Reflexiones sobre el “boom del nuevo cine centroamericano”
Patricia Arroyo Calderón[1]
Coincidiendo con el tránsito del siglo xx al xxi, la producción cinematográfica desde Centroamérica se multiplicó exponencialmente, impulsada por la emergencia de una nueva generación de directores (muchas de ellas mujeres), por una marcada renovación temática y estética, y por la entrada en una nueva fase de internacionalización del cine de la región. Algunos críticos han descrito este fenómeno cultural como una “renovación del cine centroamericano” (Cortés, 2009), y otros, como un “nuevo cine centroamericano” (Durón, 2012). En las páginas que siguen, discuto qué es lo que hay de nuevo en este “nuevo cine centroamericano” poniendo el énfasis en sensibilidades y estéticas emergentes que obedecen a este momento reciente en la producción cinemática de la región, pero también resaltando las continuidades de ciertas prácticas y temáticas residuales que provienen de períodos anteriores, aunque ahora reconfiguradas y adaptadas a unos escenarios regionales y globales transformados. En concreto, propongo que ciertos rasgos del pasado –como los fuertes vínculos entre expresión cinematográfica y reivindicación política, o la presencia dominante de redes transnacionales en el cine del istmo– sedimentan la reciente producción fílmica centroamericana. Al mismo tiempo, las dinámicas históricas del presente propician el surgimiento de nuevas temáticas, sensibilidades y estéticas a partir de las cuales los cineastas del siglo xxi vehiculan sus anhelos de equidad, justicia, memoria e identidad.
Sedimentos transnacionales
Al igual que en otras partes de América Latina, el cinematógrafo arribó a Centroamérica a inicios del siglo xx de la mano de fotógrafos itinerantes de origen europeo que mostraban sus películas en ferias populares y otros contextos lúdicos (Cortés, 2005, p. 29). A pesar de estos comienzos tempranos, ninguna de las naciones del istmo consolidó una industria cinematográfica, y la producción de filmes en la región fue más bien la excepción que la regla. Por ejemplo, Honduras produjo un solo largometraje de ficción durante todo el siglo xx (Cortés, 2007, p. 151), mientras que los largometrajes centroamericanos entre 1927 y 1999 no alcanzan la cincuentena (Durón, 2012, p. 248). Por su lado, el cine documental estuvo vinculado a diversos usos propagandísticos en la primera mitad del siglo, como ejemplifican los noticieros de “Actualidad Guatemalteca” utilizados por el dictador Jorge Ubico (1931-1944) para promocionar su imagen dentro y fuera de las fronteras de Guatemala (Aragón y Barillas, 1990).
Recién en las décadas de 1970 y 1980, la producción de cortos y largometrajes documentales se aceleró, vinculándose a los movimientos revolucionarios. Ricardo Roque Baldovinos, por ejemplo, estudió lo que denomina “el reducido oasis” (Roque Baldovinos, 2011, p. 163) de la producción fílmica salvadoreña entre los años 1979 y 1984, cuando tres grupos guerrilleros (el ERP, las FPL y FAPU-RN) impulsaron sus propios proyectos de cine revolucionario, que a su vez Lilia García Torres y Lourdes Roca (2017) relacionan con el nuevo cine latinoamericano[2]. Como estos investigadores señalaron, este cine estuvo marcado por una “estética de la urgencia” y fue impulsado por colectivos artísticos de vanguardia; trató de afianzar su producción con la fundación de un Instituto de Cine de El Salvador Revolucionario (ICSR), de corta vida (1979-1983) y con sede en Managua, y se benefició de la colaboración de cineastas latinoamericanos y europeos cercanos a los grupos revolucionarios salvadoreños, así como de la asesoría de técnicos vinculados al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). En general, los documentales de las organizaciones revolucionarias de El Salvador registraron distintos aspectos de la lucha armada para movilizar a la opinión pública internacional en favor de su insurgencia, lo que explica que se exhibiesen prioritariamente en los circuitos transnacionales del movimiento de solidaridad con El Salvador y en otros espacios alternativos como universidades o cine clubes (Roque Baldovinos, 2011, p. 169).
En Nicaragua, el gobierno sandinista, apenas dos meses después de su triunfo, fundó en 1979 el Instituto Nicaragüense de Cine (INCINE). Pero, como Jonathan Buchsbaum (2003) notó, a pesar de la temprana creación de este instituto y de su inspiración en el modelo cubano del ICAIC, la producción cinematográfica nunca ocupó en la Nicaragua sandinista el lugar preponderante que tuvo en la Cuba posrevolucionaria. Entre otras razones, Buchsbaum observó la falta de experiencia previa de los cuadros del INCINE, la reticencia a nacionalizar las estructuras de producción, distribución y exhibición cinematográfica de la dictadura de los Somoza, y el laberinto burocrático en que se convirtió la supervisión del INCINE. A pesar de todo, el instituto logró rodar y exhibir cerca de cincuenta noticieros documentales y varios largometrajes de ficción. Más aún, al igual que las organizaciones revolucionarias salvadoreñas, el INCINE articuló cierto circuito transnacional al externalizar la posproducción en Cuba, recibir asesoría directa del ICAIC y colaborar asiduamente con directores y actores de otros países latinoamericanos y de Europa (Buchsbaum, 2003, p. 10)[3].
Los conflictos bélicos abiertos en la región en las décadas anteriores llegaron a su fin en los años noventa, con la firma de acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996), y con el fin de la guerra de la Contra, que devastó Nicaragua durante los ochenta. Pero el fin de los conflictos armados no trajo un aumento de la producción cinematográfica, sino más bien todo lo contrario. Así, Cortés (2005) y Durón (2012) identificaron un solo largometraje de ficción producido en Centroamérica durante esa década, mientras que Liz Harvey señaló que la industria del cine en Costa Rica estaba cercana a desaparecer entre los años de 1987 y 2001 (Harvey, 2017, p. 327). Por su parte, Andrea Cabezas Vargas y Julia González de Canales registraron nueve largometrajes de ficción producidos en la década de 1990, calificando esta etapa como “de transición” (Cabezas Vargas y González de Canales, 2018, p. 167).
En resumen, a lo largo del siglo xx, la producción cinematográfica centroamericana fue sin duda irregular en relación con su distribución geográfica, y relativamente escasa si compara con la producción de otras cinematografías del continente más consolidadas, tales como la mexicana, argentina, brasileña o cubana. Estos elementos, sumados a los problemas de preservación y catalogación del patrimonio fílmico producto de décadas de guerra y del desinterés de los Estados, han llevado a ciertas críticas a utilizar metáforas como las de “pantalla rota” (Cortés, 2005) o invisible film (‘cine invisible’) (Harvey, 2017, p. 326) para referirse a la producción fílmica previa al nuevo siglo. No obstante estas dinámicas, es necesario señalar que, durante las décadas de 1970 y 1980, se produjeron algunos intentos importantes por gestar cines nacionales y revolucionarios –especialmente en los casos de El Salvador y Nicaragua– que solo fueron posibles a partir de la movilización de recursos económicos, capital técnico y humano, y redes de difusión a escala regional y continental. El “nuevo cine centroamericano” del siglo xxi compartiría esta cualidad transístmica y transnacional con el cine producido en el período anterior, con la salvedad de que estas relaciones se generarían ya en un contexto global completamente transformado.
Metamorfosis en el cambio de siglo
Una de las características fundamentales del nuevo período es la multiplicación exponencial del número de filmes producidos en Centroamérica, una dinámica de rápido crecimiento que Harvey calificó como una “explosión” de la producción cinematográfica (2017, p. 325) y que, de forma algo más poética, Cortés llamó “pantalla resplandeciente” (2007, p. 146). En efecto, el número de largometrajes producidos entre el año 2000 y el 2018 sobrepasa los dos centenares (Cortés, 2018). En este apartado doy cuenta de la nueva centralidad de la producción cinematográfica en el panorama de la producción cultural de la región, poniendo el énfasis en los factores históricos, económicos y tecnológicos que han facilitado la emergencia del llamado “nuevo cine”. No obstante, también trazo algunas líneas de continuidad con el período anterior que permiten explicar cómo lo emergente se articula con ciertas prácticas y temáticas residuales.
En términos generales, los estudiosos señalan la convergencia de factores relacionados con los procesos de globalización, con las nuevas rutas transnacionales de circulación del capital, y con un cambio de época en las dinámicas regionales. Por un lado, hay que mencionar el abaratamiento de la producción de imágenes que trajeron consigo las nuevas tecnologías digitales. Al igual que en otras regiones, el advenimiento de las cámaras digitales y de los procesos digitales de posproducción, que, en contraste con los analógicos, no requieren de laboratorios, los cuales son escasos en la región, facilitó la producción de filmes para una nueva generación de directores (Durón, p. 249).
Por otro lado, en los primeros años del siglo xxi, profesionales formados en escuelas de cine fuera de la región comenzaron a regresar a sus países para rodar películas. Como Hispano Durón observó, la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños, en Cuba, contribuyó significativamente a la formación de una nueva generación de cineastas en Centroamérica, graduando a casi noventa profesionales procedentes de las distintas naciones del istmo entre los años 1986 y 2009 (pp. 248-249)[4], aunque los jóvenes centroamericanos también estudiaron en otros espacios académicos internacionales. Entre estos últimos se incluyen el director salvadoreño Julio López Fernández, las documentalistas guatemaltecas Izabel Acevedo y Ana Bustamante, los directores costarricenses Hernán Jiménez, Miguel Gómez, Esteban Ramírez, Paz Fábrega y Nathalie Álvarez Mesén, el director guatemalteco Jayro Bustamante, el montador y director César Díaz, también de Guatemala, el director panameño Abner Benaim, o la documentalista nicaragüense Gloria Carrión, entre muchos otros[5].
Y, si bien puede decirse que esta nueva generación de directores, montadores y productores ha facilitado un proceso de renovación estética y temática, también es importante señalar que han convivido con cineastas veteranos que encontraron dificultades para realizar cine en los años noventa y se reincorporaron al campo de la producción cinematográfica en este siglo. Por ejemplo, Florence Jaugey, una cineasta franco-nicaragüense que, en el año de 1989, fundó la productora La Camelia junto a Frank Pineda, también cineasta y antiguo miembro del INCINE, es la directora de La Yuma (2009), el filme que rompió veinte años de sequía en el cine de Nicaragua tras el fin de la primera era sandinista, y que se convirtió en un éxito de taquilla. Finalmente, este panorama se enriqueció con algunos directores de origen europeo que han realizado una parte o toda su carrera cinematográfica en la región centroamericana, como los documentalistas Uli Stelzner y Marlén Viñayo[6]. De este modo, al igual que en el pasado, pero en otro escenario cultural, el “nuevo cine centroamericano” se encuentra atravesado por dinámicas transnacionales, tanto en términos de formación y experiencia vital de los cineastas, como en sus conexiones con otras cinematografías, hasta el punto de que algunos autores, como Luis Fernando Fallas Fallas (2019), consideran que la denominación “cine centroamericano” mantiene una relación problemática con la región geopolítica a la que alude.
Invirtiendo la observación de Fallas Fallas, estas conexiones transnacionales también pueden leerse de forma centrípeta si se enfoca en cómo otras cinematografías del continente están siendo enriquecidas por cineastas centroamericanos como Tatiana Huezo: una directora nacida en El Salvador en 1972, pero que ha pasado la mayor parte de su vida en México, donde se formó en el Centro de Capacitación Cinematográfica. No obstante, rodó su primer documental en El Salvador, concretamente en Cinquera, el pequeño pueblo donde vivieron sus abuelos, que fue destruido por el ejército salvadoreño durante la guerra civil y posteriormente reconstruido por algunos de sus antiguos habitantes tras la firma de los acuerdos de paz. El lugar más pequeño (2011) indaga en las secuelas materiales y psicológicas del conflicto a partir de imágenes y sonidos que enfatizan la presencia constante del pasado violento en la cotidianidad del presente. Estas conexiones temporales se manifiestan en el filme por medio de desgarradores testimonios en los que los sobrevivientes de Cinquera dan cuenta de la brutal represión del Estado contra una comunidad afín a las fuerzas revolucionarias del FMLN; también a partir de imágenes (un viejo helicóptero derribado que ahora da identidad a un parque, paredes aún acribilladas por disparos, listas de habitantes asesinados y desaparecidos por el ejército pintadas sobre fachadas de edificios públicos) que subrayan la capacidad del pueblo para integrar las huellas de la violencia del pasado en el tejido material y social de la nueva comunidad. El énfasis de El lugar más pequeño se sitúa, por tanto, en el importante rol de las memorias compartidas en el procesamiento colectivo del trauma, en la dimensión sanadora de los procesos de reconstrucción del tejido social, y en la capacidad de los pueblos para resistir, reconstruir y afirmar, a pesar de todo, la continuidad de la vida[7]. Este documental, que obtuvo múltiples premios internacionales, es importante porque en él cristalizan por vez primera algunos de los rasgos estilísticos más notorios del cine posterior de Huezo.
Así, su característica forma de no filmar a quienes están narrando una historia (Cabezas Vargas y González de Canales, 2018, pp. 176-177) aparece en El lugar más pequeño y se replica en Ausencias (2015), donde la directora explora el problema de las desapariciones forzadas en México. Por otro lado, también se encuentra ya la característica contraposición de imágenes que resaltan la exuberancia y belleza de la naturaleza que rodea la comunidad con las historias de dolor, pérdida y violencia que narran sus habitantes (Grinberg Pla, 2013, p. 111), así como la atención detallada, casi microscópica, que la cámara de Huezo dedica a las formas de vida más diminutas –insectos, hojas de árboles, gotas de lluvia–. Estos rasgos autorales se trasladan desde El lugar más pequeño hasta el primer largometraje de ficción rodado por Huezo, Noche de fuego (2021), en el que se exploran las violencias de género, la trata y la violencia institucional que sufren las niñas y mujeres en comunidades rurales del sureste mexicano, desgarradas por redes del narcotráfico en colusión con los aparatos represivos del Estado. De esta manera, se puede ver cómo la estética de Huezo, conformada originalmente para dar forma fílmica a las memorias, las sensibilidades y los afectos concretos de El Salvador de la posguerra, ahora registra un contexto mexicano donde el despedazamiento de las comunidades –y los intentos de sus habitantes por preservarlas de la destrucción– se producen a partir de vectores diferentes.
Otro aspecto de las nuevas conexiones transnacionales del cine centroamericano se manifiesta en las coproducciones, que contrarrestan la ausencia de apoyo al cine por parte de los Estados de la región, la escasez de una legislación encaminada a la promoción del quehacer fílmico, y la ausencia de profesionales en algunas de las ramas más técnicas de la producción cinematográfica. Así, si se exceptúan los casos de Panamá y Costa Rica, donde, a comienzos de la década de 2010, se crearon fondos de promoción al cine, el apoyo de los Estados es casi inexistente (Cortés, 2018, pp. 152-153). Los cineastas de la región enfrentan de formas múltiples esta situación. Por un lado, crearon asociaciones de cineastas en Nicaragua, Panamá, Honduras y Guatemala, presionando a los gobiernos a sancionar leyes que protejan y promuevan la creación fílmica, incluyendo fondos públicos para dicha actividad (Cortés, 2018, pp. 152-153). Por otro, aguzaron su ingenio para rodar películas con bajísimo presupuesto, gracias a la colaboración de amigos, financiadas con préstamos personales, hipotecas, o tarjetas de crédito, realizadas gracias a campañas de crowdfunding, o financiadas por inversores privados.
Al mismo tiempo, muchos directores crearon productoras para gestionar recursos que frecuentemente llegan en forma de fondos transnacionales adjudicados por festivales, organizaciones no gubernamentales, inversores privados, u organismos dedicados a la promoción del cine producido en el “mundo hispánico” o en América Latina. Amanda Alfaro Córdoba (2018), por ejemplo, presentó un análisis de estas dinámicas enfocándose en Ixcanul (2015), dirigida por el cineasta guatemalteco Jayro Bustamante, quien gestiona la productora Casa de Producción, reside en Francia, y realiza su filmografía en Guatemala. Este filme, que indaga en las opresiones que sufren las mujeres indígenas en Guatemala, catapultó a la fama a su director después de ganar el Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín. Para rodarlo, Bustamante contó con un equipo multinacional y recibió fondos de producción del gobierno francés, de la Île-de-France, y de otros organismos franceses dedicados a la promoción cinematográfica (Alfaro Córdoba, 2018, p. 188). Ixcanul obtuvo también fondos de la cooperación suiza y holandesa, canalizados a través de Cinergia, del Instituto Guatemalteco de Turismo (INGUAT), y del fondo Hubert Bals, gestionado por el Festival de Cine de Rotterdam. Este panorama transnacional en los aspectos técnicos y financieros se combinó con un elenco de actores locales en su mayoría no profesionales, algunos de ellos (como el caso de la actriz kaqchikel María Telón) formados en el ámbito del teatro comunitario.
Este tipo de intersecciones entre las dinámicas globales y las locales no es en absoluto exclusivo del ejemplo descrito: desde el año 2000, diversos festivales internacionales de cine y varias organizaciones a escala continental y transatlántica, tales como Ibermedia o DocTV Latinoamérica, canalizan abundantes fondos hacia la región centroamericana (Cortés, 2018, p. 153). No obstante, la entidad más relevante en la transnacionalización reciente del cine centroamericano fue Cinergia, con sede local en Costa Rica y tentáculos a escala global. Este fondo fue fundado en el año 2004 por la crítica y promotora del cine centroamericano María Lourdes Cortés y estuvo destinado al fomento del audiovisual en Centroamérica y Cuba a través de financiamiento, becas, asesoramiento y talleres (Cortés, 2018, pp. 151-152). Según Cortés, más de 80 proyectos audiovisuales y más de 550 cineastas centroamericanos se beneficiaron del apoyo proporcionado por Cinergia hasta 2016, año en que se interrumpió el programa (Cortés, 2018, pp. 151-152). Como puede observarse a partir de los datos y ejemplos mencionados, los cineastas de la región han hecho grandes esfuerzos para canalizar los recursos disponibles en los circuitos transnacionales del cine, así como para posicionarse en el panorama cinematográfico global.
Revivificaciones y sentires emergentes
Uno de los rasgos que definen el cine centroamericano del nuevo milenio es su renovación temática y estética, con múltiples cineastas preocupados por llevar a la pantalla historias sobre las condiciones de vida en el contexto de posguerra de El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Los acuerdos de paz de la región abrieron la puerta a una nueva fase de globalización a partir de la firma de tratados de integración de los mercados centroamericanos con los mercados globales y favorecieron la implementación de medidas económicas de índole neoliberal, que incrementaron la precarización e informalización de la vida de amplios sectores de la población. A estas nuevas condiciones, se sumaron los problemas derivados de la desmovilización de un gran número de excombatientes de las guerrillas y de los ejércitos, así como de la recepción de miles de jóvenes deportados (sobre todo a El Salvador), acusados por las autoridades de Estados Unidos de pertenecer a pandillas. Este contexto de destrucción del tejido económico, desigualdad, incertidumbre, falta de oportunidades y nuevas formas de violencia –ahora vinculada a las maras, las redes del narcotráfico, la corrupción estatal, y la criminalización por parte de las fuerzas del Estado de la juventud y de la población en situación de exclusión social– aparece en largometrajes de temática urbana que exploran la sobrevivencia en situaciones de marginalidad, los sentimientos de apatía y desorientación experimentados por la juventud, y las consecuencias sociales de las políticas de “mano dura” y encarcelamientos masivos implementadas por los gobiernos de la región. Entre el primer grupo de filmes, destacan el nicaragüense La Yuma (Jaugey, 2009), el salvadoreño Malacrianza (Arturo Menéndez, 2014), y el costarricense El pájaro de fuego (César Caro, 2020). En el segundo grupo, los filmes de Hernández Cordón rodados en Guatemala, Gasolina (2008) y Las marimbas del infierno (2010). En el tercer rubro, se encuentran documentales como Imperdonable (Marlén Viñayo, 2020), que aborda las condiciones inhumanas de las cárceles salvadoreñas.
Al mismo tiempo, en este milenio comenzaron a ser frecuentes los filmes que exploran las experiencias vitales y los anhelos de sujetos y grupos sociales cuya presencia había sido cuando menos marginal en las pantallas durante las décadas anteriores. Así, puedo mencionar largometrajes que se centran en las vivencias cotidianas de mujeres centroamericanas de clase media –como el filme costarricense El despertar de las hormigas de Antonella Sudasassi (2019)– o de las clases populares –como el documental salvadoreño Cachada de Viñayo (2019)–, así como filmes que abordan la violencia sexual y el feminicidio –Pólvora en el corazón de la guatemalteca Camila Urrutia (2019), o Polvo de gallo del salvadoreño López Fernández (2021)–. Otras películas acercan historias que se desarrollan en comunidades indígenas, afrodescendientes y afroindígenas de la región –tales como la ya mencionada Ixcanul, Ceniza negra de la costarricense Sofía Quirós (2019), o el documental Las mujeres del Wangki de la nicaragüense Rossana Lacayo (2017)– o que representan fenómenos que afectan a estas comunidades, como el despojo de sus tierras comunales y las migraciones transnacionales a diferentes puntos del norte global –filmes como Garífuna in Peril de los hondureños Rubén Reyes y Alí Allié (2012) y documentales como Panquiaco de la panameña Ana Elena Tejera (2020)–. Un punto de tensión en relación con estas últimas producciones surge cuando los creadores de estos filmes no pertenecen a las comunidades cuyas historias relatan. Quizá el ejemplo más notorio sea, de nuevo, el de Ixcanul; una vez que el filme fue accesible para el público de Guatemala, algunos intelectuales y activistas mayas, como la periodista kaqchikel Sandra Xinico Batz, fueron muy críticos con las políticas de representación de los pueblos indígenas en el cine de la región[8]. Al mismo tiempo, es importante señalar la existencia de cineastas indígenas en el istmo (como Teresa Jiménez, Heidi Bacá, Edgar Sajcabún o Eduardo Say) que se mueven fundamentalmente en el campo de la producción de cortometrajes. Estos directores comparten algunos espacios de exhibición con cineastas ladinos o mestizos, pero sus producciones se exhiben también en espacios comunitarios y festivales propios, tales como el FicMayab’ celebrado en Guatemala en 2018, por lo que, paradójicamente, no suelen ser incluidos en las narrativas sobre el “nuevo cine centroamericano”[9].
Las películas de la región también comenzaron recientemente a representar las vidas de personas y colectivos LGTBIQ+, con ejemplos notables que miran las experiencias de hombres gays, mujeres lesbianas o mujeres trans en contextos muy conservadores y con fuerte impronta de las iglesias evangélicas, como los de Guatemala –José de Li Cheng (2018), Temblores de Bustamante (2019)– o Costa Rica –Abrázame como antes de Jürgen Ureña (2016)–.
Finalmente, las nuevas producciones exploran la experiencia de los migrantes centroamericanos en su trayecto hacia “el Norte”, en documentales como María en tierra de nadie (2011), de la cineasta salvadoreña Marcela Zamora. En contraposición a otras producciones mexicanas, latinas o estadounidenses que suelen enfocarse únicamente en las vicisitudes de este trayecto hacia los Estados Unidos, los filmes de los directores del istmo prestan atención también a otras rutas migratorias virtualmente ausentes del imaginario fílmico global, como la de los nicaragüenses a Costa Rica –El camino de Ishtar Yasín (2008)–, la de los migrantes que retornan a su lugar de origen –El regreso, del también costarricense Hernán Jiménez (2011)–, o las rutas migratorias inversas de los norteamericanos y europeos que instalan sus privilegios en los “paraísos tropicales” de las costas del istmo, donde generan toda una serie de problemas para las poblaciones locales –Paraíso for Sale de la panameña Anayansi Prado (2011)–.
Así, el nuevo cine centroamericano problematiza las realidades del istmo, visibiliza sujetos y grupos sociales tradicionalmente excluidos de las pantallas y otros espacios de representación, celebra la inventiva y la fortaleza de los pueblos en resistencia, y refleja la riqueza de su producción cultural. En este último aspecto, es crucial mencionar el interés de algunos cineastas por reflexionar sobre el quehacer fílmico en Centroamérica y recuperar su memoria cinemática como parte de su memoria política y social. Algunas producciones arman un archivo fílmico parcial de la región: Corazón abierto de la hondureña Katia Lara (2017); el documental Trinchera sonora: voces y miradas de Radio Venceremos del Colectivo Ondas de Resistencia (2017), que recorre la producción de los grupos revolucionarios salvadoreños; o el documental El silencio del topo de la guatemalteca Anaïs Taracena (2021), donde el deplorable estado de la Cinemateca de Guatemala sirve como crítica visual sobre una sociedad que vive de espaldas a su pasado.
El cine reciente mira, sin embargo, de frente a ese pasado, existiendo actualmente una fuerte relación entre producción cinematográfica y memoria. En este sentido, los eventos históricos que marcaron las décadas de los setenta y ochenta (insurgencia armada, violencia de Estado, guerras civiles, genocidio del pueblo maya) y que en su día impulsaron los proyectos de cine revolucionario en Centroamérica regresan ahora con fuerza a las pantallas del istmo[10]. No obstante, el cine que antaño proponía una poética de la urgencia y el entusiasmo ofrece hoy una poética de la búsqueda (de justicia, de los restos de los desaparecidos, de anclajes subjetivos e identitarios) que pueda ofrecer algún contrapeso a la estructura de sentimientos propia del período de posguerra, marcado por el desencanto, la desesperanza, la apatía y la incertidumbre. En esa búsqueda, los jóvenes realizadores del istmo utilizan las lentes de sus cámaras para hurgar en un pasado que se percibe como herida abierta y en el cual se rebuscan las claves para explicar(se) los malestares personales y colectivos del presente. Este “giro subjetivo” (Sarlo, 2005) ha llegado acompañado de un nuevo predominio del “documental en primera persona” (Piedras, 2014) y de un “desliz desde ‘lo político’ hacia lo afectivo” (Rodríguez, 2020, p. 7) o, siguiendo con el argumento planteado por esta última autora, de una nueva conciencia de las relaciones existentes entre producción cinematográfica, oscilación de los afectos y movilización política (Rodríguez, 2020, p. 4).
Algunos ejemplos de esta tendencia incluyen el ya citado documental de Huezo o el de la también salvadoreña Marcela Zamora, Los ofendidos (2016), donde la documentalista indaga en los efectos traumáticos de la tortura estatal a través de la historia de su padre. Otros filmes similares donde las directoras escarban en las historias y las memorias de sus progenitores para procesar sus experiencias traumáticas incluyen el documental Heredera del viento (2017) de la nicaragüense Gloria Carrión, o el de la guatemalteca Ana Isabel Bustamante, La asfixia (2018), donde la cineasta se aproxima a la figura de su padre –un dirigente de izquierda desaparecido por el ejército a inicios de los años 80– a partir de fotografías y conversaciones familiares. Esta estructura narrativa, que involucra la búsqueda del padre a partir de una confrontación con las memorias silenciadas de la madre, se replica en largometrajes como Nuestras madres (2020), una coproducción belga-guatemalteca dirigida por César Díaz.
Varios críticos señalan que este giro temático ha ido acompañado de una renovación estética, en forma de hibridación de técnicas del cine documental y de ficción, predominio de metáforas visuales sobre el diálogo, cinematografía con impronta de autor, y preferencia por ritmos narrativos lentos, a veces aparentemente sin rumbo (Cabezas Vargas y González de Canales, 2018, pp. 168-170). Estas mismas autoras han sugerido que los festivales de cine han podido desempeñar un importante rol en estas transformaciones, ya que el panorama de los festivales a escala regional se ha transformado en las últimas décadas, con la creación del Festival Ícaro en Guatemala a fines de los años 90, así como del Costa Rica Festival Internacional de Cine (CRFIC) y el Festival Internacional de Cine de Panamá en 2011. A estos se suman otros festivales sobre temáticas específicas –como la Muestra de Cine Internacional Memoria, Verdad, Justicia– o que exhiben filmes de realizadores de grupos sociales tradicionalmente marginalizados en la industria cinematográfica, como el ya mencionado FicMayab’ de 2018 o la Muestra de Cine Hecho por Mujeres. Estos festivales regionales contribuyen a diseminar entre los públicos locales las nuevas sensibilidades fílmicas de la posguerra, en un istmo cuyas salas de cine comercial se hallan copadas por películas de la industria norteamericana. Al mismo tiempo, los filmes centroamericanos han adquirido mayor presencia afuera de la región, compitiendo regularmente en festivales internacionales como los de Toronto, Miami, Guadalajara, Rotterdam, San Sebastián o Berlín. Estos festivales funcionan como plataformas de exhibición, distribución, y financiamiento (Cabezas Vargas y González de Canales, 2018, p. 171), a la par que dotan de un nuevo capital simbólico a los directores centroamericanos premiados que, a su vez, se traduce en un mayor acceso a fondos transnacionales para financiar películas posteriores.
En resumen, ¿cómo interpretar el sentido político-cultural de esta nueva escena? Desde mi punto de vista, el problema no reside en una cuestión de mayor o menor “autenticidad cultural” del nuevo cine, ni en el hecho de que los directores del istmo actúen en la escena internacional[11], sino en las estructuras de acceso desigual a recursos que la división internacional/local sedimenta tanto en la industria cinematográfica como en otros planos. Así, la producción fílmica centroamericana corre a dos velocidades: por un lado, cineastas que trabajan en condiciones precarias y cuyas producciones (cortos, materiales educativos, etc.) circulan en contextos locales; por otro lado, realizadores con formación fílmica internacional, que a veces residen fuera del istmo, y que se conectan con redes transnacionales para realizar sus proyectos.
Conclusión
Como he expuesto, la producción de cine en Centroamérica “explotó” cuantitativamente y se transformó cualitativamente a partir del año 2000. Al mismo tiempo, desde inicios del siglo xxi, se multiplican los ensayos académicos dedicados a estudiar distintos aspectos del “nuevo cine centroamericano”. En este texto, he propuesto una aproximación integral desde los estudios culturales: una perspectiva que reconoce las dinámicas emergentes (tales como la creciente presencia de mujeres cineastas en el istmo), al mismo tiempo que enfatiza la persistencia de ciertos rasgos residuales –como la fuerte impronta transnacional de la producción cinematográfica, o los estrechos vínculos entre el quehacer fílmico y el quehacer político– que, adaptados a los contextos de este siglo y a sus sentires transformados, proporcionan el sedimento para una fuerte renovación temática y estética. Así, los estudios culturales nos permiten aproximarnos de manera dialéctica a una de las manifestaciones más sugerentes de las recientes cinematografías latinoamericanas.
Referencias
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- Profesora asistente en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, Los Ángeles, Estados Unidos. Es coeditora de Pensar los estudios culturales desde España. Reflexiones fragmentadas (Verbum, 2012). Sus artículos aparecen en Lectora: Revista de Dones i Textualitat, Teaching Central American Literature in a Global Context (Modern Language Association, 2022), y The Rise of Central American Film in the Twenty-First Century (University Press of Florida, en prensa), entre otras publicaciones. Ph.D. in Latin American Literatures and Cultures por The Ohio State University, Estados Unidos.↵
- Vinculan el cine revolucionario de El Salvador con las prácticas del Grupo Cine Liberación.↵
- Un ejemplo de estas colaboraciones es el del director chileno Miguel Littín, quien rodó los largometrajes Alsino y el cóndor (1983) y Sandino (1989) en Nicaragua, el primero de los cuales fue nominado al Óscar a la Mejor Película Extranjera representando a Nicaragua. A pesar de ese reconocimiento y de la buena acogida del público nicaragüense, la película generó una agria polémica entre dirigentes sandinistas favorables al filme y dirigentes que percibían como un problema que el proceso revolucionario fuera representado ante el mundo por cineastas sin una vinculación orgánica con él (Buschbaum, 2003, pp. 117-122).↵
- En este sentido, puede observarse una continuidad entre el rol de Cuba (a través del apoyo y las asesorías del ICAIC) en la promoción de un cine revolucionario en Centroamérica durante las décadas de 1970 y 1980 y el papel fundamental que la EICTV tuvo en la formación de una nueva generación de cineastas centroamericanos. Esta misma institución cubana contribuyó también a la fundación de una de las primeras escuelas de cine abiertas en la región, la Casa Comal, inaugurada en 1998 y cuyos talleres han desempeñado un papel muy importante en la formación de cineastas indígenas de diferentes etnias mayas. ↵
- Los directores listados estudiaron en escuelas de cine de México, Estados Unidos, España, Francia, Reino Unido, Argentina e Israel, pero han desarrollado su carrera en Centroamérica. ↵
- La labor de Stelzner, un cineasta alemán afincado en Guatemala, ha sido importante para el cine de la región. Además de dirigir conocidos documentales, como La Isla: Archivos de una tragedia (2009), es el fundador y primer director de uno de los festivales claves de la región, la Muestra de Cine Internacional Memoria, Verdad y Justicia, que explora las conexiones entre producción cinematográfica, derechos humanos y políticas de la memoria. ↵
- Una de las formas en las que se manifiesta la importancia de la memoria en el proceso de reconstrucción de Cinquera es por medio de metáforas visuales. Entre ellas, el uso simbólico de imágenes acuáticas: agua que aparece estancada (en charcos, pilas de lavar) al inicio del filme, pero que, según avanza el metraje, comienza a correr (riachuelo, diferentes caños) para culminar en una lluvia torrencial, que purifica y renueva simbólicamente las esperanzas de la comunidad. Esta asociación del agua con la memoria y su capacidad de sanación pone el énfasis en la fuerza arrolladora de la reconstrucción, la comunidad y la vida, una asociación que se ve reforzada por otras imágenes que se suceden hacia el final del filme: el nacimiento de un ternero, la eclosión de varios huevos y el nacimiento de pollitos, el florecimiento de pequeños organismos (hormigas, hongos, plantas) sobre los restos de uniformes y botas de combatientes que aún se hallan desperdigados, en distintos grados de descomposición, por los bosques que rodean Cinquera. ↵
- Sandra Xinico Batz (2016) acusó a Bustamante de “exotizar” a los pueblos mayas para el placer de las audiencias internacionales y de reproducir viejos estereotipos sobre la “barbarie indígena” (machismo, alcoholismo, pobreza, violencia), al mismo tiempo que culpaba a las audiencias ladinas locales de interesarse por los pueblos indígenas solo cuando estos son representados por productores culturales mestizos. Asimismo, resaltó la desconexión del cine de la región con las mayorías populares tanto indígenas como no indígenas: “He visto Ixcanul fuera de los cines y luego de toda una travesía por encontrarla en uno de los mercados más grandes de la ciudad, ahí como los pobres consumimos el séptimo arte en este país, donde no se tiene para comer y mucho menos para ir al cine” (Xinico Batz, 2016).↵
- De acuerdo a Claudia Arteaga (2019), el FicMayab’ fue el nombre que recibió la xiii edición del Festival de Cine y Comunicación de los Pueblos Indígenas/Originarios, un festival que la Coordinadora Latinoamericana de Cine y Comunicación de los Pueblos Indígenas (CLACPI) organiza cada dos años, desde 1985, en distintos puntos de Abya Yala. ↵
- Esta tendencia es especialmente notoria en el cine de El Salvador, Guatemala y Nicaragua, donde filmes como La batalla del volcán (Julio López Fernández, 2018), Distancia (Sergio Ramírez, 2012) o Palabras mágicas: para romper un encantamiento (Mercedes Moncada, 2012) exploran varias facetas de los conflictos armados, incluyendo el genocidio estatal de los pueblos mayas en Guatemala y el robo de niños indígenas por parte del ejército, la brutal represión de la policía y las fuerzas armadas en las áreas urbanas del istmo, las dificultades de hacer justicia en los contextos de posguerra, y las fracturas sociales y familiares provocadas por los procesos de revolución/contrarrevolución. Por otro lado, también podemos encontrar excelentes ejemplos de este tipo de cine en otras cinematografías, donde se abordan episodios traumáticos del pasado tanto relativamente remoto como más reciente (por ejemplo, el documental costarricense El codo del diablo). ↵
- Ambos aspectos han sido discutidos por Cabezas Vargas y González de Canales (2018) y Fallas Fallas (2019).↵