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4 El sujeto como receptor y como usuario

Algunas ideas sobre esta conceptualización

Concebir al sujeto de los programas sociales como receptor y como usuario se encuentra vinculado con la dinámica de diseño e implementación propia de los programas de transferencias condicionadas. En el marco de tales intervenciones el sujeto recibe una transferencia (monetaria, no monetaria o servicios) a cambio del cumplimiento de condicionalidades que lo convierten en usuario de servicios públicos tales como educación primaria, salud, capacitación laboral. Esa denominación ha sido utilizada de manera recurrente en informes o documentos de la CEPAL-ONU, OEA, OIT.

Los programas de transferencias condicionadas comenzaron a implementarse en nuestro país a mediados de los años ‘90. Aunque obtuvieron mayor trascendencia en los aciagos años 2001-2002 cuando se convirtieron en una eficaz herramienta para la salida de la crisis de posconvertibilidad. En cuanto a su masividad, el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados fue el primer PTC que alcanzó una cobertura (en el inicio de su ejecución) de casi dos millones de receptores (Repetto, Potenza Dal Massetto, 2012). Dicho programa fue puesto en práctica durante la presidencia transitoria de Eduardo Duhalde y continuó en la gestión de Néstor Kirchner. En el año 2005, fue complementado por dos programas sociales que tenían como objetivo lograr que los receptores migraran a esos programas; se trató del Plan Familias por la Inclusión Social y el Seguro de Capacitación y Empleo. Las principales críticas que debieron afrontar el PJJHD y el Plan Familias por la inclusión Social estuvieron relacionadas con acusaciones de clientelismo político (Gruenberg, Pereyra Iraola, 2009) puesto que no existía un registro de receptores y el modo de entrega del beneficio no era transparente.

Cena (2013) menciona que se han utilizado diferentes nominaciones –todas muy similares– para referirse a este tipo de intervenciones sociales:

Muchos autores se han ocupado de conceptualizar lo que se comprende como PTC e incluso las formas de nominación de los programas ha variado desde Programas de Transferencias Condicionadas [PTC] (Rangel, 2011; Correa, 2009), Programas de Transferencias Monetarias Condicionadas [PTMC] (Maldonado, Moreno, Giraldo Pérez y Barrera Orjuela, 2011), Transferencias Condicionadas de Ingresos [TCI] (Calabria, Calero, D’elia, Gaiada y Rottenschweiler, 2010; Marconi y Conconi, 2008), e incluso pueden encontrarse identificados como CCT por las siglas en inglés (conditional cash transfers) (pp. 4, 5).

Mazzola (2012) propone la denominación programas de transferencias con corresponsabilidad pues sería la que más se adecúa con el denominado enfoque de derechos. Hablar en términos de corresponsabilidad pone en evidencia el esquema básico de los derechos sociales: todo derecho social impone una obligación. Pero, a los fines de esta tesis, se prefiere utilizar el apelativo programas de transferencias condicionadas pues es el que ha obtenido mayor recepción por parte de la bibliografía sobre el tema y el que mejor refleja la relación receptor-usuario.

Los PTC son definidos por diversos autores (Rawlings, 2004; Cohen, Franco, 2006; Gasparini, Cruces, 2010; Repetto, 2010; Cecchini, Madariaga, 2011; Colombo, 2012; Isuani, 2012; Repetto, Potenza Dal Massetto, 2012; Cena, 2013; CEPAL/OIT, 2014) en base a los siguientes rasgos característicos: i) se transfiere un ingreso monetario al receptor con carácter no contributivo y esa transferencia es independiente de su trayectoria laboral; ii) buscan transformar y detener la transmisión intergeneracional de la pobreza; iii) atenúan la pobreza por ingreso en el corto plazo; iv) predomina la concepción de que el desarrollo y la acumulación de capacidades humanas en las generaciones más jóvenes es la vía para evitar la vulnerabilidad social presente y futura; v) establecen condicionalidades centradas en la asistencia a la escuela y controles de salud; vi) el incumplimiento de esas condicionalidades puede provocar la exclusión del programa o aplicación de alguna sanción; vii) suelen estar focalizados en familias constituidas por menores o personas discapacitadas.

En relación a las modalidades que pueden asumir la más común es la transferencia monetaria directa pero existen otras. En primer lugar, se dividen entre prestaciones a la demanda y la oferta. Dentro de la demanda se incluye a los usuarios y en ese caso consistirá en transferencias monetarias o no monetarias y servicios. Las transferencias monetarias pueden ser: a) de libre uso (por depósito bancario, entrega o retiro de efectivo, tarjeta de débito); b) uso predeterminado, consiste en subsidios a los servicios básicos; c) intermedias, comprende vales o tarjetas de débito. Por su parte las transferencias no monetarias suelen ser suplementos alimenticios, mochilas escolares y capital productivo. La prestación ofrecida por el PTC puede expresarse en servicios. Tales servicios son no monetarios –para los usuarios del programa– y es posible que sean directos o indirectos (vía otros programas). Por ejemplo: talleres educativos, acompañamiento familiar, inserción laboral, infraestructura, etc. Las prestaciones a la oferta comprenden transferencias monetarias directas (vía presupuesto) o indirectas (licitación, vales) (Cecchini, Madariaga, 2011).

En el informe sobre Programas de Transferencias Condicionadas en la región efectuado por la CEPAL/NU, en el año 2011, se señala que la mayoría de ellas utiliza una combinación de transferencias monetarias y no monetarias –como sucede en nuestro país– lo que las diferencia es la función que desarrolla la transferencia en la lógica del programa. La elección que realizan los encargados del diseño por unas u otras transferencias no es neutra pues responde a cuestiones geopolíticas e intereses de cada gobierno (Cecchini, Madariaga, 2011).

Como se indicó al comienzo del texto, este tipo de programas fueron de frecuente implementación en nuestro país como herramienta para la salida de la crisis de 2001-2002 y lo mismo ocurrió a nivel regional.

Isuani (2012) menciona que luego de la denominada “nueva década infame” (los años ‘90) y los acuciantes niveles de desocupación, informalidad laboral –que afectó en su mayoría a las mujeres– e incremento de la indigencia y la pobreza, la focalización se convirtió en una de las estrategias esgrimidas por los gobiernos –de acuerdo a la propuesta de los organismos multilaterales de crédito– para lograr la reducción de esos indicadores. Dentro de los mecanismos vinculados a la focalización se incluyen los PTC.

Stampini y Tornarolli (2012) dicen:

La necesidad de los PTC se hizo evidente cuando la región padeció la crisis estructural que incrementó las tasas de desempleo e informalidad […] Diferencias sustanciales presentan estos programas respecto de antecesores: 1) los beneficios son pagados en efectivo y no en especie –una desviación de la práctica de la entrega de canastas de alimentos (Fonseca, 2006)–, reconociendo que los hogares están en mejores condiciones que el Estado para decidir cómo asignar los recursos disponibles; 2) las principales receptoras de las transferencias son las madres, bajo el supuesto de que las mujeres dirigen en mayor proporción los gastos del tipo de mercancías y bienes de servicios en beneficio de sus hijos/as […] y por último, 3) algunos de los primeros PTC (por ejemplo, Progresa/Oportunidades) demuestran, con rigurosas evaluaciones, su impacto sobre la reducción de la pobreza y el aumento de la demanda de escolarización y servicios de salud (p. 5. Traducción propia).

Las estadísticas –respaldando lo anteriormente señalado– muestran que la implementación de ese tipo de programas a nivel regional ha variado significativamente desde 1995 hasta 2011 (ver gráfico).

A continuación, se realizará una revisión de los principales PTC en América Latina y el Caribe, en relación con algunos de los rasgos que se han mencionado anteriormente. En ese sentido, la contextualización de tales estrategias de desarrollo permitirá comprender mejor la conceptualización del sujeto como receptor-usuario principalmente a partir de la necesidad de reforzar condicionalidades que convierten al sujeto en receptor de una transferencia de ingresos a cambio del uso de servicios públicos.

Gráfico 1. Número de países de América Latina que han implementado PTC desde 1995 hasta 2011

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Fuente: Stampini, Tornaroli, 2012. Estimaciones propias de los autores en base a información de la CEPAL y Social Assistance in Developing Countries Database de Barrientos et. al., 2010.

La construcción del receptor-usuario. Acerca de los PTC en América Latina y el Caribe

Los primeros antecedentes sobre las transferencias condicionadas se ubican en la década del ‘80 con los fondos de inversión social y subsidios al consumo (León, 2008). Ese tipo de fondos comenzaron a difundirse a partir de la experiencia del Fondo de Emergencia en Bolivia en 1986. Debido a que su desempeño fue exitoso, los organismos internacionales de crédito los recomendaron como una adecuada solución para las “crisis de transición” que afrontaban muchos países de la región, también otros como África, Asia y los surgidos de la ex Unión Soviética (Franco, 2006).

A partir de 1990, la implementación de Fondos Sociales se generalizó en la región (además del FIS boliviano) se establecieron: el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS) Chile, el Fondo de Inversión Social (FIS) El Salvador, el Programa de Alivio de Impacto Social (SIMAP) Guayana, el Fondo de Asistencia Económica y Social (FAES) Haití, el Fondo Hondureño para la Inversión Social (FHIS) Honduras, el Fondo de Inversión Social de Emergencia (FISE) Nicaragua, el Fondo de Emergencia Social (FES) Panamá. En el año 1991, se creó el Fondo Nacional de Compensación y Desarrollo Social (FONCODES) Perú y en 1992-93 el Fondo de Inversión Social (FIS) Guatemala y el Fondo de Inversión Social de Emergencia (FISE) Ecuador respectivamente. Se debe añadir el Sistema Nacional de Cofinanciamiento (SNC) Colombia y el Programa de Apoyo Social y Económico (SESP) Jamaica (Ezcurra, 1996).

Gutiérrez (2005) citando a Altamir (1993) sostiene que son excepciones a la situación de desigualdad imperante en América Latina los casos de Colombia, Costa Rica y Uruguay. Sin embargo, durante esa década tales países fueron gobernados, con algunas excepciones, por presidentes influidos por políticas neoliberales. César Gabira fue presidente de Colombia en el periodo 1990-1994 e ingresó por el Partido Liberal. Su sucesor, Ernesto Samper (1994-1998) tuvo como propósito reducir los índices de pobreza con una serie de medidas sociales (SISBEN, Red de Solidaridad Social, PLANTE), pero a pesar de ello, el índice de pobreza incrementó en un 50% sobre la población total (López Castaño, Núñez Méndez, 2007). En Costa Rica, el presidente Rafael Ángel Fournier (1990-1994) continuó la política de privatización y apertura comercial de su predecesor Óscar Arias Sánchez y en los años 1994-1998 la presidencia de José María Figueres Olsen permitió que capitales extranjeros se establecieran en el país. En Uruguay el presidente Luis Alberto Lacalle (1990-1995) trató de reducir al mínimo la intervención del Estado en la regulación del mercado y no se implementaron políticas públicas que propiciaran la redistribución de la riqueza y se eliminaron los Consejos de Salarios.

Simoes (2006) reflexiona acerca del origen de los PTC y las características de integralidad de la política social que asumen:

La novedad no está en la idea de transferir sumas de dinero a los pobres, una vez que hay registro de ellos, pues la primera propuesta en ese sentido fue elaborada por Juan Luis Vives para la ciudad de Burgos en 1526 (Suplicy, 2002), sino en la asociación con otras políticas sociales capaces de incidir directamente en las causas del fenómeno de la pobreza y de la desigualdad en los países pobres y, de ese modo, actuar efectivamente para romper el ciclo intergeneracional de la pobreza (Aguiar y Araújo, 2002). Reconociendo que la renta transferida a los pobres es tan sólo una ayuda inmediata para la supervivencia, las transferencias condicionadas apuestan al futuro de las nuevas generaciones por medio de políticas sociales articuladas con foco en las familias pobres (p. 305).

Brasil fue uno de los países pioneros en la implementación de programas de transferencias condicionadas. A mediados de la década del ‘90, se puso en marcha el Bolsa Escola en el Distrito Federal (Brasilia). Ese programa consistió en una transferencia monetaria a familias pobres con la condición de que sus hijos de 7 a 14 años asistieran a la escuela. En el año 2001, ese PTC fue replicado en todos los municipios brasileños y más adelante, en 2004, el Bolsa Escola fue absorbido junto con otros tres programas (Bolsa Alimentação, Cartão Alimentação e Auxílio Gás) por el Bolsa Familia. Este último tiene como objetivo otorgar una transferencia monetaria directa a familias en situación de vulnerabilidad social a cambio de que sus hijos de 0 a 15 años asistan a la escuela y controles de salud. Uno de los aspectos más elogiados del Bolsa Familia es que busca articular políticas que propicien la autonomía de las familias y su futura salida del programa (Simoes, 2006; Stampini, Tornarolli, 2012). Bolsa Familia, en el año 2010, alcanzó a 52 millones de personas, lo que equivale al 0.47% del PBI en 2009 (Cecchini, Madariaga, 2011). Otro programa de este tipo, también implementado en Brasil, es el Beneficio Monetario Continuado. Ese PTC se otorga a personas de edad avanzada y minusválidos y tiene una fuerte presencia en el presupuesto nacional (Paes de Souza, 2010).

En México, en el año 1997, se implementó el Programa de Educación, Salud y Alimentación. Era conocido comúnmente como Progresa y estaba destinado a familias que vivían en zonas rurales en situación de vulnerabilidad social. Se trató de un programa altamente focalizado que combinó transferencias monetarias directas y condicionalidades vinculadas con educación y salud. Se destacó la cuidadosa realización de estudios de impacto y el alcance de efectos positivos en el bienestar de los hogares y acumulación de capital humano. En el año 2002, el programa expandió su cobertura a la población urbana y fue rebautizado como Oportunidades. Datos recientes señalan que más de un cuarto de la población mexicana opta por ese programa (Gasparini, Cruces, 2010). En el informe de la CEPAL/OIT (2014) se indica que ese PTC ha tenido un impacto limitado en la movilidad ocupacional intergeneracional; se logró aumentar el nivel educativo de los usuarios sin mejorar su condición social.

En otros países de la región se produjeron situaciones similares. En el año 1990, se implementó en Honduras el Programa de Asignación Familiar (PRAF) que inició como un programa incondicionado, pero en 1998 se agregaron condicionalidades consistentes en asistencia escolar y controles de salud. En el año 2010, se implementó el PTC Bono 10.000 que alcanzó una cobertura de 0.14% sobre el total de la población. Costa Rica implementó en el año 2000 el PTC Superémonos, discontinuado en 2002 y reemplazado por Avancemos que obtuvo una cobertura de 0.04%. En Nicaragua se aplicó el PTC Red de Protección Social, discontinuado en 2006, y tuvo un alcance de 0.14% sobre el total de la población. En Colombia se ejecutó el programa Familias en Acción en el año 2001 y obtuvo una cobertura de 0.25%. También en 2001 se implementó en Chile el programa Chile Solidario con una extensión de 0.08% sobre el total de la población. En el año 2002, se creó en Jamaica el Programme of Advancement Through Health and Education (PATH) y logró una cobertura del 0.31%. Ecuador empezó a aplicar en 2003 el PTC Bono de Desarrollo Humano con un alcance que se calculó en 0.42% sobre el total poblacional. República Dominicana lanzó en 2005/2006 el programa Solidaridad con una cobertura de 0.30%. En ese mismo periodo, en El Salvador se implementó Comunidades Solidarias Rurales; en Panamá Red de Oportunidades; Tekopora y Abrazo en Paraguay; Juntos en Perú; el Plan de Atención Nacional a la Emergencia Social (PANES) en Uruguay; el Bono Jacinto Pinto en Bolivia y el programa Targeted Conditional Cash Transfer Program en Trinidad y Tobago. En esos países, la cobertura que obtuvieron los PTC osciló entre 0.03% (Trinidad y Tobago), 0.09% que corresponden a Paraguay y Perú y 0.10% para Panamá. Los porcentajes incrementaron en el caso de Bolivia (3.83%) y Uruguay (0.31%). Todos esos porcentajes fueron calculados en el año 2010, a excepción de Bolivia y Uruguay, cuyos datos corresponden a 2005-2006. En 2008, se implementó en Guatemala el PTC Mi Familia Progresa (0.23% de cobertura). Por su parte, en Uruguay el Programa de Asignaciones Familiares (redujo la cobertura respecto del PTC predecesor en 0.23% en el año 2010). Y, por último, en Bolivia se ejecutó el Bono Juana Azurduy con una extensión que alcanzó el 0.57% (Stampini, Tornarolli, 2012).

Las transferencias condicionadas argentinas en la última década

La situación de implementación de los PTC en nuestro país no difiere del panorama social a nivel regional, incluso adquirieron características similares. En el cuadro que presentamos a continuación (descriptos los sujetos en términos de receptor-usuario) se muestran algunas particularidades que asumieron los PTC –más importantes en términos de masividad y cobertura– ejecutados en nuestro país durante la última década. Todos esos programas fueron puestos en práctica por el Estado nacional.

Cuadro 1. Características de los PTC implementados durante la última década en Argentina

Denominación

Inicio

Receptor

Usuario

Prestación

Condicionalidad

Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados/as

2002

Jefes/as de hogar desempleados que tuvieran hijos menores de edad.

Jefes/as de hogar –por la condicionalidad laboral– y los hijos menores de 18 años.

Transferencia monetaria directa. Hay una contraprestación laboral a cargo de los jefes de hogar y controles de salud y asistencia escolar para sus hijos menores de edad.

Familias por la Inclusión Social

2006

Familias en situación de vulnerabilidad social.

Hijos menores de 19 años.

Transferencia monetaria directa y servicios: apoyo escolar, talleres de promoción familiar y comunitaria. Se deben cumplir controles de salud y asistencia escolar.

Seguro de Capacitación y Empleo

2006

Trabajadores desempleados.

Trabajadores desempleados.

Transferencia monetaria directa y servicios: asesoramiento e intermediación laboral, formación básica y profesional; capacitación laboral. Los usuarios deben finalizar sus estudios primarios y/o secundarios y realizar actividades de formación profesional y capacitación laboral.

Jóvenes con Más y Mejor Trabajo

2008

Jóvenes desempleados de entre 18 y 24 años de edad.

Esos jóvenes.

Transferencia monetaria directa y servicios: capacitación laboral. Deben finalizar sus estudios primarios y/o secundarios.

Asignación Universal por Hijo para Protección Social

2009

Padres desocupados o que se desempeñen en la economía informal, monotributistas sociales, empleados/as domésticos que no superen el salario mínimo.

Hijos menores de 18 años de edad.

Transferencia monetaria directa. Se debe presentar certificado de salud y asistencia escolar.

Ingreso social con trabajo, Argentina Trabaja

2010

Familias sin ingresos formales y sin acceso a otros programas sociales o transferencias.

Esas familias.

Transferencia monetaria a los miembros de las cooperativas beneficiarias. Los empleados deben trabajar 40 horas semanales y 5 de ellos estar inscriptos en actividades de capacitación.

Programa de Respaldo a Estudiantes Argentinos

2014

Jóvenes de entre 18 y 24 años de edad que opten por continuar sus estudios y pertenezcan a familias con ingresos que no superan el salario mínimo.

Esos jóvenes.

Transferencia monetaria directa. Deben asistir a una institución educativa y realizar controles médicos.

Fuente: elaboración propia en base a bibliografía referenciada e información de las páginas web
http://www.trabajo.gob.ar/ y http://www.desarrollosocial.gov.ar/

En la Argentina los primeros PTC se implementaron a mediados de los años ‘90 (Repetto, Potenza Dal Massetto, 2012). El primer programa de transferencias monetarias a las familias fue el Plan Trabajar creado por el Ministerio del Trabajo, Empleo y Seguridad Social. El contexto en el que emergió está vinculado con la recesión de la economía argentina y las protestas sociales de Cutral-Có y Plaza Huincul en Neuquén (Vales, 2003). Consistió en un programa social de empleo que proveía a jefes de familias con necesidades básicas insatisfechas una ocupación transitoria en el área de la construcción y el mantenimiento de infraestructura comunitaria; tenía una específica condicionalidad laboral. Obtuvo una escasa cobertura –alrededor de 200.000 receptores– pero fue suficiente para que adquiriera visibilidad dentro de las opciones de políticas sociales (Cruces, Rovner, 2008).

En el nuevo siglo, este tipo de intervenciones sociales fueron más frecuentes. En el año 2002 (crisis de la posconvertibilidad) se lanzó el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados a cargo del Ministerio de Trabajo. El programa otorgaba una transferencia monetaria ($150 en un principio) a familias con jefes y jefas de hogar desempleados que tuvieran hijos menores de edad a cambio del cumplimiento de una condicionalidad laboral, por parte de los receptores, y educativa y de salud para los niños del hogar (Pautassi, 2004). Alcanzó una cobertura de aproximadamente 2 millones de hogares, el 20% de los existentes en el país (Gasparini, Cruces, 2010). La celeridad con que fue diseñado e implementado trajo una serie de consecuencias particularmente con el cumplimiento de la condicionalidad laboral pues tal contraprestación se cumplió en una proporción relativamente baja de casos. En cuanto a las condicionalidades dirigidas a la exigencia de asistencia escolar por parte de los niños del hogar fueron de difícil o casi nula verificación por parte de los organismos públicos. Y, además, debido a que el programa se dirigía a personas desempleadas incentivó la informalidad laboral (Isuani, 2012).

En un intento de migración de los receptores del PJJHD hacia otros PTC se crearon dos nuevos programas sociales: el Plan Familias por la Inclusión Social y el Seguro de Capacitación y Empleo. El primero otorgaba una transferencia monetaria directa de $155 más una suma fija por cada hijo hasta alcanzar el monto máximo de $305. Las condicionalidades apuntaban a la exigencia de asistencia escolar (de hijos de entre 5 y 18 años) y controles de salud de los menores de 19 años que integraban el hogar (Colombo, 2012). Por su parte, el Seguro de Capacitación y Empleo garantizaba una transferencia de $255 durante los primeros 18 meses y $200 en los restantes 6 meses de duración del programa. Tenía como objetivo apoyar a los trabajadores desempleados en la búsqueda de empleo mediante capacitación laboral o inserción en puestos de trabajo de calidad (Repetto, Potenza Dal Massetto, 2012). El Plan Familias por la Inclusión Social logró captar más de medio millón de titulares del PJJHD y el Seguro de Capacitación y Empleo logró una cifra menor (Gasparini, Cruces, 2010).

En el año 2008, se creó el PTC Jóvenes con Más y Mejor Trabajo. Se trató de un programa dirigido a jóvenes desempleados de entre 18 y 24 años de edad. Esos jóvenes recibían una transferencia monetaria de entre $150 y $550. Al mismo tiempo, ofrecía intermediación laboral, servicios de capacitación, oportunidades para terminar la escuela, asesoramiento laboral y desarrollo profesional (Cecchini, Madariaga, 2011). En el año 2010 contaba con 40 mil receptores (Bertranou, 2010).

El Poder Ejecutivo Nacional, a fines de 2009, haciéndose eco de las críticas sobre programas sociales cuyo único objetivo era la inserción laboral –y teniendo en cuenta el incremento del empleo formal superada la crisis de 2001-2002– anunció el lanzamiento de la Asignación Universal por Hijo para Protección Social. La Asignación es un PTC que entrega a sus receptores una suma de dinero –reajustable por decreto presidencial– por cada hijo –que no superen el máximo de cinco– a cambio de que los niños menores de edad que componen el hogar asistan a la escuela y controles de salud. Es posible advertir como se modifica la noción acerca de la pobreza pues en los años anteriores el pobre es asociado a la situación de desempleo actual, ahora comienzan a tenerse en cuenta otros factores que inciden en dicha situación y se encuentran relacionados con la estructura socio-histórica del país.

Pueden ser receptores de la AUH uno de los padres, tutor, curador o pariente por consanguinidad hasta el tercer grado –que estuviesen desocupados o se desempeñen en la economía informal– de menores de 18 años que se encuentren a su cargo, sin límite de edad cuando se trate de discapacitados (art. 5, Decreto Nº 1602/09). También incluye a los monotributistas y empleados domésticos que no superen el salario mínimo, vital y móvil. De acuerdo con estadísticas oficiales, la AUH contaba en el segundo cuatrimestre de 2014 con 3.348.032 receptores (ANSES, 2014).

A fines de 2010, se creó el PTC Ingreso Social con Trabajo, Argentina Trabaja. Se buscó promover el desarrollo económico a baja escala mediante la creación de empleo y ayuda a organizaciones de trabajadores. Su principal objetivo era colaborar con 1.666 cooperativas creando 100.000 vacantes de empleo, la mayoría en centros urbanos del Gran Buenos Aires. Los miembros de las cooperativas recibían una transferencia monetaria de $300 o $600 para sus empleados, quienes debían trabajar 40 horas semanales y cinco de ellos estar inscriptos en actividades de capacitación (Repetto, Potenza Dal Massetto, 2012).

En relación a la vigencia actual de esos programas debemos aclarar: i) el PJJHD desapareció del presupuesto nacional en el año 2011; ii) el Plan Familias por la Inclusión Social quedó sin vigencia desde el año 2009; iii) El Seguro de Capacitación y Empleo aumentó su presupuesto en 2010 y 2011; iv) Debido a que el Seguro y la Asignación son incompatibles y las transferencias del primero son menor, en el año 2010 cayó el número de receptores del Seguro; v) desde 2010 el Ingreso Social con Trabajo, Argentina Trabaja cuenta con un presupuesto autónomo (Casadei y otros, 2010; Cecchini, Madariaga, 2011).

Por último, en el primer cuatrimestre de 2014 el Poder Ejecutivo Nacional puso en práctica el Programa de Respaldo a Estudiantes Argentinos. La intención del gobierno se orientó en el sentido de ofrecer protección social a jóvenes (de entre 18 y 24 años de edad) quienes desearan continuar con sus estudios de nivel primario o secundario. Un dato no menor es que el programa incorporó a trabajadores formales en relación de dependencia que no superen el salario mínimo. Este programa contaba hasta el año 2015 con 790.114 receptores (ANSES, 2015).

Recibir un PTC. La situación de los usuarios de servicios públicos

T. H. Marshall (1949), en su clásico texto sobre ciudadanía y clases sociales, reflexiona sobre la importancia de los servicios públicos en el Estado de Bienestar:

Incluso aunque las subvenciones se paguen en efectivo, la fusión de clases adquiere la forma externa de una nueva experiencia común. Todos saben lo que significa tener una cartilla de la seguridad social […] o recoger los subsidios a la infancia o las pensiones en la oficina de correos. Pero donde el beneficio toma la forma de un servicio, el elemento cualitativo (de experiencia compartida y status común) se incorpora al beneficio mismo y no sólo al proceso por el cual es obtenido. Por tanto, la extensión de tales servicios puede tener un profundo efecto sobre aspectos cualitativos de la diferenciación social (p. 113).

Grassi (2008) menciona las diferencias entre los servicios públicos en el periodo de la segunda posguerra y en los años ‘90 en nuestro país. A fines de 1945 la mayoría de los servicios eran explotados por empresas extranjeras. Una de las políticas centrales del Gobierno Justicialista fue la nacionalización de esos servicios y el caso más importante lo constituyó la compra de los ferrocarriles que pertenecían a capitales ingleses. Junto con ello se propuso la universalización de la educación y salud. Tal intención se vio reflejada en el plan quinquenal que estimaba una inversión de 625 millones de peso moneda nacional (Latrichano, 2013). Sin embargo, esa supuesta universalidad no fue sinónimo de igualdad en el acceso a los servicios pero, a pesar de ello, Argentina alcanzó –en ese periodo– uno de los más altos niveles de educación y salud pública de calidad. Esta última se concentró, particularmente, en los hospitales de las grandes urbes (Buenos Aires, Córdoba, Rosario). En los años ’90, la diferenciación de los servicios públicos expresó y realizó, dramáticamente, la fragmentación del sujeto; la producción de mayores diferencias sociales producto de la distribución regresiva de la riqueza social (Grassi, 2008).

Las transferencias condicionadas por sí solas no logran cumplir los objetivos que se proponen los PTC en cuanto a sus características de política social integral, pues las condicionalidades exigidas no cumplen su propósito si el Estado no se compromete a asegurar el acceso a los servicios públicos, ya sea educación, salud, capacitación u otros. En ese sentido, señalan Aguiar y Araújo (2002) que una renta distribuida a los más pobres no es suficiente para garantizar el acceso a los bienes mínimos necesarios y los servicios públicos de calidad para evadir la situación de pobreza y exclusión.

Pautassi y Zibecchi (2010) advierten que introducir condicionalidades sin inversión en áreas estratégicas (educación, salud) podría producir la pérdida de la transferencia por no utilizar servicios públicos que o no existen o se encuentran en un estado de importante deterioro o colapsados por atender mayor demanda de aquella para la cual están preparados.

Grynspan (2011) sugiere la importancia de considerar los PTC en dos fases: la de la demanda y la de la oferta. Carece de sentido –de acuerdo con lo que propone este tipo de intervenciones– ampliar la cobertura de los programas si no se asegura el acceso y la calidad de los servicios públicos. Y esa quizá es una de las principales debilidades que afrontan estos programas a nivel regional. En el caso del Bolsa Familia (antes Bolsa Escola) uno de los PTC con mayor trayectoria de América Latina y el Caribe, se considera que el principal desafío a superar es el de mejorar la baja integración de las políticas con los sectores de salud y educación puesto que existe redundancia, competencia y desperdicio de recursos (Paes de Souza, 2010).

En un país federal, la responsabilidad con respecto a los servicios públicos no sólo recae en el gobierno central sino también en las provincias. Esto exige responsabilidades a cargo de distintas áreas o niveles de gobierno; demanda un esfuerzo importante de coordinación, capacidad institucional y articulación en el territorio, disposición de recursos y oferta de esos servicios o generación de la misma (Mazzola, 2012). Por ello, la importancia de pensar la institucionalidad social en términos de coordinación pro-integralidad entre el gobierno central y las provincias. Ese tipo de coordinación implica: i) la fijación de prioridades compartidas; ii) la asignación acordada de responsabilidad al momento de diseñar las intervenciones; iii) la decisión suma-positiva de qué hacer y cuántos recursos movilizar; iv) una implementación de acciones complementarias con múltiples actores que se aproxime a los objetivos planteados por los diversos responsables de las políticas y los programas sociales (Repetto, 2005). Esto significa que los servicios públicos –la oferta que proponen los PTC– suelen ser proporcionados por las provincias y en ello radica la necesidad de lograr una coordinación integral entre ambos niveles de gobierno. El Estado central debe actuar proporcionando los recursos para mejorar la calidad de los servicios y las provincias comprometerse a realizar un uso adecuado de los mismos.

En los Objetivos del Desarrollo del Milenio –establecidos en el año 2000 por los países miembros de las Naciones Unidas– se incluyen ocho propósitos que deberían cumplirse en 2015; dos ejes centrales de esos propósitos son universalizar los servicios de educación y salud. Los Censos Nacionales realizados en nuestro país en el último decenio (2001 y 2010) muestran un significativo incremento en el acceso a la salud y asistencia escolar, aunque ello no significa mejora en la calidad de los servicios. Sin dudas en el incremento de la cobertura de salud y matrícula escolar puede considerarse la incidencia de la implementación de las transferencias monetarias condicionadas.

En la encrucijada entre el universalismo y la focalización: consideraciones en torno al receptor-usuario en la actualidad

Tradicionalmente el universalismo en materia de políticas sociales ha sido definido como el acceso igualitario de todos los ciudadanos a bienes y servicios sin diferencias por su poder adquisitivo o condición social. En cambio, la focalización supone destinar recursos o prestaciones a un determinado sector de la comunidad con el fin de contribuir a la provisión de los bienes necesarios para satisfacer sus necesidades básicas.

Isuani y Tenti (1989) mencionan que durante el Siglo XX –y superada la etapa de la beneficencia– la política social atravesó una tensión asociada a la implementación de políticas universales o focalizadas. Los politólogos explican que el primer término se vincula con un modelo de política social dirigido a la población en su conjunto, haciendo prevalecer el concepto de ciudadanía. Por el contrario, las políticas focalizadas se corresponden con una noción más particularista de solidaridad, de pertenencia a un grupo ocupacional, a la vez que permite controlar una masa importante de recursos. Durante la primera mitad del Siglo XX prevaleció el modelo de políticas universalistas, pero en la segunda mitad del mismo siglo se optó por políticas focalizadas atendiendo a las recomendaciones de los organismos multilaterales de crédito expresadas en el Consenso de Washington.

A partir del Siglo XXI la mirada acerca de la focalización ha ido mutando pues no se la concibe con la connotación negativa de décadas anteriores. Esto se vincula con los resultados positivos que han obtenido (en algunos casos) las transferencias condicionadas y también con la necesidad de dirigir la intervención hacia un determinado grupo social (considerado vulnerable) para evitar el descenso de indicadores sociales asociados a la desigualdad y la exclusión. En ese sentido, se considera la focalización como la búsqueda por el foco correcto (Mazzola, 2012) o como una herramienta de la política social (Sojo, 2008; Repetto, 2010).

Mazzola (2012) utiliza el apelativo universalismo a través de la selectividad para referirse a la estrategia de focalización en la AUH. Consiste en la búsqueda del foco correcto; la focalización se constituye en un medio para asegurar que grupos específicos de la sociedad puedan acceder a derechos universales. Focalizar la intervención social pasa a ser una acción complementaria; un instrumento de las políticas sociales. En esa misma línea, se propone pensar sistemas de protección social con enfoque de derechos que buscarían universalizar políticas sociales como garantía de la ciudadanía social, pero manteniendo la focalización como instrumento para optimizar la distribución de recursos (Repetto, 2010).

Pretender combinar políticas sociales universales basadas en la noción de ciudadanía social con focalización, es a simple vista un oxímoron. Sin embargo, no se puede negar que en nuestro país algunas transferencias condicionadas (como la AUH y el PROGRESAR) han flexibilizado su focalización respecto de predecesoras. Al mismo tiempo, incorporaron una visión multidimensional de la pobreza disociándola de la situación de empleabilidad del sujeto considerado pobre. En el caso de la AUH se incorporó a los trabajadores informales; en el PROGRESAR se permitió persistir en el sistema a aquellos que obtuvieron un trabajo formal que no supere el salario mínimo.

Ahora bien, ¿qué implica universalizar una política social? El principio del universalismo básico en el campo de las políticas públicas propone la provisión de servicios, rentas y productos considerados fundamentales para que los sujetos lleven una vida digna en la sociedad en que se encuentran inmersos. La responsabilidad del Estado es proveer en forma homogénea y con estándares de calidad para todos los ciudadanos las prestaciones esenciales de derecho universal. El universalismo básico se estructura en base a tres ideas: cobertura universal, prestaciones esenciales y calidad homogénea. La cobertura universal implica garantizar a todas las personas un conjunto definido de prestaciones en relación con las condiciones y necesidades del ciclo vital (infancia, adolescencia, adultez) en que se encuentran. Ese conjunto de prestaciones esenciales deben ser reconocidas como derechos constitucionales en cada país y expandidas según criterios vinculados con la ampliación de la cobertura de los derechos universales, el cumplimiento de acuerdos sociales, la viabilidad económica e institucional, el impacto en los niveles de vida y cohesión social, la capacidad de generar externalidades positivas y la necesidad de provisión colectiva. A su vez, la calidad de las prestaciones es otro principio del universalismo básico. Y no sólo se trata de la calidad de los servicios o prestaciones sino también importa lo que agregan a los individuos y sus capacidades humanas (Simoes, 2006).

Por supuesto, universalizar políticas también trae consigo algunas consecuencias. Principalmente el acceso igualitario a los servicios públicos o transferencias monetarias entre personas de diferente condición económica, sin distinción por la mayor posesión de capital económico entre unos y otros. Estudios sobre la conveniencia de la utilización de políticas focalizadas señalan deficiencias concretas en políticas universales. Programas sociales diseñados por el Estado con características universales (por ej. subvenciones a los alimentos –en nuestro país el programa nacional precios cuidados–) alcanzan una mayor cobertura entre sujetos con mayores recursos económicos que entre los más pobres. Distinto es el caso de los servicios públicos de salud y educación. La concurrencia a los centros de salud públicos y a la escuela pública es mayor entre las personas de menores recursos, pero esto se vincula con la calidad de los servicios y la opción que realizan los sectores medio altos y altos por los servicios privados (Grosh, 1994 en Simoes, 2006). Otra importante desigualdad se produce en materia de previsión social (jubilaciones y pensiones) pues el sistema se estructura sobre la base de la contribución de cada aportante, es decir, quien ha realizado mayores aportes tendrá una jubilación o una pensión con un sueldo más elevado. Si bien realizar los aportes jubilatorios es una obligación del empleador respecto de todos sus empleados la retención del monto se efectúa en relación con el salario del trabajador.

Lo Vuolo es uno de los investigadores que más ha insistido en la creación de un Ingreso Ciudadano Básico. El economista del Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas (Ciepp), propone un ingreso incondicional garantizado cuyo único requisito es ser ciudadano argentino. A diferencia de los seguros tradicionales concebidos en el contexto de la sociedad salarial (por ej. asignaciones familiares contributivas, seguros de salud, jubilaciones o seguros de desempleo) en los que el titular del derecho es el trabajador, en el Ingreso Ciudadano Básico el titular es el ciudadano. Quien percibiría tal ingreso por su capacidad de realizar actividades útiles para la sociedad que merecen ser pagadas con una parte de la riqueza creada socialmente, aun cuando no sean remunerados por el mercado laboral (trabajo doméstico). El Ingreso Ciudadano Básico permite establecer un piso mínimo de ingresos para la población permitiendo a las personas acceder a otros ingresos para evitar caer en la pobreza, el desempleo o la informalidad (Lo Vuolo, 1995).

Fraser y Gordon (1992) realizan una revisión acerca del término ciudadanía social en la teoría, la cultura y el discurso político de Norteamérica hacia mediados del Siglo XX. Las autoras sugieren la inexistencia de ese término en los tres ámbitos mencionados de la política sajona. Adoptan la tradicional clasificación de ciudadanía de Marshall –civil, política y social– para concluir que en Estados Unidos la noción de ciudadanía social es matizada por la de ciudadanía civil. Esta última se encuentra más vinculada a las libertades individuales –particularmente el derecho a la propiedad– a diferencia de la ciudanía social que comprende la obligación del Estado de proveer los bienes sociales que garanticen una calidad de vida adecuada a todos los sujetos. Al confundirse esas nociones, las intervenciones sociales del Estado son percibidas como una obra de caridad hacia los ciudadanos con menos ingresos, en lugar de interpretarse como un ejercicio de ciudadanía social.

Fraser y Gordon describen el intento de los neoconservadores (hacia fines del Siglo XX) de asimilar los beneficios sociales al contrato, cuyo preludio se anuncia en la obra de Mead Beyond Entitlement: The Social Obligations of Citizenship. Es posible advertir semejanzas con la propuesta de las transferencias condicionadas:

Mead defiende que la ciudadanía es un status que tiene dos caras; no sólo confiere derechos, sino también implica responsabilidades. Se propone corregir el énfasis unidireccional sobre los derechos sociales que se atribuye a los políticos de izquierda, introduciendo contratos en los que los demandantes de beneficios sociales deben “acordar” que aceptarán el trabajo, la formación y/u otras obligaciones a cambio del susidio que se les otorga; entrado, así, en la esfera del intercambio. Sin embargo, se olvida de explicar en qué sentido podría ser la transacción propuesta un contrato válido –un acuerdo voluntario y libre entre individuos independientes– cuando una parte carece de los más elementales medios de subsistencia y la otra es el gobierno de los Estados Unidos (p. 79).

Desde la perspectiva de la ciudadanía social, sólo pueden ser consideradas políticas sociales diseñadas acorde con los derechos de ciudadanía aquellas que no exijan ningún tipo de reciprocidad contractual o interdependencia. Asimismo deben ser homogéneas (en cantidad y calidad) para todos los ciudadanos. Por ello, los PTC (que son focalizados y condicionados) no pueden ser incluidos dentro de esa categoría. Aunque ello no implica negar que signifiquen un avance en ese sentido pues muchos han logrado universalizar algunas prestaciones. Por ejemplo, el Decreto Nº 1602/09 (que regula la AUH) introdujo modificaciones a la Ley Nº 26.714 sobre Régimen de Asignaciones Familiares, creando un subsistema no contributivo de asignaciones familiares para hijos de trabajadores desocupados o de la economía informal que no superen el salario mínimo. En tal caso se flexibiliza la focalización pues no sólo se piensa en la situación de empleo como sinónimo de la condición económica, tampoco se considera al empleo como la única opción viable para superar la pobreza. La AUH ha universalizado las asignaciones familiares.

En términos de su eficacia los PTC han resultado positivos (ver Cecchini, Madariaga, 2011), pero en relación a su eficiencia podríamos decir que esos efectos son menores. Franco (2006) es quien distingue entre ambos términos. La eficiencia expresa la relación costo-beneficio, en cambio, la eficacia refiere al impacto sobre los sujetos de los programas sociales. Al utilizar la expresión impacto, no sólo se consideran los resultados cuantitativos sino también los cualitativos. Desde ya, la incidencia del programa social sobre los indicadores cualitativos –aquellos que involucran factores psicosociales– es menor cuando no ha sido diseñado e implementado acorde con las exigencias de la ciudadanía social.



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