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Georges Didi-Huberman
y la imagen crítica

Marcelo Mediavilla

De lo que deseamos hablar es de la imagen crítica según Georges Didi-Huberman. Este filósofo francés en su libro Lo que vemos, lo que nos mira, despliega una meditación abundante en analogías y parábolas, destinada a alegar que las esculturas e instalaciones del arte más inexpresivo y primario pueden adoptar un cariz opositivo, discrepante o interpelante.

Analizando el minimalismo norteamericano y su provocadora exploración del volumen y el vacío, establece una intrigante deliberación que fluctúa entre la psicología de la percepción y la fenomenología de visión, entre la crítica del arte contemporáneo y la reflexión estética. Para ello recurre a los cubos, cajas, columnas y muros, de Donald Judd, Robert Morris, Joseph Kosuth y Tony Smith. Su trabajo en torno a volúmenes austeros y lúgubres se convierte en la excusa perfecta para percatarnos de que la geometría más llana e intrascendente jamás logra ser enteramente inocente.

A partir de 1961 comienzan a surgir los objetos específicos del minimal art pergeñados para ser tenidos por volúmenes que rechacen cualquier tipo de análisis. Los paralelepípedos van imponiéndose en claro son de guerra contra la figuración. Su especificidad consiste en que desean ser contempladas lejos de la imaginación y de la ilusión. Contrariando todo sustrato de significación, vienen a polemizar con el contenido figurativo o icónico. La pintura es repelida, incluso la del expresionismo abstracto. Por este motivo, el minimalismo no aceptó pronunciarse a través del lenguaje pictórico.

Nada de actividad discursiva, de teatralidad o acción representacional. Esto es cierto, al punto que buena parte de las obras carecen de título: ellas no deben dar qué pensar. Son específicas porque fueron concebidas para ser vistas por lo que son, meros cuerpos geométricos sin ninguna cosa que decir.

Irónicamente, Didi-Huberman cree pertinente adoptar la consigna tautológica del pintor Frank Stella: what you see is what you see. Lo único que cabe es ver lo que se ve. Al espectador se le solicita despojarse de la tentación de endilgarle a la obra un relato o una declaración:

por lo tanto, usted no tendrá otra cosa que ver más que su volumetría misma, su naturaleza de paralelepípedo que no representa nada más que a sí mismo a través de la captación inmediata e irrefutable de su propia naturaleza de paralelepípedo. Su simetría misma –a saber, esa posibilidad virtual de asimilar cualquier parte a otra a su lado– le resulta una manera de tautología. Frente a esa obra usted siempre ve lo que ve, y siempre verá lo que ha visto: la misma cosa. Ni más, ni menos. Eso se llama “objeto específico”. Podría llamarse objeto visual tautológico. O el sueño visual de la cosa misma (Didi-Huberman 2006: 32) [Las cursivas no son nuestras].

La tautología pretende desbancar la creencia en alguna verdad o revelación; sin embargo, convive con ella. Alterna con esta convicción que no tolera la autonomía de los objetos minimalistas. La niega cediendo a la tentación por descubrir enigmas y epifanías. La mirada, volcándose hacia la reflexión, se esmera en avizorar la fulguración de un signo desleído o una cifra esfumada. El vacío se torna insoportable, es imposible, tiene que serlo. Para neutralizar la franca trivialidad de esta geometría afásica colma la oquedad, satura la cavidad.

Tenemos así dos actitudes disímiles. La primera, posar los ojos en lo que se muestra y quedarse allí, en la completa percepción de la objetualidad. La segunda, en cambio,

consiste en hacer de la experiencia del ver un ejercicio de la creencia: una verdad que no es chata ni profunda, sino en cuanto se da como verdad superlativa e invocante, etérea pero autoritaria. Es una victoria obsesiva –también ella miserable, pero de manera más indirecta– del lenguaje sobre la mirada; la afirmación, fijada en dogma, de que no hay allí ni sólo un volumen ni un puro proceso de vaciamiento, sino “algo Otro” que hace revivir todo eso y le da un sentido, teleológico y metafísico (Didi-Huberman 2006: 22-23) [Las cursivas no son nuestras].

En tanto la sobreexigencia de la mirada que se abstiene de invocar contenidos, también peca a través del lenguaje. La tautología es un efecto lingüístico. Su irrefutable legitimidad es una farsa:

una finta en la forma de mal truismo o perogrullada. Una victoria maníaca y miserable del lenguaje sobre la mirada, en la afirmación fijada, cerrada como una empalizada, de que no hay allí nada más que un volumen, y que ese volumen no es otra cosa que él mismo (Didi-Huberman 2006: 21) [Las cursivas no son nuestras].

No obstante, entre un gesto y el otro reluce aquello en lo que debiéramos fijarnos. Para Didi-Huberman, ese intersticio que Derrida habría indicado bajo el nombre de diferencia.

Cosa increíble, estos volúmenes, obvios y rudimentarios, despojados de toda mística y ensoñación, tienen chances de convertirse en candidatos de una experiencia extraordinaria.

Una figura tan elemental y constructiva como el cubo puede transformarse en la clave de una operación vacilante y errática. Desde un principio, propone una operación dialéctica. Es decir, algo tan trivial como un objeto cúbico, raso y sin misterios, procede a establecer un juego originariamente dialéctico. “Hablar de imágenes dialécticas es como mínimo tender un puente entre la doble distancia de los sentidos (los sentidos sensoriales, en este caso el óptico y el táctil) y la de los sentidos (los sentidos semióticos, con sus equívocos, sus espaciamientos propios)” (Didi-Huberman 2006: 111).

En su precedencia, esta pasarela que habilita una conexión y un altercado entre los sentidos adopta una posición privilegiada: “Ese puente, o ese vínculo, no es en la imagen ni lógicamente derivado ni ontológicamente secundario ni cronológicamente posterior: también es él originario, nada menos” (Didi-Huberman 2006: 111).

Lo visual en el arte tiende a proponerse como una operación dialéctica que aúna el cuerpo cúbico con algo más que el color, la textura, la espacialidad, la iluminación o la oquedad. En los bloques innominados y austeros del arte minimalista, brilla una condición que los torna privilegiados, pues, corporizando esta doble distancia, no son solo imágenes dialécticas, son también imágenes críticas. O mejor todavía, porque son dialécticas, tienen que entenderse como críticas. Su poder o facultad yace en que propician un cambio cognitivo por trastrocamiento de la forma. En cierto modo, es una fuerza dinámica que moviliza los patrones estructurales: “Hay, efectivamente, una estructura en obra en las imágenes dialécticas, pero que no produce formas bien formadas, estables o regulares, sino formas en formación, transformaciones y, por lo tanto, efectos de perpetuas deformaciones [las cursivas no son nuestras]” (Didi-Huberman 2006: 114).

Didi-Huberman refiere que Walter Benjamin fue quien afirmó, en El origen del drama barroco, que solo las imágenes son auténticas si se ofrecen con tenor dialéctico y, al decir esto, pretendía homologar la imagen dialéctica a la imagen crítica. Ahora bien, en la imagen crítica depositaba la idea de una

imagen en crisis, una imagen que critica la imagen –capaz, por lo tanto, de un efecto, de una eficacia teórica–, y por eso mismo una imagen que critica nuestras maneras de verla en el momento en que, al mirarnos, nos obliga a mirarla verdaderamente (Didi-Huberman 2006: 113).

Para que una imagen objete la forma en que la miramos tiene que devolvernos la mirada, o sea, vernos. Si consigue hacernos sentir incómodos, entonces está mirándonos. Una imagen artística tiene que imponernos distancia, separarnos de ella y lograr que experimentemos cierta extrañeza o pérdida de la familiaridad.

En la separación, el alejamiento, la imagen estará rezumando su aura: ella es la causa de que el espectador retroceda en actitud de respetuosa y piense, por lo tanto, que está delante de una obra que lo transporta a una situación anacrónica. Esta aura, que tiene poco de sagrado y de religioso, transmite un efecto de retroceso a una temporalidad imprecisa y vacilante. Se comporta como un disparador de asociaciones no inferenciales que se acoplan y empastan despreciando el orden y la sucesión. Se propicia un trabajo arqueológico fijado al lugar de la búsqueda, y no tanto en aquello que es buscado:

no hay imagen dialéctica sin un trabajo crítico de la memoria, enfrentada a todo lo que queda como al indicio de todo lo que se perdió. Walter Benjamin comprendía la memoria no como la posesión de lo rememorado –un tener, una colección de cosas pasadas– sino como una aproximación siempre dialéctica a la relación de las cosas pasadas con su lugar, es decir como la aproximación misma a su tener lugar (Didi-Huberman 2006: 115-116) [Las cursivas no son nuestras].

Interesante inversión. Aquí Didi-Huberman subraya que el perspicaz filósofo alemán le ayuda a pensar que las obras de arte problematizan su sitial, cuestionan el emplazamiento que las retiene pues tienden a impugnarlo como un dato evidente. El contexto es un limbo que adopta maneras diversas.

En los objetos artísticos radica una continua lucha por el lugar que se les ha asignado, continuamente se ven fuera de foco, desencajados, en luxación. Manifiestan esta incomodidad deslizándose a cada intento de retención y encasillamiento categorial, corriéndose del pedestal o del retablo en que han sido cuidadosamente fijadas.

Las imágenes del arte adoptan rango crítico en tanto cuestionan el terreno en que se dispone su propia exhumación. Más específicamente, esto supone una tematización de índole arqueológica sobre “la relación entre lo memorizado y su lugar de emergencia –lo que nos obliga en el ejercicio de la memoria, a dialectizar aún más, a mantenernos todavía en el elemento de una doble distancia–” (Didi-Huberman 2006: 116, 117). Lo cual significa que, tanto lo exhumado como la sede de la exhumación padecen una alteración durante la rememoración, llevada a cabo por la labor histórica: no hay sitial neutro e inconmovible de donde se extraigan los objetos de una forma impecable. La remoción del suelo es ineludible y no hay obra de arte que no provoque la alteración de las napas sedimentadas.

A través de este doble distanciamiento que impone la memoria, ya que se trata de una distancia de la obra que corre en paralelo con una distancia del contexto histórico, la indagación arqueológica se vuelca hacia la creación o la producción de lo exhumado. Con ello queda desbancada la historia en cuanto labor de recreación o representación del pasado. Esto le permite a Didi-Huberman asegurar que tal situación es menos traumática de lo que parece, pues “no quiere decir que la historia sea imposible. Significa, simplemente, que es anacrónica” (Didi-Huberman 2006: 117). O sea, que las magnitudes cronológicas o las configuraciones epocales jamás nos vienen dadas como una referencia temporal independiente y preexistente.

Distancia duplicada. Separación doble que habilita la consideración imaginativa simultáneamente crítica, pero no por ello desfachatadamente cínica. Los contenidos de los que se hace cargo la memoria son textos o documentos que no traen adosado su propio contexto, como tampoco la exigencia de una relación causal que deba ser descubierta.

Por una parte, el objeto memorizado se acercó a nosotros: creemos haberlo “recuperado” y podemos manipularlo, hacerlo ingresar en una clasificación; en cierto modo lo tenemos en la mano. Por la otra, está claro que, para “tener” el objeto, tuvimos que poner patas para arriba el suelo originario de ese objeto, su lugar ahora abierto, visible, pero desfigurado por su propia puesta al descubierto: tenemos sin duda el objeto, el documento pero, en cuanto a su contexto, su lugar de existencia y posibilidad, no lo tenemos como tal [las cursivas no son nuestras]. (Didi-Huberman 2006: 117).

Una de las apuestas más fuertes inscritas en Lo que vemos, lo que nos mira gira alrededor del confort positivista; esto es, la molicie de pensar el conocimiento histórico proveyendo archivos concluyentes, cronológicamente inequívocos y asegurados por lazos causales inflexibles a la vez que determinantes.

Creemos que en ello se va una de las más intensas enseñanzas de Didi-Huberman ante el fallido proyecto encarnado por el minimalismo: no hay objetos puros ni figuras que logren sustraerse al juego de altercados con elementos periféricos. En el origen de la obra centellea, entonces, esta dialéctica por la que la interpretación, antes que desplegarse como tarea de descubrimiento o recuperación, se ofrece como generación de una versión cronológica acerca de ella misma. El lugar de la imaginación se ve acrecentado, porque narrar la historia de una obra requerirá de nosotros un agudo sentido creativo.

Desde esta perspectiva, Susan Sontag solicitaba demasiado con su grito combativo contra la interpretación. Estimulada por los proyectos escultóricos del minimal, pensó en términos similares la crítica literaria, ambicionando una purga de la escritura para que se estrechara a lo raso y elemental, sintonizando así con la capitalización del sentido literal sin más. Según cree, “La obra de arte, en tanto obra de arte, no puede –cualesquiera que fueren las intenciones personales del artista– abogar por nada en absoluto. Los más grandes artistas alcanzan una neutralidad sublime” (Sontag 2008: 43). Nada de contenidos éticos, nada de expresividad. Esta es una doctrina del nihilismo estético, de la aniquilación del sentido, pues toda se reduce a considerar que “Los elementos más poderosos de una obra de arte son, con frecuencia, sus silencios” (Sontag 2008: 56). Sontag nos propone aventurarnos en lo inefable sin trascendencia ni mística, e incluso, apartado de toda psicología.

Sontag nos permite advertir una afinidad sintomática. El nouveau roman es en la literatura lo que el minimalismo en la escultura. Alain Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute promovieron una despsicologización de la escritura, llevándola al terreno de un cubismo riguroso o de una fenomenología anónima, cruda e indolente. Incluso hasta la metáfora puede prescindir de contenidos psicológicos; por eso, considera que, en ciertos casos, sería bueno sacudirlas y olvidarlas: “Desde luego, no es posible pensar sin metáforas. Pero eso no significa que existan metáforas de las que mejor es abstenerse o tratar de apartarse” (Sontag 2012: 107). Sus efectos pueden llegar a ser nocivos cuando circulan en la sociedad grávidas de mitos y fantasías crueles.

La enfermedad del sida y sus modos alusivos le brindan a Sontag la ocasión de recuperar el objetivo que se proponía en su ensayo La enfermedad y sus metáforas. Sífilis, tuberculosis y cáncer por mucho tiempo se han dicho forzando la interpretación, sobreinterpretando; pero también es posible articular la enfermedad más acá, literalmente, nombrándola por lo que es, sin añadidos romantizantes o estigmatizaciones de clase y de cultura. Así, la imaginería social perdería las reverberaciones de la fabulación y la proliferación de imágenes turbias.

La finalidad de mi libro era calmar la imaginación, no incitarla. No dar significado, propósito tradicional de todo esfuerzo literario, sino privar de significado: aplicar esta vez esa estrategia quijotesca, altamente polémica, “contra la interpretación”, al mundo real. Al cuerpo. Mi finalidad era, sobre todo, práctica. Porque desgraciadamente había comprobado, una y otra vez, que las trampas metafóricas que deforman la experiencia de padecer cáncer tienen consecuencias muy concretas (Sontag 2012: 115, 116).

Pese a que El sida y sus metáforas es un ensayo bienintencionado y razonable, no aclara que la imaginación del lector es menos problemática que la de la crítica verborrágica y apasionada que se desfoga hasta el colmo de la pedantería. Sin embargo, el ideal de una literatura y una metafórica vaciada de significado es inverosímil. Dado que se mantiene en plena vigencia, el principio de la co-construcción de la obra es impracticable tanto en la novela como en la escultura. De hecho, la caída en el apacible regazo del más obtuso silencio rozaría la indolencia de un ejercicio zen.

Así, para Didi-Huberman, los volúmenes silenciosos del arte minimalista no dejan de expresar una operación dialéctica que asocia la figura con un añadido hermenéutico: los colores, la dimensión y la concavidad invitan a que la mirada busque en el espacio y la memoria armónicos y remembranzas. La dureza de la caja en contrachapado Sin título de 1974 D. Judd se asemeja, con su tapa en suspensión, a un sarcófago en situación de siniestra apertura. Las columnas de aluminio de R. Morris y los elementos en madera pintada de T. Smith adoptan postura, ubicación espacial y una coordinación rudimentaria que remiten a la solemnidad de las ruinas y la magia monolítica.

Es inútil, cuanto más se niegan a la palabra y a la imaginación, los experimentos de escultura geométrica incurren en alguna fábula. Una de ellas es la del sepulcro. La otra es la del portal, ya que el “motivo de la puerta, desde luego, es inmemorial, arcaico, religioso. Perfectamente ambivalente (como lugar para pasar más allá y como lugar para no pasar), utilizado en ese concepto en cada mecanismo, en cada recoveco de las construcciones míticas” (Didi-Huberman 2006: 163). La sepultura y el pórtico llegan incluso a sobreponerse. De ahí el interés por que suscita el Pine Portal de R. Morris, comparable a un féretro vertical egipcio en forma de armario. Además, Hearth de C. Andre, hecha de 44 elementos de madera de cedro, o The Maze de T. Smith, que dispone cuatro figuras de madera pintada, nos retrotraen a una era hecha de monumentos gruesos y pesados, que se yerguen como restos que conservan una untuosa pátina de enigmas y portentos.

La observación muda del concurrente se revierte en una mirada de la obra. Ella mira hacia el fondo del ojo del espectador y provoca una remoción en las napas más profundas de la conciencia. Termina por inmiscuirse un inconsciente cultural que habla del tótem, el ritual mistérico y el temor sobrenatural. La ironía ya se divisa: la afasia contemporánea habilita una retórica de lo primitivo, un farfullar prehistórico. Los megalitos ingleses de Swinside recobran un sentido contemporáneo y hacen que el neolítico se recubra de valor estético. Lo mismo sucede con los sepulcros abiertos del Juicio Final que Fra Angelico pintara hacia 1433, un panal futurista que no pareciera guardar correspondencia con los ornamentos y detalles renacentistas.

Es en el campo del arte donde más se vuelve intensa esta solicitud dialéctica de las imágenes. Las distintas variantes de cubos translúcidos y acerados como los monolitos negros no consiguen evitar que la mirada se sienta acechada por un objeto que dibuja una maniobra dialéctica, la cual es crítica en la medida que incita la expresión de esta condición dialogal con la imaginación y el hábitat en que se acomoda. Hasta ahí es una chance de conocimiento, pero también es una posibilidad de crítica del conocimiento.

Precisamente, el cariz dialéctico que atraviesa la obra espolea una operación interpretativa que remueve y socave el sitial en que se arrellana, prescindiendo de la verdad histórico-arqueológica del emplazamiento neutro, en tanto que positivamente dado.

Benjamin nos dio a comprender la noción de imagen dialéctica como forma y transformación, por una parte, como conocimiento y crítica del conocimiento por la otra. Aquélla, por lo tanto, es en efecto común –según un motivo poco nietzscheano– al artista y al filósofo. Ya no es una cosa únicamente “mental”, así como tampoco habría que contemplarla como una imagen únicamente “reificada” en un poema o en un cuadro. Proporciona justamente el motor dialéctico de la creación como conocimiento y del conocimiento como creación. Una sin el otro corre el peligro de quedarse en el nivel del mito, y el segundo sin la primera el de quedarse en el nivel del discurso cósico (positivista, por ejemplo). (Didi-Huberman 2006: 119).

Finalmente, la imagen es crítica porque retiene una propuesta dialéctica. A través de ella, promueve una doble distancia que suspende las certezas cronológicas de las estructuras históricas bien ordenadas y compartimentadas. Incapaces de perseverar en el mutismo, las geometrías opacas e indiferentes que pretendían repeler la visión contemplativa terminan cediendo a la tentación de la mirada: aunque sea por una rápida ojeada o un parpadeo furtivo, reaccionan al examen que les dispensamos. Impedidas de perseverar en la afasia como en la aposicionalidad, transigen con una secreción de connotaciones. Lo mismo que en el descripcionismo árido y objetivante del noveau roman francés, donde las metáforas no pueden sujetarse, la lengua, los cuerpos punzantes y lóbregos de la escultura norteamericana no consiguen arrancarse las córneas ni mantenerse de espaldas despreciando las indiscreciones del visitante.

En el minimalismo, tarde o temprano, lo que vemos nos mira, y aquello que se vuelve hacia nosotros lo hace quizá penando un corrimiento o una retirada. Tal vez, aquello que miramos se hunda en la pregunta por esa peculiar desdicha de las cosas que son sacudidas y expulsadas de su apacible nulidad con ensoñaciones que les resultan ajenas.

Bibliografía

Didi-Huberman, G. (2006) Lo que vemos, lo que nos mira. Trad. Horacio Pons, Buenos Aires: Manantial.

Sontag, S. (2008) Contra la interpretación y otros ensayos. Trad. Horacio Vázquez Rial, Buenos Aires: De Bolsillo.

—– (2012) La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Trad. Mario Muchnik, De Bolsillo, Buenos Aires.



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