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4 Barrio de trabajadores

(Des)arraigos, consumos culturales y lenguaje de clase (media) en barrios centrales de las localidades del corredor sur

Ramiro Segura y Josefina Cingolani

Introducción

Este capítulo[1] aborda la experiencia urbana de las clases medias que habitan en el corredor sur de la Región Metropolitana de Buenos Aires. Se trata de un sector social poco estudiado más allá de los límites de la Ciudad de Buenos Aires. En efecto, para la imaginación geográfica dominante (Segura, 2015) acerca del espacio metropolitano, el Gran Buenos Aires o el conurbano son representados como una tierra de contrastes y, en consecuencia, la mirada analítica se ha centrado en las últimas décadas en los polos que condensan esos contrastes: el fenómeno de los barrios cerrados y la expansión de asentamientos informales. “La potencia de estas visiones” –como las denominó Gabriel Kessler– opacó diversos rasgos constitutivos de la vida metropolitana, entre ellos “la omnipresencia de una vasta clase media esparcida en todos sus puntos cardinales” (Kessler, 2015: p. 13). De esta manera, dar cuenta de las dinámicas urbanas en las que están involucrados de manera cotidiana los habitantes de clases medias en la metrópoli constituye el objetivo principal de este capítulo.

Al mismo tiempo en que se formula el objetivo del capítulo, surge, sin embargo, un problema recurrente para las ciencias sociales: cómo delimitar las clases medias. La literatura especializada ha señalado diversos rasgos “típicos” de las clases medias (Svampa, 2005: 130-132): el hecho de ser una categoría intermedia entre trabajadores y capitalistas expresaría una “debilidad estructural” que explicaría tanto sus comportamientos políticos (conservadores), como sus rasgos culturales (imitativos); la “heterogeneidad social y ocupacional” de sus integrantes ayudaría a entender las dificultades para unificar intereses de clase; la tendencia histórica hacia la “movilidad social ascendente” acrecentaría la importancia de la educación como mecanismo legítimo para alcanzar este objetivo; y la “capacidad de consumo” permitiría la consolidación de un determinado estilo de vida sintetizado en la vivienda propia, la posesión de automóvil y la posibilidad de esparcimiento.

Sin embargo, la idea de que la clase media constituye un grupo concreto de la sociedad, reconocible a partir de rasgos “objetivos” compartidos que la dotan de un universo mental más o menos uniforme y diferente del de las demás clases sociales, ha sido cuestionada por investigaciones recientes en historia, sociología y antropología (Adamovsky, Visacovsky y Vargas, 2014). Por lo mismo, persiste el problema de su definición y, de hecho, “clase media” funciona habitualmente como una “categoría residual” (Garguín, 2006) conformada por “todas aquellas categorías ocupacionales que no entra­ron en las otras dos y/o por los niveles de ingreso que no se corresponden ni con los que obtienen los simples trabajadores, ni con los de la clase superior” (Adamovsky, 2014). El problema de estos usos es que, partiendo de estas definiciones a priori (ya sea por ocupación o por ingreso), se concluye que los actores así agrupados tienen ciertos rasgos o comportamientos comunes diferentes a los de las otras clases, por lo que se oscurece la heterogeneidad al interior de la muestra, así como se asigna como propio de la clase media rasgos o comportamientos inespecíficos, compartidos con otros sectores sociales.

A estas dificultades analíticas y debates teóricos, se les agregan, además, las profundas transformaciones de la estructura social argentina durante las últimas cuatro décadas, que erosionaron las condiciones sobre las cuales se construyó la imagen de la clase media “típica”. En efecto, sabemos que, desde mediados de la década de 1970 y fundamentalmente durante la “larga década” neoliberal, las clases medias pasaron por una “doble lógica de polarización y fragmentación” (Svampa, 2005: 129) que no solo delineó trayectorias sociales descendentes para amplias franjas de estos sectores (empobrecimiento, desempleo) enfrentados a un esforzado trabajo de reinclusión y trayectorias ascendentes para las franjas privilegiadas que instrumentaron mecanismos de distanciamiento (consumo suntuario, nuevos estilos de vida), sino también la persistencia de (reducidas) franjas medias que buscaron la inclusión por medio de los consumos y la relación con la cultura (Svampa, 2005: 139). El ciclo posterior (2003-2015), si bien impactó poderosamente en las condiciones de vida de los sectores medios empobrecidos vía trabajo, políticas públicas y acceso al consumo (Kessler, 2014; Del Cueto y Luzzi, 2016), lo que redujo de manera moderada la desigualdad de ingresos (Gasparini y Cruces, 2011), contrajo los grupos no calificados y marginales de los sectores populares y, en consecuencia, incrementó las posiciones ubicadas en la zona intermedia de la estructura social (Benza, 2016), no revirtió las tendencias hacia la fragmentación de los estilos de vida en el espacio metropolitano (Sautu, 2016; Segura, 2017).[2]

En este sentido, además de estar atentos a estas dificultades analíticas y transformaciones históricas de las “clases medias”, en este trabajo contamos con la ventaja de tener datos cualitativos de diversos sectores sociales (y no únicamente de una categoría apriorística de clase media), los cuales no fueron construidos inicialmente siguiendo el esquema tripartito habitual para estudiar la estructura social en la Argentina (clases altas, clases medias, sectores populares), sino que se tomó como punto de partida el tipo de espacio residencial –uno de los “proxi” de la clase social junto con el ingreso, la ocupación y el nivel educativo– para reconstruir las dinámicas urbanas cotidianas. Solo posteriormente las experiencias sociales y urbanas que reconstruimos en el trabajo de campo fueron agrupadas por “clase”.

En el caso de la “clase media” analizada aquí, podemos decir que incluye a familias que habitan predominantemente en las áreas centrales y pericentrales de las localidades del corredor sur. En efecto, si más allá de los anillos concéntricos pensamos en la región metropolitana como una estructura piramidal policéntrica (Gorelik, 2011), los habitantes de los centros de las localidades del corredor sur (en nuestra muestra: Avellaneda, Berazategui, Florencio Varela y Berisso) integran las clases medias. Se trata de las áreas más antiguas y consolidadas de cada localidad, que presentan ventajas considerables en términos de localización, accesibilidad y dotación de servicios e infraestructuras respecto de los “anillos subperiféricos” (Gorelik, 2011) que las rodean. Asimismo, sus residentes son generalmente propietarios de las viviendas y, más allá de la heterogeneidad ocupacional, cuentan con empleos estables y un nivel educativo de medio a alto.

Por otro lado, además de estas dimensiones “objetivas”, la reconstrucción de la experiencia cotidiana de la metrópoli permitió identificar tres rasgos distintivos en relación con otras clases trabajadas en este libro: el sentido de pertenencia o arraigo a la localidad, la relevancia que adquiere en sus valoraciones del lugar y en sus dinámicas cotidianas el acceso a bienes y actividades consideradas “educativas” y “culturales”, y el despliegue de la apelación a la “clase media” para trazar límites y componer cartografías sociales de las localidades que habitan análogas a las que identificó Cosacov (2017) para el caso de los barrios de clase media en la Ciudad de Buenos Aires. Tres rasgos que, a su vez, como veremos, son modulados por la inserción territorial, observándose significativas variaciones según localidad en torno al arraigo, la cultura y la clase.

La “clase media” que se describe en las páginas que siguen se delimitó, entonces, no solo a partir de criterios “objetivistas”, sino fundamentalmente por la forma que asume la experiencia cotidiana de la metrópoli, así como por un “lenguaje de clase” (Devine, 2005) que movilizan sus miembros para situarse en el espacio social y urbano. Parafraseando a Sick (2014), a partir de los datos disponibles, es posible sostener que las clases medias son tanto un producto histórico-social como un factor histórico y social. Por lo mismo, no deja de resultar significativo que estamos englobando como “clase media” a individuos y familias que en un análisis estadístico, dependiendo de los criterios socioeconómicos que se apliquen (condición laboral, ingresos, etc.), así como de los ciclos económicos de la sociedad argentina, podrían ingresar en las clases medias o en los sectores populares.[3] Debemos, entonces, tener presente el carácter constitutivamente “inestable” (Garguin, 2007) de las clases medias que, entre otros campos, se despliega en la experiencia cotidiana del habitar. Se trata, en definitiva, de analizar el punto de encuentro (Adamovsky, 2014: 135) entre los determinantes estructurales y la experiencia de grupos sociales concretos en situaciones históricas delimitadas y las construcciones discursivas que los convocan a la unidad como una “clase media”.

¿Barrios de trabajadores o barrios de clase media?

Como decíamos, los habitantes que integran las clases medias tienden a residir en las áreas centrales y pericentrales de las distintas localidades del corredor sur analizadas (Avellaneda, Berazategui, Florencio Varela y Berisso), es decir, las áreas más antiguas y las más consolidadas de cada localidad, que cuentan con ventajas considerables en términos de localización, accesibilidad y dotación de servicios e infraestructuras urbanas. Esta experiencia de habitar la centralidad (siempre relativa) es compartida por los entrevistados de las diferentes localidades y, a la vez, “declina” de modo específico en cada una de las localidades.

Las distinciones urbanas –y, especialmente, los contrastes urbanos– suelen proporcionar imágenes y recursos poderosos para representar la desigualdad en nuestras sociedades (Saraví, 2015). En este sentido, las personas entrevistadas en estas localidades asocian su lugar de residencia, presentado habitualmente como “el centro” o “barrios cercanos al centro”, con dos ideas: “trabajadores” y “clase media”. Y al mismo tiempo distinguen su condición social y su lugar de residencia “hacia arriba” y “hacia abajo” en el espacio social.

De todas las localidades en las que realizamos trabajo de campo, Berazategui aparece en el imaginario de sus habitantes como una localidad predominantemente de clase media. “Acá son todos laburantes, gente de trabajo, clase media y media baja”, sostuvo Paulina, 57 años, empleada. “Hay un cordón bastante importante de pobreza también. Para mi forma de ver, hay demasiados planes. Después está el resto de la gente, que somos todos laburantes”. Por su parte, Patricio señalaba: “Por el barrio vas notando diferencias”. Y distinguía:

Por el lado que vivo yo [cerca del centro], es un barrio más de obreros o de gente de clase media. Te vas acercando a la estación de Villa España y ahí ya es mucho más humilde, es diferente el lugar, no está tan cuidado como el resto de los lugares. Ranelagh ya es otra cosa, otro estilo de vida, más tipo estancia, perfil más alto (Patricio, 23 años, Berazategui).

Por su parte, Martín, con la misma finalidad de enfatizar el carácter de ciudad de clase media, comparó Berazategui con localidades cercanas:

Quilmes, Varela, hay mucho asentamiento, las calles están destruidas. Es más gente de clase un poquito más baja. No digo que Berazategui sea guau, pero vos ves otro tipo de clase de gente. Hay un poquito de diferencia en la clase social (Martín, 27 años, Berazategui).

Y el mismo ejercicio realizó Nadia, en relación con los lugares de salida nocturna de los jóvenes:

Quilmes no se caracteriza por ser, digamos, un lugar muy copado, el ambiente, no por el lugar en sí, sino por el afuera digamos, que es bastante inseguro y es un quilombo, y los pibes que ya tienen auto o incluso también hay bastantes relacionados a las clases sociales más altas de Ranelagh por ejemplo, van mucho a Capital. A Quilmes va la gente que por ahí no tiene tanto poder adquisitivo […]. Acá [por Berazategui] es más equilibrado, digamos. Es más de una clase media-baja […]. Para mí hay más clase media. O sea, también hay clase baja, hay villas también […] pero [en Berazategui] noto más diferencia para mí entre la clase media y la clase alta que la clase media y la baja (Nadia, 30 años, Berazategui).

En estos testimonios se evidencia el uso de referencias espaciales internas a la localidad (“villas” y “Ranelagh”), así como también referencias espaciales externas a la localidad (“Quilmes”, “Varela”, “Capital”) para construir una imagen recurrente entre los entrevistados del “centro” de Berazategui: estar en el medio, un espacio social homogéneo, ni rico ni pobre, en el que se solapan las categorías de “trabajadores” y de “clase media”.

En Avellaneda y Florencio Varela, en cambio, la construcción de esa “ubicación media” va a desplegarse fundamentalmente a partir de la movilización de contrastes internos. En esta dirección, Laura define a Wilde, lugar en el que habita desde que nació, como una ciudad de trabajadores. Sobre esta localidad del partido de Avellaneda, ella dice:

No hay gente que tenga campos… no hay terratenientes […] acá hay gente de trabajo, y si yo me remonto a mi adolescencia, era gente, la mayoría italiana, española, que tenían sus quintas… pero su quinta para consumir, no para vender.

Al mismo tiempo que presenta una imagen de Wilde como un lugar socialmente homogéneo (“No somos muy diferentes a los demás”), refiere a la existencia de un “fondo” y un “centro” al interior de Wilde. El “fondo” estaría caracterizado por aquellos sitios que fueron asfaltados tardíamente, o aún no lo fueron, mientras que, con la idea de “centro”, remite a aquellos sectores que se caracterizaron por el proceso contrario y “están más cerca de la Avenida Mitre”. Al mismo tiempo, refiriéndose a los del fondo, sostiene que “allá hay asentamientos, los colectivos no llegan todos, eso es como si fuera el riñoncito de Wilde”.

Por su parte, en Florencio Varela los entrevistados distinguen y contraponen las “familias tradicionales”, el “centro” y los “barrios”. Como relataba Ana:

Por ahí la gente, entre comillas, tradicional, familias tradicionales de muchos años viviendo en Varela, por ahí se diferencian al nuevo, que viene por ahí con una condición social muy baja, que viven más bien en las afueras de lo que es el centro, por eso ha crecido muchísimo (Ana, 50 años, Florencio Varela).

En esta misma dirección, Marcelo, cargado de ironía, caracterizaba a las “familias tradicionales” de la siguiente manera: “Gente que se cree que pertenecen a una alcurnia… tienen guita, ¿viste? Pero tampoco son el Grupo Macri, ¿viste? Pero, bueno, miran medio por arriba”, completando su cartografía el centro de Florencio Varela y barrios cercanos como Villa Vatteone. “Después están los tipos que viven en los barrios, por ejemplo, más allá abajo, que son los de ‘negros’, albañiles’, ‘los desocupados’, ¿viste?”.

En el caso de Berisso, la propia localidad –capital provincial del inmigrante– se presenta con los términos que actualiza Andrea: “una ciudad de gente trabajadora”. Andrea también define a su barrio en la misma clave:

Es un barrio de gente trabajadora, toda gente trabajadora, son todos laburantes, porque, así como yo me levanto temprano, cuando saco la basura, están todos, salen los que se van a laburar, los que llegan […] acá siempre se llena de gente obrera, pasan todos los del Plan Trabajar, los vecinos nos conocemos todos, nos saludamos, son todos casi de familias numerosas (Andrea, 34 años, Berisso).

En su caracterización, la experiencia compartida del trabajo otorga homogeneidad a los habitantes de su barrio: “Son más o menos todos el mismo tipo de personas”. Las diferenciaciones y divisiones remiten a los habitantes de otros barrios: la “gente cabeza” que habita en la villa San Carlos o barrios donde sus habitantes son “chorros” o reciben ayuda estatal en diferentes modalidades, como bolsones de alimento, planes sociales o la asignación social por hijo. Y estas distinciones reaparecen cuando se refiere a sus viajes cotidianos. Andrea comenta: “[El colectivo] viene lleno de gente trabajadora [al tomarlo en horarios pico, cuando ya está bastante cargado]… a ver, como… no me sale la palabra, desde gente humilde hasta la que sería media, ¿clase media se dice? ¿Media baja?”. “[Aunque, en determinados ramales de la misma línea] se ve la gente más humilde […] porque ese micro va hasta allá, hasta el fondo… Entonces sube toda la gente del barrio del fondo, el asentamiento”.

En todos los casos, más allá de sus diferencias, resulta relevante reflexionar acerca del solapamiento (mas no la identificación plena) entre las categorías de “trabajadores” y “clase media”. Por supuesto, sabemos que valores como la meritocracia, la educación, el esfuerzo y el trabajo caracterizan a estos sectores (Visacovsky, 2014; Duer, 2018) y son habitualmente movilizados para contraponerlos tanto con los ricos (“Te miran de arriba”), como con los pobres (“demasiados planes”). Al mismo tiempo, sin embargo, en la alusión recurrente de “barrio de trabajadores” convendría no perder de vista el carácter predominantemente obrero del origen de localidades como Avellaneda, Berazategui y Berisso, las cuales en sus inicios respondían claramente al modelo de “periferia obrera” (Kessler, 2015) que caracterizó la consolidación del conurbano en el ciclo de industrialización por sustitución de importaciones (1930-1975) que le dio origen. Incluso varios de los barrios donde se realizó el trabajo de campo (paradigmáticamente, el centro de Berazategui vinculado con la fábrica Rigolleau y la ciudad de Berisso, sede de los frigoríficos británicos) tuvieron un origen obrero, y durante décadas se trató de un universo “vertebrado alrededor de la disciplina industrial” (Lobato, 2015: 233).

La apelación al trabajo, entonces, puede ser resultado de un valor habitualmente esgrimido por las clases medias en sus formas de autoidentificación, mas también remite a ciertas filiaciones históricas de estas familias y de sus lugares de residencia que, de manera recurrente, emergieron en el trabajo de campo. Como recordaba Hilda:

A Berazategui le dicen la ciudad del vidrio porque acá fue la primera fábrica de vidrio que hubo, creo que en la república, que fue Rigolleau, que era un francés. Todavía está la fábrica, cerca de la estación […]. Tiene diferentes barrios Berazategui […]. Está dividido en, por ejemplo, centro, como todos los barrios –acá sería el barrio el Lucilo–, después está el Bustillo, que está en la zona de Hudson, que es un barrio donde estaba una fábrica que se llamaba Esquiasa, italiana, que vino un poco después que Lucilo (Hilda, 78 años, Berazategui).

Y estas referencias no se limitan al pasado de la localidad. Como describe Alberto:

Berazategui tiene la particularidad de ser una ciudad importante dentro del circuito fabril. Supo ser más importante en su momento. Hoy en día tiene una proyección de llegar a tener 50 parques… mini parques industriales […]. Hay frigoríficos además de empresas. Hay papeleras. Tiene una industria muy importante sobre el tema del vidrio. Esta la fábrica Rigolleau, la cual es una fábrica muy importante. Esta la fábrica Dupont, que también es una fábrica muy importante (Alberto, 25 años, Berazategui).

En este sentido, las propias trayectorias familiares remiten a esta tradición obrera: abuelos, padres y vecinos de las y los entrevistados que llegaron para trabajar en esos establecimientos industriales en torno a los cuales se consolidaron las localidades estudiadas y donde, más allá de los vaivenes económicos, accedieron a la vivienda y lograron que sus hijos o nietos accedieran a estudios superiores y a trabajos no manuales. Los usos alternados y complementarios de “barrio de trabajadores” y “barrio de clase media” buscan, por un lado, vincular la (auto)adscripción de clase (media) a una historia familiar de trabajo y de esfuerzo y, por el otro, producir un efecto de límite tanto “hacia arriba” como “hacia abajo”. En este sentido, debemos reconocer que, si bien “barrio de trabajadores” y “barrio de clase media” no son identificaciones antagónicas, se trata de categorías diferentes, ya que “trabajadores” es una categoría más inclusiva que “clase media”, la cual tiene, sin duda, efectos de límite y usos más excluyentes. Intentaremos precisar estos usos sociales de la categoría “clase media” a lo largo de este capítulo.

Habitares y (des) arraigos

“Es un barrio, digo yo, de clase media”, sostiene Fabio, refiriéndose al centro de Berazategui, “pero clase media y bastante conservadora”. Y detalla:

Las casas siguen siendo las mismas, los vecinos, si no son los mismos, son los hijos de los que vivían [antes]. O sea, me pasa en el caso de mi señora. Los padres murieron y nosotros seguimos viviendo ahí. Y ella es la que sigue viviendo en el barrio. Entonces, como que… y va pasando bastante seguido en todos los vecinos que tengo. Un poco los vecinos que… creo que tengo dos vecinos que se mudaron hace poco, o sea, hará dos años, y que no eran de Berazategui. Después todos lo demás… Esa casa fue de la abuela, la modificaron y quedó para el padre, se murió el padre y quedaron los hijos. Fueron siempre del barrio (Fabio, 41 años, Berazategui).

Relatos como este se reiteran en todos los barrios analizados. Aunque en estos barrios se evidencian cambios –algunas mudanzas, caras nuevas “de afuera” y, fundamentalmente, el crecimiento en altura de las edificaciones–, también se destacan persistencias: centralmente, familias que tienen dos o tres generaciones residiendo en el lugar, las cuales han heredado (y reformado) los terrenos y las casas familiares originales o han accedido a la vivienda cerca de los lugares donde se criaron y donde viven sus familiares. En este sentido, Ana (50 años, docente) vive en la casa de “toda su vida” en Villa Vatteone, Florencio Varela, junto a su marido y sus dos hijos jóvenes, y relata: “Esta es la parte de debajo de la casa de mis padres. Cuando nos casamos, construimos arriba. Vivo acá desde que tengo un mes de vida”. Y, antes de casarse, su marido vivía a 8 cuadras”.

Sin embargo, más allá de la tendencia a cierta persistencia temporal en la residencia familiar en un lugar, de las entrevistas se desprenden variaciones en el sentido de pertenencia hacia el barrio y la localidad. En efecto, las relaciones afectivas que los habitantes establecen con la propia localidad de residencia fue una de las dimensiones centrales de la experiencia de habitar entre los entrevistados de clases medias, en una línea que va del arraigo al desarraigo.

Vimos en el capítulo anterior que, en sectores populares, más allá del período de tiempo de residencia, el tipo residencial era clave para definir un “horizonte de expectativas” en lo relativo al lugar de residencia: mientras que en la “villa” la expectativa futura se vincula con “la salida”, en el “asentamiento” se asocia a “la mejora” del propio lugar de habitación. De manera análoga, nuestra hipótesis entre “clases medias” es que las cualidades de cada uno de los barrios o las localidades analizadas y el condicionamiento que establecen a las prácticas de habitar “modulan” estos afectos y sentimientos de (des)arraigo. En este sentido, sin desconocer matices y excepciones, podríamos construir una línea que va del arraigo predominante entre los entrevistados en Berazategui hacia un profundo desarraigo en Florencio Varela, con posiciones intermedias en localidades como Avellaneda y Berisso.

El contraste entre Berazategui y Florencio Varela es, en este sentido, revelador. Las dinámicas cotidianas de algunas de las personas entrevistadas en Berazategui evidencian que la localidad tiene centralidad en el “espacio de vida” de sus habitantes: constituye el lugar de trabajo o de estudio para muchos de las y los entrevistados y sus familias, así como una localidad dotada de diversos espacios de ocio y esparcimiento. Paulina tiene 57 años y es empleada en una agencia de seguros. Vive con su marido (comerciante) y sus dos jóvenes hijos desde hace treinta años en Berazategui. Todos los miembros de la familia resuelven una parte importante de sus dinámicas cotidianas en la localidad: ella sale de su casa quince minutos antes de entrar a trabajar, dado que la oficina en donde se desempeña como empleada administrativa se ubica a cuatro cuadras de su casa. Trabaja allí desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde, momento en el que regresa a su casa. A veces, en el camino de regreso se detiene a hacer compras, pero sin alejarse demasiado de su recorrido habitual porque “se [le] hace la noche y [le] da un poco de miedo volver”. Su marido trabaja ofreciendo películas en un circuito de conocidos, amigos y locales de la zona. Una vez por semana, viaja hasta Quilmes, donde compra algunas películas e insumos para la venta. Sus hijos pasan la mayor parte del día en su casa, y, cuando salen, es para juntarse con amigos que viven en el barrio o en alguna zona cercana, por lo que, en general, se manejan caminando por la cercanía entre los lugares. Paulina caracteriza como práctico vivir en ese barrio: “Porque yo estoy sobre la ruta, tengo colectivos para todos lados, no tengo que caminar más de dos cuadras pata tomar un colectivo para ir a cualquier lado”

A diferencia de Paulina, Martín permanece la mayor parte del día fuera de su barrio, ubicado en el centro de Berazategui. Tiene 28 años, estudios secundarios completos y viaja casi todos los días hasta la Ciudad de Buenos Aires a trabajar en el puerto en la carga y descarga de contenedores. Los días laborables se levanta pasadas las cinco de la mañana para subir a su auto, tomar la autopista y llegar a su trabajo a las siete de la mañana. Algunos días cambia el auto por un colectivo semirrápido que toma en la esquina de su casa. Por la tarde regresa cerca de las cinco, o a la noche cuando decide realizar horas extras. Yendo en auto, los viajes insumen media hora por la mañana y el doble cuando regresa, debido al tránsito en la Ciudad de Buenos Aires a la hora pico. Los días que no trabaja, Martín aprovecha para estar en su casa, que comparte con su hermano, su cuñada y su sobrino. También sale con amigos a tomar algo, generalmente al mismo bar ubicado en Quilmes. Martín valora positivamente el lugar donde vive, a pesar de trabajar y socializarse por fuera de la localidad. Reconoce su lugar de residencia como cómodo y bien conectado, ya que, tanto si se moviliza en auto como en transporte público, los accesos quedan cercanos a su casa. “[Además] tengo todo más a mano, o sea, lo que es gimnasio, locales, hay muchas más cosas, restaurante, todo”.

En cambio, Florencio Varela es vivido por sus habitantes no solo como una “ciudad dormitorio” (ya que los puestos de trabajo de la mayor parte de los entrevistados se encuentran fuera de la localidad), sino también como un lugar mal conectado en términos de transporte y accesibilidad: una “ciudad dormitorio” que presenta grandes dificultades para movilizarse. Los relatos dan cuenta de trayectorias de viaje multimodales complejos, que, en algunos casos, combinan hasta tres medios de transporte para poder llegar a un destino que, en términos de distancias físicas, no está tan alejado como para justificar tales combinaciones y tiempos.

Marcelo es profesor de música en distintos colegios de la zona, y se mudó a Florencio Varela junto a su pareja (oriunda de la localidad) y sus hijos. Señala que en Varela “no podés vivir sin auto, salvo que hagas todo acá”, aunque aclara: “Pero Varela no tiene esa característica. La gente de Varela trabaja en Buenos Aires. Y vos necesitás moverte a Buenos Aires”. Se trata, en efecto, de una “ciudad dormitorio” debido a que “la gente solamente viene a dormir acá, se pasa el día en otro lugar, trabaja en otro lugar o hace cosas en otro lugar […] muy pocos viven acá y trabajan acá”. Además, a la necesidad de moverse hacia otros lugares para trabajar y estudiar, entre otras razones, para Marcelo se suma “lo incómodo del conurbano: los colectivos”. Y detalla:

Si dependés de los colectivos, es un garrón. Están armados como el conurbano, ¿viste? O sea, las líneas, vos decís… no entendés si para ir de acá a acá [señala dos puntos en el espacio que delimitan una recta] hace esto [dibuja en el aire varias rectas perpendiculares, que finalmente conectan ambos puntos]. Y por ahí vos tenías que ir a acá [golpea algo sobre la mesa] y bajarte acá [vuelve a golpear algo en la mesa], que vos vivías acá, y tomarte otro que hace esto así, que vuelve a pasar por tu casa no sé cómo […]. Para manejarte acá si vas al centro está todo bien, al centro de Varela, son ocho cuadras, hasta caminando puedo ir. Pero si vos tenés que, por ejemplo, ir a Quilmes en micro, y tenés el más directo y el más vueltero por empezar, como en todas partes. Y el más vueltero tarda un montón. Y el más directo, y a veces viene muy cargado […]. La verdad es que estamos acá nomas, pero queda re a trasmano Varela de todo, entonces vos te tomás un colectivo y tenés que tomar un colectivo una hora y pico antes (Marcelo, 47 años, Florencio Varela).

Por estos motivos, Marcelo reconoce: “La experiencia de vivir acá no es muy grata, yo siempre tengo la fantasía de volver a vivir en Villa Elisa, salir, pajaritos. Además, [Florencio Varela] es un lugar que, si tenés que venir a laburar, [en auto] en media hora llegas”.

Paulo tiene 28 años, es músico, profesor de saxo, lutier y estudiante de composición musical, y vive a pocas cuadras de la avenida principal de Florencio Varela, junto a sus padres y su hermana. De manera convergente a Marcelo, aunque refiriéndose a los trenes, señalaba:

Para poder viajar a La Plata, me tengo que tomar tres trenes, cuando antes había uno directo. Yo me tengo que ir desde Varela hasta Bosques, en Bosques hacer transbordo hasta Quilmes o Bernal, no me acuerdo cuál es la que queda, pero tengo que ir para ese lado, o sea, hacer una V, desviarme, y de ahí tomarme el que va a La Plata, que es el que viene de Capital hasta La Plata. Para ir a Quilmes, me tengo que tomar dos trenes, o sea desde Varela hasta Bosques y de Bosques a Quilmes, tengo que hacer todo ese recorrido (Paulo, 28 años, Florencio Varela).

Pese a vivir en una zona céntrica de su localidad –y con distancias pequeñas entre su hogar y los accesos–, Paulo debía combinar múltiples medios de transporte para llegar hasta La Plata, en donde cursaba sus estudios en la universidad, y ahora visita periódicamente a su novia, que vive allí. Antes de acceder a su propio auto, Paulo tomaba un colectivo de línea hasta el Cruce de Varela, de ahí otro interurbano que lo llevaba hasta La Plata y luego otro colectivo desde la terminal de La Plata hasta una zona cercana a la universidad, donde se bajaba y caminaba seis cuadras para finalmente poder llegar a cursar. Todo ese viaje le insumía alrededor de tres horas. Si bien actualmente asegura que, al tener un auto, logró reducir el tiempo de viaje y ganar comodidad y libertad, de todos modos pone en duda continuar viviendo en Varela.

Es complicado, para no caer siempre en lo mismo básicamente, ¿no? Porque uno dice siempre “es el conurbano”, no como una forma de autodiscriminación, sino que la misma gente lo siente así, no es que es una cuestión de decir que “los demás te digan”, sino que nosotros también a veces nos sentimos de la misma manera, si bien a veces también hago chistes… Es una sensación, es como algo que se retroalimenta todo el tiempo. O sea, la inseguridad es un tema que también está todo el tiempo. O sea, en mi casa yo tengo miedo realmente de ir de un lado hasta el otro (Paulo, 28 años, Florencio Varela).

“Desarraigo” y “desamor” son las dos palabras que Paulo utiliza para caracterizar la relación que existe entre Varela y sus habitantes. En este sentido, a la vez que reconoce que “es difícil separarse de tu raíz, de donde naciste, de donde creciste, de donde jugaste, de tus amigos, de tus compañeros”, remarca que “la diferencia entre la gente que se quedó ahí, que nunca salió, y la gente que [como él, para estudiar] sí salió es muy grande”.

Esta insatisfacción con el lugar, sumada a la imposibilidad de mudarse, declina muchas veces en resignación. “Me acostumbré”, dice Mariela, “porque crie a mis hijos acá, conozco al vecino y para mudarme de acá en este momento tendría que haber una muy buena razón: mejor casa, mejor barrio”. Mariela vive junto a su marido a diez cuadras del Cruce Varela. Ambos son jubilados y dedican gran parte de su tiempo a criar a uno de sus nietos, que vive con su hijo justo enfrente de su casa. Mariela se levanta los días de semana a alrededor de las 6 de la mañana para llevar al adolescente al colegio, que se ubica a pocas cuadras de la vivienda, para luego regresar a realizar tareas domésticas y preparar el almuerzo para todos. Esas pocas cuadras las realiza en remís, o los lleva su marido en auto; Mariela explica así la razón de esto: “A las 6, 7 de la mañana es de noche, no pueden andar los chicos solos, quizás más adelante, cuando tenga un poco más… no está preparado. Acá a la vecina ya son dos o tres chicos que pasan con la moto y le roban”. “Es un barrio de la Zona Sur, te levantás, hacés tus cosas, ahora uno está alterado con el asunto de la inseguridad, porque te da miedo, ahora no sabés quién te aparece al costado, adelante, atrás, entonces […] te limita un montón de cosas”. La imposibilidad de acceder simultáneamente a una mejor casa y a un mejor barrio no impide, sin embargo, que ella proyecte otro lugar de residencia “con más posibilidades de estudio” para sus nietos, como Buenos Aires o La Plata, “porque cuando terminas la secundaria tenés que ir” a esos lugares. Mariela relata que este deseo de vivir en otro lado ya lo experimentó cuando su hijo decidió estudiar en Buenos Aires: “Está bien, era más tranquilo, eran otros tiempos, pero llegaba tarde y estábamos todos esperándolo, fue toda una odisea… Me hubiese gustado estar cerca de una facultad en pleno centro, que decís, bueno, tomate el colectivo y en 10 minutos está en casa”.

De esta manera, la experiencia del lugar se nutre tanto de las cualidades del espacio local –que incluyen la estructura de oportunidades (laborales, educativas, culturales, de consumo) y el sentimiento de (in)seguridad e (in)certidumbre de habitar ese espacio–, como de la accesibilidad y conectividad del lugar con los otros destinos que componen el “espacio de vida” de los habitantes. Con esto queremos decir que el (des)arraigo no depende exclusivamente de las (in)movilidades cotidianas (hemos visto historias de vida móviles y ancladas al lugar en ambas localidades), sino del modo en que se dan tanto el “estar” como el “moverse” en cada una de las localidades. En este sentido, Florencio Varela y Berazategui ocupan los extremos de este continuum, mientras que Berisso y Avellaneda se ubican en posiciones intermedias.

Berisso es una localidad industrial que se encuentra a 10 km de La Plata y presenta un servicio deficiente de trasporte, tanto por poseer escasos colectivos para comunicar ambas localidades, como por las dificultades para conectar el centro de Berisso con muchos puntos de su periferia. Los viajes cotidianos de sus habitantes están condicionados por complicaciones diversas, como la poca frecuencia de las líneas, la distancia entre las paradas de los colectivos y los hogares, y la cantidad de pasajeros a bordo, lo que genera que muchas veces estos sigan de largo en lugar de detenerse para recoger pasajeros, salteándose las paradas. Los viajes entre Berisso y La Plata, en algunos casos, se realizan varias veces al día y tienen que ver principalmente con el lugar de trabajo de los habitantes del hogar y con las actividades extracurriculares o extralaborales de los niños o los adultos, dependiendo el caso. Más allá de esta sensación de disconformidad y tedio con respecto a la movilidad cotidiana (en colectivo, auto o moto), los habitantes de Berisso no vislumbran la posibilidad de mudarse ni de residir en otra localidad.

En este sentido, al mismo tiempo que se señalan déficits y problemáticas, la localidad de Berisso es descripta por quienes la habitan como “un pueblo”, y ligada a esta imagen se vincula la idea de un lazo de proximidad con aquellos que viven allí y la posibilidad de vínculos cara a cara.

Berisso es tranquilo, es organizado, caminas por la Montevideo y te saludás con todo el mundo porque te conocés con todos. Eso es lo que tiene, nos conocemos todos; en cambio, si vas a la ciudad, a La Plata, ya es otra cosa, La Plata es un mundo de gente, es un quilombo, casi todos apurados. Viven diferente, ¿entendés?

Este relato pertenece a Andrea, quien había vuelto a vivir a la casa de su madre, donde se había criado y vivido hasta independizarse. Luego de que su madre muriera, la casa quedó deshabitada y Andrea decidió irse a vivir a ella, entre otras cosas, para dejar de pagar un alquiler. Asimismo, en su descripción del barrio y las relaciones de vecindad, reaparecen las características que observamos en Berazategui: barrios habitados por las mismas familias por largos períodos de tiempo, lo que supone una persistencia tanto de los vínculos de vecindad, como de las familias en las casas, mostrando un fuerte arraigo a sus barrios y localidades.[4]

De esta manera, el relato de Andrea condensa la ambivalente significación de la experiencia urbana cotidiana de los habitantes de Berisso (y también de Avellaneda). Esta experiencia se encuentra tensada entre la valoración positiva de la escala y la sociabilidad local sustentada en históricos vínculos familiares y vecinales con el lugar, por un lado, y la valoración negativa de la gestión cotidiana de la movilidad debido al “aislamiento” de Berisso y su escasez de servicios e infraestructura, por el otro, que, en el caso de Andrea, se traduce en múltiples viajes en moto, remís y transporte público para llegar a la escuela donde trabaja y a la Escuela de Arte donde estudia, y para poder llevar a cabo los circuitos que realiza con sus dos hijos: escuela, casa del padre, actividades recreativas y culturales.

En síntesis, el sentido de pertenencia respecto al barrio y la localidad depende de la experiencia del habitar, en un doble sentido. Por un lado, depende de la capacidad que otorga el lugar para resolver las diversas facetas de la vida urbana (circunscribir el espacio de vida) a la localidad, así como de la conectividad y la accesibilidad de la localidad con los diversos destinos (laborales, educativos, de esparcimiento y consumo, entre otros) que las personas y miembros de sus familias tienen en localidades cercanas. Por el otro, depende de las formas de experimentar y de significar el espacio de proximidad en el que se habita: la cualidad y densidad de su espacio público, la presencia o ausencia de relaciones interpersonales en el espacio barrial y, fundamentalmente, los grados de (in)certidumbre y de (in)seguridad que permean la vida cotidiana en el lugar de residencia.

El recurso a la educación y la cultura

La presencia en las proximidades del barrio o la accesibilidad relativamente sencilla a bienes y actividades “educativas” y “culturales” constituyen uno de los criterios que habitualmente se esgrimen para valorizar el lugar de residencia propio.[5] En este sentido, tanto Alberto (25 años, estudiante de nivel terciario), como Mario (35 años, cuentapropista) destacaban que en los últimos años la política municipal de Berazategui “profundizó lo que es el arte, la cultura, exposiciones, festivales y demás”, aunque Alberto también remarcaba como rasgo negativo que Berazategui “no tiene teatro y no tiene cine”. Y Paulo se lamentaba de que “no hay cultura en Varela”. “Después del menemismo se devastó… O sea, fue en todos lados, pero en algunos lados pegó muchísimo más. Donde había poca cultura, encima la poquita que había se terminó de destruir”. Aunque reconocía que “por suerte se ha hecho la universidad”. De hecho, fue precisamente en Florencio Varela donde la “falta” o la “pérdida” de cultura se correlacionaba con cierta evaluación negativa de la localidad, aunque todos los entrevistados destacaron la importancia de la creación de la universidad.

En este sentido, el acceso a la educación en sus distintos niveles es uno de los criterios principales que se emplean para valorizar el lugar de residencia. Mientras la disponibilidad de jardines, escuelas y colegios cercanos (y buenos) colabora con la valoración del barrio y la localidad, generalmente la educación superior supone desplazamientos de escalas más amplias que implican, muchas veces, complejas interdependencias familiares y arreglos con los medios de transporte.

“Estoy acostumbrado a vivir acá [Berazategui], me gusta, estoy cómodo; pero por ahí por el tema de mi facultad no es cómodo, me queda muy lejos”, dice Patricio. A pesar de que en su casa hay cuatro autos, Patricio viaja habitualmente por la tarde a la universidad en trasporte público, después de colaborar con el negocio familiar.

Voy caminando o me tomo un colectivo de mi casa hasta la estación de Berazategui, el 300, y ahí me tomo el tren hasta Constitución; en Constitución me tomo el 45, que me deja en la facultad […] en una hora y media [o dos horas] estoy allá con suerte. [Sin embargo], no es cómodo para volver, por ejemplo, me gustaría que esté más cerca del centro [de Berazategui] la casa (Patricio, 23 años, Berazategui).

En efecto, a pesar de que su casa está localizada a 10 cuadras de la estación, el hecho de regresar de cursar a las 11 o 12 de la noche hace que tenga que tomar precauciones: “Por esas diez cuadras tengo que esperar otro colectivo cuando vuelvo […] porque te pueden robar”.

Como se deprende del relato, la valorización positiva de la educación es legible en el otorgamiento de un valor jerárquico superior por sobre otras prácticas de la vida cotidiana, al mismo tiempo que su realización supone un “sacrificio” en lo relativo a las estrategias desplegadas para poder desarrollarlas. Como dice Marina cuando reconstruye el día anterior a la entrevista:

Me levanté, me tocó cursar acá, en la universidad de acá, de Varela, a la mañana. Me levanté, tomé el bondi [que] me deja a 5 cuadras de la facultad. Cursé, de acá salí, y estoy cursando idiomas en la uba, en Capital, así que acá también tomé un bondi. Fui, cursé, salí a las 9 de la noche, volví en bondi desde allá, desde la uba en Capital, y, bueno, directo a mi barrio. Desde Capital no tengo nada, así que sí o sí tengo que ir al Cruce de Varela o hasta el centro de Varela y tomarme otro [colectivo] hasta mi casa (Marina, 27 años, Florencio Varela).

La dependencia respecto de otras localidades para el estudio superior es generalizada. “Para estudiar [en la universidad] hay que ir a La Plata”, dice Andrea. Este es el caso de Giselle, que vive en Berisso y viaja frecuentemente a La Plata a cursar en la Facultad de Abogacía de la universidad, lidiando con el servicio deficiente del transporte público, pero también tratando de acoplar los horarios de cursada y estudio con los de su empleo de horarios rotativos en una estación de servicio en la localidad en la que reside. Por su parte, Julia realiza viajes cotidianos desde su barrio en Avellaneda hasta el terciario donde estudia un profesorado:

Yo tengo un bondi acá derecho, me tengo que tomar siempre dos, eh, a la tarde viajar sí es un garrón para allá. Usaba tren cuando cursaba a la mañana porque yo a la mañana me podía tomar cualquier 159 que me acerca hasta la estación de Sarandí y de ahí Sarandí, Bernal estaba al toque. Pero a la tarde no me sirve porque el mismo colectivo que de acá me acerca a la estación es el mismo que me lleva hasta el profesorado y ya viene lleno, entonces no, no me rinde.

Como señala Vargas (2014), el acceso a la educación es para las clases medias argentinas el modo tradicional de ascenso, la posibilidad de obtener movilidad social ascendente, y, además, en general las narrativas sobre el acceso a la educación aparecen ligadas en los relatos a ciertos componentes heroicos. En este sentido, en la mayoría de los hogares entrevistados de este sector social, las familias y especialmente los jóvenes en edad universitaria despliegan diversas estrategias para acceder a las instituciones educativas, lo que generalmente implica viajes cotidianos a La Plata o la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Además de las dinámicas vinculadas con el acceso a la educación formal, la preocupación por “la cultura” es característica de este sector social. Y no involucra únicamente un plano axiológico abstracto (“el valor de la cultura”) esgrimido para evaluar lugares y actores con fines imitativos o de distinción social, sino que también se despliega a nivel pragmático: las personas y los hogares (según el ciclo de vida personal y familiar) despliegan diversas estrategias cotidianas para garantizar el acceso a “la cultura”. Como sostuvo Alberto, uno de nuestros entrevistados, “una clase social no solo se marca por el nivel adquisitivo, sino por cuánto puede consumir en productos culturales”.

Hilda es una maestra jubilada y soltera de 78 años que vive en “el centro” de Berazategui. El estar jubilada le permite “tener tiempo para cortar el pasto, regar un poco las plantitas, ocupar[se] del perro y leer”, ya que reconoce: “Tengo libros que compré de joven pensando que alguna vez cuando pudiera los iba a leer y ahora los estoy leyendo”. Asimismo, cuenta que tiene “en el fondo un galponcito” en el que instaló “un tallercito de cerámica”. Contra lo evidente, la experiencia cotidiana de Hilda no se explica únicamente por la disponibilidad de tiempo y una localización privilegiada en lo relativo a medios de transporte que los “llevan a cualquier lado”, sino también por la disposición de capitales culturales y espaciales que le permiten acceder a espacios y bienes “culturales”: los cursos de extensión de la Universidad de Quilmes donde hizo el profesorado en cerámica, el centro cultural de Berazategui donde va a coro, los cines y los teatros de “la capital” donde va semanalmente con su hermana. El centro de Berazategui, dice Hilda, está cerca de todo y muy bien conectado. Si bien tiene auto, prefiere moverse en tren, porque “es más firme”, se marea menos que en el colectivo, ve más cosas y puede “ir leyendo tranquilamente”. De un modo similar, Cristina (82 años, jubilada) mantiene sus salidas semanales al teatro en Buenos Aires. Su nieta Nadia describe: hay una mujer que trabaja de “organizar salidas” y arma packs de transporte, entrada al espectáculo y comida, “les hacen un pack de eso, entonces ella paga el pack y hace todo”.

La sola proximidad física no explica el consumo cultural. Paulo, quien, como vimos, realizaba extenuantes viajes para ir y volver al trabajo, también lleva a cabo múltiples combinaciones para llegar hasta la escuela en la que da clases en Quilmes, hasta el Cruce de Varela, en donde estudia francés, o incluso hasta Brandsen, donde realiza trabajos de lutería. De un modo similar, a pesar de la distancia y de la falta de medios de transporte, Andrea realiza viajes en moto con su hija de once años desde Berisso hasta La Plata, para llevarla a tomar clases de comedia musical en un reconocido centro de arte de la ciudad.

Los lunes salgo del laburo y me voy a llevar a Bianca a Crisoles, allá en 1 y 43, que ella hace comedia. En la moto, siempre en la moto, porque, si no, no llego; me voy en la moto y ahí vuelvo y ya estoy en casa […] si voy a horario, que ella entra a las 6, ponele que y media ya estoy, 6 y media de nuevo en casa, haciendo todo el trayecto, cortando (Andrea, 34 años, Berisso).

De esta manera, el reconocimiento y valorización de las actividades y prácticas culturales, así como del acceso a la educación, es central en los habitantes de clases medias. En sus relatos se puede observar, por un lado, la puesta en valor de sus lugares de residencia a partir de identificar la presencia o ausencia de estos “atributos”; y, por otro, podemos ver cómo el acceso a la cultura y a la educación es un importante organizador de rutinas, implicando la jerarquización de las actividades diarias, así como el despliegue de estrategias para organizar las dinámicas cotidianas. Podemos pensar que el acceso a los bienes y prácticas culturales, así como a la educación en sus distintos niveles y formatos, funciona como un mecanismo que habilita la reproducción (y la distinción) de clase, pero sobre todo funciona en cuanto es valorado positivamente por los actores, a partir de que depositan allí un interés en particular. Se trata de pensar este interés en términos de la sociología de Pierre Bourdieu como illusio, como inversión y como libido que, oponiéndose a las nociones de desinterés e indiferencia, es lo que lleva a los actores a invertir: “Estar interesado es acordar a un juego social determinado que lo que allí ocurre tiene un sentido, que sus apuestas son importantes y dignas de ser perseguidas” (Gutiérrez, 2012: 11).

Fronteras de clase

A lo largo de las páginas precedentes, resulta significativa la recurrente marcación de límites movilizada cotidianamente por nuestros entrevistados en ámbitos diversos como el barrio, la escuela y el transporte, entre otros. Estas “fronteras de clase” que producen delimitaciones tanto “hacia arriba” como –y fundamentalmente– “hacia abajo” movilizan diacríticos diversos: desde los lugares de residencia (distinguiendo “los barrios de trabajadores” tanto de barrios residenciales y countries como de villas y asentamientos) hasta las fuentes de ingresos (“planes”), pasando por cualidades morales (“vagos”, “chorros”) y las pautas de consumo (donde se resalta la propia importancia que se les otorga a la “educación” y la “cultura”).

En este sentido, nos parece que esta “obsesión clasificatoria” por explicitar la propia posición y la de los demás actores y grupos sociales que se realiza –sintomáticamente– en un “lenguaje de clase” (Devine, 2005) tiene como condición de posibilidad precisamente su opuesto: la inestabilidad social. En efecto, la inestabilidad no solo es un rasgo constitutivo de la categoría “clase media”, sino que también (y por lo mismo) es una experiencia común en las trayectorias vitales de las personas y las familias que agrupamos (y se agrupan) como “clase media”. Nada se encuentra para ellos garantizado, y sus trayectorias biográficas (presentadas en términos heroicos o, al menos, de esfuerzo), así como sus trayectos cotidianos (en los que se despliegan las fronteras de clase) muestran el afán por consolidar un lugar social que se sabe inestable, evanescente.

Sabemos que las últimas cuatro décadas de la historia de la sociedad argentina han estado signadas por la veloz alternancia de ciclos económicos, reiteradas crisis económicas, sociales y políticas, cambiantes orientaciones en las políticas públicas y, por el efecto combinado de estos procesos, la configuración de una estructura social tendencialmente polarizada, con vastos, heterogéneos e inestables sectores ubicados entre los extremos de esa estructura. Asimismo, en términos más concretos, estos procesos de transformación social se manifestaron de manera específica en las localidades analizadas. Nos referimos más concretamente al final del ciclo expansivo del proceso de urbanización metropolitano sustentado en la industrialización de la que son testimonio las localidades analizadas, y al consecuente reemplazo de una estructura urbana tipo centro-periferia, la cual establecía cierta correlación entre distancias físicas y sociales, por una estructuración fragmentada, que tiende a que coexistan en espacios reducidos grupos distantes socialmente.

Ante este escenario de posiciones inestables y alteridades próximas, donde la propia trayectoria y posición se sabe inestable y los esfuerzos colectivos centrados en el trabajo y el estudio no garantizan necesariamente la movilidad social propia de las generaciones precedentes, se despliega el proceso clasificatorio que recurre al “lenguaje de clase” (Devine, 2005) para realizar autoadscripciones (como clase media o como trabajadores) y heteroadscripciones (como ricos y, fundamentalmente, como pobres, vagos o ladrones). En este sentido, aventuramos la hipótesis de que el uso de categorías como “barrio de trabajadores” y, especialmente, “barrio de clase media” tiene indudables efectos de límite y de exclusión de grupos (pobres) cercanos espacialmente en el marco de un proceso de fragmentación socioespacial (Janoschka, 2002). Las figuras urbanas que se les contraponen a esos “barrios de trabajadores” –paradigmáticamente, la villa, el asentamiento, el fondo e incluso la ausencia de asfalto– no solo expresan el fin del ciclo urbano expansivo en el espacio metropolitano que transformó profundamente las dinámicas productivas locales, sino que también constituyen un otro próximo y un posible (riesgoso y temido) futuro, que hay que evitar y del que hay que separarse. De manera análoga a lo que señaló Cosacov (2017: 99) para la Ciudad de Buenos Aires, es precisamente en la impugnación de las transformaciones de estas localidades y de los “otros” presentes en la localidad donde también producen su propia identidad, actualizando narrativas históricas sobre las clases medias argentinas y sus imaginarios espaciales.

Daniela tiene 25 años, vive junto a sus padres en un monoblock del centro de Berazategui, cuenta con un título terciario y cuando la entrevistamos buscaba trabajo en el sector de turismo. La trayectoria vital, así como los circuitos cotidianos de Daniela, permite vislumbrar esta producción de fronteras de clase en un contexto inestable:

Siempre me manejé mucho por el centro, conozco mucha gente del centro, fui al colegio al centro… un colegio privado, que capaz es uno de los mejorcitos de la zona. O sea, la gente que conozco es toda muy de acá. Ya cuando vas a lugares capaz que… ahí si notas más la diferencia. La gente es más sencilla, la gente es más humilde también. […] acá tenés todo pavimentado, pero hay lugares que no son de esta zona, que las calles todavía son de tierra. Es otra manera de vivir, también… cuando más te alejas del centro, la gente vive de otra manera (Daniela, 25 años, Berazategui).

El “centro”, el “colegio privado” ubicado en el centro y la gente “de acá” componen un circuito de socialización cotidiana de Daniela, cuyo afuera constitutivo es un otro próximo y distante a la vez: gente “sencilla”, “más humilde”, que vive en barrios “alejados” del centro, donde hay “calles de tierra” y donde, en definitiva, “la gente vive de otra manera”. De este modo, lugar de residencia, condiciones de vida, consumos culturales y estilos de vida se conjugan para producir el límite entre nosotros (un barrio de trabajadores o de clase media y los otros) y los demás.

La existencia de estos clivajes opera en las interacciones sociales cotidianas de cada una de las localidades, no solo para distinguir el sí mismo, sino también para estigmatizar a los demás y establecer criterios de pertenencia. Sin embargo, esta dinámica no es automática y, por lo mismo, muchas veces es puesta en cuestión por los actores entrevistados. En este sentido, Marcelo señala que no sabe “si es una cuestión de clase o de racismo”, pero reconoce que hay situaciones que lo ponen “frenético”, puntualmente “cuando empiezan a agarrársela con la gente pobre porque cobran los planes”. Y recuerda:

Una vez fui a la farmacia y la chica me dijo “Yo fui a tu casa una vez a llevarte un medicamento”, “Ah, sí, tenés razón” [respondió él]. De cuando Silvia [su mujer] estaba embarazada… estaba en reposo. [La chica de la farmacia] me dijo “No, dejá, yo te lo llevo”. Esa cosa de gauchada así… [Y cuando la vuelvo a ver] “Lindo barrio ese, gente que trabaja”, dice. Y yo sabía adónde apuntaba el comentario. Y yo hacía así, ¿viste? Porque pongo caras, no lo puedo evitar. Me dice: “No como más allá”, ¿viste? (Marcelo, 47 años, Florencio Varela).

La escena –nimia, trivial, cotidiana, como es ir a comprar algo a la farmacia del barrio– es reveladora. Marcelo identifica la intención de la empleada, quien apela a una supuesta complicidad compartida y realiza un guiño hacia el cliente, definiendo al barrio como de “gente que trabaja”, integrándolo a él en esa clasificación, pero sobre todo diferenciándolo de los de “más allá”, que (supuestamente) no lo hacen, buscando (re)producir una frontera de clase en la localidad.

De una manera en cierta medida convergente a Marcelo, buscando distanciarse del sentido común de su localidad, Hilda repasa su propia historia familiar en Berazategui y, en lugar de contraponerla a la de los nuevos habitantes de la localidad, muestra varios puntos de encuentro:

Cada uno se fue ubicando donde más o menos pudo, porque yo soy hija de inmigrantes, y mi papá vino en aquella época y, bueno, pudo hacer lo que pudo hacer. Esos chicos y esa gente que está viviendo en las villas son más recientes, pero yo supongo que debe ser el lugar donde pudieron ir y no encontraron otro. Y por suerte no los echaron (Hilda, 78 años, Berazategui).

La diferencia de ambos contingentes radica para Hilda, entonces, menos en cualidades intrínsecas de cada uno de ellos que en la situación (laboral, social, urbana) que encontraron al arribo a la localidad. Mientras que, como vimos, Daniela recurre a su experiencia de habitar en el centro desde pequeña para afirmar que hay otros que “viven de otra manera”, Hilda realiza una conexión con sus padres para plantear un paralelismo entre el pasado y el presente. Sus padres, inmigrantes, “pudieron hacer lo que pudieron hacer”, así como “esta gente que está viviendo en las villas” fueron al lugar “donde pudieron ir y no encontraron otro”. En este sentido, lo que los relatos de Marcelo e Hilda nos muestran es menos el cuestionamiento a los límites y distinciones que el despliegue de cierta reflexividad con respecto a sus propias historias de vida y de los demás a la hora de movilizar límites y establecer clasificaciones en torno a esos otros próximos con quienes habitan en la localidad.

En síntesis, ante un poderoso proceso de transformación socioespacial de los lugares de residencia que implica la inestabilidad social familiar y personal como rasgo característico, se despliega una lógica clasificatoria que recurre al “lenguaje de clase” (Devine, 2005) que busca instaurar “fronteras de clase” (Cosacov, 2017) para (re)producir diferencias de clase y cartografías normativas sobre quiénes pertenecen y quiénes no a la clase (media) y al barrio (de trabajadores). Al mismo tiempo, este proceso es contestado por otros actores que relativizan sus criterios de inclusión y exclusión.

Epílogo. Movilidades múltiples en un escenario inestable

Las localidades estudiadas se consolidaron a lo largo del siglo xx en torno al trabajo industrial. Si bien existieron temporalidades diferenciales (entre las localidades) en las dinámicas de expansión urbana e industrial, así como heterogeneidades ocupacionales (entre los trabajadores) que producían ciertas desigualdades al interior de esas localidades, siguiendo a Lobato (2015) se puede sostener que el trabajo asalariado en fábricas, talleres, comercios y las actividades por cuenta propia le dieron vida al Gran Buenos Aires en su conjunto y que, más allá de los vaivenes económicos, hasta mediados de los años 70 se verificaron un progresivo bienestar y procesos de movilidad social ascendente entre las familias de trabajadores. La historia posterior es conocida: el fin del ciclo expansivo y la reconfiguración del mundo del trabajo provocaron un proceso de creciente inestabilidad, heterogeneidad e incertidumbre en relación con las condiciones laborales y las trayectorias sociales, así como un progresivo proceso de fragmentación socioespacial. Y es en este escenario en el cual debemos situar la experiencia urbana de las personas y familias entrevistadas y las dinámicas de autoadscripción como “trabajadores” y “clase media” que, a nuestro entender, son un modo de significar esa experiencia histórica.

En este contexto general, y antes de cerrar el capítulo, queremos reflexionar sobre una de las dimensiones de la experiencia urbana que se transformó de modo correlativo a la reconfiguración del entramado metropolitano: la movilidad cotidiana. La investigación histórica de Lobato (2015) sobre estas localidades nos sirve nuevamente de contraste. Dice la autora:

Trabajo y vivienda no siempre se ubicaban en la misma vecindad, los traslados de un punto a otro de esa extendida geografía eran frecuentes. El viaje, generalmente en ómnibus, a veces en tren, consumía un tiempo importante en la vida de una persona, pero en muchos sentidos era previsible. La hora de salida y de regreso no estaba sujeta a interrupciones, como es habitual hoy, por eso las demoras eran una excepción (Lobato, 2015: 243; las cursivas son nuestras).

Precisamente, es esa previsibilidad de las movilidades cotidianas y, consecuentemente, de la dinámica cotidiana propia de localidades organizadas en torno a la disciplina industrial la que está ausente en los relatos de las prácticas cotidianas de nuestros entrevistados[6]. No solo son muy diferentes las dinámicas entre cada una de las personas entrevistadas, sino que muchas veces también lo es la dinámica de una misma persona dependiendo del día (lo que no anula, por supuesto, dinámicas individuales más rutinarias), a lo que se suma la imprevisibilidad de los medios de transporte y, en algunos casos, las complejas combinaciones de medios (y tiempos) para cubrir distancias relativamente cortas.

En las investigaciones históricas de Raymond Williams (1997), para el caso de las ciudades inglesas, y de Peter Fritzche (2008), para el caso de Berlín, se infiere que lo que se modifica en virtud de las transformaciones en las relaciones sociales de producción es precisamente el movimiento que caracteriza a la ciudad: el desplazamiento, por ejemplo, desde el movimiento caótico y atropellado de la multitud en el siglo xviii al movimiento predecible de la ciudad industrial en el siglo xix. En este sentido, podemos preguntarnos por los efectos sociales de una transformación en sentido inverso: desde la previsibilidad de las movilidades cotidianas de localidades industriales hacia una experiencia urbana (y una trayectoria social) caracterizada por la incertidumbre y la imprevisibilidad. Intentando evitar caer en una interpretación metafórica de la movilidad –la movilidad (espacial) como expresión de la incertidumbre en la trayectoria (social)– señalamos que es precisamente a través de la movilidad cotidiana que los actores buscan acceder a trabajos, estudios y consumos de “clase media” en un contexto inestable y que es también en estas experiencias múltiples de la movilidad cotidiana donde se despliega el “lenguaje de clase” para señalar los límites que buscan producir “barrios de clase media”.

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Sick, Klaus-Peter (2014). El concepto de clases medias. ¿Noción sociológica o eslogan político? En Adamovsky, Ezequiel; Visacovsky, Sergio y Vargas, Patricia (comps.). Clases medias. Nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología. Buenos Aires: Ariel.

Svampa, Maristella (2005). La sociedad excluyente. La Argentina bajo el signo del neoliberalismo. Buenos Aires: Taurus.

Vargas, Patricia (2014). La hormiguita burguesa. Narrativas de ascenso social y actualizaciones de clase (media) entre los diseñadores porteños. En Adamovsky, Ezequiel; Visacovsky, Sergio y Vargas, Patricia (comps.). Clases medias. Nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología. Buenos Aires: Ariel.

Visacovsky, Sergio (2014). Inmigración, virtudes genealógicas y los relatos de origen de la clase media argentina. En Adamovsky, Ezequiel; Visacovsky, Sergio y Vargas, Patricia (comps.). Clases medias. Nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología. Buenos Aires: Ariel.

Williams, Raymond (1997). El campo y la ciudad. Buenos Aires: Paidós.


  1. Agradecemos a Enrique Garguín por la lectura y las sugerencias realizadas a una versión anterior de este texto. Asimismo, este capítulo se benefició de los comentarios recibidos en el seminario “El (des)orden urbano y los sectores populares” de la Universidad Nacional Autónoma Metropolitana (unam) de México, en el que Ramiro Segura presentó algunas ideas preliminares. Nuestro agradecimiento a Vicente Moctezuma por la invitación, a Ángela Giglia por los comentarios iniciales y a todos los participantes de ese fructífero encuentro.
  2. Si bien no lo podemos trabajar aquí, conviene no perder de vista que existe un poderoso debate en la región –especialmente a partir de lo sucedido en Brasil durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT)– acerca de la naturaleza (y el grado de expansión) de las “nuevas clases medias” o las clases medias “emergentes”, “aspiracionales” o “divergentes” durante el ciclo posneoliberal (Kessler, 2016; Costa, 2020).
  3. Por su parte, las “clases medias altas” –incluyendo aquellos sectores de las clases medias que en las últimas décadas experimentaron un notorio proceso de movilidad social ascendente (“los ganadores”, según Svampa)– son tratadas en el capítulo siguiente.
  4. La imagen de Berisso como “pueblo” es cercana a la idea del Dock Sud (Avellaneda) como “comunidad” que expresa Julia, una joven de 28 años que cursa estudios terciarios y trabaja como docente. La idea de comunidad aparece en el relato de Julia vinculada a la posibilidad de relaciones cara a cara, a la escala de la localidad y sobre todo a los lazos de proximidad y solidaridad que pudo establecer en su barrio.
  5. Cuando referimos a bienes y prácticas “culturales”, lo hacemos respetando el sentido nativo que los actores le otorgan a dicha categoría. En efecto, se trata del conjunto de actividades que los actores señalaron en vinculación a “la cultura”, principalmente ligada tanto a actividades recreativas (bares, cines, restaurantes, teatros), como a actividades vinculadas a la enseñanza y aprendizaje (talleres culturales, centros culturales, institutos).
  6. Y no solo de ellos, ya que esta cualidad es en gran medida extensible a los demás sectores sociales analizados en este libro.


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