsable de la reproducción cotidiana de la vida doméstica, su mantenimiento, compras y el manejo del personal que trabaja en ella. Es quien está a cargo de “estar dentro del hogar”, en compatibilidad con sus innumerables movilidades cotidianas. Sus recorridos diarios, entrar y salir, llevar y traer, son significados, muchos de ellos, como “vinculados al hogar, tareas del hogar”. Todos los días almuerza al mediodía con el encargado de mantenimiento de la casa. En general, almuerzan solos, porque Celia está trabajando y los hijos en distintas actividades. Las comidas las prepara “la señora que trabaja en la casa”, y, el día que ella no asiste, lo hacen Celia o Milagros, lo que confirma una distribución del trabajo de elaboración de alimentos en lo femenino. Los fines de semana, Ernesto y Celia también se levantan temprano y van al Club Regatas (ubicado en una localidad vecina sobre el río), donde la familia tiene una embarcación desde hace muchos años. Pasan el día allí. A veces van al cine o a visitar amigos.
En la vivienda hay cuatro vehículos (tres autos y una camioneta). El que utiliza en mayor medida los autos y la camioneta es Ernesto. Lleva y trae al resto de los miembros de la familia, que no usan los vehículos porque reconocen problemas a la hora de conseguir estacionamiento o porque los estresa. Cuando le preguntamos a Martín si su padre trabaja, él dijo:
Sí, pero igual […] el tachero de casa es mi viejo, así que… por lo general, […] va a hacer un montón de trámites y, entre medio, [..] o la lleva a mi hermana, o me lleva a mí, o la lleva a mi vieja. Como que él siempre está haciendo de todo.
Él usa uno de los autos para ir a cursar, a las canchas de fútbol en donde juega con sus amigos o para salir los sábados a la noche. Aunque dice que también camina mucho. Milagros no usa demasiado los autos familiares; en general, su padre la lleva a cursar o a otras actividades que tiene en el día. En el caso de la familia de Ernesto, con la posición laboral fuerte en el lado femenino e hijos en edades juveniles de estudios universitarios o ya finalizados, pero sin trabajar diariamente (modelo juvenil de moratoria social), la interdependencia de los cursos de vida se concentra en el aseguramiento de las movilidades cotidianas para la efectivización de las tareas: trabajo para Celia, estudio y ocio para Manuel y Milagros. Ernesto está a disposición de los otros, él y el auto son los medios necesarios para que esa unidad doméstica funcione de acuerdo a las trayectorias que cada uno está construyendo. No es la autonomía vehicular, sino la interdependencia con Ernesto como chofer, lo que el punto de vista de la movilidad permite señalar. Y como ya dijimos, además de ser el garante y articulador de estas movilidades, es el que sostiene con su presencia y con su trabajo doméstico la tarea de reproducción del hogar, que se constituye tanto dentro como fuera de la casa.
A Ernesto, como a Graciela, lo ubicamos dentro del oxímoron “encierro en movimiento”, y, como afirmamos para el primer caso, esto no supone inmovilidad ni fijismo. Ernesto pasa gran parte de su día encerrado; sin embargo, se mueve encerrado. Dentro del vehículo que escoja, se encarga de conectar el adentro y el afuera de cada uno de los miembros de su familia. Es el articulador de esas movilidades, pero también el que posibilita la realización de la vida de esas personas al interior del hogar. Y también como Graciela, las interdependencias están realizadas en torno a posiciones laborales (estudiar como posición no laboral) y los momentos de los cursos de vida individuales, y son ellos dos los que toman las posiciones de sostén, de la posibilidad de las trayectorias de los hijos, y también del marido o de la esposa. Los avances en las trayectorias de vida, como posibles transiciones a la autonomía de movilidad en el caso de los hijos chicos de Graciela, o de autonomía de vivienda en el caso de los hijos grandes de Ernesto, habilitarán en ellos otras posiciones en las familias, y probablemente un nuevo arreglo de interdependencias con quienes queden conviviendo o en dependencia de movilidad.
Movilidades lineales: de casa al trabajo y del trabajo a casa
Una casa, dos autos y tres cohortes en el club de campo
Evaristo es un abogado de 70 años que vive junto a su mujer María Luisa, de 68 años, quien es licenciada en Ciencias de la Educación, su hija menor Macarena, de 33 años, que es cocinera profesional, y su nieta Agustina, de 2, en un exclusivo club de campo en City Bell. La pareja tiene, además, otros dos hijos mayores, de 42 y 40 años, que viven en La Plata. Ellos se mudaron 11 años atrás desde una zona céntrica de La Plata a este emprendimiento. Tienen dos automóviles, uno que utiliza Evaristo y el otro, su mujer, que a veces comparte con su hija. Evaristo reconoce que el auto es fundamental, ya que las distancias son largas y en los alrededores del club de campo no hay demasiados comercios ni servicios: lo más cercano está a 1 km, y un poco más lejos, a 2 km, hay una zona más comercial. Así describe su día:
Me voy a la mañana, más o menos relativamente temprano, y vuelvo a la tardecita, de noche. Los días de semana, esa es la rutina. A veces llego un poco antes, pero generalmente estoy todo el día en la calle. [Salgo de casa] a las ocho, ocho y media. Y estoy volviendo siete, siete y media, salvo que tenga alguna otra cosa.
Nos explica que vivir en un barrio cerrado, alejado unos 15 km del centro de La Plata, “te lleva por lo menos entre veinte [minutos] y media hora hasta el centro”, eso implica que “uno tiene que organizarse la vida”, por ejemplo:
Tratar de evitar ir dos veces a La Plata porque se te hace más pesado. A veces no tenés alternativa, porque tenés alguna reunión o alguna cosa, entonces volvés y después tenés que salir porque tenés una reunión a la noche y salís. Yo algunos días voy a Buenos Aires […]. Las distancias obligan, en toda la zona, no es solamente por este caso del club de campo, en realidad los que viven en Villa Elisa y City Bell tienen ese tema […]. Tratás de volver lo antes que puedas para estar en tu casa, pero tratás de evitar ir y volver.
Si bien reconoce que City Bell ha ganado en los últimos años una creciente autonomía respecto de La Plata, legible en la presencia de un importante centro comercial y de entretenimientos, servicios médicos e instituciones educativas, señala que trata de resolver estas cuestiones en La Plata porque pasa mucho tiempo en la ciudad ya que tiene el estudio donde trabaja. Entonces, le resulta más cómodo organizar su vida ahí, haciendo centro en su lugar de trabajo y donde está muchas horas al día. María Luisa, su esposa, también trabaja en La Plata, en un colegio, unos días de mañana, otros de tarde, y, al igual que él, resuelve las compras, trámites y otras cosas en ese tiempo, para no tener que volverse a su casa, ya que, “cuando llegás, no tenés ganas de volver a salir”.
Durante la semana la cena es el momento en que todos se encuentran, “después los horarios se dispersan”. Y así como la noche es el momento de la inmovilidad, los fines de semana se reducen los kilómetros a recorrer (se va al centro de City Bell) o directamente no se sale, pero claro que se pueden recibir visitas en el club de campo.
“Empalmar”, dice Evaristo, explicándonos cómo hay que ir encadenando las actividades de la esfera personal, laboral y doméstica en un solo viaje. El objetivo es salir y entrar una sola vez al día al club de campo. Una sola vez al día recorrer ida y vuelta esos 15 km que los conectarán con la trama urbana compacta, los comercios, la vida laboral y las actividades necesarias para la reproducción de la vida doméstica fuera de la casa, y las actividades relacionadas con sus momentos del curso de vida.
Al igual que para los maridos de las mujeres analizados en el apartado anterior –del encierro en movimiento–, la casa y el trabajo constituyen para Evaristo los puntos extremos de un movimiento pendular diario, y lo mismo sucede con su esposa María Luisa. Una diferencia, entre otras cuestiones, es el medio de transporte utilizado: mientras que los esposos de Graciela, Norma, Fabiana y Mónica dependen del transporte público, en la experiencia cotidiana de Evaristo y su familia el automóvil se torna “indispensable” (hay una línea de ómnibus que pasa por el club de campo cada 40 minutos, que es el transporte de muchos de los que trabajan en el club de campo). En este punto, es coincidente con el papel del auto en la vida de Ernesto (chofer de la familia) y, como veremos, también en la historia que sigue. La interdependencia no es en este caso entre personas, sino entre una persona y un objeto, el medio de transporte propio: el vehículo automotor se convierte en una parte de las redes de dependencia múltiples.
Transportarse en auto también incluye algunos malestares. Entre los problemas que define Evaristo de ese viaje, “están las horas pico”, en las que “hay muchos autos, mucho tránsito, muchos vehículos”, que son las horas en que “la gente va a trabajar o llevan a los hijos a la escuela, o los que van a Buenos Aires [y] salen por la autopista”, aunque también “se nota mucha gente a la tardecita”. En esos momentos del día, señala que hay que estar más atento, y cuenta su estrategia de intentar cambiar de recorridos usando calles secundarias o recorriendo más kilómetros, pero al final haciendo más rápido que si usara la vía principal, que es el Camino Centenario.
Las movilidades lineales casa-trabajo son un modo clásico de experimentar la vida cotidiana en la ciudad, muy común en varones y mujeres insertos en el mercado laboral con trabajos de 8 a 12 horas diarias. En estos casos la diferencia de género emerge no a través del tipo de movilidad o la posición laboral, sino de las actividades que suman a esa esfera laboral, y las interdependencias que los tienen como eje o sostén. Por ejemplo, si bien hay excepciones como la representada por Ernesto, generalmente las mujeres que tienen movilidades cotidianas lineales de este tipo tienen a su cargo también las tareas domésticas y la coordinación de la movilidad de los hijos, por lo que deben conciliar los tiempos y las actividades del trabajo y de la casa. En el caso visto, esto recae un poco más en María Luisa en relación con la casa, y en su hija Macarena en vínculo con su propia hija, sumando en este último caso que el papá de la niña no convive con ella, por lo que la distribución de la crianza aparece desigualmente distribuida. Hemos relevado otros casos de trabajos lineales, y en proporción son mayoría las situaciones de sumatoria de trabajo doméstico al empleo en las mujeres.
Un departamento, tres autos, tres adultos, un niño y la autopista
Tamara vive en un departamento alquilado en un edificio nuevo en el centro de Berazategui con su marido Sebastián (35), su hijo Ethan (5) y su cuñado Emanuel (27), que trabaja en las grúas del puerto. Cada adulto de la casa tiene un auto, y se manejan autónomamente uno del otro con esos vehículos, salvo que a uno se le rompa, en cuyo caso uno de los otrxs le presta el suyo, o piden otro vehículo a familiares, como pasó la semana anterior a la entrevistas, cuando se rompió el auto de Tamara y tuvo que utilizar la camioneta de su papá. Antes de mudarse al centro, Tamara vivía con su familia de origen en un barrio de Hudson, que también pertenece al partido de Berazategui, pero en un formato más de casas bajas. La familia de Sebastián, es decir, sus suegros y cuñados, también viven en Hudson. Tanto ella como él suelen frecuentar las casas maternas, más de una vez a la semana. Sus familias y casas de origen son parte de una red semanal de visitas, cuidados e intercambios –como el de la camioneta–. Cuando Tamara tiene franco, come con sus padres, y el jardín de Ethan está en el barrio de ellos, no solo porque ahí también vive la niñera, sino porque esos abuelos lo buscan cuando ella no llega. En contraste con esas redes del barrio de origen de ambos, en el centro, donde viven, no conocen a nadie ni se relacionan por ahora con otras personas.
Tamara y Sebastián trabajan en la policía, pero en fuerzas de distinta dependencia: ella en la Policía Metropolitana en Capital y él en la de Provincia de Buenos Aires. Sebastián cubre muchas más horas que ella, en general hace turnos de 12 horas de lunes a sábado. Tiene una rutina bastante fija de levantarse a las 8, de ahí al gimnasio una hora y sale ya habiéndose bañado para Bosques, donde tiene su destino laboral. Va en su auto y tarda aproximadamente una hora en llegar yendo por autopista, tal vez un poco menos. Se desempeña como jefe de calle de la comisaría, así que en su trabajo va de recorrida “porque tiene mucha gente a cargo y tiene que controlar a la gente que está designada en cada lugar”. A veces usa su auto, pero casi siempre va en un móvil (vehículo policial).
A Tamara le parece lejos el trabajo de Sebastián. Ella es parte de la Policía Metropolitana y trabaja en una brigada en un barrio de Ciudad de Buenos Aires (Parque Patricios), va en su auto escuchando música por la autopista, sobre todo del género romántico. Le gusta viajar en auto. Tarda media hora en llegar porque sus horarios no son en hora pico, aclara. Se levanta a las 4 de la mañana y al rato sale, y vuelve aproximadamente a las 3 o 4 de la tarde. Además, Tamara es la que cubre los trámites, las tareas domésticas y la cotidianidad de la crianza de su hijo en red con los abuelos, el jardín y la niñera. A ella no le gusta viajar en micro. Se siente insegura, nos cuenta, “por mucho, por cómo están pasando ahora las cosas y demás”. Sabe cuál debería tomarse para ir a su barrio de origen, pero no lo toma nunca, así como tampoco usa el tren, agrega. Sebastián tampoco usa nunca colectivo ni tren. Pero el que sí viaja en colectivo es Ethan, porque, día por medio, la niñera lo lleva de la casa al jardín en micro. Ethan le cuenta a la mamá que le gusta viajar en colectivo, que le encanta ver la gente y que a veces les den el asiento.
Los fines de semana son para “estar en familia”. Aunque el fin de semana es de un solo día, Tamara remarca:
Siempre nos toca o un sábado o un domingo. Estamos en la casa de mi suegra. Nos quedamos del sábado al domingo, siempre, nos quedamos a dormir. Comemos en familia, viene la hermana que vive lejos y comemos un asado, comemos a la noche unas pastas, siempre en familia. Es en el único momento que podemos estar todos juntos.
A veces, cuando pueden salen al centro a comer afuera. “El centro” es el centro comercial de Berazategui, donde también van para recorrer como paseo o para merendar, no mucho, pero siempre eligen ese centro en lugar de otros. También van ahí a comprarse ropa, o cuando sale ella con sus amigas o cuando Sebastián lo hace con los suyos, aunque a veces también se juntan en las casas. Una vez por semana más o menos, se ven con amigos. Pero, para comprar la comida, no va a “ese centro”, sino a su barrio de origen, en Hudson, tanto al almacén del barrio como a un gran hipermercado que hay ahí. El centro se representa como más seguro que el barrio de origen, más conectado a un eje vial de interconexión (facilidad de subir a la autopista) y con más cosas para hacer (entretenimientos, compras, paseos). Esta triple percepción fue el argumento para la mudanza al centro.
Tamara tiene escasa información sobre otras actividades o lugares de Berazategui, sabe que existen muchos centros culturales, la maltería, el río, pero no frecuenta ninguno. Según uno de sus familiares, esto es así “porque ella no se junta con los pobres”, y ella ríe; “No frecuenta por acá”, le dicen entre sonrisas burlonas, mientras ella los escucha, y ya quiere ir terminando la entrevista parada en la cocina de la casa de los suegros del barrio que tanto quiere. Hablando del futuro, augura un tiempo en que “habrá mucha más tecnología que ahora, por ejemplo”, y entusiasmada nos dice: “Está creciendo mucho Berazategui y lo veo… lo veo bien”. En ese “más adelante”, espera seguir viendo crecer a su hijo, estar con su marido, tranquilos; ser felices, resume.
La movilidad semanal de Tamara transcurre, como vimos, entre el trabajo, la casa propia, la de los suegros, la de su madre, el jardín del nene y algún trámite o paseo. La observación de sus recorridos y tareas nos permite reconstruir el sistema de interdependencias que suceden para dar cuidado a Ethan. El momento del curso de la vida de su hijo describe también un curso de vida familiar situado en los primeros años de crianza, que necesita que alguien concentre la coordinación de sus actividades y asegure su movilidad. Esa tarea la cumple Tamara, lo cual nos indica en esa concentración la diferencia de género con asimetría de realización de tareas de cuidado en comparación con su marido. Además de la coordinación, ella también está más horas con el niño que su marido, pero en este caso, a diferencia de Graciela, que estaba todo el tiempo, hay muchas otras personas que intervienen en el cuidado de Ethan: institución educativa, abuelos y niñera, porque Tamara trabaja varias horas afuera y con ello no habilita una percepción de encierro.
La movilidad de Sebastián es de tipo lineal, con un solo viaje al día de ida y vuelta y una carga intensiva de horas de trabajo, semejante a la situación de Evaristo presentada como ejemplo anterior de esta movilidad casa-trabajo. En el caso de Sebastián, la interdependencia con su esposa es mayor que la de Evaristo, y uno de los elementos que suponemos fuerte en esa diferencia son los distintos momentos del curso de la vida de sus hijos. Tienen en común, además de la linealidad de sus viajes, que ambas posiciones laborales son de mayor carga horaria que la de sus esposas.
Trabajo en movimiento
Él, a las corridas de un laburo a otro
Joaquín tiene 64 años y vivió buena parte de su vida a unas cuadras de Villa Itatí (partido de Quilmes), donde vive actualmente. Trabaja por cuenta propia haciendo trabajos de electricidad y tiene una intensa actividad de militancia social. Un día en la vida de Joaquín puede relatarse en una sinonimia con su oficio, es eléctrico y es electricista. Su dinamismo no aparece tanto en la interacción de charla, sino en la cantidad de movimientos y tareas que realiza durante el día. Tiene una camioneta que, como él cuenta, “es su medio de trabajo”, la usa para trabajo y para trasladar, porque, además de ser electricista, hace fletes, “trabaja por su cuenta”. Un día cotidiano en su vida comienza a las 6 horas, cuando se levanta, desayuna y prepara sus hijos para el jardín, los lleva a las 7:45 horas y después se va a trabajar, para cumplir una jornada que incluye fletes, laburos de electricidad y la tarea de reparto en los jardines barriales de la organización de la que forma parte. A las 12 busca a sus hijos del jardín, los lleva a su casa, y continúa trabajando hasta aproximadamente las 5 o 6 de la tarde.
Vive con su esposa Isabel y dos hijos de 6 años, Antonella y Jerónimo. Pegado a él, en el mismo terreno, están dos hermanos que él menciona como si vivieran juntos. Junto a su esposa, tenían otra hija, que falleció por una enfermedad hace unos nueve años, y eso resultó en un cambio en su vida. Estuvo un tiempo deprimido y luego encaró laboralmente, con la militancia político-social y con un proyecto de rearmar la familia teniendo más hijos, lo cual lograron por dos: tienen mellizos. Este volver a criar hijos chicos siendo ellos grandes los puso felices, pero Joaquín reconoce el cansancio y cierto desfase entre el momento de abuelo que debería estar viviendo y el momento de padre que le toca vivir, instancia para la cual él cree idealmente se debería ser más joven.
Al referirse al barrio, Joaquín hace hincapié en la inseguridad y las malas condiciones de vivir allí:
Yo pienso que la gente está acá porque no le alcanza el dinero para poder solventarse un pago de impuestos, un pago de luz, […] porque, si uno pudiera bancarse todas esas cosas, hoy no estaría acá. El tema de inseguridad se puso muy candente. No es ventaja estar en un lugar en que vos estás incómodo, en que vos sabés que se arma el tiroteo a las 6 de la tarde, al mediodía, en cualquier momento.
Nos sigue explicando que, según él, si estás en este barrio es porque no tenés donde vivir: “Acá vinieron a buscar un lugar, un asentamiento para tener donde vivir. Y armar su casa, su familia”. Y recupera distinciones en clave nacional entre el esfuerzo y la solidaridad de la autoconstrucción de viviendas entre los paraguayos migrantes más recientes, en comparación con algunos argentinos “más vagos”.
La posibilidad de tener un pedazo de tierra donde levantar la casilla o una habitación para convivir es una ventaja de este barrio, que, al compararse con los lugares de origen u otras situaciones previas, resulta en movilidad ascendente, o en algunos casos un deterioro de posición, si comparamos con algunos casos que Joaquín nos cuenta de vecinos que perdieron sus trabajos en la década del noventa, por ejemplo. En los últimos años, él percibe una mejora en las condiciones de vida ligada a mejoras laborales y de políticas públicas. Lo nota diariamente en su trabajo en los barrios, con su mirada desde la militancia en organizaciones comunitarias. Además de esta ventaja, otra en la que marca importancia es el valor de la buena ubicación en la localidad de Quilmes y en relación con la zona sur del conurbano y Ciudad de Buenos Aires. Respecto a la movilidad, el barrio es un lugar cómodo por las razones que nos cuenta: “[…] porque tengo el colectivo a media cuadra, porque tengo todos los negocios cerca, tengo movilidad para todos los lugares y estoy en un lugar céntrico, no tengo problema digamos con… Estoy en un lugar […] clave en el centro”.
Joaquín conoce bien las cuestiones de movilidad en la zona, las ventajas y los inconvenientes, analiza y está siempre viajando, o, mejor dicho, como él nos lo aclara: “No son viajes, es trabajo”, “No es un disfrute, es un pasaje. Estás tratando de llegar a trabajar. Pero bien”. Y con ello marca una distinción entre el viaje como disfrute y el viaje como medio. Es un conocedor de toda la región sur que abarca nuestra investigación porque coincide con sus puntos de trabajo, trámites y militancia. Su circuito de movilidad abarca Ciudad de Buenos Aires, Berazategui, Quilmes, Avellaneda y también La Plata, que emerge en su análisis del tránsito como el lugar más difícil: “La Plata es tremendo, las diagonales, y andan muy rápido”.
Está agotado por el movimiento. La tarea de unir todas las actividades en circuitos posibles del día a día lo cansa. Trabaja moviéndose. Se trata de una forma de trabajo donde los trayectos entre un punto y otro del desarrollo de la tarea son parte explícita del tiempo de trabajo: reparte mercadería y realiza reparaciones a domicilio. Y, como ya dijimos, a esto le suma que es el eje para las interdependencias de movilidad de los demás miembros de la familia.
Así como las vías de circulación organizan su día a día, la familia es eje del relato sobre una temporalidad más larga, la familia propia, la familia de la que él proviene (sus padres y hermanos), la familia que armarán sus hijos y todas las familias de su sector social, que en su unidad constituyen un valor. En todas inscribe su relato y en ellas funda su proyección a futuro. El sacrificio del presente, ese “agotamiento” y “cansancio”, cobra sentido en la proyección en los hijos “que puedan estudiar” y poder “verlos grandes”, “poder llegar con salud para poder ver crecer a sus hijos”. En escala comunitaria, tiene deseos acerca de “que se mejore el tema de la inseguridad”, y en términos societales nos dice, ya cerrando la entrevista: “¿Cómo me veo en el futuro? Tratando de poder inculcar y seguir enseñándoles a mis hijos para poder darles un camino para un mundo mejor”.
Este caso es semejante al de Ernesto (el chofer familiar que lo tomamos como ejemplo de encierro en movimiento) con relación al tipo de movilidad cotidiana que aquí llamamos “trabajo en movimiento”, pero presenta también por lo menos tres diferencias. La primera, el momento del curso de vida de los hijos, que están atravesando la infancia en el caso de Joaquín, y son jóvenes en el caso de Emilio. La segunda, el sector de clase social –que tiene correspondencia con el tipo sociourbano de habitación–: Joaquín habla desde un barrio de sectores bajos con una posición laboral de cuentapropista de baja renta, y Ernesto narra desde un barrio de clase alta tradicional y con altos ingresos. La tercera diferenciación es la distribución por género del trabajo doméstico y la administración de la casa: en el caso de Joaquín la responsabilidad de la esfera doméstica está claramente centrada en su esposa Isabel, y en el de Ernesto, es la esposa, Celia, quien ocupa la principal posición laboral en la esfera no doméstica, aportando los mayores ingresos a la familia, y él tiene a cargo la coordinación de la esfera doméstica, aunque sin realizar directamente las labores (como vimos, están tercerizadas en trabajadores domésticos y, cuando este sistema falla, se retoma la posición femenina en la cocina de su esposa o su hija).
A continuación, veremos otro caso que implica múltiples movimientos, pero no solo pensándose como viajes –que también los tienen–, sino también como movimientos de papeles entre los miembros de la unidad familiar, lo que habilita interdependencias menos asimétricas. Se trata de una familia con un intento de equidad en el reparto del trabajo doméstico y el trabajo no doméstico. Una propuesta de conciliación entre trabajo y familia que no opere en la desigualdad tradicional de géneros, posibilitada en gran medida por el tipo de relaciones laborales en las que ambos miembros de la pareja están inscriptos.
Ambos, a las corridas de un lado al otro
Marcelo es profesor de piano, tiene 47 años y vive junto a su esposa Susana, que es unos años menor que él, también dedicada a la música en Florencio Varela. Con ellos conviven sus dos hijos, Ignacio, de 5 años, y Danilo, de 8; además, algunos días está Antu, de 14 años, que es el hijo mayor de Marcelo con una pareja anterior, que estudia y vive con su mamá los demás días en Villa Elisa, partido de La Plata (colindante con Florencio Varela). La experiencia cotidiana de movilidad en la ciudad representa para él y su esposa el despliegue de una serie de estrategias y arreglos que les permiten resolver los traslados hacia el trabajo y los destinos relacionados con la crianza. Realizan una coordinación aceitada que representa un conjunto de esfuerzos vinculados con el uso del tiempo, los desplazamientos en el espacio y la asignación de roles de quién hace qué y cuándo.
Los dos son músicos y tienen sus proyectos musicales por separado, pero el mayor ingreso lo obtienen de su trabajo como docentes de música en el sistema de educación pública, fundamentalmente en el nivel primario, en el caso de Susana, y horas en terciario, en el caso de Marcelo. La modalidad de empleo de ambos con un formato por módulo (por horas) o cargo docente (12 horas) posibilita que, “cuando no trabaja ella”, trabaje él. Tal interdependencia no se vive con malestar, sino como el modo ineludible de garantizar trayectos y compañía. Marcelo lo pone en estos términos: “Lo tenemos coordinado entre nosotros”, “Nunca hubo negociación, el auto se lo queda el que tiene los pibes”, básicamente para evitar el uso del transporte público. Tal como se distribuyen los días de trabajo, también se pautan las actividades de recreación para ellos. Como ambos son músicos, los sábados por la tarde ensaya él, vuelve “a los pedos” en el auto y se lo entrega a ella para que vaya a su propio ensayo. Como vamos viendo, también hay distribución entre padre y madre del estar a cargo de las actividades y movilidad de los hijos: “Los chicos van a fútbol dos veces por semana acá en Varela y los martes y jueves van a gimnasia deportiva en Villa Elisa”, que es donde también va el hermano más grande. Además, Danilo va a natación e Ignacio, a música. Marcelo es quien generalmente los lleva a Villa Elisa, pero lo demás y la escuela se reparten entre él y Susana según los días y horarios de trabajo. Además, Marcelo también lleva a Antu los viernes a la secundaria porque todavía “no se anima” a que viaje solo, está “tomando coraje”, haciendo referencia a sus propios temores y no a los de su hijo.
El automóvil que comparten les permite recorrer en tiempos razonables las distancias necesarias; el jardín de infantes y la escuela primaria quedan uno cerca del otro, pero ambos se ubican lejos de su casa, a 30 cuadras más o menos, y la escuela secundaria, a 20 km. El auto es el objeto que está asociado en esta red a la movilidad de los chicos, pero, como ellos no conducen, se precisa uno de los padres para la función de chofer, y el que no está con los chicos se mueve en micro. El transporte público, tal como vimos en otros casos, aparece como hostil para el traslado con chicos; según Marcelo, esto no solo se debe a la dificultad que conlleva trasladar a los más chicos, sino también a la espera: “perder el tiempo esperando”, “siempre me acuerdo de volver los domingos a la noche con Antu en colectivo, y que no te parara el micro o de pasar horas esperando el micro que volviera”. Su casa está muy bien ubicada con relación al transporte público, porque está a 10 cuadras del centro y muy cerca de un hospital, y tiene acceso a muchas líneas de colectivos a solo una cuadra. Sin embargo, en forma muy gráfica explica algunos inconvenientes:
Los colectivos. Es un garrón. Es un garrón. Están armados como el conurbano, ¿viste? O sea, las líneas, vos decís… No entendés si para ir de acá a acá [señala dos puntos en el espacio que podrían conectarse en línea recta] hace esto [dibuja con la mano un gran “rodeo” o “vuelta” para conectar ambos puntos].
Los fines de semana a veces van a andar en bicicleta a parques de la zona (Parque Pereyra, partido de Berazategui) o a la República de los Niños (La Plata). O, como dice Marcelo al terminar la descripción de la semana: “El domingo, en general, no hacemos nada”. En este contexto, el no hacer nada podría ser leído como el detenimiento de la dinámica semanal: no salir de la casa, no tener que “andar calculando”. Sin que el recorrido de Joaquín abarque todas las localidades del corredor sur, la movilidad cotidiana de esta familia se despliega entre cuatro partidos de esta zona: Florencio Varela, Berazategui y La Plata, territorios conectados por sus decisiones y posibilidades de familia, trabajo y sociabilidad, y Quilmes, donde a veces recurren a comercios de la zona.
Los arreglos cotidianos se fundan en esta familia en un contrato implícito en el que el trabajo no doméstico, el doméstico, las tareas relacionadas con los niños y sus tiempos “personales” están distribuidos de un modo que intenta ser equitativo entre los géneros. Ambos manejan, trabajan, ensayan y acuerdan los criterios y expectativas de la vida cotidiana de los niños: que no estén solos en la casa (inmovilidad de uno de los dos), que alguno de ellos los acompañe en los trayectos a la escuela (movilidad por interdependencia crianza) y que haya tiempos de actividades para ellos solos (movilidad por interdependencia con la pareja) y entre todos. Sin olvidar que las tareas domésticas están a cargo de Marcelo y Susana: limpieza y mantenimiento de la casa, la ropa, mascotas, mantenimiento del auto, trámites y pago de servicios, entre otros. La relación más equitativa de distribución de actividades en términos de género les demanda una gran organización y planificación temporal y espacial: diagramar un calendario semanal, relativamente fijo, que combina interdependientemente a las personas.
Ubicado este relato en trabajo en movimiento, no hace referencia, a diferencia del caso de Joaquín, a actividades donde el traslado es parte de su desarrollo (flete y cuentapropismo); en el caso de Marcelo y Susana, ambos poseen empleos con tarea fija, aunque en algunos casos diseminados en distintas instituciones, pero incluimos el caso porque “a las corridas de un lado al otro”, además de ser una imagen para la movilidad cotidiana, permite hablar de cómo el sujeto pasa de un lado al otro, de la esfera laboral a la doméstica. Es el mismo sujeto el que la atraviesa, sin postular ni practicar una diferenciación por género de un lado para uno y otro para el otro. Hay una búsqueda intencional de que la vida de cada uno sea del género que sea, se mueva en ambas esferas con soltura.
Interdependencias múltiples: vehículos, redes sociales, cursos de vida, laboral-doméstico y género
Dos ejes analíticos se tornaron relevantes para el estudio entre género y movilidad cotidiana en el espacio metropolitano: por un lado, la relevancia de los “arreglos domésticos” y las interdependencias para pensar las movilidades “individuales”, y, por el otro, la evidencia de la “persistencia de la asociación entre lo doméstico y lo femenino”, que ayuda a comprender esos arreglos, así como las movilidades y asimetrías resultantes.
En el capítulo dimos cuenta de tres tipos de movilidad –diversificándolos además en dos casos cada uno– que permitían identificar regularidades del tipo de movilidad que llamamos “encierro”, lineal y en movimiento, pero que no podíamos solo definir por los momentos de quietud y los de desplazamiento, sino que se construyó de acuerdo a alguna particularidad de la percepción de su movilidad cotidiana. El encierro, en los primeros casos, se dio tanto por la percepción de Graciela como por la de Ernesto de estar anclados a la labor reproductiva. Pero estos casos presentaron algunas diferencias entre sí: en el caso de Graciela, el modo de cuidado de la casa y de la crianza de los niños le produce una sensación de cierto malestar debido a la demanda permanente de atención de parte de los hijos, a causa de su dependencia, y a una movilidad restringida a circuitos vinculados con la reproducción de la vida y de la casa; y en el caso de Ernesto, la percepción de incomodidad radica más en ser el centro de las dependencias de movilidad de otros y de la reproducción de la casa, que en el “estar en la casa”. La diferencia emerge, como ya dijimos, además de por la diferencia de recursos disponibles en las familias, por el momento del curso de la vida de los hijos y por las posiciones laborales de sus cónyuges. El “encierro” nos vincula con aquello que Del Valle (2000) planteaba como rigidez de los tiempos y espacios de trabajo reproductivo, que venía a discutir el mito de que dichas tareas eran de horarios más flexibles que el denominado “trabajo productivo”. La rigidez de las micromovilidades, la “atadura” que provoca que otros dependan de uno y que, por lo tanto, la vida cotidiana no esté organizada en los propios términos, sino en las cronologías y espacialidades de los otros y de las instituciones de cuidado, sale a la luz en esta imagen oxímoron del encierro en movimiento.
La segunda imagen utilizada fue la de movilidad lineal en sus formas simplificadas de casa al trabajo y del trabajo a casa, que, como pudimos ver, conllevan también la realización de algunas pocas tareas vinculadas al trabajo reproductivo; pero, sobre todo, esa posibilidad de movilidad lineal se construye por la centralidad del sujeto en el trabajo llamado “productivo”, con la interdependencia de otras personas que realizan las tareas de cuidado de hijos, si los hay, y las tareas domésticas. Esta movilidad pone a la luz la indisociabilidad de la esfera laboral y la doméstica. La reproducción de la vida se hace posible por la concurrencia de los trabajos en ambos dominios, por una porosidad interrelacionada entre lo público y lo privado y por una interdependencia de actores sociales que se distribuyen –con mayor o menor equidad– ambos trabajos (productivo y reproductivo). Pero además no es solo una cuestión de “arreglos intrafamiliares”, sino que la ciudad como dispositivo de reproducción de la vida y el Estado como regulador de recursos (disponibilidad, acceso y efectividad) son partes relevantes del proceso más general. Nuevamente, trayendo las interpretaciones de Del Valle, “hasta que la reproducción no se reconozca como parte integrante del sistema social, y por lo tanto interrelacionado con el trabajo asalariado, se da una situación de desigualdad” (Del Valle, 2000: 59).
La tercera figura de movilidad presentada fue trabajo en movimiento, a través de las formas de movilidad cotidiana de Joaquín y su trabajo de fletero y centro de las movilidades de otros (sus hijos, esposa y recursos de la organización social a la que pertenece –que es parte de una red social de cuidado–), y el intento de una división social del trabajo que no se construya desde el género, como fue el caso de Marcelo y Susana. Reaparecen dos aspectos de las movilidades anteriores. Por un lado, la sensación de agotamiento, en este caso ligado no al encierro, sino a “estar a las corridas”, “de un lado a otro”. El segundo aspecto está relacionado con ese mismo movimiento, que incluye un sinnúmero de arreglos y grandes o pequeños desplazamientos que colocan a estas personas en el centro de una movilidad que debe construirse conectando ciudades y lugares que parecen operar –a veces– en contra de sus posibilidades de reproducción. En ambas personas se trata, además, de trabajos productivos (mover recursos de la organización social en un caso, disponer de horas en distintas instituciones educativas en el otro) vinculados con instituciones sociales del cuidado como las escuelas y el comedor.
En los tres tipos de movilidades cotidianas, se hacían visibles formas diversas de la distribución de roles y tareas por género, pero quisimos mostrar otras singularidades de “arreglos”, percepciones y asimetrías, de modo que sumamos los relatos diarios de las familias de Laura en Wilde, Candelaria en un barrio cerrado en La Plata y Leonora en un barrio industrial de Ensenada. Todos sus desplazamientos cruzan, en distinto grado, las esferas de lo público y lo privado, resolviendo “cuestiones domésticas” en ámbitos que suelen estar imaginados por fuera de lo doméstico. La resolución del trabajo de reproducción centrado en mujeres implica un número de movilidades cotidianas por fuera de la casa. La casa como sinónimo de lo doméstico, en cuanto materialidad, no resiste a las prácticas cotidianas de todas estas mujeres. La esfera doméstica incluye la casa, pero también todos los circuitos de uso cotidiano para las tareas de aprovisionamiento, trámites y crianza de los hijos. De ello que el momento del curso de la vida, como ya indicamos, tenga alta relevancia en las dependencias de unos en relación con otros. Son mayormente las madres las que dependen de los hijos (o las interdependencias) para resolver, en función de los tiempos de los más pequeños, los tiempos laborales –tanto trabajo doméstico como no doméstico– propios. Otro factor que interviene con fuerza en la administración de estas interdependencias son los accesos y utilización de redes de cuidado. La existencia o no de familia extensa que acompañe la crianza de los niños y la posibilidad de contar con instituciones estatales o privadas de cuidado accesibles (en sentido amplio, guarderías, jardines, escuelas, clubes) marcan diferencias en la trama de construcción de las asimetrías por género al interior de la familia, y, por lo tanto, diferencian movilidades cotidianas generizadas.
Para finalizar, cuatro comentarios más y un cierre. Los comentarios se refieren a elementos que participan de las interdependencias, y que por ello llamaremos “interdependencias múltiples”. Estos cuatro factores intervinientes en las movilidades cotidianas resultaron determinantes de la generación de diferencias, y en algunos casos devienen en desigualdades. El primero son los medios de traslado. Los “objetos” transporte público o auto hacen a calidades de viajes diferentes: en los casos estudiados, el uso de transporte público demanda más tiempo, malestares y una sincronización de las actividades con el sistema de transporte; por otro lado, los autos son vistos como imprescindibles para aquellos que los tienen –y más de uno–, recorren largas distancias al trabajo o sostienen las interdependencias de movilidad de otros miembros de la familia. Del viaje en auto se nombran algunas sensaciones de malestar relacionadas con el tráfico y con el desgaste que produce conducir el vehículo. En cuanto a la sincronización, podría decirse que es en una doble dimensión: intrafamiliar, porque es preciso coordinar los tiempos y recorridos del “chofer” con los demás miembros de la familia cuando es él el que se ocupa de esta tarea; y también es de alta relevancia el tener acceso rápido y cercano a ejes viales principales, como son las grandes avenidas que conectan el corredor sur y la autopista.
El segundo factor son las redes de cuidado, o lo que algunas autoras vienen estudiando como la organización social del cuidado (Esquivel, Faur y Jelin, 2012). A lo largo del capítulo, en repetidas oportunidades mostramos la relevancia de las redes de ayuda para el cuidado de los hijos (familia extensa, arreglos entre familias, tercerización de tareas), así como la existencia y acceso a instituciones de cuidado (públicas, privadas, ong). La posibilidad de contar con estos recursos marca diferencias en las posibilidades de organización cotidiana, y con ello de las movilidades. La interdependencia entre personas no se circunscribe a los miembros de la unidad familiar, aunque el objetivo sea la reproducción familiar, sino que muestra claramente cómo de las redes participan muchos otros sujetos e instituciones, que son parte de las interdependencias necesarias para que el trabajo de producción (esfera laboral) y de reproducción (esfera doméstica) se haga posible.
El tercer factor emerge al detener la mirada sobre los cursos de vida. El estudio de los cursos de vida es una perspectiva teórico-metodológica que reconoce la importancia de la temporalidad de las vidas, el procesamiento social de la edad y la inserción en contextos históricos y espaciales determinados, y entre otros puntos enfatiza el modo en que las personas son interdependientes, dando especial atención a la familia como la arena primaria de la experiencia y desde donde se interpreta el mundo social (Elder et al., 2003). Analizando las interdependencias de movilidad desde este enfoque, fue posible identificar cómo estas interdependencias estaban en función de los desarrollos de las trayectorias de cada miembro de la familia, y de lo que podemos llamar “curso de vida familiar”[5] en general. Como dimos cuenta en varios relatos, la diferencia de momentos de curso de vida, que se marca fuertemente por el momento de curso de vida de los hijos, necesita una división social del trabajo en la familia, entre los géneros, y en la sociedad, que toma diferentes formas según cada caso, pero en muchos de ellos deja ver: la centralidad de la mujer en la crianza; la reproducción de la división femenino-trabajo de reproducción y masculino-trabajo de producción, o la doble jornada laboral femenina (ambos trabajos); y las desigualdades en torno a las instituciones con las que se cuenta para que la crianza sea un proceso de resolución social y no quede librado a posibilidades de resolución por grupo familiar.
El cuarto factor es el género en su accionar como ordenador simbólico (Serret, 2001), es decir, en cuanto “el género” (en su versión dicotómica masculino y femenino) es utilizado como categoría para la clasificación y adscripción de comportamientos, espacios, esferas, tareas, formas de ser, “instintos”, y muchísimos etcéteras, que quedan así inscriptos en unos “géneros” constituidos en vínculo lineal con los sexos biológicos. Los roles socialmente atribuidos a lo masculino y a lo femenino conforman un mandato de género sumamente poderoso que distribuye asimétricamente la división social del trabajo entre reproductivo y productivo, entre esfera laboral y doméstica, o entre público y privado, como esencialidades del “ser femenino” o “masculino”. “El género” emerge como si “explicara” las movilidades diferenciales, las asimetrías y las distintas centralidades de las interdependencias, obturando en ese camino interpretativo el efecto de poder de su existencia como ordenador simbólico y provocando una tautología explicativa. Lo contrario sería proponer que “el género no explica”, sino que su utilización permite comprender qué es y cómo opera su fuerza simbólica (Lamas, 2000), en nuestro caso para la organización y los sentidos de la experiencia metropolitana en general, y las movilidades cotidianas en particular.
Finalmente, para cerrar el capítulo, restan unas palabras sobre la idea de interdependencias múltiples. Con ello queremos remarcar –aunque parezca redundante porque el término “interdependencias” incluye relaciones entre, por lo menos, dos partes– que además las personas participan de varias de estas relaciones de interdependencia a la vez: con los medios de transporte, con las otras personas en la familia, con el contexto social económico y político, con el Estado, con el mercado, entre el trabajo reproductivo y el productivo, entre otras; en definitiva, como inmerso en un sistema de relaciones sociales (de poder). En los casos estudiados, las dicotomías inmovilidad de lo doméstico y movilidad de lo no doméstico y la independencia de estos dominios no resisten cuando seguimos a las personas en sus movilidades cotidianas. Ahondar en la discusión entre las fronteras fijas de un dominio y otro, tanto en términos de movilidad para lo público e inmovilidad para lo doméstico, como en la forma en que muchas veces se han pensado en su funcionamiento independiente, es una tarea por continuar. Hace ya tiempo, desde la década del 70, en los estudios de curso de vida y en los abordajes feministas y particularmente en los estudios urbanos con enfoque de género, se ha planteado la necesidad de trabajar sobre las interdependencias, no solo entre miembros de una familia, u otras redes de relaciones sociales, sino también entre el trabajo productivo y reproductivo (Del Valle, 1997), entendiendo la ciudad como un lugar donde ocurre la reproducción social (Del Re, 2015) –que incluye sus transformaciones–.
Bibliografía
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- Entendemos “género” como un proceso de construcción cultural de la diferencia sexual, y con ello nos sumamos a la búsqueda de explicaciones de la acción humana como un producto construido con base en un sentido subjetivo (Lamas, 2000) y cuyo abordaje “es algo desafiante y potencialmente muy fructífero (por) la visión que ofrece de lo que sucede al interior de los sistemas sociales y culturales” (Conway, Bourque y Scott, 2013: 32).↵
- Por supuesto, como se verá, hay excepciones, como el rol de Ernesto en la dinámica cotidiana de “la casa” y los arreglos con un horizonte igualitarista en la experiencia cotidiana de Marcelo y Susana. Sin embargo, en términos generales, resulta llamativa la persistencia de lo doméstico como una tarea mayoritariamente femenina. Lo que investigaciones recientes han certificado a partir del uso diferencial del tiempo que implica la desigual distribución de tareas domésticas (Esquivel, Faur y Jelin, 2012) es abordado aquí desde las experiencias de (in)movilidad diferenciales que dicha distribución desigual conlleva. ↵
- Se decidió usar para esta sección casos distintos a los presentados bajo el subtítulo anterior, en pos de mostrar más situaciones particulares.↵
- Con “barrio tradicional”, nos referimos a un tipo sociourbano que se ubica dentro de la matriz urbana de la localidad, puede ser en zona céntrica o lateral, pero no en formato barrio cerrado o country. En general, son zonas antiguas en la localidad, con viviendas que son propiedad de familias “de apellido” en la zona, cuyos integrantes suelen dedicarse a actividades profesionales (abogacía, medicina, ingeniería, contable), o ser empleados gerenciales en corporaciones o grandes empresas, altos funcionarios públicos o dueños de pequeñas empresas o grandes comercios. Posee infraestructura urbana completa y acceso a todos los servicios y la trama barrial está consolidada a nivel constructivo. Las viviendas suelen ocupar un gran terreno o dos o tres lotes, y el precio del suelo es alto en relación con los valores de la localidad. ↵
- El curso de vida familiar es una noción que permite nombrar a la unidad familiar inmersa en un proceso de desarrollo que articula trabajo reproductivo y productivo. En este sentido, las familias pueden pasar por diferentes etapas. Por ejemplo, pareja sin hijos, pareja con hijos pequeños, pareja con hijos grandes, pareja con hijos fuera de la casa.↵