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2 El poder de invención

Lecturas entre Turín y California

Robert F. Carley[1]

Investigaciones recientes sobre el sector de servicios y sobre las industrias culturales exploran cómo trabajadoras y trabajadores se apropian de las nuevas tecnologías y medios digitales de comunicación para multiplicar su lucha de clase. Por ejemplo, en su introducción a The gig economyworkers and media in the age of convergence (Economía GIG: los trabajadores y los medios de comunicación en la era de la convergencia), Michelle Rodino-Colocino, Todd Wolfson, Brian Dolber y Chenjerai Kumanyika (2021) observaron que el sindicato de la Rideshare Drivers United (RDU) de Los Ángeles, California, desarrolló una aplicación digital y creó una plataforma organizacional para reunir comunicaciones en redes sociales digitales, mensajería de textos, llamadas telefónicas y conversaciones cara a cara, a fin de ampliar su base de integrantes. La RDU no es un sindicato oficial, ni está afiliada a los principales sindicatos estadounidenses. Surgió como respuesta a los cambios en las políticas de viajes compartidos de las empresas más grandes de movilidad, Uber y Lyft, que, en los últimos tiempos, redujeron los ingresos de las y los conductores, a la vez que introdujeron medidas más estrictas y costos más altos para ellos y ellas. Adicionalmente, Uber y Lyft han clasificado a las y los conductores no como empleados, sino como contratistas independientes, para impedir que se sindicalicen y organicen. La RDU, junto a otras iniciativas, muestra cómo actualmente emergen colectivos autoorganizados que rechazan las estructuras institucionales tradicionales, como también defienden el valor de su trabajo frente a las nuevas estrategias corporativas de explotación.

Desde la revista Lateral de la Cultural Studies Association (CSA) en Estados Unidos, venimos prestando atención a estas cuestiones. Lateral plantea debates en torno a dos líneas de investigación sobre las industrias de servicios, culturales y creativas. La primera explora la producción de dispositivos digitales y la circulación digital de eventos y contenidos, prestando atención a las formas globales de producción cultural que transforman a los contextos nacionales, y viceversa. La segunda desentraña los cambios en las categorías conceptuales que informan la crítica de la economía política en el capitalismo contemporáneo. En relación con esta línea, las perspectivas obreristas y autonomistas del pensamiento italiano han sido importantes para nosotros y nosotras, al desafiar las concepciones habituales sobre las condiciones materiales, disparando nuevas preguntas sobre las relaciones entre la economía, la sociedad, el tiempo de trabajo, y la forma valor que sustenta los procesos de explotación del trabajo hoy. En este capítulo reviso esta perspectiva. El argumento aquí expuesto es que se necesita fortalecer el poder analítico de las investigaciones sobre el sector servicios y sobre el llamado “sector cultural y creativo” a través de las lentes de los conceptos de “trabajo inmaterial”, “composición de clase” y “poder de invención”. Al mismo tiempo, en cuanto desde los estudios culturales se considera la producción de mercancías-signos y mercancías-actividades, se necesita reflexionar acerca de cómo nuestros análisis y posiciones políticas se conjugan con las redes emergentes de trabajadoras y trabajadores.

La creatividad política del trabajo

Como notamos desde Lateral (Carley, Jones, Laine y Sula, 2021), el concepto de “trabajo inmaterial” es útil para renovar las interpretaciones teóricas y políticas de los estudios culturales. Esta noción ayuda a iluminar las relaciones entre las nuevas condiciones de trabajo y la forma de la mercancía. Siguiendo a Maurizio Lazzarato (1996):

El concepto de “trabajo inmaterial” refiere a dos aspectos del trabajo. Por un lado, respecto al “contenido informacional” de la mercancía, refiere directamente a los cambios que tienen lugar en los procesos de producción de los trabajadores dentro de las grandes compañías en los sectores industriales y terciarios, donde las destrezas envueltas en el trabajo directo involucran crecientemente a la cibernética y al control computacional (y a la comunicación horizontal y vertical). Por otro lado, respecto a la actividad que produce el “contenido cultural” de la mercancía, el trabajo inmaterial envuelve una serie de actividades que no son normalmente reconocidas como “trabajo” –en otras palabras, el tipo de actividades implicadas en definir y fijar estándares culturales y artísticos, modas, gustos, normas de consumo, y, más estratégicamente, la opinión pública– (Lazzarato, 1996, p. 133; mi traducción).

El concepto tiene un lado problemático porque el adjetivo “inmaterial” no registra el carácter material de las actividades de servicios y de la producción semiótica. Pero al mismo tiempo, como expondré luego, capta la relevancia del trabajo comunicativo y del trabajo involucrado en “el tipo de actividades implicadas en definir y fijar estándares culturales”, y así ayuda a echar luz sobre los actuales procesos de producción, circulación y consumo de mercancías. Esto es crucial para ver las posibilidades de crear nuevas formas organizacionales de oposición al capital. Por ejemplo, en numerosas regiones, las y los trabajadores han resistido el quiebre de su poder de clase a lo largo de la larga ola neoliberal (despidos, contratos temporales, privatizaciones de servicios públicos), imaginando nuevos recursos organizacionales desde las actuales condiciones de producción “inmaterial”. En efecto, la visión de Lazzarato forma parte de la tradición teórica más amplia del pensamiento operaísta y autonomista italiano, según la cual los cambios en las condiciones de producción son una dimensión clave de la lucha de clase. Estas transformaciones son tan dinámicas que nadie puede decir que la clase trabajadora tiene tal o cual forma absoluta u homogénea en determinado momento. Dicho con palabras de Mario Tronti: “Uno por cierto sabe que existe, porque todo el mundo la ha escuchado, y cualquiera puede oír fábulas sobre ella. Pero nadie puede decir: ‘Yo la he visto’” (citado en Wright, 2002, p. 76; mi traducción).

Las cosas cambiaron significativamente en la era del capitalismo fordista. Hasta los años setenta del siglo xx, este articuló, de manera más o menos virtuosa, la transformación de las condiciones de producción y las de reproducción de la clase trabajadora (Harvey, 1998). Por eso, como apuntamos desde Lateral, desde la corriente del operaísmo (“obrerismo”),[2] Tronti, Paolo Virno, Antonio Negri y Romano Alquati, entre otros y otras, desplazaron la centralidad del concepto de “conciencia de clase” para repensar los procesos políticos que conducen la lucha de las y los trabajadores. Al observar las fábricas de Fiat y Olivetti en Turín, Alquati vio que la actividad política, organizacional y estratégica de las clases dirigentes y subalternas intersectan con las transformaciones del proceso de trabajo. Si la clase trabajadora creaba estrategias a partir de las condiciones técnicas de las fábricas, la clase capitalista sacaba ventaja de ellas para descomponer a los movimientos obreros y ganar posiciones en la lucha de clase. De acuerdo a Virno (2003), cuando en el fordismo “los obreros encontraban un modo menos fatigoso de hacer el trabajo, y lograban así un descanso adicional, la jerarquía explotaba esta mínima conquista cognoscitiva para modificar la organización del trabajo” (p. 63). Se pueden extender estos análisis más allá de Italia y del capitalismo de posguerra, adentrándose en el orden neoliberal del capitalismo (Smith, 1997) y en la producción posfordista flexible.

En ese sentido, la lectura de Negri (2021) acerca de que la metodología operaísta tiene siempre un carácter coyuntural es muy ilustrativa. Esta perspectiva es sensible a la sociabilidad del trabajo, en cuanto fuerza inventiva que se reafirma en la contingencia al apropiar los cambios tecnológicos corrientes con los que la clase dominante busca controlar a las y los trabajadores. Cada momento conlleva nuevas características que modulan las relaciones de clase en la producción económica y las posiciones que las clases ocupan social y espacialmente. La manera en que teorizamos el operaísmo, entonces, cambia con el tiempo, en cuanto la composición técnica de la clase trabajadora se intensifica y expande, y esta rearticula sus posiciones políticas mediante nuevas formas de organización, estrategias y tácticas que exceden la habilidad del conjunto de empresas y fondos de inversión para limitarla. Negri siempre resaltó el potencial extraordinario de la lucha de la clase trabajadora, dejando abierta la cuestión acerca de qué forma política tomará esa lucha en un escenario posfordista que crecientemente fragmenta, desplaza y dispersa a la fuerza trabajadora. Para explorar más esta cuestión, necesitamos discutir el concepto de “poder de invención”.

Una lucha que toma siempre formas nuevas

Al considerar la industria de masas, observamos que el nivel agregado de competencias técnicas de la clase trabajadora varía en cuanto el comando de la clase capitalista revoluciona la automatización, la administración científica y las divisiones del trabajo, lo cual provoca la descualificación periódica de la fuerza de trabajo. Este mecanismo reduce al estrato calificado de la clase trabajadora al convertirlo en capital fijo, o hacerlo parte del estrato social de planificación y gerenciamiento de las firmas. Al mismo tiempo, la descualificación incrementa la tasa de explotación. Por ejemplo, un operario de máquinas calificado ejecuta múltiples operaciones simples a través de varias máquinas.

En ese sentido, Oliver Harrison (2011) explicó que la composición de la clase trabajadora reúne características tanto políticas como técnicas (la organización del trabajo, los instrumentos y las tecnologías requeridos en la producción). Las primeras se desarrollan según las restricciones de las segundas. El capital descompone y cambia las características técnicas para descarrilar los programas estratégicos de la clase trabajadora. Es decir, las firmas buscan hacer inefectivas las tácticas de las y los trabajadores al transformar las condiciones técnicas y administrativas de la producción. Para los críticos autonomistas, el capital responde a estas iniciativas. En palabras de Tronti (2019), “el desarrollo capitalista se subordina a las luchas obreras; las sigue por detrás, y tales luchas establecen el ritmo al cual los mecanismos políticos de la propia reproducción del capital deben ajustarse” (p. 65; mi énfasis y traducción).

Las firmas arrojan a la clase trabajadora dentro de un nuevo contexto organizacional, donde esta retoma su esfuerzo de construir subjetividades políticas que atraviesen las restricciones introducidas por los nuevos ensamblajes técnicos. En síntesis, el problema de la formación de la clase trabajadora está más relacionado con la (re)organización del proceso de trabajo que con las características técnicas de la automatización en sí. Parafraseando a Louis Althusser (1967) en torno al problema del dinero, no es la técnica per se la que trabajadores y trabajadoras enfrentan, sino un poder de clase (p. 191, n.º 7).

En este contexto, al discutir el problema de la automatización, Harry Braverman ayuda a su vez a prestar atención sobre “el tire y afloje” entre el capital y el trabajo a un nivel micropolítico. Según Braverman (1998), durante la era del capital monopólico, la automatización encogió el estrato del trabajo calificado y arrojó trabajadores altamente competentes a puestos de trabajo descalificados, creando a la vez nuevas formas calificadas de trabajo. Considerando la situación a fines de los años ochenta, en Labor and monopoly capital (El trabajo y el capital monopólico), Braverman (1998) sostuvo:

…mientras que las condiciones sociales han estado cambiando rápidamente a lo largo de la pasada mitad del siglo, y la clase trabajadora junto a ellas, la lucha de clase ha estado en un estado de relativa quiescencia en los Estados Unidos, Europa Occidental, y Japón –los países del capitalismo desarrollado para los cuales el análisis fue hecho–. Carecemos, por lo tanto, de experiencia concreta, por la mayor parte, de la clase que indicará las formas y leyes de lucha que predominarán en las nuevas condiciones sociales que caracterizan la época del capital monopólico –aunque tenemos algunas indicaciones interesantes desde los años sesenta, de las cuales los eventos franceses de 1968 son quizás las más sugerentes– (p. 314; mi énfasis y traducción). 

Braverman explicó que la automatización cambia la composición técnica de la clase trabajadora y desafía su estrategia política. Para él, la cuestión de la “relativa quiescencia” de la clase trabajadora en los países centrales del capitalismo no excluye que erupcionen “fermentos revolucionarios”. Estos pueden, como en 1968, tener una vida más o menos breve. Una historia política del capital muestra que el desarrollo tecnológico está continuamente jalonado por conflictos y revueltas. Pero estas luchas contemporáneas son diferentes respecto al pasado fordista del capital monopólico.

Tronti elaboró sobre ese contexto. Planteó que los sindicatos muchas veces no aprueban ni visibilizan la lucha de clase, pero existen luchas intestinas cotidianas entre la clase trabajadora y el capital. Según Tronti, el problema de la quiescencia relativa del movimiento obrero organizado hacia la última parte del siglo xx está vinculado a la forma institucionalizada de ese movimiento, que emergió después de la Segunda Guerra Mundial y que en muchos escenarios nacionales persiste. Siguiendo a Tronti, necesitamos sopesar, entonces, la continuidad de la lucha de clase respecto a la continuidad de la organización, pues, en cuanto las condiciones del capital cambian, la clase trabajadora enfrenta nuevos desafíos para coordinar colectivamente su poder de invención y articular un programa político. Tronti (1979) argumentó:

La continuidad de la lucha es un asunto simple: los trabajadores solo se necesitan a sí mismos, y a los jefes que los enfrentan. Pero la continuidad de la organización es una cosa rara y compleja: apenas la organización se institucionaliza en una forma, es inmediatamente utilizada por el capitalismo (o por el movimiento obrero de parte del capitalismo). Esto explica el hecho de que los trabajadores abandonarán muy rápido las formas de organización que ellos han apenas ganado. Y en lugar de ese vacío burocrático de la organización política general, ellos pondrán la lucha corriente al nivel de la fábrica –una lucha que toma formas siempre nuevas que solo la creatividad intelectual del trabajo productivo puede descubrir (p. 6).

En el pasado, las tácticas obreras incluían desde la huelga y la ocupación de fábricas hasta el sabotaje industrial. En el presente, dado que sabotear el proceso de trabajo para reducir su intensidad requiere una mayor destreza técnica que en el pasado, el poder de invención toma un rol central, poniéndose de manifiesto ante cada giro de la reorganización capitalista. Esta continuidad más o menos subterránea de la lucha da lugar a la cuestión sobre la composición política de la clase trabajadora. Esta tiene dos aspectos: la relación de la clase trabajadora respecto al comando capitalista, y su habilidad para “socializar” la producción, anticipando o promoviendo la transformación socialista del modo de producción (Sohn-Rethel, 2020). Las perspectivas contemporáneas sobre el poder de invención reflexionan sobre estas prácticas comunicativas y cooperativas de las trabajadoras y los trabajadores más allá de la fábrica.

Dentro de las industrias creativas

Volviendo a Lazzarato (1996), los flujos de información modulan la producción de mercancías y las nuevas formas de acumulación del capital. Por ejemplo, la minería de datos a través de las redes sociales digitales produce un producto de sumo valor para las corporaciones que comercian información mediante el marketing directo, la customización de las mercancías, y la provisión de datos como materias primas para otras firmas. Lo que es nuevo en este proceso de explotación es que el poder de invención de la clase trabajadora se torna contra sí mismo y tiene el riesgo de volverse un aglomerado de subjetividades atomizadas, aunque insertas en el proceso productivo-comunicativo de la industria, de los servicios, y de la producción cultural. Como Virno (2003) observó, ahora es así un deber que las y los trabajadores creativos inventen “atajos, ‘trucos’, soluciones que mejoren la organización laboral” (p. 63). Las corporaciones constantemente buscan capturar la capacidad cognitiva e inventiva al administrar las relaciones intersubjetivas, donde las mercancías y el capital se hacen extensivos con la vida misma (Lazzarato, 1996; De Peuter y Dyer-Witheford, 2005; Joseph y Ricciardi, 2005). Trabajadoras y trabajadores, entonces, necesitan encontrar nuevos medios tácticos, estratégicos y organizacionales para su autovaloración.

La literatura mainstream sobre el concepto de “creatividad” borra la potencia de la clase trabajadora, explícita en la interpretación operaísta del poder de invención. De acuerdo a las primeras perspectivas, la creatividad consiste en combinar prácticas, datos y formas a fin de producir mercancías novedosas. Por ejemplo, según las interpretaciones de Richard Florida (2012), la “creatividad económica (emprendedorismo)” es el significante nodal que articula la creatividad tecnológica y la creatividad artística y cultural. Más aún, no sería la categoría de poder la que modula la emergencia de una “clase creativa”, sino las categorías de talento, tecnología y tolerancia. Utilizada de esta manera, la noción de “creatividad” solapa las potencias políticas de todo un espectro de analistas y productores simbólicos. La idea de la “economía creativa”, promovida por sectores de la academia y organizaciones internacionales intergubernamentales, enfatiza la competencia, la novedad, la síntesis de significados (esencial, por caso, para el branding, la comercialización de marcas), la propiedad intelectual, el valor de cambio, el monitoreo constante del trabajo individual, y el carácter atomizado de los “equipos de trabajo”. Para Florida (2005), “no hay grandes empresas ni instituciones que cuiden de nosotros, estamos solos” (p. 115). La idea de poder de invención, por el contrario, resalta la cooperación, las memorias, la infinitud del trabajo semiótico, las soluciones productivo-estructurales, el valor de uso, la creación compartida, el conflicto constante entre el trabajo y el capital, la libertad, el carácter colectivo, y la sociabilidad del trabajo.

Las perspectivas operaístas traen al primer plano la tensión que, al interior del capital, existe entre la autonomía de la fuerza de trabajo y los métodos de las firmas para asegurar la mercantilización de ese conocimiento y esa creatividad con la forma de productos tecnológicos (Viparelli, 2016, p. 14). Estas posiciones observan que la autonomía relativa del trabajo es necesaria para la actual producción de valor de cambio (desde mercancías tangibles hasta servicios y eventos o contenidos culturales). El capitalismo hoy demanda conocimiento y creatividad semiótica. Las lecturas difieren sobre el grado en que las formas autónomas de producción inciden sobre la dirección política de las y los trabajadores.

Hardt y Negri (2000) argumentaron que un nuevo sujeto, potencialmente político, la “multitud”, emerge de las actuales prácticas productivas: la multitud se opone a la reorganización del capital bajo la forma biopolítica del “Imperio” (p. 43). En esta formación transnacional del proceso de trabajo, dominado desde el norte global, según Hardt y Negri las clases trabajadoras son socializadas plenamente. Mientras que Franco “Bifo” Berardi (2007), otro autor autonomista italiano, sugirió que en el posfordismo “el semiocapital ha puesto el alma a trabajar” (p. 85). Para Hardt y Negri, el trabajador industrial y el trabajo industrial son reemplazados por el trabajador social y la tendencia hegemónica del “trabajo inmaterial” en el contexto de la sociedad posindustrial. El trabajador creativo, de servicios, intelectual y científico representa el trabajo inmaterial de la clase trabajadora, cuya labor se vuelve coextensiva con la vida misma (de ahí que tiene un carácter “biopolítico”). Como corolario, sus productividades no pueden ser medidas (o, mejor dicho, solo medidas) según la ley del valor, que, de acuerdo a Karl Marx, calcula el valor de las mercancías según el tiempo de trabajo en el reino de la producción. Por ejemplo, Pál Pelbart (2015) apuntó que

Negri ha ido tan lejos para sugerir que el tiempo posmoderno se ha liberado de su dependencia respecto al movimiento que mide precisamente porque la medición del tiempo, o el tiempo como medida, no puede más estipular el valor de trabajo en su reconfiguración inmaterial, dado que su fuente es un poder de invención que está presente en todos lados, en cada cerebro, en cada singularidad, en cada artista, y es por definición inmensurable e inagotable (p. 11; mi traducción).

Al mismo tiempo, como Matthew Greaves (2016) argumentó, al socializar el proceso de producción más allá de la fábrica y transformar cooperativamente la tecnología mediante sus poderes de invención, la multitud puede apropiar los instrumentos productivos del “Imperio” para su autonomía (pp. 57-58). En palabras de Hardt y Negri (2000), “las fuerzas científicas, afectivas, y lingüísticas de la multitud agresivamente transforman las condiciones de la producción social” (p. 366). Más específicamente, la autonomía de la clase se incrementa en las esferas de la reproducción social. Una suerte de “comunes” emergen de estas formas de socialidad y cooperación. Aunque esto no se traduzca, hasta el momento, en una organización política consistente.

Quienes nos enfocamos en el poder de invención buscamos explicar cómo este puede revertir el comando, la administración, la explotación y la alienación que estructuran las dimensiones subjetivas de la experiencia cotidiana de las clases trabajadoras a través de un conjunto de prácticas sociales y culturales. Desde el consumo de contenidos audiovisuales digitales y el homebanking hasta la provisión de servicios y la distribución de mercancías mediante plataformas y aplicaciones celulares. Buscamos escuchar las singularidades que no están sujetas al comando del capital, pues este ha dejado parcialmente de ser efectivo a fin de que las firmas incrementen una producción de valor que depende crecientemente de la mayor autonomía del trabajo en ciertos planos.

Esa libertad relativa puede volverse inocua, como Yann Moulier Boutang (2011) señaló, dado que los medios de explotación (intercambios, flujos de bienes y servicios, dinero y precios) y los métodos de lo que Moulier Boutang llama “capitalismo cognitivo” pretenden sacar provecho de las externalidades del mercado, aumentando “los recursos, bienestar o poder de acción” de los agentes capitalistas (p. 22). En un contexto donde la fábrica no es más un espacio geosocial específico, sino una red social que penetra la subjetividad y la conciencia de todos los agentes que participan globalmente en la economía, la autonomía del poder de invención constituye una externalidad positiva que los agentes capitalistas pretenden capturar, sin remunerar. En la perspectiva crítica de Martin Zeilinger (2017), por ejemplo, el capitalismo cognitivo puede explotar aún más el conocimiento si este existe como “un tipo de bien público” (p. 18). Esto implica que el capitalismo cognitivo se alimenta de la vida social de los productores simbólicos y de su conocimiento. Como Taizo Yamamoto (2017) explicó:

Moulier-Boutang (2011) examinó la nueva explotación del poder productivo en el capitalismo cognitivo. A diferencia de los músculos del cuerpo, el cerebro humano trabaja todo el tiempo. Si uno desea explotar la inteligencia colectiva, el trabajo viviente como poder de invención tiene que ser desplegado en el proceso de producción (y acumulado en “capital humano”). En otras palabras, el trabajo cognitivo continúa existiendo como medio de producción a través del ciclo de producción, esto se llama “explotación en grado 2” (p. 343, mi traducción).

Dicho con otras palabras, el poder de invención continuamente se actualiza en la multitud, en cuanto agregado de subjetividades independientes e interdependientes. Pero el capitalismo cognitivo busca sujetar ese poder a un proceso de explotación que, contradictoriamente, depende de la libertad del trabajo creativo como fuente clave para la generación del valor de cambio. El capitalismo cognitivo pretende capturar ese poder en propiedad intelectual privada y así valorizarlo como capital.

Es un proceso histórico. Siguiendo a Negri (2021), la lucha de la clase trabajadora contra la imposición de las líneas de montaje del fordismo en Italia y otras regiones aumentó su composición política y técnica a un nivel de cooperación y socialización que la alejó del comando del capital en la fábrica y de la relación salarial. Esta socialización de la clase trabajadora, su mayor nivel de composición técnica y su conocimiento de la producción se convirtieron, contradictoriamente, en los fundamentos del capitalismo cognitivo. Este subyuga la autosocialización de la fuerza de trabajo al expropiar su conocimiento bajo la forma de rentas de propiedad intelectual. Marx ya había anticipado este proceso cuando en el capitalismo industrial observó que el “intelecto general” de la ciencia y de la invención se cristalizaba en el capital fijo de las maquinarias.

A modo de ilustración, Greig de Peuter y Nick Dyer-Witheford (2005) especificaron las condiciones de formalidad e informalidad de esta actual dinámica de explotación en su etnografía sobre la industria de los videojuegos. De acuerdo a ellos, los desarrolladores de videojuegos reflexionan cotidianamente acerca de cómo se pone en juego la autonomía de su poder de invención, a la vez que los CEO de los estudios creativos tienen temor sobre no poder poner límites a dicha autonomía, que es al mismo tiempo necesaria para la industria. En sus palabras, la industria de los videojuegos

descansa sobre mecanismos de control legal para lograr que los trabajadores “se ajusten” a un lugar de trabajo. La captura corporativa del poder de invención y su conversión en “propiedad intelectual” es un aspecto del trabajo creativo que comienza con el contrato de empleo. “Normalmente, tú firmas un contrato de empleo con una compañía y cualquier idea que tengas pasa a ser de ellos”. Si bien encontramos al menos una compañía de tamaño medio que tenía una política extraordinariamente progresista de asegurar los derechos de los empleados a las ideas que enuncian, esto no es el caso corriente, y muchos estudios creativos están plagados de sospechas silenciosas sobre las ideas “robadas” (De Peuter y Dyer-Witheford, 2005, s.p.; mi traducción).

La investigación muestra que los desarrolladores de videojuegos tienen conciencia de las formas de alienación involucradas en los mecanismos de explotación conjugados en las obligaciones contractuales. Así, en los últimos años, emergieron huelgas importantes en esta industria y nuevas formas de organización de base. Por ejemplo, las huelgas de trabajadoras de Raven Software (una división de Activision Blizzard King, con base en Santa Mónica), que denunciaron las condiciones crunch (extremas) de explotación del trabajo de las Quality Assurance (QA) en el testeo de nuevos juegos, y protestaron contra los despidos del personal.[3] O, también, el surgimiento de la Game Workers Unite, con ramificaciones globales, a partir de la Game Developers Conference del 2018 en San Francisco. De ahí que en este ensayo tome a California como metonimia de las luchas emergentes en diferentes lugares que condensan clusters de industrias creativas. En contraposición, las firmas buscan capturar el poder de invención mediante mecanismos legales.

Esa tensión dinámica entre autonomía y captura está a la orden del día. Como Geoff Cox señaló en Antithesis: the dialectics of software art (2010) (Antítesis: La dialéctica del arte de software), es impredecible saber dónde y cuándo la invención surge. La invención no es el resultado lineal de innovaciones anteriores, sino una variable independiente que altera todo el sistema previo de ideas (Cox, 2010, p. 93). Por tanto, si la innovación es impredecible, para las firmas su captura debe ser lo más flexible posible. En palabras de Moulier Boutang (2011), si el capital quiere explotar la inteligencia colectiva, “no es simplemente suficiente poner a los ‘trabajadores’ juntos. Lo que es crucial es evitar esta objetivación perfecta (cosificación o alienación) del poder de invención en el proceso de trabajo o en el producto” (p. 94; mi traducción). El miedo de las clases dominantes es que la autonomía sin límites y el despliegue contra las normas potencien la suma de las singularidades del trabajo en una clave veramente colectiva. La tensión puede ser improvisada y rápidamente ganar impulso. Para el capital, cierta autonomía de la fuerza de trabajo es crucial a fin de maximizar su explotación de la creatividad; en este intersticio podemos inventar horizontes de emancipación real.

Conclusión

Los sectores culturales y creativos requieren hoy cierta autonomía del trabajo para producir mercancías y servicios que hagan huella en el mercado. La composición técnica de las clases trabajadoras es tan avanzada que el capital ya no comanda, sino que extrae valor a través de mecanismos de renta sobre la propiedad intelectual. Este contexto implica una subsunción biopolítica del trabajo más allá del lugar de producción. Contra este proceso, los casos que releí son instructivos. Las fracciones trabajadoras tienden a organizarse en red, tanto para defender sus derechos contra la precarización, como para articular procesos de producción cooperativos que resisten la captura de la plusvalía, imaginando nuevas formas de socialización del valor. Si el discurso predominante de la creatividad denota el mejoramiento de lo ya existente según el apetito de ganancia que mueve al capital, la idea de poder de invención proyecta otro futuro. Los estudios culturales han de contar las historias de estos quiebres.

Referencias

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  1. Profesor asociado de Asuntos Internacionales en Texas A&M University, College Station, Estados Unidos. Sus libros más recientes son Cultural Studies Methodology and Political Strategy: Metaconjuncture (Palgrave Macmillan, 2021), Culture & Tactics: Gramsci, Race, and the Politics of Practice (State University of New York Press, 2019), y Autonomy, Refusal, and The Black Bloc (Rowman and Littlefield International, 2019). Ph.D. in Sociology por Texas A&M University. Traducción de este capítulo: Pablo Andrés Castagno.
  2. “Obrerismo” es el término empleado en las traducciones de operaísmo al castellano, pero no capta el significado pleno de la palabra. Operaísmo connota las operaciones de las y los obreros en las fábricas industriales, sugiriendo su extensión a otros sectores capitalistas.
  3. La empresa despidió trabajadores QA cuando estaba obteniendo 5,2 millones de dólares por día por su juego Call of Duty: Warzone. K. Reed (2021, 15 de diciembre), Video game workers spread strike against Activision. World Socialist Web Site. Recuperado de bit.ly/3WUfXZA. S. Liao (2022, 17 de enero). As Activision Blizzard employees continue strike, ‘Call of Duty’ players bark about bugs. Washington Post. Recuperado de wapo.st/3Z0zklt.


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