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6 Los programas sociales seleccionados

Las políticas públicas

Los programas sociales son resultado de un proceso más amplio que involucra modos de respuesta del Estado ante demandas o necesidades sociales. Cuando éstas últimas logran formar parte de las agendas de los gobiernos -de modo tal que exigen una toma de posición de parte del Estado- se convierten en políticas públicas. 

Oszlak y O’Donnell (1981) definen a las políticas públicas del siguiente modo:

conjunto de acciones y omisiones que manifiestan una determinada modalidad de intervención del estado en relación con una cuestión que concita la atención, interés o movilización de otros actores en la sociedad civil. De dicha intervención puede inferirse una cierta direccionalidad, una determinada orientación normativa, que previsiblemente afectará el futuro curso del proceso social hasta entonces desarrollado en torno a la cuestión (p. 112, 113).

Isuani (1985) entiende por políticas públicas el resultado de la lucha de fuerzas políticas para influir en las acciones o inacciones, en las decisiones u omisiones, que están orientadas al logro de un fin determinado. La finalidad de las políticas públicas es: i) asegurar el orden y la armonía social. Se trata de una función político-ideológica, orientada a prevenir, reducir y eliminar (en lo posible) el conflicto y el malestar social; ii) crear condiciones para el proceso de acumulación. Esta es una función en donde prima el interés económico y iii) obtener apoyo político. Es una función estrictamente política y de las fuerzas políticas que disputan el control del Estado.

Se reconocen dos enfoques en el estudio de las políticas públicas: uno de corte cuantitativo-prescriptivo y otro cualitativo-explicativo. El primero de estos enfoques analiza procesos de formulación y ejecución en “clave diagnóstico-terapéutica”. El segundo busca reconstruir las modalidades de los procesos de decisión, las características de los actores participantes y las relaciones entre las distintas fases del proceso de formulación y ejecución de políticas públicas (Regonini, 1989).

Regonini establece cinco categorías para posibilitar el análisis de cualquier proceso de política pública, incluso poder compararlos en el tiempo y el espacio, como así también describir a los actores participantes en el mismo:

Las características de los actores más influyentes y frecuentes, el estilo de los procesos decisorios, la dinámica que caracteriza las distintas fases en que se articula el ciclo de vida de una policy, la estructura de los problemas en juego, las reglas del juego (1989, p. 72).

La politóloga italiana propone el estudio de los actores que intervienen en la política pública en base a imágenes monocéntricas o policéntricas. El primer enfoque responde a las teorías normativistas de la democracia y el papel central de las decisiones gubernamentales, en las que no sólo ocupa un rol preponderante el gobernante sino también el partido político (party government). Esta visión posee mayor recepción en las investigaciones sobre implementación. En cambio, las imágenes policéntricas ponen énfasis en el análisis de las negociaciones del gobierno con grupos de interés, esto permite al observador apreciar un panorama más amplio en relación a los actores que intervienen en el policy making. Se incorpora la imagen de la comunidad (policy community) para explicar la participación de determinados actores (Regonini, 1989).

Esos procesos de política pública han sido (tradicionalmente) indagados a partir de su desdoblamiento en dos etapas con características diferenciadas. A su vez ponen en juego dinámicas sociales disímiles pues en una y otra intervienen diferentes actores: nos referimos a las etapas de diseño e implementación. La primera de ellas se encuentra asociada al interés general de la sociedad y la segunda, la de la ejecución, está más ligada a la burocracia estatal (Oszlak, 1980; 2006).

La Serna et. al. (2010) en un estudio reciente propone el análisis de las políticas públicas en una doble faz: la de performatividad y la de productividad. La primera instancia está relacionada con las interacciones que se producen entre los actores colectivos y el Estado, motivados en su actuación por el interés sobre la orientación de la política. “Se trata de un proceso de carácter público, en el que los medios juegan el papel de principales transcriptores del mismo” (La Serna et. al., 2010, p. 198). La segunda etapa (momento productivo) refiere a la interacción cercana “cara a cara” entre prestadores (médicos, asistentes, educadores) y receptores de los servicios (pacientes, pobladores, alumnos). El autor señala que esa segunda etapa supone el momento en que la política adopta sus rasgos más concretos y definitivos ya que resultan de las modalidades de interacción mencionadas.

Políticas, programas y necesidades sociales

Las políticas sociales pueden ser definidas como una forma específica de políticas públicas que se dirigen a paliar las consecuencias negativas del sistema capitalista con la intención de igualar condiciones de vida entre los distintos sectores de la sociedad. En ese sentido, se refiere a ellas “como un conjunto de concepciones ideológicas que se plasman en diseños normativos e institucionales que buscan limitar las consecuencias sociales producidas por el libre juego de las fuerzas del mercado […] están destinadas a obtener el histórico y cambiante significado atribuido al llamado ‘bienestar’ de la población” (Ramacciotti, 2010, p. 10).

Por su parte Danani (2004) las define como aquellas específicas intervenciones sociales del Estado que se orientan (en el sentido que producen y moldean) directamente a las condiciones y reproducción de la vida de distintos sectores y grupos sociales y lo hacen operando especialmente en el momento de la distribución secundaria del ingreso. Son consideradas políticas sociales las intervenciones en materia de educación, empleo, salud, seguridad social, asistencia y vivienda (Danani, Hintze, 2013).

Los programas sociales, en cambio, implican la acción concreta del actor ante el diagnóstico de la situación o problema con un conjunto de objetivos acorde:

Se constituye por un conjunto de proyectos que persiguen los mismos objetivos. Establece las prioridades de la intervención, identificando y ordenando los proyectos, definiendo el marco institucional y asignando los recursos que se van a utilizar (Cohen, Franco, 1988, p. 86).

La política social involucra decisiones de varias organizaciones que expresan un modo de intervención. “Desde esta perspectiva, la política social no es resultado de un proceso lineal, coherente y necesariamente deliberado de ‘diseño’, sino que es objeto de un proceso social y político que configura -en consecuencia- un campo de disputa” (Chiara, Di Virgilio, 2009, p. 54). La gestión de la política social, en décadas pasadas, fue reducida a una cuestión técnica, teniendo como objetivo la evaluación y gerenciamiento de programas, haciendo que la política pierda entidad en ese proceso y adquiera protagonismo el programa social. Debe tenerse en cuenta que no existe política por encima y por fuera de la dinámica general de la sociedad, como así tampoco políticas por fuera de las interacciones que se generan en el curso de su diseño e implementación. Cuando se habla de política social se está hablando de “programas en acto”. El medio a través del cual entran en contacto política y programa social es la gestión social pues opera como “espacio de mediación” entre los procesos macro y la vida cotidiana de la población (Chiara, Di Virgilio, 2009). También puede ocurrir que el programa social (con sus agentes y receptores) se convierta en un actor que participe activamente en la gestión de una nueva política social que movilice una “toma de posición” de parte del Estado.

Un tema recurrente en la definición de políticas y programas es el modo en que se determinan las necesidades que la intervención pretende satisfacer. Fraser se ha dedicado al estudio de esa cuestión. La autora advierte que las necesidades -en el ámbito de las políticas sociales- revelan modos de construcción del poder y de las relaciones sociales. Las necesidades que interpelan las intervenciones sociales del Estado son interpretaciones de las demandas sociales; sobre tales interpretaciones se producen disputas de poder acerca del modo de definirlas y satisfacerlas. El rol de los expertos es interpretar esas necesidades, relegando (muchas veces) el carácter político y colectivo de esas demandas (Fraser, 1991). Heller (1986) –en su teoría de las necesidades sociales– nos dice: “Los representantes de las ‘necesidades sociales’ se encargan de decidir las necesidades de la mayoría y de ellas deducen las presuntas necesidades todavía no reconocidas, en lugar de las auténticas” (p. 18).

Grassi (2008) menciona:

la política social es más que los planes e intervenciones puntuales, pues por ella se expresa (y se reproduce), un modo de realización de la reproducción que supone criterios de (a) mayor o menor socialización en lo relativo a la satisfacción de las necesidades; y (b) mayor o menor cantidad de los satisfactores. Además […] estas cuantías (c) expresan y producen distinciones sociales […] En síntesis, las políticas sociales conllevan un concepto de “necesidad” implícito, del que depende la determinación de aquellas a cuya satisfacción se orientarán de manera explícita las intervenciones en política social, y a quienes le son atribuidas y reconocidas (p. 47).

La antropóloga argentina realiza un interesante debate sobre el modo de construcción de las necesidades sociales. En primer lugar, introduce acerca de la noción de las necesidades como conjuntos objetivos y objetivamente clasificables. Esa concepción supone la existencia de unas necesidades básicas y otras no básicas. Respecto de estas últimas no existiría responsabilidad social pues su satisfacción es de interés y elección de las personas por su propio beneficio. Asimismo esta clasificación conlleva otra entre necesidades universales y superfluas –como las que derivan de consumos culturales– que conducirían al sujeto a sentir una necesidad “que no es verdadera”. “Estas necesidades corresponderían a un sujeto alienado y condicionado por el mercado. No obstante, debe observarse que esta carga negativa no tiene alcance universal, pues como sabemos una parte de la población las satisface sin mucho prurito […] su negatividad y superficialidad son relativas” (p. 49). Por otro lado, se encuentra la radicalización del individuo como sujeto de las necesidades. En este caso se las reconoce como “sociales” e “históricas”; son las personas (o grupos) como unidades esenciales las que tendrían necesidades que el Estado eventualmente debería satisfacer. Esta última noción pierde de vista el proceso de reproducción social ya que las necesidades sociales son producto de las condiciones en que tiene lugar la producción y reproducción social (Grassi, 2008).

Algunos antecedentes

Podemos identificar tres momentos en la historia argentina vinculados a etapas de emergencia o declinación de la política social, como así también a su resurgimiento: i) sus inicios a la par del seguro social; ii) la década del ‘80 hasta la crisis de 2001-2002 y iii) la “contrareforma” iniciada en 2003 (Danani, Hintze, 2013).

Existe una convicción generalizada con respecto a las políticas sociales y su surgimiento en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial –periodo asociado al apogeo del Estado de Bienestar– aunque en realidad la preocupación por la cuestión social tuvo su origen en las primeras décadas del Siglo XX, durante 1920/30 (Minujin, Cosentino, 1993). Por ello es importante distinguir el Estado de Bienestar del Estado Keynesiano. El primero ya había impulsado sus instituciones antes de la crisis mundial de fines de 1929 y su desarrollo respondió a motivos de índole político-social; el hito fundacional de ese modelo de Estado fue el nacimiento del seguro social por iniciativa de Bismarck a fines del S. XIX. Por su parte, el Estado Keynesiano surgió luego de la Gran Depresión por razones económicas siendo su institución central la promoción del pleno empleo (Isuani, 1991).

La historiografía argentina se ha ocupado de indagar los supuestos que asocian (en forma casi exclusiva) la emergencia de las políticas sociales con el primer gobierno peronista (1946-1952). Biernat y Ramacciotti (2012) mencionan la existencia de dos hipótesis: por un lado quienes señalan que a partir de la conformación del Estado nacional se modernizó la intervención social y se plasmaron determinados derechos e instituciones (la educación, la vivienda, la salud y la previsión social). Se sostuvo que esas reformas influyeron en la superación de las anteriores formas basadas en la beneficencia pública y el clientelismo político. De ese modo, se consideró al peronismo como el momento de mayor expansión de las políticas sociales y la ciudadanía social (Germani, 1971). Por otra parte se encuentran quienes advierten que el peronismo se asemejó a un ejemplo de Estado de Bienestar, pero no lo fue en su totalidad. De allí que se utilizaron expresiones como “seudo Estado de Bienestar”; “Estado de Bienestar imperfecto”; “Estado de Bienestar a la sudamericana”. Se hizo notar la ausencia de un debate en torno a las características empíricas y al modo de configuración de las relaciones de poder que asumió el Estado en aquel periodo (Isuani, Tenti Fanfani, 1989; Moreno, 2004).

Estudios historiográficos señalan que en Argentina (en los años 1930) si bien primaron prácticas políticas fraudulentas el Estado asumió nuevos roles en el área social. Esto último lo llevó a ampliar sus capacidades, su entramado normativo y su legado institucional. Armus y Belmartino (2001) muestran cómo el proceso de modernización –plasmado en la instalación de hospitales en la Ciudad de Buenos Aires y la erradicación de ciertas endemias y epidemias– produjo el reconocimiento de derechos sociales. Ballent (2005) da cuenta de las políticas de transformación territorial producidas a partir de la acción estatal. “Es decir, pasó de interpretarse al peronismo como el inaugurador de la ciudadanía social a comprenderlo como el último eslabón de una evolución casi naturalizada” (Biernat, Ramacciotti, 2012, p. 19, 20).

Lo Vuolo y Barbeito (1998) mencionan que en nuestro país la política social inició a fines del Siglo XIX y comienzos del XX, ligada al seguro social y sus primeras manifestaciones: un conjunto de leyes vinculadas a los accidentes de trabajo, beneficios jubilatorios para trabajadores de ferrocarriles privados, luego para trabajadores industriales, comerciales y de servicios. Sin embargo, unos años antes se llevaron a cabo intervenciones sociales en materia de salud y educación, 1880 y 1884 respectivamente. En los años ‘20 y ‘30 se dictaron una serie de normas dirigidas a la protección de la infancia y su grupo familiar, pero es en la década del ‘40 -con el ingreso del peronismo al poder político- que concluyó la etapa “embrionaria” en el desarrollo de la política social argentina.

El motivo de la selección de los programas

En esta tesis se han seleccionado tres programas sociales para realizar el análisis de la concepción de sujeto que adoptan documentos oficiales que los regulan. Por supuesto, la selección tiene una justificación. Esta última radica en dos motivos: i) el particular contexto en que fueron implementados esos programas; ii) la masividad y cobertura que lograron, sin precedentes en todo el territorio del país.

Oszlak y O’Donnell (1981) señalan:

desde el punto de vista del estudio de casos de políticas estatales […] en lo posible deberíamos encarar nuestros estudios analizando el periodo previo al surgimiento de la cuestión. Nos interesa aprender quién la reconoció como problemática, cómo se difundió esa visión, quién y sobre la base de qué recursos y estrategias logró convertirla en cuestión. El examen de este “periodo de iniciación” puede enriquecer nuestro conocimiento sobre el poder relativo de diversos actores, sus percepciones e ideología, la naturaleza de sus recursos, su capacidad de movilización, sus alianzas y conflictos y sus estrategias de acción política (p. 111).

Continúan

si nos limitáramos a estudiar políticas estatales prescindiendo del proceso social del que son parte, podríamos tener estudios más “manejables” y formalizables, pero el costo de esta opción sería el vaciamiento de su interés teórico. En el uso que proponemos, un “contexto” consiste en aquel conjunto de factores intrínsecos al objeto más específico de investigación (“políticas estatales”) que es indispensable para la comprensión, descripción y explicación de aquel objeto y sus efectos sobre otras variables (p. 121).

De ese modo, la consideración del contexto -como aquel espacio en donde se objetiva un tiempo específico- constituye un elemento central para la comprensión de las dinámicas sociales en torno a las cuales el Estado realiza una toma de posición por medio de una política pública. A su vez, el contexto implica la interacción entre determinados factores económicos, políticos y culturales que sirven de antecedente para la intervención estatal. Por ello –como señalan los párrafos precitados– el estudio de una política social que no permita dar cuenta del contexto en que se inserta resta interés teórico a la investigación pues toda política social es expresión de un determinado modo de concebir la política, el bienestar, los sujetos.

Contexto mundial

Uno de los hechos que influenció fuertemente el contexto económico y político de la primera década del Siglo XXI fue el inicio de la actual crisis del capitalismo. Dicha crisis tuvo su origen en uno de los países de bandera del modelo económico: Estados Unidos. A largo plazo la crisis puede ser interpretada como coralario del neoliberalismo -en Argentina comenzó a vislumbrarse en la década del ‘70 (Elías, 2010)- que alcanzó su máximo apogeo en los años ‘90. En el mediano plazo puede ser pensada a partir de las “políticas de burbuja económica” a cargo de los países centrales, especialmente Estados Unidos, en la década del ‘90. Esas políticas trataban de contrarrestar la tendencia al estancamiento por medio del endeudamiento privado y público. En el corto plazo se destacó el estallido del conflicto inmobiliario y financiero en Estados Unidos (Varesi, 2012). Este último produjo consecuencias negativas a nivel mundial y posibilitó interpretar la crisis del capitalismo como una opción para la transición hacia otro modelo de desarrollo. La actual crisis del capitalismo se define como una crisis civilizatoria; no es sólo una crisis económica sino también energética, alimentaria y ecológica (Elías, 2010; Gambina, 2010; Varesi, 2012).

Gambina (2010) aporta algunos datos interesantes para problematizar el significado del desestabilizamiento del capital en los años 2007-2009. Por un lado la crisis que implicó, evidentemente, disminución de la tasa de ganancia pero a la vez mayor concentración de capitales para algunos sectores económicos: Cargill superó sus ganancias en un 69%; MOSAIC de Estados Unidos incrementó en un 430%; Monsanto en 120%; John Deere 17%. El economista cuestiona si la actual coyuntura es una crisis “del capitalismo” o “en el capitalismo”. Las posturas son diversas.

Elías (2010) menciona que el capital sigue siendo la fuerza hegemónica, por lo tanto la salida a la crisis se cristalizaría en la reestructuración del régimen capitalista dentro de la concepción neoliberal predominante, incluso el Estado recurriría a la violencia en defensa del capital si fracasara la dominación por otros medios:

A pesar de los múltiples entierros organizados por tirios y troyanos –desde los enemigos verdaderos, aunque apresurados, que confunden sus deseos con la realidad, a los “enemigos” gatopardistas que quieren cambiar todo para que nada cambie–, el “paquete” neoliberal sigue teniendo una influencia determinante (Elías, 2010, p. 173).

Por otro lado, Gambina menciona que a veinte años de la caída del muro de Berlín reaparecen condiciones subjetivas que permiten pensar en el socialismo como una opción viable. En América Latina no se trataría de “una utopía o una fantasía” pues existirían procesos de masas que han arremetido contra las políticas hegemónicas neoliberales y pretenderían construir otras relaciones sociales con la economía, la política y la sociedad (Gambina, 2010).

Contexto local

Los principales rasgos de la Argentina de 2001-2002 pueden sintetizarse en los siguientes: i) decrecimiento de 11 puntos del PBI entre esos dos años, continuando una tendencia iniciada en 1998; ii) “desmoronamiento” del consumo total y del consumo privado (-12.9 y -14.9% respectivamente) acompañando la caída del PIB -ya mencionada- a precios constantes; iii) sobrevaluación cambiaria y cuestionamiento de la Ley de Convertibilidad mantenida desde 1991; iv) fuga de capitales (la salida de capitales acumulada desde principios de 2001 fue superior a los U$S 20.300 millones, equivalente al 7.6% del PIB de aquel año), stock de reservas internacionales en Abril de 2002 un 55% inferior al nivel registrado en Enero de 2001; v) pérdida total del crédito externo público y privado; vi) declaración del default de la deuda pública; vii) crisis del sistema financiero con circulación de cuasi monedas (existencia de 14 emisiones de monedas diferentes circulando en 11 provincias), tasas de interés elevadas, imposición a fines de 2001 de la indisponibilidad de los depósitos bancarios –conocida como corralito– y control de cambios; viii) devaluación del peso y aumento de precios (Hintze, 2006). En el año 2002 se estima que el 54.3% del total de la población se encontraba bajo la línea de pobreza y el 24.7% bajo la de indigencia. Los porcentajes más elevados se concentraron en el Noreste y Noroeste argentino (INDEC, EPH).

Sin embargo, los hechos que motivaron una de las últimas crisis argentinas comenzaron mucho antes; se trató de la consecuencia de un exacerbado proceso de acumulación del capital que se produjo a nivel mundial aunque fue impactando de distinto modo en cada uno de los países del hemisferio. Bauman (2014) citando las palabras de John Galbraith en el prefacio al Human Development Report del Programa para el Desarrollo de Naciones Unidas (1998) dice: “el 20% de la población mundial posee el 86 por ciento de los bienes y servicios producidos en todo el mundo, mientras que el 20 por ciento más pobre consume sólo el 1,3 por ciento del total” (p. 19).

Ese escenario dio lugar a lo que se denominó “política pública de emergencia”. Se dictaron una serie de normas en consecuencia: Ley de Emergencia Pública y Reforma del Régimen Cambiario, la Emergencia Alimentaria Nacional y la declaración de la Emergencia Nacional Ocupacional. En ese marco, la gestión interina de Eduardo Duhalde lanzó tres mega-programas asistenciales: el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, el Programa de Emergencia Alimentaria y el Programa Remediar. El primero estuvo a cargo del Ministerio de Trabajo, el segundo del Ministerio de Desarrollo y el último a cargo del Ministerio de Salud.

El Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados se caracterizó por su elevado presupuesto y la extensión de su cobertura. Esos elementos resultaron un punto de inflexión en la gestión de las políticas sociales a nivel nacional. Una de las mayores fortalezas del programa fue el reconocimiento por parte del Estado de su responsabilidad en la atención de las situaciones de carencia de los ciudadanos. La transferencia monetaria resultó clave para la contención de la situación de emergencia y se convirtió en uno de los principales mecanismos de sobrevivencia entre las familias de menores recursos (Rodríguez Enríquez, Reyes, 2006). El Plan obtuvo una amplia cobertura -sin precedentes en nuestro país respecto de políticas sociales del mismo tipo- alcanzó la cifra de casi 2 millones de hogares que recibían el beneficio. Ese número representaba el 20% del total de los hogares del país (Gasparini, Cruces, 2010).

Mucarsel (2014), en un informe para la CEPAL, señala que el año 2003 inauguró un nuevo periodo para la Argentina caracterizado por un fuerte retorno de la política:

Esta propuesta nace de una invitación a construir un nuevo modelo de país – modelo que puede sintetizarse como “nacional y popular” tomando este concepto de la historia política argentina implantado por el peronismo, pero que a su vez incorpora nuevos elementos propios tales como una fuerte política de Derechos Humanos centrada en la recuperación de la Memoria, Verdad y Justicia (p. 21).

A nivel regional, la primera década del Siglo XXI presenció una generalizada propensión a modificaciones de gobierno favorables a partidos y coaliciones de centro-izquierda. Incluso aquellas fuerzas políticas que se identificaban con una ideología de centro-derecha optaron por un discurso sensible a la pobreza, la desigualdad y la necesidad de cambios estratégicos en el funcionamiento de la economía y la política social (Andrenacci, 2010).

Para América Latina los efectos de la crisis mundial de 2007-2009 fueron disímiles dependiendo del nivel de integración con Estados Unidos; el grado de apertura de la economía; la evolución de los precios de los productos exportables y las políticas de cada uno de los gobiernos. En casi todo el continente cayó el PBI y aumentó la desocupación, de acuerdo con los datos de la CEPAL y la OIT (Elías, 2010).

La crisis capitalista tuvo un impacto económico relativo en Argentina. Los estudios socioeconómicos de América Latina durante el periodo 2002-2008 muestran que ha habido un mejoramiento en la región, tanto en los indicadores de pobreza como en los de desigualdad, a lo largo de la primera década del presente siglo (CEPAL, Cornia, Listig) (Andrenacci, 2010). El documento de la CEPAL “Panorama Social de América Latina” (2009) muestra una reducción sostenida de los índices de pobreza e indigencia (33.0 y 12.9% en el año 2008) que inició en la década del 2000. A su vez, esos índices son lo más bajos de la región en los últimos casi 30 años. En Argentina para el año 2007 se ubicaban en 21.0 y 7.2% (CEPAL, 2009).

Andrenacci (2010) alude a esos indicadores del informe 2009 de la CEPAL, haciendo mención a que la mirada por categorías de la población muestra niveles de desigualdad estable o incluso creciente en la pobreza en individuos de género masculino de entre 14 y 65 años de edad. Es decir, en etapa de actividad plena de acuerdo a los estándares del mercado laboral.

Esta situación, entendida en términos de proceso, se constituye en un mecanismo de transferencia intergeneracional de la pobreza que, además, se agrava en la etapa de la juventud (18-25 años). Por las mismas razones que complican los ingresos de los hogares pobres -la baja calidad relativa de las opciones de ingreso monetario que ofrecen las actividades económicas- los jóvenes tienen niveles de desempleo superiores a sus inmediatamente mayores e ingresos promedio varias veces menores a los mismos. La “herencia de pobreza” en términos de trayectorias educativas truncas, baja calificación y dificultad de acceso a capital cultural y social se traduce en un déficit de “empleabilidad” de los jóvenes […] (Andrenacci, 2010, p. 6).

Arroyo (2009) menciona que a fines de la primera década del Siglo XXI los problemas sociales de la Argentina pueden concentrarse en cuatro: i) la pobreza estructural que representaba el 10% de la población con necesidades básicas insatisfechas; ii) la precarización laboral que equivalía al 40% del sector informal de la economía; iii) el incremento de los índices de desigualdad; iv) la existencia de 900 mil jóvenes que no estudiaban ni trabajaban. En base a ese diagnóstico era necesario que las políticas sociales contemplaran la posibilidad de la universalización de las asignaciones familiares pues sólo accedían a ellas los que pertenecían al sector laboral formal que representaban el 60% de la población, quedando el resto sin protección social (Arroyo, 2009). En cuanto a los jóvenes, el informe “Trabajo decente y juventud: Argentina” elaborado por la Oficina Regional para América Latina y el Caribe de la OIT, del año 2007, advertía que el 62.2% de los trabajadores de 18 a 24 años lo hacía en forma precarizada. Al mismo tiempo, el 44% del índice de desempleo se concentraba en esos jóvenes. A su vez, la tasa de desempleo juvenil era 2,5 veces mayor que la del total de la población y 3,6 veces mayor que la de los adultos de 25 a 59 años de edad. El número de jóvenes que no estudiaba ni trabajaba ascendía a 756.000 en zona urbana. Entre ellos, 427.000 tenían entre 20 y 24 años de edad y eran desertores temprano de la escuela media.

Uno de los aspectos más criticados de la política social de emergencia, instaurada luego de 2001-2002, fue la asociación entre empleabilidad y pobreza (Fleury, 1999; Lo Vuolo, Barbeito, Rodríguez Enríquez, 2002; Lo Vuolo et. al., 2004; Rodríguez Enríquez y Reyes, 2006). Esto implicaba considerar el empleo como el principal mecanismo para la superación de la pobreza, como así también la consideración de la pobreza como sinónimo de falta de empleo. Durante los últimos años, la reducción sostenida en los índices de pobreza e indigencia permitieron un “cambio de foco” en la política social asistencial hacia la universalización de las asignaciones familiares y la atención de jóvenes en situación de exclusión (ver gráfico). Por ello las intervenciones sociales se orientaron en ese sentido. Entre ellas se incluyeron la Asignación Universal por Hijo para Protección Social y el Programa de Respaldo a Estudiantes Argentinos. De acuerdo con estadísticas oficiales, el primero de esos programas sociales cuenta con un total de 3.348.032 niños que forman parte del sistema (ANSES, 2014), por su parte, el PROGRESAR posee 790.114 receptores (ANSES, 2015).

Gráfico 2. Índice de pobreza e indigencia (2007-2012)

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Fuente: elaboración propia en base a CEPAL, 2009, 2010, 2011, 2012 y 2013. Hay que destacar que la CEPAL para la construcción de este índice solo considera zonas urbanas del país.



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