En la historia de las polémicas acerca del idioma y la lengua literaria se destacan tres o cuatro momentos principales. El primer núcleo de debates se encuentra en la primera mitad del siglo XIX, a partir de los aportes generados por los hombres del 37. Estos intelectuales afirmaban que la revolución política, conquistada en mayo de 1810, debía ser completada por una revolución cultural de gran alcance. Sus escritos dan cuenta de ello, y en ese marco pensaron que la fundación de una nación implicaba la creación de una de sus piedras angulares: una literatura. Qué lengua debía utilizarse para que la nueva nación escribiera su literatura es una de las cuestiones sobre la que trabajó mucho esta primera generación intelectual del Río de la Plata. Pierre Bourdieu afirma que la lengua oficial se constituye en estrecha vinculación con el Estado, puesto que cuando éste comienza a conformarse se crea “un mercado lingüístico unificado y dominado por la lengua oficial”, la cual se convierte en la norma teórica con que se miden objetivamente todas las prácticas lingüísticas (1985: 19). La generación del 37 pensaba la conformación del Estado y brindaba un espacio muy importante a la lengua y la literatura en esa construcción.[1] Cuando estos intelectuales escribieron sus primeros textos, la norma idiomática estaba marcada por los preceptos hispánicos. Ellos, en cambio, proponían una lengua americana, que diera cuenta de la realidad diversa en la que se encontraban.[2] Se delimitan, entonces, desde muy temprano, los dos paradigmas que, interpretados no siempre del mismo modo, dan forma a los extremos del debate sobre el idioma y la lengua literaria: por un lado, el rupturismo, que se propone romper con la hegemonía peninsular y fomenta la idea de un idioma de los argentinos y/o americanos. Por otro lado, el casticismo o purismo idiomático, el cual sostiene que la identidad nacional se manifiesta en una lengua libre de extranjerismos o “desviaciones” americanas, y encuentra en España, y en su legislación sobre el idioma, la fuente de nuestras tradiciones.
Un segundo momento se ubica hacia 1880, cuyos hombres, en principio, fueron continuadores de los preceptos forjados por la generación anterior. La Generación del 80 mantuvo gran parte de las idea de sus predecesores: a la libertad frente al préstamo siguió un poliglotismo declarado que se detentó como señal distintiva del nivel cultural del grupo (Di Tullio 2003).
Como se sabe, la inmigración produjo desencanto en las élites, puesto que no estaba conformada por los europeos que pensaron Sarmiento y Alberdi –vale decir, ingleses, alemanes, holandeses–, sino por europeos del sur a los que, lejos del progreso invocado, se les atribuía rasgos retardatarios y amenazantes.[3] Frente a un escenario no deseado –crecimiento urbano desmesurado, exclusivo interés en objetivos económicos, formación de movimientos obreros, etc.–, la dicotomía que sirvió de guía para la construcción de la nación –civilización y barbarie– sufrió una inversión que obligó a las clases dirigentes a repensar los fundamentos de la nacionalidad. El inmigrante, antes considerado agente del progreso y la civilización, se convirtió en un elemento de corrupción identitaria que amenazaba la nación (Onega 1982; Svampa 2006).
La definición de una nacionalidad implica la elaboración de un relato de identidad, en donde la lengua constituye uno de los ingredientes fundamentales. Explica Juan Antonio Ennis que
la reflexión sobre la lengua, sobre la propia lengua y las ajenas (…) constituye una parte importante de la construcción de la propia identidad. Aristóteles (…) hacía su mentada distinción entre griegos y barbaroi –comportando esta última palabra una designación del otro a partir nada menos que de la diferencia lingüística (2008: 86).
Como señala Ennis, la barbarización del otro a partir de la diferencia lingüística se constituye en un lugar común de las intervenciones que dan lugar a lo que se dio en llamar “la cuestión del idioma” (Di Tullio 2003).
En el año 1900, Lucien Abeille, profesor francés radicado en Buenos Aires, publicó Idioma nacional de los argentinos, y dió lugar a una polémica de tal magnitud que su edición es considerada como punto de inflexión en los debates en torno a la lengua. La tesis fundamental del francés consiste en la convicción de que la constitución de la nueva raza argentina debía producirse a partir del contacto y la mezcla lingüística y cultural, tanto la ya producida entre colonizadores españoles y aborígenes como la que debía generarse a partir de la llegada masiva de inmigrantes (Ennis 2008). Esa nueva raza sería dueña de un idioma propio, forjado en condiciones únicas. No tardaron en aparecer las respuestas airadas de Miguel Cané, Eduardo Wilde, Paul Groussac, Carlos O. Bunge, Juan B. Terán, Ricardo Monner Sans, Mariano de Vedia, Manuel Ugarte, y desde ya, Ernesto Quesada. Estas reacciones constituyeron la primera oleada de recepción de la obra. Se puede agregar que estas intervenciones anticipan algunas de las posturas que se tornarán más claras y definidas en los hombres del Centenario. Después de 1902 las resonancias se volvieron dilatadas e intermitentes y reaparece la polémica con el estudio panorámico de Arturo Costa Álvarez, Nuestra Lengua, en 1922.
Como se sabe, hacia 1910 surge lo que se conoció como “primer nacionalismo” o “nacionalismo cultural” (Payá-Cárdenas 1978). Un conjunto de intelectuales elaboraron un sistema discursivo tendiente a neutralizar la presencia del inmigrante y lo que ellos juzgaban sus efectos negativos y disolventes para la nacionalidad. La más significativa de las reacciones suscitadas por la transformación del cuerpo social giró en torno al tema de la “identidad nacional” (Altamirano-Sarlo 1997). En lo que respecta al idioma, el horizonte ideológico de ese nacionalismo estaba dado por un “espíritu de conciliación hacia España y reconsideración de la herencia española” (165). Ricardo Rojas, por ejemplo, reivindicaba la identificación romántica entre lengua y nación, y sostenía que la cultura del idioma sería el freno para la corrupción que la inmigración infligía a la lengua[4] (Di Tullio, 2003). En España y su tradición, los nacionalistas encontraron la manera de diferenciarse de los recién llegados, hallaron un nuevo origen al cual apelar, en virtud del fracaso que significaron algunos postulados de la generación previa. La reacción nacionalista del Centenario implicó un viraje respecto de los valores que presidieron la construcción de la Argentina moderna (Altamirano y Sarlo 1997).
En la década de 1920, los debates en torno al lenguaje, como acabamos de ver, cuentan con una larga tradición. A su vez, el campo literario comienza a complejizarse: Graciela Montaldo (1987a) indica que, hasta este momento, había sabido controlar sus fisuras, y una identidad semejante, no idéntica, mantuvo unidos a la mayoría de sus miembros activos. Ya a partir de la generación del Centenario, y con mayor intensidad en los años veinte, esa cohesión se rompe: si, hasta los primeros años del siglo XX, de las letras se ocuparon los letrados, poco tiempo después, jóvenes de procedencia y formación no tradicional, salen a exigir su derecho a la escritura. La literatura comienza a desempeñar un rol activo dentro de estos debates, quizás mucho más que antes en la medida en que sus posibilidades formales y enunciativas se astillan y pluralizan. De esta manera, la lengua literaria comienza a reclamar su especificidad literaria. La inmigración, desde comienzos de siglo, transforma la ciudad y sus pautas culturales, sociales y políticas; y, en el terreno lingüístico, aparecen usos de la lengua que las élites comienzan a percibir como un “babelismo” que afecta la identidad nacional. De esta manera, un conjunto de otredades son sometidas a procesos de legitimación y exclusión. Si Lugones, en sus conferencias de 1913, reivindicó la figura del gaucho a partir de un pacto que sintetiza una raza, un tipo social y una literatura, también excluyó del proyecto de nación a esos “otros”, los nuevos bárbaros, quienes se diferenciaban en el terreno de la lengua.[5] Jorge Monteleone (1988) advierte que la literatura que surge en la década del veinte, y que se distingue de la producida por los escritores de la élite, no resulta homogénea en muchos niveles, pero sobre todo en lo que se refiere a las modalidades discursivas de la alusión o de la elusión de la voz del otro inmigrante. Si seguimos el artículo de Monteleone, veremos que tanto Jorge Luis Borges como Carlos de la Púa, César Tiempo o Raúl González Tuñón utilizan distintos procedimientos para referirse a otro, enunciar como otro o inventar voces de otros, y en esas operaciones sientan posiciones con respecto al idioma y a la lengua literaria.
El propósito de este capítulo es elaborar una cartografía documental; conseguir un relevamiento, lo suficientemente representativo, de los discursos que instalaron la cuestión del idioma y los problemas de la lengua literaria desde la primera mitad del siglo XIX hasta la década de 1920. Pero además de esto, nos proponemos trazar un recorrido histórico por los hitos que ambas temáticas, muchas veces entrelazadas, marcaron desde los albores de la nación.
En este primer capítulo se recorta un corpus más bien ensayístico, adonde el discurso literario cede su espacio preponderante en nuestro trabajo a los aportes provenientes de los gramáticos y filólogos los cuales, no obstante, incluyen a la literatura como el modelo de lengua a seguir, el ejemplo de “buen decir”. Tanto las gramáticas como los manuales de lengua recurren a la literatura canónica para brindar ejemplos acerca de la “correcta” forma de expresión escrita y/u oral. Para tal caso –y luego de la exposición de algunos antecedentes de estos debates–, hemos decidido ordenar la presentación de las fuentes en cuatro ejes: los dos primeros comprenden a los grandes antagonistas de la “cuestión de la lengua” en Argentina: por un lado, tenemos a los autores que velan por la formación y consolidación de una lengua “propia” de los argentinos; por otro lado, se encuentran los cultores del hispanismo y del purismo idiomático. En tercer lugar, cabe señalar que, en el marco de estos debates, la función de las gramáticas y de los diccionarios recibió mucha atención por parte de algunos sectores. Una buena porción del corpus relevado se refiere exclusivamente a esta temática, y por tal motivo se optó por reservar para esta cuestión un espacio independiente. Por último, el lunfardo en los años veinte adquiere una relevancia vinculada, principalmente, con el auge y la extensión que presenta en diversas manifestaciones culturales como en el tango o en cierto tipo de literatura. En el marco de los debates en torno a la lengua, el lunfardo se constituye en uno de los actores principales dado que se lo ha juzgado, con alarmas y esperanzas, como el sustrato privilegiado de ese nuevo idioma en ciernes.
1. En torno a la Generación del 1837
Las polémicas del lenguaje en Argentina tienden un arco que parte desde los años de la Revolución de Mayo hasta, por lo menos, la década de 1930.
La generación de los independentistas de 1810 reaccionó políticamente contra sus padres: fue revolucionaria y proclamó la Independencia, pero se mantuvo fiel a las formas culturales y lingüísticas que había heredado (Rosenblat 1961). Durante los momentos inmediatos a la emancipación, la posición de Argentina y de América Latina, en materia idiomática, siguió siendo monocéntrica (Blanco de Margo 1991). Sin embargo, es posible observar en este período voces que plantean una lengua muy diferente a la emanada desde la metrópoli: Bartolomé Hidalgo, además de fundar el género gauchesco y con ello la literatura rioplatense,[6] propuso una lengua literaria alternativa al español peninsular. Con Hidalgo ingresa, y nace, la lengua popular en la literatura argentina, principalmente a partir de la intervención de dos coordenadas: en primer lugar, el uso letrado de las formas orales y populares de la campaña bonaerense (Ludmer 2000); y en segundo término el rechazo explícito a todo lo que proviene de España. El desacato de Hidalgo no sólo fue político, sino también lingüístico: “es en la gauchesca donde encontramos un esfuerzo coherente, por humilde que se defina, para acompañar la independencia política con una paralela independencia lingüística, que es bastante anterior a los intentos reformistas de Sarmiento o de Bello” (Rama 1977). La opción del habla dialectal “rompe bruscamente la sujeción con los modelos europeos”, dotando al escritor de una “rigurosa libertad” en la construcción de la lengua literaria, “para lo cual carece de fórmulas o de tradiciones estatuidas” (Rama XXIX). Desde este momento fundacional de la literatura rioplatense, se puede apreciar que la cuestión del lenguaje se encuentra asociada a las formulaciones literarias.
El problema del idioma nacional, eje vertebral de los debates sobre la lengua en Argentina, se inaugura a mediados de 1828, cuando Juan Cruz Varela llama la atención sobre “el mal trato” que se le brinda al idioma español (Alfón 2008b: 43). Varela publica, en el diario El Tiempo, un artículo llamado “Literatura Nacional” en el que además sostiene que no cree que exista una literatura nacional ni cosa semejante. No obstante, aguardaba un movimiento cultural, una pléyade o un conjunto de obras que la inicien, y en ese deseo preanuncia la aparición de la generación de los románticos del 37. Para Varela, no se puede forjar una literatura nacional sin conocer a fondo el idioma que se habla; y recomienda preservarlo y custodiarlo en la medida en que representa un vínculo entre la antigua metrópoli y la América hispana (Alfón 2008b).
Para Varela, la nacionalidad argentina constituye una suerte de apéndice de España y, por lo tanto, el español peninsular debe cumplir un rol fundamental en la formación de la literatura argentina. Esta idea, contradictoria a primera vista, pero que encuentra su sentido en la concepción que Varela tiene de la nacionalidad, se repetirá más de una vez a lo largo de las diferentes fases de la polémica sobre la lengua. Así, por ejemplo, este razonamiento vuelve a aparecer en un texto de la década de 1920, de Arturo Capdevila:
en mi viaje a España, veinte días había navegado el vapor (…) Era, sin embargo, real y efectivamente como si no hubiéramos salido de la patria; pues que aun hablábamos el mismo nativo idioma. (…) Yo siento el orgullo de esta confraternidad sin fronteras y me sobrecoge el entusiasmo ante esa gigantesca extensión de que es capaz el espíritu. (1954:16).
En momentos en que la nación comienza a diseñarse discursivamente, la lengua forma parte del programa socio-político de los hombres de la Generación del 37. Convencidos de que una revolución cultural e intelectual debía acompañar a la ya lograda revolución política de 1810, ellos asumirán esa responsabilidad. Escribirán textos destinados, entre otras cosas, a la fundación de aquello que juzgan esencial de una nación: una literatura. Otros escritos sentarán las bases acerca de la variedad de español que debe utilizarse para que la nueva nación la escriba. En definitiva, lo que busca la generación del 37 es la articulación de una cultura propia. Esa tarea se centra en completar la independencia con respecto a España en los terrenos en los que se mantenía la tutela hispánica: la lengua y la literatura (Di Tullio 2003).
Con la Generación del 37 surge un pensamiento que se ocupa de pensar y sistematizar los problemas de la lengua que la reconfiguración política e institucional post-revolucionaria depara. Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez son los cuatro autores principales que se encargan de pensar, con sumo detenimiento, en la formación de una lengua que nos diferencie de España. Las tradiciones que nos unían con ese país comienzan a romperse con la Revolución de Mayo y, en las dos décadas siguientes, y como parte del mismo proceso, los jóvenes intelectuales, bajo el signo del historicismo romántico, sintieron el desafío de forjar una lengua americana. La propuesta encerraba la paradoja que se desprende de la mirada estrábica[7] de nuestros románticos: proponer el francés como lengua modélica sobre la cual erigir una lengua americana.
La fundación de un canon no podía orientarse en ese momento a ningún pasado prestigioso, no sólo porque la actividad cultural en el Río de La Plata era escasa, sino también porque, según estos jóvenes intelectuales, no había nada ejemplar que ver en ese tiempo. Sin ese pasado prestigioso, la tendencia de los grupos liberales es la de programar un futuro que revierta las condiciones de un presente cuyo aspecto desfavorable es atribuido al pasado. Se trata de sentar los pilares de una antitradición (Ennis 2006).
Para la Generación del 37, la emancipación no significa necesariamente la formación de una lengua nueva, de un idioma propio –exigencia que sí cumplirá un rol protagónico a partir de fines del siglo XIX–, sino cierta reivindicación del derecho de propiedad sobre la lengua, el derecho a legislar sobre ella, de reformarla cuando sea preciso, sin necesidad de ser autorizado por instituciones peninsulares. Este programa de ruptura con España se complementa con la adscripción a otras culturas prestigiosas: Francia, en tanto modelo cultural para estos intelectuales, desempeñó un papel fundamental en cuanto a las posturas adoptadas con respecto a la lengua. El español, para Alberdi, debía someterse a un proceso por el cual el francés oficiaría de modelador del idioma, a los fines de convertirlo en una lengua apta para la ciencia y las culturas modernas. De esta manera, al preferir el francés por sobre el español, al adoptar la “orientación romántica” (Rama 1977: XXVII-XXIX), la Generación del 37 reemplaza un vasallaje por otro (Rosenblat 1984).
Con los hombres del 80, la esfera de lo político, que todo lo invadía, y que tan estrechamente estuvo vinculada con la literatura durante prácticamente todo el siglo XIX, comienza a separarse, a ganar una senda que culminará en la relativa autonomía literaria de las primeras décadas del siglo XX. Escritores como Miguel Cané, Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla, Lucio V. López o Eugenio Cambaceres escriben con intenciones mucho más “literarias”, puesto que están mucho más interesados en dejar un testimonio de sí mismos que en influir sobre la realidad política (Borello 1974). Y la manera privilegiada de lograr ese cometido será a través de sus tareas como escritores. El surgimiento de una figura de autor que comienza a emanciparse de la adyacente imagen del político, conlleva un fenómeno significativo: emerge la novela como género en el Río de la Plata; de este modo, novelas y novelistas aparecen hacia 1880 (Esposito 2009). La modernización literaria que se da a partir del ochenta consiste, principalmente, en la elaboración de una lengua literaria nutrida de otras lenguas literarias, en cuyos países de origen, los europeos, se había conseguido ya hacía décadas “una separación institucionalizada de las prácticas y las categorías literarias” (Piglia 1998: 21).
2. Lucien Abeille y la reacción conservadora hacia 1900
El problema de la lengua en Argentina tiene dos extremos antagónicos: el de los casticistas, que postulan un idioma fiel al de España y libre de los elementos “espurios” [8] que el contacto de lenguas trae aparejados; y el de los progresistas o evolucionistas, quienes no sólo proponen la “modernización, intelectualización y flexibilización” de la lengua, sino que son además los que promueven la creación de un idioma propio, aspiración que resulta una de las aristas centrales de la cuestión del idioma en Argentina (Di Tullio 2003).
Como es sabido, el antihispanismo independentista que había guiado las tesis de la generación de 37, hacia 1880 cambia de signo y deviene en un hispanismo purificador de la lengua nacional. El primer foco del purismo lo encontramos en el Estado: los dirigentes piensan medidas para contrarrestar el efecto “negativo” que la inmigración tiene sobre la integridad nacional. Se genera así un nacionalismo lingüístico asociado al hispanismo que se traduce en políticas estatales claras: se diseñan marcos institucionales para que la escuela se convierta en el ámbito privilegiado de acción para llevar a cabo la tarea de “erradicar todo vestigio de los rasgos de la inmigración” (Di Tullio 5). El objetivo fue lograr un estado unicultural y monoglósico.
Sin lugar a dudas, el epicentro de la cuestión del idioma se encuentra hacia el año 1900, cuando un profesor francés llamado Lucien Abeille publica, en Francia, un voluminoso libro titulado Idioma nacional de los argentinos. Abeille hace suya la idea de que la identidad de un pueblo se encuentra en su lengua. Sin embargo, dicha idea es antigua y por lo tanto preexistente al surgimiento del nacionalismo moderno que se produce hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en Europa (Blanco de Margo 1997). Este nacionalismo lingüístico que inaugura Abeille en Argentina y que repite, aunque de manera extrema, las tesis de los liberales decimonónicos, es opuesto al que por ese entonces se delineaba a favor del hispanismo y en contra de las influencias idiomáticas provenientes de la inmigración. Si bien el nacionalismo lingüístico conduce, por lo general, hacia actitudes lingüísticas conservadoras que preconizan la pureza idiomática, también sucede que reenvía hacia la defensa de formas vernáculas a las que se le otorga el rango de lengua nacional, “generando, en consecuencia (…), la búsqueda de un idioma nacional distintivo” (Blanco de Margo 121). Con el libro de Abeille no sólo se sientan las bases de un paradigma opuesto al purismo, sino que se actualiza y se propone, de una manera nunca antes ensayada, la futura formación de un idioma propio.
Cuando Abeille publica su libro, la mayoría de los intelectuales se encontraban lejos de las tesis autoctonistas postuladas por el francés, de allí que puede entenderse su propuesta como una “rehabilitación anómala del programa romántico juvenilista del 37” (Oviedo 2005: 31). Por esta razón, se produce un rechazo contundente del libro en todo el arco intelectual argentino, dominado por un hispanismo en pleno auge. Los sectores conservadores del campo letrado llevaron a cabo un proceso de nacionalización del habla “españolizando”, dado que la mayor parte de la clase dirigente patricia era de origen español (Rubione 1983: 36). Esta postura hizo que desecharan las propuestas argentinizantes y consideraran el libro de Abeille como un verdadero “disparate” (Rubione 37). Para esta época, ser argentino significaba ser profundamente español, y eso implicaba una lealtad incorruptible hacia la lengua española, lo que a su vez suponía una visión monolítica del castellano. Ese sentido de la nacionalidad perdurará en los años veinte, momento en que algunos autores conservadores reproducirán explícitamente esta idea como, por ejemplo, Arturo Capdevila en su libro Babel y el castellano (1928).
Aquello que molestó de la obra de Abeille fue “su intención manifiesta de servir a la causa romántica populista del nacionalismo lingüístico” (Oviedo 2005: 24). Su criollismo idiomático proponía la exclusión de la gramática y daba fueros patrios al habla coloquial, lo cual generó un malestar tan grande que los debates en torno al idioma estallaron en diarios y publicaciones de la época.
Las polémicas en torno al libro de Abeille se entroncan con una problemática previa que también preocupó notablemente a los “conservadores de la cultura”: hacia 1880, surge la literatura criollista. Al respecto, en 1881, en el Anuario Bibliográfico de la República Argentina, dirigido por Alberto Navarro Viola, se sostiene: “no caben dos opiniones sobre estos vulgares folletines: es la literatura más perniciosa y malsana que se ha producido en el país…” (Prieto 2006: 56). De acuerdo con el Anuario, estas novelas, además de la catadura moral de sus personajes y de la “vulgaridad” de sus escenarios, tenían el defecto de estar escritas con un vocabulario “recogido en los corrales y enriquecido en los conventillos y en las cárceles” (56). Es decir, escritas con una fuerte dosis de cocoliche y lunfardo. En el Anuario se advierte que es precisamente el libro de Abeille el que legitima estas “jergas” y las convierte en una suerte de “neogauchesco”, principal componente del idioma de los argentinos propuesto por el francés.[9] Oportunamente, Abeille rechazó esta acusación, y en una carta que le escribiera a Pellegrini afirma: “algunas personas me atribuyen ideas que solo a ellas les pertenecen. Me hacen decir que el idioma nacional de los argentinos es el gaucho. El inventor de la supuesta teoría es el señor Ernesto Quesada. El doctor Cané la repite” (Rubione 1983: 248).
Quesada sostiene que, desde fines del siglo XIX, Argentina se encuentra sumida en un “caos lingüístico” producido por diversos factores como la deficiencia en la enseñanza, las pésimas traducciones y la circunstancia de que cada colectividad que llega al país trae su escuela, y, naturalmente, la proliferación del dialecto gauchesco emanado de las publicaciones criollistas. A esto se le suma el hecho de que, ya sobre el filo del siglo XX, se percibe una “tendencia desafortunada” que considera argentino lo que es criollista (Rubione 39).
La reacción contra el libro de Abeille provino principalmente del grupo de autores hispanistas. Sin dudas, el texto más importante que nació de esa reacción pertenece a Ernesto Quesada, quien supo sistematizar y brindar consistencia argumentativa al pensamiento que dominaba en buena parte de los puristas finiseculares. Nos referimos a El ‘criollismo’ en la literatura argentina (1902). Desde la perspectiva de Quesada, la “barbarie” idiomática prolifera gracias a la presencia de la inmigración, que vino a adulterar un estado de lengua relativamente estable y puro. De esta manera, por ejemplo, Quesada aprueba el género gauchesco, puesto que posee una “raigambre española” (1983: 114); sin embargo, con la masiva llegada de extranjeros al país el género se convirtió en una “influencia literaria perniciosa en alto grado” dado que “ha desnaturalizado el tipo gaucho, enardeciendo al compadrito, y ha pervertido a los inmigrantes acriollados” (138). A través de la literatura criollista, los inmigrantes encontraron en la jerga criolla una estrategia de integración cultural (Prieto 2006), sin embargo, como sabemos, el Estado, que también persigue la asimilación de los extranjeros, encuentra en las formas gauchescas un lenguaje no apto para tal fin: el sistema escolar prescribirá la enseñanza de una lengua y una literatura ceñidas fuertemente a las tradiciones españolas.
Como puede observarse, el vínculo que se establece entre la literatura y los problemas referidos al idioma se hace evidente en estas polémicas de comienzos de siglo XX. Sin embargo, es durante la década de 1920 cuando los problemas en torno a la lengua literaria asumirán una especial intensificación.
3. Los años veinte
Durante la década del veinte, los debates acerca del idioma, lejos de aplacarse, se convierten en un tópico casi obligado en numerosas publicaciones y en los intercambios entre diversos intelectuales. Varios son los motivos que hacen de los problemas de la lengua uno de los rasgos más definitorios de esa década en lo que respecta a materia cultural y literaria. En primer lugar, la inmigración europea se manifiesta no sólo en el creciente proceso de “babelización” que experimenta Buenos Aires desde fines del siglo anterior, sino también en diversos objetos y consumos culturales. En este sentido, y en segundo lugar, podríamos señalar el auge del teatro, el tango, las narraciones semanales y una amplia gama de escritores subalternos que utilizan las formas lingüísticas excluidas por “los conservadores de la cultura” para elaborar sus textos literarios. Cada una de estas manifestaciones culturales presupone la inmigración, en la medida en que están atravesadas por numerosos fenómenos lingüísticos producto del contacto de lenguas. En tercer término, durante los años veinte tiene lugar otro hecho relevante: el apogeo del nacionalismo lingüístico, cuyo período podría establecerse entre 1910 y 1930. Frente al nacionalismo de elite, caracterizado por su marcado casticismo y el rechazo hacia el cosmopolitismo[10], aparece el grupo diferente que abreva en las ideas emancipadoras de los románticos decimonónicos y en las doctrinas de Abeille. Los miembros de este grupo se denominan a sí mismo también “nacionalistas”[11] pero divergen del nacionalismo hispanófilo de la élite intelectual (Blanco de Margo 1991). Durante los años veinte, sobre todo al final de la década, aparece una serie de obras destinadas a poner en evidencia la formación efectiva de un idioma diferente al castellano, privativo de Argentina. Al respecto, Blanco de Margo asegura que
este grupo parte de la mal interpretación del proceso de policentrismo lingüístico y por tanto, cree que la norma argentina debería ser la única válida. Al igual que el hispano-nacionalismo postula, entonces, una estandarización monocéntrica, cuyo foco único en este caso, sería la norma rioplatense (89).
Algunos de los representantes de este nacionalismo popular son Vicente Rossi y Ramón Carriegos.
3.1. La “lengua propia”
Sin lugar a dudas, uno de los representantes más importantes de la tendencia antipurista es Vicente Rossi. Hijo de padre genovés y madre argentina, nacido en Santa Lucía, Uruguay, en 1871, Rossi se instala en la ciudad de Córdoba, en la cual fundará una imprenta –Imprenta Argentina– en la que editará la mayor parte de su prédica a favor de un idioma rioplatense. Si bien la argumentación acerca de una lengua propia del Río de la Plata cobra madurez y solidez hacia fines de los años veinte, cuando publica sus Folletos lenguaraces (1927-1931), Rossi ya se había ocupado del tema algunos años antes. En 1910, publica Teatro nacional rioplatense. Contribución a su análisis y a su historia, en el que efectúa un pormenorizado estudio acerca de los orígenes y propiedades del género en el Río de la Plata. Una parte de este libro está dedicada al lenguaje, y es allí adonde Rossi postula las tesis que luego, en los años veinte, profundizará y explayará en los Folletos. Los aportes fundamentales de este autor se completan con su libro Cosas de negros (1926), obra que si bien versa sobre los orígenes del tango, dedica una parte al tema del idioma. Allí sostendrá la idea de que los rioplatenses contamos con un idioma propio, y denuncia que “el interés por nuestro castellano no es nuestro, es íbero, bajo la pretensión de mantenernos en perpetua dependencia, que llaman ‘conquista espiritual’, quienes ignoran hasta nuestra posición jeográfica (sic)” (1926: 402).
Rossi señala que cuando “nuestro pueblo” se decidió a fundar su teatro “tuvo necesariamente que darle su lenguaje”. No faltaron, entonces, quienes pensaron en que ese lenguaje debía ser “muy castizo o castizo del todo” (1969: 120). Para Rossi, esa amenaza, lejos de desaparecer, continuaba muy presente. Sin embargo, “nuestros mejores autores” se han preservado de caer en el “vicio” del purismo y aplicar a sus obras “otro lenguaje que no fuera el que en el Río de la Plata se habla” (120). El castellano puro en el teatro nacional no hace más que “adulterarlo” y “desfigurarlo”, en la medida en que es un lenguaje “con el que se escribe [pero] no se habla” (120). Aquí Rossi invierte una matriz conceptual, forjada por la cultura conservadora e hispanófila, que vinculaba las formas vernáculas con el orden de la deformación idiomática. Al invertir la estrategia argumentativa, Rossi se sirve de los mismos conceptos que utilizan los puristas para referirse al lunfardo y a todas aquellas voces que caen fuera de la órbita del castellano normado.
Las tesis de Rossi abrevan en los postulados de Abeille. De hecho, creemos que es uno de sus mejores continuadores. El uruguayo parte de argumentos afines a los del francés. Para Abeille, la raza y el idioma constituyen una unidad; por lo tanto, si en Argentina se ha formado una nueva raza, merced al aporte indígena y cosmopolita, resulta lógico que el castellano peninsular “evolucione” hasta formar un “idioma nuevo” (2005: 136). Rossi retoma esta idea cuando afirma que el castellano resulta “arcaico, áspero y arbitrario” y, sobre todo, “ajeno a nuestra raza y espiritualidad” (1928a: 7). A su vez, también parte de una suerte de darwinismo lingüístico al afirmar que el castellano se encuentra “en desaparición evolutiva” frente a un “idioma nacional” que resulta “superior a sus fuentes en todo sentido” (1969:123). De hecho, cuando realiza estas afirmaciones en su Teatro nacional rioplatense, coloca una nota a pie de página para referirse al libro de Abeille como de “inapreciable” importancia al respecto. En los Folletos lenguaraces, se extiende un poco más en consideraciones acerca del profesor francés: con respecto a Idioma nacional de los argentinos señala que es “el primer y único trabajo serio, de alto valor científico, desarrollado con profundos conocimientos en tan compleja ciencia lingüística, y con clara percepción del alma nacional” (1928a: 14). Y agrega que el libro representa “una revelación y consagración de nuestra independencia idiomática” (15).
Los Folletos lenguaraces representan, después del libro de Abeille, el soporte argumentativo más fuerte y analítico acerca de la formación de una lengua propia en el Río de la Plata. Pero, además de esto, y a diferencia de la obra del francés, Rossi despliega allí todo un arsenal discursivo destinado a desacreditar y agredir a sus adversarios idiomáticos, los puristas. Más arriba, hemos señalado que los grupos rupturistas se apropiaron del concepto de nacionalismo para invertir el sentido otorgado por la cultura conservadora. Si en esta esfera lo nacional estaba vinculado, en parte, al restablecimiento de las relaciones con España y a la asunción de una lengua apegada a sus preceptos académicos, el nacionalismo idiomático de hombres como Rossi significa justamente todo lo contrario: se es nacional en la medida en que se le brinda cabida a las formas culturales e idiomáticas propias de estas regiones y, en ese mismo gesto, se procede a negar cualquier tipo de tutela foránea, principalmente española. Según Rossi, los pueblos del Plata hace tiempo que se han creado un lenguaje propio, que él denomina “Idioma Nacional Rioplatense” (6). Esta lengua no es más que el producto de la “nacionaliza(ción) (d)el idioma”, acción que para los “derrotistas nativos” –así llama a los puristas argentinos– constituye un “grave delito” (6). De acuerdo con Rossi, uno de los postulados básicos del “derrotismo” es catalogar de “inculto al que pretenda ser nacional”, mientras que los cultos son aquellos que permanecen fieles al castellano (6).
Rossi no niega el castellano de modo completo, sino que sostiene que se lo debe “anexar a lo nacional”, pero “conservando su procedencia, no ocultándola como es la costumbre académica con infinidad de americanismos” (10). De esta manera, se agrega a los otros aportes que conforman los insumos principales de la lengua rioplatense: el aporte autóctono, vale decir indígena; el europeo no español y la creatividad propia. Sin embargo, hace mucho hincapié en que el grueso del “idioma nacional” deriva en buena parte del español hablado por los inmigrantes y de las invenciones idiomáticas de los sectores populares del Río de la Plata. El castellano queda reducido a la mera función de “idioma auxiliar” que vehiculiza las influencias de otros idiomas sobre él. En términos cronológicos, el proceso de formación de la “lengua propia” cuenta con dos fases, según Rossi: el período inicial, en el que destaca los aportes del indígena y del negro colono; y luego, el segundo período comprende “la babel europea” en nuestro medio (1929c: 26).
Rossi no se queda en formulaciones teóricas y argumentativas. En sus Folletos lenguaraces ensaya ese “idioma argentino-uruguayo” a partir de la consecución de su propia reforma ortográfica: unifica los sonidos con las grafías, elimina acentos y signos de puntuación, como así también los de interrogación y exclamación.[12] En cada uno de los folletos, Rossi aclara que “la irregular o ausente acentuación obedece a un plan de entrenamiento para suprimirla paulatinamente, probando que, con muy raras excepciones, es innecesaria” (1928a: 6). La idea es que, al mismo tiempo que se le brinda sustento argumentativo, los folletos propagan “el Idioma Nacional Rioplatense [que] es el que hablamos y escribimos actualmente” (7). Esta conclusión responde a los pormenorizados análisis cuantitativos del vocabulario que realiza al final de cada uno de los folletos, los cuales arrojan el resultado de que un ochenta por ciento de las voces que se empleaban por aquellos años en Argentina correspondían al español rioplatense, en detrimento de la variedad peninsular.
Durante los años veinte, muchos creyeron ver en el lunfardo uno de los insumos centrales, cuando no el único, del idioma nacional. Los conservadores lo juzgaron siempre como una amenaza: Ernesto Quesada, Arturo Costa Álvarez y Ricardo Monner Sans, por mencionar sólo algunos, lo combatieron enérgicamente. Sin embargo, en los postulados de los dos representantes más importantes del paradigma de la lengua propia –Abeille y Rossi–, el lunfardo no tiene demasiado protagonismo. El profesor francés, “alude apenas a algunos términos del vocabulario lunfardo”, pero jamás lo hace por su nombre (Conde 2011: 30). Por su parte, Rossi quiere dejar en claro que el “idioma nacional [que] hablamos y escribimos actualmente” no se conforma sobre la “clave lunfarda ni el argot orillero”. Rechaza la afirmación acerca de que “lo único nacional en el lenguaje es el lunfardo” (1928a: 6).[13]
El lunfardo resulta un elemento crucial en la historia de los debates en torno al lenguaje y en las condiciones de transformación de la lengua literaria. Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, el lunfardo estuvo asociado al vocabulario del delito. Ya en los años veinte comenzó a ser percibido, por algunos sectores del campo literario y de la sociedad como un elemento, o una influencia, importante del idioma,[14] sobre todo de ese “idioma”, independiente del castellano,[15] al que aspiraban los sectores afines a la tendencia rupturista. A su vez, durante las primeras décadas del siglo XX, el lunfardo se constituye como una herramienta importante, entre otras, en la reconfiguración de la lengua literaria, puesto que poetas y escritores se sirvieron de él para renovar por completo un lenguaje literario que hasta no hacía mucho tiempo atrás se encontraba supeditado a la corrección que prescribían los diccionarios y las gramáticas.
Sin lugar a dudas, el diario Crítica fue uno de los difusores centrales del lunfardo en los años veinte, puesto que muchos de los poetas y escritores lunfardescos publicaban allí asiduamente sus poemas, columnas, relatos y glosas. Este fenómeno implica el pasaje de una modalidad propia de la oralidad a la escritura, lo cual redobla los motivos de alarma puesto que esta última era considerada como el reservorio de la corrección.[16] El espacio que Crítica le brinda a estos autores fue motivo de ataques contra el diario por parte de sectores que veían al lunfardo como un “corruptor” del idioma y, en cierta medida, como una de las formas de la inmoralidad dada las temáticas –prostitución, juego, delincuencia, etc.– que parecían resultarle inherentes.
J. A. de Diego, en el “Estudio preliminar” que escribe para la primera reedición de Teatro Nacional Rioplatense, a fines de los años sesenta, señala que cuando el autor de Cosas de negros muere en 1945 “para esta época era ya inexplicablemente un olvidado” (De Diego 1969: 7). Borges, que ya presentía, con cierta ironía, ese destino en los años veinte, escribe una reseña del sexto volumen de los Folletos en la revista Síntesis (1927-1930), en donde afirma: “estoy previendo que este ahora inaudito y solitario Vicente Rossi va a ser descubierto algún día, con desprestigio de nosotros sus contemporáneos y escandalizada comprobación de nuestra ceguera” (1928a: 361). Las reediciones, en 2001 (Taurus) y 2008 (Aguilar), de Cosas de negros tal vez den por cumplidos los presagios borgeanos.[17]
Al mismo tiempo que Rossi se dedica a escribir y publicar sus Folletos, otro representante de los rupturistas, Ramón Carriegos,[18] escribe su libro El porvenir del idioma español en la República Argentina. Frases i palabras criollas (1928). Allí defiende la tesis de que en el país existe un “idioma argentino en formación” (22), producto de que España y Argentina han seguido “caminos diferentes en lo que respecta a la evolución del castellano” (19). La principal diferencia que encuentra Carriegos entre nuestro país y España es que Argentina es cosmopolita, condición que no se presenta en la Península Ibérica. Si en España intervienen el catalán, el vascuence, el gallego y el valenciano en el devenir del castellano, “estos factores no actúan en la República Argentina”, por lo tanto “es lógico deducir que no puede dicho idioma seguir un mismo proceso en ambos países” (19). Los factores que influyen en nuestro medio tienen que ver, principalmente, con la inmigración aunque, al igual que Abeille y Rossi, incluye las lenguas indígenas como sustrato importante del nuevo idioma: “concurren también a la evolución del castellano en nuestro país los idiomas hablados por los aborígenes. El quichua, el guaraní y el araucano han contribuido a la formación del léxico criollo” (18).
Carriegos también ensaya una fuerte prédica anti purista: reacciona frente a aquellos “compatriotas que (…) se empeñan en conservar [el idioma] puro e intangible” (15). De esta manera, entabla una disputa con Costa Álvarez, quien había publicado en el diario La Prensa una “crítica cáustica” a su libro El porvenir del idioma español… También le responde a un autor anónimo que, en La Nación, publica un artículo en el que afirma que Carriegos “pregona un error o una utopía”, en referencia a su tesis acerca de una evolución diferente del castellano a la que sigue en España, y propia de la Argentina (Carrriegos 1940). Al mismo tiempo, apoya a aquellos que “corrompen el castellano” (1928: 15) y lo conducen hacia los fueros vernáculos. Así, la acción de “corromper” el idioma, en Carriegos, pierde su sentido negativo y asume un valor necesario y progresista: el idioma nacional se realiza a fuerza de corromper el “rancio” castellano. Rossi también realiza esta suerte de inversiones cuando vindica el “hablar mal” en la medida en que esa es una “forma nacional de expresarse” (1929c: 4).
Como vemos, la idea de una lengua propia tuvo una presencia importante durante la década del veinte. En los años siguientes, las tesis hispanófilas y puristas, lejos de retroceder, inauguran otros capítulos significativos.[19] No obstante, el debate en torno a un posible idioma nacional en los años veinte gana la prensa y numerosos intelectuales intervienen a través de artículos, libros y/o reseñas. Sin lugar a dudas, la cumbre de estos debates podemos encontrarla hacia 1927 cuando, entre otros eventos significativos de ese año,[20] el diario Crítica lanza la ya mencionada encuesta titulada “¿Llegaremos a tener una lengua propia?”. Aunque la evidencia documental demuestre lo contrario, hacia 1927, Costa Álvarez declara que el problema de la lengua propia ya había quedado en el pasado y la revista El Hogar no hizo más que “resucitar” el tema (1927b: 192). El autor de Nuestra lengua se refiere a un artículo que publica Pescatore di Perle[21] en su habitual columna de ese semanario, en marzo de 1927, cuyo título es el mismo con el que, cuatro meses después, Crítica bautizará su encuesta.
Sin abandonar el estilo humorístico que lo caracteriza, Pescatore se opone a la idea de la gestación de un idioma nacional. Señala que en 1927 “ya no podemos hacer lenguas propias. ¡Imposible, amigo!” (1927: 66). Para Pescatore, el “Idioma Nacional de los Argentinos” lejos de ser una realidad empírica, constituye un “invento” de Abeille; un invento encarnado en “cuatrocientas veintiocho páginas in octavo. ¡Una papa! Tan papa que nadie volvió a hablar del asunto hasta la fecha” (66). Pescatore tiene la tesis de que la humanidad se encamina hacia “los grandes sistemas homogéneos”, es decir, una dirección inversa a los particularismos que suponen las lenguas vernáculas: “¿qué diablos vamos a conseguir inventando ahora el argentino, el chileno, y el boliviano” (66), se pregunta.
En septiembre de 1927, el español Américo Castro publica en La Nación un artículo titulado “En torno al posible idioma argentino”, en el que afirma que el deseo de poseer un “lenguaje propio” resulta una cualidad típicamente americana (1927: 11). Este deseo se manifiesta en Argentina, siempre según Castro, primero en el “fracasado libro de Abeille” y luego “de vez en cuando en la prensa, como sucede en la encuesta a que vengo aludiendo” (11). Se refiere a la encuesta del diario Crítica. De hecho, el domingo siguiente a la publicación de este artículo aparece en el diario de Botana una nota titulada “La encuesta de Crítica: ¿Llegaremos a tener idioma propio? Y D. Américo Castro” en la que se acusa el golpe de Castro y se realiza una encendida defensa de la lengua propia, a contrapelo de los resultados arrojados por la encuesta en la que la mayoría de los escritores y estudiosos convocados “decidieron impugnar” a quienes bregan por “la formación del lenguaje en otra fuente que la hispana” (“La encuestas de Crítica…” 1927: 7). Castro se pregunta “¿con qué vamos a cargar nuestro deseo de una lengua propia? ¿Con lunfardismos y giros del arrabal porteño? ¿Dónde está su peculiaridad? Creen que diciendo ‘davi’ y no ‘vida’ se hace una lengua…” (1927: 11). En la aludida nota de Crítica, se desestima la subvaloración de los registros populares que hace Castro en su artículo. Para Crítica, en cambio, no se puede prescindir de la psicología de la numerosa cantidad de personas que hablan el lunfardo de manera cotidiana (“La encuesta de Crítica” 1927).
En 1928, la editorial de Samuel Glusberg, Babel, edita Seis ensayos en busca de nuestra expresión, de Pedro Henríquez Ureña, con el cual intervino de lleno “en el debate sobre la historia literaria y sobre la modernidad y los nacionalismos” (Díaz Quiñones 2006: 246). Además, elaboró sus concepciones a partir de la crítica del criollismo, el indigenismo y de las vanguardias. En este libro, se incluye el capítulo titulado “El descontento y la promesa”, fechado en 1926. Dominicano, afincado en Buenos Aires desde 1924,[22] Henríquez Ureña revisa en este capítulo uno de los problemas que ocupan a buena parte de la prensa y de la producción literaria y ensayística en esos años: el idioma nacional. El autor se pregunta si para los americanos escribir en lengua vernácula significa retomar las lenguas indígenas. Descarta esa posibilidad dado que, explica, el hombre de letras las ignora, además de que existe el problema de que la consecuencia final de su implementación sería “la reducción inmediata del público” (1928: 20). Henríquez Ureña recuerda que años atrás existió la idea de que íbamos embarcados en la “aleatoria tentativa de crear idiomas criollos”, pero ese camino nos hubiese llevado, concluye, a una “empobrecida expresión dialectal mientras no apareciera el Dante creador” (21). Vale decir que para 1926, Ureña da por finalizada la posibilidad de la conformación de una lengua vernácula, al menos en los términos que había sido pensada por Abeille, o más bien por sus detractores. Recordemos que el profesor francés había dejado en claro que su tesis no consistía en que la lengua del gaucho es el idioma nacional de los argentinos, como le había sido imputado por Ernesto Quesada (1983). De este modo, Henríquez Ureña plantea que, para el Río de la Plata, el lenguaje gauchesco parecía ser la “sustancia principal” de ese idioma en ciernes, aunque ese registro presenta un problema: no contiene “la diversidad suficiente para erigirla siquiera en dialecto, como el de León o el de Aragón” (1928: 21). Cabe señalar que Henríquez Ureña no lleva más allá del gauchesco la problemática del idioma en Argentina, y en este texto no se refiere a las otras formas que se postulaban como sustratos lingüísticos de esa lengua propia. Para Henríquez Ureña el problema parte de que en América no se ha renunciado a escribir en español. La solución que parece encontrar es que el americano se ocupe de “acendrar nuestra nota expresiva, buscar el acento inconfundible”, pero sin renegar de la lengua heredada. En cierta medida, esta idea será repetida por Borges quien luego de descartar las tendencias hispanizantes y aquellas otras conceptuadas como vernáculas –el lunfardo, el orillero– llega a la conclusión de que no hay una distinción muy marcada entre el castellano peninsular y nuestro español. La diferencia es sólo de “matiz” y ocurre “a nivel del significado de las palabras, que no ha cambiado en lo sustancial, pero sí en la connotación que tienen los términos” (1994: 146). La perspectiva de Henríquez Ureña sobre la lengua es la de un intelectual que pensaba que “ninguna revolución deja de recibir la herencia del régimen que cae”, lo cual no sólo implicaba una adhesión explícita al hispanismo,[23] sino también “una reserva ante el progreso y las vanguardias” (Díaz Quiñones 2006: 169). No sólo colaboró con Amado Alonso en el Instituto de Filología,[24] sino que además junto a este intelectual publicó, en 1938 y 1939, los volúmenes I y II de la Gramática Castellana. Estos textos son los fundadores de “una tradición en la enseñanza de la lengua en la Argentina que se prolongó a lo largo de la segunda mitad del siglo XX” (Narvaja de Arnoux 2001: 53).[25] Tanto Alonso como Henríquez Ureña partían de la existencia de un desorden lingüístico que caracterizaba a Buenos Aires, producto del aluvión inmigratorio. La Gramática es pensada entonces como una herramienta para restablecer el orden.
Mucho se ha escrito acerca de las tesis sobre el idioma que Borges sustenta durante la década del veinte.[26] Por tal motivo, sólo expondremos sus ideas al respecto brevemente. En primer lugar, cabe señalar que su postura resulta muy particular en la medida en que, como hemos dicho, no adscribe a ninguna de las dos posturas dominantes en los debates en torno al idioma. La producción borgeana de los años veinte ha sido catalogada, de manera muy consensuada, como “criollista” (Olea Franco 1993). Ese criollismo consiste básicamente en el rechazo hacia la inmigración y en una impugnación de las políticas europeizantes de los hombres del 37;[27] además implica una revalorización de la figura de Rosas e Yrigoyen. En materia lingüística, el criollismo borgeano se manifiesta en la aspiración a una “entonación argentina del castellano” que encuentra en la oralidad culta, próxima a la norma literaria, una de sus señas particulares (Narvaja de Arnoux-Bein 1999: 24); y, a su vez, en el simétrico rechazo del lunfardo-orillero y del español castizo. Su breve tesis de 1928 acerca del idioma argentino consiste en señalar que aún no está conformado.[28] Y agrega que lo que le falta, principalmente, es una obra literaria que lo “inmortalice”. El ideal idiomático, para Borges, se encuentra en el pasado, de ninguna manera en el babélico presente. Por eso rescata a “nuestro mayores”, quienes sin “arrogancia orillera” ni “malhumor” hispano, escribieron, con el “tono de su voz”, “el dialecto usual de sus días”. [29] Acorralado por las coordenadas “seudo plebeya” y “seudo hispánica”, Borges critica al escritor argentino de los años veinte puesto que “el que no se aguaranga para escribir y se hace el peón de estancia o el matrero o el valentón, trata de españolarse” [30] (1994: 146). En síntesis, entre el español peninsular y el nuestro habría sólo “un matiz de diferenciación” lo bastante discreto como para “no entorpecer la circulación total del idioma” (146-147).
En 1928, mismo año que Borges edita su Idioma de los argentinos, Arturo Costa Álvarez publica un libro, titulado El castellano en la Argentina,[31] que se constituye en uno de los compendios argumentativos más interesantes y valiosos contra las tesis rupturistas. Si bien en Nuestra lengua (1922) ya había decretado la muerte de todas las tentativas a favor de una lengua vernácula, ante la persistencia de esas ideas Costa Álvarez parece verse en la necesidad de repetir y agudizar su postura en este libro. Según Costa Álvarez (1928b), todas aquellas publicaciones que postulan al castellano en Argentina como un idioma propio tropiezan con un problema: sostienen la emancipación de las formas castellanas a partir de una serie de reformas que se llevan a cabo dentro del castellano mismo. Los aportes de los rupturistas quedan reducidos, entonces, a la “desnaturalización” del castellano mediante la incorporación de formas extranjeras y “vulgarismos nacionales” (17). Para este autor, estas modificaciones no comportan en modo alguno la transformación de una lengua en otra puesto que, “por mucho localismo que injertemos” nuestro tronco idiomático común siempre será el castellano (18). Sin embargo, la postura de Costa Álvarez no es la de un purista recalcitrante puesto que reconoce las particularidades propias que presenta el castellano del Río de la Plata: “la base de nuestra cultura es la heredada tradición hispana; pero su estructura tiende a desarrollarse con caracteres propios, en armonía con nuestra idiosincrasia de pueblo nuevo” (63). No obstante, no por esto deja de ser un purista, puesto que si bien acepta el argumento de una lengua con características personales y diferenciadas, pervive la idea de que el castellano en estas tierras ha sido “desnaturalizado” y “vulgarizado” por algunos aportes indeseables.[32] Más allá del reconocimiento de las particularidades del castellano en argentina, Costa Álvarez tiene la idea de que la lengua culta ha sido “dañada” y, ante esta situación, es necesario “restablecer[la]” (1928b: 64). Vale decir que si, por un lado, este autor y otros afines se oponen a la tesis de una lengua propia en formación, por el otro su prédica también se orienta a favor de la recomposición de una lengua que se ha visto seriamente comprometida y apartada de su estado “ideal”. Por esta razón, durante los años veinte, aparecen textos destinados a señalar los errores más frecuentes en el uso de la lengua y a enmendarlos.[33]
3.2 Los defensores del castellano
Luego de la polémica que se genera alrededor del libro de Abeille, y que deriva en la disputa en torno al criollismo, las querellas se enfrían en los años subsiguientes. En la década del veinte, comienza a emerger un nuevo corpus de ensayos que, por un lado, realizan una revisión de ese pasado reciente y concluyen que el problema de la lengua ha dejado ya de serlo, puesto que “cualquier tendencia deliberadamente corruptora del idioma” se ha disipado (Quesada 1923: 11). Ernesto Quesada, quien da por finalizado el debate y proclama la victoria de una batalla iniciada un cuarto de siglo atrás, es el encargado de reseñar y festejar uno de los libros más importantes sobre el tema durante esa década: Nuestra lengua, de Arturo Costa Álvarez. Publicado en 1922, este libro puede considerarse como un texto inaugural o fundante en el sentido de que se inicia con él una nueva perspectiva en el abordaje de “la cuestión del idioma”: hasta ese momento, quienes habían intervenido en el debate eran protagonistas en diferentes esferas de la vida intelectual e institucional; sin embargo, es Costa Álvarez quien aborda el tema en tanto objeto de reflexión y de estudio, y se erige como “el especialista” en dicha temática (Di Tullio 2006). Si bien forma parte de “la tradición de la queja”[34] –al igual que Ricardo Monner Sans, Juan B.Selva y otros–, su voluminoso libro no sólo representa una prolija argumentación contra quienes postulaban una lengua propia, sino también constituye una revisión del pasado idiomático del país al calor de los nuevos desafíos que el contexto de los años veinte ofrece.
Si bien es un acérrimo enemigo de las tesis rupturistas, su prédica nacionalista lo preserva de la idea de que se debe acatar servilmente las normas emanadas de la Real Academia Española. Sin embargo, la perspectiva de Costa Álvarez se encuadra en una defensa del castellano –con los límites ya señalados– y con la intención de codificar una lengua culta y nacional, purgada de todos aquellos elementos lingüísticos provenientes de la inmigración, en los cuales muchos creyeron adivinar el germen de un nuevo idioma. Costa Álvarez distingue muy bien las tendencias opuestas que existen dentro del concepto de nacionalismo. En las postrimerías del siglo XIX, afirma, se asiste al “triunfo” y a la “apoteosis” de la “incultura popular” en el lenguaje (1922: 89). Piensa en la literatura criollista, en el teatro criollo y en el colofón del siglo: el libro de Abeille, del cual afirma, principalmente, que favorece la corrupción de la lengua (Costa Álvarez). Sobre el período 1900-1920, Costa Álvarez sostiene que “la corrupción del idioma se ha hecho sistemática” debido a que se persigue un fin patriótico: nacionalizar el habla (89). Es aquí cuando distingue dos formas del nacionalismo: por un lado, el que se conduce por la “vía bárbara”, que aglutina a todos aquellos “idiomólogos” y escritores cuya prédica tiene por objetivo “sustituir la lengua en la que escriben” (91). Ese patriotismo es el que coloca en su centro una “lengua artificial”, cuyo vocabulario “será gauchesco, la construcción será francesa y del castellano no quedará sino lo indispensable para que el aparato no se venga abajo” (91). Por otro lado, se encuentra “la vía civilizada”, la suya, que se basa en el respeto y la preservación del castellano “culto”.
Frente a un contexto en el que prevalece un “caos” lingüístico producto de las influencias y mixturas que ejercen los grupos de inmigrantes en contacto con el español, “caos” que sirve a un conjunto de escritores e intelectuales para fundamentar la idea de una lengua “privativa” de la Argentina, Costa Álvarez recupera el valor que tiene el castellano para contrarrestar esta situación “indeseable”. Señala que, durante el siglo XIX, la lengua se torna cada vez menos castiza debido “al roce que se produce en los arrabales con el guirigay de los negros bozales, en los campos con el lenguaje gauchesco y en las lindes con las lenguas indígenas” (22). Es decir, los sectores populares, las minorías conformadas por los negros, indígenas y gauchos serían los agentes corruptores del lenguaje durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, este y otros autores se encuentran con un problema a la hora de trazar una verdadera tradición nacional apoyada sobre la base del castellano hispánico: los liberales decimonónicos elaboraron sus proyectos de nación a partir de una profunda hispanofobia. Para otorgarle un fuerte respaldo al castellano “correcto” y lo suficientemente puro, Costa Álvarez debe recurrir a los padres de la patria puesto que la definición de un idioma legítimo siempre se realiza en consonancia con los fundamentos de la nacionalidad. Ahora bien, si los padres de la patria parecen sostener tesis que resultan adversas al momento de argumentar a favor de un castellano castizo, medianamente libre de las variaciones locales, no queda otro camino que transformar las tesis antihispánicas para poder vincular “nuestra lengua” con los pilares de la nacionalidad. Vale decir, entonces, que el desafío consiste en transformar el rechazo hacia España que sienten nuestros próceres y aproximarlos al español peninsular. Se impuso, entonces, la tarea de una revisión del pasado nacional a los fines de contrarrestar los “males” que aquejan al presente. Y este paso lo inicia Costa Álvarez en Nuestra lengua. De este modo, se ocupa de revisar las ideas que en materia idiomática sostuvieron los principales intelectuales del siglo XIX: Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento y Juan María Gutiérrez. A modo de ejemplo, y dada la vastedad de los análisis que lleva a cabo Costa Álvarez en su libro, sólo sintetizaremos la operación argumentativa que realiza sobre los dos primeros. Acerca de Echeverría, Costa Álvarez sostiene que pese a su postura contraria al dogma colonial y a favor de una doctrina estética genuina, es decir, americanista, el autor de El matadero “no predicó ni practicó el antiespañolismo furioso, ni el americanismo frenético” (25). El objetivo principal de Costa Álvarez es desdibujar la imagen de un Echeverría hispanófobo que pueda venir en auxilio de un presente que reclama, para ciertos grupos, una revalorización del castellano. Según este autor, existe una confusión cuando se piensa en los posicionamientos estéticos e idiomáticos de Echeverría en la medida en que su desdén no se dirige hacia el castellano, sino hacia las letras españolas de su tiempo. Y encuentra las palabras de Echeverría que lo redimen: “el único legado que los americanos pueden aceptar y aceptan de buen grado de la España es el idioma” (26). Con respecto a la figura de Alberdi, es conocida la hispanofobia de sus años de juventud. El problema se encuentra en que “preconiza al francés como mejor lengua a causa de su biblioteca literaria y científica” (35). Costa Álvarez va a cuestionar la idea alberdiana acerca de que el francés, al ser vehículo de grandes ideas, va a dotar al español de una mejor expresividad. La argumentación de Costa Álvarez no consiste tanto en “desdecir” a Alberdi, es decir en mostrar la tergiversación de la que fue objeto, como ocurre con el caso de Echverría, sino más bien en notar lo equivocado que estaba Alberdi en su juventud. Por esta razón, la argumentación tendrá por objeto matizar las posturas del prócer, y adjudicar su radicalidad a la “irresponsabilidad” e “ignorancia” propias de la juventud, la cual tiene sus “arrebatos y extravíos”, excesos que se deben reconocer más tarde, como lo hizo Alberdi, quien admitió lo “apasionado e irrazonable de su aversión juvenil al castellano” (37). La muerte temprana de Echeverría impidió afirmaciones similares, y no hubo más remedio que sostener las tesis del extravío interpretativo. Las palabras del viejo Alberdi a favor del castellano serán también utilizadas por Arturo Capdevila en su libro Babel y el castellano (1928).
Al final de su análisis, Costa Álvarez hace coincidir los posicionamientos lingüísticos de Echeverría, Alberdi, Sarmiento y Gutiérrez de la siguiente manera: “los cuatro proclamaron en definitiva que nuestro idioma es el castellano, al que debemos limpiar de las impurezas con que lo afean en la lengua vulgar la inmigración cosmopolita, y en la lengua culta la lectura continua de libros extranjeros” (71). La conclusión, si bien está referida al contexto del siglo XIX, cobra una deliberada vigencia en los primeros años de la década del veinte, cuando se publica Nuestra lengua. La situación de fuerte contacto de lenguas explica la anacrónica y tendenciosa reflexión final a la que arriba Costa Álvarez: Echeverría muere en 1851, cuando todavía no había siquiera caído el rosismo. Resulta, por lo tanto, anacrónico decir que el autor de “El matadero” se propuso, junto con sus pares de generación, eliminar las impurezas que la inmigración cosmopolita iba depositando sobre la lengua, cuando todavía restaban varios años para que se pongan en marcha las políticas de promoción de la inmigración. A su vez, Costa Álvarez olvida o minimiza posicionamientos hispanófobos ostensibles que estos intelectuales tuvieron en relación con los problemas de la lengua: por ejemplo, Gutiérrez, en 1875, rechaza el diploma de “académico correspondiente extranjero” de la Real Academia Española, fundando su decisión en que la pluralidad de lenguas que se oyen en Buenos Aires y el “idioma nacional” en que se escriben los periódicos, se dictan las leyes y se comunican los porteños son fenómenos opuestos al purismo idiomático que pretende instalar la Academia en suelo argentino.[35]
Ahora bien, ¿cuál es la evaluación del estado de la lengua a comienzos de los años veinte para Costa Álvarez? En primer lugar, va a dejar muy en claro que el idioma nacional es el castellano, “la lengua de los manifiestos, proclamas y decretos de nuestra emancipación, de nuestro himno nacional, de nuestra acta de independencia, de nuestras constituciones, leyes y códigos”, y la de todos aquellos escritores, poetas y publicistas que “han cuidado la forma de expresión” (142). La lengua nacional es, entonces, aquella que se encuentra institucionalizada y vinculada con los orígenes de la Patria, es decir, la lengua “culta” que proviene del español heredado. Existe, en efecto, una heterogeneidad lingüística en la Buenos Aires de los años veinte, pero para el autor este no es un fenómeno extraño puesto que “en ninguna parte de la Tierra la lengua general de una nación se habla uniformemente en todos los puntos de su territorio” (142). Y agrega que en cualquier lugar del mundo esta distinción que señala basta para establecer cuál es el idioma nacional; en cambio, en Argentina, eso no es suficiente puesto que “los idiomólogos han atribuido demasiada importancia a lo regional y/o local” (143). Ahora bien, la injerencia de las formas locales en el idioma nacional resulta prácticamente nula para Costa Álvarez, puesto que los lenguajes populares se encuentran “confinados a un círculo estrecho” (147). Por este motivo, ninguna variedad popular “afecta el fondo de nuestro castellano” (148). La causa de la corrupción del idioma no se encuentra únicamente en la inmigración, sino en la insuficiencia del sistema educativo nacional, el cual experimentó un doble fracaso –el de la ley Gómez (1894 y 1896)[36]– en cuanto a la implementación del uso obligatorio del castellano como instrumento de enseñanza en las escuelas (Capdevila).
A fines de la década, poco antes de morir, Costa Álvarez publica “Groussac y la lengua”, un artículo aparecido en la revista Nosotros. Allí recupera una figura como la de Paul Groussac, presencia central del campo literario que tuvo un importante desempeño en los debates sobre la lengua hacia fines del siglo XIX. Groussac funciona en el esquema de Costa Álvarez como una buena cita de autoridad para refrendar la inviabilidad de la creación de un idioma nacional que no fuese el castellano. Allá por 1891, nos cuenta Costa Álvarez, Groussac ya se había encargado de conjurar la amenaza que suponía la campaña criollista “en su propósito de inducirnos a sustituir el castellano mundial por una jerga local” (1929: 118). En aquel momento, Groussac no hizo más que postular, ante el Ministerio Nacional de Instrucción, que “no hay más idioma nacional que el castellano” (118). Pero Costa Álvarez convoca a Groussac porque, además de defender el castellano, reivindica la tradición hispánica y la vincula con la cultura americana: “necesitamos desde luego estudiar la historia y la lengua españolas, si queremos conocer a medias las tradiciones americanas y los antecedentes argentinos” (119).[37]
Casi inmediatamente después de la aparición de Nuestra lengua, Ernesto Quesada publica La evolución del idioma nacional (1922), folleto que luego reproducirá la revista Nosotros a comienzos de 1923. De alguna manera, el texto se propone como un encomio del libro de Costa Álvarez, el cual “viene a historiar las luchas pasadas y a proclamar el triunfo final de la sana doctrina” (1923a: 13). Para Quesada, Nuestra lengua es el último y victorioso eslabón del largo debate sobre la lengua en Argentina: “en ese momento verdaderamente crítico[38] se produjo la reacción, en la forma historiada por Costa Álvarez, y en la cual me correspondió la parte modesta, reconocida por éste: la lucha vivísima duró un par de lustros, encauzándose después, hasta que hoy por completo ha terminado con el triunfo del buen sentido” (13, destacado nuestro). El problema del idioma nacional ha dejado de ser un problema y, siempre según Quesada, a comienzos de los años veinte la “tendencia deliberadamente corruptora del idioma” se ha disipado en pos de “mantener incólume la pureza de la lengua” (11). Lejos del diagnóstico que describe Quesada, el libro de Costa Álvarez más que una pieza final y victoriosa resulta, según la perspectiva que ofrece la década del veinte, el inicio de una nueva faceta de las querellas en torno al idioma y la lengua literaria.
Al igual que Costa Álvarez, Quesada reproduce los argumentos que marcan la diferencia entre el Alberdi joven e hispanófobo del Alberdi viejo que valora el castellano. Vale decir que duplica y consolida la estrategia que se despliega en Nuestra lengua, que consiste en entroncar las raíces patrias, definidas en su momento por sus protagonistas como antihispánica, con las fuentes del español peninsular. Para Quesada, la prédica contra la lengua española en la que incurrieron los románticos decimonónicos era un simple resabio del odio a lo godo. Y agrega: “ninguno de aquellos cultos argentinos –como lo demuestra acabadamente Costa Álvarez – en realidad soñó con la suplantación del castellano por un dialecto casi indígena” (8, destacado nuestro). Si bien es cierto que ningún miembro de la Generación del 37 postuló el reemplazo del castellano por otro idioma, también es verdad que los rupturistas tampoco bregaron por ese objetivo seriamente. En todo caso, se opusieron a la variedad culta de España y a los deseos de mantenerla “pura”; y propusieron una apertura idiomática que contemplara la inclusión de diversas voces populares y americanas en el seno del español. Pensaron, eso sí, que los cambios serían tan radicales que la lengua en el Río de la Plata –por aquí se circunscribía el radio de los debates– cambiaría de tal forma que apenas unos pocos elementos la mantendrían vinculada al castellano.
Sin lugar a dudas, durante la década del veinte, uno de los principales exponentes de la “tradición de la queja” y del purismo idiomático es Ricardo Monner Sans. Por aquellos años, publica dos libros cuya intención prescriptiva en relación con los usos de la lengua en Argentina y la lealtad hacia el español peninsular resultan por demás evidentes. Disparates usuales en la conversación diaria (1923) y Barbaridades que se nos escapan al hablar (1924), como ya se desprende de los títulos, ponen en primer plano las formas impropias de una oralidad que, evidentemente, se aleja del modelo idiomático español y que, por consiguiente, es preciso corregir. Según Monner Sans, la lengua sufre un proceso de creciente corrupción debido al avance de la cultura popular, la cual deber regirse por los usos cultos: la corrección en el habla “es el más alto exponente de la cultura de un pueblo” (1923: 95). Y, a su vez –y en esto coincide con Costa Álvarez–, responsabiliza al Ministerio de Instrucción Pública por no cumplir del todo con su misión central de garantizar que “no se bastardee el heredado lenguaje” (95, destacado nuestro). Para este autor, esa cultura popular, responsable de imponer sus usos lingüísticos tanto en el habla como en la literatura configura la expresión de los ´”elementos extranjerizos” responsables de “afear la belleza del heredado lenguaje” (96). Inficionados en diversos discursos sociales de la época, las extendidas formas populares alertan a Monner Sans quien reclama de las autoridades que se “revisen” desde los textos escolares hasta los carteles que aparecen en la vía pública debido a que muchos de estos soportes se encuentran “redactados en una jerigonza incomprensible” (96). El libro siguiente se encuentra en la misma sintonía que el anterior, sólo que los “disparates”, purgados de la comicidad que parecen sugerir, se han convertido ahora en cosa seria, invasiva, al trocarse en elementos propios de la “barbarie”.
Mientras Costa Álvarez publica Nuestra lengua, algunos fragmentos de lo que luego se convertirá en Eurindia (1924) comienzan a aparecer, en forma de artículos, en el suplemento dominical de La Nación. En 1924, Ricardo Rojas, figura preponderante del nacionalismo cultural, finalmente publica su libro en España. Sus tesis son por demás interesantes en la medida en que parecerían ubicarse en una zona vecina a la de Abeille, puesto que postulan, en apariencia, una cultura nacional y propia no a partir del rechazo y la negación de diversas influencias, sino más bien todo lo contrario: la cultura argentina debía ser el producto de la asimilación de componentes tanto exóticos como autóctonos. Sin embargo, las ideas de Rojas, por más que insistan en la necesidad de asimilar las diversas formas culturales e idiomáticas europeas e indígenas, no pueden ocultar la lealtad que el autor sentía hacia España; cuestión que lo ubica, en el marco de estos debates, en una suerte de purismo relativo, abierto a los localismo y extranjerismos, pero siempre supeditados al dominio de España.
Con respecto a los problemas concretos del idioma, Rojas (1980) afirma que la aparente gran dificultad de nuestra literatura es que no se encuentra escrita en idioma argentino. De la misma manera, las bases de nuestra nacionalidad tampoco están escritas en ese idioma: tanto nuestra literatura como el Himno Nacional, la Constitución de 1853 y los diversos documentos que dan origen a nuestra nación se encuentran escritos en castellano, pero esto no significa que debemos negarle los caracteres nacionales a todas estas formulaciones discursivas puesto que resultan fundantes de nuestra identidad como Nación. En este sentido, coincide con Costa Álvarez quien para demostrar la vigencia del castellano en nuestra cultura apela a este mismo argumento que lo ubica en las bases y orígenes de la Patria. Tanto Rojas como Costa Álvarez llegan a la misma conclusión: el pueblo argentino “no necesita crearse una lengua nueva para manifestar su genio social” (Rojas 42). De este modo, Rojas refuta las tesis rupturistas y refuerza la importancia del castellano en la conformación de una identidad nacional “autóctona”, porque el hecho de que en América se hable castellano no significa que por ese solo motivo seamos españoles y no americanos. De esta manera, concluye que nuestro idioma nacional es el castellano. No obstante, no es un purista intransigente. Pese a su argumentación inclusiva de otras formaciones culturales (cosmopolitismo, indianismo), perdura el gesto de lealtad hacia todo lo relacionado con España.[39] Sin lugar a dudas, para este autor, las influencias del país ibérico sobre nuestra cultura fueron de suma importancia.[40]
Rojas reconoce que para la conformación de la nación, además de cultivar el desierto y fundar ciudades, se ha necesitado también “reducir al indígena y civilizarlo” (65). En este sentido, apoya y justifica la tarea llevada a cabo por los representantes del liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX. Si bien reconoce y reivindica el componente indígena que subyace en nuestro idioma y en nuestra cultura, eso no significa que se deba poner esa influencia al mismo nivel que funcionan las otras, como por ejemplo la hispánica. Se puede afirmar, entonces, que los elementos constitutivos del esquema cultural denominado “Eurindia” no tienen todos el mismo peso y valor. Si bien Rojas habla de “lo europeo” como el otro brazo de esa síntesis cultural que propone, existe en su argumentación una clara diferenciación: por un lado, se encuentra lo español, que no se define necesariamente como un elemento extranjero y no conlleva casi ningún tipo de valoración negativa; y por el otro, se encuentra lo europeo (inmigración francesa, inglesa, alemana, eslava, judía, etc.) en el sentido de lo foráneo, cuyos elementos “disgregadores” ponen a prueba la identidad nacional. Esta segunda acepción se compone de la llamada “inmigración cosmopolita” a la cual Rojas evalúa de una manera ambigua, puesto que si por un lado contribuye a la caracterización de nuestra raza, por el otro es la responsable directa de la corrupción idiomática que experimenta Buenos Aires durante el primer cuarto del siglo XX.[41]
En la introducción a su Historia de la literatura argentina (1917), Rojas (1948) advierte sobre el problema del idioma en el país y las implicancias que esto tiene sobre nuestra literatura. Para este autor existe una “conciencia declinante” de la lengua castellana en el Río de la Plata. Esto sucede porque la historia breve de Argentina no ha dado tiempo para que nuestras tradiciones e idioma se sedimenten en un todo orgánico, como sí sucedió en Europa. Si, como afirma Rojas, el suelo, la raza, el idioma y la literatura se funden en una sola unidad, en Argentina esa unidad es puesta en duda a partir del intenso cosmopolitismo que supuso la inmigración: muchos escritores argentinos, por “cuestiones de ambiente”, escriben en otras lenguas, como el francés, lo que supone el planteo de una serie de interrogantes no menores:
¿Pues, cuál es el criterio con que un historiador de la literatura argentina debería considerar esos libros,[42] argentinos por su asunto o por sus autores, y extranjeros por la lengua en que fueron escritos? ¿Qué causas de educación o de ambiente les movieron a abandonar el idioma nativo? ¿Hasta dónde el idioma de la nación define la argentinidad de su literatura, y hasta dónde se la define por la cuna de sus autores o la índole de sus obras? (Rojas 32).
En 1926, un argentino nacido en Rosario, de padre alemán, llamado Rudolf Grossmann publica un libro que se propone, en cierta medida, como una refutación al Idioma nacional de los argentinos de Lucien Abeille: El patrimonio lingüístico extranjero en el español del Río de la Plata . Con su libro, tiene el propósito de brindar su dictamen en relación con las querellas acerca de la lengua. Sin embargo, su intervención en estos debates es muy relativa puesto que el texto en sí tuvo muy escasa circulación: fue publicado en lengua alemana y en el extranjero (Alemania, Hamburgo) y recién fue traducido al español en el año 2008 (Biblioteca Nacional). Quien insertó el texto de Grossmann en el ambiente, y de manera bastante indirecta, fue Costa Álvarez (1928a, 1928b).
Si Abeille propone la emergencia de una lengua de los argentinos, gracias al paulatino alejamiento del español castizo debido a las múltiples influencias idiomáticas que provienen del extranjero y de las culturas autóctonas, Grossmann viene a demostrar la tesis opuesta: para este autor, pese al caótico panorama de la lengua en la cosmopolita Buenos Aires de los años veinte, no existe nada que pueda poner en peligro la unidad del castellano usual de la Argentina. Esta obra puede ser leída como el alegato al Idioma nacional de los argentinos: se puede entender como el libro que se le opuso en su mismo campo, el empírico, y dentro de un mismo marco, el de la lingüística de principios de siglo XX (Alfón 2008a, Ennis 2008). Como bien lo explicita Grossmann, el profesor francés procuró darle una base científica al tópico de la lengua nacional argentina y se vio en la necesidad de “pronosticar su futuro desarrollo sobre la base de los idiomas aborígenes” (Grossmann 2008: 71). Sin embargo, para Grossmann, el trabajo de Abeille resulta “pseudocientífico” y sus postulados, lejos de referirse a un nuevo idioma, no hacen otra cosa que elevar a la condición de idioma nacional “el patrimonio dialectal del español antiguo o meras faltas gramaticales” (71).
El contacto de lenguas que tiene lugar en la Buenos Aires cosmopolita de los años veinte propició el desarrollo de lo que Grossmann denomina “lenguas mixtas argentino-europeas”. Se diferencian de los dialectos, principalmente, en que las “lenguas mixtas” no son constantes desde el punto de vista gramatical. Además, resulta imposible establecer un vocabulario unificado, principios fonéticos precisos y una morfología firmemente trazada, sostiene. Esto se debe a que este tipo de lenguas nunca son populares o nacionales, sino individuales por lo que su variabilidad hace que resulten sumamente inestables y mudables. Según Grossmann, las lenguas mixtas no son otra cosa que lenguas auxiliares, es decir que se ubican de manera paralela y supeditada a la lengua principal por lo que no influyen de ninguna manera sobre el español. Y agrega que tampoco deberían influir en la literatura “puesto que ningún escritor serio estaría dispuesto a integrarlas [a las lenguas mixtas] a sus obras” (268). Grossmann señala que muchos se vieron tentados en pensar estas lenguas mixtas como el germen de un nuevo idioma nacional argentino; pero el autor niega esa posibilidad argumentando que su “inconsistencia gramatical” las condena a la “extinción” (284).
En mayo de 1928, Arturo Costa Álvarez publica en la revista Valoraciones una de las pocas reseñas que recibe en Argentina El patrimonio… Allí señala que la influencia de la inmigración sobre la lengua –principal preocupación para Grossmann y para muchos otros “guardianes” del castellano– fue utilizada tanto por los “conservadores” como por los “revolucionarios” para demostrar “ora una degeneración en dialectismo que se debía contener, ora una evolución hacia un idioma propio que se debía estimular” (1928a: 241).
Uno de los libros que mejor expresa el purismo idiomático es el que Arturo Capdevila publica en 1928: Babel y el castellano. Ya desde su dedicatoria se puede apreciar la importancia que tendrá España y su cultura en la argumentación a favor de un castellano puro, sin las máculas que el pasado hispanófobo y el presente cosmopolita pretenden impregnar sobre la superficie del español. Capdevila dedicará el libro al “señor del castellano”, Enrique Larreta, escritor argentino, ferviente admirador de España. Luego la dedicatoria se ocupa de vincular la idea de lo nacional con lo español, un esquema argumentativo que se repetirá varias veces a lo largo de la obra.[43] Para Capdevila, España conserva, en relación con la Argentina, una tutela cultural e idiomática que la historia no pudo destruir, pese a los intentos de los liberales decimonónicos y de la tradición hispanófoba que fundan. Argentinos y españoles no sólo pertenecen a “una misma raza”, sino que además ambos son “ciudadanos de una misma nación, miembros de una sola y única familia” (11). La idea de una misma raza, pero sobre todo la de una nación compartida con los españoles, implica no sólo la relativización del pasado independentista argentino sino también la de un gran número de ciudadanos descendientes de las culturas autóctonas y de la inmigración no española. Según Capdevila, Argentina viene a ser una suerte de apéndice de España. Ambas naciones parecen compartir un mismo medio –cultural e idiomático– al punto tal de que si se viaja hacia la antigua metrópoli lo más probable es que uno se sienta “como si no hubiésemos salido de la patria; pues que aún hablábamos y nos hablaban en el mismo nativo idioma” (16).
En el nacionalismo hispanófilo (Cárdenas-Payá 1978, Devoto 2002) –del que participan la raza, la nacionalidad y la idea de familia común– la noción de una espiritualidad compartida termina por cerrar el estrecho vínculo que liga la cultura argentina con la española: “esa gigantesca extensión de que es capaz el espíritu” es la responsable de cimentar “esta confraternidad sin fronteras” que une a ambos países (16). Sin embargo, Capdevila llama la atención sobre el hecho de que “no siempre ha sido este que yo enuncio el sentimiento argentino”, puesto que “la independencia debió dejar, y dejó, un sedimento de enconos” (16). Y recomienda que, en este terreno, a nuestra cultura le hace falta “mucho olvido” para poder “apaciguar” y revertir ese rencor que el padre supo legar en el hijo (16). La hispanofobia de la Generación del 37, continúa, ha sido la principal responsable de estos enconos hereditarios, particularmente las figuras de Alberdi, Sarmiento y Gutiérrez. La idea de una lengua propia nace con estos intelectuales, sin embargo, al igual que Costa Álvarez, Capdevila afirma que todas las ideas que postulan la emancipación o modificación idiomática se ubican en los discursos de juventud de estos intelectuales. Los rasgos particulares del español rioplatense son negados, o bien condenadas, por Capdevila. De este modo, por ejemplo, afirma que el voseo no es más que un “sucio mal” del que están “enfermos” los argentinos (64). En cuanto a los argentinismos, afirma que resultan “falsos” puesto que no provienen de ninguna cantera propia y original sino de la Península (84). Así concluye que el pueblo argentino ha creado poquísimas palabras y deja entrever que el grueso de nuestra lengua es enteramente heredada. Estas apreciaciones no son más que la antesala de la negación de todas aquellas tesis rupturistas que tienen un importante auge durante la década del veinte. Para Capdevila, el padre de la “peregrina” idea de una lengua propia no es otro que Lucien Abeille. De hecho, llama “abeillistas” a los rupturistas de aquellos años. Con respecto al autor del Idioma nacional de los argentinos, se pregunta si su tesis acerca de una lengua propia no responde a un intento de justificar “no sé qué desviaciones fonéticas en que él [Abeille] veía ya una lengua nueva” (27). Contrariamente a lo que pensaba el profesor francés, “una nueva patria no implica necesariamente una nueva lengua”. De esa idea proviene “la ilusión de ambicionar una privativa lengua para la patria” (28).
4. Gramática, ortografía y corrección en los debates sobre el idioma
En un contexto de fuertes debates sobre el idioma, “los conservadores de la cultura”, hispanófilos, se ocupan de reforzar las barreras que protegen al castellano de todas aquellas formas “espurias” del habla traídas principalmente por la inmigración. La proliferación de libros y artículos destinados a reforzar la supremacía del castellano sobre cualquier otra forma idiomática y a remarcar la vigencia de una herencia cultural, la española, por sobre la que pudiera otorgar la inmigración cosmopolita es una de las manifestaciones del purismo de los guardianes de la cultura. Pero también existieron otras estrategias para refrenar el avance de ese cosmopolitismo: desde fines del siglo XIX, se colocó en la escuela la función primordial de homogeneizar una población cultural e idiomáticamente heterogénea. Algunos, como Costa Álvarez o Quesada, proclamaron la victoria de las tendencias castizas gracias al rol llevado a cabo por el sistema educativo. Sin embargo, ahora quisiéramos referirnos a otra de las estrategias del purismo, muy vinculada con la escuela: el énfasis puesto en la corrección idiomática y, sobre todo, en la gramática.
En el terreno literario, el casticismo realiza un importante recorte que deja fuera de la noción de literatura a casi todas las obras de cuño popular y moderno. Para los puristas, el lenguaje literario se considera un modelo idiomático y, en consecuencia, toda aquella literatura que incorpora elementos locales, populares y extranjeros es rechazada. Esto explica por qué los problemas en torno al idioma se articulan con los de la lengua literaria y se retroalimentan de manera continua. Un buen ejemplo de la concepción de la literatura como modelo idiomático es el que brinda Ángel Acuña,[44] en un pasaje de su libro Ensayos, publicado en 1932. Allí hay un capítulo titulado “Los factores de evolución de los idiomas”, en el que señala que “no se puede negar que la lengua literaria fija y organiza, dando formas definitivas al idioma” (1932a: 44). Desestima el lenguaje popular al asegurar que en él “hay diversidad de normas en pugna, lo que imposibilita la estabilización de su estructura”. El lenguaje literario viene en auxilio de esta situación y determina el predominio de “la norma más apta”, dando unidad y sistematización (44). Desde la perspectiva de Acuña, los registros populares no pueden servir como materia literaria en la medida en que al ser plurales e inestables atentan contra la fijación del idioma, pero sobre todo contra las leyes que regulan la lengua “legítima”. En este sentido, la gramática cobra un notable protagonismo para estos sectores en la medida en que constituye el compendio legislativo encargado de normalizar no sólo la lengua frente al avance del “babelismo”, sino también el discurso literario de los escritores modernos que se proponen fundar una lengua literaria con un mayor grado de autonomía y de especificidad literaria (Rogers 2011a). En enero de 1930, Roberto Arlt realiza una de las impugnaciones más famosas a la gramática y los gramáticos cuando publica su aguafuerte “El idioma de los argentinos”. Allí refuta unos dichos de José María Monner Sans, quien había sostenido, en El Mercurio de Chile, que ya nadie defendía la gramática y la Academia, aunque la tarea “depuradora” de los intelectuales argentinos ponía coto a la “amenaza” del lunfardo.[45]
Algunos escritores e intelectuales afines a las propuestas rupturistas del idioma marcan su posición a través de la violación de ciertas normas, la común de ellas es la ortográfica. En la revista Caras y Caretas, el reconocido crítico español José Gabriel,[46] en 1927, escribe un artículo que pone de manifiesto el malestar ante la anomia que existe en las letras argentinas al respecto. Según José Gabriel, la complejidad ortográfica es la responsable de que se hayan originado las propuestas de reformar la ortografía; propuestas que hunden sus raíces en el siglo XIX, a partir de las tentativas de Sarmiento, y que se manifiestan en plena década del veinte. Por ejemplo, José Gabriel menciona un “reciente libro anónimo”, titulado Ortografía racional, cuya propuesta hace que “todos los proyectos [previos] de reforma se queden cortos en comparación” (1927: 26).
La defensa que hace José Gabriel de la ortografía entra en colisión con las propuestas de algunos intelectuales como Vicente Rossi, quienes no sólo proponen sino que escriben de acuerdo con una reforma tendiente a simplificar la correspondencia entre los sonidos y los grafemas. En este marco, la publicación en 1927 de los ensayos que Sarmiento escribe en Chile en la década de 1840, que tratan precisamente sobre sus proyectos de reforma ortográfica, entre otros aspectos, no resulta casual ni inocente, sino que constituye una pieza más del mosaico de disputas sobre el idioma y la lengua literaria. La editorial Gleizer publica Sarmiento en el destierro (1927), cuyo prólogo, notas y edición están a cargo del ensayista, periodista y crítico chileno Armando Donoso. La reedición de estos textos de Sarmiento actualiza las disputas vigentes sobre el idioma en la década del veinte y, por lo tanto, resultan de gran interés y actualidad para los nuevos escritores (Rogers 2011a), los cuales perciben los problemas de la lengua como inherentes a su praxis literaria, dado que en ellos se dirime no sólo la legitimidad de determinadas escrituras, sino también diversos espacios dentro del campo literario. En la década del veinte, la figura de Sarmiento había sido revisitada en más de una oportunidad por los protagonistas de los debates en torno al lenguaje. Recordemos que, como hemos visto, Costa Álvarez en Nuestra lengua, como así también Ernesto Quesada en La evolución del idioma, repasan las tesis no sólo de Sarmiento sino de otros exponentes de la Generación del 37 que explicitaron políticas y proyectos lingüísticos. El prólogo de Donoso constituye un fuerte posicionamiento contra el purismo idiomático de los casticistas. La intencionalidad principal de Donoso es caracterizar a Sarmiento como un americanista; y eso lo consigue haciendo una semblanza del autor del Facundo desde una perspectiva con la cual, seguramente, Sarmiento no hubiese estado de acuerdo: Donoso invierte la polaridad de la dicotomía “civilización–barbarie” y define a Sarmiento desde lo que él entendía como la barbarie: lo caracteriza como un “gaucho” al que se debe vindicar por ser “el menos europeizado de los americanos” (1927: 8). Según el compilador, Sarmiento es “la expresión de la pampa libre y de la América bárbara, de esta América que es la más nuestra” (8). Frente a lo europeo, la barbarie cobra un renovado sentido positivo porque comprende el dominio que Donoso intenta ponderar: América. Si observamos bien, nos damos cuenta de que la operación de Donoso no es muy diferente a la llevada a cabo por Costa Álvarez, quien mediante un minucioso aparato argumentativo procura diluir la hispanofobia del prócer. Lo que cambia es el signo de la operación ya que Donoso intenta llevar la figura de Sarmiento hacia el extremo opuesto, y eso implica convertir todos aquellos elementos denostados por el propio Sarmiento en valores. De esta manera, si Sarmiento era un representante de la ciudad y la “civilización”, en el prólogo de Donoso pasa a serlo “de la Pampa en toda su audacia acaudilladora. Era el gaucho que sabía dormir con un ojo abierto, portando en la vaina de la espada la pluma audaz” (9).
Para Donoso, las ideas de Sarmiento con respecto a la lengua eran bien claras:
observó que son los pueblos y no los tratadistas o los escritores quienes dan vida a las lenguas; señaló que la única función de los gramáticos y de las academias es codificar en sus diccionarios las nuevas voces y modismos que el pueblo sanciona, y afirmó que la ortografía debe corresponder a la pronunciación antes que a su etimología (17).
Vale decir que Donoso muestra a Sarmiento como un rupturista –cosa que el propio Sarmiento plantea explícitamente– que pone en cuestión el dominio y la injerencia de la Real Academia en América, además de relativizar el poder de las gramáticas y diccionarios en lo que respecta a los usos de la lengua, asignando al pueblo, en este sentido, un valor y un poder que los puristas reducían a meras influencias perniciosas y corruptas sobre la lengua. Según Sarmiento, el castellano se encuentra en una fase de “anquilosamiento” que impacta “negativamente sobre la literatura”. Esto se debe al “influjo de los gramáticos, el respeto a los admirables modelos [y al] temor a infringir las reglas” (17). Estas ideas no pueden ser más actuales ni más funcionales en un contexto en donde la discusión sobre la lengua posee renovada vigencia, en donde los gramáticos y el aparato preceptivo que desciende desde las instituciones españolas constituyen uno de los frentes de lucha de los rupturistas. Donoso retoma lo que Costa Álvarez pretendía dejar en el olvido, es decir, la prédica de Sarmiento contra el purismo.[47]
La propuesta de Sarmiento resulta afín a la que tienen algunos escritores modernos en los años veinte: “fundemos nuestra literatura naciente en la independencia” (20). La idea de que debe prevalecer la expresión, es decir el contenido del mensaje, por sobre su forma reglada o normada se convierte, en algunos escritores vanguardistas, en el precepto-guía de sus poéticas. Por ejemplo, Nicolás Olivari afirma que “el nuevo poema” va a surgir no sólo al margen de la corrección, sino en contra de ella.[48] Sarmiento hacía declaraciones no muy diferentes a las de Olivari: “… escribid con amor (…) lo que se os antoje, que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta, será apasionado aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso” (Donoso 17-18).
Finalmente, cabe destacar que Sarmiento en el destierro está dedicado a Ricardo Rojas. La propuesta americanista que Donoso postula a través de los textos de Sarmiento parece encontrar en Rojas una suerte de aliado en el sentido en que, como hemos visto, el autor de La restauración nacionalista ya había formulado, en 1924, su tesis sobre Eurindia, que reservaba en el terreno de la lengua un lugar destacado a los aportes de las culturas autóctonas,[49] a las cuales Donoso juzga como otro de los componentes de su americanismo. De hecho, en esa especie de “barbarie para la civilización” que diseña y con la cual caracteriza a la figura de Sarmiento, el componente indígena no está excluido: “su ascendiente indígena parece rezumar en sus polémicas de gaucho bravío, que son como el necesario antecedente de su Facundo” (45-46).
Pero la prédica a favor de la gramática y la corrección es incesante durante estos años por parte de los puristas. En 1925 se reedita la Guía del buen decir, de Juan B. Selva,[50] libro que había sido publicado originalmente en 1915. Para Selva el modelo del buen decir está dado por la literatura y por la gramática.[51] El objetivo de Selva con este texto es el mismo que persiguen otros gramáticos, dando forma a lo que ya hemos mencionado como la tradición de la queja,[52] es decir, ponderar la gramática y la corrección idiomática, realizar un diagnóstico negativo del modo en que se habla y escribe en Buenos Aires, y prescribir medidas tendientes a revertir tal situación: “… cunde también de frondosa y lujuriante la cizaña, abundan los errores de toda laya, barbarismos vergonzoso y garrafales solecismos, y no es propio que en el siglo de la electricidad y de las luces sea siglo de descuido y errores para cuanto atañe al decir” (1925: VI). Con respecto a la literatura, sostiene que esta debe estar sustentada por un discurso correcto desde el punto de vista gramatical, además de ceñirse al uso estricto del castellano, evitando cualquier tipo de “contaminación”: “la corrección gramatical ha de primar siempre; sin ella no hay elegancia posible ni literatura que valga dos cominos” (VIII). Naturalmente, todas estas manifestaciones a favor de la gramática y del respeto a la normativa no son sino más que la otra cara de la moneda de las propuestas acerca de la lengua propia. Es por eso que, sobre el final, Selva niega su existencia al afirmar que “no hay idioma argentino”, como tampoco mexicano o español: “sólo hay idioma castellano” (XIII).
En un artículo publicado en la revista Nosotros, titulado “La gramática rediviva y el nuevo diccionario”, Ricardo Monner Sans afirma que si hay alguna nación de Sudamérica que necesita una férula gramatical es la Argentina debido a “la irrupción de gentes venidas de otras tierras ignorantes del Castellano”, quienes ejercen una fuerza “persistente” y “corrosiva” sobre “la belleza de nuestra habla” (1926: 50). Los casticistas invocan la gramática como un antídoto frente a una anomia idiomática cada vez más extendida. Naturalmente que el discurso literario vio en las plasticidades lingüísticas que deparaba el contacto de lenguas la mejor alternativa para conseguir una lengua literaria autónoma y creativa, pero por sobre todas las cosas libre de los preceptos emanados de una autoridad –España– que ya había sido puesta en cuestión tiempo atrás. En un artículo publicado en La Nación, en 1929, Leopoldo Lugones lamenta la “incultura” que existe entre “decenas de autores, llamémoslos así, desprovistos no sólo de mediana instrucción, sino de la gramática más elemental indispensable para escribir una carta” (1929: 3). Sin lugar a dudas, Lugones piensa en aquellos escritores que escriben, casi siempre deliberadamente, contra la gramática y los “buenos” usos del lenguaje. Concluye diciendo que muchos autores definen a la gramática como “un reglamento inútil, por supuesto que a rigurosa condición de ignorar lo que se desprecia” (3). La gramática vendría ser inherente a la lengua literaria puesto que sin ella “no se puede escribir” (3).
Selva, Monner Sans, Lugones, Capdevila y todos aquellos “guardianes del buen decir” que veían en la gramática una preceptiva formal insoslayable con la cual se debía elaborar la lengua literaria, concebían una relación no problemática entre el escritor ideal y el gramático. Para estos autores, la literatura se pensaba como un modelo de lengua en donde se combinan armoniosamente ambas autoridades, la del gramático y la del escritor.
Como hemos explicitado en la introducción de este capítulo, el propósito de estas páginas ha sido el de reponer el mapa documental que trace las diversas líneas discursivas que instalaron y dieron forma a la cuestión del idioma y de los problemas de la lengua literaria, en las primeras décadas del siglo XX. Este recorrido también tiene por objeto posibilitar el abordaje, de manera contextualizada, de zonas específicas del campo literario a los fines de poder analizar el fenómeno que nos ocupa: la reconfiguración de la lengua literaria en los años veinte.
Nos hemos circunscripto a un ámbito –el del ensayo– que no es el específico de este trabajo – referido a la literatura–, pero que sin embargo lo contempla de manera directa dada la relación que existe entre las discusiones en torno al idioma y las condiciones de transformación de la lengua literaria en estos años. Como hemos dicho, nuestro objetivo es ver de qué manera estas discusiones acerca de la lengua dialogan con el discurso literario y con las relaciones que se establecen en el seno del espacio literario. La cartografía documental que hemos presentado demuestra que los debates en torno al idioma, lejos de aquietarse, cobran un renovado vigor durante los años veinte.
Uno de los ejes de nuestra tesis señala que los debates sobre la lengua no son para nada ajenas al discurso literario en la medida en que siempre se encuentra, de alguna manera, implicado y/o aludido. En este primer capítulo nos hemos ocupado de señalar cuál es el contexto discursivo en el cual los escritores del período publican sus obras y entran en la dinámica que propone el campo letrado. La literatura que se produce en aquellos años y su recepción se encuentran implicadas por las querellas en torno al idioma. Consideramos la literatura del período como una parte constitutiva de los problemas en torno al idioma; sin embargo, nuestro foco estará centrado en la manera en que el discurso literario, al mismo tiempo que alimenta un debate que lo excede, reconfigura las pautas estéticas e idiomáticas que le dan forma. En el centro de ese fenómeno se ubica el proceso de autonomización y especificidad relativas al lenguaje literario.
En los años veinte, el tópico del “idioma propio” se apoya sobre la plataforma construida por las polémicas de comienzos de siglo: Lucien Abeille, Vicente Rossi y Ramón Carriegos, por ejemplo, se ocupan de esta temática en la primera y segunda década del siglo. Si bien esta problemática representa una continuidad en la década de 1920, el auge del periodismo popular y de una literatura asociada a este periodismo y a la representación de los arrabales y los conventillos con la correspondiente recreación de sus modos particulares de habla, convierten al período en un momento de intenso debate en relación con la tesis de un idioma de los argentinos. Como hemos visto, las intervenciones de aquellos intelectuales afines al conservadurismo idiomático se centraron en desmontar el aparato argumentativo elaborado por los rupturistas que señalaba la emergencia, en el Río de la Plata, de un “idioma propio”.
Para los puristas, la lengua legítima se definía en relación con las normas emanadas de España y con sus criterios de corrección y “buen decir”. Estos mismos parámetros son los que ponen en funcionamiento las élites intelectuales para legitimar o rechazar las diversas formas y géneros literarios. En este sentido, todos aquellos lenguajes identificados con lo popular se adscriben a categorías vinculadas con lo incorrecto, inculto y/o exótico.
Por último, una de las modalidades importantes que asumen los debates en torno a la lengua consiste en revisitar el pasado con el objetivo de recuperar figuras históricas que sirvan de cita de autoridad para los argumentos que se esgrimen en los años veinte. Esto sucede tanto del lado de los conservadores –Costa Álvarez o Quesada, por ejemplo–, como así también del de los rupturistas, como Armando Donoso.
A continuación, desarrollaremos los modos en que se manifestaron estas discusiones dentro del dominio estrictamente literario. Para ello no sólo se analizarán las obras en las que mejor se aprecien estos debates, sino también haremos hincapié en su recepción –a través de diversas fuentes documentales como reseñas, comentarios y artículos– dado que es allí en donde mejor aparecen las valoraciones y disputas referidas al lenguaje literario.
- Esta percepción también es compartida por Andrés Bello para quien la gramática resulta un discurso fundacional del Estado moderno. Según este autor, y dada la diversidad lingüística de América Latina, la gramática es un discurso capaz de imponer una estructura normativa unificadora (Ramos 1995: 10). ↵
- Blanco de Margo (1991), Borello (1974), Feinmann (2004), Myers (1999), Rosenblat (1961), Rama (1977), Viñas (2005a).↵
- A partir de 1880, momento en que la élite se aisla de “la masa innominada de trabajadores descontentos”, mudándose al sector norte de la ciudad de Buenos Aires, se desarrolla en relación con el inmigrante “toda una retórica sobre el materialismo, la ausencia de espíritu, el cosmopolitismo, la torre de Babel, los valores amenazados y el mercantilismo” (Onega 1982: 19).↵
- Herder resultó decisivo para el romanticismo y para la formación de las nuevas literaturas nacionales, configuradas en torno a una lengua y tradición originarias capaces de generar sentimiento de pertenencia. Este pensamiento incidió también en el romanticismo argentino, y en la difícil negociación entre la búsqueda de un suelo firme adonde edificar la literatura nacional y las condiciones reales de contar con una lengua y una cultura de trasplante y con una tradición originaria dispersa o inexistente (Gramuglio 2013).↵
- Lugones, en su libro Las fuerzas extrañas, tematiza la problemática de la educación y las condiciones de integración de los inmigrantes. Al respecto, consultar el análisis de Miguel Dalmaroni en “Las bestias extrañas” (2006). ↵
- La tesis corresponde a Ángel Rama quien afirma sobre Hidalgo: “Primer poeta de la patria, primer cantor de la gesta artiguista, primer director patrio de la Casa de Comedias, primer versificador de los gauchos orientales, este Bartolomé Hidalgo no es un poeta, sino una piedra fundacional. Sobre ella se yergue una literatura con 150 años de trabajos para constituirse independiente, original, nacional…” (1982: 44). Sin embargo, otros críticos, prefieren encontrar el origen de nuestras letras en la literatura culta. Este es el caso de David Viñas, quien sostiene que “la literatura argentina comienza como una violación” (2005a), poniendo a “El matadero” como el texto fundacional de la literatura argentina. Piglia, por su parte, encuentra en la violencia del relato de Echeverría y de la primera página del Facundo la génesis de la ficción argentina (1998: 23).↵
- En el Dogma socialista, Esteban Echeverría escribe: “el mundo de nuestra vida intelectual será a la vez nacional y humanitario; tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones y el otro en las entrañas de nuestra sociedad” (1958: 188-189). Piglia toma esta cita y elabora la noción de “mirada estrábica” para definir el doble vínculo del escritor del siglo XIX, vínculo que funda una verdadera tradición nacional: “un ojo mira el pasado, el otro ojo está puesto en lo que vendrá” (1998: 22).↵
- Según Blanco de Margo, el purismo “considera a la lengua como un bien inalterado e inalterable que debe preservarse de todo cambio. Parte de la errónea creencia en la posibilidad de fijar el idioma en algún punto de su evolución. Esta posición conservadora del idioma produce el surgimiento de lo que algunos autores llaman “guardianes públicos del uso”, es decir escritores, intelectuales, hombres públicos, que muchas veces se erigen a sí mismos en preceptistas de la lengua” (1991: 2). ↵
- En su libro El ‘criollismo’ en la literatura argentina (1902), Quesada sostiene: “la tendencia del criollismo [es creer] que el dialecto gauchesco es el verdadero idioma nacional” (1983: 177).↵
- En términos de un ideal, el cosmopolitismo significaría el “interés por lo universal y el respeto por las legítimas diferencias”. En términos más estrictamente históricos, cabría referir el concepto a las grandes etapas de la cultura occidental, para advertir la creciente intensificación del interés y la necesidad del intercambio y el mejor conocimiento de los otros, indiscutiblemente ligados, a partir del siglo XVI, a las empresas de conquista y colonización y a la expansión comercial, hasta alcanzar hoy lo que se denomina “cosmopolitismo global”. El cosmopolitismo es una cuestión concerniente a lo que Carlos Altamirano en sus trabajos llama elites intelectuales o, en otras palabras, el “cosmopolitismo activo” de las minorías que buscan acrecentar la literatura nacional y ponerla en el mapa literario mundial (Gramuglio 2013: 371).
Desde las primeras décadas del siglo XX, las lenguas extranjeras en Argentina no poseen un sentido unívoco. Por un lado, encontramos las lenguas extranjeras que leen y escriben los letrados; y por el otro, están las lenguas extranjeras de la inmigración. Las primeras, son una expresión de la “alta” cultura, del bilingüismo prestigioso; las segundas, están asociadas a lo precario, lo bárbaro y a los acentos exóticos que deforman el español. Como correlato de esta situación, la noción se escinde en un cosmopolitismo legítimo, el asociado a las élites, y otro babélico, vinculado con la inmigración (Sarlo 1997a: 274, Di Tullio 2003: 57). Frente a esta situación, el poliglotismo y el cosmopolitismo pasan a ser sospechosos y, por lo tanto, surge el mandato de volver a las fuentes de la lengua y la literatura españolas (Di Tullio 59). ↵ - Di Tullio se refiere a este nacionalismo como popular (2003: 65). ↵
- El proyecto idiomático de Rossi se integra a un conjunto conformado por otras propuestas de reforma de la lengua, las cuales no se limitan al contexto argentino, sino que, a partir de mediados del siglo XIX y hasta por lo menos la década de 1920, se llevan a cabo en distintos lugares de América Latina. Por ejemplo, el proyecto de “el idioma de los argentinos” de Borges; el dialecto inventado por Xul Solar, basado en el castellano y el portugués, conocido como “neocriollo”, y su utopía lingüística denominada “panlengua”; la recuperación de algunos rasgos de las lenguas indígenas en el proyecto del peruano Fransisqo Chuqiwanka Ayulo. Otros autores que expresaron su preocupación por la defensa de una lengua americana opuesta al conservadurismo de las academias son Mario de Andrade, Manuel González Prada, José de Alencar. En el siglo XIX, cabe destacar la radical propuesta de reforma ortográfica de Simón Rodríguez, y la controversia entre Sarmiento y Andrés Bello, en 1842. Jorge Schwartz (2002a) realiza un completo repaso de todos estos proyectos.↵
- En Cosas de negros (1926) repite esta tesitura con respecto al lunfardo: “en todos los pueblos civilizados hay argot ‘lunfardo’ y no es el idioma nacional de ningún pueblo. No se hace, ni hacemos nosotros, idioma con argot, sino con el uso, abuso, creación y adopción de vocablos. (1926: 399 y 401). Por su parte, Borges en sus tesis sobre “el idioma de los argentino”, también rechaza el lunfardo y el casticismo. Más adelante, se desarrollarán brevemente las ideas de Borges al respecto. ↵
- Como veremos en el capítulo III, durante el año 1927, el diario Crítica lleva adelante una encuesta que se proponía dilucidar si “¿Llegaremos a tener un idioma propio?”. En casi todas las respuestas de los encuestados –responden la consigna desde escritores conservadores hasta vanguardistas, gramáticos y estudiosos de la lengua– el lunfardo está presente, ya sea para descartar o afirmar su rol protagónico en la constitución de un idioma argentino, aunque mejor sería decir rioplatense. ↵
- Los primeros estudios sobre el lunfardo aparecen en 1878, cuando en el diario La Prensa aparece un suelto anónimo titulado “El dialecto de los ladrones”. Un año después, Benigno Lugones, un escribiente del Departamento de Policía, publica en La Nación un artículo titulado “Los beduinos urbanos”, en el que aborda el “caló de los ladrones”. La continuación de este artículo de Lugones aparece unos meses después con el título”Los caballeros de industria”. En 1883, La Crónica publica un artículo anónimo titulado “El conventillo Aravena”, el cual aporta la más antigua definición del término lunfardo (Conde 2011: 89). En 1888, Luis María Drago publica un ensayo de antropología criminal en el que hace referencias a este vocabulario. En 1894 aparece El idioma del delito, de Antonio Dellepiane, uno de los textos más importantes del período sobre el tema. La obra venía acompañada de un pequeño Diccionario lunfardo, el primero publicado. ↵
- Esta problemática ya había sido puesta de manifiesto por Ernesto Quesada (1983) y otros autores que, a principios de siglo, reaccionaron contra el “criollismo” de la literatura popular en la que se mezclaban los registros gauchesco, lunfardo y cocoliche. ↵
- A excepción de la reseña de Borges, la obra de Rossi no fue muy comentada en las revistas y periódicos de la época. Por esta razón, el texto de Borges resulta de suma importancia. Si bien no comparte plenamente las tesis de Rossi, la moderada simpatía que siente por este autor se recorta sobre el poderoso rechazo que despiertan en él los puristas.↵
- Ramón C. Carriegos es periodista, profesor y escritor. Nace en la ciudad de Corrientes, en donde comienza su actividad como periodista. Luego se traslada a la Capital Federal para desempeñarse como profesor. Más tarde, presta servicios docentes en Bahía Blanca, en el Colegio Nacional y Escuela Nacional de Comercio, hasta que es designado para desempeñar la Secretaría y una cátedra en la recién fundada Escuela Normal Mixta de la ciudad de Tandil, en el año 1910 (Homenajes tributados… 1947). Carriegos inicia su prédica a favor de un “idioma argentino” en los primeros años del siglo XX, cuando publica en 1906 una Gramática de la lengua castellana en coautoría con Juan Quevedo. En 1910 edita Minucias gramaticales. Entre otras cosas, en esta última obra explica por qué opta por escribir el nexo copulativo “y” con el grafema “i”, una modificación que hicieron propia varios rupturistas: “La Real Academia, la científica corporación por uno de esos rasgos que sólo tiene su explicación en las leyes atávicas, apegada a las cosas ilógicas, ordena, manda que la vocal i no siga la misma suerte de sus hermanas!…. (sic). ¿Se fundará en algo? ¡Qué esperanza! (…) Nosotros estamos harto curados de la fantasmagoría de la sapiencia académica” (1910: 9-12).↵
- Rosenblat sostiene que, en décadas posteriores a la de 1920, el purismo idiomático fue la nota que predominó: “en toda America, en la educación, en el periodismo, en la prosa didáctica, el purismo siguió siendo la nota dominante” (1984: 293). Ejemplo de esto, según el autor, es la prohibición del voseo por parte del Consejo Nacional de Educación en 1939. Sin embargo, agrega que, pese a este dominio, el habla popular “ha llegado honrosamente a nuestra literatura y le ha comunicado su savia” (293). ↵
- Entre esos eventos, podemos mencionar: la polémica en torno al meridiano intelectual de Hispanoamérica, que tuvo lugar principalmente en la revista Martín Fierro, entre junio y noviembre; la campaña contra el diario Crítica por parte de la revista Claridad (ver capítulo III), la conferencia de Borges sobre el idioma de los argentinos, en septiembre; y la publicación de algunas obras como los Folletos lenguaraces de Vicente Rossi; la publicación de los textos de Sarmiento, compilados por Armando Donoso; entre numeroso libros y artículos que hacían foco en los problemas del idioma.↵
- “Pescatore di Perle” es el seudónimo de Francisco Ortiga Anckermann quien escribía, en los años veinte y en la revista El Hogar, la cómica sección “La paja en el ojo ajeno”, en la cual se ocupaba de encontrar “perlas” literarias (plagios, incorrecciones gramaticales, barbarismos, etc.) en autores consumados. ↵
- “Su traslado a la Argentina, en junio de 1924, fue una apuesta a la independencia, y al logro de las condiciones materiales necesarias para sus proyectos. En las décadas de 1920 y 1930, se encontró con un campo intelectual muy activo, estableció amistad con Alejandro Korn (1860-1936), frecuentó los círculos de escritores, colaboró en los diarios, y formó parte del equipo de la revista Sur” (Díaz Quiñones 2006: 211).↵
- “Como para Menéndez Pelayo, la tradición para Henríquez Ureña no era sólo el acto de transmisión, sino una herencia que imponía obligaciones” (Díaz Quiñones 2006: 167). ↵
- La gestión de Amado Alonso frente al Instituto de Filología se extiende entre los años 1927 y 1946, y se considera como el período en el que el Instituto se afianza como el más importante centro de investigación en el ámbito de la filología hispánica. Para profundizar en la historia del Instituto de Filología en la década del veinte, ver Toscano y García (2009).↵
- “La Gramática está destinada a ser el libro de texto de Castellano para los dos primeros años de la escuela secundaria, por lo cual amplía el alcance de la literatura ya que esta, además de suministrar muestras de lengua legítima, es modelo para las actividades de escritura, estímulo y control de la oralidad y espacio para la ejercitación gramatical” (Narvaja de Arnoux, 2001: 53).↵
- Barrenechea (1953, 1967), Borello (1974), Echavarría (1983), Masiello (1986), Olea Franco (1993), Farías (1994), Narvaja de Arnoux – Bein (1999), Bordelois-Di Tullio (2002), Di Tullio (2003, 2006, 2009), Ennis (2008), Rest (2010), Schäffauer (1999), etc.↵
- Borges (1993) culpa directamente a Sarmiento por habernos europeizado. No obstante, cabe aclarar que no rechaza toda la prédica de los liberales decimonónicos; muy por el contrario, reconoce en alguno de ellos un antecedente directo de su postura con respecto a la lengua. Por ejemplo, Borges retoma algunas ideas esbozadas por Juan Bautista Alberdi, quien hacia 1838 señala: “desde el instante en que los españoles pisaron las playas de América, nuestro suelo les impuso acentos nuevos a sus bocas” (Narvaja de Arnoux-Bein 1999: 24). La tesis de Borges es prácticamente la misma que la de Alberdi: piensa que en Argentina existe un español levemente transformado por referencias, connotaciones y sentidos nuevos. ↵
- Además de varios artículos publicados en revistas y diarios de la época, dos son los libros que reúnen sus posiciones fundamentales sobre el idioma: El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). En ambos textos, sus argumentos no varían demasiado. En el primero, Borges se ocupa de desacreditar el lunfardo-orillero como posible sustrato del idioma nacional dado que esa “infame jerigonza” no es más que el lugar adonde “las repulsiones de muchos dialectos conviven y las palabras se insolentan” (1993: 122). Junto a esta influencia, que “milita contra un habla argentina” (1994: 134), Borges remarca la otra, la de “los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción” (134). Borges afirma que el arrabalero, esa suerte de “decantación o divulgación del lunfardo”, además de estar constituido por un “vocabulario misérrimo”, no resulta muy utilizado: “el criollo no lo usa” y “la mujer lo habla sin ninguna frecuencia”. Pensar que una “lengua técnica” como esta puede “arrinconar al castellano” resulta del todo inviable (137-138). ↵
- Piensa, principalmente, en los escritores cultos del siglo XIX, representantes tanto de la Generación del 37 como la del 80 (menciona a Echeverría, Sarmiento, Vicente Fidel López, Mansilla, Wilde) (1994: 146). La crítica hacia la generación de intelectuales argentinos que promovió la inmigración –la “europeización”–, al igual que su rosismo de aquellos días, no disuaden a Borges para encontrar en estos escritores el tono del idioma que anhela y que ya poco encuentra entre sus contemporáneos. ↵
- Menciona como excepciones a Eduardo Schiaffino y a Ricardo Güiraldes. ↵
- El castellano en la Argentina se publica primero, en forma de artículo, en el número 219/220 de la revista Nosotros, en agosto de 1927. A su vez, una parte de este texto ya había sido editada en La obra de Monner Sans en nuestra lengua, un ensayo de 1927 con el cual pretende ubicar al gramático español por fuera de la actitud de “intransigencia de los puristas”. Según Costa Álvarez, este autor fue un batallador en la tarea de “sostener la necesidad de legitimar las voces nuevas, es decir, los neologismos” (1927b: 8).↵
- Se refiere, principalmente, a las influencias del francés, por un lado; y por el otro al contacto entre las “clases altas” y “bajas”, a partir de la apertura democrática del yrigoyenismo (Costa Álvarez 1928b).↵
- Sirva de ejemplo algunos libros de Ricardo Monner Sans, tales como Disparates usuales en la conversación diaria (1923) y Barbaridades que se nos escapan al hablar (1924); o bien la Guía del buen decir. Estudio de las transgresiones gramaticales más comunes (1925), de Juan Selva.↵
- “Lo que se observa en un primer momento, en cuanto a la lengua hablada, es un castellano casi nunca correcto” (Costa Álvarez 1922: 141). ↵
- Ver “Juan María Gutiérrez: consecuencias de un gesto” (Ennis 2008: 143-157).↵
- En 1894, el diputado por la provincia de Salta, Indalecio Gómez, presentó un proyecto de ley sobre la exclusividad del idioma nacional en todo tipo de escuelas. Lo que motiva este proyecto es el temor que despiertan las escuelas extranjeras, que impartían clase en los idiomas correspondientes a cada colectividad. Esto fue visto como una tendencia, por parte de estas escuelas, hacia la autonomía y la segregación del conjunto de la nación. Según Gómez, este tipo de escuelas no hacía otra cosa que formar “niños extraños a nosotros”, en la medida en que “no hablan ni quieren hablar nuestro idioma”. No obstante, el proyecto no es tratado en 1894 y se lo vuelve a presentar en 1896. Pese a que esta vez el proyecto es ampliamente debatido en Diputados, no alcanza los votos necesarios para su aprobación (Bertoni 2007).↵
- A su modo, Groussac es un purista: en el filo del siglo, cuando asumen protagonismo los debates acerca del idioma nacional, tiene un postura clara: “no existe tal ‘idioma argentino’ en formación. No hubo nunca, ni podrá haber entre nosotros, escritores de valía actual o virtual que desconociesen las leyes del pensamiento, hasta el punto de profesar el solecismo, pretendiendo expresar mejor en jerga de barbarie sus ideas de civilización” (Costa Álvarez 1929: 119). Para Groussac, el “idioma nacional” es el castellano, pero resulta necesario cortar con el dominio idiomático ejercido por España. Del español peninsular sólo se debe mantener “la corrección gramatical, base y fundamento del estilo” (125). Es decir, se muestra purista en lo que respecta a las normas de la lengua, pero su purismo no tiene que ver con una lealtad desmedida hacia el español. El idioma que él valora como el más evolucionado estéticamente es el francés. Recupera el castellano como idioma nacional, pero un castellano libre del atraso que significa la tutela española. Esta concepción del idioma se traslada a su mirada sobre la lengua literaria, a la cual piensa como un instrumento llano, apegado a las normas y libre de la “contaminación” de las “jergas bárbaras”. Estas ideas explican los términos en que Groussac leyó, por ejemplo, Don Segundo Sombra (Ver “Conversaciones del momento. Paul Groussac al caer la tarde” 1926). ↵
- Se refiere al momento en que Abeille publica su libro Idioma nacional de los argentinos, y la consecuente reacción que se produce entre los sectores intelectuales más conservadores. ↵
- Para escritores como Ricardo Rojas, Manuel Gálvez, Emilio Becher, Manuel Ugarte, entre otros, el hispanismo resultó fundamental en la formulación de cierto nacionalismo cultural. Ver Payá-Cárdenas (1978).↵
- Para Rojas, a tal punto es determinante el influjo español en la formación cultural de nuestra región que, sostiene, “en América se desarrolló una España genuina” (1980: 32). Para este autor, la historia de la civilización en América no reenvía al conocimiento de las culturas precolombinas, como así tampoco a la injerencia que tuvieron los países centrales de Europa, sino “al conocimiento de la civilización española” (33). ↵
- “…mientras, el idioma nacional se corrompe en el conventillo, en el salón y en el teatro, mostrándose como nuevo signo de bastardía. En las clases obreras ha penetrado el socialismo, que no tiene patria, y en las clases adineradas el ‘snobismo’, que tampoco la tiene. Todo es en Buenos Aires exótico” (Rojas 1980: 88). Toscano y García (2009) señala que Rojas observa un “peligro” en la dialectalización del español, producto del intenso contacto de lenguas, y asigna al Instituto de Filología una función de control y regulación del uso de la lengua. ↵
- Se refiere a algunas obras argentinas escritas en francés: Les races aryennes du Pérou (1871) de Vicente Fidel López, Les origines argentines (1881) de Roberto Levillier y Simplement … (1911) de Delfina Bunge de Gálvez (Rojas 1948: 32). ↵
- “Un orgullo ha dictado este libro argentino: el hablar castellano. Y una cosa querría patrióticamente el autor: comunicar este orgullo a toda la gente que lo habla.” (Capdevila 1954: 10, destacado nuestro). ↵
- Ángel Acuña nació en la provincia de Corrientes, el 17 de abril de 1882. Estudió derecho en la Universidad de Buenos Aires. Fue senador por su provincia entre los años 1919-1921. En 1930, alcanza la presidencia del Consejo Nacional de Educación. Su tarea intelectual estuvo abocada a los estudios vinculados con la educación. Entre sus obras se destacan: Ensayos (3 series, 1926-1931), La disciplina escolar (1938), El analfabetismo y la función del Consejo Nacional de Educación (1939), La escuela en el régimen de la instrucción pública argentina (1939), Origen y evolución de las instituciones educativas (1939). (Santillán 1956).↵
- Ver el capítulo V, dedicado a Roberto Arlt. ↵
- José Gabriel es el seudónimo de José Gabriel López Buisán. Nacido en España en 1896, vino a la Argentina en 1905. Tuvo una intensa participación en los medios gráficos argentinos: en los años veinte, se desempeñó en el periódico La Patria de Miguel Ugarte; en La Prensa y en la revista Caras y Caretas, entre otras publicaciones. Muere en 1957, en Buenos Aires. ↵
- Cabe aclarar que Costa Álvarez no niega la prédica hispanófoba de Sarmiento. Reconoce sus ataques contra los retóricos y puristas (1922: 46), las pretensiones de supresión total de las reglas gramaticales (46) y el rechazo hacia el estilo correcto y castizo en la literatura (46). Sin embargo, al igual que sucede en el caso de Alberdi, Costa Álvarez va a centrar su atención en las opiniones que Sarmiento desarrolla con posterioridad a 1853, cuando la “hostilidad” y “ojeriza” que muestra en 1842 desaparecen a punto tal de afirmar que “el español será la clave de la América del Sur (51). ↵
- Ver el capítulo IV, dedicado a Nicolás Olivari.↵
- Cabe aclarar que estas ideas, si bien encuentran su desarrollo en Eurindia (1924), Rojas ya las había expuesto en 1917, cuando publica el primer tomo de la Historia de la literatura argentina (1917-1922). ↵
- Juan Bautista Selva fue un gramático y docente argentino. Nació en la ciudad de Dolores el 16 de febrero de 1874 en el hogar de don Juan Bautista Selva y doña Juana Concepción Rodríguez. Se recibió de maestro normal en 1891. Fue director de la Escuela Nro. 1 de Lomas de Zamora hasta el año 1893 en que se radicó definitivamente en su ciudad natal para consagrarse a la docencia. Fue secretario, profesor, vicerrector y director de la Escuela Normal de Dolores; Presidente del Consejo Escolar y miembro de diversas instituciones culturales de Dolores. Fue miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia Española; Miembro Honorario de la Academia Hombres de Letras del Uruguay, y de la Academia de Letras de Chile, de la Academia Cultural Interamericana y de varias academias de letras extranjeras. Su obra fecunda consiste principalmente en estudios sobre gramática, ortografía y literatura. Falleció en Dolores el 29 de julio de 1962. Una escuela del distrito la N° 16 ubicada en Lomas de Roldán, como así otra de la ciudad de Mar del Plata, llevan su nombre (Selva 1967).↵
- “Navegue en buena hora por el mar de las letras primorosas quien quiera remozar su estilo, dar pulidez y brillo a su decir; mas mírese bien que para alcanzar verdadera propiedad y corrección, y aun elegancia, resultará siempre muy eficaz, si no indispensable, la acción del gramático, que está llamado a señalar los más seguros derroteros, que advierte los escollos, que sirve de faro” (Selva 1925: V). ↵
- Ya se trate de la gramática española o bien americana, lo cierto es que desde los sectores más conservadores del campo letrado se insiste en lo mal que se habla y se escribe en el país. Detrás de esa queja se esconde el desprecio hacia los sectores populares; hacia la inmigración cosmopolita; hacia cualquier tentativa de postular una lengua nacional fuera de las lindes del castellano; y hacia las nuevas concepciones de la literatura, tendientes a autonomizar al lenguaje literario de la norma gramatical. En síntesis, se oponen a la autonomía creativa tanto del pueblo como de los escritores.↵