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Cada cabeza de un animal policefálico tiene su propio cerebro y esas cabezas pueden pelear entre sí

Emilia Casiva

En febrero de 2011, inauguró, en el Museo Reina Sofía de Madrid, la exposición comisariada por Ana Longoni “Roberto Jacoby, El deseo nace del derrumbe”, sobre la obra de este sociólogo y artista argentino. Además de ser inédita, esta retrospectiva era también impensable hasta hace algunos años por el carácter no sólo de la producción de RJ, sino de las instituciones artísticas, las posibilidades que éstas definían, y el lugar que el arte latinoamericano –o más bien ciertos itinerarios del mismo– ocupaba entonces en ellas. En todo caso, la muestra y su catálogo trazaron juntos un mapa en proceso de los diversos experimentos jacobyanos. Me enteré de esta exposición, a poco más de 10.000 kilómetros (10.119,17 km para ser exactos, hay entre Córdoba –Argentina– y Madrid). La noticia sirvió como pretexto para reconectar una serie de pistas que, de manera más o menos desordenada, venía montando y desmontando. Un amigo que visitó el MNCARS, en esos días, me contó que en una de las salas estaban exhibidos los 101 números de la revista de artes visuales ramona.

I’m a creep

El espacio de problematicidad que se vertebra con la aparición de esta revista de artes visuales sin imágenes está atravesado por vectores estéticos, políticos, técnicos, históricos, eróticos. Como de costumbre, RJ ponía en marcha una experiencia movilizada por energías colectivas. Propongo, entonces, que nos olvidemos, por un momento, de su nombre y nos concentremos en ramona. Desde el comienzo, supimos que era una revista y era también una obra.[1] Y que además, había sido aceptada y leída institucionalmente como tal.[2] ¿Cómo es que ciertas experiencias han adquirido, en determinadas situaciones, la posibilidad de presentarse como “algo más que arte”? O mejor: ¿no es suficiente que ramona sea una revista? ¿Por qué investirla, además, con la condición de obra? Y, simultáneamente: ¿en qué genealogía se disponen experiencias de este tipo? Ésas que pueden ser una y otra cosa: obra de arte y artefacto masivo, experiencia estética y experimento social, cosa del arte y cosa del mundo. Al respecto, la crítica y la curaduría han examinado y debatido sobre los derroteros de la estética relacional; sobre las relaciones entre arte y vida (relaciones in crescendodiminuendo); sobre los indiscernibles herederos de Duchamp como “metáforas de desbordamiento de los límites y expansión de los géneros” (Marchán Fiz, 2008: 154) y puntapié para descifrar el arte después de su fin; sobre la posibilidad de estar asistiendo a un nuevo régimen estético, posdisciplinar, posautónomo, inespecífico.

Partiendo del zócalo que estas discusiones suponen, y sin la intención de dictaminar su pertinencia o impertinencia, ¿podríamos aventurar que estamos frente a un modo de organización de lo sensible que, más que expandido, ha devenido policefálico? Pensar en ramona, por ende, como un animal de varias cabezas, cabezas que pueden estrangularse o potenciarse unas a otras, con cerebros independientes, conviviendo en un mismo cuerpo.  La “condición de poseer más de una cabeza” (así es como se define la policefalia) implica cerebros “debatiendo” entre sí, cerebros que colaboran o combaten unos con otros. Dice Rafael Cippolini, uno de los editores de la revista: “Lo cierto es que ramona es simultáneamente varios proyectos que comparten un mismo soporte” y luego: “se nos aplaudía poco menos que como a un fenómeno de freaks” (2005). En efecto, los animales policefálicos son, qué duda cabe, monstruos. Llevan inscriptos en su cuerpo las acciones, movimientos, detenciones y vacilaciones de cada una de sus cabezas. Son un campo de fuerzas en tensión.

Esta conjetura nos lleva a evocar –again and again– la revuelta sobre una experiencia que aún hoy sigue prometiendo claves heurísticas para captar nuestro presente. Se trata, claro está, de la noción y la tentativa de la vanguardia, un pasado en disputa que no deja de provocar y que –en su potencial epistémico y político– arroja una experiencia cognoscitiva cardinal hacia las manifestaciones artísticas poshistóricas. Es por eso que, más que resonando en ciertos episodios ramonezcos (como si fuese un repertorio estilístico de formas y procedimientos), la vanguardia se nos aparece aquí como contraseña para volver a interrogar lo que en ese encuentro se revela sobre las prácticas artísticas actuales, aquéllas que continúan después del fin. La vanguardia, entonces, no ya como producto, sino como matriz estético-política, como “categoría cognitiva y estructura temporal de experiencia” (Buck Morss, 2004: 82). En efecto, fueron las vanguardias las que con mayor vehemencia pusieron al descubierto –extremándolos– la hendidura (y el pasaje abierto) entre obra y mundo social, entre arte y vida, entre autonomía y soberanía (Cfr. Menke, 2011). También fueron ellas, quienes advirtieron –en súbita revelación– la agudeza de los seres policefálicos. Como si, en el fondo, ellas mismas fueran un bicho así.

La infancia de una niña con varias cabezas

La primera ramona en versión papel se editó, en el 2000, en Buenos Aires, y, en 2010, la última, luego de diez años de apariciones mensuales. Jacoby figuraba en los créditos como concept manager, pero también participaron del proyecto muchos –muchísimos– otros actores, en un espacio donde se mezclaban experimentación artística, producción teórica y labor periodística.

Primera aclaración: cada vez que decimos ramona, diremos la infancia de ramona, el ciclo comprendido entre los años 2000 y 2003, es decir, entre el número 1 y –más o menos– el 35. Por supuesto que no es una infancia inocente. Piénsese de nuevo en el lugar y tiempo mencionados: Argentina, 2000 al 2003. Syd Krochmalny se refiere a esta etapa de la publicación (atendiendo a sus procesos y estrategias de producción) como una “plataforma dialógica de tipo asamblearia” (Krochmalny, 2010: 58). Al recorrer aquellas primeras páginas, queda clara la apuesta editorial por la polifonía más rabiosa y la verborragia más atrevida (orgiástica, según Alan Pauls). La condición de animal policefálico tal vez emerja –aunque no única ni principalmente– en este sentido: múltiples cabezas, multitud de voces. La Ramona de Antonio Berni (en quien se inspira el nombre de la revista) también es varias: obrera (1961), costurera (1962), pupila (1963), stripper y cabaretera (1963). No obstante, si nos animamos a empujar las cosas un poco más allá, quizás hallemos que la multiplicidad inherente a ramona se manifiesta a otros niveles, conjugados ya no en el plano de lo enunciado, sino en la circunstancia de su enunciación.

Como revista, supuso una revitalización de aquella práctica moderna por excelencia –y cromosoma de la autonomía– que es la crítica de arte. Su política editorial envolvió una operación sobre la crítica, efectuada principalmente desde la palabra de los artistas, quienes se situaron como principales enunciadores, llevando la delantera en el trazado de las problemáticas que definían la escena de las artes visuales, en la ciudad porteña, por entonces. En el arco que va del beuysiano Todo hombre es un artista al Todo artista es un crítico de arte (la conjetura es de Marcelo Pombo), ramona fue un gimnasio para ejercitar nuevas formas de escritura crítica, poética, periodística. Ahora bien, es la temporalidad histórica de la experiencia del arte (“aquel movimiento en que éste se realiza” dice Pablo Oyarzún) la que germina en esta ramona-revista, otras cabezas. Experiencia en la cual se ponen en juego condiciones “de factura y de medio, de situación, historia, exhibición y recepción” (Oyarzún, 2000: 17). Se trata de una temporalidad atravesada por las aperturas epistémicas del arte después de las vanguardias, que nos empuja a decir que ramona es una revista y –al mismo tiempo– algo más que una revista. No a partir de la “generosidad del discurso” (nuestro discurso), sino como “inquietud murmurada ya en la misma experiencia” (Ibíd.: 53), experiencia para la cual la autonomía artística se encuentra indefectiblemente astillada. En ese sentido, lecturas clásicas, cuyo “objeto” son las revistas del siglo XX en la Argentina (estamos pensando en estudios como los de Patricia Artundo, Laura Malosetti Costa, Diana Wechsler o Roxana Patiño), dedicadas a reconstruir unos artefactos propios del repertorio modernizador del arte porteño (como la revista Ver y Estimar, La Campana de Palo o Athinae entre otras), resultan engañosas a la hora de acercarnos a ramona.

Algo más que una revista de arte, ¿pero qué más? Periódico de chismes, soporte de obra, red social en papel, plataforma generadora de infraestructura, nodo de proyectos, heredera del Arte de los Medios de Comunicación, obra conceptual, arte-en relación.

La primera vez es infinita

En otro arco de lecturas, ramona ha sido situada bajo el ancho y vasto paraguas de lo relacional. Bajo este marco, sería una de esas obras ocupadas en generar lazos entre individuos, de modo tal que la sociabilidad pasaría a constituirse en su materia prima. Este “género” o “paradigma” –virtualmente heredero de las vanguardias y devenido estilo ha sido incorporado al recorrido de una Historia del Arte que avanza con mayúsculas por la pasarela, bajo la luz de los “feroces reflectores” (Cfr. Didi-Huberman, 2012: 39). El impulso historicista de sus narrativas más frecuentes oculta el caballo de Troya que las mismas prácticas vanguardistas habían metido en plena modernidad. Venir después de ellas es surcar un tiempo que ha presenciado –aun fugazmente– el “intervalo hecho visible, la línea de fractura entre las cosas “(Didi-Huberman, 2006: 166). La escalada y el salto al vacío. La cosa extraña, la paradoja irresoluble, de haber vislumbrado que el arte puede ser ciudad asediada y dispositivo de madera, al mismo tiempo.

El Manifiesto Frágil, publicado en el primer número de ramona,[3] tal vez podría releerse a partir del re-conocimiento de habitar en esa escisión. Una actualidad del arte que no eludirá, para nombrarse a sí misma, el después de. En dicho Manifiesto (fechado en pleno siglo XXI, anacronismo de los anacronismos), se anuncia el abandono de los ismos por extremación. Pero, al mismo tiempo, para quienes lo firman, rescatar las vanguardias escondidas tras esos ismos significa –indefectiblemente– el rescate de sus ruinas. No les interesa conocerlas “como verdaderamente han sido”, sino que se adueñan de su recuerdo “tal y como relumbra en el instante de un peligro” (Benjamin, 1979: 180).

“Expresionistas, impresionistas, formalistas pobres, tardocinéticos, trans-op, minimalistas-fauves tímidamente reaccionarios, posformalistas, hip-op dubitativamente ociosos, light-pop, light-light, suprageométricos, neoórficos, criptoperformers, situacionistas atrópicos, interdianéticos, geómetras imprecisos, neo-eco-land: todo define según la situación.

[…]

Artistas heterogéneos (4) signados por una lectura de situación muchas veces similar.

[…]

Anacrónicos (4) en cualquier intención. El Tiempo nos empuja hacia los costados” (Ballesteros et al., en Cippolini, 2003).

Peter Bürger nos había enseñado que, si bien la vanguardia histórica fracasó en su intención de unir el arte a la praxis vital, en esa misma torsión puso en descubierto el carácter convencional de lo artístico y, con ello, su rasgo irremediablemente autónomo. La autoconciencia respecto de dicho estatuto entraña un saber, del cual no pueden desprenderse las prácticas artísticas en adelante. Ahora bien, que “todo se defina según la situación”, según reza el Manifiesto Frágil, es, también, un saber alcanzado después de las vanguardias, después de que éstas se hayan encargado de desgarrar esa autonomía, develando que la institución es discurso del saber-poder sobre el arte. Un saber ya anunciado en la agudeza duchampiana.

“[…] Después de Duchamp, el ready-made no es sólo una proposición analítica neutra (algo así como una afirmación subyacente del tipo de ‘esto es una obra de arte’). A partir del ready-made, la obra de arte queda sometida a definición legal, es el resultado de una validación institucional. […] Esta erosión no sólo deteriora la hegemonía de lo visual, sino que también afecta a la autonomía y autosuficiencia –real o pretendida– de cualquier otro aspecto de la experiencia estética” (Buchloh, 2004: 177-178).

Si años después de Duchamp, Hal Foster recupera manifestaciones tales como el minimalismo y el pop en la revuelta neo es para complicar su pasado y comprender el futuro. Cada uno a su modo, ambos movimientos resitúan y reactivan la tensión inmanente entre forma y contexto en las obras, en una actualización del pasado consciente de sus propias condiciones de época.[4] Todo lo cual aspira a “una conciencia crítica de las convenciones artísticas y las condiciones históricas”. Algo que –también– era anticipación momentánea en la primer vanguardia, aunque puesta en obra por primera vez en los años 60, “primera vez que, de nuevo, es teóricamente infinita” (Foster, 1996: 23). Incluso diríamos que aquella anticipación de principios de siglo pulsaba –así como en el ready-made duchampiano– en el Cuadrado negro de Malevitch, objeto –al decir de Gérard Wajcman– “vuelto hacia el mundo”, ocupado “ya no en reflejarse, sino en apuntar, con brutalidad, a lo real” (2001: 52). Intentando mostrar eso real, el cuadrado negro “abre como un sacabocados, agujerea” (Ibíd.: 146).

De este modo, la de la vanguardia es una historia siempre desfasada, en la cual repetición y diferencia se encadenan y sobreimprimen. La historia de un bicho que arrastra una dialéctica irresoluble, en permanente recreación de su propio conflicto.

Resaca

Nuestro presente, según Foster, vive en una doble resaca: la de la modernidad y la de la posmodernidad. Resaca después de la cual “el canon aparece menos como una barricada que derribar que como una ruina que conservar” (2004:66). ¿Hemos de sospechar, entonces, que en el gesto de recuperar algo como una ruina se añade –o, en todo caso, se resta– el espesor de una discontinuidad?

“Es complicado fabricar una ruina flamante, moderna […]. La ruina hace objeto de los restos de un objeto. El objeto arruinado es el objeto sumergido en el tiempo, marchando con los días. Comido por el ultraje de los años o estropeado por los tumultos de la Historia. Objeto devorado por el tiempo. […] La ruina es el objeto más la memoria del objeto, el objeto consumido por su propia memoria” (Wajcman, Op. Cit.:14).

No hay melancolía en el repaso por estas palabras, lo que se busca a través suyo es aquello por lo que preguntaba el editor de October, aquello que:

“distingue al presente del arte y la crítica, política y estratégicamente, del pasado reciente (el pasado de la crítica posmoderna de la modernidad)” (Foster, 2004).

¿Alcanzan las ruinas a ser, aún, un resplandor? ¿Alcanza a serlo la vanguardia? Una luminosidad pasajera, intermitente, una supervivencia. Recuperar una ruina que apenas resplandece, como un terciar posible en medio del clamor glamoroso (Longoni, 2014: 74) que la vuelve reliquia, salvaguardarla de los feroces reflectores quizás sea nuestra tarea, hoy.

En todo caso: ¿cuál es, para nosotros, la distinción política y estratégica de la que habla Foster? La crisis de pertenencia del arte poshistórico no supone la erosión de sus medios específicos sin más, sino la erosión del propio arte como práctica delimitada, su indistinción, el retiro de su sentido autónomo, dice Florencia Garramuño (2015: 26). Inspirada en la noción de expansión del campo artístico propuesta por Rosalind Krauss décadas antes, en referencia a una estructura que va definiendo las piezas que en ella se juegan, Garramuño pone su atención en ese movimiento que tiende a extenderse, a ir incorporando nuevas zonas, desbordándose. El título de estas notas intenta arriesgar una conjetura, si no contraria, levemente diferente: parte de pensar la crisis de la definición de lo artístico después de las vanguardias, más que por ensanchamiento (ya sea de la noción de obra como del propio campo que la contiene), por multiplicación y deformidad. En primer lugar, porque, en la actualidad, el mapa “expandido” de lo artístico –podemos decir emulando a Foster, en su libro Diseño y delito (2002)–,[5] ha devenido uno con la cultura omnipresente del diseño, con su pulcra avenencia. Pero, principalmente, porque el discurso de la no pertenencia parece olvidar, otra vez, aquel caballo de Troya, lección más irreparable de la vanguardia. Reanudarla implica enfrentarse a las ambigüedades de un movimiento agitado por fuerzas antinómicas: tan centrífugas como centrípetas. Implica, entonces, advertir, por detrás de la disolución de la pertenencia, la tensión que se encrespa, inexorable, entre especificidad e inespecificidad. Fuera de campo (sampleando a Graciela Speranza), en tanto ajenidad irresoluble, más que amplificación de lo inespecífico. Dos sin síntesis, dice Alain Badiou. Al rescatar la vanguardia, adviene con ella ese movimiento contradictorio, la pasión del siglo que la agitaba hacia –y contra– sí misma:

“La ‘bestia’ de este siglo […] no es otra que la omnipresencia de la escisión. La pasión del siglo es lo real, pero lo real es el antagonismo. Y por eso la pasión del siglo, ya se trate de los imperios, las revoluciones, las artes, las ciencias, la vida privada, no es otra cosa que la guerra” (Badiou, 2005: 58).

Insistimos: deformidad y no expansión, porque recuperar a la vanguardia, y recuperarla arruinada (las ruinas, dicho sea de paso, son carne de profanación), lleva consigo una política del tiempo que es no sólo del objeto, sino del gesto de la recuperación. Un gesto que sólo puede surgir de la conciencia de la falta, de la falla. La experiencia de la vanguardia es siempre a partir de esa pérdida, falla permanente, dice Nicolás López en este libro, falla como condición de posibilidad. Recuperar la vanguardia implica saberla estropeada, monstruosa:

“Para los artistas de la vanguardia más aguda tales como Duchamp, el objetivo no es ni una negación abstracta del arte ni una reconciliación romántica con la vida, sino un continuo examen de las convenciones de ambos. Así, más que falsa, circular y si no afirmativa, en el mejor de los casos, la práctica vanguardista es contradictoria, móvil, cuando no diabólica” (Foster, 1996: 18).

La vanguardia es un pasado que acarrea consigo su propio conflicto, lo lleva a cuestas, lo recomienza. Un remolino interminable de puro ensayo y error. Es obstinada, como un niño del cual se dice “es un peligro”. Imagine ahora un niño de varias cabezas.

Referencias bibliográficas

Badiou, A. 2005. El siglo, Buenos Aires: Manantial.

Benjamin, W. 1979. “Tesis de Filosofía de la Historia”, En: Discursos Interrumpidos, Madrid: Taurus.

Buchloh, B. 2004. Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del siglo XX, Madrid: Akal.

Buck-Morss, S. 2004. “Los mundos soñados de la historia”, En: Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste, Madrid: Antonio Machado.

Bürger, P.1974. [2010] Teoría de la vanguardia, Buenos Aires: Las Cuarenta.

Cippolini, R. 2003. (ed.) Manifiestos Argentinos. Políticas de lo visual 1900-2000, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

2005. “ramona, lustro y récord”, En: Diario Página /12, Martes 17 de mayo de 2005.

Didi-Huberman, G. 2006. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

2012. Supervivencia de las luciérnagas, Madrid: Abada Editores.

Foster, H. 1996. El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, Madrid: Akal.

2004. Diseño y delito y otras diatribas, Madrid: Akal.

Garramuño, F. 2015. Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Krauss, R. 1996. “La escultura en el campo expandido”, En: La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Madrid: Alianza.

Krochmalny, S. 2010. “Tres hipótesis sobre ramona y el arte contemporáneo argentino”, En: Revista ramona, Nº 101: Buenos Aires.

Longoni, A. 2011. (ed.) El deseo nace del derrumbe. Roberto Jacoby: acciones, conceptos, escritos, Buenos Aires: La Central-Adriana Hidalgo.

2014. Vanguardia y revolución. Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta, Buenos Aires: Ariel.

Marchán Fiz, S. 2008. “Desenlaces: la teoría institucional y la extensión del arte”, En: Revista Estudios Visuales, N° 5, enero, Murcia: Cendeac.

Menke, C. 2011. Estética y negatividad, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Oyarzún, P. 2000. Anestética del ready-made, Santiago de Chile: Lom.

Wajcman, G. 2001. El objeto del siglo, Buenos Aires: Amorrortu.


  1. En adelante, aquéllos para quienes la condición de obra resulte intolerable hoy, reemplacen el término por experiencia artística, proyecto estético o afines.
  2. “Institucionalmente”, en el sentido amplio en que Peter Bürger define la institución arte, es decir, incluyendo el aparato productor y distribuidor, como también las ideas dominantes sobre el arte en una época dada (1974).
  3. Firmado por los artistas Ernesto Ballesteros, Gachi Hasper, Fabio Kacero, Pablo Siquier y fraguado por Rafael Cippolini.
  4. El recurso a ciertas estrategias formales de dicho pasado (los ready-mades y el constructivismo vanguardista, en principio) ocurre a la vez que se pone en juego la situación en que éstos son rehabilitados: el mundo del espectáculo y el consumo en Norteamérica, en el caso del pop, y la producción de espacio social dada en el marco de la galería, en el caso del minimal.
  5. En este libro, Foster se ocupa de la prominencia del diseño en las sociedades contemporáneas. Si en “El retorno de lo real” realizaba un diagnóstico similar en cuanto a la necesidad de recuperar una autonomía estratégica para el arte, como un recurso crítico, lo hacía en respuesta a las prácticas artísticas de los 90, a las que identificaba como “etnográficas”. En ellas, estaban ocurriendo toda una serie de procesos que derivaron en un “deslizamiento concomitante a un eje de operación horizontal, sincrónico, social” (Foster, 1996: 189n). Deslizamiento que habría ocurrido en detrimento del eje vertical (diacrónico, temporal, histórico), despotenciando la tensión inmanente –y necesaria– entre ambos vectores. Así es como se desvanecía el doble frente de acción que había sido asumido como tal, en su naturaleza paradojal e irresoluble, por el proyecto de la vanguardia y de sus derivas más filosas. Lo que Foster quiere rescatar es una tensión productiva, un margen de resistencia.


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