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Discutir el presente

Pablo Andrés Castagno,[1] Matías Romani[2] y Ana Wortman[3]

La creatividad es un signo omnipresente de la época. Por todas partes, los bancos anuncian un futuro creativo junto a las virtudes de la paciencia, la voluntad y la esperanza. Los gobiernos crean organismos de innovación cultural que proyectan distritos creativos, las empresas de tecnología solicitan personal “creativo” que “ajuste su estilo de enseñanza al nivel de habilidad individual de cada usuario”, cientistas sociales definen a las tecnologías digitales por su novedad, y funcionarios proponen cruzadas creativas para dar alternativas “a jóvenes que están en riesgo de caer, o que han caído, en la tentación de las drogas y la delincuencia” (Buitrago Restrepo y Duque Márquez, 2013, p. 184). Como mito, esta “revolución creativa” configura políticas, prácticas y espacios.[4] En tiempos de implosión capitalista, las industrias creativas son el sanctum sanctorum global. Del Norte provienen los nuevos sacerdotes (expertos, funcionarios, comunicólogos, generadores de ideas, influencers) y allá peregrinan los políticos del sur, quienes imaginan que la economía creativa traerá algo de tranquilidad, si no a nuestras ciudades, al menos a los distritos gentrificados, donde “las cosas que nos rodean hablan de uno mismo”. En su uso crítico, por el contrario, la creatividad es una herramienta política de las luchas colectivas contra las injusticias, en pos de otros horizontes.

La idea de una economía creativa no es nueva. En su libro Capitalismo, democracia, socialismo, Joseph Schumpeter (1984/1944) planteó que el capitalismo emerge de sus crisis periódicas mediante su “destrucción creativa” de fuerzas productivas obsoletas. Este proceso conduciría a la concentración y centralización del capital, pues las firmas más competitivas absorben aquellas rezagadas, lo que lleva a una burocratización creciente de núcleos de poder cada vez más reducidos. De ahí que, a su pesar, Schumpeter pensó que tal camino conducía, inexorablemente, al socialismo, entendido como el sumun de la centralización del capital y del poder. En la actualidad, en cambio, el cronotopo del discurso de la economía creativa sugiere otra forma de organización social. Para sus ideólogos, esta es sinónimo de democratización, autonomía, individualización y libertad de elección para productores, ciudadanos y consumidores. A tal punto que sus economistas sugieren que las empresas cooperan para hacer “crecer el pastel” y luego compiten “para dividirlo” (Buitrago Restrepo y Duque Márquez, 2013, p. 152), invirtiendo así la secuencia de determinaciones que Schumpeter vio.

Desde mediados de la década del noventa del siglo pasado, el sueño de la economía creativa se viralizó rápidamente. Según él, los métodos de las viejas industrias culturales, caracterizados por la estandarización y la fórmula, se transformaron al converger con las artes visuales y escénicas, el diseño y la moda, las artesanías (etiquetadas como crafts), los servicios de arquitectura y de desarrollo, la computación y los videojuegos. En esta propuesta de una nueva industria simbólica, los sentidos de la palabra “cultura” se subordinaron al eslogan “Be Creative!” identificado con la lógica de la novedad, la contabilidad y el mercadeo. Así perdemos el sentido de la “crítica”, que los modernistas asociaban al poder transformador de la cultura. Las industrias culturales renovadas absorben de las artes y de la imaginación política del pasado el espíritu de rebeldía, como sugieren las empresas de telefonía celular con sus publicidades de la “revolución ahora” para ofrecer descuentos sobre el abono mensual de sus servicios. Desde el mito de la novedad, las nuevas industrias culturales proyectan el valor de sus acciones en las bolsas de valores.

Como todo mito, sin embargo, la “revolución creativa” tiene un aspecto de realidad. Su aparición resulta inseparable de la reestructuración del capitalismo durante la década de 1970. Como sostuvo David Harvey (1998), el capital contrarrestó la caída de la tasa de ganancia con una organización más flexible de la producción, la circulación y el consumo de mercancías. Las fórmulas del fordismo, con ejes en economías de escala y largo plazo de inversiones, no desaparecieron por completo, sino que se desterritorializaron con múltiples escalas de inversión y tiempos de rotación cada vez más rápidos. Las llamadas “cadenas de valor” se volvieron globales mediante su reterritorialización y terciarización de la producción (offshoring y outsourcing) en los nuevos focos productivos de la actividad industrial. A la vez que emergieron contratos de trabajo cada vez más flexibles (temporales, parciales, pasantías, de servicio, de 0 horas, etc.) según el interés del empleador en incrementar la explotación, nuevos canales de comercialización (desde el streaming hasta las plataformas de delivery), y segmentos de mercado siempre más “personalizados”, según los gustos de los consumidores y en función de sus ingresos monetarios variables. Mientras que, al mismo tiempo, se profundizan en el norte y en el sur global el desempleo masivo y la estigmatización de “otros” a través de las prácticas de consumo de bienes y servicios.

Harvey (1998) denominó “régimen de acumulación flexible” a esa reorganización capitalista del último cuarto del siglo xx. Leído en ese contexto, el término “creatividad” deviene la ideología que justifica que los capitales modifiquen las condiciones de producción, circulación y consumo de mercancías en tiempos cada vez más acelerados, con tareas de trabajo múltiples e intensivas, y espacios de consumo más fragmentados, aunque ensamblados entre sí mediante algoritmos y dispositivos digitales. Por eso, no es extraño que, para analistas como Richard Florida (2012), la creatividad sea una suerte de “juego combinatorio” que reúne datos, percepciones y materiales, y en donde la invención tecnológica, el espíritu emprendedor y la creación simbólica confluyen. Como este rompecabezas es difícil de resolver, autores como Peter Drucker (1993) imaginan que el conocimiento reemplazó al trabajo como fuente de valor económico. Podría decirse lo mismo de la tecnología y de la cultura. El nuevo escenario posfordista introdujo la metáfora del juego, pero más temprano que tarde este reveló su carácter de mandato.

La economía creativa impone una nueva “gobernanza” mediante regímenes de propiedad intelectual que actúan en beneficio de los capitales privados. En suma, se trata de garantías legales para que las empresas de la nueva economía comercialicen sus productos mediante normas internacionales que aseguren los derechos de copyright, las marcas registradas, las licencias y las patentes tecnológicas donde la propiedad inmaterial supone una transferencia de recursos continua hacia el norte global. De ahí que la geopolítica de la economía creativa es funcional al imperialismo contemporáneo, consistente, como señaló Paul Smith (2007), en propulsar la continua extracción de valor a través del planeta mediante diferentes acciones sobre las que se realiza la hegemonía de los países centrales. Según economistas del Banco Interamericano de Desarrollo (Buitrago Restrepo y Duque Márquez, 2013), las mercancías creativas estarían dentro de las cinco mercancías más comercializadas. Como si la desindustrialización del norte global fuera la condición para que la tecnología, el conocimiento y la cultura se convirtieran en las actividades más dinámicas del capitalismo. Como Ankie Hoogvelt (2000) observó al estudiar los flujos de comercio e inversión durante la segunda parte del siglo xx, el capitalismo contemporáneo se caracteriza por una fase de implosión en la acumulación global del capital ya que, en lugar de expandirse de manera homogénea a través del planeta, las actividades de mayor valor agregado se concentran en el norte global, aunque China y el este de Asia son hoy parte de este proceso.

Tensiones globales y desigualdades locales

El mundo de las industrias creativas no se encuentra exento de las mismas tensiones y desigualdades que caracterizan al capitalismo en su fase actual de desarrollo, donde la articulación entre lo global y lo local configura nuevas historias. De ahí que resulta fundamental subrayar el horizonte ideológico sobre el cual fue construido dicho concepto para determinar cuáles son sus límites y contradicciones. Si bien es cierto que la idea de una industria creativa tiene como antecedente inmediato a las denominadas “industrias culturales” características del siglo xx, recién fue hacia mediados de la década de 1990 cuando comenzaron a aparecer los primeros intentos de carácter gubernamental para reemplazar la categoría “cultural” por “creativa”, como síntoma de una asociación creciente entre la promoción de la actividad cultural y el predominio de la lógica de la propiedad privada intelectual aplicado a la producción simbólica. Este desplazamiento se inició en el mundo anglosajón a partir de la publicación por parte del gobierno australiano de Paul Keating del documento Creative Nation: Commonwealth Cultural Policy en 1994 y, algunos años más tarde, con las políticas de la “creatividad” en el marco de la gubernamentalidad occidental de la mano de la tercera vía de Tony Blair en el Reino Unido (Rowan, 2014).

Si, en la década de 1980, Margaret Thatcher y Ronald Reagan ejecutaron programas neoliberales conjugados con componentes conservadores, en la década posterior el nuevo laborismo en Australia y en el Reino Unido y los demócratas en Estados Unidos continuaron ese programa asociándolo a los valores de la diversidad y la tolerancia. Pero los neoliberales-conservadores y los socialdemócratas coinciden en el giro de la economía creativa. En su campaña a gobernador de California en 1966, Reagan había propuesto “una sociedad creativa” para “descubrir, reclutar y movilizar los recursos humanos increíblemente ricos de California [por medio de] las innumerables personas con talento creativo” (citado en Miller, 2011, p. 119). Mientras que, para el Department of Culture, Media and Sport de Blair, las industrias creativas son aquellas “que tienen su origen en la creatividad individual, la habilidad y el talento y las cuales tienen el potencial para crear riqueza y empleo a través de la generación y explotación de la propiedad intelectual” (DCMS, 2001). Como apuntó Oli Mould (2018), las distintas versiones neoliberales nos arrojan a la intemperie al mismo tiempo que nos reclaman que seamos “creativos” para salir adelante (p. 12).

En este sentido, el mérito de una lectura crítica sobre las industrias creativas desde los estudios culturales consiste en pensar el lugar de la cultura en términos de hegemonía. Es decir, como un campo de fuerzas en disputa, integrado al proceso de producción y reproducción social. No solo en lo que respecta a la iteración de las diferencias de clase, de género o de territorio, sino también en la aparición de intersticios que habilitan posibilidades de transformación social. En este sentido, nuestras preguntas invitan a pensar qué funciones cumplen los discursos de la creatividad en el contexto del capitalismo global, qué implicaciones tiene la definición de una clase creativa en la agenda progresista, qué efectos políticos introduce para la construcción de hegemonía, cuál es el imaginario que articula la producción simbólica y la innovación cultural en el siglo xxi. Las líneas que se anuncian en las tensiones planteadas en este libro sostienen que, lejos de ser un reflejo superestructural de lo que sucede en el aparente universo lejano de la producción de mercancías, la cuestión de la creatividad constituye una clave ineludible para comprender el capitalismo en el siglo xxi.

La primera tensión que atraviesa el moderno sistema de la creatividad es el crecimiento de la desigualdad geográfica. En primer lugar, la que se deriva de la nueva división internacional del trabajo cultural (Miller, 2018) donde las nuevas industrias creativas, con vistas a aumentar los niveles de rentabilidad, fragmentan la cadena de valor concentrando las actividades diseño-intensivas y la propiedad intelectual en el norte global, mientras que los países periféricos aportan –vía la tercerización productiva– una fuerza de trabajo cultural mucho más barata y numéricamente flexible. Pero también resulta evidente que el eje Norte-Sur se estructura sobre otras desigualdades sociogeográficas, aquellas que se desarrollan a nivel local, incorporándolas en un plano superior. De esto se deduce que, al interior de cada espacio nacional de valorización, la creatividad no puede ser vista como una nebulosa suprasensible que flota de manera independiente a las condiciones materiales, o que subyace como un recurso potencial o una reserva disponible (Yúdice, 2002, p. 42) para ser explotado por la iniciativa privada. Por el contrario, la condición de posibilidad de la actividad creativa depende de condiciones específicas, vinculadas con las características de la estructura social de cada región y de los flujos conectivos en el espacio económico global.

Esta distinción entre diferentes zonas heterogéneas y circuitos alternativos es elaborada por Fan Yang en su trabajo para este volumen sobre la ciudad de Shenzhen. Siguiendo a Scott Lash (2005), podemos identificar cuatro grandes regiones que recortan los ámbitos de la producción, la circulación y el consumo de creatividad. La primera distinción es la de zonas “vivas” y “muertas”, pues describe la densidad de los flujos semióticos que circulan por el espacio global. Mientras que la segunda es entre zonas “silvestres” y “civilizadas”, en el sentido de las condiciones locales y de la estabilidad de las identidades culturales vigentes. Lo interesante del argumento de Lash es que no necesariamente esas zonas de densidad creativa y estabilidad identitaria se superponen entre sí con la exactitud que señala el modelo de desarrollo occidental, basado a rajatabla en una aparente creatividad impulsada “desde arriba”. Por el contrario, Yang muestra que la intersección entre una ciudad conectada como Shenzhen y una serie de prácticas innovadoras “desde abajo” produce un modelo de intervención creativa –llamado shanzhai– en la electrónica de consumo, con diseños adaptados a las necesidades de los mercados emergentes. Shanzhai instaura un modelo de creatividad alternativa que contrasta con la lógica social dominante del capital global.

Este problema nos introduce a la segunda cuestión que atraviesa este libro: la dimensión social de la creatividad. Es decir, el campo de tensión que describe la polaridad entre lo individual y lo colectivo. Por un lado, encontramos el discurso hegemónico de las industrias creativas que entroniza a la figura del emprendedor individual como motor de la innovación y el desarrollo económico. Este proyecto, como nos advierte Guillermo Quiña en su capítulo, conduce a una promesa de desarrollo basada en la formación de clusters creativos y empresas incubadoras (startups) que, orientadas hacia la producción inmaterial y fundadas en derechos exclusivos sobre la propiedad intelectual, buscan obtener rentas monopólicas en el mercado. Este modelo de valorización –que atraviesa toda la historia del capitalismo– se ve reforzado en el siglo xxi con la figura del emprendedor cultural, quien está llamado a articular la acumulación privada del capital con la búsqueda de “excepcionalidad y autenticidad como reivindicaciones culturales distintivas y no duplicables” (Harvey, 2005, p. 38). El modelo hegemónico de la creatividad pretende limitar así la capacidad humana de invención a un mero aliciente del desarrollo productivo.

Por otro lado, no podemos reducir el carácter poiético de la actividad productiva a la mera fórmula neoliberal de la creatividad individual, tal como aparece de manera celebratoria en el imaginario global de la “nueva economía”, como Angela McRobbie (2009) criticó. En este punto, el artículo de Robert F. Carley subraya la preponderancia del poder de invención como fuerza colectiva, donde la cooperación semiótica, las fuerzas afectivas y las formas de sociabilidad constituyen el sustrato básico sobre el que se realizan las potencias creativas del trabajo humano en el nuevo capitalismo. La diferencia principal hoy respecto al pasado fordista radica en que, dentro del proceso de innovación, las prácticas laborales ya no se circunscriben a un lugar específico de la producción mercantil, sino que se han vuelto coextensivas a la vida cotidiana. Al convertirse en prácticamente indiscernibles del resto de la producción semiótico-afectiva, estas prácticas laborales constituyen una potencia inagotable que desborda a la maquinaria de captura capitalista, la cual busca codificar a la propiedad intelectual de manera individual, y a la creatividad bajo la forma de la mercancía.

La tercera tensión, que se deriva de esos dos modelos sociales antagónicos de la creatividad, la encontramos en la heterogeneidad laboral que atraviesa al trabajo creativo. Resulta evidente que los vínculos laborales que emplea la industria cultural global (Lash y Lury, 2008) chocan contra las formas hegemónicas del capitalismo organizado, especialmente en lo que se refiere al predominio del régimen asalariado dentro del sector. En otro lugar (Romani, 2020), hemos analizado las diferentes modalidades de inserción laboral en función del tamaño del mercado de bienes simbólicos y la creciente precarización del vínculo productivo, el cual continúa degradándose conforme avanza la desintegración vertical de la producción cultural en el capitalismo flexible. Por ello, las desigualdades que afectan al vínculo laboral de los trabajadores culturales producen una heterogeneidad creciente, que va desde las diversas formas de trabajo independiente y de salario a destajo hasta el empleo formal en relación de dependencia. Todo esto se traduce en una mayor complejidad a la hora de establecer distintos soportes políticos para una posible organización colectiva. Como advierte Carley en su capítulo, la clase “creativa” busca nuevas posibilidades de acción sindical en términos de una organización cooperativa, autónoma y en red.

Ese marco de flexibilidad y precariedad creciente nos impone, en efecto, la pregunta sobre las condiciones laborales del sector creativo. Pues la industria exige capacidad de innovación y versatilidad de respuesta, principios fundamentales para incentivar el crecimiento de la demanda. Sobre este punto resulta clave la intervención de Sergio Carrizo en este libro, al analizar cómo los DJ encarnan corporalmente los discursos hegemónicos de la creatividad neoliberal. Carrizo no solo discierne las diferentes variantes del crunch creativo o del burnout intelectual, sino que descubre una zona límite del emprendedurismo cultural que aparece paralelamente a la descomposición de la estructura social en el capitalismo flexible. En la noche de la música electrónica, la exigencia físico-corporal a la que se autosometen los DJ pone en evidencia las formas distópicas del ideal de trabajo 24/7, donde el rendimiento es una marca de la productividad y “dormir es de perdedores” (Crary, 2015, p. 41). Este modelo de agenciamiento productivo que opera bajo la lógica neoliberal del individuo-empresa coincide con el triunfo de una creatividad flexible despojada de cualquier vestigio de protección social. Una suerte de utopía freelance donde los proyectos creativos quedan atrapados bajo la órbita capitalista de la gestión de sí.

Esas mismas tensiones que se ciñen sobre el vínculo laboral de los sectores creativos conducen nuestras preguntas por el impacto que producen las nuevas tecnologías de información y comunicación sobre la difusión de la cultura. Esta problemática adquiere la forma de una tensión entre la democratización y la concentración del potencial creativo, y su correlato en la tendencia hacia una mayor diversidad u homogeneidad de la oferta cultural. Como una primera aproximación, podemos leer el capítulo de Patricia Arroyo Calderón sobre el nuevo cine centroamericano. La autora describe cómo intersectan las redes transnacionales de financiamiento y las estéticas críticas desde la región. Esta articulación transístmica de memorias políticas y luchas del presente es posible, en parte, porque las nuevas tecnologías disminuyen la barrera de entrada a la escena cinematográfica. Este impulso democratizador, sustentado en el abaratamiento de la producción y la posproducción de imágenes digitales, deriva en un crecimiento exponencial de los contenidos audiovisuales, aun cuando el carácter autogestivo de una parte del nuevo cine centroamericano pone de manifiesto el acceso desigual a los recursos dentro de la industria cultural global.

Este modo de evaluar el impacto tecnológico sobre la producción cultural contrasta con la perspectiva que analiza el proceso de concentración del capital en la industria musical y editorial argentina. Así, Guillermo Quiña expone en su capítulo que las grandes empresas multinacionales en la industria de la música y de la edición tienden a aumentar su participación en el mercado simbólico capitalizando los beneficios que se derivan de la adopción de la tecnología digital. Esto sugiere que, a pesar del potencial utópico de las nuevas tecnologías y de las promesas de apertura que aseguran una mayor pluralidad en lo que respecta a la oferta cultural, la dinámica inherente a la digitalización bajo condiciones capitalistas termina por convertirse en un obstáculo que limita la aparición de una cultura más diversa y democrática. En este contexto, el desafío consiste en no eliminar la tensión entre el potencial utópico y celebratorio de las nuevas tecnologías –como salvaguarda de la pluralidad– y su componente crítico y negativo –vinculado a una menor diversidad– para adoptar una mirada única, monolítica o dicotómica que eluda la complejidad existente en los espacios heterogéneos y desiguales de la globalización. De más está decir que la adopción neotecnológica en el nuevo capitalismo no resulta independiente de la correlación de fuerzas de cada región y del tamaño del mercado de bienes simbólicos en el que se realiza.

En la misma línea de análisis, pero con una perspectiva de alcance global, los capítulos de Sean Johnson Andrews y Pablo Andrés Castagno permiten repensar la noción de “hegemonía” a partir del prisma de la creatividad y su inserción dentro del imaginario tecnológico del capitalismo contemporáneo. En el primer caso, la pregunta principal gira en torno a las condiciones de producción de la hegemonía en el contexto del nuevo ecosistema mediático en Estados Unidos. No solo por lo que respecta a la emergencia de una serie de artefactos complejos como las denominadas fake news, el clickbait y la curaduría algorítmica personalizada, sino principalmente por las consecuencias políticas que se producen del efecto de disolución del sistema de medios masivos de antaño. Es decir, en un contexto de deterioro de la política liberal, de desciudadanización y despolitización, en términos de Néstor García Canclini (2019), la moderna estructura tecnocultural parece poco refractaria para prevenir la aparición de nuevos movimientos políticos, como el trumpismo o el bolsonarismo en América, o de liderazgos como el de Vladímir Putin y Giorgia Meloni en Europa. Al mismo tiempo, pensamos que necesitamos extender la pregunta sobre el ecosistema de medios conectivos a la importancia que adquiere la política cultural a escala global. En este sentido, el capítulo de Castagno busca desarmar la mitología de la creatividad impulsada por los principales organismos internacionales durante las últimas décadas. Si bien esta estrategia del capital puede ser analizada como una variante del ideal de progreso decimonónico y del desarrollo del capitalismo de posguerra, los mitos de la creatividad se erigen en este siglo xxi como la salvaguarda de un nuevo tipo de capitalismo cada vez más dependiente del sistema de información y de la industria cultural. Esto, para nosotros, significa que la disputa hegemónica en la actualidad requiere transitar por los carriles de la definición política del común, el carácter libre de la información y la apropiación económica del trabajo inmaterial.

Podemos leer la última tensión que atraviesa este libro bajo la perspectiva de tres autoras distintas que analizan las formas de integración y diferenciación que se producen dentro del mercado simbólico frente a la emergencia de nuevas expresiones culturales. En este sentido, el capítulo de Rosario Radakovich resulta determinante al trazar una genealogía de la música popular uruguaya a partir de la línea de la afinidad que existe entre dos expresiones populares de origen diferente: la plena y el trap. Aquí, la articulación entre lo global y lo local –que se manifiesta a lo largo de todo este libro– reproduce todas las ambigüedades y particularidades que caracterizan a las diferentes apropiaciones culturales en el marco del capitalismo contemporáneo, donde la producción creativa condensa, al mismo tiempo, procesos de integración social y de crítica cultural preexistentes.

Podemos completar esta mirada representativa del caso uruguayo con el análisis original que realiza Ana del Sarto sobre las escrituras trans en la literatura argentina y latinoamericana. En este nuevo espacio literario mundial (Casanova, 2005) definido a partir de la disputa entre distintas posiciones de poder, se ponen en juego diferentes apuestas que desbordan el enfrentamiento tradicional por la legitimidad literaria. Así, de manera contradictoria, la búsqueda de apropiación mercantil que realiza la gran industria editorial sobre las diferencias y disidencias permite visibilizar posiciones de un colectivo históricamente postergado, al mismo tiempo que solapa una larga tradición de lucha a través del fetichismo propio del formato comercial. Mientras que, como sucede en el trap y otras manifestaciones culturales, los formatos de la industria no aplacan la agencia inherente a la producción simbólica.

Esta posibilidad de pensar una política de la creatividad a partir de prácticas alternativas, pero que todavía existen dentro de los límites de la cultura comercial, invita a problematizar el lugar de lo “políticamente correcto” en la cultura del nuevo capitalismo. Más que nada en lo que respecta a la emergencia de una serie de valores y estilos de vida alternativos que pueden ser identificados a partir de la denominada “crítica woke” de la que habla Johnson Andrews en su capítulo. No es casualidad que el mundo de la creatividad liberal resulte tan permeable a una agenda política de carácter progresista asociada con principios universales: defensa medioambiental, multiculturalismo, diversidades sexo-afectivas, activismo alimentario, lenguaje inclusivo, o nuevas espiritualidades. En cada una de estas manifestaciones, visualizamos una estructura de sentimiento que hace eco de valores posmaterialistas: esto es, en clave de autonomía y autoexpresión personal, y mediante el ejercicio de una nueva ciudadanía que se dirime solo en el terreno del consumo individual.

En esta clave de discusión, se encuentra también el capítulo de Ana Wortman, el cual constituye un aporte ineludible para pensar la emergencia de una nueva sensibilidad entre las capas medias metropolitanas de Buenos Aires. La clave de esta lectura consiste en reconocer que la prédica de la creatividad cultural tiende a identificarse con los nuevos estilos de vida alternativos de naturaleza urbana que tienen en el “mindfulness y el consumo responsable” (Wark, 2022, p. 69) sus principales referencias. Ello nos conduce a revisitar uno de los tropos más discutidos de la sociología del consumo contemporánea: las transformaciones de la “nueva pequeña burguesía” de la que hablaba Pierre Bourdieu (1999), pero en un contexto semiperiférico, como es el caso de la Ciudad de Buenos Aires. Lo interesante en este punto es que tales pautas de consumo alternativo se convierten en un nuevo marco de referencia básico para las fracciones sociales integradas a la economía global, al mismo tiempo que producen una nueva forma de diferenciación social al interior del mercado simbólico. De la misma manera que el intermediario cultural se ha vuelto uno de los protagonistas del capitalismo flexible, el nuevo consumidor metropolitano se descubre a sí mismo como un curador de externalidades, que autoconsume su identidad social de manera meticulosa en el mercado de impacto positivo donde se definen los nuevos estilos de vida globales.

En resumen, las tensiones esbozadas en este trabajo buscan reconocer la importancia política que adquiere el fenómeno de la creatividad en el capitalismo contemporáneo. Desde “arriba”, la creatividad aparece como un motor de la acumulación capitalista bajo el impulso neoliberal de finales del siglo xx. Desde “abajo”, la creatividad constituye una potencia colectiva que todavía mantiene intacta la promesa política de un contenido emancipatorio. Por eso, no podemos reducir las tensiones trazadas con anterioridad a una mirada parcial que elimine la riqueza de la revolución creativa a una dimensión limitada, sino que, por el contrario, debemos intentar preservar la complejidad del fenómeno en su potencial dialéctico. Esto significa promover el análisis de la trama creativa como una síntesis de múltiples determinaciones, pero buscando dar cuenta también de esos procesos (Smith, 1997). Las tensiones económicas, políticas, tecnológicas y sociales exponen la importancia que adquiere el impulso creativo y sus respectivas manifestaciones para entender las heterogeneidades estructurales que produce el capitalismo en el primer cuarto del siglo xxi. De ahí que nuestra apertura hacia el objeto de estudio busque repensar diferentes niveles y dimensiones en el marco de una totalidad concreta, desde donde es posible cartografiar la creatividad como un espacio de dominación, pero también de resistencia y de construcción de alternativas.

El proyecto de este libro

Con esta edición queremos contribuir al desarrollo de una perspectiva que problematice los usos de la creatividad en el capitalismo contemporáneo. Esto significa pensar el proceso de la innovación social a través de las diferentes tensiones que se dirimen en todos los rincones del planeta, lo que significa analizar el fenómeno de la creatividad en clave de una geopolítica y una geocultura global. Por eso los textos aquí seleccionados pretenden servir a una multiplicidad de voces, miradas y escrituras en cuanto cuestionan un cúmulo de saberes establecidos. En este sentido, el discurso de la creatividad ha logrado atravesar las diferentes esferas de la vida cotidiana hasta volverse una parte indispensable del universo simbólico-cultural del primer cuarto del siglo xxi. Pero, como su circulación responde a una forma absolutamente pragmática y despolitizada, sus implicancias políticas y sociales tan solo pueden ser conocidas a partir de una reflexión crítica que desentrañe sus articulaciones históricas. Así, al cuestionar las premisas del imaginario creativo, intentamos encontrar una grieta al interior del ​​discurso hegemónico del mercado global, de los Estados centrales, y de los organismos intergubernamentales en pos de construir un arco de solidaridad con los sectores subalternos. Con el objetivo de que este ejercicio crítico sobre el significante creativo nos permita reconsiderar las formas de producción de hegemonía en el capitalismo contemporáneo. Al decir de Walter Mignolo (2011) en Historias locales/Diseños globales, buscamos cuestionar los discursos de “los viajeros y de los autóctonos [homeowners] que ocupan posiciones hegemónicas desde la perspectiva de los viajeros y los autóctonos que se hallan en posiciones subalternas” (p. 247).

De ahí la importancia que adquieren los estudios culturales para abordar el fenómeno de las industrias creativas desde una perspectiva histórica. Como Paul Smith (1997) apuntó, esta tradición puede reivindicar un objeto diferente al de las diversas disciplinas y al de los hechos inmediatos que reclama el periodismo, si logra dar cuenta de “la totalidad de las producciones culturales y relaciones sociales en determinado momento y lugar” (p. 60; nuestra traducción). A pesar de las diferencias entre diversos proyectos de estudios culturales, sea al considerar el “proceso social general” (Williams, 1977, p. 87) o el “complicado, multidimensional contexto” (Grossberg, 2019, p. 132), encontramos el desafío en común de desentrañar los procesos de reproducción social y las prácticas de oposición, negociación y transgresión que los modifican o socavan (García Canclini, 1989). Como apuntó Eduardo Restrepo (2010), los estudios culturales están “empíricamente orientados sobre amarres concretos de cultura-como-poder, pero también de poder-como-cultura en el mundo históricamente existente” (p. 110). De esta manera, los capítulos que siguen constituyen distintos amarres que prenden sobre la noción de “totalidad” las transformaciones históricas de la hegemonía en el registro de las llamadas “industrias creativas”. Metodológicamente, los textos indagan y traducen puntos materiales específicos de este problema según distintos contextos nacionales y locales y a la luz de los procesos globales anteriormente mencionados.

Por último, este libro se inscribe dentro del proyecto dirigido por Ana Wortman “Impacto de las industrias creativas en la trama social, nuevos estilos de vida urbanos y consumos culturales cosmopolita”, con subsidio del Programa de Ciencia y Técnica (UBACYT) para grupos consolidados 2018-2022 n.º 20020170100007BA con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Si bien esta publicación sobre los usos de la creatividad reviste un carácter singular como objeto de conocimiento, debe leerse en línea de continuidad como parte de un trabajo de investigación más amplio. Con ello, esperamos contribuir a pensar el fenómeno de la creatividad desde una óptica social mediante una pluralidad teórica y metodológica que permita captar el fenómeno de la innovación cultural desde múltiples ángulos y dimensiones. Los aportes aquí vertidos y la generosa participación de diferentes personalidades del mundo académico constituyen una referencia ineludible para contribuir al debate general. Solo resta el agradecimiento a quienes enriquecieron con sus aportes, estímulos y correcciones la versión definitiva de este trabajo. Las opiniones respectivas son entera responsabilidad de las autoras y los autores.

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  1. Profesor Titular e investigador en la Universidad Nacional de La Matanza, Argentina. PhD in Cultural Studies por George Mason University, Estados Unidos.
  2. Profesor del Ciclo Básico Común y de la Facultad de Ciencias Sociales e investigador del Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Es autor de Para animarse a leer a Marx y Para animarse a leer a Keynes (Eudeba, 2012-2015). Licenciado en Sociología y magíster en Comunicación y Cultura (UBA).
  3. Investigadora en el Instituto Gino Germani, área Estudios Culturales. Profesora de Teoría Sociológica Contemporánea. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.
  4. Referencias a la “revolución creativa” en la publicidad, los negocios, el branding, la escuela, los cómics, los medios digitales, el arte, los recursos humanos, y la gastronomía, entre otros asuntos, son moneda corriente.


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