Otras publicaciones:

porquemal

12-3864t

Otras publicaciones:

remesas

614_frontcover

Giro pictórico y representación visual en W. J. T. Mitchell

Emilce Hernández y Omar Quijano

Presentación

Si la principal veta de la representación en sentido foucaultiano es la relación incontrolable entre lo visible y lo enunciable, entre palabra e imagen, la mirada crítica de Mitchell en la clave de lo que denominó “giro pictórico” la inscribe en un “redescubrimiento poslingüístico” (Mitchell, 2009a: 23). Revisar los conceptos emergentes que, como instantáneas especulativas, pretenden vislumbrar el problema de la representación visual en esta matriz y determinar la implicancia de este “giro” y su proyección, es la tarea que nos proponemos.

Si bien Mitchell abarca el problema desde una perspectiva interdisciplinar vinculada a la crítica filosófica de la representación, a nuevos enfoques en el estudio de las artes visuales, la crítica y teoría literaria, el estudio de cine y los medios de masas, entre otros recorridos, procuraremos explorar el centro de discusión para repensar la proyección del giro pictórico en las ciencias humanas, específicamente en la teorización de la representación visual. Nos interesa, también, validar en el último apartado una especie de imagen teórica que concentre las tensiones del trabajo y su conclusión, y que sugiera repensar el giro pictórico como figura discursiva que contiene, digamos así, su “propio giro” en relación a nuevas condiciones tecnocientíficas y culturales.

Por supuesto, sin dejar de reconocer las diferencias de los “giros” según el ámbito de producción –“giro visual” en la versión angloamericana, “giro icónico” en la alemana y “giro de la imagen” en la versión francesa– optaremos por usar indistintamente la primera con la última versión. Si bien la imagen tiene cierto recorte más restringido (lo imaginativo, lo mental o inmaterial, la figura, semejanza, motivo), mientras que lo visual señala un contexto ligado a lo cultural y modos de ver, ambas instancias en todo caso participan en lo que Mitchell denomina pictures o “picturalidad”, entendida esta acepción como un “complejo ensamblaje de elementos virtuales, materiales y simbólicos” que hace intervenir las prácticas materiales, los soportes y la imagen; en otras palabras del autor, “la situación completa en la que una imagen ha hecho su aparición” (2017: 13-14).

Para Mitchell, el giro visual no es algo exclusivo de la cultura de nuestra época sino que viene sucediendo en el ámbito público en los diferentes modos de ver o regímenes escópicos configurados en cada época, así como en el ámbito teórico. Para el primer caso, en la atención de la Grecia clásica en torno a las artes visuales, la perspectiva mediante el uso de la óptica en el Renacimiento, las modernas técnicas de la fotografía y el cine, y el desarrollo tecnológico de los medios digitales. Para el segundo, en la semiótica de Peirce, en los lenguajes del arte de Goodman, en los estudios fenomenológicos sobre la imaginación, en la “gramatología” de Derrida, en la crítica de los medios visuales en la escuela de Frankfurt, en la teoría del poder/saber de Foucault, en el traspié iconoclasta de Wittgenstein. Lo que en todo caso el “giro” posmoderno indica respecto a versiones de esos “giros” anteriores es que la posibilidad de adecuar las imágenes a un medium específico, a un determinado soporte técnico, es superada por una versión que las analiza y las comprende en su transitar por diferentes medios. De allí que para Mitchell el enfoque teórico apunte a comprender ese medium como un “entre” que regula el tránsito de imágenes de modo convocante o evocativo, atender a representaciones más allá de la visibilidad objetual; o de imágenes en tanto agencia, parecidas a organismos vivos que se mueven “de un ambiente mediático a otro”, una gama de hábitats como su “lugar para vivir” (Cfr. Mitchell, 2017: 216).

Si todo medio para las imágenes no es algo específico y dado de un único modo; si, por el contrario, es algo que debe ser producido, un “lugar entre” o un “borde” organizado según nuevas disposiciones, posibilita que las imágenes transiten entre la mímesis y la agencia, entre su carácter autónomo y heterónomo, significado y presencia, presentación y representación, entre realidad y fantasía.[1]

Si se tiene en cuenta, entonces, que el giro pictórico refiere tanto a la percepción colectiva de la cultura visual, las formas de experiencias de interacción colectiva implícitas en las imágenes, así como al trabajo intelectual que las tematiza, consideramos que el concepto de “metaimagen” [meta-picture] describe en su proyección el carácter bipolar de este giro pictórico. Siguiendo el método de Mitchell en Teoría de la imagen, quien asocia este concepto a la noción de “imagentexto” como dos instantáneas conceptuales que permiten vislumbrar el problema de la representación visual, incluiremos en un apartado final la noción de «bioimagen» [bio-picture] para repensar esa interacción colectiva como bios implícitas en las imágenes. El primer concepto, metaimagen, es la denominación misma de un capítulo en ese mismo libro; el segundo, incluido como sugerencia para una apuesta mayor, corresponde a su libro ¿Qué quieren las imágenes?, en especial al capítulo en el que expone un agudo análisis de las formas de vida de las imágenes en la biocibernética.

Para el primer caso, corresponde la tesis de Mitchell sobre que el trabajo de estudio e interpretación de las imágenes es “alfabetizador”, en la medida en que es la propia pretensión disciplinar la que ve afectada su estructura. En virtud de este procedimiento, se cumple con una demanda clara para los Estudios visuales, la de recorrer sus disposiciones metodológicas, discursivas o retóricas en función de la construcción del objeto “cultura visual” como un nuevo tema. Para el segundo caso, la tesis de Mitchell sobre la posibilidad del propio giro pictorial, la imagen dispuesta a su propio “giro” en las nuevas condiciones tecnocientíficas, un avance técnico que depende de la convergencia de las tecnologías digitales con la biología, lo que nuestro autor avizora como “giro biopictorial” y que requieren ser desentrañada también a partir de lo que denomina una “biología de la imagen” (Cfr. Mitchell, 2006: párr. 23; Cfr. Mitchell, 2011: 74-75). Estaríamos así considerando dos de los cuatro conceptos fundamentales de Mitchell (Cfr. 2009b: 14). El objetivo es, a través de estos conceptos, vislumbrar una teoría de la representación visual en el contexto de proyección del giro pictorial.

Giro pictórico e interdisciplinariedad

Desde la restricción que Platón aplica a las imágenes como fuente de conocimiento, hasta el más reciente “giro visual” en la que su poder o relevancia para el conocimiento reside en lo que la imagen contiene en sí misma –en cuanto presencia específica con sus latencias, fisuras y reticencias–, la cuestión de la lectura de las imágenes termina convirtiéndose en una especie de malestar en la cultura visual.[2] Esto se debe, según lo señala Didi-Huberman (2012: 9-13), a que la imagen ha perdido su carácter de mera copia o imitación de la realidad, asumiendo otros sentidos que ya Aristóteles había trazado para la imitación. Uno de esos sentidos asumidos por la imagen es el de la “disfunción” respecto a una imitación meramente representacional. Esa “disfunción” implica convenientemente lo que Didi-Huberman considera como la orientación del pensamiento por la imagen, invirtiendo la apreciación de la orientación proposicional del pensamiento que Kant afirmara en su opúsculo de 1786 Qué significa orientarse en el pensamiento.

Entre tantas versiones prácticas del giro pictorial –gráfica, figurativa, fotográfica, técnica, digital– es el carácter representacional el que nos interesa, pues implica un concepto propiamente moderno que inscribe directamente con mayor sofisticación teórica la relación palabra e imagen, lo decible y lo enunciable. Sabemos que la prioridad histórica de la palabra sobre la imagen estuvo avalada en la supremacía metafísica otorgada al lenguaje conceptual o logocentrismo, la ratio como punto de partida por fuera de la percepción sensible en el caso de la tradición racionalista, o la ratio como punto de llegada tras copiar la realidad en el caso de la tradición empirista. Precisamente, la imagen quedó equiparada al ámbito sensible de la copia y, por lo tanto, se le endilgó el mote de “idea confusa” por fuera del orden y la imaginación textual en la que pervive el logos. Esta articulación como percepción externa o como copia de una copia, constituye el historial de la concepción mimética de la imagen, en la que queda recluida por mucho tiempo.

En su defecto, la consideración del pensamiento orientado por la imagen, un “logos icónico” en términos de la versión germánica, acarrea inevitablemente una concepción menos autoritaria y sectorial del conocimiento. Situar este giro y el problema de la imagen como predominante en la recta final de la época posmoderna, no es reducir su impronta a la trillada y convencional idea sostenida en ciertas intervenciones académicas que lo hacen depender tan solo de la iconosfera actual, la circulación de imágenes mediante la aparición de Internet y los mass media –simulaciones visuales de todo tipo, reproducciones, estereotipos, ilusiones, espectáculos–. Es decir, no supone ceñirse con asombro acrítico a la fantasía cumplida de la imagen expandida a escala global por una posibilidad real de los medios técnicos de comunicación. Si bien es cierto que Mitchell coincide con este diagnóstico en general, más allá de la ligereza con la que veces suele ser abordado como tema, también es cierto que considera un error caer en la premura de acentuar la división en favor de la “era de la visualidad”, lo cual conforma lo que considera la “falacia” del giro pictorial (Cfr. Mitchell, 2017: 431-432).

De lo que se trata para este autor es de acentuar la crítica de la cultura visual, al punto de no atender solamente a su logos icónico desde la dimensión filosófica o hermenéutica, sino en atender con suma atención a la dimensión vernácula de la cultura visual, a la variedad de prácticas sociales de visualidad, sus necesidades históricas de uso y las divisiones ideológicas. Es decir, atender al cruce y la reversión entre iconología e ideología, lo cual permitiría deslizar estos estudios desde el conocimiento (de los objetos) hacia el reconocimiento (entre sujetos), del ámbito epistemológico al hermenéutico y a las experiencias visuales. De igual manera, atender la posibilidad de pensarlas desde la hostilidad tradicional misma que provoca en las ciencias duras, las imágenes ligadas con la magia, así como desde la actual transformación tecno-cultural, las transiciones de la imagen hacia lo electrónico, cuyo carácter inmaterial devela los desafíos de una ontología. Esto tiene una importancia fundamental en la implicancia del giro pictórico en la cultura académica, pues supone el seguimiento de su carácter animista en la misma medida en que abre una novedad en la vinculación entre ciencia y tecnología, lo cual involucra el trabajo en torno a una “ciencia de la vida” de las imágenes (física, biología y paleontología de las imágenes).

El giro pictórico hace referencia al modo novedoso en que la palabra o texto y la imagen se vinculan, no de manera tal que toda retórica defensora de la idea asociada al lenguaje avale una síntesis predeterminada a su favor, sino en la medida en que se constituye de forma auténticamente relacional. Esta modalidad parte, en primera instancia, de aceptar el carácter fundacional de la imagen en la constitución de todo sistema de signos, lo cual no quiere decir que las imágenes sean otro lenguaje. Quiere decir, en todo caso, que se inscriben como acto de inherencia o primeridad respecto al lenguaje semiótico, lo cual es observado por Mitchell respecto a algunos autores (Peirce, Goodman, Derrida) que habían sobrepasado los horizontes del giro lingüístico al punto de concebir y dar a pensar sobre el carácter inherente de la iconicidad respecto al lenguaje, sea mediante sus cualidades sensibles, su densidad o inscripción. Por ello mismo, el giro pictorial debe entenderse como un pictorial return (Mitchell, 2011: 83).[3] En segunda instancia, hay que tener en cuenta la pretensión de proyectar el estudio de la imagen o iconología al plano social y político, a la ideología, y viceversa. La comprensión de estas particularidades supone asumir que las diferencias no pueden ser meramente formales, sino que implican cuestiones concretas entre experiencias, en las que se relacionan hablar, decir, testimoniar, citar con ver, mostrar, figurar, graficar.

Uno de los principales contextos de debate en torno a la vinculación de la palabra y la imagen es el relacionado con la construcción de un campo de saber disímil respecto al modo en que se transmite y promueve un determinado saber disciplinar. En este caso, un campo de saber acerca de la visión, la visualidad, la representación visual, resonantes objetos de estudios ligados históricamente a un conocimiento tendiente a “objetivar” la experiencia, cuyas fuentes más sólidas responden al campo ilustrado y al positivismo pedagógico. Ir en contracorriente y pretender conformar o promover un campo que establezca novedosos formatos y vínculos académicos –nuevas relaciones entre los saberes y otra vinculación con el conocimiento–, genera una agitación desafiante respecto a los protocolos vigentes.

Una de las mayores rupturas con los conceptos heredados es sin duda la señalada por Bal en su trabajo El esencialismo visual y el objeto de los estudios visuales respecto a las concepciones “esencialistas” de lo visual y a los modelos de interpretación. Esas concepciones permanecen ligadas a una prioridad ocularcéntrica o a la pretendida “pureza” de una óptica que consiste en permanecer afuera de la experiencia real o ajena a otros “medios o sistemas semióticos” (Cfr. Bal 2004: 11-20).[4] La crítica de Bal apunta en contra de las intervenciones que defienden la imagen y los modos de ver como esencialmente visuales, lo cual supone estructuras formales purificadas y medios diferenciados.

Respecto a la resonancia de la imagen o “lo visual” como “objeto” de estudio, declara esta autora que es sumamente importante comprender que el “objeto” no es algo dado sino creado. El desarrollo de un trabajo interdisciplinar depende del modo de “crear un nuevo objeto que no pertenezca a nadie (Bal, 2004: 14) [Las cursivas no son nuestras]. Precisamente, en Conceptos viajeros en las humanidades Bal gira en torno a la sugerencia de una lectura y una narrativa más atenta respecto a la cultura visual. La interacción más importante entre el crítico de la cultura visual y el objeto “imagen” es la de compartir la carencia de una tradición disciplinar, en el caso del primero, y la de no pertenecer al panteón de los objetos canónicos, en el caso del segundo. Por supuesto, no debe entenderse esta interacción como una simbiosis, resultado de la justa o correcta aplicación conceptual, sino dotada de una carga metodológica confrontativa o “interactiva”, cuya finalidad es hacer saltar las alianzas tradicionales, académicas, culturales e históricas. Bal nos hace ver la importancia de considerar los conceptos en sus sucesivos circuitos, “viajes” disciplinares, mutabilidad, contactos, agrupamientos, capacidad de generar pequeños hallazgos teóricos o teorías en miniaturas (Cfr. Bal, 2006: 29-31).

Desde luego, también las críticas de Mitchell apuntan al mismo lugar. Mediante la siguiente definición de la visión como construcción social y cultural, apuesta a comprender el modo en que afecta a la representación y la alternativa puesta en la combinación de medios:

la visión es (como solemos decir) una “construcción cultural”, que se aprende y se cultiva, no simplemente que se da por la naturaleza; que, por consiguiente, podría tener una historia relacionada aún por determinar- con la historia de las artes, las tecnologías, los medios y las prácticas sociales de exhibición [representación] y recepción; y (finalmente) que está profundamente implicada con las sociedades humanas, con las ética y la política, con la estética y la epistemología del ver y del ser visto (Mitchell, 2017: 419) [El corchete es nuestro].

Sin embargo, si bien reconoce en un pie de página de su libro Teoría de la imagen los logros del giro semiótico propuesto por Bal y Bryson, cuya mayor apuesta es la instalación de una teoría transdisciplinar situada en una meta-zona respecto a privilegiar un determinado lenguaje de la representación, declara su escepticismo respecto a esta neutralidad y a los metalenguajes técnicos que desafían la tentación de un nuevo discurso maestro. Por ello, una de las definiciones centrales de Mitchell en este libro es que el giro pictorial se trata de “un redescubrimiento poslingüístico de la imagen como un complejo juego entre la visualidad, los aparatos, las instituciones, los discursos, los cuerpos y la figuralidad” (Mitchell, 2009a: 23). Esto supone, por un lado, asumir que las imágenes tienen presencia, agencia, vida, que solo parcialmente “les pertenecen” a sus creadores, y que cuentan con un margen no cubierto que les permiten reproducirse, e incluso pretender ser imágenes de esas imágenes. Por otro lado, afrontar que el sentido que compone la tensión de la trama relacional entre imagen y texto está atravesada por una fuerte crítica interna sobre el carácter canónico, la purificación de lo visual y el retiro mismo de la imagen en los regímenes de narrativización del mundo. Ese retiro que Mitchell identifica con algunas advertencias de Foucault sobre la representación, es el que muchos teóricos procuran desenmarañar para “retornar” o “girar” al momento en que la imagen reposa en su presencia plena (y sospechosa, según las tentativas “purificadoras”). Es esta particularidad de la presencia la que le permitiría escapar a cualquier afección lingüística que procure interpretarla como parte de una lengua.

En consecuencia, la relación tensa y productiva con el “giro hermenéutico” o hermenéutica textual es una secuela medular que la impronta del “giro pictórico” depara para el campo de los estudios visuales. Se podría decir que es una secuela surgida contra las repercusiones del “giro lingüístico”, pues en la “cultura visual” la tendencia actual a visualizar lo existente como pura intensidad transitiva, sin permanencia, complica toda pretensión de explicar esa cultura como un “texto”, el renombrado “todo es texto”. Así expresa Mitchell el programa de Rorty:

La lingüística, la semiótica, la retórica y varios modelos de “textualidad” se han convertido en la lingua franca de la reflexión crítica sobre el arte, los media y demás formas culturales. La sociedad es un texto. La naturaleza y sus representaciones científicas son «discursos». Hasta el subconsciente está estructurado como un lenguaje (Mitchell, 2009: 20).

Es de la tensión entre los modelos de textualidad y lo ontológico de la cual deriva la demanda central de abordaje teórico-metodológico: si tomar la imagen como el espacio del significado, susceptible de interpretación, o si considerar la imagen como presencia autónoma, deseante, viva. Esta tensión se agita en un compulsivo ejercicio dialéctico entre el carácter fantástico y “natural” de la imagen y el control y cálculo comunicativo de la cultura. Aquí se hace elocuente el recurso de la “doble conciencia” propuesta por Mitchell: permanecer suspendido entre la actitud mística y la actitud crítica o escéptica como una característica perdurable ante la imagen y la representación visual, detenerse ante ese “querer” de la imagen (necesitar y carecer de algo) y, por lo tanto, afrontar esta tensión de modo crítico desde una instancia pre-interpretativa (Cfr. 2003: 30, 31). La tarea que se dispara de este esquema es repensar de qué parámetros cognitivos estaríamos hablando como promesa del giro pictórico al considerar las imágenes como superficies de legibilidad de la cultura y, más aún, si esa legibilidad se asienta en el carácter de “presencia muda” de la imagen.

Ante la primera impresión que surge al relacionar el “giro pictórico” como un voraz y repentino viraje que busca deslindarse del anudamiento entre el “giro lingüístico” y el “giro hermenéutico”, es conveniente apuntalar que asumir una perspectiva poslingüística no implica renunciar al texto que, digamos así, rodea a la imagen. Tampoco implica esta asunción considerar que la imagen remita a un fondo interpretativo como modelo de una epistemología de lo oculto, ni mucho menos considerar a la imagen como portadora de un sentido representativo único y original en los términos de la variante actual de una “metafísica de la presencia”.

Si la primacía del “giro lingüístico” le ha quitado a la imagen su consistencia propia o su presencia, reduciéndola a mero fenómeno lingüístico de un sistema sígnico mayor avalado por la filosofía del lenguaje, el “giro visual” es el epítome o colocación en perspectiva de la emergencia de los estudios visuales como campo interdisciplinar tendiente a revalidar la imagen desde un análisis propio, apartándose de esquemas restringidos al canon disciplinar en la producción del conocimiento. La disposición a poner en imagen todo lo existente sujeta a la transformación del medium, podría aceptarse como la premisa general de este novedoso “giro” surgido a fines de 1980 y principio de 1990 en la cartografía móvil de un campo pretendidamente interdisciplinar. El síntoma de que el “giro pictórico” se estaba realmente dando ha sido señalado por la ansiedad de la filosofía lingüística en rechazar la representación visual.[5] Pero no se trata de defender el estatus de la representación visual per se, sino de tematizar la intervención de la imagen como el “punto singular de fricción y desasosiego”, el carácter medial mismo de la imagen como objeto epistémico:

Lo que da sentido al giro pictorial no es que tengamos una forma convincente de hablar de la representación visual que dicte los términos de la teoría cultural, sino que las imágenes (pictures) constituyen un punto singular de fricción y desasosiego que atraviesa transversalmente una gran variedad de campos de investigación intelectual. La imagen ha adquirido un carácter que se sitúa a mitad de camino entre lo que Thomas Kuhn llamó un “paradigma” y una “anomalía”, apareciendo como un tema de debate fundamental en las ciencias humanas, del mismo modo que ya lo hizo el lenguaje: es decir, como un modelo o figura de otras cosas (incluyendo la figuración misma) y como un problema por resolver, quizá incluso como el objeto de su propia «ciencia», lo que Erwin Panofsky llamó “iconología” (Mitchell 2009a: 21).

Definir la imagen como algo que se coloca entre un paradigma y una anomalía traza todo un componente epistémico que viene a sacudir inevitablemente las premuras recelosas de los promotores de todo régimen de “normatividad” en las ciencias, o de aquellos promotores del lenguaje como modelo metodológico para las disciplinas de las humanidades. Moxey suma su crítica a esta idea de filtrar la experiencia mediante el lenguaje, al sostener que se basa en el olvido de la presencia a merced del sentido y de procurar domesticarla mediante una interpretación y un control, la representación lingüística como una “narrativa maestra” (Cfr. Moxey, 2009: 8-11). Al fin y al cabo –parece decirnos– cómo saber qué significado tiene la experiencia; hay algo que no puede ser leído, algo quizás “nunca escrito” para ser interpretado, lo cual es compartido por Mitchell en el desplazamiento de la pregunta de lo que dicen o hacen las imágenes a lo que quieren, advirtiendo que la respuesta bien podría ser nada: “algunas imágenes pueden ser capaces de no querer (necesitar, carecer, requerir, demandar, buscar) nada de nada, lo que las haría autónomas, auto-suficientes, perfectas, más allá del deseo” (Mitchell, 2017: 78).

Por supuesto, no es que el giro pictórico y el ascenso del campo de los estudios sobre imágenes y visualidad se constituyan en una especie de síntoma paranoide de la episteme en humanidades respecto al giro del lenguaje: para evitar ser dañado, fundar un nuevo orden con idénticas restricciones. Tampoco tiene pretensiones mesiánicas o apologéticas, algo muy típico en la defensa de los objetos de estudio y de las teorías. Se trata de pensar el desconcierto que provoca la imagen y cultura visual como objetos de estudio, y que ese análisis marque una tendencia y una propuesta de investigación para el campo. Esto quiere decir algo fundamental: si la imagen está entre el paradigma y la anomalía es porque viene a cuestionar toda pretensión paradigmática en tanto unicidad o sosiego. Se esperará, entonces, que sus tendencias incomoden en el acto mismo de incorporarse de modo complementario.

Es precisamente lo que plantea Mitchell sobre el lugar epistémico de los estudios visuales o “cultura visual”, como preferentemente prefiere llamarle[6]: si vienen a delimitarse respecto a disciplinas afines, como la historia del arte, la estética y los estudios de medios, o vienen a ser una especie de “momento de cambio en la turbulencia interdisciplinar” en el curso de estas disciplinas (Cfr. Mitchell, 2017: 417-418). Quizás sean las ansiedades disciplinares como estructuras operantes de la organización del conocimiento académico las que trazan ciertas disonancias en estas relaciones. Para este autor, la estética y la historia del arte parecen cubrir desde el siglo XIX, en sus proyecciones expansivas generales, todo lo que refiere al estudio de la sensación, la percepción y a una hermenéutica de las artes visuales. Tanto la experiencia visual como las formas visuales parecen ser asuntos exclusivos de estas áreas. Entonces, la pregunta apunta a saber cómo y por qué los estudios visuales demandan integrarse a la definición de una serie de problemas y qué síntoma acarrean o señalan, pues se trata de una ansiedad propia de un campo novedoso que busca complementarse. Sin embargo, de acuerdo al lugar que ocupen –los aspectos que abarque– determinadas perspectivas teóricas amenazan con tornar esa complementariedad en “suplemento” y, aún, en lo que Derrida denomina “peligroso suplemento” (citado por Mitchell, 2017: 420). Al tratar problemas que van desde la óptica, los aparatos visuales y la experiencia, hasta la dimensión perceptiva y los archivos escópicos, los estudios visuales parecen indicar zonas de incompletitud de esas disciplinas clásicas amenazando incluso con incluirlas como subestudios dentro de un campo mayor.

Según lo revisado hasta aquí, es a partir de la reducción a dos cuestionamientos básicos que se puede comprender la conformación del dominio de saber de los estudios visuales. Por un lado, el cuestionamiento del valor de la autonomía de las formas culturales como forma de excomulgación del fetichismo de mercado; y en segundo lugar, contra el giro lingüístico tal como lo expusiera Rorty como modelo de investigación, es decir la reducción de las formas culturales a problemas de lenguaje o discurso. Así, las fuentes de alimentación del campo se componen de dominios que van desde las disciplinas más tradicionales, como la historia del arte y la estética, hacia las prácticas específicas de investigación, como los estudios mediáticos, los estudios sobre la producción de imágenes técnicas y digitales o las experiencias físicas de la visión.[7] Estos dominios mencionados por Mitchell componen una perspectiva compleja de un campo teórico afianzado y en expansión, desplazando así la tradición canónica de la historia del arte y avizorando de este modo un cuestionamiento de fondo hacia el carácter “disciplinar” de la producción de saberes.

En todo caso, la llamada corriente interdisciplinar surge de los modos en que se exploren y recorran las tensiones de modo productivo entre palabras e imágenes. El giro pictórico, entendido como figura discursiva en sentido foucaultiano, se propone ampliar esos dominios para integrarlos en un campo algo más impropio como la imagen vigente en el ámbito de la cinematografía, las artes plásticas, la cultura popular, la ideología, la retórica de la información pública y los diferentes tipos de corporalidades. Con esta amplitud se tiende a quebrar la desconfianza respecto a los estudios visuales, asociados a una conformación académica homogénea afín al desempeño de los sujetos en el capitalismo global y a la contribución con los mecanismos de apropiación cultural. Es la postura de algunos trabajos en la compilación de Vision and visuality, en especial del “Prefacio” (Cfr. Foster, 1988: IX-XIV). Por eso para Mitchell, lejos de afianzar una cerrada defensa de este campo, se trata de convocar para su entendimiento mediante un interpelante trabajo teórico, del mismo modo en que las imágenes interpelan al espectador. La particularidad de este ensayista es justamente la de construir ideas como aperturas, sin descuidar la erudición del trabajo, un modo original de plantear dilemas y preguntas trazando correspondencias integrales para seguir pensando.

El sentido auténtico de una crítica de la imagen, o más precisamente de una “iconología crítica” como denomina Mitchell a ese andar teórico por las fronteras[8], es el camino para que este teórico piense una tercera vía (entre la actitud animista y la crítica) a ejecutarse desde ese esquema de nuevos saberes. En esa ejecución, y ante fallas en el modo que se construyen colectivamente las premisas, el teórico norteamericano no duda incluso en sugerir la forma indisciplinar, un momento de ruptura en la continuidad de las prácticas que en términos disciplinares asegura siempre cierta estabilidad colectiva, técnicas y profesionales (Cfr. Mitchell 1995: 541). En todo caso, si hay un momento de interdisciplinariedad en la convocatoria es cuando el interés, el asombro del conocimiento, se conforma como indisciplinado. Se trata de la interdisciplinariedad que este teórico denomina “de adentro hacia afuera”, una variante coyuntural entre la interdisciplinariedad “de arriba hacia abajo”, la construcción piramidal de conceptos, y la “de abajo hacia arriba”, la que se construye en el taller en base a necesidades específicas. Este carácter híbrido de la interdisciplina en la cultura visual, implica una convergencia entre disciplinas que analizan movimientos sociales (feminismo, estudios de géneros, estudios de raza) y disciplinas que estudian objetos teóricos (historia del arte, literatura, filosofía, estudios de cine, cultura de masas, sociología y antropología): “But its most important identity is, as I’ve suggested, as an ‘indiscipline’, a moment of turbulence at the inner and outer borders of established disciplines” [Pero su identidad más importante es, como he sugerido, como una ‘indisciplina’, un momento de turbulencia en las fronteras internas y externas de las disciplinas establecidas] (Mitchell, 1995: 542, 543). Es decir, no hay que entender este carácter híbrido como una zona débil de vinculaciones, un “pluralismo fácil”, sino como una fricción que tiende a dejar que las posiciones y los términos se relacionen e interroguen entre sí (entre disciplinas, entre lenguaje e imagen, entre los sentidos, entre las formas públicas y académicas del giro pictórico o de la cultura visual).

El momento anarquista entre los movimientos ascendente y descendente de las disciplinas se vuelve una especie de “momento de transición ad hoc”, momento que para Mitchell debe primar ante cualquier pretensión de reproducirla en una “nueva forma disciplinaria”.[9] En resumen, el auténtico estado interdisciplinar que defiende es el momento indisciplinado; es decir, cuando ese estado se constituye no en la componenda de partes, disciplinas que se unen para aportar cada una por su lado sobre un tema o problema, sino en los umbrales de sus propias transiciones.

Si el giro pictórico se plantea como un nuevo tropo o figura de pensamiento para la relación entre imagen y palabra, o lenguaje e ícono, parece acercarse bastante al mapa de tensiones que pone fin a la posición linguocéntrica (vincula la imagen al signo, propia de la corriente semiótica) y a la iconocéntrica (vincula la imagen a la percepción, propia de la corriente fenomenológica), para dar lugar a una aproximación dialéctica, que vincula la imagen al “signo perceptoide” propia de la corriente antropológica (Cfr. Gabriel, 2020: 152 y ss.). Sin embargo, Mitchell se aparta del centro filosófico de la Bildwisenschaft alemana, basada en una crítica de la imagen desde la tradición fenomenológica y hermenéutica, para extender su comprensión más allá de las imágenes y los objetos visuales hacia las prácticas diarias del ver y el mostrar, en incluso sobre lo oculto o imposible de ver. Por eso, en las ocho contratesis que delinea contra las falacias en torno a la cultura visual, una central es sin duda la que postula que “la cultura visual es la construcción visual de lo social, no únicamente la construcción social de la visión”, lo cual también en virtud de esta idea de construcciones simbólicas permite superar la “actitud natural” o automática (Mitchell, 2017: 426).

Interpretación, representación y metaimagen

¿Qué implicancia puede tener el giro pictórico para la lectura de la imagen al inscribir el problema de la representación visual en una perspectiva poslingüística? La respuesta, orientada a revisar y dilucidar el interés por el trabajo teórico y de interpretación con las imágenes, el “qué decir” ante/de las imágenes, tiene un alcance que todavía hoy no se termina de dimensionar. Esta perspectiva poslingüística de Mitchell sobre la imagen, una perspectiva que juega con la idea de ofrecerla “desnuda” ante la mirada, no demanda una iconología interpretativa cabal, al modo de Panofsky, sino la construcción de una “práctica crítica” en el trabajo interpretativo. Si, como dijimos, la cuestión abarca no solo el problema de lo que las imágenes representan sino también lo que las imágenes “quieren” o provocan, su carácter propiamente performativo, se abre una novedosa perspectiva acerca de la representación visual. La base de esa novedad reside en excusarse de considerar la representación visual como una unidad, un modelo de relaciones homogéneas, para apuntarla como un espacio heterogéneo de transiciones improvisadas. Se aparta así de la tradición dogmática de la representación, la de ser un “doble del mundo”, por mímesis, copia o correspondencia. Por lo cual, en el modo con el que Mitchell vuelve a plantear el problema de la representación visual hay una discusión acerca de los términos en el campo de las humanidades, una “lucha terminológica” y una búsqueda de apertura a través de la intervención en un campo de fuerzas conceptual, una especie de dialéctica de las definiciones.[10]

Esto indica algo crucial en la construcción de una teorización sobre la imagen, que es el fondo de la cuestión interpretativa: depurar el análisis de todo prurito a asumir las antinomias y a pretender estabilizar el campo de la representación recurriendo a métodos comparativos, los revisitados “paradigmas de comparación estructural” (Mitchell, 2009a: 360). Estos métodos propios de las relaciones interdisciplinares de los estudios literarios condescendientes con las artes visuales, o la historia del arte afín a la conexión con la literatura, pueden definirse como el proceso que procura demostrar analogías formales entre las artes revelando un compuesto estructural. En las ramificaciones nerviosas de la crítica que Mitchell realiza a estos métodos, basada principalmente en desmantelar la recurrencia al concepto unificador o al “historicismo ritualista” de las tendencias disciplinares verbales y visuales, se agita la fisura de la representación misma, aventando para la teoría de la imagen sobre esa falla una impronta “des-disciplinar” (Cfr. Mitchell, 2009: 80-84). Pensar la construcción teórica desde esta clave, no como un “más allá” de la representación visual sino desde “adentro” mismo, será su horizonte de trabajo.

En la impronta “des-disciplinar” el trabajo con las imágenes implica una “práctica crítica” que busca deponer la imposición de sentidos desde un “discurso maestro” de interpretación reducida (llámese mímesis, hermenéutica, semiosis, comunicación), para colocarla en el umbral de lo ilegible, de lo indescifrable. Por supuesto, no estamos avalando una teoría de lo inefable; como dijimos más arriba, se trata de considerar las relaciones cruzadas como aquella instancia que le otorga a la imagen un carácter inestable, que la proyecta desde el ámbito de “objeto a ser estudiado” al ámbito en que “pueden querer o pensar”. Se trata de un ámbito en que no solo y simplemente representan, sino que representan en la medida en que logran salirse del esfuerzo por “disciplinarizarlas” (en los dos sentidos del término).

Recordemos la idea que Sontag nos daba en su ensayo Contra la interpretación publicado en 1964 en la Evergreen Review, en el que sostiene que ninguna lectura debe remitir al arte como síntoma de algo más amplio que contiene su verdad última, un fondo con el auténtico contenido. Entiende que esa pretensión forzosa y de corte netamente moderno, solo busca prescribir toda forma de arte. Cuando se piensa el arte desde el contenido se fuerza su multiplicidad, sus desvaríos y silencios, para acomodarlo al código o marco teórico de una disciplina. Pero para Sontag, la promesa del contenido es algo minúsculo; solo el silencio, no decir nada ante el arte, una “neutralidad absoluta”, permitiría desprenderse por fin de ese filisteísmo. Desprenderse del contenido permitiría desprenderse del proyecto perenne de la interpretación; no de aquella interpretación nietzscheana en un sentido amplio, sino aquella en sentido reducido (Cfr. Sontag 2005: §2, 3). La crítica tiene que consistir en la descripción de la forma, un vocabulario de la forma, impelida solo a describir lo que se presenta mediante una sofisticación de las imágenes (p.e. en el cine), una exposición de la forma que vuelve lumínico al objeto, que lo muestra como es. La transparencia es el valor de la crítica y del arte para enfrentar las pretensiones redundantes, excesivas, de toda interpretación. Así queda definido en el parágrafo 9 de su ensayo:

La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es y no en mostrar qué significa, [remarcando en el misterioso apartado final]: En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte (Sontag 2005: 39).

Si bien hay que circunscribir esta idea de Sontag en la estela que el mismo Jameson –en Posmodernismo, la lógica cultural del capitalismo tardío la incluye como precoz diagnóstico de la lógica de la industria cultural posmoderna, no es desestimable su diatriba contra la interpretación como valor absoluto para comprender la incursión del giro pictorial y de una lógica de la cultura visual sujeta a una práctica crítica de orden diferente. Según sugerimos, no hay que entender la postura de Sontag hacia el arte necesariamente como una apreciación de un objeto inefable, pues no excluye el “parafraseo” sobre las obras; en todo caso, propone un modo de interpretación invertido, opuesto al modo consciente y ligado a un código maestro. Es la presencia del objeto, de la imagen visual en nuestro caso, la que en su forma debe desarrollar las potencialidades infinitas de un acto interpretativo.

Dos preguntas surgen como un enmarcado general a estas cuestiones: ¿cómo evitar ese diagnóstico señalado por Sontag, de la que su propia propuesta de una paráfrasis ligada a una erótica del arte, no parece sustraerse? ¿Este nuevo modo de interpretación se deriva necesariamente en una lógica antirrepresentacional de la cultura visual, contenida en la pregunta de investigación “qué quieren las imágenes”? Para Mitchell estas preguntas, en el marco de su propuesta del giro pictórico, están asociadas a la posibilidad de las imágenes de “hablar” o contar con un “lenguaje”, por lo que les corresponde la transferibilidad del problema social y cultural sobre la posibilidad de hablar de las minorías o el subalterno. Ante tan osada correspondencia, es necesario remarcar la inscripción de la respuesta en una especie de hipótesis extendida: comprender el “lenguaje” de las imágenes como un tipo diferente de enunciación, pues aún en su estado de minoridad, en el tratamiento que se les da como “signo silencioso” y mudo, la respuesta a si pueden hablar sería “las imágenes quieren una voz y una poética de la enunciación” (Cfr. Mitchell 2017: 53-54, especialmente nota al pie 2).

Esta posibilidad busca atravesar la sintomatología misma que supone el carácter animista, mágico y personificado de las imágenes como un “síntoma incurable” y no como algo que la crítica iconoclasta debe conjurar o “curar”, al modo de la crítica marxista y la hermenéutica freudiana. La cultura visual sostiene la posibilidad de un tipo diferente de lectura de la imagen, una lectura atenta que se situaría como posibilidad misma de una contemplación prolongada. Por supuesto, no supone ni una concepción meramente mística de las imágenes, ni una estilística del mero decir. Se trata de un espacio en que la imagen se inscribe tanto con su densidad de “vórtice”, sus silencios y reticencias, como con su densidad de generar reflexividad, su estado permanente de “imagentexto” (Cfr. Mitchell, 2009a: 23 y ss.).[11] Es el modo en que el giro pictorial define el medium como ámbito indiferenciado en el recorrido entre ambas “densidades”.

Una referencia interesante puede incluirse aquí, no sin cierta arbitrariedad, para ampliar la comprensión acerca de ese plano indiferenciado. En referencia a las artes visuales, Nancy señala este recorrido por la transitoriedad entre la continuidad y lo distinto, lo homogéneo y lo heterogéneo, el fondo y la superficie, la presencia y la representación, como la manifestación propia de la imagen. Al igual que lo sagrado, la imagen es lo distinto, lo separado de la identidad, de la cosa, ajeno a la forma; necesita estar desprendida pero a la vez mostrarse. En este sentido, el rasgo distinto de la imagen en el arte es lo impalpable. Para concebir esta idea, es menester ensayar un ejercicio imaginativo, la posibilidad fantasiosa de mirar el cuadro de perfil: de un lado lo que se proyecta, lo que está a la vista, la superficie, el contacto, la lámina orientada hacia la representación; del otro, digamos su azogue, lo sin-tacto, retenida en la sub-ficie, la presencia de algo sin ser ese algo, sin “proyectarse” pero como subjectum. Esta cualidad reside en que la imagen no es una forma, es decir no está en lugar o es manifestación o imitación de una cosa, sino que es fuerza íntima, distracción, estigma, y este es precisamente el centro de la distinción de la imagen, la de retirarse y la de mantenerse, la de separarse y la de presentarse. Dicha aproximación a través de la distancia es el modo en que la imagen extrae algo de la cosa, la separa, la arroja hacia afuera, le imprime intensamente su marca o su stigma. No dejan de resonar también aquí los planteos foucaultianos sobre las cuestión epistemológica de las ciencias humanas y su constitución desde el desdoblamiento entre lo visible y lo invisible, lo manifiesto y lo latente, la homogeneidad de lo explícito o del orden y la heterogeneidad de lo implícito o de la alteridad, lo cual no designa otra cosa más que el límite mismo de la representación.

Estimamos que esta posición de Nancy está en línea con las pretensiones teóricas de pensar un “modo de decir” de las imágenes, y de las preocupaciones propias de Mitchell de pensarlas como un tipo diferente de enunciación, como una “poética de la enunciación”. Nancy lo hace mediante un modo que procura validar la imagen como aquella que podía organizar el “ver”, la que lleva en sí misma las formas de narrativización del mundo. Dice precisamente:

La imagen es el decir no lingüístico o el mostrar de la cosa en su mismidad: pero esa mismidad no solo es no-dicha o “dicha” de otra manera; es una mismidad diferente a la del lenguaje o del concepto, una mismidad que no es índice de la identificación ni de la significación […] sino que no se sostiene más que de sí misma en la imagen y en tanto que imagen (Nancy, 2002: 16-17).

Mitchell pretende rediscutir el desvanecimiento de esa cualidad de la imagen, su capacidad de organizar el ver, en el ámbito de la representación. Recurre en más de una ocasión a revisar el problema de la representación visual desde la relación tensa entre el lenguaje y lo visible según el análisis que Foucault realiza de Las Meninas de Velázquez [1656]. Se trata de una indagación que el filósofo francés lleva a cabo en el primer capítulo de Las palabras y las cosas. Mitchell revaloriza el trabajo de Foucault con el fin de certificar el ámbito de la representación visual y de la teoría como el lugar de una relación o remisión de la imagen.

Lo que llama su atención en el trabajo sobre Las Meninas es que el trasfondo de ese análisis de la representación remita a una serie de cruces y puntos ciegos que la designan, según entiende, como abierta y heterogénea. Ese carácter cuasi imperceptible pero cargado de sospecha es el que permite proyectar a la representación más allá de un fundamento trascendental, un modo de pensar según conceptos, y desplegar su imagen para su entendimiento, deparando para la actual teoría de la representación la de ser explicación y experimento, acto mismo de representación. En el mismo momento en que se conforma el régimen de la representación moderna, se origina esta posibilidad cierta para la implicancia del giro pictórico actual.

Podemos identificar la referencia al origen de ese cisma de la representación en el párrafo final del análisis de Foucault, cuando sostiene que “[q]uizás haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre” (2014: 32) [Las cursivas son nuestras]. Mitchell vuelve críticamente a esta imagen teórica. Su principal interés en retomar este análisis reside en estas palabras: “si Foucault no hubiera escrito sobre Las Meninas, seguiría siendo una gran obra maestra, pero tampoco sería una metaimagen” (Mitchell, 2009: 60). Por lo cual, una revisión descriptiva-interpretativa breve del análisis de Foucault sobre Las Meninas nos tendría que ayudar a descubrir esas reflexiones o instantáneas especulativas, para ser acorde con su apreciación, mediante las cuales Mitchell procura abordar la cuestión de la representación visual con la noción misma de metaimagen.

En el origen mismo del estudio, se comprende que la pintura de Velázquez es pensada por Foucault como un cuadro-discurso. En su análisis traza, como si de una imagen se tratara, el esbozo del contorno/desborde de la teoría de la representación en su relación con el lenguaje. Identifica además, como si de un texto se tratara, las categorías de análisis para trazar “el momento de la instancia” de una episteme. En la pintura, según el análisis de Foucault, están presentes los elementos de una representación (o al menos “parecen” estar presentes): el pintor, pareja real, el espectador (el productor que representa, el representado, el objeto de la representación). Pero estos elementos empiezan a jugar el juego de la dispersión, estimulado por el cruce de miradas y por el lugar de las figuras que aparecen sugeridas o reflejadas como en “una enorme caja virtual” (Foucault, 2014: 21). El pintor detrás del cuadro que juega con el enigma de una pintura terminada o aún no empezada y en la que busca representar algo; el espectador sugerido por la figura del hombre que aparece en la puerta del fondo, mirando hacia el frente; y los reyes, visibles como reflejo (al no ser nítido no deja de ser intrigante) en el pequeño espejo rectangular colgado en la pared del fondo (Cfr. Foucault, 2014: 31). A esto hay que sumarle los demás personajes puestos en el cuadro (la princesa, los cortesanos, las meninas, el perro).

Foucault identifica dos figuras de ordenamiento del cuadro, una “X” y “una amplia curva”. En ambos hay un centro, un punto o un espacio de fuga: la mirada (de la infanta) y el espejo. Ambos elementos conforman una línea convergente, dice Foucault, que nos lleva afuera del cuadro, pero cuyo lugar es inaccesible, está ausente. Ante la pregunta ¿qué miran todos esos rostros?, la respuesta es letal para el proceso de la representación natural proveniente del Renacimiento, un régimen de representar por semejanza: “El cuadro en su totalidad mira una escena para la cual él es a su vez una escena” (Foucault, 2014: 30). Si con esa especie de descripción de las figuras que ordenan el cuadro estaba esbozando el contorno de la representación, podríamos decir su estructura, con la identificación interpretativa de estos elementos (mirada, espejo, espectador ausente) señala el desborde hacia una episteme que, a diferencia de la anterior, produce un reacondicionamiento del signo: el vínculo de los signos se vuelve arbitrario, remite a una instancia consciente de otorgamiento de signos, lo cual es igual a decir que se ordena en el espacio que tiene la representación de representarse a sí misma. Lo que posibilita ver el cuadro, la luz y la razón, no aparecen, son condiciones de la representación y del cruce de miradas.

Lo que Foucault identifica en la pintura de Velázquez es el proceso de la representación, la conformación de una nueva episteme basada en la explicación del mundo mediante la teoría de la representación. Su emergencia supone el momento a partir del cual se pierde la relación por semejanza entre palabras y cosas. Este carácter del lenguaje como signatura o parte componencial de las cosas conformaba la episteme de la semejanza: mediante los atributos de esos signos del lenguaje –proximidad, analogía, emulación, simpatía/antipatía– es posible trazar una hermenéutica y comentario del mundo. En el s. XVII, la nueva episteme de la representación no vincula lenguaje-mundo por analogía o empatía, sino que el lenguaje se vuelve transparente, un régimen de ordenamiento de las cosas mediante la representación. Lo que Foucault identifica es la emergencia de un lugar común que permite establecer un orden unificado en el que se plantea y unen las representaciones. Un ejemplo de esta modalidad de ordenamiento jerárquico del mundo según identidades y diferencias –por clase, género, especie, etc.– son las taxonomías científicas de Linneo.

Empieza a darse aquí una arbitrariedad de la representación, porque en última instancia la cuestión pasa a depender de las modalidades que tiene de representarse a sí misma, en base a hendiduras cuasi imperceptibles o figuraciones borrosas, que son su propio vacío. Según vimos, en la pintura aquello que organiza el cuadro y las representaciones está ausente. Dicho en otros términos, no hay sujeto de la representación. La episteme clásica, basada en la conexión del conocimiento representativo con las cosas, encuentra en la lógica de la representación el fundamento mismo respecto al orden del lenguaje, la naturaleza, la riqueza (pensada en la gramática general, la historia natural y el análisis de la riqueza y del valor).

Lo que el cuadro estaría revelando es la función misma de la lógica de la representación que muestra el límite de su configuración como orden y medida interna de su mecanismo. Según el enfoque de Foucault, esa lógica que la pintura estaría revelando es la representación como pura representación, lo que es igual decir la representación de la representación.[12]

En la parte final del capítulo, Foucault refiere a la segunda discontinuidad que la investigación arqueológica se propone mostrar respecto a la cultura occidental. A fines del s. XVIII y s. XIX, esta lógica de la representación es desplazada por la episteme moderna cuyo umbral es designado por la aparición de la figura epistemológica del hombre, abriendo el espacio de las ciencias humanas. En los términos de Foucault:

[…] una historicidad profunda penetra en el corazón de las cosas, las aísla y las define en su coherencia propia, les impone aquellas formas del orden implícitas en la continuidad del tiempo […]; sobre todo, el lenguaje pierde su lugar de privilegio y se convierte, a su vez, en una figura de la historia coherente con la densidad de su pasado (Foucault, 2014: 16).

Si bien Mitchell considera que la perspectiva de la forma simbólica sigue siendo el paradigma central en una crítica a la representación pictórica, nos detendremos en el origen de esa crítica según lo presentamos al inicio de este trabajo. Si en el régimen de representación identificada por Foucault en el análisis de Las Meninas, propia de la episteme clásica, los signos acceden a la función representativa dentro del discurso, replegado por fuera de las cosas, y si no es posible obtener de esa función la condición de posibilidad de esa episteme, se abre el recurso para que la representación misma se piense como imagen teórica. El carácter germinal de este recurso reside en que puede obtenerse una imagen de la condición de posibilidad de la representación en sí misma. Así como Foucault recurre insistente (y hasta polémicamente, si pensamos en los efectos de su metodología arqueológica) al “punto ciego” que indica la “ausencia de rey” en la pintura para que el hombre como positividad haga su aparición, Mitchell recurre al mismo índice para pensar el modo en que una imagen puede verse teóricamente a sí misma. Se trata de la noción de metaimagen, sugerida por la pintura de Velázquez a través del ensayo de Foucault. .

Es pertinente señalar aquí otras sugerencias para este concepto, asociado a un cisma de la representación, que puede seguirse con igual o mayor notoriedad. Es otro trabajo de Foucault, Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte. En este escrito, Foucault identifica el mecanismo de recursividad por el que la representación y el discurso entran en una relación infinita (la “similitud de la copia”, en desmedro de la semejanza), un juego a base de suturas y quiebres, en la que la representación se da por la apertura de las palabras y las representaciones.[13] Mitchell reconoce que hay, por un lado, una inextricable imbricación entre la representación y el discurso, lo cual no quiere decir indeterminada; por otro lado, hay un desdoblamiento de la palabra y la imagen (voz doble, visión doble, doble relación entre los términos) en la forma en la que la experiencia visual y verbal se entreteje en un perfecto estado de inestabilidad.

En sus vaivenes históricos, lo figurable y el saber contenido en la representación visual han procurado establecer un curso del sentido, sin caer en el repliegue tendencioso del logocentrismo occidental que tiende a escrutar y fijar la matriz del sentido o significado para la obra mediante las cualidades regulatorias y tipologizantes del lenguaje. Este movimiento es el que franquea los límites espaciales de la pintura, o mejor dicho, al desborde de esos límites, su carácter abismal. Si la representación clásica identificada por Foucault se ha encerrado en un movimiento que le otorga la representación de sí misma, su encuadre no evita que las pulsiones internas al código, los elementos informes adentro del cuadro representativo, colisionen contra la pretensión de eternidad de lo figurable unido al saber como si se trataran de dos instancias permanentes de la representación pictórica. Para exponer y clarificar el contraste de estos dos aspectos, recurriremos al análisis de Grüner en su libro El sitio de la mirada, en el que con gran maestría contrapone –en el apartado cuatro de la Tercera Parte– la representación pictórica de Las Meninas de Velázquez [1656] y de Los paseos de Euclides de Magritte [1955] en torno a la idea de “duplicación”. Es en esta noción donde se articula ese abismo de la representación. Este criterio se vincula sugerentemente, en un claro ardid de los conceptos “viajeros”, con la concepción que Mitchell tiene del problema de la representación visual.

Por supuesto, Grüner no realiza este contraste en términos meramente comparativos; no podría hacerlo debido a su influencia adorniana y benjaminiana en la investigación filosófica. Esto quiere decir que no podría comulgar con el criterio lineal y homogéneo que compara elementos como si fueran crisoles, logros del canon de la historia deductiva, y con una cultura que tiende a organizar y definir lo sensible desde un principio reflexivo que determina la representación, la significación o interpretación. Reconoce la dificultad de leer una obra pictórica con los ojos del siglo pasado, aunque cree que determinadas formas pueden funcionar como especies de arquetipos para demostrar una determinada fuerza ficcional y los efectos de verdad que conlleva.

Mientras Foucault intenta mostrar en el cuadro de Velázquez que en la representación clásica cada elemento relacionado a otro (hay un “cruce de miradas”) responde a una lógica de ordenamiento según un carácter aglutinador, al poner en contraste los dos cuadros Grüner pretende mostrar el trabajo disolvente que marca fugas espaciales en la obra pictórica. Estas fugas suponen un “desconcierto de la imagen” y una “puesta en cuestión de la connivencia del sujeto y el objeto a través de la mirada” (2001: 285) [La cursiva no es nuestra]. Afectan principalmente al sentido, al decir la imagen mediante el decir del discurso, y son el centro sobre el cual tematizan ambos cuadros, basados en el régimen de duplicación. La duplicación en ambos cuadros se funda sobre una ausencia o hiato, un aspecto no invisible pero sí incorporado de modo tal que aparente lo invisible: en el cuadro de Velázquez un espejo puesto en el fondo, grisáceo y poco nítido; en la pintura de Magritte, un cuadro sobre/dentro de otro.

Lo que aquí se quiebra, según Grüner, es un “código espacial imaginario”, el modo mismo de la ratio para organizar y regular los espacios, dando lugar a una toponimia diferente. Este nuevo espacio depende de un “doble centramiento” en el cuadro de Velázquez, y de una “ilusión de recentramiento” en Magritte. En el primero caso, el espejo del fondo en la pintura funciona como un meta-cuadro, una especie de lugar del deseo, en la medida en que proyecta lo que falta, el impulso de la mirada de resituar un centro sin designar quien repite a quien (el espejo a la pintura o la pintura al espejo), lo cual bien visto implica un “descentramiento”. En el segundo, los cuadros superpuestos, o mejor dicho la duplicación del primer plano respecto a la duplicación del segundo cuadro respecto a lo real, dejan ver que no hay una realidad referencial, un cuadro-ventana que representa directamente esa realidad posible, sino una cadena de significantes que pone en entredicho la demanda de visibilidad. Se pasa de un plano a otro sin quiebres, en todo caso en torceduras armoniosas y continuas como en la cinta de Moebius (Cfr. Grüner, 2001: 290).

Si pensamos que el paradigma de lo visible augura el sentido reflexivo como la transparencia misma de la representación, entonces se comprende que el cuadro de Magritte apunte hacia aquello que la demanda de mirada hacia el objeto visible de la representación ha obturado. No hay forma de fijar la mirada, pues es presa de una extrañeza que “oculta/revela que no hay nada que ocultar/revelar, salvo el sinsentido de la ausencia de un objeto escamoteado pero entredicho en la ilusión de realidad” (Cfr. Grüner, 2001: 292) [Las cursivas no son nuestras]. Aquí el deseo de mirar no solo se asocia con los recovecos de la mirada, la mirada que tiende hacia lo informe o lo irregular, sino con el verse mirado, la imagen que quiere algo más que ser objeto de mirada. Con gran atino, Grüner desentraña la fórmula: franqueamiento de los límites espaciales, mirada errática, desgeometrización del deseo.

En la convergencia de estos elementos, Grüner destaca en la última parte del apartado la variabilidad de los puntos de fuga o centros indeterminados que ordenan la representación, pero que generan ese lugar de ficción o simulacro que descorre la fijación de significados estables hacia efectos indecidibles. Detrás de esta variabilidad, según el remarcado de diferentes análisis, empezando por supuesto por el de Foucault, late para Grüner una figura central y sumamente inquietante para la historia del arte: el trompe-l’oeil. La gran producción de Velázquez, una pintura infinita, impensable, tiene por esquema que la representación se ordene desde un vacío, un punto de fuga. La variabilidad de esos puntos de fuga incluye a la figura del espejo al costado del pintor, una figura que sugiere el lugar de una ausencia, nuestra mirada como espectadores afuera del cuadro. En el mismo nivel de este elemento se puede indicar el destacado punto ciego del cuadro como lugar “virtual de convergencias de las miradas invisibles” (Grüner, 2001: 295).

La variabilidad de los puntos de fuga supone la transgresión de la regla que, desde una geometría perspectivista, refiere a la coincidencia de la línea de proyección de la pintura con el punto de vista del pintor o espectador. La transgresión del punto de vista del pintor genera las “paradojas de la representación pictórica” de las que habla Searle (1980), pues al seguir las leyes geométricas y ópticas que le dan visibilidad al espacio pictórico en Las Meninas, en realidad son las proyecciones desde el punto de vista del espectador la que resurgen. Esto se hace evidente al generar una “lectura ilusionista” de vernos (como espectadores) reflejados en el espejo del fondo como si fuésemos los reyes posando para el pintor. El único modo que el cuadro podría seguir la perspectiva del pintor sería adoptar otra posición perceptiva, con lo cual estaríamos ante un cuadro diferente.

También surge esa variabilidad al suponer la duplicación de la propia mirada del pintor en el cuadro como pintor-espectador, mirando en el espejo lo que la pintura es, pura representación, como él ante el espejo donde puede “verse a sí mismo mirándose verse a sí mismo” (Grüner, 2001: 298) [Las cursivas no son nuestras]. O incluso puede surgir en la duplicación como “alteración funcional” de la figura del propio Velázquez en la puerta del fondo de la pintura (en la versión de Picasso Estudio sobre Las Meninas de Velázquez): aquí se sugiere que esa duplicación es en realidad una parodia en la medida que supone un “agujero”, un lugar vacío, la ausencia de un centro del cual depende la representación. Y quizás adquiere una forma notoria en la superposición de espacios múltiples y heterogéneos, lo que Foucault llama heterotopías, instancia espacial desarticuladora de todas las dualidades constitutivas del pensamiento representacional y los discursos.

En la última parte de sus análisis sobre Las Meninas, Grüner hace intervenir la figura del trompe-l’oeil como momento de denuncia de la ilusión o de la lógica del simulacro en cuanto articulador ideológico. El trompe-l’oeil, por su capacidad de engaño o anamorfización, cuestiona el lugar desde donde se mira, desborda toda pretensión mimética o de referencialidad y desmantela la oposición verdadero/falso en función de la ficción o de la pulsión del simulacro. Así lo sostiene Grüner al cerrar su capítulo:

No solamente nos falta una historia de la mirada. También nos falta una historia de la imaginación, de las ficciones y los simulacros que han producido un efecto de Verdad. El día en que ambas se escriban, el intersticio entre ellas deberá ser ocupado por un trompe-l’oeil (Grüner 2001: 320) [Las cursivas no son nuestras].

Si, en estos términos, pensáramos un desborde más para la imagen del cuadro de Velázquez, un desborde que nos lleve a otra episteme, podríamos imaginar agregarle un espejo en el lugar del espectador (o de los reyes) donde el pintor mire y pinte una duplicación de la representación. Otra sería tomar la ocurrencia de Mitchell (2017: 75-78) cuando refiere, siguiendo a J. Snyder, que en la pintura de Velázquez el espejo del fondo no refleja a los reyes sino a la imagen que no vemos y que Velázquez está pintando. Esa imagen oculta detrás un tipo de efecto en el cuadro, demanda algo más que ser mirado desde cánones interpretativos comparativos, pues o quizás no quiera decirnos nada o quizás sólo quiera ser imagen de un mecanismo de representar. Mitchell lo entiende como el modo en que la imagen se articula en “efectos de la representación” (efecto bucle, vórtice, ciclos, remolino espiral) para generar “efectos de interpelación” (“efecto de verdad”, decía Grüner) sin tener que recurrir a un código maestro (Naturaleza, Lenguaje, Ser, Historia): “la imagen nos saluda, nos llama o se dirige a nosotros, mete al espectador en el juego, envuelve al observador como objeto para la ‘mirada’ de la imagen” (Mitchell, 2009a: 72).

De este modo, trasladado a terminología de Mitchell, lo señalado por Grüner sobre la puesta en evidencia de los mecanismos erráticos de la representación (la variabilidad de los puntos de fuga) constituye “la heterogeneidad de estructuras representativas dentro del campo de lo visible y lo legible” que implica a las formas de representación vernácula o concreta (Mitchell, 2009a: 83). La imagen visual deja de ser un medio atravesado por una necesidad significativa en la que el pensamiento proposicional busca reconocerse. Se convierte en una representación paradójica en la medida en que su régimen de figuralidad atenta contra sus propios límites espaciales y de singularidad. Se trata de un régimen en el que se cruzan los modos de ver y de saber, la mirada y la producción de conocimiento de la imagen, abriendo una franja indescriptible en el que vacilan las formas del decir o las codificaciones retóricas. Por eso Mitchell aclara que el “lenguaje descriptivo apropiado para analizar la heterogeneidad formal de una representación es la representación misma, así como el metalenguaje institucional –una vernácula inmanente y no una teoría transdisciplinar– del medio al que pertenece” (2009a: 93).

Está así trazado con mayor fundamento, mediante el respaldo de las correspondencias conceptuales, la consideración de Mitchell sobre la representación como un espacio multidimensional y heterogéneo que implica intercambios cruzados de temporalidades, fragmentos y procesos continuos. Mitchell la compara con “un collage o una colcha de retales compuesto a lo largo del tiempo a partir de varios fragmentos”; o con el lugar de una “estructura inherentemente inestable, reversible y dialéctica” (2009a: 361, 362). Este collage como forma diferenciada de la representación permitiría dar cuenta por qué y cómo se integran a su estructura las diferencias de cometidos teóricos (políticos, semióticos y estéticos) y las “transiciones harapientas” entre géneros y medios (diferentes tipos de imágenes; diferentes modos de vincularse con los medios materiales o las tecnologías digitales).

En consecuencia, el trabajo de interpretación como lectura crítica de la imagen no puede salirse de ese carácter “remendado” de la representación visual, sino que ocurre en el anudamiento del método y el propio espacio teórico. Esta modalidad crítica apunta contra toda pretendida hegemonía de la visualidad, la que sugiere que no se puede imaginar un sujeto por fuera de la representación. Las posturas contrarias, al pensar lo que pueda significar este “por fuera”, presentan positivamente una alternativa, llámese discurso, textualidad o acción; o negativamente, como es el caso de lo sublime estético.

De este modo, Mitchell pretende terciar con el método comparativo y con el modelo textual o de interpretación reducida. La perspectiva metódica en su objetivo más ambicioso apunta a incluir la teorización y el método en un mismo plano de reflexión. Esta inseparabilidad se hace visible en la noción de metaimagen, cuya fuerza consiste en considerar la teoría misma como representación. Este es el movimiento clave que nos aporta Mitchell respecto a la historia de la representación.

The aim of the metapicture is to create a critical space in which images could function, not simply as illustrations or “examples” of the power of this or that method, but as “cases” that to some extent (generally unknown in advance) that might transform or deconstruct the method that is brought to them. The widest implication of the metapicture is that pictures might themselves be sites of theoretical discourse, not merely passive objects awaiting explanation by some non-pictorial (or iconoclastic) master-discourse. [El objetivo de la metaimagen es crear un espacio crítico en el que las imágenes puedan funcionar, no simplemente como ilustraciones o “ejemplos” del poder de tal o cual método, sino como “casos” que hasta cierto punto (generalmente desconocidos de antemano) podrían transformar o deconstruir el método que se les presenta. La implicación más amplia de la metaimagen es que las imágenes pueden ser en sí mismas sitios de discurso teórico, no simplemente objetos pasivos que esperan ser explicados por algún discurso maestro no pictórico (o iconoclasta)] (2006: párr. 2)

La metaimagen es un lugar que debe construirse en virtud de lo que las imágenes nos dicen cuando se teorizan o se construyen a sí mismas en virtud de múltiples representaciones. Es un tipo de imagen que se utiliza “para reflexionar sobre la naturaleza de las imágenes”, lo que les otorga una transversalidad que las moviliza por todas las disciplinas, instituciones y discursos (Mitchell, 2009a: 57). La metaimagen sería ese espacio en donde la imagen se habla así misma, en un sentido ecfrástico, y en el que parecen estar vivas. Este hablar de las imágenes acerca de imágenes tiene por finalidad ilustrar la coexistencia de lecturas contrarias, lo cual supone un autoconocimiento, la exposición “escénica” de la teoría:

La fuerza de la metaimagen es la de hacer visible la imposibilidad de separar la teoría de la práctica, de dar a la teoría un cuerpo y una forma visible que a menudo quiere negar, de revelar la teoría en tanto que representación (Mitchell, 2009a: 360).

Las Meninas de Velázquez es para Mitchell el ejemplo paradigmático de lo que llama “metaimágenes multiestables”, cuyo interés teórico se activa por la fascinación reflexiva que produce su estructura formal como un “laberinto enciclopédico de autorreferencia pictórica” (2009a: 58). ¿Qué es lo que la convierte en una metaimagen?, se pregunta. Desde que Foucault la analiza detalladamente como un cuadro-discurso, esta pintura se convierte en una metaimagen en la medida que permite identificar y agilizar el juego de sustituciones o designaciones flotantes de ese laberinto “infinito” que genera un intercambio reflexivo.

Mitchell destaca el análisis de Foucault porque tiende a construir un lenguaje inadecuado que no haga más fácil hablar de las imágenes, volverlas más pensables como lo hace la historia del arte, sino más complejas, un lenguaje “gris y anónimo” que deje liberar en las imágenes sus iluminaciones. Pero a diferencia de Foucault, quien considera que la estructura de Las Meninas es una representación de la representación clásica, para Mitchell se trata de una representación clásica de la representación clásica. Al igual que lo hará en el análisis de la pintura de Magritte, en Las Meninas Foucault evita adecuar apropiadamente la relación palabra e imagen, el lenguaje y lo visible. Esto queda manifiesto cuando sugiere, para cometer el análisis, alejarse lo más posible de acudir a los nombres propios de los personajes que participan en la pintura. Por el contrario, propicia mantener sus elementos en un curso infinito, lo cual, traducido a la terminología de Mitchell, implica una brecha que en su apertura dispone a la representación como “un campo dialéctico de fuerzas, en lugar de como un ‘mensaje’ determinado o un signo referencial” (Mitchell, 2009a: 63). Estos vínculos de camuflaje, o lo que específicamente Mitchell señala como “anidación” de una imagen (o medio) en otra, supone la implicación más amplia de la metaimagen, y es que las imágenes pueden ser en sí mismas sitios de discurso teórico.

La noción de imagen teórica no es otra cosa que la teoría dando imágenes que generan modos de interpretación, y que pueden ser incluidos en la vernácula inmanente de las propias prácticas representativas. Mitchell lo ensaya con la noción “Mostrar el ver”, asociado en la práctica de conocimiento áulico al ejercicio show-and-tell [mostrar y contar]. Nos dice:

Un objetivo más ambicioso de “mostrar el ver” es su potencial como reflexión sobre la teoría y el método en sí mismo […] En el nivel más básico, es una invitación a repensar qué es la teoría, a “hacer imagen la teoría” y a “interpretar la teoría” como una práctica visible, encarnada y comunitaria, y no como la solitaria introspección de una inteligencia descarnada (Mitchell, 2017: 440)

En resumidas cuentas, podemos aún afirmar que si la metaimagen supone una imagen que reflexiona sobre la naturaleza de las imágenes, su implicancia apunta a mostrar la imagen como una especie de maelstrom que invoca el vértigo de la conciencia del espectador, generando una serie prolífica de reflexiones. Por eso Mitchell nos dirá:

The metapicture, then, is also a figure that helps to explain the often-observed uncanniness of images, their ghostliness or spectrality, their tendency to look back at the beholder, or seemingly to respond to the presence of the beholder, to “want something” from the beholder. [La metaimagen, entonces, es también una figura que ayuda a explicar la extrañeza que a menudo se observa de las imágenes, su fantasmagoría o espectralidad, su tendencia a mirar hacia atrás en el espectador, o aparentemente a responder a la presencia del espectador, a “querer algo” del espectador] (2006: párr. 5)

Lo que propone es atravesar el campo de la representación, interpretarla desde adentro, recurriendo más que a la complejidad de los conceptos rectores de las ciencias humanas a los contra-conceptos que exploran dialécticamente esa heterogeneidad formal y estructural de la representación.

A modo de cierre diremos que si el giro pictorial refiere a la percepción pública en torno a la cultura visual y al trabajo teórico sobre la imagen, al inscribirla en el marco de un “redescubrimiento poslingüístico” todo el andamiaje de lectura y comprensión de la representación visual no puede darse más que desde una vernácula inmanente de las propias prácticas representativas. Lo cual insta a generar los contra-conceptos, las “instantáneas especulativas” sobre ámbitos específicos que afecten a la representación en un momento concreto y que busquen terciar con un código maestro. Esto genera la expectativa –novedosa expectativa– para la investigación de la imagen dispuesta a su “propio giro”, como un propio estado de inminencia, en relación a nuevas condiciones tecno-científicas y culturales.

Giro biopictorial: nuevo tropo para pensar la proyección del giro pictorial

La intención de este apartado, incluido como reflexión final, es dejar sugerida nuevas aperturas, pero también encerrar en la imagen teórica de lo presentado en el trabajo una conclusión. Su digresión consiste en rodear la idea de “imagen como forma de vida” y de giro biopictorial en Mitchell como una nueva entrada para la proyección del giro pictorial en el tema de la representación visual.

La contienda conceptual por el reconocimiento de la “vida de las imágenes” tiene una doble vertiente histórica. Por un lado, contra la división platónica entre lo sensible y lo inteligible y su proyección en el pensamiento occidental, tendiente a situar las imágenes entre las inconsistencias sensibles inválidas para el conocimiento, cuya auténtica entidad depende del logos. Por otro, contra la iconoclastia de la crítica marxista que, si bien procede por inversión de este régimen, de igual forma considera la imagen entre las inconsistencias sensibles, simulacros que producen alienación social y vital. La “retórica iconoclasta” de este último caso, construye la comparación fatalista entre la cámara oscura y la ideología, de cuya concepción invertida de la realidad, falsa, no se puede escapar; o la identificación animista con el fetichismo, el carácter fantasioso e imaginal de la adoración (cuasi onírica, según su proyección a la teoría crítica de Frankfurt), de lo cual es posible tomar conciencia o despertar.

Una relectura reivindicatoria es sin duda la que presenta Deleuze (1989). Sostiene que en la tradicional división de la teoría de las ideas, la dualidad manifiesta de idea e imagen no es identificable con la de copia y simulacro. Al fundar para la filosofía un ámbito de representación colmado de copias-íconos, una inversión del platonismo significa ver cómo funciona esta distinción en el mundo de la representación. Es conveniente tener en claro que mientras la copia es lo semejante a la “determinación abstracta del fundamento” y su cualidad homogénea, el simulacro incluye las heterogeneidades, las diferencias, la capacidad del simulacro de desdoblarse. Por ello, Deleuze termina afirmando que la filosofía tendría que haberse puesto como tarea la iconología antes que la ontología, porque siempre de alguna forma estuvo preocupada por el problema de la imagen (Cfr. 1989: 261).

Con su ensayo ¿Quieren realmente vivir las imágenes?, Rancière interviene precisamente en este punto, destacando el valor teórico de la noción de “Pictorial turn” propuesto por Mitchell como crítica a las “herencias de las cadenas”, en términos nietzscheanos, y como condición de posibilidad para la vida de las imágenes.[14] La crítica a esas herencias expone el agotamiento de toda metafísica que resguarda el fundamento en un valor de totalidad, y que en el siglo XX encuentra su reducto en el “giro lingüístico” como pretendido modelo único de investigación.[15] Por eso Rancière coincide con el teórico norteamericano sobre las dos premisas básicas que constatan que el “giro pictorial” se estaba realmente dando: a) el repentino viraje de aquella vieja negación de la episteme respecto a las imágenes, favorecido por el ejercicio de fundamentar la iconoclastia por fuera de los “efectos” que logran las imágenes a través de la confusión entre lo real y la apariencia; b) el énfasis en sostener que la falsedad se manifiesta como imagen abre las expectativas para advertir que estamos en un “todo es imagen”. Cuando más se niega más se reconoce, pues destruir o desfigurar una imagen presenta siempre un efecto paradójico que lleva a reafirmar la vida de esa imagen. De este modo, lo único que hace este rechazo en preferencia del sentido es otorgarles a las imágenes consistencias propias.

Otorgarles a las imágenes consistencias propias nos ofrece el criterio de “mostración” como un primer elemento notorio para que la vida de las imágenes no solo sea pensada en relación a la cultura visual, sino también a la cultura científica. Pero principalmente para repensar la proyección del giro pictórico como un movimiento que contiene, digamos así, su “propio giro”, en relación a nuevas condiciones tecnocientíficas y culturales, lo que Mitchell avizora como “giro biopictorial”.

La cualidad sensible que retorna con el privilegio de la imagen y otra forma de relación con la palabra, pues el giro pictorial es siempre de la palabra a la imagen, muestra el verdadero fondo en el que se constituye el discurso histórico y del arte moderno: el fósil. Se trata del objeto propio del capitalismo actual, “nuestra cosa” para tematizar, y que alude directamente a lo “otro” perdido en el tiempo geológico, lo olvidado de la historia natural o la desaparición de las especies; en fin, alude la fascinación por la figura del dinosaurio en museos, relacionada a la extinción (Cfr. Mitchell, 2017: 212-215).

Pero, ¿qué es lo que está realmente señalando Mitchell con esta hipótesis tan arriesgada? En su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad biocibernética se ocupa de diagnosticar y pronosticar, en la posmodernidad tardía, el desplazamiento de los regímenes de reproducción mecánica, analizados por Benjamin, hacia la reproducción biocibernética. Lo que plantea, dicho apresuradamente, es la cuestión de cómo se inscribe la producción y reproducción de imágenes y las prácticas artísticas en la abstracción informática y comunicacional. Mitchell responde haciendo valer precisamente el modo de presencia de las imágenes, las imágenes dotadas de deseo, cuyo ejemplo convencional es la amargura o la imposibilidad que embargaría a quien osare destruir la foto de su madre (lo cual responde tanto a una afectividad inmediata como también a un miedo arcaico ante las imágenes). Considera que la inscripción de la imagen en la comunicación de las tecnologías digitales tiene dos formas: la imagen como carencia y la imagen como proliferación. Es decir, la imagen que se dota de vida de aquello a lo que interpela, la imagen que siempre quiere proliferar como un virus informático y apoderarse de la “vida” de los individuos. La propuesta de este autor es clara: “sugerir un modelo más complejo y conflictivo” que no presuponga la era digital o de la informática como sujeta a su propia lógica de control y cálculo comunicativo (cibernética), sino conectado a formas incalculables de “vida propia” (bios) (Cfr. Mitchell, 2017: 391 y s.).

Esto se puede ver en la reproducción biocibernética de la vida artificial, en base a la combinación de la tecnología informática y la ciencia biológica, cuyo resultado más popular es la figura del clon como una posibilidad técnica de los antiguos mitos sobre la creación de imagen viviente, hasta la reproducción artificial de los dinosaurios.[16] Mitchell identifica en la película Jurasik Park (Dir. Spielberg, 1993) la imagen del velocirráptor en la pantalla, sobre la cual aparecen proyectados los códigos que sirvieron para la clonación a partir de fósiles: “Esta imagen ofrece una metaimagen de la relación entre los códigos digitales y analógicos, del guión del ADN y del organismo visible que produce” (2017: 393). En esta cita queda explicitado, por un lado, lo que implica la fuerza de la noción de “metaimagen”: no es lisa y llanamente la imagen de otra imagen, una exposición “muda”, sino la imagen teórica misma que expone la concentración de aspectos, temas, lenguaje específico e imagen viviente, una escena de descripción y reflexión interpretativa de la propia representación visual; el “ver como” o, lo que sería igual decir, la “duplicidad de la representación como tal” (Cfr. Mitchell, 2009b: 18). Por otro lado, la incursión crítica que permite identificar la necesidad de la biocibernética de controlar la imagen con el lenguaje, o los cuerpos con los códigos (Cfr. Mitchell, 2017: 414).

Vemos aquí que estos dos aspectos, carencia y proliferación, al girar respecto a lo que implican, obtienen dos aspectos más profundos del giro biopictorial, la afectación y la mostración: el modo en que las imágenes se tornan individuos complejos adquiriendo múltiples identidades, y el modo en que las fantasías, las reanimaciones, los órganos protésicos como máquinas vivas, envuelven a las formas biocibernéticas, convertidas actualmente en parte de la cultura colectiva.

Ante esto, es lícito reproducir el planteo en dos preguntas sugerentes: el modo de presencia de las imágenes, por sí mismo, en su propia afirmación, ¿asegura su autonomía respecto al discurso? ¿Cómo dosificar el límite de la analogía entre imágenes y organismos vivos? Para Mitchell, lo que asegura el derecho de igualdad de las imágenes respecto al lenguaje es la “contradicción” inherente de la imagen: ni simple portadora de mensajes comunicativos (aun cuando contenga un texto), ni presencia autorreferencial. Aquello que caracteriza la especie de imágenes en nuestro tiempo, la “doble hélice” de discurso y figura, fantasía y código, indica un espacio de indiscernibilidad de los planos de sutura entre lo decible y lo visible. Por eso, desde este esquema es lícito pensar que toda imagen tal vez esté siempre abriendo un umbral de lo ilegible, e incluso de lo indescifrable.

Si bien es cierto que la imagen como metamorfosis demanda pensar más allá de la pura autonomía o de una apariencia orgánica de síntesis, la tentación en circunscribirla en esta apariencia está al orden del día. Rancière sostiene una validación del pensamiento del como si en Mitchell respecto a la imagen: ni autonomía de las formas puras (ilusiones) ni unidad indisoluble entre palabra e imagen, sino que las imágenes se rigen por el como si quisieran algo sin necesidad de constituirse en lo que quieren.

Rancière reproduce al final de su ensayo las palabras de Mitchell reclamando el derecho de igualdad de la imagen a no quedar reducida al lenguaje o discurso. Pero al reorientar el reclamo en la dirección que lo lleva a afirmar que las imágenes “hacen como si quisieran todo esto”, procura evitar que una extrema singularidad de las imágenes les obligue a contener mayor voluntad o vida. Este sería, para él, el modo “como debemos verlas si queremos hacer justicia a su vida sin obligarlas a estar demasiado vivas” (Rancière 2016: 88). Pero quizás Mitchell no quiera correr el riesgo de retener el movimiento en una especie de “apariencia” del intercambio (entre visibilidad y potencial significativo), sospecha que nos sugiere los términos finales de su ensayo sobre la reproductibilidad biocibernética:

Si, de hecho, estamos viviendo en el tiempo de la plaga de las fantasías, quizás la mejor cura que los artistas pueden ofrecer sea liberar a las imágenes para ver adónde nos conduce, cómo van delante de nosotros. La verdadera irresponsabilidad táctica con las imágenes, lo que llamaré “idolismo crítico” o “adivinación secular”, podría ser solo el tipo correcto de medicina homeopática para lo que nos asola” (Mitchell, 2017a: 415).

La propuesta de fondo es liberar las imágenes del imaginario, de la locura de ver, más que de su propia singularidad donde cobran vida.

A modo de cierre: si todas las reflexiones vertidas en este ensayo sobre la reproductibilidad biocibernética apuntan a repensar para qué son nuestras vidas y nuestras artes, cómo pensarlas y leerlas, la tarea del arte y las humanidades ante el control de la vida, y si la especie de imágenes en nuestro tiempo se caracteriza por su “doble hélice” de discurso y figura como espacio indiscernible, en el fondo lo que Mitchell está proponiendo es incorporar una práctica crítica diferente. Se trata de una tarea en la que el método mismo es mostrado ante esa línea indeterminada que se identifica con el umbral de lo ilegible y que afecta al problema de la representación visual. Ese ejercicio de revisión crítica de nuestras formas de proceder apunta a algo más crucial en esos tiempos, la “conectividad de todas las formas de vida” (Mitchell, 2017a: 414), lo que lleva a asumir una “paleontología del presente” como ese umbral disciplinar necesario:

Their study compels us to be interdisciplinary at a bare minimum, just as paleontology requires that its researchers be geologists, biologists, anatomists, and artists [Su estudio nos obliga a ser interdisciplinarios como mínimo, al igual que la paleontología requiere que sus investigadores sean geólogos, biólogos, anatomistas y artistas] (Mitchell, 2006: párr. 6).

Bibliografía

Bal, M. (2006) “Conceptos viajeros en las humanidades”. Estudios visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo, 3, pp. 28-77.

Deleuze, G. (1989) Lógica del sentido. Barcelona: Paidós.

Didi-Huberman, G. (2012) Arde la imagen. Oaxaca: Ediciones Ve S.A.

Foster, H. (ed.) (1988) Vision and Visuality. San Francisco: Bay Press.

Foucault, M. (2014) Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Trad. E. Frost, Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.

Gabriel, S. (2020) “Algunos conflictos de las imágenes en el marco del giro icónico. Esbozos de una ontología a partir de Paul Ricoeur”, en Revista Escritura e imagen, n° 16, ISSN: 1885-5687, pp. 155-172.

Grønstad, A.; Vågnes, O. (2006) “What do pictures want? Interview with W. J. T. Mitchell”. Recuperado de: https://bit.ly/3BtzAxO

Grüner, E. (2001) El sitio de la mirada. Secretos de la imagen y silencios del arte. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma.

Mitchell, W. J. T. (2016). Iconología. Imagen, texto, ideología. Buenos Aires: Capital Intelectual.

Mitchell, W.J.T. (1980) “Introduction: the language of images”. In Mitchell, W.J.T. (ed.) The language of images, The University Chicago Press, Chicago.

Mitchell, W.J.T. (1995) “Interdisciplinarity and Visual Culture”. Art Bulletin, 4, (77) (Diciembre), Pages 539-545.

Mitchell, W.J.T. (2006) “El giro pictorial. Una respuesta. Correspondencia entre Gottfried Boehm y W.J. Thomas Mitchell (II)”. En García Varas, A. (ed.) (2011). Filosofía de la Imagen. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.

Mitchell, W.J.T. (2009a) Teoría de la imagen. Ensayos sobre representación verbal y visual. Trad. Y. Hernández Velázquez, Madrid: Akal.

Mitchell, W.J.T. (2009b) “Four Fundamental Concepts of Image Science”. En Elkins, J. (ed.) Visual Literacy. Nueva York, Londres, Routledge.

Mitchell, W.J.t. (2017) ¿Qué quieren las imágenes? Una crítica de la cultura visual. Trad. I. Mellén, CABA: Sans Soleil Ediciones.

Moxey, K. (2009) “Los estudios visuales y el giro icónico”, en Revista Estudios visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo, ISSN 1698-7470, nº. 6, pp. 8-27.

Nancy, J-L. (2002) “La imagen – lo distinto”, en Revista Laguna, n° 11, ISSN 1132-8177, pp. 9-22.

Rancière, J. (2016) “¿Quieren realmente vivir las imágenes?”, en Cuadernos de Teoría y Crítica #2. ISSN 0719-6229, Chile, pp. 75-88.

Searle, J. R. (1980) “Las Meninas and the Paradoxes of Pictorial Representation”. En Mitchell (edit) The languajes of images. The University of Chicago Press, Chicago.

Sontag, S. (2005) Contra la interpretación y otros ensayos. Buenos Aires: Alfaguara.


  1. En un desarrollo y recorte más específico sobre la representación, un buen trabajo de investigación sobre las técnicas de reproducción digital y los nuevos modos de exposición actuales, incluido el video, es el que viene realizando Català Domenèch en torno a la noción de “imagen interfaz”, especialmente en su libro La imagen interfaz: representación audiovisual y conocimiento en la era de la complejidad.
  2. “Lectura de la imagen” remite aquí a esa referencia que Mitchell traza entre el par texto-lector e imagen-espectador, para establecer que el “alfabetismo visual” indica un problema en sí mismo que requiere ser comprendido de modo agudo desde sus propias formas o actividades -“la visión, la mirada, el vistazo, las prácticas de observación, vigilancia y placer visual”- allende cualquier modelo textual o formas de lectura -“desciframiento, decodificación, interpretación, etc.”- (Cfr. Mitchell 2009: 23).
  3. Esta idea ya es remarcada por Mitchell en su ensayo de 1995 sobre cultura visual e interdisciplinariedad, donde vincula lo visual al estudio de la literatura: “There is no way, in short, to keep visuality and visual images out of the study of language and literature” [En resumen, no hay forma de mantener la visualidad y las imágenes visuales fuera del estudio del lenguaje y la literatura] (1995: 543). De igual modo respecto a la filosofía, en más de una ocasión vuelve a citar las palabras de Deleuze, simpáticas y algo irónicas respecto a los rechazos que la filosofía le ha propinado a la imagen como fuente de conocimiento: “La filosofía es siempre una iconología” (en Mitchell, 2011: 81).
  4. Para indagar sobre la noción de “ocularcentrismo” y su concepto asociado “regímenes escópicos”, ver el libro de M. Jay Campos de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural, específicamente los capítulos 8 y 9. También recomendamos su ensayo “Devolver la mirada. La respuesta americana a la crítica francesa al ocularcentrismo” publicado en el número uno de la revista internacional dirigida por José Luis Brea, Estudios visuales.
  5. La iconofobia, iconoclasia, idolatría, fetichismo y la prohibición de ídolos en el judaísmo, el cristianismo y el islam, son para Mitchell otras series de ansiedades que han avivado la atención por los estudios de la imagen (Cfr. 2009b: 21 y s.).
  6. Así lo dice Mitchell: “En la práctica, por supuesto, confundimos frecuentemente los dos, y prefiero permitir que la cultura visual funcione tanto para el campo como para el contenido, y dejar que el contexto aclare el significado” (2017: 419).
  7. Además de los dominios de las disciplinas históricas, Mitchell incluye una especificación extensa de otros dominios, validos de citar toda vez que se tenga en cuenta su reconocimiento a la imposibilidad de cualquier tratamiento sistemático, restricción propia del tópico de la “visualidad” como un objeto amplio o ambiguo. Estos dominios son: “la creación de imágenes técnicas y científicas, la televisión y los medios digitales, además de todas aquellas investigaciones filosóficas en torno a la fenomenología de la visión, los estudios semióticos de las imágenes y los signos visuales, la investigación psicoanalítica de la conducción escópica, los estudios cognitivos, fisiológicos y fenomenológicos del proceso visual, los estudios sociológicos de la representación y la recepción, la antropología visual, la óptica física y la visión animal, etc.” (2017: 421).
  8. Entre las tareas propias de esta iconología, el autor enumera el trabajo con las “‘metapinturas’ o las formas reflexivas y autocríticas de las imágenes; las relaciones entre imágenes y el lenguaje; el estatuto de las imágenes mentales, la fantasía y la memoria; el estatuto teológico y político de las imágenes en fenómenos como la iconoclastia y la iconofobia; la interacción entre las imágenes virtuales y reales, imaginaria y reales, capturada por la distinción que ofrece el inglés vernáculo entre images y pictures” (Mitchell, 2016: 11).
  9. “Everything depends, then, on what sort of interdisciplinarity we are talking about—how it mediates public and professional discourses, whether it aims at reproducing itself in a new disciplinary form or is content to remain an ad hoc transitional moment” [Todo depende, entonces, de qué tipo de interdisciplinariedad estemos hablando –cómo media en los discursos públicos y profesionales, si apunta a reproducirse en una nueva forma disciplinaria o si se contenta con seguir siendo un momento de transición ad hoc] (Mitchell, 1995: 541).
  10. Mitchell se inscribe así en la corriente crítica de autores como Nietzsche, Warburg y Benjamin respecto a la empresa intelectual de tensar el propio ámbito hasta el punto de abrir “umbrales teóricos” en las fronteras disciplinares.
  11. Si bien no analizaremos este concepto fundamental para una teoría de la imagen, sí es conveniente señalar que para Mitchell la fuerza de la “imagentexto” reside en revelar la heterogeneidad inevitable de las representaciones y de la teoría como si se tratara de un conjunto de prótesis; reside en contar con “un contrapunto conceptual” que “examine las formaciones culturales como formas de mediación contestadas y conflictivas” (2009a: 360).
  12. “Pero allí, en esta dispersión que recoge y despliega en conjunto [imágenes, miradas rostros, gestos], se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta –de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza–. Este sujeto mismo –que es el mismo– ha sido elidido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación” (Foucault, 2014: 34) [Corchetes nuestros].
  13. En una referencia un tanto más amplia, podemos decir que la cuestión de la “similitud de la copia” está presente en Magritte, en la serie La condición humana en la década del treinta, o tres décadas después en Décalcomanie; o en Warhol y su Double Mona Lisa de 1963. También en el ámbito de la literatura la temática se inscribe con fuerte rasgo teórico, una de cuyas aperturas es sin duda Borges con su Pierre Menard. Autor del Quijote.
  14. Mitchell asume esta postura, aun cuando reconoce que el mismo Nietzsche encaja en la crítica iconoclasta. Identifica en el Prefacio del Crepúsculo de los ídolos la valoración de un método crítico que presupone filosofar a martillazos para “hacer sonar” los “ídolos eternos”, como si se trataran de imágenes tradicionales que mistifican la filosofía. Pero rescata que este “hacer sonar” supone cambiar el martillo por el diapasón, sugiriendo que si bien no pueden destruirse las imágenes “eternas” sí pueden ser develados sus secretos, leer sus silencios, a la vez que el mismo discurso crítico mediante el cual se pretende leer las imágenes devela su forma de exposición, sus propios secretos.
  15. Es cierto que Mitchell asume una especie de “metafísica de la imagen” si se piensa en el amplio abanico de problemas generales de la que se han encargado la teoría de la imagen y la cultura visual, y que van del campo específico de la historia del arte a otro más ampliado que incluye la psicología, estética, teoría de las medios, teoría política, ética, neurociencias.
  16. Se ve aquí el sentido original del término “clon”, injertar o transplantar en el reino vegetal, desplazado a otro, reproducción celular en el reino animal.


Deja un comentario