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6 El malestar en la ciudad

Joaquín Vélez y Agustina Horna

—¿Y cuáles son los principales conflictos y problemas en la ciudad?

—¿Acá en Quilmes? La inseguridad, primero, primerísimo que todo. La inseguridad, eso fundamental. Es terrible, no hay hora, no hay horarios. Acá todo el mundo se cuida, si cierra un negocio cierra el de al lado. Acá en Quilmes se ve mucha inseguridad.

 

Blanca, 67 años, barrio tradicional, Quilmes

 

—Y los principales conflictos y problemas de la ciudad, ¿cuáles serían para vos?

—Soy redundante, el gran tema es la inseguridad, porque ya no es solamente que afecte al barrio mío, afecta todo Wilde.

 

Hilario, 77 años, barrio céntrico, Avellaneda

Introducción

Al abordar en términos de problemas la experiencia metropolitana en el corredor sur de la Región Metropolitana de Buenos Aires, los principales emergentes en el discurso de las y los entrevistados fueron la (in)seguridad, los miedos y los temores. Sin estar consignada ninguna pregunta específica en relación con estos temas en la entrevista,[1] la forma en la que estos aparecían una y otra vez en muchos de los relatos nos indicaba un modo de regulación de los espacios y tiempos, una elaboración de arreglos o precauciones para los desplazamientos cotidianos, la disposición de elementos de seguridad en las arquitecturas habitadas o elecciones de lugares para vivir que atendían a estas preocupaciones, organizando la vida cotidiana. Esto nos llevó a interpretar que se trataba de una suerte de “habla” del crimen, como llamó, para el caso de la ciudad de San Pablo (Brasil), la investigadora Teresa de Caldeira (2000) a las cuestiones del delito, el miedo y las inseguridades, consideradas como problemas urbanos y públicos, a la vez que adoptaban una dimensión performativa en ese narrar.

Algunas cuestiones vinculadas a seguridad, miedos y temores fueron abordadas de diferentes maneras en los capítulos precedentes por ser indisociables de otros aspectos de la experiencia urbana metropolitana, pero consideramos que la relevancia que tomó en los datos producidos la cuestión de la seguridad ameritaba construir una reflexión particular. Al hacerlo, fuimos conducidos por el doble movimiento de autonomizar las formas de los relatos y encontrar los atributos específicos de las cuestiones del miedo y el temor –que han sido abundantemente trabajadas en la teoría social–, a la vez que intentamos lograr fidelidad con las porosidades y cotidianidades con las que se conectan, habitan y hacen sentido. Estos relatos y prácticas indican formas de regulación del tiempo, el espacio y las movilidades, inciden en la producción de la espacialidad urbana como paisajes del miedo (Segura, 2009) que motorizan dinámicas residenciales y de movilidad que son percibidas y experimentadas de forma diversa y desigual (Segura y Chaves, 2019), y que hacen parte a la nominación estigmatizadora, normativizante o supremacista de nosotros y los otros.

Estos temas-problema fueron una de las formas de expresar el malestar y las cuestiones que no les resultaban agradables de sus espacios cotidianos habitados. En muchas ocasiones las respuestas a las preguntas sobre la experiencia en los recorridos y prácticas de movilidad eran escuetas, mientras que, al referirse a los acontecimientos de inseguridad, los detalles abundaban y la narrativa tomaba otro tono. La inseguridad permite hablar: sea porque es un tópico recurrente en la sociabilidad cotidiana en una especie de función fática de la queja compartida, sea porque se espera cierta complicidad en el/la interlocutor/a por la sensibilidad de las situaciones y un supuesto acuerdo de base sobre la existencia de ese malestar en el conurbano bonaerense. Por todo ello y más, que intentaremos develar, narrar la inseguridad se convirtió en uno de los ejes de las entrevistas y sus relatos, que atravesaron zonas residenciales, clases socioeconómicas, posiciones sexuadas y etarias, a la vez que cada clivaje y posición situada proporcionó una experiencia urbana singular. Las temporalidades y los espacios de lo acontecido como inseguro también aparecían en formas tanto localizadas y específicas, como también difusas y generales. En este sentido, proponemos, en una segunda parte del capítulo, la noción de “acontecimiento” (Deleuze, 2005; Reguillo, 2005) como herramienta conceptual para comprender algunas formas de la ubicuidad en las narraciones de la inseguridad y como maneras en que se articulan las experiencias personales con las formas colectivas de habitar e imaginar la ciudad.

La sensación de inseguridad ha sido considerada como el efecto de un desfase entre una expectativa socialmente construida de protecciones y las capacidades efectivas de una sociedad dada para ponerlas en funcionamiento (Castel, 2004). Puesto que existe una demanda no satisfecha, se opta por diversas estrategias y arreglos para afrontar la inseguridad cuando es configurada como problema: la movilidad en el espacio público, las preferencias en el uso del transporte, la regulación de las interacciones son, entre otras, algunas de las tácticas. Nos interesa señalar que, además de producto de un desfase o una falta, la inseguridad es también productiva, en cuanto esas mismas expectativas producen efectos materiales y concreciones de la capacidad social de imaginar y practicar una falta de seguridad en un determinado espacio. Es decir, de acuerdo a la percepción que cada uno tenga sobre la (in)seguridad, estas sensaciones organizan cardinalmente en qué se mueven, por dónde lo hacen, con quiénes y en qué horarios. Existe una explicación de lo existente que no se reduce a esa relación entre un deseo, expectativa o su falta, o tal vez ese mismo desequilibrio constante y esa falta sean los que se transforman y traducen en los movimientos que producen lo urbano y a lxs urbanitas.

Muchas de las representaciones identificadas son recurrentes y han sido mapeadas en otros estudios (Kessler, 2009), como las asociadas al temor y al miedo a ciertas personas y espacios, andar solx, la oscuridad y la luz, formas y medios de transporte. En ocasiones, la inseguridad fue incluso algo que dificulta nuestro trabajo de investigación por la desconfianza que la gente mostraría y lo poco dispuesta a “abrir la puerta” a alguien poco familiar para hacer las entrevistas en sus viviendas. A continuación, proponemos una serie de ejes que nos permitieron organizar el análisis de las (in)seguridades, los temores y los cuidados para evitarlos mientras las personas llevan adelante sus vidas en la ciudad.

Cómo moverse: lugares, horarios y formas en las que (no) transitar

La gente de Varela hoy en día vive con miedo. Es lo que se nota en Varela: mucho miedo, mucha inseguridad, o sea la gente como que vive perseguida viste, eso más que nada, cambió mucho en eso, porque antes por ahí no era tan, tan inseguro, pero ahora como que se ve mucho.

 

Gabriela, 34 años, asentamiento en Florencio Varela

Al desplazarse por el espacio urbano, las inseguridades, los temores y los miedos organizan cartografías que regulan los usos, habilitando –o no– ciertos espacios y modos de transitarlos. Las representaciones de lo iluminado y lo oscuro, el día y la noche actúan sobre esos mapas colocando temporalidad de tránsito y estadía en los espacios; inciden también la cantidad de personas que circulen, que actúan a veces como percepción de mayor seguridad, y otras veces, de peligro. En su mayoría la población del conurbano sur con la que trabajamos efectúa sus recorridos en horarios diurnos, con movimientos muy vinculados a las extensiones de las jornadas laborales y del sistema educativo. Pasadas ciertas horas de la noche, disminuyen significativamente la frecuencia o ya no circulan colectivos y trenes, hay menos vigilancia de las fuerzas policiales y se pasa a depender de los remises, taxis, vehículos particulares o la opción que comentan menos deseable: caminar. Las estrategias son diversas, por ejemplo, la de Leonora (21), en sus trayectos desde la institución educativa donde cursa sus estudios terciarios en La Plata hacia su casa en un barrio industrial Ensenada:

Si salgo a las diez de la noche, me van a buscar, pero si salgo nueve, nueve y media me voy a tomar el micro, y después sí me van a buscar a la parada, todo esto no me lo camino de noche.

La circulación restringida en horarios nocturnos no es exclusiva de las mujeres, aunque hay una tendencia mayor en este grupo.

A excepción de espacios para cenar, boliches o clubes nocturnos, el lugar para la noche en general es uno: la vivienda. Tanto para el descanso y las horas de sueño en los días de semana, como para los encuentros entre amigxs o parejas, que son más frecuentes en los días no laborables, ese es el espacio elegido. La poca densidad de los desplazamientos por la noche disminuye la posibilidad del anonimato en las interacciones, justo cuando este es más deseado. Como nos contaba Julia (24), de un barrio de Dock Sud, se juntan en la casa de alguien y ahí se quedan; o Guillermina (40), habitante de un barrio cerrado de La Plata, quien nos comentaba que siempre se junta en su casa con las amigas e hijxs como programa para la noche. Esto mismo es narrado por Manuel (25), un joven estudiante universitario, habitante de Barrio Norte, La Plata, mientras nos cuenta cómo le “gustaría andar sin miedo”; “Caminando después de las 19, 20 ando medio cagado, sí. A veces sentís un toque de adrenalina”. Al mismo tiempo, relativiza este sentimiento: “Uno se persigue mucho para mí… No es tan peligroso”. Pero inmediatamente constata el riesgo existente:

A mí me han choreado igual. Me han robado tres veces en la calle, caminando. Pero es más lo que a uno le dicen también, me parece, que lo que a uno le pasó. Y las historias que te cuentan, que te la cuentan en primera persona y te da cosa.

En este relato, el miedo aparece como algo importante en la sensación de sus desplazamientos, construido por su experiencia y por los relatos y experiencias de otros que suman casuística al mapa del temor.

La posibilidad no solo de ser robada/o, sino de ser también objeto de violencia física o sexual es una de las diferencias generizadas en la experimentación de la inseguridad y el miedo urbano. María Marta (57 años) expresaba: “Hay distintos temas que hacen a la inseguridad, los asaltos en la calle, la violencia que hay, hay mucha violencia desmedida, para robar un celular te pueden matar, no te dan tiempo ni a reaccionar”. Y luego especificaba particularidades para el caso de las mujeres: “Hay mucha violencia de género, mucha me parece, uno ve que hay violencia de género de distinto tipo, a nivel familiar hay mucho, y creo que una mujer sabe por dónde anda, con quién anda, por qué calles transita”. En un mismo hilo de relato, María Marta transita de las violencias en la calle al género y lo familiar, en una mezcla de puntos de responsabilización individual, saberes y agencias femeninas que no podemos detenernos aquí a profundizar. Por otro lado, Daniela (25 años, Berazategui) afirmaba que “de tanto andar de acá para allá a la noche no soy… Soy bastante miedosa con el tema de la inseguridad, si no somos muchas, no me gusta tanto porque por más que haya más cosas y todo”. Los cuidados entre varias funcionan como protección. Otro ejemplo es el caso de Pilar (25), habitante de Barrio Norte, La Plata, quien, además de señalar que no transita “sola a las 4 de la mañana por la calle”, menciona los cuidados que existen en su grupo de amigas: “Cuando salimos, volvemos y es como que nos dejamos cada una en la puerta, esperamos a que entre, o sea, no es que te dejo acá a tres cuadras y sigo”. Las estrategias colectivas son reconocidas: “En ese sentido nos cuidamos, o si estamos en un remís juntas volviendo, ‘Bueno, avisame cuando llegues’; entre nosotras mismas nos cuidamos de siempre escribirnos o lo que sea”.

Las precauciones que se deben tomar son de múltiples registros y van desde el transporte que se elige hasta el ir sola/a o acompañado/a, para poder evitar aquello que es marcado como temido o inseguro. Aun cuando las representaciones y los referentes que se temen o de los cuales se siente inseguridad sean compartidos por hombres y mujeres, existen experiencias urbanas distintas y desiguales (Pereyra, Gutiérrez y Nerome, 2018). Sin relaciones lineales, las personas identificadas como hombres adultos suelen expresar menos miedo, o bien pueden experimentarlo, pero no lo manifiestan. Cuando lo hablan, suele adoptar el formato de protección y cuidado hacia quienes ellos indican con una mayor vulnerabilidad, como niñxs y mujeres. El acceso a la ciudad, la ciudadanía y el ejercicio de derechos en las prácticas urbanas cotidianas se halla así imbricado en un sistema patriarcal donde el sujeto universal hombre-blanco-adulto-propietario es el término no marcado de referencia (Fraser, 1990), y muchos desde allí imaginan y normativizan la experiencia urbana.

Vemos cómo muchas personas manifiestan elaborar arreglos y sistemas de cuidados con relación al miedo y la inseguridad que es percibida en la ciudad. Una de las entrevistadas, Paulina (57), vive en un barrio industrial ubicado en Berazategui, y lo manifestaba de esta forma: “Me gustaría que podaran un cerco que me tapa toda la luz a la noche, me da miedo. Y en invierno cuando yo vuelvo a las 19 es de noche, entonces me tienen que ir a buscar”. Y continúa señalando: “Me da miedo, porque esa parte, esta cuadra de acá, como que estás regalado, o sea, si pasa alguien te acovacha ahí contra el cerco, no se entera nadie. Porque de enfrente son todas quintas, no hay gente”. La falta de podas y la obstrucción de las luminarias, sobre todo en la noche, aparecen como factores centrales de ese malestar, que se agrava en el invierno por la extensión de las horas de oscuridad. Las referencias a estos problemas se repiten en varias locaciones del territorio mapeado, y se asocia a la falta o falla de las acciones municipales de gestión urbana. La misma entrevistada referencia que en su trabajo debieron modificar el horario de atención a partir de los robos y teniendo en cuenta el tiempo del almuerzo de la policía:

Acá lo que más joroba es la inseguridad. Eso es lo que más me altera. Nosotros ya nos entraron cuatro veces en la oficina. Pero, es como que para una moto, y te levantás porque decís… Y por ahí hasta que el tipo no se saca el casco y era un cliente tuyo, pensás que te vienen a robar.

Junto a esta sospecha generalizada, comenta:

Estás todo el día pensando de que eso va a pasar. La inseguridad, eso es lo que más me mata. Eso me da mucho miedo. La entrada a la casa, la salida. Es lo que más me jode. Está muy bravo esta zona.

Este relato sobre la inseguridad toma elementos diversos que se funden en una urdimbre de sentidos y prácticas que organizan su vida cotidiana y la de muchos/as otros/as.

Espacios desiguales

No solo el tiempo y la visibilidad organizan el espacio en torno a la seguridad-inseguridad, la ubicación central o periférica juega también, con representaciones diversas, y el estado de la infraestructura urbana suma condimentos. Leila (71) nos comenta un cambio positivo en su mudanza desde una casa con jardín en la periferia norte platense a un departamento en el casco fundacional de la misma localidad. En su antigua residencia, se sentía insegura y permanecía mucho sin salir por los temores a lo que pudiera suceder en el afuera, pero en su barrio, actualmente, siente más libertad y, según ella, puede salir de su domicilio en cualquier momento y en cualquier estación del año. En algunos casos localidades enteras son tomadas como parámetro de contraste, por ejemplo, si bien existen “hechos de inseguridad” asociados a Berisso y Ensenada, en los relatos siguen siendo autopercibidas como tranquilas y seguras, en contraste con las otras localidades del corredor sur y su imagen de “conurbano” más consolidado como percepción negativa. En Berazategui, pudimos hallar en el análisis que se perciben mejoras relativas en los últimos años en relación con lo urbanístico, mientras que en La Plata los sectores altos y medios-altos ven peores condiciones de mantenimiento y más “personas indeseables” que “copan el centro”, en referencia principalmente a jóvenes de sectores populares.

Emergen también elementos en la investigación que refieren a la seguridad o capacidad protectora del lugar propio sin importar dónde se ubica, sino por el carácter de espacio conocido y donde te conocen. Martín (27), residente de un barrio industrial en Berazategui, nos contaba: “Vos salís y como que la gente es más segura, no te digo que no haya delincuencia, pero es más seguro, se conocen todos, ¿entendés?”. Pareciera que la ausencia del anonimato de la vida urbana del que hablara Simmel (1986) facilitara el control interpersonal regulando la posibilidad delictiva. “La gente aprovecha más lo que es el barrio. Se puede transitar por todos lados; vos vas a cualquier lado y está lindo. Vos ves gente afuera tomando mate, o en la plaza, ves gente, chicos en la plaza” (Martín, 27). La calificación de “lindo” se asocia así a lo seguro, lo tranquilo, donde la ocupación de los espacios públicos y la vida fuera de las viviendas aporta a un sentido mayor de vida en común y de cuidado mutuo. En contraste, este mismo entrevistado afirma: “Quilmes, Varela ya es muy… mucho asentamiento. Las calles están destruidas. Es más gente de clase, un poquito más, más baja, ponele”.

La desigual infraestructura y el menor poder adquisitivo de la población se asocian con una mayor prevalencia de lo inseguro. Así lo indican también habitantes platenses, como Ernesto (63), quien vive hace más de veinte años en un barrio tradicional de La Plata, y la distingue de otras zonas metropolitanas: “Convengamos que, dentro de todo, La Plata sigue siendo un lugar tranquilo comparado con otros lugares del conurbano, podés tener miedo, pero no es que vas viste como, no sé, hay lugares que decís no, acá no me meto”. Esta noción se proyecta sobre el lugar en el que se vive, y se teme que un crecimiento urbano futuro pudiera traer cierta “conurbanización” (en sentido negativo) del lugar y posterior aumento de la inseguridad:

Deseo que más o menos se mantenga La Plata como es. Dentro de todo, es una ciudad más o menos tranquila, lo que siempre charlamos como que el parque Pereyra es medio como una franja con el resto del conurbano (Iván, 32 años, barrio tradicional).

La identificación de “conurbano” con lo inseguro o lo “menos tranquilo” se trata de una imagen estereotipada y construida mayormente desde afuera, ya sea desde la ciudad capital o desde otras provincias (Kessler, 2015). Estas diferencias según las localizaciones permiten imaginar que, más allá de la ubicuidad que parece tener el “problema de la inseguridad”, esta no está distribuida de manera homogénea. La inseguridad es una característica asociada al conurbano (de la Provincia de Buenos Aires), y tal vez en buena medida a los conurbanos de otras ciudades capitales. En una entrevista, Paulo (25), residente de Florencio Varela, comienza hablando de su infancia, y se centra luego en varios de los temas aquí mencionados: “La inseguridad es un tema muy recurrente del cual yo no sé… Yo también soy un poco reacio a hablar sobre eso, porque hablar solamente de la inseguridad sin hablar de otras cosas no tiene sentido, porque… volvés a lo mismo”. En el mismo intento de desmarcarse, el entrevistado nos da cuenta de lo instalado del tema y de la cantidad de cuestiones que debería considerar y que capilarmente se van introduciendo cuando se naturaliza el miedo y la inseguridad. El intento de desmarcarse y no reproducir sentidos comunes o discursos instalados sobre la inseguridad es algo que encontramos también en Pedro (52), sociólogo, habitante reciente de Barrio Parque, Quilmes, quien relata: “Un problema con los vecinos es la obsesión que tienen por la seguridad. Si bien uno trata de no ir desprevenido, de prestar atención cuando uno llega a la casa”. Luego de señalar que toma ciertas precauciones que considera mesuradas, comenta:

Los vecinos que yo tengo viven pendientes todo el tiempo. Contratan esas empresas de seguridad privada de luces, alarmas, controles remotos, y gran parte de la vida se les va en eso. En sistemas de monitoreo, vigilancia, hay un WhatsApp de los vecinos permanentemente preocupados por cuántas veces pasó el patrullero.

Vemos cómo Pedro describe una multiplicidad de personas, objetos y redes ensamblados en torno a la cuestión de la seguridad mientras señala que para él es un problema que la inseguridad sea un problema para otrxs con quienes comparte el territorio habitado. El uso de la mensajería instantánea para comunicarse en entornos barriales y locales parece estar proliferando en el territorio relevado (Vélez, 2018), funcionando como soporte para los controles informales (y morales) que establecen las personas. La sospecha, el “ojo” que señala Pedro como alerta de una vecina es también la mirada que vigila, ya no situada en un espacio fijo y central, sino difuso y comunicado por estas redes técnicas que comparten los movimientos y los sentidos de la inseguridad.

“Fuentes” y experiencias de la inseguridad. ¿Lejos o cerca?

Ciertos espacios, ciertas corporalidades, ciertas situaciones son marcadas como particularmente inseguras. A continuación, nos interesa precisar el señalamiento de algunas de estas “fuentes” de la inseguridad. En diversos grupos sociales y clivajes, encontramos que se asocia lo inseguro a los tipos sociorresidenciales como villas y asentamientos; a las personas que viven en condiciones de pobreza; a la presencia o consumo de “drogas”; a determinadas corporalidades como las de “travestis”, “caruchas”, “pibe con capucha”; al desempleo; a las inundaciones, entre otras. La relación de proximidad o lejanía en relación con estas situaciones y la posibilidad de interacción diaria delimitan formas desiguales de lidiar con ellas, y emergen en forma de malestar en el cotidiano. Por su parte, las personas que habitan villas y asentamientos conocen los pormenores de estar expuestas constantemente a enfrentamientos en las calles, que suma a la estigmatización por habitar estos espacios, la precariedad de las viviendas y la inestabilidad económica en el día a día. Quienes poseen más recursos pueden habitar espacios relativamente más resguardados de situaciones peligrosas, sea por estar a mayor distancia de lugares señalados como peligrosos, o bien por construir fronteras y arreglos en cuanto a seguridad que permiten su control.

Como hemos señalado, se elaboran cartografías que permiten diseñar trayectos, seleccionar lugares transitables, medios de transporte, horarios y establecer redes y formas de cuidados para desplazarse por la región metropolitana en aras de reducir las posibilidades de ocurrencia de aquello a lo que se teme o se considera peligroso o riesgoso.[2] En los relatos de nuestrxs entrevistadxs, estas representaciones están siempre puestas en relación comparativa y algunas veces relativizada: por ejemplo, no a todas horas del día o del año los lugares son peligrosos, ni tampoco las personas son temidas en cualquier situación. Sin embargo, en grupos de clases altas, detectamos que hay una tendencia a esencializar formas despectivas hacia personas, zonas y tiempos que ubican en los sectores populares.

En el caso de Wilde (partido de Avellaneda), hay un sector del espacio urbano, nombrado como “el fondo”, que se asocia a la inseguridad, la presencia de drogas, menos servicios y calles no asfaltadas. Para desplazarse hacia allá, Laura (59) comenta que su esposo, Miguel, no va con el auto a visitar a su sobrina, sino que suelen ir en remís por la inseguridad y el temor. Hilario (77), jubilado, residente de Wilde, comparte la percepción señalada por Laura, puesto que esa zona aparece como un lugar que genera peligrosidad. También en Berisso la cercanía de una zona que denominan “villa” es relatada como un factor que acrecienta la inseguridad. La periferia popular, compuesta en la representación como una miríada de villas y asentamientos, es una imagen estereotipada que ha logrado convertirse en un reservorio temido de los problemas nacionales; una lente ampliada, sobre todo en las imágenes mediáticas –pero no solo en ellas–. Esta imagen sobre “la villa” como lugar inseguro y peligroso es, desde luego, simplificada y reductora de un territorio heterogéneo y complejo, y han sido muchos los y las autoras que han dado cuenta de ello (Kessler, 2015). A la vez, se construyen mitos y estereotipos sobre sus habitantes que operan en el imaginario colectivo al transitar por la ciudad, que, independientemente de su adecuación o no, las personas existentes son parte de las cartografías moralizadas y la habitación imaginaria del espacio urbano (Tonkonoff, 2018; Fuentes y Bover, 2015).

En los lugares marcados como fuentes de inseguridad, también se reconocen malestares e inseguridades aún más agravadas, como afirma Analía (28), de Berisso: “La gente que habita de la calle para acá son más carenciados, te cortan una calle porque hace tres días que no tienen luz, se inunda continuamente, porque todavía sigue existiendo zanjas”. Luego, describe: “Convivís con la gente que tiene los caballos, con los cartoneros, que no quiere decir que sean malos, pero son carenciados, son barrios carenciados”. Finalmente, la asociación entre zonas marginadas e inseguridad suma la escasez de infraestructura de transporte y trae el elemento explicativo de la desvalorización de la tierra:

Como te digo, a tres cuadras si tenés una villa declarada, peligrosa, liberada, donde la misma policía los va a buscar allá porque sabe que están allá… No es el centro de Berisso, no, no, los terrenos valen menos, justamente porque pasan menos micros.

En relación con la policía, en la investigación identificamos representaciones más marcadamente disonantes, ya que hay grupos que la asocian a seguridad, mientras que otros la vinculan a la inseguridad. Para algunos, la policía aparece como una fuerza que otorga mayor seguridad en el barrio y a la vez permite regular mejor el delito, pero en otros la presencia del accionar policial es descrito como “complicado” e implicado en situaciones de drogas y organización de actividades delictivas. Una de las entrevistadas, Estela, de 29 años, tiene 6 hijxs, y se encontraba en el momento de la entrevista bajo la modalidad de prisión domiciliaria en su domicilio ubicado en una villa de Quilmes. Nos comentaba los arreglos que debía hacer con la policía bonaerense para los movimientos cotidianos y también para asistir a un centro de salud u otras necesidades de ella o sus hijxs; en esas negociaciones sucedían abusos de autoridad o situaciones disciplinantes. Afirmaba que la detuvieron en la calle con sus hijxs y que quisieron llevarla en el patrullero sin una justificación clara, lo que generó mucho temor. Los casos de robos e inseguridad relatados por Estela en el barrio se aglutinaban en una narración de varios minutos en los que señalaba quiénes robaban, qué zonas eran más inseguras, cuáles eran las modalidades de estos delitos, y otros detalles, como cierta recurrencia en robos a personas oriundas de Paraguay por parte de argentinos. El conocimiento de ciertas tramas delictivas locales en las que participan tanto vecinos como fuerzas de seguridad es un saber que también permite organizar usos y recorridos.

Uno de los clivajes organizadores de la diversidad de las experiencias urbanas es el género (Jirón, 2007), que en muchos casos asume la forma de desigualdades, pero no solo en las prácticas de acceso y uso de los espacios, sino que las sensaciones de miedo, temor e inseguridad están generizadas y deben ser analizadas en vínculo con las prerrogativas de papeles del esquema patriarcal y heteronormativo. Al mencionar Darío (38) las ventajas del nuevo barrio y las dificultades del anterior, traza una analogía en la que su mujer e hijxs quedan ubicados en el lugar de la tutela y la desprotección a la hora de circular, mientras que él no expresa sensación de temor por sí mismo, sino que lo subjetiva en lxs otrxs. Siguiendo a Madriz,

las respuestas al miedo al crimen conducen a la creación de rituales de protección en los cuales las mujeres son usualmente las ‘protegidas’ y los hombres son los ‘protectores’, perpetuando a niveles individuales y estructurales, relaciones no balanceadas de los géneros (Madriz, 1998: 101).

Darío señalaba, además, que tanto la presencia de trabajadorxs sexuales de la “zona roja”, como la venta de estupefacientes cerca de su casa contribuían a su sentimiento de inseguridad y constituía algo de lo que deseaba alejarse, a pesar de vivir en ese momento muy cerca de uno de sus trabajos en un centro de salud en la ciudad de La Plata.

En relación con los espacios asociados al sentimiento de inseguridad, Belén (30), habitante de una villa en Quilmes, afirmaba: “por lo general, no son los del barrio los que hacen el daño, siempre son los que vienen de afuera”. Esta exterioridad del peligro se repite en varias explicaciones y se asocia con un afuera de la casa y del hogar, lugares que son representados como seguros por excelencia. Sin embargo, como observamos en este ejemplo, el afuera en relación con las personas remite sobre todo al afuera de los barrios y de las redes conocidas. En el mismo sentido, en algunas entrevistas en La Plata de sectores medios-altos y altos, los hechos delictivos son vinculados a personas que “vienen del conurbano”, marcando su no pertenencia a esta categoría y estableciendo una exterioridad con el hablante. Los accesos principales a esta ciudad, como la autopista y el ferrocarril, posibilitarían según los relatos el ingreso de “forasteros”, y sobre ellos recae una fuerte estigmatización de clase, étnico-racial y territorial.

En los tipos sociorresidenciales de villas y asentamientos, zonas de clases populares periurbanas y barrios industriales, la inseguridad es particularmente narrada dentro del propio barrio y señalada como una de las razones del empeoramiento de las condiciones de vida por las que se desea mudarse hacia otro lugar. Joaquín (64) vive en una de las villas más grandes del partido de Quilmes, y nos contaba algunos de estos problemas: “Hay inseguridad total para todo, tanto sea para afuera como para acá adentro… Acá adentro con la historia del paco y la droga se puso tremendo”. Luego de la asociación con la pasta base y el “paco”, continúa: “Yo sufrí cuatro o cinco asaltos al entrar a casa… Hace poco mi hijo mayor salía de casa al mediodía, y le pegaron un golpe en la cabeza y le hicieron cuatro puntos en la cabeza con un arma”. Vemos en estos relatos que se invierte la relación de exterioridad y peligro respecto de otros tipos sociorresidenciales. Poder vivir en un lugar donde tanto desplazarse como habitarlo sea relativamente seguro es una condición de desigualdad, no todxs pueden acceder a ello, y está en buena medida condicionado por la capacidad de ingresos o bienes disponibles. Vivir en la villa es difícil, “muy difícil”, y a las formas del relegamiento y las resiliencias urbanas necesarias para la sobrevivencia se les acoplan los malestares de estar expuestos a robos y balas perdidas y el compartir espacios con sectores donde son más visibles las redes del microtráfico de estupefacientes ilegales. Este empeoramiento del barrio, donde “antes se vivía tranquilo”, es explicado por varios de sus habitantes en parte por el aumento de la inseguridad y la presencia de la droga, pero también es asociado “en el sentido económico” con la pérdida de puestos de trabajo y la retracción económica que no puede ser compensada con los programas estatales de transferencias de recursos existentes a 2018. Una vez más, la ejemplificación y el relato de acontecimientos puntuales y la narración de episodios son algunas de las formas que adopta el discurso en estas temáticas.

Los elementos tenidos como inestables e inseguros para la vida en la ciudad, la posibilidad de cercanía o lejanía para los desplazamientos y el lugar de residencia son delineadores de las experiencias metropolitanas desiguales. Como se observa en una serie de entrevistas, y sobre lo que nos detendremos en el siguiente apartado, la sensación de ubicuidad y generalización es característica en las descripciones. Pero esa ubicuidad que pareciera tender a aplanar los relieves sociales no se presenta en todos los lugares, tiempos y situaciones de la misma manera, ni tampoco en el repertorio de tácticas de evasión. Los arreglos diferenciales por clase y tipo sociorresidencial muestran diversidad de precauciones edilicias y de movilidad para hacer frente al riesgo del robo, que pueden ir desde la contratación de seguridad privada en barrios cerrados o residenciales, pasando por la instalación de cámaras y rejas, hasta el intento de esconder la verdadera entrada en un hogar construido con chapas o de coordinar para que la vivienda nunca quede sola. Otros con mayores recursos dejaron barrios tradicionales o residenciales para conseguir una relativa inmunización en sus residencias comprando terrenos o casas en espacios de comunidad privada con servicios de seguridad. Lo que todxs comparten es que en la narración de la inseguridad emergen temores, se narra la modificación de sus prácticas y se explica la organización de sus percepciones de sí, de otros, de tiempos y espacios con tonalidades de malestar o bienestar, del bien o el mal, de forma que se crean cartografías que muchas veces se relatan en términos morales.

Una vez delimitados estos sentidos asociados a la inseguridad en el espacio urbano, nos detendremos en el siguiente apartado en ciertos tópicos, no tanto vinculados a un análisis de contenido, sino de forma: las maneras de hablar son también diacríticas para leer la inseguridad.

Narrar la inseguridad

Narrar sería la condición de posibilidad de ese acontecimiento en el que surge el lenguaje; podríamos de hecho imaginar que el lenguaje se constituye como tal a partir de la narración. Se usan las palabras para nombrar algo que no está ahí, para reconstruir una realidad ausente, para encadenar los acontecimientos.

 

Ricardo Piglia, El arte de narrar

En El malestar en la cultura, Sigmund Freud nos propone algunas de las formas en que las personas nos introducimos a la vida social y las estructuras preexistentes a las que nuestros deseos, sentires y pensares deben más o menos acomodarse o con las que deben negociar en el proceso de socialización. En uno de sus pasajes, para ilustrar las formas y temporalidades de la vida psíquica, nos proporciona el ejemplo de una ciudad con profundidad histórica como Roma y sus sucesivas construcciones arquitectónicas. Allí nos sugiere que imaginemos

a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores (Freud, 1992: 71).

Siguiendo este experimento tópico-imaginario, en el que la temporalidad de la vida psíquica –individual y colectiva– no remite a una temporalidad lineal, superponiendo en ese palimpsesto elementos de distintas cronologías y duraciones, nuestra propuesta es que el habla del crimen (De Caldeira, 2000), con su relativa ubicuidad y centralidad en los relatos, guarda cierta analogía con esa forma de diagrama en el que los acontecimientos son reenviados a una temporalidad distinta que no perece tan fácilmente en las fauces del olvido y persiste en las formas de narrar la ciudad, experimentar el espacio urbano y compartir los malestares de vivir en la ciudad.

Tal vez sea en el mito compartido y en esta autonomía relativa del campo simbólico de la construcción de la ciudad (Reguillo, 2000) donde podamos encontrar una posible vía de análisis para la aporía que los estudios sobre inseguridad encuentran en la compleja relación entre las tasas de victimización y el sentimiento de inseguridad que rehúsa una relación lineal (Kessler, 2009). En las narraciones obtenidas en las entrevistas, los acontecimientos constituyen un dato relevante por el embrague que adoptan los relatos y el cambio de registros para referirse a dichos aspectos. Por esto, no basta lo que se dice, debemos indagar la manera en que se dice (White, 2003). Narrar la inseguridad puede realizarse de diversas formas. Algunas enunciaciones son escuetas, impersonales y generales, señalando que el miedo en los desplazamientos y la inseguridad son conflictos fundamentales. Sin embargo, cuando lo que se quiere transmitir remite a una experiencia personal o cercana –que es muchas veces traumática–, el tono adoptado adquiere mayor dramatismo, siendo afectado e intentando comunicar esa afectación e importancia a su interlocutor/a. Para lograrlo muchos/as de ellos y ellas utilizaban la primera persona. Es una forma de narración con performatividad, ya que, a la vez que se toma esa experiencia cercana como un dato de realidad con un peso indiscutible, nos coloca cara a cara con el referente concreto de aquel padecimiento:

Es un barrio cómodo. Que está muy inseguro… Yo ya tuve dos episodios de inseguridad: uno viniendo a la escuela, en que me quebraron el brazo, y hace dos meses me robaron en la puerta de mi casa el auto, a mano armada, y estaba mi nene de testigo… Quedamos bastante movilizados por ese tema. Así que en lo que antes era algo cómodo de andar, yo ahora me siento muy insegura. A cualquier hora, me parece que… Siempre me movilicé por acá. Nunca tuve miedo de nada. Y, hace aproximadamente dos o tres años que… estamos con mucho miedo (Andrea, 49 años, Barrio Norte, La Plata).

La experiencia personal traumática modifica la forma en que se habita el espacio en la sensación de miedo y el sentimiento de inseguridad. La variable temporal entre pasado y presente es utilizada también en una oposición de un antes seguro contra un ahora inseguro, y marcada como una de las desventajas de vivir allí, que contrarresta la comodidad destacada del lugar.

Sin embargo, no es solo la experiencia personal la que provoca sensaciones, temores y precauciones en la circulación cotidiana. Hallamos también relatos construidos en segunda persona, en los que se busca generar cierta implicancia de la narración (Piglia, 2005) en quien la oye, enumerando una serie de reiterados episodios sufridos por personas cercanas (familiares, amigos, etc.). Un matrimonio platense repasa en su relato la cantidad de situaciones de robo padecidas por su entorno:

V: A mi cuñada le robaron como tres veces. Le robaron dos veces la moto con un arma.
I: Acá en la casa de mi mama también, un verano, como hace seis, siete o diez años, entraron en el verano y vaciaron toda la casa.
V: A tu hermano el año pasado le entraron…
I: A mi hermano el año pasado. A una amiga de mi familia que vive ahí, en la otra cuadra [donde vive su hermano], le entraron a robar, con ellos adentro. Siempre conocés; a mí […] cuando era más chico ahí en 117 y 35, estaba el micro en la parada y también me quisieron robar dos pibes a las siete de la mañana.
V: Pasa siempre, pero por ahí ahora uno lo que ve es que es más habitual en la gente que uno conoce…
A: Antes no los tocaba de cerca, digamos.
V: O por ahí antes, sí robaban, te podía pasar, no digo que no… Pero por ahí es que te vas enterando más seguido de gente más conocida que le va pasando. Más allá de lo que generen los medios de comunicación y que hoy por internet, por Facebook, por todos los medios sociales te enterás de lo que pasa en el minuto en todo el mundo, entonces eso hace obviamente que uno se entere de cosas que por ahí ni te enterabas, eso también es cierto, pero, bueno, pasan cosas (Iván, 32 años, Barrio Norte, La Plata).

Aquí vemos cómo se conjugan varias temporalidades que se actualizan en otra forma temporal, a la vez que aparece una explicación nativa del aumento de la inseguridad no solo en cuanto a la cantidad de hechos delictivos, sino en cuanto a su posibilidad comunicacional por las redes sociales. Es interesante, a la vez, que el relato se construya a partir no de la propia experiencia (sea pasada o presente), sino de la ajena, y que esto mismo provoque efectos en la circulación cotidiana de nuestrxs narradores. En este fragmento, además, queremos prestar atención al modo en que el relato construye ese pasado: a diferencia del anterior, en este pasado sí sucedían cosas, pero “por ahí no te enterabas”; hoy, en un presente hiperconectado, no solo te enterás, sino que se vuelve “más habitual en la gente que uno conoce”.

Las figuras de las víctimas y lxs vecinxs como interlocutores legítimos de los problemas públicos componen los discursos que se toman como referencia e índice de realidad. Es importante destacar que, en esta forma del relato de la inseguridad, repetidamente se adopta la forma del acontecimiento como manera de explicar. La narración de un caso es utilizada de una forma analógica y abductiva para señalar que el hecho de que sea posible implica que ese hecho sea probable, o sea repetible, siempre en una diferencia que acecha a que esta vez se actualice en carne propia. Asimismo, es vivido como un riesgo posible de la circulación en la ciudad y, por lo tanto, hay que tomar los recaudos necesarios para transitar:

Tuvimos varios episodios. Cuando vivía acá, en Barrio Parque, un día volví con ella [su hija]. Era un primero de enero. Ella iba durmiendo en el auto, y nos robaron el auto. Después, en la casa de ahora [mismo barrio], un día el papá la traía y le robaron el auto acá en la puerta de mi casa. Después aparecieron, pero, bueno, momentos… Quedás traumado. Viste, así, medio tildado. Y a partir de ahí, cuidados extremos. Por ella. Cuando llego de noche, no siempre, pero voy a guardar el auto y veo que pasa un auto, una moto, qué sé yo, pego una vuelta de manzana más, o llamo al de seguridad para que me venga a mirar mientras entro el auto, y tengo el portón automático; hay también una alarma vecinal con luces y no sé qué. Pero no tengo más el control remoto, así que no lo uso (Margarita, 45 años, Barrio Tradicional, Quilmes).

El relato en primera persona que tiene el tono del detalle y la propia experiencia como testimonio y legitimidad se va diluyendo en su detalle a las situaciones conocidas de otras personas, para en muchos casos operar como un impersonal donde lo difuso y general no se hace por eso menos relevante y presente. A continuación, nos detendremos en algunas de las formas en que aparecen las temporalidades en los relatos.

Antes seguro, ahora inseguro, ¿futuro incierto?

Si bien las diferencias entre las localidades y los espacios que forman parte de nuestro objeto de investigación son recurrentes y se evidencian en varios relatos, otras no menos importantes están vinculadas con las temporalidades. Las percepciones del espacio urbano remiten en este último grupo a contrastes con otros momentos, estableciendo un corte con un presente señalado como inseguro. En las representaciones hay un “antes” percibido como más seguro, en el cual se podía aprovechar más de los espacios públicos, se gozaba de mayores libertades y no se estaba tan encerrado en el propio hogar, entre otras. Laura (59 años, Avellaneda) lo cuenta del siguiente modo: “Antes a mi mamá le tocaban el timbre para ver si tenía un vaso de agua. Mismo el baño. Eso cambió muchísimo, mi papá se sentaba en la vereda y se quedaba. Y ahora te roban la silla”. En sintonía con su relato, Ana (50) comparte la misma percepción en un barrio céntrico de Florencio Varela: “Antes teníamos la puerta abierta y no importaba. Cuando era chica, era tomar mates con mi viejo en la puerta y no pasaba nada, ahora uno tiene que tomar más medidas de precaución”.

Ahora bien, esta percepción negativa del presente y positiva del pasado no solo se da en relación con los espacios y lugares, también se utiliza como criterio a la hora de mencionar las sensaciones en las movilidades cotidianas respecto al transporte público. Según nos cuenta Fabio (41) de Berazategui:

Antes era un viaje tranquilo, no tenía los problemas que tenés ahora, por ejemplo. Yo hace un montón que no tomo colectivo. Tengo amigos que también van a esperar a la señora o a la hija, o al hijo a la parada del colectivo.

Los recaudos también se extienden a los viajes y desplazamientos:

En el colectivo ahora te roban, en aquella época no te robaban. Y no te estoy hablando hace mucho tiempo atrás. Ahora te roban en el colectivo, le roban al colectivero, es como que, bueno, viajás en tren, viajás en colectivo… Cambió, cambió mucho (Fabio, 41 años, barrio industrial, Berazategui).

En el siguiente ejemplo, también encontramos un pasado señalado como más tranquilo, el uso de un acontecimiento para su ejemplificación y las acciones tomadas en consecuencia:

A nosotros nos empezó a jorobar seguido, un año. Hemos tenido acá en la esquina persecuciones que terminaron a los tiros con muerto y todo… Yo tengo mi sobrino que vive acá a tres cuadras, lo quisieron asaltar y tuvo que salir a los balazos con los chorros; tengo el farmacéutico del barrio, el viejo farmacéutico del barrio, lo han golpeado, le han sacado el auto. El otro día venía yo de la carnicería y veo que se cruzan tres patrulleros ahí enfrente de la farmacia, le habían robado el auto a un tipo. Y después, eso lo que yo veo, aparte después lo que me cuentan, no, no, no puede ser… Hubo un tiempo donde salías de la puerta y no tenías que mirar para ningún lado, salías de la puerta y pisabas la calle; ahora salís a la puerta y tenés que mirar para todos lados a ver quién viene y por dónde viene. Estamos con miedo permanente. Es más, hicimos el servicio ese de alarmas vecinales y no sirve (Hilario, 77 años, Avellaneda).

El presente es inseguro y el futuro aparece como incierto: se manifiesta el deseo de una menor inseguridad, pero no es una expectativa clara o esperable, ya que la imaginación a futuro y la propia proyección contienen en muchos casos una buena dosis de incertidumbre e impredictibilidad. Algunos de estos aspectos ya fueron señalados en el capítulo 6 sobre sectores altos, quienes también realizaban una valoración positiva del pasado –muchas veces romantizado–, y hablaban sobre un presente que buscaba volver a esas viejas formas del “barrio”, en donde se podía estar a cualquier hora y se tenía mayor sensación de libertad. La ponderación positiva de ese pasado, entonces, implica una mirada negativa del presente y una sensación de incertidumbre con respecto al futuro.

La romantización del pasado es de presencia fuerte en los relatos y está vinculada con el sentimiento de (in)seguridad que experimentan ahora:

Vivir acá es bastante inseguro. Yo recuerdo mi infancia, y tenía mucha más libertad que la que siento que tienen mis hijas. Yo tenía amigas del barrio; a las 5 de la tarde, iba a tomar la leche siempre a lo de una amiguita distinta. Y antes mi mama por ahí no sabía exactamente en qué casa estaba yo, sabía que era en alguna de la cuadra… No existían los celulares ni nada, ni existía el miedo de no saber dónde estaba. Yo sabía que cuando oscurecía tenía que volver a mi casa. En verano era a las 8 de la noche y en invierno era a las 6 y media, pero no había peligro. Yo, hoy en día, a mí no se me ocurre que las nenas salgan de casa solas. Si salen, salen conmigo, caminando o en el auto, pero las llevo yo. Y solamente hacen ese tipo de vida cuando, en el fin de semana, estamos adentro de un barrio [cerrado]. Salen con la bicicleta, van a buscar, van a la casa de alguna amiguita, pero van a buscar a otra amiguita. Siento que se perdió esa calidad. [Antes] uno no tenía tanto miedo, entonces, si se te paraba una moto, y yo estaba parada en la puerta de mi casa, con amiguitas, o con mi mamá, mi mamá hablando con la vecina… podían tomar un mate en la vereda. Si se te paraba una moto en la puerta de tu casa para pedirte una dirección, a vos no se te iba a paralizar el corazón pensando en que te iban a robar. Y hoy en día eso no existe. O sea, yo me doy cuenta de que se me para una moto al lado y voy con el auto y acelero y cierro la ventanilla. Uno está también como paranoico. […] no es que la gente sea toda mala, pero lamentablemente vivimos mal. Uno vive paranoico (Jorgelina, 32 años, Barrio Parque, Quilmes).

Finalmente, además de la percepción generalizada de inseguridad y sus cambios históricos, los acontecimientos que se narran no siempre refieren a una temporalidad clara y definida. Suelen yuxtaponerse pasados lejanos, cercanos y presentes en una superficie de sentido como la que hemos señalado. “El acontecimiento es siempre lo que acaba de suceder, lo que va a suceder, pero nunca lo que sucede”, nos sugiere Deleuze (2005) para referir a las temporalidades de este tipo de sucesos que irrumpen en lo cotidiano y en la isocronía de la rutina. Lo cotidiano, isócrono y ubicuo será el miedo, los recaudos para desplazarse, el acecho de la inseguridad, y, en algunos casos, la mudanza a otros barrios, como el relato que nos ofrece Nadia (30) de Berazategui, en donde ilustra una serie de robos en su domicilio descriptos como “entraderas”, dos ocasiones de robo a la salida de un banco (“salideras”) y el secuestro express de sus padres durante el año 2001, asociados a la mudanza para dejar de residir en esa zona. Estos diferentes episodios separados por años o décadas se van tejiendo para relatar la propia historia. Modalidades de robos como el “secuestro express” que marcan períodos históricos, o en los que producen “olas” mediante las que se explica la inseguridad, pequeños sucesos que se repiten y conforman un clima, una recurrencia. Precauciones constantes, cuidados de sí y de lxs demás que conforman el cotidiano y pueden acumularse hasta detonar mudanzas y cambios de lugares.

La inseguridad toma múltiples formas y polisemias, no solo está asociada, como hemos visto, a la circulación vial y el riesgo de la circulación automotriz y la velocidad, sino que también está vinculada a otros hechos disruptivos. En el caso de Wilde y La Plata, entre otros, la inseguridad también se asocia al peligro de la inundación. Hilario nos ilustra este aspecto: “Todavía hay casas [a las] que, cuando llueve mucho, les entra el agua […], gente que ha tenido que cambiar muebles no sé cuántas veces, ni te digo en la época en que no estaban hechas las compuertas”. Estos eventos también se asocian a conflictos violentos entre habitantes: “Entonces un día tuvo que venir gendarmería a despejar, era vecino contra vecino. Era una época [en que] unos andaban con revólver, otros andaban con cadenas, tipo barrabrava, un momento que era bravo”. Luego comenta que esos problemas terminaron con la construcción de obras hidráulicas y la instalación de una compuerta, unos 30 años atrás. En el caso platense, la gran inundación sufrida en abril de 2013 dejó grandes secuelas en sus habitantes, y fue un hecho mencionado en varias de nuestras entrevistas. Iván (32), un joven médico, al mencionar problemas de la ciudad de La Plata, recordaba las trágicas inundaciones y las consideraba un potencial peligro.

Por otra parte, para algunas personas, la constatación de este presente inseguro genera posiciones incómodas y paradojales. Parte de esta sensación emerge en instancias de reflexividad, en las que se ven a sí mismos reproduciendo sentidos comunes e instalados con los que no están a favor, quieren desmarcarse o no quieren participar de su reproducción. El relato de Paulo nos permite identificar estos aspectos. Tiene 25 años, es músico, lutier y docente en varias escuelas de Quilmes y Florencio Varela. Vive en Varela, en un barrio consolidado y con infraestructura, con su padre, madre y hermana:

Mucha gente vive muy paranoica ya. Yo intento que no porque ya te morís, te volvés loco, realmente te volvés loco. Las veces que me han robado, viste que es como que después aprendés, yo que sé, pero al final te volvés loco, realmente te volvés loco.

La amenaza está constantemente en una forma de tiempo medible, pero los acontecimientos ocurren en otra temporalidad, la dislocan, y allí es que las cosas acontecen, los procesos lentos e imperceptibles se aceleran y desencadenan un nuevo estado de cosas.

Siguiendo a Slavoj Žižek, en su libro Sobre la violencia (2008) nos dice que la auténtica comunidad solo es posible en condiciones de amenaza permanente, en un estado constante de emergencia. Sin embargo, ese mal del que huyen para constituir esa comunidad proviene del círculo interior mismo: es imaginado por sus miembros (Žižek, 2008: 39). Los relatos de nuestrxs entrevistadxs sobre la inseguridad responden a esta imaginación de la que habla el filósofo. Ahora bien, que las narraciones se construyan sobre la base de algo imaginado o mítico no implica que carezcan de realidad y eficacia. Que estas sean simbólicas no las hace menos reales y eficientes (Tonkonoff, 2018: 169): son las realidades que configuran pensares y sentires del habitar urbano. No debemos preguntar, como sugiere Deleuze (2005), cuál es el sentido del acontecimiento –de la inseguridad, en nuestro caso–, sino que el acontecimiento es el sentido mismo, pertenece al lenguaje, y está en relación esencial con él.

Conclusiones: ubicuidad, desigualdad y acontecimiento

A lo largo de estas narraciones de la inseguridad y los temores, pudimos identificar las representaciones de los desplazamientos y los circuitos, las movilidades cotidianas y su regulación, todo ello conformando cartografías y percepciones del espacio generalizado como inseguro, no siempre con una localización o forma específica. Esta omnipresencia y la sensación de un miedo generalizado ante los riesgos de la vida urbana conforman un punto focal de la experiencia urbana contemporánea. Si muchas de las representaciones resultan obvias, redundantes o repetitivas para lxs lectorxs, cabe señalar que su falta de novedad es también un constructo que nos habla de la sedimentación y lo persistente de este problema en nuestras sociedades en un oximorónico movimiento de naturalizar un problema social, es decir, naturalizar algo que es a la vez en buena medida intolerado. Los cambios y las continuidades en estas representaciones sobre lo inseguro y lo temido evidencian parte del trabajo sobre el imaginario en esta gran construcción colectiva.

Por un lado, pareciera que el fenómeno de la inseguridad como preocupación goza de cierta ubicuidad y transversalidad: es un significante compartido por diferentes estratos socioeconómicos, posiciones de edad y sexo y diferentes territorios relevados. A su vez, la forma que hemos señalado del acontecimiento ubica a esta yuxtaposición imaginaria en múltiples temporalidades y duraciones. Sin embargo, los sentidos que adopta y las experiencias varían profundamente. Uno de los clivajes que hemos encontrado para comprender las diferencias y desigualdades para pensar la (in)seguridad desde el movimiento es el de la cercanía o lejanía en las formas de experimentar y habitar las mismas sensaciones, las mismas ciudades. Quienes habitan en espacios definidos como inseguros muchas veces carecen de los recursos económicos necesarios para concretar sus mudanzas a espacios deseados como seguros, mientras que otros/as esperan que el propio espacio mejore, en parte con políticas públicas, en parte con activismos vecinales. Vivir y moverse cerca o lejos de lo inseguro parece entonces relativizar esa primera afirmación sobre su ubicuidad: la capilarización del control permite que en algunos espacios se genere un umbral (in)tolerable de inseguridad, que se traduce en un malestar que no puede encerrarse, pero que sí se puede evitar y gestionar en grados diferenciales y desiguales.

Si la vida urbana es percibida como una que posibilita otro tipo de libertades, en la misma oposición fundante de las ciencias sociales entre comunidad y sociedad, esta producción de libertad tiene como su envés necesario una producción de seguridad (Foucault, 2007; Low, 1997, 2001). Pero su garantía, además del desempeño de las fuerzas de seguridad estatales, depende de los múltiples arreglos, objetos, redes y espacios producidos por lxs habitantes, que hemos desarrollado en este capítulo. Podemos afirmar una vez más que el sentimiento de inseguridad establece una regulación de la experiencia urbana que se manifiesta en temporalidades, espacialidades y circulaciones cotidianas, así como en las disposiciones materiales y agenciamientos con los que cuentan estos sectores para afrontarla. Tal vez la relevancia de este emergente mapeado se encuentre tanto en la gran cantidad de aspectos y elementos que vincula y articula de forma potente y duradera, como en la capacidad performativa de su narratividad y el impacto en la imaginación y formas de habitar el corredor sur de la Región Metropolitana de Buenos Aires.

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  1. La mención a la inseguridad, en líneas generales, aparece cuando se pregunta por “cómo” es el lugar o el habitarlo, o bien cuando se alude a los conflictos, ventajas y desventajas del lugar.
  2. Esto podría remitirnos a la noción del miedo en Leviathan de Thomas Hobbes, donde el autor define al miedo como “una aversión con la opinión de daño por parte del objeto” (Hobbes, 2005: 41), aversión que es un conato o esfuerzo por apartarse de algo que genera peligro.


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