Los estudios culturales en Estados Unidos
Sean Johnson Andrews[2]
Mientras escribo este artículo, las Fuerzas Armadas rusas continúan bombardeando Ucrania desde hace cuatro meses, en un intento ostensible de prevenir que Ucrania se sume al Tratado de la Organización del Atlántico Norte (OTAN). En respuesta, los poderes occidentales que forman OTAN –incluido los Estados Unidos– están decidiendo qué pasos toman a fin de prevenir esa incursión en el futuro, especialmente implementando sanciones económicas. Para decirlo tomando el término “hegemonía” según lo utiliza la disciplina de Relaciones Internacionales, este es otro “síntoma mórbido” de un mundo “después de la hegemonía” (Keohane, 1984). Pero, si, en la concepción original de Antonio Gramsci (1980), la hegemonía tenía dos componentes, la coerción y el consentimiento, en la lectura de las Relaciones Internacionales el vínculo dialéctico entre ambos tiende a perderse, convirtiéndose la hegemonía en un epifenómeno que sigue a la coerción. Sin embargo, por ejemplo, las novelas de Rudyard Kipling no fueron un ornamento de la estrategia imperial británica, sino que cementaron su legitimidad, como reza el poema de Kipling “The White Man’s Burden” (“La carga del hombre blanco”), consistente en traer la supuesta “civilización” al mundo. En otras palabras, desde una crítica de estudios culturales, la propaganda de guerra, hoy como ayer, es tan caliente como la guerra misma, con los medios de comunicación de Estados Unidos que marchan junto al panóptico militar y presentan a los portavoces del Departamento de Defensa y de la Casa Blanca muchas veces al día.
Mientras tanto, en las redes sociales, las noticias más acuciantes no son sobre la violencia impuesta sobre el pueblo de Ucrania, la expansión de los presupuestos militares, las presiones diplomáticas, o los refugiados que huyen del bombardeo ruso, sino sobre la “violencia” del actor Will Smith al darle una cachetada al comediante Chris Rock en la ceremonia 2022 de los Premios Óscar de la Academy of Motion Picture Arts and Sciences, después de que Rock bromeara sobre la mujer del primero, Jada Pinkett Smith, quien sufre de alopecia. El evento provocó interminables artículos de opinión, montajes de YouTube y beligerantes posts de Facebook, sin mencionar los talk shows diarios, las comedias de medianoche y otros productos. En este contexto, no se ve uno, sino varios pánicos morales, para decirlo en términos de Stanley Cohen (2011), que emergen de la indignante erupción de violencia en una distinguida ceremonia de premiación. La mayoría de esos contenidos condenan el uso de la “violencia”, pero también revelan que ese término se convierte en un significante vacío donde intersectan una miríada de significados ideológicos: raciales porque los dos hombres son afroamericanos; de género por las prácticas de un hombre que insulta a una mujer (por su aparente “déficit” de femineidad al perder el cabello) y otro hombre que corre a “protegerla”; y de discriminación contra personas discapacitadas, en cuanto el chiste de Rock se burló de una condición médica. Más aún, las energías ideológicas detrás de este pánico moral se convierten en un ciberanzuelo para la segmentación de la industria cultural distribuida online: el conflicto sobre quién gana la posición hegemónica de “la cachetada” se tradujo casi instantáneamente en ingresos de publicidad –tanto para los editores de los medios de comunicación dominantes como para los productores-consumidores (prosumers) de las redes sociales digitales. De la guerra real, se pasa así, en el día a día, a una guerra mediática de consumo.
No obstante, después de todo, quizás esas historias eran solo una versión posible de mi cadena de noticias. Dado que eran nuestras vacaciones de primavera, anduve por Facebook más de lo frecuente, cometiendo el error de cliquear algunos posts de aquella historia y rápidamente ver mis noticias inundadas por el episodio. Los algoritmos de Facebook amplificaron el elemento social y cultural de aquel contenido y buscaron despertar mi interés, disparar mis reacciones emocionales y mantenerme enganchado con el sitio. Sin dudas, muchos de estos posts fueron promocionados por los editores de Hollywood, y otros aparecieron en mi feed dado el interés que recibían de otros usuarios.
Objetivos mediáticos microdirigidos
Entonces, la cuestión de qué es ahora la hegemonía resulta un rompecabezas complejo, del que la comunicación y los medios digitales son una pieza. Dicho en términos teóricos, el modo en que los medios de comunicación operan en las democracias occidentales es altamente contingente de las fuentes donde uno busca información. A lo largo de la década pasada, por ejemplo, el Pew Research Center rastreó cómo el consumo de noticias se desplazó desde la prensa convencional y las emisoras de radiodifusión a los medios sociales digitales, siendo las personas de más edad las últimas en moverse desde la televisión por aire y cable a Facebook y a otros sitios online. Una dosis relevante de alfabetismo mediático no acompañó ese cambio, por lo que las llamadas fake news (‘noticias falsas’) son hoy una fuente tóxica de desinformación para los recién llegados.
Sin embargo, conocer esa mutación poco me dice sobre qué contenidos las personas están realmente leyendo o mirando en las redes sociales. Pew puede rastrear el número de personas que toman noticias desde Facebook o Twitter, pero, sin tener información etnográfica granular, mi lectura del proceso de formación de opinión se hace imposible. Por ejemplo, si dejo Facebook y abro la aplicación Google Chrome en mi teléfono, una lista curada de nuevos ítems aparecen, con algunas historias locales sobre Chicago (donde vivo), la universidad (donde trabajo) y la libertad de expresión, sobre las últimas filtraciones de noticias acerca de los nuevos equipos de tecnología, y más recientemente sobre otro pánico moral alrededor de Lia Thomas, una nadadora trans que hace poco tiempo llegó a los titulares por competir en la categoría mujeres de las finales de la National Collegiate Athletic Association (NCAA). Estas noticias han alentado legislación y artículos de opinión a través del país, escritos mayormente por hombres cis blancos que nunca antes se preocuparon por “la santidad de los deportes de mujeres”, pero que ahora lo ven como otro flanco de la batalla política entre fuerzas reaccionarias y progresistas. En Florida, el tema se convirtió en una cuestión electoral para el gobernador y contendiente al cargo de presidente Rick DeSantis, quien no solo insultó a Thomas, sino que aprobó legislación que prohíbe que las escuelas discutan temas de orientación sexual y transgénero. No obstante, a Google realmente no le importa de qué lado del debate estoy, sino que sabe que, cualquiera sea la razón, cliqueo estas historias. Por lo tanto, esto es lo que las noticias son: contenidos con objetivos microdirigidos, reactivos y probablemente patrocinados por las publicaciones que alimentan clickbait stories (contenidos de ciberanzuelo) sobre determinados eventos.
En el pasado, al investigar uno podía buscar las publicaciones principales para discernir cuál era el discurso hegemónico sobre cierto tópico; pero ahora la hegemonía aparece como una proposición tan atomizada que resulta imposible de ser leída, actuando, como la luz, a la vez como partícula y como onda, teniendo más que ver con qué aplicaciones hemos bajado de Internet, cuáles nos envían notificaciones, y qué aplicaciones o sitios de Internet acumulan HTTP cookies[3] sobre nuestras prácticas online. En este contexto, la hegemonía misma parece imposible, una situación reflejada en el hecho de que somos incapaces de acordar incluso sobre ciertos hechos básicos. Por otro lado, se sabe que hay medios crecientemente sofisticados para que los propagandistas se aseguren que las personas “correctas” vean los tipos “correctos” de información. Estos mecanismos continúan operando bajo el radar de los ratings de medios de comunicación elaborados por Nielsen Media Research en los Estados Unidos (o Television.com.ar en América Latina), acerca de cuántas personas miraron (o al menos sintonizaron) cierta transmisión.
Pero, en lugar de las emisiones analógicas y el carácter relativamente público de la información sobre la demográfica de los ratings del pasado, tenemos ahora oscuras redes sociales digitales y flujos de noticias curados según psicográficos informados por algoritmos y bases de datos. En este sentido, si bien soy escéptico de algunos de los argumentos planteados por Brittany Kaiser, una antigua operadora de Cambridge Analytica, en el documental de Netflix The Great Hack (El gran truco), el hecho de que la campaña presidencial de Donald Trump haya bombeado cerca de 100 millones de dólares en avisos de Facebook destinados a usuarios específicos muestra que esos métodos de la guerra mediática digital tienen cierto efecto sobre el comportamiento de los usuarios expuestos a los mensajes. Cuando extrapolo más –y asumo que esos avisos de Facebook se enlazaron a videos de YouTube, posts de Reddit, y sitios de fake news a toda máquina (como The Denver Guardian) (Sydell, 2016)–, esta ecología de la información se convierte en un eco de cámara que es similar a la otrora visión unidimensional de los medios analógicos de comunicación de masas, pero hecha completamente a medida de cada destinatario, efímera, y a menudo reforzada (vía “me gusta”, contenidos compartidos, comentarios) por el tipo de mediaciones interpersonales que captó “la teoría de dos pasos” (two-step flow) de las primeras investigaciones conductistas sobre medios de comunicación (Katz, Lazarsfeld, y Columbia University Bureau of Applied Social Research, 1955).[4]
De esta manera, la capacidad de las organizaciones con fuerte financiamiento y recursos para canalizar el flujo de información y crear un ecosistema mediático que se valida y refuerza a sí mismo como un sistema de ecos tiene una posible analogía con el sistema de medios masivos hegemónico del pasado, pero ahora sin el intento de aparecer objetivo o balanceado, mucho menos transparente, acerca de quién está componiendo qué mensajes. Asimismo, como el fenómeno QAnon (Q-Anónimo) puso de manifiesto, sería más convincente para las fuentes permanecer inescrutables. Acá las revelaciones de otro documental (de HBO) sobre la viralización de esa teoría de la extrema derecha estadounidense acerca de una supuesta conspiración estatal para robar a Donald Trump la elección presidencial son ilustrativas. La serie de Cullen Hoback en seis partes Q: Into the Storm (Q: Adentro de la tormenta) muestra las prácticas de esa subcultura y su juicio convencional, las cuales partieron primero de los recovecos del foro de Internet 8Chan. Pero pocos de los muchos adherentes a tales discursos se molestaron visitando su desagradable tablero de mensajes: un grupo de blogueros, tuiteros, Qtubers y podcasteros reinterpretaron y reempaquetaron las filtraciones de noticias (Q drops) posteadas allí. A su turno, no accidentalmente, ganaron gran cantidad de ingresos a partir de los cientos de miles –o incluso millones– de seguidores que amasaron. Mientras que algunas expertas en conspiración, como Marjorie Taylor Greene, transmutaron su conocimiento del mundo Q en poder político real, al lograr, por ejemplo, un asiento en la Cámara de los Representantes de los Estados Unidos.
Mientras que ese fenómeno está lejos de constituir la ideología hegemónica de la nación, de acuerdo a una encuesta del Public Religion Research Institute, los dogmas del movimiento Q persuadieron a cerca del 30 por ciento de la base del Partido Republicano y al 20 por ciento del total de los estadounidenses. La investigación del instituto encontró que el 50 por ciento de los encuestados que confiaron mayormente, o únicamente, en fuentes de noticia de derecha adhirieron a alguna de las creencias. Esenciales entre esas fuentes de noticias fueron las cadenas emergentes OANN y Newsmax, las cuales el sistema satelital DirectTV emitió brevemente como canales y que ahora operan online en espacios de videos sobre demanda (video on demand) financiados con publicidad, haciendo que su definición como estaciones de televisión sea ambigua. Dicho esto, lo importante es más el efecto que el alcance mediático del caso en cuestión: el 6 de enero de 2021, el movimiento de extrema derecha fue capaz de movilizar a cientos de seguidores armados para llevar a cabo la cosa más cercana a un golpe de Estado en la historia de los Estados Unidos: entrar por la fuerza al Capitolio para evitar que los senadores ratifiquen los resultados electorales. El hecho fue percibido subsecuentemente como tan influyente que los legisladores del Grand Old Party[5] alrededor del país se rehusaron a denunciarlo.
Mirando hacia atrás: los estudios culturales y la hegemonía de posguerra
Cuando el Center for Contemporary Cultural Studies (CCCS) fue fundado en la Universidad de Birmingham en el Reino Unido, la industria cultural y la hegemonía tenían un aspecto diferente. El modelo económico-político dominante en el norte global era uno de democracia social en expansión, conduciendo a las diversas corrientes de la New Left (‘nueva izquierda’) a operar sobre la presunción de que el sistema político-económico iba a permanecer como estaba. Es decir, el Estado continuaría siendo un órgano de control sobre la economía, lo que implicaba, por ejemplo, que el concepto gramsciano de “hegemonía” fuera esencial para la estrategia política de la nueva izquierda: el campo cultural era un objetivo clave para erosionar la reproducción corriente del sistema. En términos del balance de fuerzas, la situación respecto al presente era diferente: la economía era menos represiva, el sistema de medios estaba mucho más concentrado, y la hegemonía cultural estaba más asegurada por completo por el establishment político.
Por eso, en una perspectiva histórica, necesitamos considerar que, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, ha habido al menos tres eras marcadas por diferentes configuraciones de las relaciones entre cultura, política, el modo de producción dominante, y la mercantilización de la cultura. En términos de la industria cultural, Lawrence Lessig (2008) ofrece una útil distinción en su libro Remix, al describir un péndulo entre lo que llamó una cultura de “solo lectura” y una cultura de “lectura/escritura”, aludiendo a la ahora anciana diferenciación entre DVD y CD grabables de consumo. Así, en la cultura pregrabada del tardío siglo xix y comienzos del xx, la cultura era predominantemente de lectura/escritura, pues una gran parte de los contenidos culturales estaban disponibles para que los ciudadanos corrientes los apropiaran de manera creativa: toda la música era potencialmente música popular; toda la literatura estaba abierta a otras interpretaciones. En esta primera fase, la cultura era relativamente pequeña y local: sea la popular sin registrar o la de vanguardia, en manos de élites. La cultura entonces era una fuente de resistencia y placer en una sociedad donde, al mismo tiempo, las mercancías estaban comenzando a satisfacer las necesidades y los deseos. Michael Denning (2004) argumentó que esa circunstancia explica el significado moderno de la palabra “cultura”. Dice él:
La cultura, uno podría decir, emerge solamente bajo el capitalismo. Si bien parece haber [en las obras de los escritores del siglo xix] una cultura en las sociedades pre-capitalistas, el concepto [modernista] es inventado de manera semejante por los Tylorianos y los Arnoldianos para nombrar aquellos lugares donde la mercancía aún no gobierna: las artes, el ocio, y el conspicuo consumo lujoso de los ingresos por los acumuladores; y en los modos de vida de los llamados pueblos primitivos. El mundo dominado por el capital –el día de trabajo, el proceso de trabajo, la fábrica y la oficina, las máquinas y la tecnología y la ciencia misma– estaba así afuera de la cultura (p. 19; mi traducción).[6]
Esa forma abierta de producción cultural fue socavada, siguiendo a Lessig, por el advenimiento de la cultura registrable. En este segundo escenario, la cultura pasó a ser de “solo lectura”, porque las corporaciones monopolizaron las tecnologías de producción y distribución. La oposición potencial de la cultura al capitalismo –un espacio donde la relación entre capital y mercancía aún no lo cosificaba todo– dio esperanza a los críticos del llamado “marxismo occidental”, aunque los llevó a desesperar cuando advirtieron que la cultura sufriría el mismo destino que todo lo demás en el capitalismo industrial, como se lee en la crítica de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer (2000) a la “ilustración de la industria cultural como engaño de masas”. En este sentido, se necesita contextualizar estas perspectivas sobre la colonización de la cultura por la industria junto a la crítica marxista sobre la disipación de la lucha popular debido a la subordinación del trabajo a la lógica del management (gerenciamiento), vía lo que nuestros casi contemporáneos críticos teóricos Paul Baran y Paul Sweezy (1966) llamaron “capital monopólico” –una conexión que Robert McChesney y John Bellamy Foster (2013) recientemente apuntaron–.
Por eso, 1964, el año de creación del Center for Contemporary Cultural Studies, fue un momento de hegemonía mediática corporativa casi sin rival. Gran Bretaña tenía solo dos cadenas, una pública (BBC) y administrada por el Estado, y otra privada, la cadena comercial ITV, mientras que en Estados Unidos había tres cadenas de televisión principales, todas estrechamente conectadas al proyecto imperial estadounidense. A ambos lados del Atlántico Norte, la mayoría de las comunidades veían un número limitado de contenidos nacionales y el único poder de acción de los consumidores era decodificar ideologías en contra de la corriente o en su misma dirección. Por ejemplo, la industria cinematográfica estadounidense –que dominaba las pantallas de la escena internacional– estaba gobernada por los contornos del Hayes Code, que establecía que aquellos sujetos representados en actividades “desviadas” –alcoholismo, adulterio, homosexualidad, etcétera– debían tener un espeluznante final de película para instruir a la audiencia cuáles eran los comportamientos correctos.
Ese foco limitado sobre las industrias culturales tenía sentido si se entiende cómo el proyecto del CCCS y el proyecto de la New Left, del cual el primero era parte, abordaron la relación entre el Estado de bienestar, el modo de producción económica, la ideología detrás de las industrias culturales, y las relaciones sociales en la arena nacional británica. Stuart Hall fue tanto un editor fundador de la New Left Review (1960), como el segundo director del CCCS. Ambos proyectos tenían el objetivo de encontrar nuevas palancas de cambio cultural dada la ausencia tanto de la degradación material del capitalismo desequilibrado (esto es, un empobrecimiento de la clase trabajadora que impulsaría una revolución socialista), como del potencial utópico de la cultura modernista de vanguardia del pasado. En otras palabras, el discurso de los estudios culturales sobre el rol hegemónico de la industria cultural emergió de cierto contexto donde el Estado, la economía y la cultura existían en un arreglo sin precedentes. Una situación que Jefferson Cowie (2016) llamó “la gran excepción”.
En los Estados Unidos, paralelo a la colonización de la potencial resistencia de la avant-garde por la industria cultural, las organizaciones sindicales fueron reconocidas en los acuerdos de paritarias (collective bargaining agreements), removiendo la posibilidad de una huelga de los trabajadores sobre las líneas de montaje del capitalismo fordista. El poder de los trabajadores en el sistema de producción fue reconocido, a la vez que recibieron mejores salarios, beneficios y una red de seguridad social más segura, fundada en un sistema de impuestos progresista. Hacia 1944, por ejemplo, el tipo marginal máximo del impuesto sobre la renta era del 94 por ciento[7]. Esto no fue reducido hasta 1964, cuando pasó a ser el 77 por ciento. Nuestra tasa marginal superior actualmente es menos de la mitad de eso. El seguro de desempleo, la seguridad social, y los arreglos financieros hicieron posible (e incluso patriótico) financiar el estilo de vida suburbano del automóvil, el aire acondicionado y la televisión, con una dosis razonable de deudas familiares respaldadas en última instancia por el Estado –al menos para la población blanca, como analizó Ira Katznelson (2013)–.
Los estudios culturales a la CCCS emergieron de esa segunda era del capital. Entendieron así a la hegemonía como una construcción ideológica de sentido común cruzada por los contornos político-económicos del Estado de bienestar. De un lado, la negociación capitalista articulada con los sindicatos y el Estado de bienestar amortiguó la energía de la lucha de clases. Del otro, el flujo mareante de la novedosa cultura popular industrializada ganó terreno sobre el sentido común cotidiano. Por eso, al describir la urgencia de un nuevo enfoque crítico en su época, Hall desde Birmingham notó la importancia de un socialismo humanista y nuestra necesidad de examinar el rol que la cultura juega en hacer que las personas se alejen de considerar los problemas del capitalismo.
El propósito de discutir el cine o la cultura adolescente en NLR no es mostrar que, de alguna manera modesta, estamos al día con los tiempos. Estos [temas] son directamente relevantes para la resistencia imaginativa de la gente que tiene que vivir dentro del capitalismo –los puntos crecientes del descontento social, las proyecciones de necesidades sentidas profundamente. Nuestra experiencia de la vida hoy es tan extraordinariamente fragmentada. La tarea del socialismo es encontrar a las personas allí donde están, donde son conmovidas, heridas, emocionadas, frustradas, asqueadas –para desarrollar inconformidad y, al mismo tiempo, dar al movimiento socialista algún sentido directo de los tiempos y los modos en los cuales vivimos (Hall, 1960, pp. 1-3; mi traducción).
Por supuesto, esa preocupación sobre las representaciones de los medios de comunicación nunca fue “meramente cultural”, como Judith Butler (2013) señaló: sea porque existían un conjunto de instituciones implicadas en mercantilizar contenidos mediáticos, sea a la luz de la multitud de subjetividades subalternas de oposición que modulaban lo que Nancy Fraser (2013) llamó “el movimiento triple”. Una formulación que es deudora del concepto de “movimiento doble” de Karl Polanyi (1992/1944), quien lo propuso para discernir cómo la gente en sociedades expuestas a la autonomización de la economía de libre mercado (disembeddedness)[8] inevitablemente se levantaría y demandaría la protección del Estado, alimentando a menudo el surgimiento del fascismo y del autoritarismo, como Polanyi observó había ocurrido en el período de entreguerras. Pero, para Fraser, el abanico de las luchas sociales que irrumpieron en el momento contemporáneo no encaja en “el esquema del movimiento doble” de Polanyi, pues, en lugar de reclamar protección, esas fuerzas pasaron a plantear tanto el reconocimiento real de sus identidades y derechos, como la necesidad de transformar el Estado. Este movimiento triple ganó la arena política durante la expansión de la red de protección social del Estado de bienestar y tuvo una posición ambivalente en torno a la ética y a las regulaciones sociales implicadas en ese sistema. Siguiendo a Fraser (2013), los movimientos sociales de emancipación que jaquearon el horizonte político de los años sesenta incluyeron al
antirracismo, antiimperialismo, pacifismo, Nueva Izquierda, feminismo de segunda generación, liberación de LGBT, multiculturalismo, etcétera. Centrados más a menudo en el reconocimiento que en la redistribución, estos movimientos eran muy críticos con las formas de protección social institucionalizadas en los Estados del bienestar y desarrollistas de posguerra. Observando con detenimiento las normas culturales codificadas en las dotaciones sociales, sacaron a la luz jerarquías y exclusiones sociales injustas (p. 134).
De acuerdo a Fraser, desde los años sesenta, los movimientos sociales buscan cómo articular efectivamente sus demandas de reconocimiento con un cambio de las estructuras estatales. Pero, junto a esta, otra perspectiva histórica vía las categorías de Polanyi es instructiva para explicar las dinámicas del momento actual: en su libro Great Transformations (Grandes transformaciones), Mark Blyth (2002) sostuvo que Polanyi acertó en considerar que existe un movimiento doble persistente que demanda protección frente a las devastaciones del libre mercado, pero que, no obstante, a ese movimiento a menudo se le contrapone un movimiento doble de los dueños del capital en sentido contrario. Este último reclama recortar el Estado y retornar a la austeridad presupuestaria para sostener al capital financiero e instalar diversos mecanismos capitalistas de desposesión (Harvey, 2007). En nuestra época este movimiento se llama “neoliberalismo”. En este sentido, Fraser cuestionó que el neoliberalismo apropia ciertas demandas de reconocimiento salidas del sendero de emancipación abierto en la década de 1960 al promover que la lógica del mercado asegura la diversidad de las identidades sociales en un plano de igualdad de oportunidades.
Al mismo tiempo, el “movimiento doble” del pasado prefordista reaparece en la articulación neofascista del proyecto “Make America Great Again” (MAGA) de Trump (‘Hacer grande a los Estados Unidos de nuevo’). Como apunté en otros textos (Johnson Andrews, 2019), MAGA implica una reapropiación del movimiento doble en la era de la austeridad neoliberal, pero (para decirlo retomando las perspectivas de Polanyi, Fraser y Blyth en conjunto) se proyecta culturalmente como un movimiento triple en sentido contrario, al sugerir que los movimientos emancipadores de los años sesenta son la causa del declive económico de los Estados Unidos. MAGA transfigura y canaliza demandas de protección social a través del lenguaje de la xenofobia, el racismo, el sexismo, la homofobia y la transfobia. En síntesis, tres horizontes en conflicto emergen de la fractura hegemónica de los Estados Unidos: un proyecto de menos Estado y más mercado en clave neoliberal; un proyecto de más Estado capitalista con exclusión de “los otros”; y un proyecto, el nuestro, de “otro” Estado, un Estado de cuidado (state of care) modulado por los movimientos de emancipación del pasado y del presente.
En el presente: más allá de los medios calientes y la sociedad fría
Es ahora un lugar común afirmar que las tecnologías digitales cambiaron el modo en que muchos de nosotros y nosotras producimos, distribuimos y consumimos los contenidos mediáticos. La continuidad hegemónica de los medios corporativos es simultáneamente ayudada y obstaculizada por un frágil sistema de segmentaciones nacionales, la superposición de servicios de streaming (reproducción en línea), y los derechos de propiedad intelectual, muchas veces inaplicables. Más aún, como argumenté en otro texto (Johnson Andrews, 2017), la hegemonía mediática corporativa está siendo todavía más desafiada por el hecho de que los individuos pueden producir y distribuir contenidos mediáticos a la misma temperatura y tecnologías de tiempo-espacio que los medios de comunicación tradicionales (legacy media), como el caso que critiqué antes de las transmisiones de medios sociales digitales que trafican teorías conspirativas. En este sentido, es interesante releer la ecología de los medios sugerida por Marshall McLuhan y Harold Innis, para quienes los medios de comunicación cohesionan una formación cultural mediante ensamblajes de tiempo-espacio y la mayor o menor densidad de sus mensajes (medios “calientes” o “fríos”). Así, en la era fordista, las corporaciones de radiodifusión y corporaciones editoriales manejaron los medios de comunicación y cohesionaron la formación cultural “desde arriba” con sus productos calientes, que dejaban poco margen de interpretación a los espectadores. En el presente, en cambio, la transformación de los medios sociales digitales está retornando la producción de cultura a sus raíces más democráticas, donde la música popular y los panfletos, por ejemplo, eran producidos y distribuidos al lado de las obras de las principales editoriales y donde los llamados “ciudadanos corrientes” se sumaban a las conversaciones de la esfera pública. Estas prácticas, no obstante, son siempre relativas a la persistente fidelidad, los valores y los recursos de archivo y distribución de las corporaciones mediáticas.
En muchos sentidos, esta conceptualización del circuito de cultura fue predicha muchos años atrás, cuando la traducción del Grundrisse de Marx (2007) llevó a Hall, Richard Johnson y a otros en el Norte a especular sobre la real naturaleza de la cultura, sumergida debajo del peso de las industrias culturales (Johnson, 1987). Las personas, esos estudios culturales argumentaron, no eran crédulas, sino que simplemente no tenían maneras de registrar sus lecturas alternativas, excepto a través de sus apropiaciones subculturales, que eran por definición invisibles a la cultura dominante. En el momento actual, en cambio, las audiencias pueden producir no solo interpretaciones alternativas, sino transformar las producciones de la industria cultural de forma original –como los desmontajes de las series de Star Wars realizadas por fans y reproducidos vía YouTube. Millones, si no billones, de espectadores pueden ver, copiar y redistribuir estas versiones, más o menos densas en contenidos, incluso si Walt Disney Studios (propietaria de Star Wars) monetiza esos videos, o fuerza a Google a bajarlos.
El Estado neoliberal y sus bloques hegemónicos han cedido parcialmente al trabajo ideológico de los medios de comunicación de masas a paisajes ideológicos que buscan transformarlos. Los ideoscapes, un concepto elaborado inicialmente por Arjun Appadurai (2001), son los flujos de contenidos político-culturales que pretenden reformular, en uno u otro sentido, las bases tambaleantes del Estado posfordista, a veces de un modo transnacional. En algunos casos, son sitios web financiados por donantes ricos (como Robert Mercer, el otrora principal inversor de Cambridge Analytica, y de otras organizaciones que apuntalan a Donald Trump), con poco interés sobre el funcionamiento de la esfera pública: estas plataformas son indiferentes al contenido ideológico en tanto puedan monetizarlo. En otros casos, los ideoscapes son parte de las arenas de lucha de los movimientos sociales. En los estudios culturales en Estados Unidos, buscamos dar cuenta de estos flujos, y sus relaciones con la industria cultural reconvertida, a fin de entender y actuar en la actual disputa hegemónica.
Como sugiero al comienzo de este ensayo, el carácter mercurial, disperso y refractado de los medios sociales digitales desafía la idea misma de la hegemonía cultural. La hegemonía mediática no está más constituida primariamente a través de decisiones editoriales o el peso institucional de las industrias culturales: incluso para los productores mediáticos tradicionales, la hegemonía es solo otra palabra útil para optimizar sus algoritmos y sistemas de búsqueda en Internet. Esta infraestructura tecnocultural, en definitiva, es el medio principal de hegemonía y arena de conflicto. El bloque de poder, para decirlo en términos gramscianos, solo aparece cohesionado en tanto controla la propiedad de esa infraestructura y tiene en sus manos el poder estatal. Pero su centro de autoridad cultural es cuestionado y ya no cohesiona la formación cultural como en el pasado. Incluso el debate acerca de quiénes sujetan el poder estatal se refracta a través de los cuasiinfinitos vectores de un medio ambiente mediático fragmentado.
En el campo progresista, hay una cantidad de movimientos sociales que luchan por modificar el carácter de nuestra sociedad. Movimientos como Black Lives Matter, #MeToo, y MarchForOurLives son solo algunos ejemplos de cómo los activistas sociales desarrollan un efectivo aparato contrahegemónico –y, de algún modo, un público más ilustrado, más reflexivo y receptor de las críticas a la supremacía blanca, al sistema heteropatriarcal y, hasta cierto punto, al capitalismo mismo–. Por supuesto, como muchos han señalado a lo largo del espectro ideológico, muchas corporaciones estadounidenses han abrazado esos movimientos (o, más precisamente, apropiado algunas de sus premisas), en un intento de cortar sus críticas más fundamentales a la formación social estadounidense, lo que lleva así a las fuerzas de extrema derecha a lamentar el surgimiento del woke capitalism, y a las fuerzas de izquierda a argumentar que el carácter políticamente correcto de una cultura de la conciencia social (wokeness) es, en realidad, la puesta en escena de una estrategia de marketing.
Originalmente, el término woke (un despertar de la conciencia) surgió en la comunidad afroamericana para alertar contra el racismo y luchar contra toda forma de discriminación. En las primeras décadas del siglo xxi, no obstante, las corporaciones realizaron un giro retórico liberal en sus avisos y publicidades al sugerir formas multiculturales de integración racial y de género en sus productos, como Ross Douthat (2018) aludió en un artículo famoso del New York Times, pero sin modificar las estructuras de explotación y discriminación que configuran el capitalismo estadounidense. Desde un punto de vista crítico de izquierda, woke capitalism tiene la apariencia de cierta conciencia social a fin de legitimar el orden neoliberal del capitalismo y su mercantilización de la diversidad cultural, aun cuando las fuerzas de derecha se opongan a tal retórica. La izquierda resurgente, agrupada en torno a revistas como Jacobin, critican estos discursos como actuaciones que distraen a la ciudadanía de los continuos males del neoliberalismo, aunque el peligro para la izquierda es enfocarse sobre la apropiación ideológica de la crítica woke, en lugar de analizar los problemas de la estructura capitalista.
Si fallamos en considerar esos problemas, podemos alimentar las visiones de la derecha de que el capitalismo del pasado puede ser resucitado sin incorporar las críticas legítimas de los movimientos emancipatorios de las últimas décadas. La ideología de que el “sueño americano” perdura constituye el centro del proyecto “Make America Great Again” de Trump, pero aquel no ha sido una realidad concreta por décadas, si alguna vez lo fue. Ahora vivimos en un momento económico donde la precariedad reina, disipando el efecto ideológico de la economía y de la cultura que existió durante la excepción fordista. En este contexto, los aparatos ideológicos de Estado, recordando a Louis Althusser (1988/1970), apenas funcionan hoy si los aparatos represivos están ausentes.
Esos aparatos devienen las principales herramientas de la hegemonía, incluyendo aquellos de la coerción económica, con los desalojos y la servidumbre de deuda como los nuevos instrumentos claves de la vigilancia y de la disciplina, y consecuentemente como los nuevos escenarios de la lucha social. Por ejemplo, las moratorias sobre desalojos y pagos de deudas hipotecarias, junto a otras medidas temporales durante los confinamientos para frenar la propagación del coronavirus SARS-CoV2, hicieron visible, por contraste, el modelo actual de hegemonía. Las demandas contra los desalojos y las deudas son centrales. Estas luchas contra la exclusión no son meramente culturales, sino por la organización de la vida en el capitalismo tardío. Se ven así innumerables movimientos sociales luchando en diferentes escalas urbanas en pos de la seguridad de las mujeres, de las personas trans, de las personas de color, de los jóvenes y de quienes son inmunodeprimidos o tienen capacidades diferentes. Contra las tendencias reaccionarias, estos movimientos luchan en el corazón de la cultura por el carácter mismo de la sociedad estadounidense.
Los movimientos por derechos colectivos y protecciones sociales están demandando lo que llamo “rearticulación del espacio seguro” del Estado, en pos del cuidado de todos y todas. En el plano teórico, diversos autores realizan un movimiento afín. Por ejemplo, el reciente Care Manifesto (The Care Collective et al., 2020) y una serie de publicaciones similares despliegan lo que llamamos “movimiento triple por la emancipación y el reconocimiento” en una suerte de movimiento doble, ahora progresista, frente al Estado neoliberal, en pos de su protección social. De hecho, no solo demandan la “igualdad de oportunidades”, usualmente apropiada por la política de la identidad en clave neoliberal, sino por el final de la brutalidad y el daño provocado por el capitalismo neoliberal (Arruzza, Bhattacharya y Fraser, 2018). En este sentido, quienes somos aún corrientemente protegidos por los límites actuales del Estado nación – en definitiva, hombres blancos, cis y heterosexuales–, debemos sostener dicha rearticulación al reflexionar que nuestra “seguridad” en la vida es el resultado de las continuas amenazas y represiones contra “otros”. Asimismo, a través de la lente del cuidado, es notorio que, aun cuando algunos estemos en mejores circunstancias en este sistema, muy pocas personas en este capitalismo tardío tienen algún tipo de protección real frente al daño. En definitiva, la protección social del Estado es solo posible si construimos otra forma de Estado y otra estructura económica.
Conclusión
El centro nacional de los medios de comunicación tradicionales continúa siendo importante en la lucha por la hegemonía. Pero las nuevas prestaciones tecnológicas de los medios sociales digitales hacen más probable que nunca que aquellos excluidos puedan hacer valer su voz, tanto en términos de una nueva izquierda, como de una derecha reaccionaria y nacionalista. Por eso, en este nuevo terreno de la hegemonía, se necesita hacer valer la ética de la equidad, el cuidado y la reparación, no solo frente a las jerarquías sociales petrificadas, sino también contra el sistema capitalista neoliberal que las apuntala. Por esto entiendo preocuparnos por otras y otros, y no por el último titular “caliente” para cliquear en la red social. En un momento cuando los aparatos represivos del Estado parecen ser los principales medios de la hegemonía, necesitamos destacar al cuidado como el medio y foco de nuestra lucha contrahegemónica. Entre las grietas de los Estados Unidos, este es hoy el corazón de los estudios culturales: contribuir a construir un “Estados Unidos” de otra índole.
Referencias
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Althusser, L. (1988). Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Buenos Aires: Nueva Visión. Trabajo original publicado en 1970.
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- Partes de este ensayo se adaptaron e inspiraron de Sean Johnson Andrews, Nothing Gold Can Stay, Lateral, n.º 1 (2012). Disponible en bit.ly/3jDZev0. Una adaptación en inglés de este capítulo puede encontrarse en Sean Johnson Andrews, What is hegemony now? Transformations in media, political economy, and cultural studies, communication +1: Vol. 9, Iss. 2, Article 2 (2022). https://doi.org/10.7275/y18g-dg05.↵
- Profesor asociado de Estudios Culturales en Columbia College Chicago, Estados Unidos. Es autor de Hegemony, Mass Media, and Cultural Studies (Rowman & Littlefield International, 2016) y The Cultural Production of Intellectual Property Rights (Temple University Press, 2019), y coeditor de Cultural Studies and the “Juridical Turn” (Routledge, 2016), y Cultural studies in the classroom and beyond: Critical pedagogies and classroom strategies (Palgrave Macmillan, 2019). Ph.D. in Cultural Studies por George Mason University, Estados Unidos. Traducción de este capítulo: Pablo Andrés Castagno.↵
- Archivos de textos con datos que identifican a los usuarios de Internet, su red de conexión y su navegación a través de sitios web.↵
- Según esta teoría, los medios de comunicación inciden sobre ciertos intermediarios culturales (“líderes de opinión”) que procesan la información recibida y luego la diseminan al público, segmentado entre diversas audiencias y sectores sociales, que reproducen esos puntos de vista. ↵
- Refiere al Partido Republicano.↵
- Tylorianos refiere a las críticas del antropólogo E. B. Tylor, y Arnoldianos a las perspectivas del crítico cultural Matthew Arnold. ↵
- Es la tasa que el Estado cobra al contribuyente (personas físicas) por cada dólar de ingreso adicional por encima del umbral superior de ingresos.↵
- Para Polanyi la economía de mercado se separa de todo entramado social preexistente y los seres humanos consecuentemente pierden el control sobre ella. Véase Cardoso Machado (2011).↵