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Ignacia y María: historia de vida
de dos mujeres vascas emigrantes

Bibiana Andreucci

A fines de los años 40 del siglo xix, María Etchegoyen, con menos de veinte años y dejando a su madre en Souraide (Pirineos Atlánticos), llegó a Buenos Aires. Poco más de una década después, en el invierno de 1862, más precisamente el 19 de julio, Ignacia Goya arribó al mismo destino (Entrada de pasajeros a la Argentina en el siglo xix, s/f). Ignacia partió de Bayona a bordo del barco francés Juanita en un contingente formado por vecinos de Beasain (Guipúzcoa) y otros caseríos cercanos a Tolosa.[1] Con veintiséis años, viajó en compañía de sus primos, Juan Antonio Odriozola Ynsausti y José Ynsausti Lasa (Entrada de pasajeros a la Argentina en el siglo xix, s/f).

Las biografías de Ignacia Goya y María Etchegoyen dan pistas para entender el rol de las mujeres en la emigración temprana vasca –de ambos lados de los Pirineos– a la pampa argentina. Los estudios sobre las migraciones peninsulares hacia América estuvieron marcados por un decidido enfoque sobre las experiencias migratorias masculinas, en parte por el decisivo papel que tuvieron los hombres migrantes en el desarrollo de las sociedades rioplatenses y porque partían del precepto de que las mujeres emigrantes seguían a los hombres: a un padre, un hermano o un esposo. Este enfoque suponía que ellas no viajaban solas y no vivían solas en América. Dependían de un hombre para su supervivencia. Desde esta concepción, difícilmente las mujeres podían tener vida profesional o empresarial del otro lado del océano .

Las investigaciones más recientes consideran a estas interpretaciones como excesivamente simples, al considerar que las experiencias de las mujeres podrían haber sido las mismas que las de los hombres. Los nuevos trabajos muestran que las mujeres no emigraron tanto como los hombres, ni lo hicieron en sus mismas condiciones, ni tenían sus mismos intereses, pero que cumplieron una función específica en la emigración (Arrizabalaga, 2007), por eso indagar las experiencias de las mujeres abre el campo de estudios sobre las migraciones (Lucci y Cruset, 2016). En los últimos tiempos, se han generado trabajos que han superado la perspectiva de contemplar a la mujer como una variable de acompañamiento del varón (Ortuño Martínez, 2007). Esta investigación busca inscribirse dentro de esta última serie de trabajos. Si bien el texto no pretende ser un trabajo sobre inmigración, trata de analizar las estrategias familiares de la primera generación de mujeres inmigrantes asentadas en espacios rurales pampeanos. La reconstrucción de las historias de vida que nos proponemos efectuar, deteniéndonos en los ciclos vitales de Ignacia y María –diferenciando etapas conyugales de otras de viudez– permitirá echar luz sobre las condiciones materiales en que desarrollaron su vida mujeres emigrantes y percibir el rol económico que tuvieron en el medio agrario pampeano. Pero además, trataremos de reconstruir sus historias sin el corte que supuso la migración: las tradiciones familiares, los mandatos y las pautas de comportamiento trascienden los desplazamientos de las personas y/o familias, y por eso poner énfasis en las permanencias culturales, sociales e incluso sentimentales desde el País Vasco hasta la pampa argentina nos permite complejizar la imagen y acercarla a la realidad. Por último, las historias de Ignacia y María intentan ser una puerta de acceso para reconstruir el ambiente social y cultural de familias de inmigrantes del área rural pampeana a mediados del siglo xix.

Según Iriani (2009), la inmigración vasca no solo fue una de las pocas que mantuvo un flujo de arribo constante, sino que al iniciarse tempranamente lo hizo en un momento crucial; llegó principalmente en los años 30, 40 y 50 del siglo xix a un espacio en formación. Los vascos tendieron a continuar viaje hacia zonas demográficamente “vacías”, portando los conocimientos básicos para una Argentina que quería insertarse en la economía mundial como país agro-exportador. La importancia del grupo residió en que en todo momento estuvo presente y a la vanguardia. Los vascos no se quedaron cerca del puerto de llegada como los italianos y los gallegos, sino que cuando creció la demanda de lana, fueron ellos (junto a franceses e irlandeses) los responsables de mejorar las razas ovinas o de encargarse del transporte en carros y carretas; además, trabajaron de ladrilleros, zanjeadores, poceros y alambradores, actividades fundamentales para la expansión pecuaria.

La producción historiográfica ha sido más prolífica sobre la inmigración italiana y española intermedia o tardía (llegada después de 1880) y con inserción en áreas “urbanas” que sobre la más temprana. Los trabajos sobre inmigración vasca son menos cuantiosos; Oscar Álvarez Gila (1995), Nora Siegrist de Gentile (1992), Jorgelina Caviglia y Daniel Villar (1994) o Nadia De Cristóforis (2020) se han detenido en este grupo. Mientras que otros los toman para comparar comportamientos en forma indirecta, los trabajos de Álvarez y Zeberio (1991) y Bjerg, Otero y Zeberio (1996), junto a los de Hernán Otero (1990), cuentan entre sus muestras elevados porcentajes de inmigrantes vascos. Por su parte, Carina Frid de Silberstein (1995), Liliana Da Orden (1991), Norberto Marquiegui (1989) o José Moya (1989) dedican especial atención a la inmigración vasca, analizando procesos de inmigración española.

1. Desde los Pirineos

Hasta mediados del siglo xix el paisaje social vasco a ambos lados de los Pirineos era mayormente rural, y en este medio el ámbito habitual de la mujer era el caserío, que era tanto un conjunto humano como una unidad de trabajo, producción y consumo[2]. La organización del caserío descansaba en un fuerte sometimiento de toda la familia a la autoridad del señor del caserío, que era su representante legítimo ante la comunidad y quien asumía los derechos políticos de la vecindad.

A pesar de los pasos que se dieron desde la revolución en Francia y la finalización de la primera guerra carlista en España para modernizar social y económicamente la región, la legislación imperante en Francia y España recogía la idea de inferioridad y subordinación femenina. En los Códigos Civiles españoles de 1888/1889, en el Código Penal de 1870 y en el Código de Comercio de 1885 se negaba a las mujeres su condición de ciudadanas y se establecía su subordinación en el seno de la familia y fuera de ella (Ugalde Solano, 2002), del mismo modo que en el código napoleónico, vigente en Francia. Tanto la legislación española como la francesa restaban capacidades en especial a la mujer casada, que quedaba desprovista de la patria potestad sobre sus hijos y debía obediencia a su cónyuge, pues precisaba de su autorización para intervenir en actos públicos, realizar actividades económicas, fijar su residencia o disponer de un salario.

Las formas de transmitir el patrimonio eran similares en la práctica (aunque no de acuerdo a las leyes) a ambos lados de los Pirineos. Mientras la primogenitura fue uno de los ejes sobre el que se asentó el caserío en los Pirineos españoles, en los franceses desde 1804 regía el código napoleónico, que imponía la herencia igualitaria. Sin embargo, muchas familias francesas no lo cumplían, para salvaguardar la integridad de la casa o maison, que debía sobrevivir a las particiones que sobrevenían en cada traspaso generacional, asimilándose en la práctica a la primogenitura vasco-española. Así la familia se ponía de acuerdo en que solo uno de los hijos se quedara con la casa y los otros se marcharan. Por eso, las estrategias no eran igualitarias, al contrario, instituían la desigualdad entre los excluidos, hijos e hijas, y permitieron la permanencia del sistema de herencia único a lo largo del siglo xix (a pesar del código civil, que establecía la repartición igualitaria). Así la emigración se convirtió en una estrategia necesaria para la supervivencia de la casa a ambos lados de los Pirineos. Las posibilidades que brindaba la emigración a América hicieron que la primogenitura no siempre se cumpliera, ya que podía suceder que el hijo mayor emigrase y dejase la casa a sus hermanos o incluso a sus hermanas. Las estrategias familiares consistían en compensar a los hijos e hijas excluidos de la herencia principal por sus partes del patrimonio. Eran estas compensaciones las que les permitían emigrar y, como demostraremos a continuación, iniciar una vida relativamente holgada en América.

La mujer que emigraba desde el País Vasco y se instalaba en la zona rural argentina trasladaba los patrones sociales y culturales de pertenencia de su tierra de origen a la de acogida, con las transformaciones que la experiencia migratoria podía generar, como la aparición de factores que limitaban el constreñimiento de la mujer al seno del hogar y a las tareas domésticas. El acto de emigrar generaba transformaciones en la subjetividad de las mujeres: la pérdida de contacto cotidiano con sus progenitores, la valentía para animarse a realizar largos y peligrosos viajes transoceánicos y el inicio de una nueva vida en el país de acogida transformaba a mujeres criadas en el seno de familias extensas y contenedoras. Pero además, una vez llegadas a la pampa argentina, las esperaba una sociedad más igualitaria e individualista, en la que los éxitos personales tenían mayor peso que los comunitarios y donde el sistema educativo, obligatorio y laico les abría a las niñas mayores posibilidades de crecimiento personal. Posiblemente ello haya influido en que las jefaturas femeninas y el rol activo de las mujeres en los negocios fuera más habitual en la primera generación de inmigrantes que en las siguientes. La cristalización social que se produjo al finalizar la oleada masiva de inmigrantes, gracias al rápido crecimiento económico de fines del siglo xix y principios del xx, consolidó el modelo patriarcal y de ahí en más fue habitual que las mujeres quedaran sometidas al mandato de esposos, hijos o hermanos. De aquí la necesidad de identificar los intersticios que aprovecharon las mujeres que emigraron para construir pequeños espacios de poder. En este trabajo trataremos de demostrar que el poder fue, en los casos analizados, de las mujeres.

Los vascos del este de los Pirineos no emigraron tanto como los del oeste. El aumento demográfico de la población francesa fue lento en el siglo xix, ya que tempranamente habían adoptado prácticas de control de nacimientos, pasando a tener tres hijos en promedio por familia (salvo en las regiones rurales y de montaña, donde se mantuvo la alta natalidad hasta más tardíamente). Dentro de estas regiones, el Basses Pyrenees (País Vasco y Bearn) dio origen a una emigración hacia América importante desde mediados del siglo xix. Los censos de población del País Vasco francés y de Bearn indican que la población aumentó mucho desde 1806 hasta 1846; más precisamente, 74.330 personas (es decir, tuvo un aumento del 19,4%), y luego descendió hasta 1906, por la emigración a América y por el descenso de la natalidad. Se calcula que más de 100.000 personas emigraron del territorio vasco-francés a América entre 1821 y 1920, y las mujeres representaron un tercio de estos emigrantes. Respecto a Guipúzcoa, el censo de Floridablanca (1787) dio una población de 120.000 habitantes aproximadamente, que creció a 178.497 a fines del siglo xix.

Unas breves notas biográficas de Ignacia Goya[3] nos dieron el puntapié inicial para reconstruir su historia. En el caso de María, debimos reconstruirla a partir de páginas genealógicas (fue la abuela paterna de Eva Perón) y demás publicaciones[4]. En ambos casos trabajamos con los registros del Archivo Eclesiástico de Suraide y Guipúzcoa, con el de Chivilcoy, con las cédulas censales del Primer y Segundo Censo Nacional de Argentina, registros catastrales y notariales de Chivilcoy y fotos familiares. No es tarea fácil desentrañar las micrológicas que guiaron a sujetos de sectores subalternos. Las mujeres que emigraron, en el caso de estar alfabetizadas, no eran muy proclives a escribir cartas o memorias. De sus vivencias han quedado muy pocos testimonios. Con pocos bienes para testar, las sucesiones no abundan, y cuando se han conservado, responden más a estereotipos formales y burocráticos, habiendo perdido la riqueza descriptiva de las de los siglos anteriores. Todos estos factores han hecho que la reconstrucción que intentamos hacer sea un rompecabezas somero, al que le faltan piezas, pero como somos conscientes de las dificultades y de los límites que encuentran estos trabajos, igualmente decidimos presentar a continuación los avances parciales que hemos logrado.

El padre de Ignacia, Francisco María Goya Angelus, provenía de una familia muy antigua de Gabiria, pequeña comunidad guipuzcoana formada por caseríos de labranza dispersos entre montañas, pero nucleados simbólicamente alrededor de la iglesia Nuestra Señora de la Asunción. La comarca, recorrida por el río Eztanda, que cerca de Beasain confluye con el río Oria, está situada en la parte central de la provincia de Guipúzkoa. Francisco María había nacido en 1799, en el seno de una familia constituida por sus padres y varios hermanos, presente en la zona desde el siglo xvii[5].

La madre, María Manuela Ynsausti Aguirrezabal, había nacido en 1813 en Beasain Astigarreta, un pequeño poblado distante tan solo 10 kilómetros de Gabiria, ubicado sobre un valle alargado, de aproximadamente ocho por cuatro kilómetros. Beasain tomó importancia gracias al camino real, que desde Madrid iba a San Sebastián y se prolongaba a Francia, con lo que se convertía en un nudo de comunicaciones con Navarra, con la costa y con Vizcaya, por Vergara. Según las cédulas censales, en 1854 tenía 57 vecinos y 301 habitantes, que residían en 42 casas, solo dos ubicadas en la calle principal y las restantes, en caseríos (Zufiaurre Goya, 1993). En la relación de vecinos electores de 1860, sobre 53 electores encontramos a siete Insausti[6]. Presentes desde principios del siglo xvii en Astigarreta y vecindarios cercanos, como Arriaran y Beasain, los Insausti conformaban una densa red familiar emparentada con otras pocas familias de la comarca a través de uniones de marcado carácter endogámico. El caserío de Insausti y el de Albitzu, ambos en Astigarreta, fueron los núcleos principales de los hermanos y tíos de María Manuela (Zufiaurre Goya, 2012). Francisco María y María Manuela se casaron en junio de 1834 en Lizartza (Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián, 1834), poblado de alturas distante ocho kilómetros de Tolosa y famoso por sus baños termales. Francisco lo hizo a una edad tardía, 36 años; su esposa, a los 22. En 1836 nació Ignacia, que fue bautizada en la Parroquia de Santa María de Tolosa (Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián, 1836).

Hasta aquí, una historia muy habitual: dos jóvenes de familias antiguas, de caseríos vecinos (no distan más de 10 kilómetros uno del otro) contraen matrimonio y pasan a residir a la ciudad cabecera de la región, Tolosa, que dista solo 25 kilómetros de Gabiria y Beasain (Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián, 1834). Sin embargo, para mediados de los años 30 del siglo xix, Tolosa no resultaba una ciudad atractiva en términos económicos para una pareja de jóvenes. Las antiguas ferrerías venían perdiendo posiciones desde el siglo xviii frente a la competencia del hierro del norte de Europa, y la industria del papel recién se estaba iniciando. Quizás motivados por estas causas, la pareja no reside muchos años en Tolosa y regresa a Beasain.

Nuestra otra protagonista, María Manechenea Etchegoyen, nació en Souraide, pequeña localidad de los Pirineos Atlánticos, cantón de Ezpelette (Francia), en 1823. Souraide, pequeño poblado rodeado por numerosos ríos y arroyos, en el profundo valle de Nive, estaba ubicado sobre el camino de mulas que en el siglo xix iba de Bayona a Pamplona, luego de pasar por Larressore, Espelette Ainhoa y Urdax, y distaba unos 80 kilómetros de Tolosa, la región de Ignacia. La ganadería, la cantera de yeso –que proveía de materiales a una fábrica de porcelana de Burdeos– y la producción de pimientos de Espelette eran las principales actividades de este cantón, cercano a Bayona.

María, hija de Pierre Manechenea y Marie Etchegoyen, ambos oriundos de Souraide, había nacido en la maison Urrutia. La casa o maison era el eje de la vida económica y social. Los 1500 habitantes que tenía el cantón de Espellete a mediados del siglo xix se distribuían en unas 300 maisons. Pierre falleció en 1843 y su esposa, en 1851; sin embargo, Marie había decidido emigrar a la Argentina ya a fines de los años 40 del siglo xix, con veinte años aproximadamente.

Tanto la familia de Ignacia como la de María habían mostrado una relativa estabilidad residencial. La de María no se había movido de Souraide y la de Ignacia se había desplazado por lo menos una vez: de Beasain y Gabiria a Tolosa, pero dentro de un radio no mayor a los 20 kilómetros. Las distancias en el País Vasco son muy cortas; de Beasain a Tolosa no hay más de 18 kilómetros, y a San Sebastián unos 40 kilómetros; de Souraide a Bayona, unos 20 kilómetros. El abandono de los pueblos de alturas y la concentración en ciudades cabeceras fue muy habitual en el siglo xix, a partir del desarrollo de actividades secundarias. Con desplazamientos tan mínimos, ¿qué fue lo que llevó a Ignacia y a María a adoptar la decisión de emigrar?

2. De los Pirineos a Chivilcoy

Existen varios factores que explican la intensidad de los desplazamientos de la población vasca a mediados del siglo xix. El censo de 1860 demostró que el 63% de la población activa de España estaba empleada en el sector primario. De ellos, 2.354.000, que suponen más de la mitad de los activos del sector primario, eran jornaleros, a los que se suman 1.500.000 minifundistas y 510.468 arrendatarios (Gonzálvez Pérez y Serrano Rodríguez, 2016). La presión demográfica, la estructura de la propiedad y las formas de tenencia eran factores expulsores de la población campesina, principalmente en el rango etario que iba de los 16 a 19 años, edad próxima al ingreso al mundo laboral y a la incorporación al servicio militar (18 años de edad).

En el caso guipuzcoano en particular, la antigua comunidad de vecinos vasca, que era más que nada una comunidad de propietarios en los que cada casa vecinal poseía sus propios bienes y tenía acceso a los comunes, se modificó por la presión demográfica de los siglos xvii y xviii, dando paso a la extensión de formas de dependencia económica y, en particular, del arrendamiento (Floristán e Imízcoz, 1993). La comunidad de vecinos se fue cerrando e hizo que un porcentaje cada vez mayor de familias quedara como “habitantes”, impedidos de acceder a la vecindad y, por lo tanto, a los comunes, indispensables para llevar a cabo sus explotaciones. Para la segunda mitad del siglo xviii, esta circunstancia generó el arrendamiento generalizado. Como ejemplo, en 1851 don Rafael Eulate (vecino de Logroño) arrendó las 14 caserías que tenía en Bergara. Una de ellas fue la casería Larrañaga (que llevaba el nombre de la familia del segundo marido de Ignacia). El contrato, a nueve años,

… establecía que en los agostos sucesivos el arrendatario debería pagar una renta anual de 26 fanegas de trigo, tres capones, cuatro pollos, una gallina, y un carro de leña, puesto el trigo en el granero de la casa principal del Sr. Eulate. Pero, además, el arrendatario debería invertir todos los años veinte reales de vellón en la mantención de la casería, así como tener en depósito 200 tejas para arreglar las goteras (Archivo de la familia Yturbe-Eulate, 13 de octubre de 1849).

Más allá de las cláusulas, lo interesante es que la casería Larrañaga, que debía su nombre al hecho que esta familia había sido su propietaria o arrendataria, ya no estaba más en sus manos[7].

Los breves apuntes biográficos de Ignacia Goya no contemplan estas disquisiciones sociales y, además, por tener como fin rememorar la memoria familiar, posiblemente omitan el contexto de vulnerabilidad en el que se dio la emigración. Sin embargo, no hemos hallado al padre de Ignacia, Francisco María Goya, como titular de caserías de Gabiria, y recordemos que debió desplazarse a Tolosa, centro industrial de la región, cuando conformó su familia. Por eso, podemos presuponer que Ignacia no sería heredera de un caserío propio o arrendado. Tampoco creemos que haya provenido de una familia muy marginal, por estar alfabetizada y por su trayectoria luego de emigrar. También sabemos que Marie Manechenea nació en la maison Urrutia, por lo que sus padres debieron ser arrendatarios.

La presencia de agentes de emigración, conocidos como enganchadores, y su peso en las emigraciones ha sido discutida por la historiografía. Estos tenían la función de animar a los jóvenes a partir hacia América y les proporcionaban préstamos para adquirir el pasaje, al tiempo que les garantizaban un empleo al llegar a destino (Santiso González, 2017). En las cercanías de Tolosa y en los pueblos de la zona de Baja Navarra, los enganchadores franceses del puerto de Bayona pasaron a monopolizar el negocio (Azcona Pastor, 1992, pp. 121-147), poniendo en evidencia cómo la emigración se extendía más allá de las fronteras convencionales regionales o estatales, englobando un amplio espacio de afinidades no solo culturales sino también mercantiles o comerciales.

Este cúmulo de factores empujó a Ignacia y posiblemente también a María (de la que sabemos poco) a tomar la decisión de emigrar al Río de la Plata. En los apuntes biográficos se relata el hecho de que su madre había muerto en Beasain en 1853 y que ya hubiera emigrado un grupo muy numeroso de vecinos, entre ellos Martín Oscos, su futuro esposo. También había muerto el padre de Marie, en 1843, aunque su madre aún vivía cuando ella salió de Francia. Lo cierto es que existen tramos de la vida en que las mujeres quedan al margen de la “protección patriarcal”. Las mujeres jóvenes solteras, huérfanas y/o viudas fueron un sector muy vulnerable en el siglo xix, cuando los lazos primarios de reciprocidad, propios de las comunidades del Antiguo Régimen, tendieron a erosionarse y las ciudades industriales (como Tolosa en el caso de Ignacia) fueron capaces de mostrar sus fauces más descarnadas[8].

3. Las redes de los inmigrantes vascos

Las dos mujeres emigraron solas y jóvenes. El casamiento con jóvenes de la misma localidad o de otras muy cercanas les permitió ingresar a la red ya conformada de inmigrantes vascos.

María se casó a los 27 años con Francisco Duarte en la Parroquia Nuestra Señora de Balvanera (Buenos Aires) en noviembre de 1850 (Acta matrimonial de Francisco Dujar y María Menechena, Parroquia Nuestra Señora de Balvanera, 6 de noviembre de 1850). Francisco había nacido en la comuna de Lapiste en abril de 1817, en la maison Oyanto, distante a unos 40 kilómetros de Souraide, pero sobre el camino a Bayona. Sus padres, que debieron ser arrendatarios, fueron Jean Uhart y Marienne Chaldu. Hasta ese entonces los desplazamientos de la familia habían sido de escasa envergadura. El abuelo de Jean era de Lantabat, a 15 kilómetros de Lapiste; en cambio, los abuelos maternos eran de los valles más profundos de Aquitania, distantes 100 kilómetros de Lapiste. Jean (1775-1858) tuvo siete hijos entre 1813 y 1830, de los que con seguridad dos, Arnaud y Marie, se quedaron con ellos en Lapiste (Estado civil de Arnaud Uhart, 1855; Estado civil de Marianne Chaldu, 1860) y otros dos, Francisco y Dominique, emigraron tempranamente a la Argentina, antes de Caseros (Saint Jean Uhart, 1830).

En 1853, Francisco y María bautizaron a su hija, María de los Dolores, en la iglesia Nuestra Señora de la Piedad de la Capital Federal; su madrina fue Catalina Etchegoyen (Acta de bautismo de María de los Dolores Duhart, Parroquia Nuestra Señora de la Piedad, 29 de marzo de 1853). A la hija siguiente, Baldomera, ya la bautizaron en Chivilcoy, en donde se instalaron en 1855, tan solo un año después de su fundación (Acta de bautismo de Sofía Eduarte, Parroquia San Pedro, 21 de noviembre de 1856).

En Chivilcoy nacieron sus otros cuatro hijos: Sofía, María, Juan y Úrsula, que fueron apadrinados en sus bautismos por inmigrantes vascos de la comunidad local, como Sebastián Irigoyen (Acta de bautismo de Juan Duhart, Parroquia San Pedro, 8 de febrero de 1859) o María Echeverría (Acta de bautismo de María Duarte, Parroquia San Pedro, 4 de agosto de 1862).

Al arribo a Buenos Aires, Ignacia y su compañera, Estefanía Azcoitia, se dirigieron directamente a Chivilcoy. El destino ya estaba señalado de antemano. Por esos años, Chivilcoy era uno de los pueblos más promisorios de la Provincia de Buenos Aires. Fundado en 1854, pero con población desde dos décadas antes, Chivilcoy era un centro triguero de relativa envergadura, con numerosas chacras a cargo de labradores provincianos. Esto había motivado a que un grupo de trescientos cincuenta labradores en 1854 solicitaran el loteo y venta a precio preferencial de las tierras que habían vuelto a ser públicas (por confiscaciones de Rosas o por falta de pago de cánones enfitéuticos), que eran aproximadamente 100.000 hectáreas (la mitad de las tierras del partido) y en las que ellos tenían sus chacras. Con elocuentes cartas a Sarmiento y Mitre, los labradores lograron su propósito y la ley de octubre de 1858 ordenó mensurar y vender a plazo lotes de campo de 160 hectáreas. A ello se sumó la oferta de tierra ejidal consistente en chacras de 42 hectáreas y de quintas de 10 hectáreas. La abundante oferta de tierra financiada y distribuida en lotes de diferente tamaño, junto al desarrollo de la ciudad –que ofrecía servicios a la basta área de frontera que se extendía al oeste y que poco tiempo después sería la cabecera del primer ferrocarril que se trazó en Argentina (FCO)–, hicieron que Chivilcoy creciera muy rápido. De 6000 habitantes que tenía en 1854 pasó a más de 14.000 cuando se levantó el 1.er censo nacional en 1869, siendo para esa fecha la ciudad de mayor población de la Provincia de Buenos Aires (Primer Censo Nacional de la República Argentina, 1872).

Desde mediados de los años 50 del siglo xix numerosos inmigrantes se asentaron en Chivilcoy. Los primeros fueron principalmente genoveses y vascos, y estos últimos lograron formar una próspera comunidad. Si se analizan las cédulas censales de la población inmigrante adulta del partido de Chivilcoy (más de 14 años), en 1869 encontramos aproximadamente unos 1130 inmigrantes (Cédulas Censales del Primer Censo Nacional, 1869). De ellos, 623 eran vasco-franceses, vasco españoles o directamente vascuences (aunque muy pocos fueron consignados de este modo). La inmigración vascuence se anticipó a la italiana o del resto de España que en las décadas posteriores sería masiva. A fines de los años 60 del siglo xix se había consolidado una importante comunidad vasca; en segundo lugar, italiana (principalmente salidos por Génova). Mucho más lejos había unas pocas familias francesas de la región de Chantilly, otras del resto de España y algunas irlandesas.

Ahora bien, la comunidad vasca realizó inversiones desde su llegada al partido. En los primeros quince años del municipio de Chivilcoy (1854 a 1870) se pusieron en venta solares urbanos, tierras ejidales de chacras y quintas y lotes de 160 hectáreas, fraccionados en medio y cuartos lotes de las tierras públicas del partido (Libro Orígenes N.º 2, s/f). Esta oferta iba destinada a sectores de pequeña o mediana fortuna. Este partido quedó en una zona de vieja colonización en la que se habían conformado pocas estancias que, además, no entraron en el mercado de tierras en los años en cuestión. Por eso, es evidente que a los vascos que llegaban a la Argentina entre los años 1850 y 1860 les atraía la posibilidad de adquirir lotes fraccionados con facilidades de pago. Podemos suponer que algunos ya venían del País Vasco con ahorros familiares o personales que les permitían erigirse en propietarios no bien llegaban o, a la vez, que fueron capaces de mostrar una gran versatilidad e ir desplazándose tras trabajos muy pesados, pero por ello muy bien remunerados (Iriani, 1992). Martín, Miguel y Juan Bautista Muñagorry, Domingo y Manuel Arregui, Antonio Echaide, Ignacio Berguestein, Miguel Zubillaga, Diego Elostondo, Sebastián Echave, Balbino Tolosa, Fermín Ormaecehea, Pedro Elizalde y Juan Goyeneche, entre otros, compraron numerosos solares urbanos, quintas y chacras entre 1855 y 1866 (Libro Copiador Municipal 1 y 2, s/f). La mayoría de estas familias eran oriundas de Tolosa y cercanías.

Ignacia, en sus desplazamientos y luego en su vida chivilcoyana, actuó dentro de una red que la fue conteniendo en los difíciles pasos que fue dando. En primer lugar, viajó con otras mujeres jóvenes de su misma condición. El contingente que descendió del barco de bandera francesa Juanita estaba conformado por 103 personas, de las que 21 eran mujeres jóvenes que vinieron solas o con parientes, pero no con parejas, y por el derrotero que efectuaron al llegar, parecería que vinieron para casarse (Entrada de pasajeros a la Argentina en el siglo xix, s/f). Su compañera de viaje fue Estefanía Azcoitia, dos años menor. Estefanía se casó a los pocos días de llegar e Ignacia, al año siguiente, con jóvenes vascos que ya eran propietarios. Estefanía se casó con José Goñi, y nuestra protagonista, que tenía 25 años, con Martín Oscos, de 26, en octubre de 1863. Su madrina fue Estefanía (Acta de matrimonio de Martín Oscos e Ignacia Goya, Parroquia San Pedro, 26 de octubre de 1863). Los vínculos estrechos entre las parejas se perciben, entre otras cuestiones, en los padrinazgos compartidos de los hijos. Pero también se visualizan inmigrantes mayores y con fortunas consolidadas que actuaban como una suerte de “tutores” de los jóvenes. Por ejemplo, Antonio Echaide y su esposa, Agapita Zubeldía, que con casi cincuenta años y un próspero comercio en Chivilcoy más de una vez acompañaron y ayudaron a las jóvenes parejas, ya sea siendo padrinos en bautismos o cuando Ignacia quedó viuda y volvió a casarse con un joven vasco, dependiente del comercio de Echaide. Los Echaide, Garro, Larrañaga y Azurmendi vivían en forma contigua en el sector urbano de Chivilcoy (Cédulas Censales del Primer Censo Nacional, 1869). Garro fue testigo en el casamiento de los dos hermanos Oscos y padrino del bautismo de la primera hija de Estefanía, y Azurmendi, padrino del segundo hijo de Ignacia.

4. Nupcias y viudeces

Las mujeres llegaron a una comunidad vasca rica y relativamente consolidada. Por ejemplo, Martín Oscos, el primer esposo de Ignacia Goya, ingresó a la Argentina en 1855, a los 17 años. De él poco sabemos, tan solo que había nacido en Tolosa en 1838 y que había emigrado con un hermano, que también constituyó su familia en Chivilcoy[9]. Martín en 1863 hizo la solicitud para comprar una chacra de 42 hectáreas en el ejido de Chivilcoy (Libro Copiador Municipal 1 y 2, s/f), donde puso un tambo de carácter familiar (solo tenía dos peones: su coetáneo Martín Eguchen y el joven paraguayo Agustín Palacios) (Cédulas Censales del Primer Censo Nacional, 1869). El lechero hacía el reparto diario desde su chacra distante unos 10 kilómetros. Con la periodicidad gestacional propia del antiguo régimen tuvieron en los siete años que duró el matrimonio cuatro hijos: Agapita en 1865 (Acta de bautismo de Agapita Victoria Oscos, Parroquia San Pedro, 6 de marzo de 1865), Ildefonso en 1867 (Acta de bautismo de Ildefonso Oscos, Parroquia San Pedro, 1867), Josefa, que falleció a poco nacer, en 1869 (Acta de bautismo de Josefa Oscos, Parroquia San Pedro, 1870), y Martín, hijo póstumo, en 1872 (Acta de bautismo de Martín Oscos, 1872).

Con tanta inmigración, la región de chacras de Chivilcoy era cosmopolita. La chacra siguiente a la de Ignacia estaba ocupada por Juan Lamòn y su esposa, también vascofrancesa, y contaban con un peón inglés con su familia y otros criollos. Los Lamòn terminaron siendo una de las familias más ricas y reconocidas de Chivilcoy. Otros franceses, vasco-franceses y algunos irlandeses eran los vecinos restantes.

Francisco Duarte y María Etchegoyen se asentaron como medianos propietarios con la adquisición de unas 1000 hectáreas a partir de la compra de varios lotes de las tierras públicas de Chivilcoy. Los adquirieron no bien arribaron, por lo que debieron traer ahorros. Esta fortuna estaba lejos del capital de los exenfiteutas, pero era un poco mayor que la de los labradores criollos. Los encontramos pagando las contribuciones directas en 1857, 1858 y 1859, en el cuartel 1.º junto a otros vascos franceses como Vicente Laborde o León Amespil (Planillas de Contribución Directa, 1856-1859).

Francisco falleció en junio de 1868, “de repente”, y su esposa María debió hacerse cargo del campo y de la crianza de los cuatro hijos que habían sobrevivido: Baldomera, Juan, María y Úrsula. Su único hijo varón, Juan, que había nacido en noviembre de 1858, tenía solo 9 años al morir su padre. En 1872 falleció Martín Oscos de la epidemia de cólera que afectó a Chivilcoy (Libro de Entierros, Parroquia de San Pedro, s/f). Aquí los caminos de estas mujeres difieren. María, viuda a los 46, no volvió a casarse, y sí lo hizo Ignacia a los 31. Se casó a los seis meses de enviudar con Hilario Larrañaga. Tuvo que esperar que el hijo póstumo de Oscos naciera en noviembre de 1872 (Acta de bautismo de Martín Oscos, 1872) para casarse al mes siguiente (Acta de matrimonio de Hilario Larrañaga y María Etchegoyen, Parroquia San Pedro, 1872, p. 168), el 30 de diciembre de 1872[10].

Algunos investigadores consideran que la viudez es el “estado ideal”, ya que la mujer adquiere su mayoría de edad civil. Según Ots Capdequí (1930), “en las sociedades hispánicas solo la viudez permite a las mujeres disfrutar de plenos derechos civiles” (p. 312). La velocidad de la contracción de las segundas nupcias nos lleva a preguntarnos si para las mujeres inmigrantes de mediados del siglo xix este estado civil las liberaba o, en su defecto, preferían volver a la dependencia que encerraba un nuevo matrimonio. ¿Acaso la coerción social incitaba a un nuevo casamiento? ¿Preferían una unión informal? ¿O decidían “guardarle la fe” al difunto hasta el final de sus días? Como demostramos, las respuestas a estos interrogantes dependen de la edad, posición social y económica y rasgos del carácter personal (Palomo de Lewin, 2005). De cualquier forma, hay que aceptar que la muerte estaba muy asumida en la sociedad rioplatense decimonónica, e iniciar un nuevo matrimonio era un imperativo vital. La elevada mortalidad proporcionaba con frecuencia viudos y viudas jóvenes, por lo que la imagen de la viuda enlutada que lloraba perpetuamente a su marido no era demasiado habitual (Pimoulier, 2006, pp. 233-260). En 1895, en ocasión del 2.º censo nacional, Ignacia declaró tener 32 años de casada sin atender a que, de esos, había pasado trece como viuda. Posiblemente ella entendiera que haber formado una familia era una forma de continuar casada.

Hilario Larrañaga era once años menor que Ignacia (Acta de matrimonio N.° 1, Parroquia San Pedro, s/f). Es habitual que en las segundas nupcias la edad de los contrayentes no tuviera el peso de las primeras. Efectuadas con apuro y en muchos casos para resolver cuestiones materiales urgentes, las segundas nupcias flexibilizan la pauta de la edad. Pero también es cierto que Ignacia pudo casarse tan rápido por la “oferta” de varones que había en el “mercado nupcial” chivilcoyano. Y más aún si este “mercado” se constreñía a la comunidad vasca local, en la que el desequilibrio entre los sexos era elevado. La pequeña propiedad de Ignacia posiblemente le haya ayudado a “competir” con otras mujeres más jóvenes. Pero, sin duda, más lo hizo la densa red en la que estaba inserta. El matrimonio con Hilario, que hacía más de diez años que trabajaba junto a Antonio Echaide, puede ser entendido dentro de las estrategias de esa red.

La viudez podía acarrear trastornos para los descendientes del cónyuge fallecido ya que podía suceder que el padrastro no cuidara con el mismo esmero los bienes de los hijos del matrimonio anterior que el de los propios. Y las viudas, sobre las que recaía el papel de garante de las propiedades y bienes de sus hijos, podían llegar a desatenderlas con las segundas nupcias. No pasó esto en el caso de Ignacia, quien siguió acrecentando su corta fortuna al ritmo que lo venía haciendo con su primer marido.

El casamiento en segundas nupcias no alteró el ritmo gestacional de Ignacia. Su primer hijo del segundo matrimonio, Antonio Larrañaga, nació en agosto de 1874 (Acta de bautismo N.° 9, Parroquia San Pedro, 1874); Joaquina, en junio de 1878 (Acta de bautismo N.° 11, Parroquia San Pedro, 1878) y, por último, Bernardo, en febrero de 1882 (Acta de bautismo N.° 13, Parroquia San Pedro, 1882). Hilario dejó su trabajo en el comercio y pasó a vivir en la chacra de Ignacia y justamente fue mientras recorría el campo durante una tormenta que una centella lo fulminó y dejó ciego a su caballo en 1883 (Libro de Entierros, Parroquia San Pedro, 1883, p. 505). Nuevamente la viudedad encontró a Ignacia embarazada de un hijo, pero a los 46 años. Esta vez la viudedad fue definitiva y falleció en 1910, a los 74 años.

A lo largo de su vida en Chivilcoy, Ignacia Goya fue comprándole a cada uno de sus hijos una chacra de 42 hectáreas. También llegó a construir una casa a la “usanza vasca”. Lo remarcamos porque evidentemente fue ella la que asumió el desafío de la reproducción social familiar. Sus esposos aparecen como meros acompañantes en estas decisiones. La primera, es decir, proveer a cada hijo con bienes con los que iniciar la vida adulta, puede entenderse a la luz del peso consuetudinario que tenía el régimen de heredero único en el País Vasco. Su reemplazo por la repartición igualitaria de los bienes, propia de nuestro código civil (y heredera de la tradición castellana), no debió darse sin tensiones. Al parecer, Ignacia desde la compra de la segunda chacra (la primera la había adquirido su primer esposo) hizo propias las normas de herencia igualitaria y explícitamente rompió con la tradición del heredero único vascuence. En lo que mostró continuidad con la tradición vasca fue en esforzarse por dotar a sus hijos con bienes, partiendo de que la familia era a la vez una unidad de explotación (el caserío). Esta preocupación la mantuvo a lo largo de sus dos matrimonios y luego de la segunda y definitiva viudedad. Así fue como adquirió seis chacras (252 hectáreas), que luego repartió entre cada uno de sus hijos. En Ignacia entran en tensión dos tradiciones distintas; por un lado, la del caserío, explotación familiar que pasaba de generación en generación a partir del régimen de heredero único y que era lo que otorgaba identidad al linaje; por el otro, empero, la tradición individualista de la repartición igualitaria de los bienes, muy arraigada en el medio local y visible en la decisión de comprar para cada hijo una chacra, acción que completó en los 27 años que duró su segunda viudedad.

Ignacia construyó una de las mejores casas rurales de Chivilcoy en su chacra de la décima sección. Debemos aclarar que las escasas construcciones de más de un piso que aún hoy se hallan en el área rural de Chivilcoy corresponden a familias vascas. De dos pisos, con amplios ventanales, piso de mosaico decorado en la cocina, despensa y corredores y de pinotea en dormitorios y salas, la casa funcionalmente y estéticamente se fue alejando del caserío vasco de acuerdo al uso que se le dio en nuestra región, en la que, al no estabularse el ganado, no fue necesario dejar la parte inferior como pesebre. En la planta baja quedó la cocina con fogón (y no con horno para cocer el pan), la despensa y dos dormitorios, además de los cobertizos adyacentes. En la planta alta, otros dos dormitorios, galerías y en el centro, la sala. Todos estos aposentos tenían balcones volcados hacia el frente. La segunda modificación fue la desaparición del desván, que en las casas vascas se destinaba “a guardar la hierba seca, manzanas, castañas, alubias, maíz y otros productos” (Zufiaurre Coya, 1983), que aquí se guardaban en trojas de chala, galpones, cobertizos o directamente al aire libre por ser menos inclementes los inviernos. En la fachada Ignacia posiblemente no haya podido evitar la influencia italianizante de los constructores locales, ya que el oficio de albañil quedó en manos de inmigrantes italianos. La casa estaba rodeada de un frondoso jardín. El monte de frutas con durazneros, higueras y cítricos, los gallineros, los corrales para las ovejas, el chiquero para los cerdos y el corral para el ganado vacuno completaban el núcleo habitacional. Por último, una pérgola con rosas trepadoras terminaba en los dos pilares de la entrada.

Imagen 1. Casamiento de la hija de Ignacia, Joaquina Larrañaga, en 1905. Ignacia se ubica a la derecha de los novios, con el padrino

Fuente: Archivo personal de la autora.

Ignacia solo pudo parcialmente consolidar un linaje familiar a partir de su explotación rural. La estrategia de asegurar a sus descendientes con chacras de 42 hectáreas era de por sí disruptiva con respecto a la concepción de mantener indiviso el patrimonio familiar y vincular a su familia a esa explotación rural, pero, más que nada, fueron los resultados exiguos de la explotación los que determinaron sus límites. Para 1895, cuando se levantó el Segundo Censo Nacional, Ignacia –con 57 años– encabezaba su explotación, en la que trabajaban sus hijos Martín, Antonio, Joaquina y Bernardo Larrañaga (de 25, 21, 16 y 11 años respectivamente). Sus dos hijos mayores ya habían abandonado la casa materna. Ildefonso, con el dinero de la chacra, había comprado una extensión mayor de campo en Chacabuco, donde vivía con su mujer, sus hijos y un primo Larrañaga, y Agapita se había casado con un importante acopiador de origen francés y residía en la parte urbana de Chivilcoy. Para esos años, la explotación –más ganadera que agrícola– mantenía el tamaño mediano que había tenido desde el principio (y que tenían las linderas ubicadas en la zona de chacras): solo 25 cuadras destinadas a la agricultura, y de esas, 10 al maíz y 1 a la alfalfa. Sus aperos de labranza eran los básicos: arados, rastrillos, una segadora y 25 vacas criollas, 10 lecheras, 20 bueyes y 430 ovejas en las chacras adquiridas para sus hijos.

Cuando María Etchegoyen quedó viuda de Duarte se hizo cargo de la explotación en el cuartel 1.º de varias parcelas adquiridas por la Ley de Venta de Tierras Públicas de 1858. El censo de 1869 la encontró residiendo en la zona urbana, pero encabezando su explotación como labradora, con sus hijos pequeños, un peón criollo y dos “cuidadores de ovejas” vasco-franceses. Para 1895 (Cédulas de Agricultura del Segundo Censo Nacional, 1895), seguía encabezando su explotación, que tenía cien cuadras sembradas de maíz con una dotación de herramientas básica: tres arados y tres rastrillos y un arrendatario, Juan Allo. Su hijo Juan y su yerno, Pedro Elgoyen, que eran sus vecinos, tenían las explotaciones más avanzadas del cuartel 1.º. La casa de Juan, que se había casado con su prima hermana, Adela Duarte, era una de las más valiosas de la zona rural; de azotea con varias habitaciones, un extenso parque y un surtido monte frutal. Juan era a la vez propietario y arrendatario y tenía sembradas 70 hectáreas de trigo y 124 de maíz, además de un buen rebaño de ovejas. Para ello contaba con uno de los mejores planteles de maquinaria del cuartel 1.º: 7 arados, 4 máquinas de segar y 2 rastrillos, pero lo que se destacaba era la trilladora de vapor; su yerno, Pedro Elgoyen, casado con su hija María, tenía 180 hectáreas sembradas de maíz y contaba con 6 arados, 3 máquinas de segar y dos rastrillos. María falleció en Chivilcoy en 1917, a los 94 años.

Consideraciones finales

Al concluir su vida, Ignacia era una importante vecina del cuartel x. Con una explotación de tamaño mediano, algo mayor que las lindantes, por las chacras adquiridas para sus hijos, había obtenido algunos logros materiales importantes: por un lado, cierta honorabilidad visible en el casamiento de su hija Agapita con el encumbrado acopiador de cereales Bernardo Laurent; otra, residir en una de las casas más importantes del área rural de Chivilcoy, y enviar a su hija de 16 años a la escuela. La doble viudez que debió sobrellevar no la habían abatido. Recordemos que en la primera solo permaneció en ese estado por seis meses y esperó a que transcurriera un mes desde el nacimiento de su hijo para contraer nuevas nupcias.

María Etchegoyen al finalizar su larga vida también era una destacada productora agropecuaria del cuartel I, habiéndose hecho cargo de la explotación durante casi cincuenta años e incorporado a su hijo y yerno. Sin tiempo para largos romances ni para dolorosos lutos, la construcción del patrimonio en la tierra nueva exigía una cotidianeidad en la que los imperativos materiales parecían tener más peso que otros. Mantener el ritmo gestacional de un matrimonio al otro y consolidar explotaciones en las que pudiera insertarse la generación siguiente irían en esa línea. Para alivianarlos existía una amplia red de contención formada por otros inmigrantes vascos, de pueblos cercanos a Tolosa o a Bayona, que actuó desde el primer momento y en reiteradas oportunidades durante los años en que Ignacia y María residieron en Chivilcoy. Sus actuaciones son perceptibles en los hechos más vitales: cuando ellas contrajeron matrimonio o lo hicieron sus hijos, como padrinos o testigos en los nacimientos y en los duelos, aunque, obviamente, esto no quiere decir que no compartieran una cotidianeidad mucho más rica y compleja pero difícil de captar con las fuentes que tenemos. El proyecto de Ignacia y de Martín Oscos (y posiblemente también el de Larrañaga) debió haber sido convertirse en propietarios medianos, y por eso se establecieron en Chivilcoy, en la zona de chacras. La capacidad de acumulación de Ignacia estuvo dentro de los parámetros que la región le ofreció: llegó a comprar casi 300 hectáreas y tener 400 ovejas.

María pudo lograr un proceso de acumulación mayor, a pesar de sus largos años de soledad. Sus hijos Juan y María, que fueron los únicos que llegaron a adultos, establecieron uniones de claro carácter endogámico al casarse dentro de la parentela o con jóvenes vasco-franceses, y sus nietos ya lo hicieron dentro de la reducida élite local. La doble viudez de Ignacia y un proyecto de alcance más acotado le pusieron ciertos límites a la consolidación económica de la familia. Y quizás también lo hizo su estrategia de dotar a cada uno de los hijos con parcelas pequeñas de tan solo 40 hectáreas. La tensión entre la tradición vasca del caserío –que era tanto un conjunto humano como una unidad de trabajo, producción y consumo, sujeto de derechos colectivos en la comunidad– y nuestra tradición liberal e individualista debieron chocar en el imaginario de Ignacia. Es muy probable que ella haya sido una víctima de las desigualdades del sistema de herencias vasco, al descender de una línea a la que no le tocó heredar y que se fue empobreciendo generación tras generación. Las posibilidades que tuvieron María y Francisco de adquirir una parcela mayor, por su temprano arribo y porque posiblemente trajeran capitales de Europa, y el hecho de que solo dos descendientes llegaran a adultos, si bien le dio más respiro económico a la segunda generación, no lograron asegurarles un gran porvenir económico, ya que Juan, luego de que le fuera mal en los negocios, tuvo que ir a arrendar tierras a Los Toldos, donde conoció a la madre de Eva Duarte. Pero esto solo no basta. Existen muchas presiones encontradas dentro de la subjetividad de las personas, y sin dudas cuando tratamos de entrar en las lógicas de una mujer de medianos recursos del siglo xix solo podemos ver muy pocas de ellas.

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  1. Sus padres, Francisco María Goya Arcelus y María Manuela Insausti Agarrazebal, se habían casado el 25 de junio de 1834 en la parroquia Santa Catalina de Lizartza, en Pamplona (Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián, 1834).
  2. A los dependientes, agregados y demás integrantes del caserío se los identificaba socialmente como miembros de la casa a la que estaban ligados por su trabajo. La prosperidad del caserío en su conjunto se priorizaba por encima de los individuos que la formaban.
  3. Los apuntes están escritos en cuatro páginas de un cuaderno en el que se trató de reconstruir la vida de Ignacia, con los pocos datos que habían pasado oralmente hasta la generación de su nieta. Tienen datos como el nombre de sus padres, el lugar de nacimiento, los parientes con los que emigró, sus amigos locales y las fechas de nacimiento de sus hijos, y cuentan el interés de Ignacia por dotar a sus descendientes de chacras y construir su casa a la usanza vasca.
  4. María Etchegoyen fue la abuela paterna de Eva Perón, lo que generó interés genealógico e historiográfico por su biografía.
  5. Su padre había sido bautizado el 21 de agosto de 1799 en el municipio de Gabiria. Sus padres eran José Goya Burruchaga y María Lorenza Arceluz Oria (Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián, 1834).
  6. Don Juan José Insausti vivía en el caserío de Insausti; don José Antonio, en Albizu; don Juan Bautista, en Beasain; don José Martín Arcelus y don José Antonio Insausti compartían el caserío de Aguirre Chipi; don Francisco residía en el de Aizpuru; don Ramón, en el de Uraeta y don Martín Miguel, en el de Lastaola (Zufiaurre Goya, 2012).
  7. Según Imízcoz y Floristán (1993), los cambios sociales que mencionamos se tradujeron en profundas transformaciones en el seno de la comunidad: el nacimiento del caserío como hábitat disperso. Esta explosión del hábitat disperso se explica por la evolución en la comunidad que hace posible el asentamiento de los “habitantes” como arrendatarios, en un contexto de fuerte presión demográfica.
  8. Tolosa contaba con pequeñas y medianas empresas con escasa inversión de capital que utilizaban mano de obra que en parte continuaba realizando tareas agrícolas.
  9. El padrino fue Miguel Garro, de España, de 36 años (Acta de bautismo de Juan Miguel Oscos, Parroquia San Pedro, 9 de enero de 1868).
  10. La familia Larrañaga era una importante y antigua familia de Vergara. Posiblemente Hilario habría nacido en 1842 y fuera hijo de Miguel Larrañaga Maiztegui y de Josefa Olavarría Vergareche, y habría emigrado con su primo, Saturnino Larrañaga Berraondo (Archivo Histórico Diocesano de San Sebastián, s/f).


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