Luis Ignacio García
Quiero hablar de Vanguardia y revolución. Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta, el último libro de Ana Longoni (2014). Me interesa traerlo, en ocasión de una reflexión colectiva en torno a la pregunta por el “recomienzo”, pues creo que en él se dibuja cierta forma modélica de pensar la relación entre temporalidad y política que interpela de manera directa “nuestro” intento de experimentar con algo así como un recomienzo en común.
El libro de Longoni pone en juego uno de los gestos más antiguos, nobles y delicados de la cultura, a saber, el rescate de experiencias pasadas, la reactivación de configuraciones de sentido que aguardan, silenciosas y latentes, en todo presente que se sienta interpelado por ellas. El libro, antes que nada, prepara las condiciones para una cita con el pasado que suspenda las jerarquías judicativas y abra el espacio de una conversación franca, amistosa y pasional, con ese pasado que “nosotros” aún somos. No cualquier pasado. Se trata, una y otra vez, de ese pasado que, de manera exasperada, dramática y contradictoria, asumió y expresó, en el vértigo fulminante de unos pocos años, de una temporalidad tumultuosa y dislocada, la más intensa voluntad de justicia y transformación que supo expresar el siglo que pasó.
Ahora, ¿qué significa “rescatar”? ¿Cuáles son las condiciones de una “reactivación”? ¿Cuáles las paradojas de toda “actualización”? Volver a “activar”, “recomenzar” una experiencia pasada, siempre implica algo que desborda toda relación sólo reflexiva o contemplativa con ese pasado. En principio, “actualizar” un pasado implica abrirse a una relación no objetivante con él, a una relación que, relativizando las jerarquías epistémicas, se deja afectar por ese pasado, es decir, se interroga por una temporalidad no meramente historicista, en la que no sólo cuente la crónica de sus “hechos”, sino también la lógica de sus formas de experiencia. Creo que en última instancia, la lógica de la actualización propone la siguiente paradoja: no se trata de transmitir algo, sino de suspender la distancia entre la transmisión y lo transmitido, entre el acto de transmitir y sus contenidos. Como en un ritual antiguo, como en el juego de los niños, como en toda historiografía política, la distancia entre el contenido cultural y el acto de transmisión colapsa. Toda actualización es un poner en acto ese pasado que, en vez de aquietarlo como valor de cambio, lo moviliza como valor de uso, esto es, disuelve sus “contenidos” como objetos de contemplación y los convierte en estructuras complejas de la experiencia. El sujeto que se propone este delicado juego no objetiva contenidos para la contemplación, sino que actualiza lógicas de la experiencia con las que articula su propio presente, suspendiendo así su propia condición de “sujeto” del saber, al abrirse a esas formas de virtualidad común que la historia le reveló como su rostro más auténtico.
De allí que no pueda pensar este libro sino como parte de una serie de prácticas y acciones, de grupos y espacios de producción, que tienen a Ana Longoni como una de sus principales animadoras. No me refiero, insisto, a contenidos ni a obras. Me refiero a prácticas, a lógicas de la experiencia, a estructuras de la sensibilidad común, y a formas de socialización, que considero la puesta en acto de ese legado, esto es, la performativa puesta en crisis de la distancia entre la transmisión y lo transmitido (acaso el legado más radical de las vanguardias): no podría “transmitirse” la experiencia del arte radical del siglo XX como si fuera un contenido más (de veneración política, de investigación académica, de comercialización mercantil), sino sólo como acto radical de transmisión. Esto es, la crítica radical del estatuto del arte y la cultura, como puesta en colapso de la “obra”, del artista “creador”, de la recepción “contemplativa”, sólo se puede transmitir en un perpetuo fin de la obra, como una interminable crisis del sujeto y en la insistente apertura a un más allá de la contemplación. Y eso es, creo yo, la permanente inquietud de Ana Longoni y otros artistas-activistas-investigadores que se tomaron en serio el juego de las vanguardias. No se trata de repetir sus “obras” que no eran obras, ni sus “gestos” que eran estrictamente contextuales, sino de adentrarse en lo que podríamos llamar el régimen vanguardista de transmisión: de la obra al proceso, del sujeto al colectivo, de la contemplación al uso. De la separación entre arte y política a su continuo desborde. Estos elementos no son un “objeto” de estudio, sino la estructura misma de prácticas colectivas concretas como la “red conceptualismos del sur”[1] o el proyecto “archivos en uso”[2], de las que, en todo caso, el libro que comentamos forma parte. Así, “Ana Longoni” no es un “sujeto creador”, sino el nombre de uno de los nodos post-subjetivos de una red que se propone como proceso abierto de puesta en circulación de formas y estrategias de un pasado que, en acto, deja de serlo. Así, el libro, la “obra” no es obra, no es configuración cerrada de sentido, sino archivo, ready-made histórico, reservorio de recursos socializables, irreductibles a la lógica de acumulación académica. Así, el objetivo no es la contemplación de estos archivos, su consideración desinteresada, sino su puesta en uso, su multiplicación como práctica y no como cosa, su deriva sin fin como exceso inapropiable de sentido, valor de uso irreductible a su valor de cambio.
Todo esto, por supuesto, no es estudiar a las vanguardias. Esto es las vanguardias. Y ojalá que este postulado no sea leído como un mero juego de palabras o una hipérbole bienintencionada, sino como el único modo de hacerse cargo de la radicalidad de la experiencia histórica y temporal inaugurada por este no-objeto histórico que son las vanguardias artístico-políticas del siglo XX, como el único modo de responder a la interpelación que ellas aún son, aquí y ahora. Ellas fueron las primeras en recomenzar, en la modernidad, esta singular experiencia histórica, incluso podría decirse que ellas no son otra cosa que esa temporalidad-actual, ese vértigo, cada vez que acontece. Es en este sentido que la “reactivación” propuesta por Longoni y otros ha de ser comprendida, ella misma, como práctica vanguardista en cuanto tal.
El libro que comentamos es, precisamente, un esfuerzo por sustraer el legado de las vanguardias a las diversas formas de reinscripción de las mismas en el régimen burgués de apropiación-acumulación-comercialización de los productos culturales. Es decir, sustraer a las vanguardias de su propia negación. Conocemos el tantas veces pronunciado veredicto: las vanguardias o bien fracasaron o bien se convirtieron en su exacto reverso. El libro, más que negar la trillada sentencia, nos dice: las vanguardias no son una cosa, ni un objeto, ni valor de cambio. Las vanguardias son un proceso perpetuo y sólo pueden ser heredadas, ingresando en el vértigo desapropiador de ese proceso. Retirarlas de ese movimiento es lo que siempre se hace y se ha hecho con ellas, y nunca se va a dejar de hacer –ése es el pesimismo de la inteligencia del libro–. Pero las vanguardias se ausentan siempre de su propia cosificación –ese es su testarudo optimismo de la voluntad–. La estrategia del libro, de un optimismo inteligente, es reinscribir a las vanguardias en su propio movimiento, devolverlas a su vértigo. De modo que los mismos que, en su momento, nos llamaron la atención sobre la importancia fundamental de estos episodios del arte político de los 60,[3] hoy son quienes, ya de vuelta, nos advierten contra toda mitificación fetichista de aquellas mismas experiencias. Pues el “rescate”, en este caso, no es tanto una resistencia al simple olvido, sino una lucha a muerte contra el olvido del olvido, esto es, contra su fetichización memorialística. El “valor de uso” no sólo desempolva lo olvidado, sino que arruina el brillo de la mercancía, desactiva el veneno de la equivalencia. De allí, la centralidad que adquiere, en el despliegue del libro, el capítulo 3, “El mito de Tucumán Arde”. Allí se denuncian dos modos de canonización del Tucumán Arde, por dentro y por fuera de la institución: o bien como episodio fundacional del “conceptualismo ideológico” latinoamericano, o bien como “madre” de todas las obras de arte político. En el primer caso, se lo confina al campo del arte, como un episodio más de una historia del arte que no parece testimoniar en su propia estructura, como discurso histórico, el quiebre de sentidos que las vanguardias mismas implicaron (tal es la paradoja de historiar las vanguardias). En el segundo caso, se rodea al Tucumán Arde de un aura épica que lo ubica “por fuera de la historia y fija su movilidad disruptiva en el mito heroico”, nos dice Longoni. El mercado del arte, el activismo artístico y, por supuesto, la academia que vive de una plusvalía extraída de esos mundos, celebraron el mito y sellaron, nuevamente, un nuevo y más peligroso olvido. En este sentido, no se trata de olvidar el Tucumán Arde, sino, por el contrario, de sustraerlo a ese olvido más insidioso que es su canonización. ¿Cuál es el olvido activo de la canonización? Lo que el canon olvida es, simplemente, que Tucumán Arde no es Tucumán Arde. Olvida que las vanguardias son la interrupción de la lógica binaria e identitaria que acompaña la violencia equivalencial de la valoración capitalista. Las no-obras de las vanguardias exigen una historiografía a la altura de sus apuestas de sentido.
El libro despliega esta estrategia de resistencia al olvido (y al olvido del olvido), hablando poco de Tucumán Arde, y mucho de la tupida trama de experiencias, estrategias y apuestas de la que Tucumán Arde es expresión. Esta trama se va desplegando con una fuerza plástica que nos adentra en la vertiginosidad de aquellos años, a través de lo apretado de una escritura que no da respiro y que nos conmina a suspender toda mirada simplificadora y reductiva respecto a las opciones de las vanguardias de aquellos años. De algún modo, este libro es el fin de toda “teoría de la vanguardia” y el pasaje definitivo a una historia política de las vanguardias.
Ahora bien, si leemos con cuidado podremos ver, creo, que este tránsito está fraguado, justamente, en esas prácticas actuales que al principio sugerí como vanguardia en acto. En efecto, Tucumán Arde y, en general, el intrincado itinerario del arte político en la “larga década” de los 60 intenta ser sustraído a toda mitificación y fetichización mercantil, precisamente, al mostrarlo como red compleja de artistas y grupos, como archivo móvil de experiencias y estrategias, y como uso siempre contingente de formas irreductibles a la contemplación. Así, “actualización” es el nombre de un enlace político de presente y pasado, donde el pasado puede ser recomenzado, en su potencia crítica, sólo por un presente que se sepa interpelado y prefigurado en ese pasado. Y esto no es ninguna proyección del presente sobre el pasado, ninguna infracción a protocolos epistémicos del historiador. Es, sencillamente, otra episteme, en la que se hace visible la acción retroactiva de experiencias sedimentadas en las memorias políticas sobre su propia historia. Se trata de la puesta en juego de un rigor de nuevo tipo, ajeno a los controles epistémicos historicistas. Se trata del diseño de complejas constelaciones entre pasado y presente, que no dejan intocado ni aquél ni éste, y que ponen en juego formas no lineales de temporalidad que nos obligan a repensar permanentemente nuestra relación con el saber y con la historia. Red, archivo, uso, son algunos dispositivos que interrumpen las formas usuales de escribir historia y de hacer política en ella.
En una palabra, no estamos ante un relato continuo de sentido, sino más bien ante un archivo discontinuo y móvil de experiencias. Y eso es lo que no se deja apropiar, ni por el mercado ni por la academia, incluso cuando sus “contenidos” puedan ser una y otra vez puestos a la venta: se trata de la lógica de un juego, no de sus fichas. Se piensa aquí a las vanguardias como reservorio móvil de recursos para las luchas político-culturales contra el capital, ni más ni menos. Ayer y hoy, en una actualidad que excede la cronología y nos adentra en el corazón incandescente, ya no mítico, del mito. Tucumán Arde siempre aquí y ahora, sólo aquí y ahora. En cada aquí y ahora que sepa interrumpir la lógica del fetiche, al saberse interpelado por un pasado de luchas, que no es mero pasado. Después de todo, si la vanguardia es algo que pueda y merezca ser “recomenzado”, nada puede tener que ver con el gesto procaz o con la épica fundacional, sino más bien con un silencioso desplazamiento de lógicas, con un sutil trabajo de anacronización, con las subterráneas fatigas del viejo topo de la cultura. Este libro es una cartografía mutante de las aventuras del caprichoso animalito.
Referencias bibliográficas
Longoni, A. 2014. Vanguardia y revolución. Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta, Buenos Aires: Ariel.
Longoni, A. y Mestman, M. 2000. Del Di Tella a “Tucumán Arde”. Vanguardia artística y política en el ’68 argentino, Buenos Aires: El cielo por asalto.
- Una “Plataforma de investigación, discusión y toma de posición colectiva desde América Latina”, fundada, en 2007, con el objetivo de “reactivar” el potencial crítico de un conjunto de prácticas conceptuales que tuvieron lugar en América Latina, a partir de la década del sesenta. La red articula el trabajo de decenas de investigadores, a lo largo y lo ancho de América Latina. Puede visitarse su página: http://redcsur.net/ ↵
- Proyecto colectivo de digitalización y puesta a disposición en una plataforma virtual de archivos fundamentales de las vanguardias y prácticas culturales radicales en la región. Hasta ahora se encuentran disponibles los archivos “Revistas culturales subterráneas en la última dictadura argentina”, “Colectivo de Acciones de Arte (CADA)”, “Prácticas creativas del movimiento de Derechos Humanos en la Argentina” y “Roberto Jacoby”. Pueden consultarse en http://archivosenuso.org/. Por cierto, la “Red conceptualismos del sur” también participó de este proyecto. ↵
- Me refiero al libro seminal de Ana Longoni y Mariano Mestman (2000), que representó el reingreso de Tucumán Arde a la escena de los debates y las investigaciones sobre la cultura de aquellos años.↵