Cuadernos de notas desde el precipicio
Javier Martínez Ramacciotti
“Algunas cosas, antes de desaparecer, cantan”.
Mario Ortiz.
“¿L´opera?[…] ya no tengo qué cantar. El canto se ha perdido
[…] Lo ajeno ha aplastado lo mío”.
Armando Discépolo, Stefano.
“¿Se puede testimoniar más allá del final?”, se pregunta Franco Rella (2004: 21) y las respuestas siempre serán menos importantes que sostenerse en el espesor de la interrogación, hasta que los ojos pidan un descanso. Porque la pregunta se abalanza como arena y los ojos regresan a la superficie del mundo, llenos de desierto. Desiertos en la visión, desiertos en lo real. ¿Qué podrán ver unos ojos repletos de tierra y muerte, cuando se vuelvan aún sobre las cosas y los vivientes? Es una vieja pregunta de Kafka que parece acercársenos desde el porvenir. El nihilismo (que se quiere) consumado precipita al mundo a la nada, a su permanente nulificación, y la escritura parece querer sostenerse en su meridiano, responder al nihilismo desde el nihilismo, es decir: el gesto que sigue testimoniando, más allá del final –que no es otra cosa que la reiteración epigonal de un final equivalente sin fin–, es una escritura que hace trazos en el acantilado. Pero, ¿qué es lo que se testimonia y con qué medios? Si la cultura, los signos que occidente se supo ofrecer como constelación y mapa de su progreso, lentamente van deslizándose al otro lado de la barranca, y el ruido de su destrucción es la única ópera que los oídos pueden cazar en el aire: ¿cabe encontrar todavía alguna herramienta, cierto instrumento desconocido, que nos haga llegar a una zona de lo decible que aún persista en decirnos algo? El que testimonia, testimonia en un estado de desnudez y lo hace para nada (Rella, 2004: 7). La escritura, de este modo, pareciera quedar aferrada a un testimonio negativo, a la imposibilidad de experiencia, a dar cuenta de todo lo que se pierde mientras se pierde. ¿Pero es acaso ésa la última aventura del lenguaje, la despedida cansina de la letra? Hay que mantenerse al filo del acantilado, si queremos sostener la responsabilidad de la escritura para con su tiempo, pero: ¿es el acantilado un límite o un portal? Con lo negativo, con los deshechos, con lo que se pierde y con lo que muere –es decir, con todo–: ¿no puede sostenerse una relación positiva, que no ceda al silencio ni a la palabra, ni a lo inefable ni a lo totalmente decible? Quisiéramos pensar la serie de los Cuadernos de Lengua y Literatura[1] de Mario Ortiz como una Escena (Rancière, 2013), una entre varias, en la que se ensaya un recomienzo de la escritura, en el límite de la afasia, como medio de alcanzar una posibilidad imaginaria de sobrevida; una sobrevida que no agota su potencia en el testimonio negativo ni en la melancolía por el objeto perdido. Porque, más allá del final, de cada final, quizá no haya sólo que testimoniar, sino, más bien, convertir al acantilado en un portal que deja pasar el lenguaje, una escritura que:
“habla para el hablar y el seguir hablando, para las lenguas de otros y para otra cosa que las lenguas y que les permite a ellas y a sí misma hacer uso de la palabra, ad infinitum” (Hamacher, 2011: 55).
Cuando el derrumbe es la única música que aplana el más mínimo estertor de vida, cuando el canto se ha perdido, o parece que lo ha hecho, tal vez no haya tarea más urgente que abrir portales, por los que pase el lenguaje y recomience así una vida. Los Cuadernos son un portal y deben ser, por eso, cuidados a fuerza de pensarlos. “No siempre ha habido un portal de esta índole. Puede cerrarse, ser cambiado de lugar o derrumbarse” (Hamacher, 2011: 55).
Algo resiste a la muerte. Algo re-comienza una y otra vez.
“Está el ritmo, las letras, partes sueltas
de melodías, arreglos mil, pero ante el público
se les traba la lengua, callan, dicen no saber,
no poder, no querer; se consuelan con eso
de que la Historia, émula del tiempo, testigo
de lo pasado, ejemplo y aviso
de lo presente, advertencia…”
Alejandro Rubio, La vida y el canto.
El Cuaderno de Lengua y Literatura VIII (2014: 9) inicia con una introducción que condensará la problemática central del tomo, y que, por rebote, alumbrará la de toda la serie de Cuadernos: la repetición como medio de acceso a lo inédito. Ortiz nos confiesa, en un behind the scene, su temor al comenzar la escritura, ante la posible acusación de “reiterativo”, de poner un procedimiento en loop que acabaría por anestesiar el shock de la música de su artefacto. Y nos adelantemos: ¿se repite Mario Ortiz? Hay algo en la pregunta, al finalizar este Cuaderno, que queda deslegitimada, como si interrogáramos por las condiciones de posibilidad de la existencia de una flor en el desierto, mirando una flor surgiendo, en la intemperie de la arena: simplemente, la pregunta se esfuma, ya no importa, se desintegra con el aire como flatus vocis. Hay y no hay repetición. Encontramos el procedimiento usual de iniciar la escritura, a partir del hallazgo fortuito –objet trouvé– de residuos de objetos en desuso (una carcasa de un viejo televisor, en este caso) que se convertirán en la materia prima del artefacto, por medio del cual se realizarán experimentos de observación inusuales, y que son la piedra basal de los despliegues y trayectorias de Ortiz en el Cuaderno, de su viaje en el tiempo, la memoria, y las zonas de la imaginación pública. Y está también la tensión de una convivencia extraña que delineó el contorno singular del proyecto estético de Mario Ortiz, sobre todo a partir de su Cuaderno V (2013): la convivencia entre una linaje de “la escritura como procedimiento técnico” (vanguardia soviética, constructivismo, Benjamin, etc.) y “el poema y su relación con un lenguaje esencial y la cosa” (romanticismo, surrealismo, Heidegger, etc.) Hay ahí un contrapunto que dispara estéticas heterogéneas, y, a veces, aparentemente irreconciliables, y que, sin embargo, los Cuadernos ponen a trabajar en conjunto, sin esconder las tensiones: ¿cómo pensar al poeta como quien escucha el ser en la lengua materna y, al mismo tiempo, como técnico de montaje de los residuos discursivos del habla industrial y de la prosa de la ciudad?[2] Decíamos, entonces, que el procedimiento y la tensión suceden, pero suceden nuevamente, es decir, de nuevo como nuevo. La repetición no sólo no cancela la novedad, sino que es el medio por el cual ésta emerge en el mundo: la repetición, entonces, no como inercia, sino como ostinato, el tañido insistente de la voz para alcanzar esa nota que aún es imperceptible a los oídos: lo in-audito, esa zona donde lo no escuchado y lo aún por escuchar se amontonan. ¿Y cuál es esa zona, a la que insistentemente regresa y repite Mario Ortiz, en sus Cuadernos? La geografía muta, en el sucederse de los libros, pero podríamos señalar que se trata de un espacio donde es posible –y deseable– construir y sostener una relación positiva con lo que muere, está muriendo o se puede morir: amigos, plantas, chatarra o el padre. La ingeniería formal de los Cuadernos responde, así, a una pendiente sentimental; los artefactos de experimentación están ligados a la pesquisa de una experiencia, se copertenecen como instancias igualmente necesarias para habitar la zona hacia la que va la repetición: sólo la técnica –una cafetera oxidada y el armazón de un tele vueltos dispositivos ópticos, por ejemplo– permite mantener una relación con lo inapropiable de los espectros, pero, a su vez, sólo los afectos, esa apertura a la vulnerabilidad, al tráfico con el mundo, ponen inicio a la máquina. Este Cuaderno dice en voz alta lo que ya venían murmurando los anteriores: las cosas mueren, van a morir, están muriendo, y construimos máquinas para darle cobijo a su estela, para desplegar y recomenzar los efectos de sus huellas en el mundo: sus fantasmas.[3]
Algo resiste a la muerte ( ) Algo re-comienza una y otra vez.
“…heredó una guitarra de otras peñas
más salvajes- y qué pasó?
durmió las canciones en el vientre
como si fueran niñas,
y dejó salir una música desflecada,
una música vaga”.
Martín Rodríguez, Lampiño.
No sucede todo el tiempo. No le pasa a todo el mundo. Pero ocurre, de vez en cuando y a ciertas personas: fatigados de caminar y sentir que en el trayecto han perdido más de lo que se ganó, cierran los ojos, inspiran profundamente, con una fuerza tal que terminan por consumir el entorno, y al levantar los párpado no tienen nada delante suyo. O mejor: tienen un precipicio. Entiéndase, tienen un precipicio por delante, un precipicio por detrás, y a la izquierda y a la derecha, precipicios. Como afirma Francis Ponge (2000), ante el precipicio no cabe filosofar acerca de la caída (“no hay pedagogía del salto/ la caída se ejecuta”, escribió en un tono similar Ana Porrúa), sólo restan dos opciones: o saltar al vacío sin más o mirar, instintivamente, lo que está más cerca; o perderse en el unísono monocromo de la oscuridad o aferrarse a lo más insignificante, creyendo ver allí el eco sutil de una luz que aún late. No sucede todo el tiempo y no le pasa a todo el mundo. Pero cuando alguien, en el precipicio, elige mantenerse adherido a cualquier cosa y hacer de ella un templo en el que rezar (aunque sea un rezo a nada ni a nadie, un modo de ganarle espacio y tiempo al silencio), ahí comienza un poema, el territorio, donde “pequeñas/ cositas que vuelan/ y zumban/ expanden el universo/como un relicario/ infinito” (2000: 13), como trazó Ortiz, en los introductorios versos de su primer Cuaderno de Lengua y Literatura, dejando constancia desde el comienzo que re-comenzar la escritura no es sencillo, pero acaso sea la única tarea que importa, porque en ella se juega la chance de conquistar –para Mario y para nosotros– “una posibilidad imaginaria
de sobrevida” (2013: 188).
Pero repitámoslo para que se fije: re-comenzar la máquina de la letra y el lenguaje, ahí donde la apuesta más sobria sería la afasia, es una experiencia que roza lo imposible, y cuya destreza es algo que se alcanza, cuando se alcanza –y nada nos promete que así sea–, tras surcar las espesas aguas del tiempo y la práctica; en el propio Mario Ortiz notamos ese aprendizaje: en el Cuaderno I, recomienda taciturno “de lo que no se puede hablar/ mejor/ ni mover el aire” (2000: 16), y, en el Cuaderno VII, termina escribiendo suelto –con la escritura suelta de límites– “de lo que no se puede hablar es mejor hablar” (2013: 295). Ahí hay una estética y una ética: continuar la escritura para continuar la vida, ahí donde ésta corre el riesgo del silencio y la pérdida. Porque si en el afán de re-comenzar, una y otra vez, los Cuadernos hay algo, eso no es la ilusoria confianza en La Literatura y sus juegos, sino la insobornable y profana certeza de que todo, hasta lo más íntimo, termina por extraviarse, y que al pie de esta pérdida inercial, la escritura debe plantearse, al menos, un par de interrogantes: ¿es posible, si no eliminar, sí interrumpir, por unos momentos, el círculo de la pérdida y así trazar una línea tangencial de fuga que nos lleve a algún lado? ¿Es posible suspender la inercia del precipicio y dar un paso que no sea hacia el vacío? Y si es posible, ¿cómo, por qué medio, con qué fuerzas e instrumentos? Cada Cuaderno, y la serie como totalidad dinámica, podría pensarse como ese medio de interrupción an-amnésica que habilita un paso de danza en el precipicio, mientras el mundo se desbarranca, y que abraza así con las extremidades de los versos y la prosa las ínfimas cosas olvidadas y soslayadas tanto por la historia como por su reverso, la pérdida. Porque La Historia –la Historia Monumental y la Historia Íntima, la de todos y la de Ortiz– es lo que indefectiblemente declina en el precipicio, su larga cadena de eventos significativos es la que se desmenuza, es El Sentido –el anhelo de sentido– el que se apaga como un foquito quemado; y no obstante, a pesar de la oscuridad, o justamente gracias a la oscuridad como telón negro de fondo para el contraste, el brillo tenue del poema: el poema es una luciérnaga que danza.[4] Y como toda luciérnaga es lo que resiste a la oscuridad –la pérdida–, pero que paradójicamente requiere de ese fondo para resistir. Los Cuadernos nacen en el momento en que, parado en el precipicio, liviano, Ortiz fija su atención en las partículas elementales –un cigarrillo, un arroyo, un cartel–, en los mínimos detalles insignificantes, y encuentra ahí una realidad que no le cabe en la mirada, algo que lo excede y en lo que quisiera saber extraviarse como modo aporético de salvarse de lo que se ahoga, en el otro lado del precipicio, en esa oscuridad donde el mundo es sólo un supuesto: como escribimos más arriba, ante el precipicio, o se salta al vacío o nos aferramos a cualquier cosa. Esta última opción es lo que Ponge (2007) llama tomar partido por las cosas, y que, en Mario Ortiz, se convierte en tomar partido por las cosas que emiten algún guiño débil de luz: tomar partido por las luciérnagas, llamaríamos entonces a esta e(sté)tica, cuyo axioma minimalista sería la absoluta fidelidad a cualquier experiencia que habilite el re-comienzo de la escritura, y podamos así transmutar a lo real nuevamente en lo posible, es decir, en otorgarle a las cosas y lo dado un provenir, una nueva mañana, otra primavera.[5] Tomar partido por las luciérnagas implica, de este modo, una fidelidad al núcleo de porvenir de lo dado –el núcleo de neón incandescente de las cosas– y, por ello, el re-comienzo de la escritura no es tanto una re-escritura, como más bien una re-creación: los Cuadernos no “escriben lo escrito”, no replican los signos del mundo –aunque estén poblados de ellos–, sino que repiten el gesto de la creación sui géneris, el instante de emergencia de lo posible en tanto que posible en toda su dimensión. Podemos decir, entonces, que los re-comienzos de los Cuadernos son infieles al Mundo y su catálogo de cosas, pero de una fidelidad radical a los gestos de creación y el núcleo de porvenir que ahí se cifra. Tomar partido por las luciérnagas conlleva afirmar la supervivencia de lo ya-pasado, la posibilidad de sobrevida en el medio de la imagen y la escritura, o también: significa afirmar la realidad y necesidad de los Fantasmas, la fidelidad a los Fantasmas de las cosas. Los Cuadernos serían, siguiendo esta deriva, Un Tratado sobre Fantasmas: un saber de los fantasmas, y un trato con los fantasmas;[6] un Tratado que buscaría inventar una estancia imaginaria que recupere y salve sus fantasmas, y que habiten ahí como una virtualidad siempre disponible: un espacio zumbón donde conviven los fantasmas de Bahia Blanca, del Napostá, de algunos letreros, de su padre, de un yuyo y una pava, pero también los fantasmas de Argentina y de Occidente, emancipados, de ahora en más y para siempre, de la corriente del río Leteo que a todo lo anega en las aguas del olvido.
Podríamos arriesgar, entonces, que Mario Ortiz re-comenzó todos sus Cuadernos para que la única opción no sea ya entre el abismo y lo conocido, entre lo dado y lo indecible, entre la luz que ciega y la oscuridad que lo hace por igual, entre la repetición y la pérdida: los Cuadernos son ese interregno donde habitan los fantasmas de Ortiz, ahora nuevamente posibles y comunes –y en la exterioridad de Ortiz mismo– y puede ahora, entonces, descansar de ellos, y arrojarse a un futuro completamente inédito. Mario Ortiz habría re-comenzado, de este modo, la escritura de todos sus Cuadernos para dejar, finalmente, de escribirlos, y la continuación obstinada del proyecto sólo querría alcanzar ese punto de saturación, en el que el final coincide con la apertura alegre de un novedoso comienzo.
Como bien aclara Mario Ortiz, en la introducción del Cuaderno VIII (2014: 10), éste vendría a poner un cierre al ciclo comenzado a partir de Al pie de la letra, en el Cuaderno V. Y pienso que, siendo fiel al mismo proyecto de los Cuadernos y su relación con la muerte y la supervivencia, habría que hablar menos de “cierre” o “fin” de un ciclo que de un agotamiento:[7] el Cuaderno VIII agota una línea de los cuadernos, en el sentido en que exhibe el grado cero y el horizonte de ese ciclo. Del mismo modo que agotar los sonidos no es alcanzar el silencio, sino el medio de la pura sonoridad, agotar los cuadernos es alcanzar el punto en que la máquina exhibe su potencia, su función, el campo general de sus maniobras –ya lo sabemos, pero vale repetirlo: el interrogante a una máquina no es jamás “¿qué quiere decir?”, sino “¿qué hace y cómo?”–. Podemos afirmar, a partir de la exhibición del grado cero que realiza el Cuaderno VIII, agotando un ciclo, que esta máquina tuvo la siguiente función: agotar los fantasmas de Mario, fatigarlos, y ponerlos a descansar entre los engranajes de su artefacto. De este modo, podemos considerar el Cuaderno VIII como un “límite”, en su sentido matemático: algo hacia lo que tiende, infinitesimalmente, una función, la zona hacia la cual se van plegando las letras y los fantasmas (en este sentido, que haya agotado un ciclo no significa que no pueda existir un nuevo cuaderno que integre esta serie, sino que la zona hacia la que se dirige la serie ha sido exhibida, y sólo cabe realizar, de ahora en más, aproximaciones y lejanías). El lugar-límite que este Cuaderno apunta es aquél donde Mario Ortiz ha depositado enteramente sus espectros en la máquina, donde Mario Ortiz pasa a ser, finalmente, “Mario Ortiz”: alguien que ya está por completo en el lenguaje y la historia y, junto con él, todo lo que ha vivido, el archivo de sus días, devenido en archivo de disponibilidad pública. Conquistar el nombre asignado y volverlo infinitamente citable – “Mario Ortiz” – y por ello abierto a los usos incalculables, inéditos: ¿no es esa la suprema felicidad, transmutar el sello de identidad en signatura del tiempo y sus convulsiones?[8]
El Cuaderno VIII finaliza con un llamado al salto, a la última palabra que coincide con la “extinción del yo” (2014: 138). El límite al que aspiran los Cuadernos, y que, de algún modo, este último exhibe, pareciera mostrarnos que la tan ansiada extinción implica alcanzar ese punto donde el nombre propio se convierta en la caja de resonancia de una vida, donde la pronunciación de un nombre sea la pronunciación de una historia común, donde el nombre sea menos la cifra de una singularidad inefable que el corazón de una máquina, que en cada latido actualiza la sobrevida de lo que vivió y seguirá, de algún modo, viviendo.
El Cuaderno VIII sería el cierre de la serie de los Fantasmas de Ortiz –dicho por él mismo–y su tonalidad emotiva no es melancólica, sino feliz, y termina diciendo: “no hay tristeza en quien se siente al final de su vida” (2014: 125).
No hay tristeza tampoco en nosotros. Sabemos que el mundo seguirá el curso de su pérdida, y que en todos sus rincones hay precipicios; pero sabemos ahora también que en el precipicio no estaremos solos: el precipicio está ahora, súbitamente, repleto de luciérnagas y Fantasmas.
Algo resiste a la muerte;
algo re-comienza una y otra vez.
“como el que
sin voz
estudia
canto.
como el que
en el canto
estudia
esa otra voz
como el que
sin voz
canta
en la voz
de esa otra voz”.Leónidas Lamborghini, El Cantor.
El último Cuadernos de Lengua y Literatura, La Canción del poeta atrasado (2015), es un Cuaderno que llega tarde. Cuando la serie acaba de alcanzar el Cuaderno IX, retorna del limbo de los proyectos, puesto en pausa, un poema de largo aliento, que se produjo entre el número 3 y el número 4, y que por eso se trata, magia de la matemática mediante, del Cuadernos de Lengua y Literatura 3 1/2. Pero no sólo el libro llega tarde, la voz del poema pareciera pronunciarse cuando la totalidad de lo decible ya se dijo, cuando el lenguaje ha declinado todas sus inflexiones, y sus jirones agotados sobre la superficie de las cosas coinciden con la mismísima piel arrugada y seca de esas cosas. La lengua agotada descansa sobre el páramo de la historia realizada, y recién en ese momento aparece la voz de Ortiz, como aparece el mesías de Kafka: “El Mesías sólo llegará, cuando ya no haga falta, sólo llegará un día después de su propia llegada”. La voz del poeta atrasado es una voz que está lista para articular una palabra que, sea cual sea, será una palabra repetida, una palabra que ya ha visto la luz del sol y danzado el viento de la historia; la voz del poeta atrasado es un eco, un eco que no hace falta, que nadie espera, un sonido en loop para una pista de baile vacía. “Oscuro es todo esto, pero a veces cantamos”, escribió el oscuro Giannuzzi, en un rapto ínfimo de felicidad, tan ínfimo como una luciérnaga y, de algún modo, este libro viene a sostener una misma ética de la voz poética: no hay nada que decir, no hay nada que entender realmente, y, sin embargo, a veces, muy de vez en cuando, alguien canta. Canta, dijimos, y no “escribe”; la canción del poeta atrasado, y no el poema del poeta atrasado. Si pensamos el libro de Ortiz como un Manual de Instrucciones para el último de los días –y ya sabemos, cada día es el último de los días–, la segunda lección que podemos extraer es la siguiente: cuando llegamos tarde al lenguaje, hay que seguir diciendo, y ese resto obstinado tendrá la forma exacta del canto. ¿Pero no es acaso toda literatura la prolongación póstuma del lenguaje, cuando éste alcanzó un punto determinado de agotamiento? ¿No comienza la literatura occidental con una petición de canto: “Canta, diosa, la cólera funesta del Pélida”? ¿Y no lo hace también el que se considera el umbral de inicio de una tradición de la poesía argentina, en la que bien podríamos incluir a Ortiz, Leónidas Lamborghini, mediante: “Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vigüela…”? Hay una verdad en esos comienzos que es la verdad sobre la que se traman los versos tajeados, rotos, tartamudos, percutivos, del canto de Ortiz: somos extemporáneos al lenguaje y, por eso mismo, a la historia. Y lo somos de dos maneras: cada vida llega a un mundo signado con el tatuaje del significante, venir al mundo es venir a un lenguaje que no comienza con nosotros, al que llegamos puntualmente tarde; pero, a su vez, y por la misma razón, el lenguaje alcanza nuestros labios a destiempo, llega a su cita con el aparato fonador al menos con un año de retraso. La interrogación que explora el canto de Mario es justamente cómo habitar ese destiempo, esa extemporaneidad, cómo volver habitable un lenguaje agotado en una historia realizada para una vida que, a pesar de todo, a pesar del todo, quiere seguir diciendo, es decir, viviendo. Hay dos fórmulas que se repiten en el poema: la muletilla “quiero decir” y variaciones de una frase que podemos resumir en la estructura seca y cortante que tienen las verdades que se traman en un margen del discurso: “estoy triste”, “lo que quiero decir…”, “sí, no, o sea, lo que estoy queriendo decir”, son fórmulas de una voluntad de comunicación que se topa con el lenguaje como medio de su contención y, a su vez, testigo de su imposibilidad; la tristeza, por su parte, no es otra cosa que el efecto de un poder sobre uno, el efecto de una operación que nos separa de lo que podemos hacer, de nuestra potencia, en la que se cifra el abracadabra de la alegría de cada quién. “Quiero decir” y “Estoy triste” son, respectivamente, la modalidad de la voz y la forma de vida de quienes coinciden, punto por punto, con el lenguaje agotado y la historia realizada: son las figuras de la imposibilidad, de la impotencia, del que llega a tiempo, cuando se lo espera, y no puede no hacer lo que hace ni no decir lo que dice. La canción del poeta atrasado es un laboratorio de experimentación de otro modo de la voz y una nueva forma de vida para el agotamiento generalizado, es decir, para nuestro incesante, llegar a destiempo al lenguaje. Si ese laboratorio tuviera una frase en el dintel de entrada, sería la reescritura que hace Mario del dictum del Wittgenstein del Tractatus: “de lo que no se puede hablar es mejor hablar”. La cuestión es cómo y por qué, es decir, la cuestión es el procedimiento y la ética que lo sostiene. Cuando se alcanza el límite del lenguaje, cuando se roza la línea más allá de la cual nada se puede decir, cuando la fuente de las palabras se agota, ahí, en ese mismo punto, comienza el canto, que es el lenguaje mismo suelto de toda vocación, el lenguaje suelto de todo, ab-suleto: el canto es, en la poética de Ortiz, una nueva inocencia del lenguaje, su paraíso. ¿Y cuál es la ética que convoca al canto? En la nueva inocencia del lenguaje, todo es un continuo desprenderse de palabras, un continuo surgimiento, pero también un ininterrumpido sacárselas de encima, sacarse la presión y la prensión de las palabras, aunque más no sea con ellas mismas; en el lenguaje absuelto, que es el canto, el poeta atrasado labra, a fuerza de versos, un mínimo interregno de excepción donde una vida puede tomar una bocanada de aire que no sea sólo un aire significante entre comillas, ni un aire filológico, cuya etimología remita a…, es decir, una tierra de nadie donde una vida, surgiendo del repliegue de todas las palabras disponibles, no se reduzca, sin embargo, a ellas, sino que más bien sea su propio desfase con las palabras, el punto de no coincidencia, en el que se trama la posibilidad misma de una vida singular, de la posibilidad imaginaria de una sobrevida. Antes dije que la interrogación del libro de Ortiz era cómo volver habitable un lenguaje agotado en una historia realizada; ahora podemos matizar: cómo volver habitable un lenguaje agotado en una historia realizada para extraer de allí una vida, no cualquier vida, sino esa vida. La respuesta se encuentra en el título: con la canción del poeta atrasado. El canto es la puesta en acto de la posibilidad de una vida, de una vida no escindida de sus posibles.
Cuando nacemos, lo primero que hacen es cantarnos, y el canto es tanto memoria del sonido uterino prelingüístico como profecía de la selva de signos a la que, más temprano que tarde, ingresaremos.
El canto es memoria y profecía; el canto no llega nunca a tiempo, llega antes y llega después. En el canto, la clausura del momento, el agotamiento del presente, se ensancha hacia todas las lejanías. La canción del poeta atrasado deja resonando en nuestros tímpanos una voz nerviosa que nos asegura que una vida debe jugarse en el canto, que una vida que se juega en el canto es una vida que dice y puede seguir diciendo, o lo que es exactamente lo mismo: es una vida que aún vive y puede seguir viviendo.
¿No es ésa, acaso, la máxima felicidad?
Algo resiste a la muerte
Algo recomienza
una y otra y otra y otra… vez
Referencias bibliográficas
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2005. Profanaciones, Adriana Hidalgo: Buenos Aires.
1996. La comunidad que viene, Pre-Textos: Valencia.
1995. Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Pre-Textos: Valencia.
Barthes, R. 1992. Roland Barthes por Roland Barthes, Monte Ávila Editores: Venezuela.
Deleuze, G. 1996. “El Agotado” en Confines N 3, Lamarca/Eudeba: Buenos Aires.
Didi-Huberman, G. 2012. Supervivencia de las luciérnagas, Abad editores: Madrid.
Hamacher, W. 2011. 95 tesis sobre la Filología // Para – la Filología, Miño y Dávila Editores: Buenos Aires.
Maccioni, F. 2012. “Soy Literatura. Tensiones entre biografía y biografema, En: “Roland Barthes según Él mismo”, En: Teóricos y críticos frente al espejo, Boletín GEC: Mendoza.
Ortiz, M. 2015. La Canción del Poeta atrasado. Cuadernos de Lengua y Literatura 31/2, Editorial Miembro Fantasma: Córdoba.
2014a. Cuadernos de Lengua y Literatura IX. Ejercicios de lectoescritura, Ediciones Liliputienses: Isla de San Borondón.
2014b. Cuadernos de Lengua y Literatura VIII. Conectores temporales, Eterna Cadencia: Buenos Aires.
2013. Cuadernos de Lengua y Literatura V, VI y VII, Eterna Cadencia: Buenos Aires.
2010. Cuadernos de Lengua y Literatura IV. El libro de las formas que se hunden, Ediciones Gog y Magog: Buenos Aires.
2003. Cuadernos de Lengua y Literatura III, Cooperativa Editorial El Calamar: Bahía Blanca.
2001. Cuadernos de Lengua y Literatura II, Vox: Bahía Blanca.
2000. Cuadernos de Lengua y Literatura I, Vox: Bahía Blanca.
Ponge, F. 2000. Métodos, Adriana Hidalgo: Buenos Aires.
Rancière, J. 2013. Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte, Manantial: Buenos Aires.
Rella, F. 2010. Desde el exilio. La creación artística como testimonio, Ediciones La Cebra: Buenos Aires.
Rosa, N. 1997. Tratados sobre Néstor Perlongher, Editorial Ars: Buenos Aires.
- Desde el 2000 hasta el 2015, Mario Ortiz ha publicado 10 libros, los cuales se llaman, invariablemente, Cuadernos de Lengua y Literatura, numerados según su aparición, y algunos de ellos llevan algún subtítulo. Quizá se trate de uno de los experimentos más interesantes del corto siglo XXI, y la prueba en acto que, en el Fin de la Literatura (o sus apodos más o menos famosos), algún comienzo no es sólo probable, sino altamente posible. Los cuadernos son, justamente, la posibilidad de lo posible, contándose del 1 al vaya uno a saber cuánto.↵
- Esta apuesta de composibilitación, vale dejarlo anotado, es interesante por sí misma, pero también en la situación de la poesía argentina contemporánea, ya que intercepta tradiciones que aquí se suelen considerar en pugna, como el lirismo y el neo-objetivismo y la experimentación, y, además, me parece una respuesta en acto a cierto estreñimiento de una “tendencia materialista” hacia una idea y una práctica de escritura materialista más amplia.↵
- Sostener una relación positiva con aquello que interrumpe las medidas de la relación, hacer uso de lo que no podría ser, de ningún modo, una propiedad, efectuar la tarea imposible de apropiarse de lo que, de todos modos, restará inapropiable, y que esta tarea encuentre en El Fantasma un paradigma topológico, ésa es la operación que Agamben ilustrará en varios de sus libros, pero especialmente en 2006. Estancias. La palabra y el Fantasma en la cultura occidental, Pre-Textos: Valencia.↵
- Pensar en comunidad a Didi-Huberman (2012) y Agamben (2011) es figurar una supervivencia que se comprende como una gimnasia, como un gesto, un paso de danza, que en esa fugacidad entabla una “relación con una zona de no conocimiento” (2011: 169); el recomienzo de las pequeñas luces de las luciérnagas encuentra su matriz energética en las penumbras en movimiento de las zonas de no-conocimiento, a equidistancia de lo incognoscible –que no tiene cuerpo– y lo cognoscible –que no sabe ya bailar–.↵
- Cada escritura que avance en la línea del recomienzo es siempre una escritura que se imprime en un ambiente signado por la presión escatológica, una escritura emergiendo a un costado de los rituales del Día del Juicio Final y que, por ello, efectúa la misma operación que Agamben (2005) detectara en la fotografía, a saber: “recoge lo real que está siempre a punto de perderse, para volverlo nuevamente posible” (2005: 34).↵
- Quien con más precisión nos acerca un trato con la doblez del tratado como método de escritura y conocimiento, es decir, como método erótico de la letra, es Nicolás Rosa en su Tratados sobre Néstor Perlongher (1997). Digámoslo, ya que estamos usando el espacio, no es descabellado pensar el Tratado como método de deposición crítica, interrupción y saqueo del Relato de la Historia Literaria, y chance de sobrevida al cuerpo literario, una vez inoperado su devenir corpus glorioso.↵
- Para profundizar la singularidad de la lógica del agotamiento, la cual no puede ser reducida ni a la inacción ni a la esterilidad elegíaca de todas las modalidades de El Fin, y que, por el contrario, se exhibe como estructuralmente inescindible de cualquier comienzo –o de un comienzo cualsea–, una vez suspendido El Comienzo, revisar el brevísimo y potente ensayo del Gilles Deleuze, El Agotado (1996).↵
- La exigencia de sostener en el ritmo del recomienzo a una vida, tal vez, exija, a su vez, una política del nombre propio. No ya la claudicación del Nombre, en tanto el mismo sería el sello de una Identidad, ni mucho menos la prensión incondicional del Nombre como último reservorio de diferencia ante la equivalencia general; tal vez, más bien, una política del nombre propio a la altura del recomienzo sea aquélla que exija del mismo alcanzar el punto en que se transmute en seudónimo (Agamben, 1996: 39-40), donde el nombre señale una vida, pero cuya estructura de signatura se componga con los materiales de lo común y la historia. Alcanzar, en el nombre propio, la dignidad del seudónimo sería alcanzar el nombre como señalética de un singular, al mismo tiempo que una señalética impropia, singular-plural; y sería alcanzar la seriedad del nombre –hay que hacerse de él como medio de sobrevida– y también su comicidad –nada más que risas pueden surgir de la pretendida arrogancia del poder denominante de un seudónimo–. Que Mario Ortiz llegue a su seudónimo, “Mario Ortiz”, es una operación que puede ponerse en resonancia con la de Roland Barthes por Roland Barthes (1992): la distancia en la proximidad de biografía y biografema –respecto de esta tensión, acudir al ensayo de Franca Maccioni en Teóricos y críticos ante el espejo (2012: 229-233)–.↵