Fábio Salem Daie
Un escritor pintoresco[1]
Muerto Pierre Menard, un estimado amigo viene en ayuda de su memoria. Poco ha transcurrido desde el triste día de su funeral y el luto todavía cubre las espaldas de los más próximos. No obstante, un periódico conocido, aunque de circulación limitada, publicó recientemente, bajo la autoría de madame Henri Bachelier, un catálogo de sus obras. El catálogo es un insulto marcado por “imperdonables omisiones y adiciones” que parecen agravarse cuando sabemos, por su amigo, que el periódico donde fue impreso pertenece a cierta “tendencia protestante” y sus “deplorables lectores” son “calvinistas, cuando no masones y circuncisos” (20). El cuento sobre la obra de Pierre Menard es, por lo tanto, una “breve rectificación”. La intención es corregir la lista defectuosa, publicada sobre su legado, apartando así (aunque temporalmente) “el Error [que ya] trata de empañar su Memoria…” (20).
A fin de llevar a cabo esa tarea, el narrador –que por modestia o demagogia juzga tener sobre el tema poca autoridad– convoca “dos altos testimonios”, que demuestran, de acuerdo con él, la empresa. Se trata de los testimonios de la baronesa de Bacourt y el de la condesa de Bagnoregio. En los vendredis promovidos por la primera habría tenido la oportunidad de conocer al poeta Menard. La segunda, por su parte, “uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco”, está casada ahora con el “filántropo internacional” Simón Kautzsch, aparentemente especulador –de “desinteresadas maniobras”– en la bolsa de valores.
Esta primera parte del cuento proporciona las impresiones iniciales sobre la figura del narrador y, por extensión, del propio Menard. Ya aquí observamos al nuevo autor del Don Quijote, emergiendo entre polos opuestos, aparentemente incongruentes. Con una breve idea de la tesitura de las relaciones del poeta, somos informados de la parcela del mundo moderno en que tales relaciones estaban insertas: el periódico; el catálogo de obras; la arenga pública contra madame Henri Bachelier; la celeridad del tiempo; la revista de aires elitistas (posiblemente de segmentación de mercado) intitulada Luxe; la referencia a los Estados Unidos de América (Pittsburg/Pennsylvania); el millonario del jet set internacional Simon Kautsch, etc. Junto a estas pruebas de contemporaneidad, quedamos algo incomodados por un cartel de referencias poco familiares, cuyos trazos reverberan en sentido contrario de aquella modernidad. Son calificaciones que suenan un tanto anacrónicas, y parecen signarlo todo con aires de antaño. Así, somos informados de que los especialistas en la obra del poeta Menard no son, como podríamos suponer, académicos de carrera con títulos y cátedras por patrimonio; pero, sí, señoras de títulos otros, madame Bachelier, baronesa de Bacourt y condesa de Bagnoregio, refinadas damas de los nobles salones europeos. Las dos últimas, convocadas al debate como “altos testimonios” (20), recobran inmediatamente la relación, orgánica en el pasado, entre aristocracia y cultura erudita, y cuya supremacía intelectual fue cedida, principalmente a lo largo del siglo XIX, a los especialistas de las universidades. No bastan esos conocimientos no-institucionalizados, aún restan los propios atributos estamentales, en cuya autoridad el narrador deposita su fe (“Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes” (20)). El peso depositado en la fuerza de los títulos en sí –baronesa, condesa– apunta a un tipo de prestigio social que, en el inicio del siglo XX, suena absolutamente ultrapasado, volviéndonos todavía más extraña la estructura de valores a la cual se sujeta el narrador y el propio Pierre Menard. Pero esas reverberaciones anacrónicas no se detienen ahí.
Veamos el caso del catálogo de madame Bachelier, del periódico y de sus lectores, expresiones por excelencia de la modernidad, frutos de la invención de la prensa mecánica y de la constitución de una clase media educada. Llama la atención el primer argumento movido por el narrador contra el periódico, distinguido por la “tendencia protestante”, de clientela “calvinista, cuando no masones y circuncisos” (20). Las calificaciones de cuño esencialmente religioso –destacándose por grosera la referencia a los “judíos” como “circuncisos”– reclaman todos los desarrollos recientes de la sociedad capitalista para un mundo de discordias místicas, escindido por peleas clánicas entre Güelfos y Gibelinos, de resonancias previas a la fundación del Estado-nación moderno. Vale notar que la confrontación entre esas dimensiones –arcaicas y modernas– se intensifica dentro del terreno religioso, donde se reproduce un nuevo esquema: la oposición de las sectas consideradas modernas (calvinismo, protestantismo, masonería) a aquélla marcadamente más antigua (el judaísmo). En ese nuevo contexto de oposiciones modernas y arcaicas al interior de otro arcaísmo (dado por las animosidades religiosas), la distinción de los judíos por el trazo anatómico (“circuncisos”) recobra igualmente el eco de la persecución milenaria que sufrieron sus practicantes. Ese despliegue de la dimensión religiosa parece ceñir toda la apertura del cuento, compareciendo incluso en la terminología elocuente usada para expresar la brevedad de los acontecimientos: “Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de […]” (20 [itálicas del autor]). Las metáforas (“mármol final” por “lápida”; “Error” por “tiempo”) y el carácter rebuscado del lenguaje (“diríase”; “cipreses infaustos”) elevan el discurso al tono de despedida fúnebre que es, al mismo tiempo, un relato informativo sobre lo que sucedió y un homenaje adulador del fallecido. Finalmente, la referencia inicial y enigmática a la “obra visible” del novelista –organizada según la estructura de una secuencia– contribuye también a delimitar la noción (en negativo) de trabajo secreto en que el velo que recubre las dimensiones de la via sacra es el mismo que recubre el secreto menardiano. También parcialmente visibles e invisibles eran las bibliotecas de los monasterios cristianos a lo largo de la alta Edad Media europea, y la obra invisible de Menard –“tal vez la más significativa de nuestro tiempo” (21)– compartirá con ellas más que la inaccesibilidad, el misterio de su propio lenguaje.
Todo ese conjunto de referencias nuevas y vetustas construye la silueta de un hombre erudito, nobiliario, dinámico, recluso y sociable al mismo tiempo, esto es, un Pierre Menard pintorescamente moderno y feudal. Más que relacionarlo a la imagen de Miguel de Cervantes –también profundamente moderna y feudal, a su manera–, esos párrafos inaugurales acaban, en verdad, por retirar del lector cierta proximidad inmediata con el universo del autor del Quijote, volviéndolo tan peculiar que las determinaciones más improbables asumirán, de a poco, la apariencia de plausibilidad. He aquí una técnica que hace de Borges un maître avant la lettre, pues el mismo recurso –con algunas modificaciones– será utilizado por aquéllos que Ángel Rama ha nombrado “narradores transculturales”, como García Márquez o Juan Rulfo.
Este efecto, aunque con menos densidad, estará presente en la segunda parte del cuento, en que somos conducidos por el narrador a una exégesis minuciosa de la obra “visible” de Menard. Existe aquí, en esta enumeración de obras desemparejadas, sin continuidad discernible, así como también en esta “inutilidad” flagrante de la labor intelectual (que propone una modificación, solamente para rechazarla), algo de escolástica, cierta ciencia de pergaminos, cuya discusión es materia de iniciados. Tal enumeración, a su vez, cumple un papel. Su consecución impone la idea importante (a pesar de superficial) de rigor, ligada a la figura del narrador del cuento. Las notas en orden cronológico, seguidas por el uso académico (con referencia al lugar y al año), inspiran credibilidad. El rigor nacido de esta enumeración minuciosa contrastará con cierta inconsistencia de fondo ligada a la figura de Menard: inconsistencia que surge en su carácter pintorescamente moderno y arcaico y se desarrolla en la exégesis de su obra disparatada, constituyéndose como fundamento del cuento. En adelante, la idea de ese rigor resistirá en suspenso como fuente que emana fuerza de distinción incluso para términos virtualmente indistintos (por ejemplo, al momento del cotejo entre los textos de los dos autores del Quijote).
Invenciones e inversiones de Pierre Menard
Toda la tercera parte busca justificar el siguiente “disparate”: la obra “más significativa de nuestro tiempo” (21) es también la obra más significativa del siglo XVII español. Esto es así, porque, como sabemos, la obra “subterránea” de Menard –en la realidad, fragmentos de ella– coincidía, palabra por palabra, con fragmentos del libro clásico de Miguel de Cervantes. Somos informados de que Pierre Menard anhelaba llegar al Quijote original por vías propias, sin copiarlo: “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino ‘el’ Quijote” (22). Esa empresa nada usual tuvo como inspiración “dos textos de valor desigual” (22), a saber: “un fragmento filológico de Novalis” y “uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a don Quijote en Wall Street” (22). Otra vez, la referencia erudita y la popular apuntan a una noción de desnivel, de factores no emparejados, lo que dialoga con esta información: el fallecido Menard abominaba “el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas” (22). Aquí pesan dos palabras: “anacronismo” y la conjunción “o”.
El sentido de la primera será relativizado al final del cuento, en el siguiente comentario del narrador:
“Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas” (25).
Así, el tipo de anacronismo al cual Menard se filia intenta ser otro, más profundo (casi podríamos decir, un “anacronismo consecuente”), que nada tiene que ver con la unión de conceptos o de representaciones incompatibles, cuyo índice de infidelidad sería el producto final (Jesucristo en Wall Street); tiene que ver, sí, con el proceso consciente de reescritura de una obra clásica tal como ha sido compuesta por primera vez, con idéntica aspiración a universalidad. Somos invitados, por lo tanto, a conocer esta “técnica del anacronismo deliberado”, cuyo “método inicial” consistía en “conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918” (22). En suma: “ser Miguel de Cervantes”, proyecto pronto abandonado porque, además de ser desestimado como imposible por el escritor, era también “menos interesante”. Verdadero desafío sería “seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard” (22).
Una de las características del “plebeyo placer del anacronismo” sería su capacidad de “embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas”. Por una cuestión de lógica, somos llevados también a creer que la técnica del “anacronismo consecuente”, practicada por Menard, apuntaría a la dirección contraria: demostrándonos que todas las épocas son iguales y diferentes. Tal conclusión es reforzada en el extracto inmediatamente siguiente, cuando los términos “igual” y “distinto” (referentes al tiempo) son sustituidos por un razonamiento sutilmente diverso, por los personajes de la novela de Cervantes. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: “conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero…” (22). La simultaneidad de los términos, admitida por la sustitución de la conjunción excluyente “o” por la conjunción incluyente “y”, conduce el lector a la inquisición de las partes. El nexo relevante de esa afirmación está en la equivalencia de sus dos momentos. La constatación de que ninguna época es, en su conjunto, igual a otra, es posiblemente más próxima a las percepciones adoptadas por el sentido común, pero está lejos de explicar cómo y por qué los muchos períodos de la historia se articulan, abasteciendo, entre otras cosas, de sentido a la existencia individual. Por su parte, el primer momento, que predica la similitud entre las épocas, tampoco es elucidado y la equiparación sumaria de los términos (sin más explicaciones) redobla el peso de las equivalencias pretendidas. Aquí, el “y” recobra algo de su utilización vulgar en el latín, donde adquiere más claridad el sentido de “también”, que podría ser pensado como una comparación valorativa: las épocas son tanto iguales como distintas. Bueno, si admitimos que el sentido común dicta que las épocas cambian, restaría tal vez por esclarecer el primer momento de la comparación (aquél de las equivalencias). Este tampoco vendrá de inmediato, y somos abandonados a la investigación de lo que es permanente en la vicisitud y de lo que es fugaz en la permanencia. A partir de ese punto, el cuento pasará a desplegar variaciones y superaciones de las dos nociones enunciadas: de temporalidad y vicisitud; y de atemporalidad y perpetuidad. Son esas líneas de fuerza (una escisión que se intensifica de a poco) que terminarán por componer la imagen insólita e inolvidable de Pierre Menard y su proyecto.
Historicismo y legado ibérico
Vencidas las introducciones, en la cuarta y última parte del cuento, confirmamos que el “propósito meramente asombroso” de Menard era investigar a fondo el estatuto de la perpetuidad, o, si queremos, sus condiciones de posibilidad. Entre los términos colocados –<las épocas son iguales> y <las épocas son diferentes>–, el fallecido no estaba interesado en el polo del historicismo. Su ánimo se vuelve al otro: “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino ‘el’ Quijote” (22). La identidad entre las palabras del título (Quijote), ubicadas lado a lado, obscurece la no-identidad de su significado. Por eso, si decidiéramos desplegar el sentido completo de la afirmación primera, concluiríamos: “No quería componer otro Quijote” es lo mismo que decir: “No quería componer otra novela, cuyo significado para el siglo XX fuera análogo al del Quijote original para el Siglo de Oro español”. Notamos, de salida, el sentido de profunda historicidad de esa sentencia, que parece arreglar la falsa oposición entre vicisitud y perpetuidad esbozada hace poco. El falso dilema es superado a favor de una concepción de unidad, donde el sentido original del Quijote sólo podría (supuestamente) ser preservado por la reformulación completa de la obra. Tanto el narrador cuanto Menard revelan, en ese momento, tener consciencia de eso, aunque el comentario adyacente –“lo cual es fácil”– conduzca a la pregunta sobre el tipo de esa consciencia. La idea de un Quijote nuevo, revolucionario tal como fue el primero, acaba, en alguna medida, por sugerir el espíritu moderno del propio Menard (para no decir de Borges). Surge aquí la misma magnitud de pretensiones presente en el gesto del arquitecto francés Le Corbusier, para quien –como cuenta Beatriz Sarlo–[2] era preciso refundar Buenos Aires, “volviéndola” para el Río de la Plata. Quién sabe si aún más radical es el mismo gesto que, en Brasil, hizo erguir, en cuatro años, una capital vanguardista en medio del “planalto central”, Brasilia, a partir de las visiones del arquitecto Oscar Niemeyer y del urbanista Lúcio Costa.
Que sueños de tamaña magnitud hayan sido asumidos en países latinoamericanos, en su esfuerzo de “actualización” frente a Europa y Estados Unidos, no es una casualidad. La expresión del narrador, “es fácil”, carga consigo algo de esa pretensión bíblica de crear el mundo en seis días. Tampoco parece un simple azar que Brasilia –en términos de radicalidad constructiva– haya sido un proyecto brasileño, dadas las grandes dimensiones internas “incultas”, aún por “civilizar”, en las primeras décadas del siglo pasado. En efecto, Argentina poseía ya, desde la década de 1920, una capital moderna latinoamericana por excelencia: Buenos Aires.[3] Su planeamiento se inició a fines del siglo XIX (algo raro en el continente latinoamericano), y tuvo como protagonistas al Estado argentino y las luchas de sectores de la sociedad civil en instituciones como el Consejo Deliberativo de Buenos Aires. Admitidas las presiones del mercado inmobiliario, investigadores del desarrollo urbano porteño no dudan en relativizar el rol del laissez-faire, en cuanto a este proceso específico de modernización, caracterizado por una intensa intervención estatal a fines del siglo XIX e inicio del XX (Gorelik, 1998). Entre los modelos urbanos que auxiliaron el planeamiento de la metrópoli, están la experiencia norteamericana de la “cuadrícula rectangular” (observada hace mucho, a la vez, por el lado anglófilo de Domingo Faustino Sarmiento) y la tradición de proyección topográfica francesa, de la ciudad regular, de inspiración iluminista y la (arriba citada) preponderancia del Estado. Existe, sin embargo, además de esas dos fuentes, una tercera, relativamente más familiar y problemática:
“La herencia del damero español, de indudable influencia en la determinación formal de la cuadrícula en la expansión, ha impedido sin embargo su tratamiento específico como fenómeno moderno. En el caso de los protagonistas de la modernización urbana, podría pensarse que su imposibilidad de abordar la cuestión pone de manifiesto la mezcla del repudio culturalista con un sentimiento de impotencia, vinculado a la incapacidad –ideológica, política, económica– de los instrumentos del poder público frente a la propiedad privada […]” (Gorelik, 1998: 42) [Las cursivas son nuestras].
Con más propiedad, podríamos añadir que el problema del legado español en América Latina emerge con más énfasis, a fines del XIX, cuando el proceso conjunto de modernización aproxima otra vez la metrópoli y las antiguas colonias. Los liberales latinoamericanos son llevados a encarar “la inesperada explosión de energías” que ocurre en este periodo en las tierras de su viejo colonizador y, frente a eso, “se preocupaban de depurar esa enorgullecedora herencia de las máculas denunciadas a lo largo de siglos por la que comenzaba a llamarse leyenda negra” (Donghi, 1998: 76). Las reminiscencias de la tradición española, de manera un poco diversa de aquéllas de la América portuguesa, eran inaceptables no sólo para las naciones hispanoamericanas en su nuevo status de ex-colonias ibéricas, sino igualmente como países independientes que miraban –a través de los ojos de las élites– sus realizaciones en las realizaciones de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, vistos como ejemplos del moderno orden liberal. Frente a esto, la herencia española constituye, por lo tanto, junto a la amplitud de la Pampa, un segundo telón de fondo del arcaísmo contra el cual la modernidad de Buenos Aires debería afirmarse. Mejor dicho, el legado español en la modernidad era problemático, no porque España estuviera fuera de la historia de la modernización Europea, sino porque “su etapa de grandeza había estado marcada por rasgos opuestos a los dominantes en el orden en que era su destino integrarse” (Donghi, 1998: 75). Frustrada la integración en el mundo industrial, liberal y burgués por excelencia, el Siglo de Oro español (el siglo de Miguel de Cervantes y Don Quijote) –“su etapa de grandeza” del siglo XVII– se vuelve simultáneamente, en el pasaje del XIX al XX, en la imagen de la gloria y del interdicto. En lo concerniente a la Argentina, el legado español estaba ineluctablemente inscripto en el proceso de modernización porteño, cuando menos, porque “el damero se ajustaba a los intereses especulativos que guiaban y densificaban la ciudad en esos años” (Hardoy; Gutman, 1992 apud Gorelik, 1998: 42). O sea, en la constitución concreta de la ciudad, si, por un lado, el “damero” representaba parte de la herencia colonial a ser negada por lo que contenía de arcaico (como expresión de una modernidad que no había cumplido su “destino”), por otro lado, su existencia componía los procesos de densificación e integración propios a las transformaciones urbanas más recientes. Esta doble manera de funcionamiento de la herencia española en América Latina era sólo una de las razones de su contradictoria contemporaneidad, que hacía de ella factor obligatorio para nosotros.
“La relación de la España post imperial con esa etapa era radicalmente distinta de la que mantenían con ella las naciones neoespañolas: si para aquélla la aventura americana constituía un aspecto sin duda capital, pero sólo un aspecto, de su vertiginoso ascenso a la hegemonía europea en la más temprana modernidad, para éstas se identificaba con el momento formativo de las colectividades que ahora aspiraban a definirse como naciones; el ajuste de cuentas con la etapa previa a la ruptura de la unidad imperial ofrecía entonces el punto de partida necesario para todo esfuerzo por justificar esa aspiración, y a la vez definir el perfil específico de las naciones que aspiraban a ser” (Donghi, 1998: 67) [Las cursivas son nuestras].
La lucidez sobre la tragedia de tal asimetría es importante porque, si es verdad que África es un producto de Europa tanto como Europa es de África (como argumenta Frantz Fanon en Les Damnés de la Terre, de 1961), también es verdad que Europa hizo (o intentó hacer) África a su imagen y semejanza, y no lo contrario. En una palabra: arcaica y moderna, la herencia española –con énfasis en el Siglo de Oro español– se imponía como parte constitutiva de la identidad latinoamericana. Este “punto de partida necesario”, sería, quizá, el principio desde donde pensar cuestiones como la posibilidad de existencia de una literatura propia.
El ejercicio llamado “Menard”
Puesto el objetivo de Pierre Menard, y hecho el balance de los medios por los cuales deseaba llegar al Quijote, el narrador se lanza entonces al cotejo –en principio, generalizado; posteriormente, centrado en citas puntuales– de las obras emprendidas por Menard y Cervantes. Ayudado por la idea de rigor que todavía emana de la enumeración pormenorizada de la obra por un amigo de Menard (hecha en la apertura del cuento), el narrador embiste en la distinción entre los trabajos de los escritores. La citación, sin embargo, se resume a esto: “… la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (24). Este cotejo (de dos extractos que, como pronto se da cuenta el lector, son exactamente idénticos) aparece, según el narrador, como “una revelación” (24). Al final de “un mero elogio retórico de la historia” (extracto atribuido al Quijote original de Cervantes), somos confrontados con una idea “asombrosa”: la historia como “madre de la verdad” (el mismo extracto atribuido, a la vez, a Menard). “Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen” (24). Con eso, Borges propone un ejercicio de desplazamiento radical de contextos, obligando al lector a leer la citación del Quijote de Cervantes a la luz de las ideas-fuerza del siglo XVII español y, en seguida, la misma citación (cuyo único cambio es la autoría del contemporáneo Menard), a la luz de la filosofía pragmatista del fin del siglo XIX e inicios del XX. El resultado de esa separación es que, de esa manera, Borges impone un ejercicio de lectura “presentificante”, que obliga a comprender el clásico desvinculado del contexto español-europeo del siglo XVII. Esa “presentificación” de la lectura (aquí relectura y reescritura coinciden) es reforzada por el “pretexto Menard”. Es decir: la reescritura del Quijote de Miguel de Cervantes por Pierre Menard viene a revelar su objetivo central (uno de los polos del cuento): leer el Quijote a través de los ojos del siglo XX, como obra universal, sin relación particular alguna, sin mención alguna al tiempo y lugar del ingenio lego español. Leer, en suma, a la luz de una tradición de textos que uno elegiría, individualmente, como si el propio acceso a tales textos fuera un camino incondicionado.
Porque Menard es, antes que nada, un ejercicio de lectura que los buenos lectores realizan todos los días; la escisión nacida del desplazamiento radical de contextos (entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de Menard), a pesar de funcionar dentro del cuento, es falsa en la situación real. Si el personaje Menard impone una interpretación de la actualidad del Quijote, no es, a su vez, condición sine qua non para esa interpretación. Borges, maestro en el género que ha creado, lo sabe, y, por lo tanto, construye la narrativa borrando sus rastros, o mejor, narra como quien camina en zigzag. Es posible afirmar que gran parte del cuento –sobre todo el inicio– es una tentativa de dar alguna sustancia de ser viviente para el ejercicio de lectura llamado “Menard”.
El Quijote –hecho ahora menardino, y no más cervantino– se vuelve tan contemporáneo como el dadaísmo, la Primera Guerra Mundial, el gobierno de Theodore Roosevelt, y tan universal como el meridiano de Greenwich o la línea del Ecuador. Al crear un personaje que “simplemente” reescribe el Quijote, Borges encontró en la forma del cuento-ensayo un medio de discutir el carácter clásico de las obras. Las diferencias que se siguen de la lectura de la obra de Cervantes y de Menard son, en el fondo, una demostración de la actualidad del Quijote, a despecho del paso de los siglos. Actualidad que no deja de ser problemática (y tal vez falsa), si “se presta a todo”, tal como veremos. Pero al colocar la copia (de Menard) al lado del original (de Cervantes), vemos que el cuento no fundaba una indiferenciación total entre los dos. Fundaba, sí, en lo que respecta a su estructura, una escisión, un desnivel y (si queremos admitirlo) un “anacronismo consecuente”. El destino de esa escisión no es la reconciliación sino la profundización en una inconsistencia.
En el laberinto de las ideas
Como hemos dicho, esa inconsistencia es en todo contraria a aquella noción de rigor de la apertura que, en el cuento, cumple una función organizadora análoga a la figura de Menard: una (falsa) organización de elementos que jamás estuvieron desorganizados. Intentaremos demostrar que, aun la figura de Menard, como parte de la estructura de la narrativa, es problemática, y que el “pretexto Menard”, como simulacro, posee, sin embargo, un momento de verdad. Esto sería suficiente para unir esos factores organizadores de la narrativa bajo la idea de “máscara”, que es su modo de funcionar.
Entonces, si Borges ha “escondido” bien el carácter abstracto de su personaje, colmándolo de relaciones sociales (deliberadamente pintorescas), un catálogo detallado de obras e incluso un amigo que viene a salvaguardar su memoria del Error (nuestro narrador), está por fin colocado el desafío de revelarlo. Si estamos en lo correcto, revelar a Menard deberá hacerlo aparecer similar a un péndulo, como todo ejercicio de lectura que se precie de tal. La propuesta es analizar algunas de las ideas del escritor y constatar cómo ellas trabajan dentro del texto. Comencemos por el fin (porque Borges esconde muy bien sus pistas), a partir de lo que es, sin duda, la afirmación más contundente de Menard. Citándola, incluiremos de inmediato entre corchetes el sentido (que atribuimos a ellas) en el contexto del cuento. Dice Menard:
“Pensar, analizar, inventar –me escribió también– no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos [entre ellos, aquéllos que posibilitaron la creación de una obra como el Quijote], recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis [léase: Miguel de Cervantes] pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas [léase: todo hombre debe ser capaz de escribir el Quijote] y entiendo que en el porvenir lo será” (24-25).
Sin embargo:
“Componer el Quijote a principios del siglo XVII [como lo ha hecho Miguel de Cervantes] era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX [como desea hacerlo Pierre Menard], es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote” (23).
Justo por eso es que, en pleno siglo XX, para Menard, “el Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario” (23). Tampoco necesaria se muestra la actividad de la filosofía y de la literatura, porque:
“No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo o un nombre– de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote –me dijo Menard– fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor” (24).
Recuperando algunas pocas ideas del escritor Pierre Menard, percibimos notas disonantes. ¿Cuáles son esas notas? El mismo erudito que comprende profundamente cuál era, al final, el significado del Quijote en pleno siglo XVII (“fue ante todo un libro agradable”) o que concibe, con acierto, la relación que existe entre literatura y sociedad en cada época (“componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal”) es el mismo hombre que encara la historia de la filosofía como un emprendimiento vano y vacío (“no hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil”) o que entiende el carácter clásico de una obra, no como una relación viva entre tiempos históricos, sino sólo en la clave de su institucionalización presente (“La gloria es una incomprensión y quizá la peor”). Este movimiento “pendular” entre polos opuestos revela la escisión entre las dos perspectivas relativas al Quijote – el Quijote cervantino del siglo XVII español y el Quijote menardino del siglo XX–. Cuando compone, sin embargo, la figura de Menard, la escisión emerge inevitablemente como una inconsistencia de perspectivas.
En el cuento, grosso modo, los medios requeridos para alcanzar al Quijote de Cervantes son interpretados a partir de la lente de la historicidad, que ubica la escritura de la obra en el tiempo y en el espacio del Siglo de Oro español. Esta perspectiva de la escritura original es echada contra la perspectiva de la reescritura, por Menard, del Quijote (o de la simple lectura “presentificante”), en que prevalece la noción (atemporal por excelencia) del Quijote universal. La inconsistencia es, en realidad, un límite de las fuerzas puestas en juego en el cuento. Al tratar del Don Quijote cervantino, bien acomodado en el historicismo consecuente, Menard necesita, sin embargo, justificar su empresa: la reescritura (palabra por palabra) del clásico español. ¿Y qué hace él para justificarla? Desautoriza a los que ambicionan fundar una nueva “descripción verosímil del universo”, así como a aquéllos que reúnen ánimo para crear “otro Quijote”: todos rehenes de sueños vanos… Pues, al final, pronto la nueva doctrina estará reducida a un párrafo en un volumen de la Historia de la Filosofía; tarde o temprano, el “otro Quijote” encontrará (como el primero) la gloria y, con ella (ironía de las ironías), la incomprensión a la que está condenado. Tanto mejor es, por lo tanto, no aventurarse en las elocuencias del espíritu, guardarse del mal del Tiempo/del Error, que todo echa a perder (véase las injustificables omisiones del catálogo de madame Bachelier). Repetir lo que está hecho. Repetirlo con destreza, con precisión, párrafo a párrafo, línea a línea, término a término. He ahí a lo que, sin peligro, se puede dedicar el hombre. Es posible, además, que parte de la imagen pintorescamente feudal de Menard, pintada en el comienzo del cuento, venga aquí al auxilio de ese razonamiento, que se adhiere a los afectos del pasado y que busca recubrir tal limitación. Ya vemos cómo al tiempo vaciado (como secuencia infinita de teorías y obras del mismo valor) se opone, de esa manera, el tiempo lleno de sentido, en el cual es bien ubicado el libro de Miguel de Cervantes.
Sólo eso –esta inconsistencia– ya sería suficiente para desconfiar de la interpretación de Beatriz Sarlo, que ve en el cuento de Borges la sugestión de que la literatura es “un sólo texto infinitamente variable y [donde] ninguno de sus muchos fragmentos puede aspirar al nombre de texto original” (Sarlo, 1995: 118). En ese mismo sentido, aquéllos que ven a Borges como un tipo de predecesor de Roland Barthes en el decreto de la “muerte del autor” –porque habría, en esta narrativa, tantos Quijotes como lecturas posibles del Quijote– parecen centrarse en sólo una parte del problema propuesto. Una mirada más demorada verá que no es eso lo que está latente en el cuento de Borges. Permaneciendo como dos concepciones distintas, escritura y reescritura (o relectura) no dejan de apuntar, en su desnivel, al problema del universal y del particular, del atemporal y del temporal. No basta eso; todavía está la crítica (en sí incompleta, pero que aquí viene al caso) de Menard, según la cual “la gloria es una incomprensión y quizá la peor” (24). Valdría preguntar: ¿cuál es, en fin, la incomprensión a que se refiere Menard? Justamente aquélla que –sin atentar a las muchas capas de la obra– se da el derecho a exhumar del Quijote una miríada de significados variados, una suerte de signos más o menos duraderos, un séquito de ideas fundamentales, como suele ocurrir cuando lidiamos con la riqueza de los grandes clásicos. Si, por un lado, tales potencialidades están de hecho presentes en Don Quijote, por otro lado, su absolutización –que desplaza radicalmente la novela del llano del Siglo de Oro español y la proyecta en la esfera de los universales atemporales, donde igualmente se encuentran, como equivalentes, Shakespeare, Dante y Racine– contribuye a perderlas (lo que era “ante todo un libro agradable” se vuelve ahora “ocasión de brindis patriótico” – 24). Así, en la idea de pérdida resiste, por consecuencia, la noción de “sentido original”, de “obra original”. Y, sin embargo, descubrir en el Quijote una fuente inagotable y surtida de significados –a punto de leerlo a la luz de la filosofía pragmatista de William James o bajo la influencia de Nietzsche– es justamente lo que hacen el narrador del cuento y la baronesa de Bacourt al cotejar la versión del simbolista de Nîmes con aquélla de Cervantes. Ya vimos que ésa fue la manera sutil que Borges encontró para oponer un “Quijote universal”, escrito por Menard, a un “Quijote particular”, de Miguel de Cervantes. Sin embargo, al afirmar que el universal (la gloria) es una forma de caducidad (diríamos, una debilidad de la victoria), Menard ponía en jaque su propio trabajo. Aquí, Menard, que condena que un clásico sufra tantos malentendidos, se opone frontalmente a su propio amigo (el narrador del cuento), que se apropia de la obra utilizando las referencias del pragmatismo norteamericano (actitud análoga a aquélla del “mal anacronismo”, que sitúa a Jesucristo en Wall Street).
En resumen: vimos que el Quijote de Menard es, en el fondo, un ejercicio de desplazamiento, que pretende hacer leer un clásico sólo en sus reverberaciones con el mundo actual. Con eso, notamos una escisión entre el Quijote histórico-necesario (de Cervantes) y el Quijote universal-contingente (de Menard). Esta escisión, exterior en el principio del cuento, se profundiza como inconsistencia latente en la figura de Pierre Menard, cuando éste se ve obligado a justificar su empresa: la reescritura de un clásico ya escrito como única actividad sensata delante de la inutilidad y de la caducidad de todas las obras. El problema es que, si realizar lo que fue ya realizado constituye la única opción plausible, también constituye la forma inevitable de falsificar un clásico. Pierre Menard marca, en el cuento, una diferenciación entre copia y original, porque aquí la copia (su propia versión del clásico) significa pérdida: por ejemplo, en la disposición que un “libro agradable” despierta, ahora, para “brindis patrióticos” y “soberbia gramatical”; en la relación anacrónica entre Quijote-James-Nietzsche: expedientes de los que el propio Menard tenía consciencia y condenaba. Estamos en el campo de las paradojas. La apropiación del Quijote por Pierre Menard viene acompañada de una interdicción. La única manera de lograr una obra es perderla. La apropiación del Quijote es obligatoria, pero, al mismo tiempo, imposible.
Menard creador, Menard criatura
Esta manera sofisticada de abordar el “propósito meramente asombroso” de Pierre Menard tiene despliegues muy concretos en el propósito de Jorge Luis Borges de hacer literatura en la Argentina del inicio del siglo. La obligatoriedad del clásico que es, al mismo tiempo, una interdicción, habla, sobre todo, a aquéllos que, herederos del Quijote –como otros de Hamlet, de Tartufo, de Fedra– no son, sin embargo, sus hijos pródigos. Así, el tema de la apropiación obligatoria-interdicta del Quijote impone la perspectiva de quien no ha producido tales obras vueltas “universales”, encontrándose, empero (justamente por causa de esa universalidad), condenado a reconocerlas. La apropiación obligatoria-interdicta se refiere a aquél que, aunque pertenezca a determinada tradición, se ve obligado a reconocer su distancia en relación a ella e, in extremis, a negarla. Bajo esa perspectiva real, Pierre Menard era, entre otras cosas, la consciencia puesta en escena de Borges, que se reconoce deudora inapelable del mayor estilista de la lengua y fundador de la narrativa moderna –Miguel de Cervantes y su Don Quijote–. Simultáneamente, Borges vislumbra la distancia necesaria en relación al clásico, tal como ocurriera con “el damero español”, citado por Gorelik, encarado como una herencia problemática en la constitución de un proyecto urbano moderno para Buenos Aires.
Cuando dijimos (páginas atrás) que la figura estructurante de Menard era problemática, porque en su falsedad habría un momento de verdad, nos referíamos al paso siguiente, que calificaba el movimiento de desplazamiento sugerido por el personaje. Al final, Menard no se trataba sólo de un movimiento de desplazamiento que oponía una visión atemporal y otra temporal, fundando una inconsistencia irreductible del ser (ésta, su falsedad); sino también de un desplazamiento de tipo geopolítico, que oponía al “modelo” (el Quijote / el damero español) las muchas expresiones que, por exigencia de un arte latinoamericano, lo reconocieron y lo negaron (ésta, su verdad). En ese sentido, el cuento de Borges sobre el desafío que se impuso Pierre Menard dramatiza esa confrontación. Él propone el problema y lo contesta. Pierre Menard, autor del Quijote, se afirma por la obligatoriedad y por la interdicción del clásico que va a recrear. Es creador con y contra el Quijote. Es creador a través de él. Es también su criatura.
Referencias bibliográficas
Borges, J. Ficciones, En: http://goo.gl/BpdnDR (pp. 21-25). Acceso en: 19.08.2015.
Candido, A. 2010. “Dialética da Malandragem”, En: O Discurso e a Cidade, Ouro sobre Azul: Rio de Janeiro.
Carvalho, J. M. 2004. Os Bestializados, Cia. das Letras: São Paulo.
Donghi, T. H. 1998. El Espejo de la Historia. Problemas argentinos y perspectivas hispanoamericanas, Editorial Sudamericana: Buenos Aires.
Gorelik, A. 1998. La Grilla y el Parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936, Universidad Nacional de Quilmes: Buenos Aires.
Rama, Á. 1982. La Novela Latinoamericana – Panoramas (1920-1980), Instituto Colombiano de Cultura: Colombia.
Sarlo, B. 1993. “Cidade Real, Cidade Imaginária, Cidade Reformada”, En: Ligia Chiappini & Flávio Wolf de Aguiar (orgs.), Literatura e História na América Latina, Editora da Universidade de São Paulo (Edusp): São Paulo.
1995. Borges. Un Escritor en las Orillas, Editora Espasa / Ariel: Buenos Aires.
- Utilizamos aquí una versión online del cuento de Jorge Luis Borges. Por esa razón, las referencias bibliográficas de las citas tendrán solamente la página, sin año de edición. Así, todas las referencias donde se encuentren sólo las indicaciones de páginas se refieren al texto de ficción analizado.↵
- 1993. “Arlt: Cidade Real, Cidade Imaginária, Cidade Reformada”, En: Ligia Chiappini & Flávio Wolf de Aguiar (orgs.), Literatura e História na América Latina, Edusp: São Paulo.↵
- Para un abordaje comparativo de los procesos de modernización relativa entre Rio de Janeiro y Buenos Aires (donde se afirma la fuerza de Buenos Aires en detrimento de la ciudad brasileña), ver Os Bestializados – O Rio de Janeiro e a República que não foi, de José Murilo de Carvalho, pp. 76-79. El autor se vale de datos investigados por Hilda Sábato, en “La Formación del Mercado de Trabajo en Buenos Aires, 1850-1880” (Desarrollo Económico, 24(96): 564, ene./mar. 1985). Para un análisis sugestivo sobre la plástica e incipiente conformación social moderna de Rio de Janeiro a mediados del siglo XIX, pero cuyo panorama permanece válido a la vuelta del siglo, ver el texto “Dialética da Malandragem”, de Antonio Candido.↵