Dialécticas del recomienzo según
Walter Benjamin
Nicolás López
I
En diciembre de 1933, el mismo año de la llegada de Hitler al poder, Walter Benjamin publica, en la revista checa Die Welt im Wort, un escrito de unas pocas páginas, titulado “Experiencia y pobreza”, redactado, muy probablemente, durante su estadía en Ibiza, en el verano de ese mismo año. Se trata de un texto conciso, por momentos enigmático, pero que llega a alcanzar pasajes de una claridad luminosa, como en general sucede con los escritos breves del crítico berlinés. Si este ensayo ha gozado –o padecido– de una fama relativa, ello se debe seguramente a sus líneas iniciales, replicadas de forma aún más celebre en el primer parágrafo de “El narrador”, el ensayo sobre el escritor ruso Nikolai Leskov, de 1936. Según expresa Benjamin allí, el trauma que significó para su generación la Gran Guerra, de cuyas trincheras los combatientes volvían enmudecidos, marcó una época signada, lo sabemos ya, por “la pobreza de experiencia”:
“La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable. […] Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano” (Benjamin, 1987a: 167-168).[1]
La destrucción de la humanidad en el frente propició una rotunda desmentida del concepto humanista de progreso, desde el momento en que las proezas técnicas de la modernidad encontraron en la guerra el desenlace fatal de sus fuerzas. Un acontecimiento de tamaña envergadura produjo asimismo, junto a la pérdida irreparable de miles de vidas, una crisis sin precedentes de la lengua, del vínculo orgánico con la tradición y de las relaciones de sentido transmitidas “como un anillo, de generación en generación” (Ibíd.: 167). El desamparo frente a lo que se percibía como el estrepitoso colapso de la cultura occidental, colapso cuyas resonancias se hacen sentir aún hoy, llevó a una buena parte de la intelligentsia europea a acercarse a la respuesta conservadora, asentada en la nostalgia romántica de los lazos tradicionales disueltos y en la necesidad de restitución de los viejos valores perdidos.
No obstante, a pesar de que Benjamin no dejó de remarcar la cesura fundamental de ese cataclismo, nunca buscó compensar su daño con falsas formas de reconciliación. Por el contrario, quiso estar a la altura del desafío que imponía una catástrofe de esas dimensiones. Incorporar dentro de sí la experiencia histórica de un desorden del mundo era para él un modo de posicionarse al nivel del desastre de la cultura. De allí, ese momento negro como primera tentativa al malestar, una tendencia a la desfiguración, a la ruina, al torso y al fragmento, que conecta a Benjamin con la larga y soterrada duración que va de los poetas barrocos a Baudelaire y que desemboca en el surrealismo, la apuesta de un arte alegórico, en el seno mismo de la modernidad tardía. Benjamin definió mejor que nadie la modalidad disruptiva de su propio pensamiento, en un breve escrito de 1931, significativamente titulado “El carácter destructivo”. Allí, alegaba a favor de un tipo de pensamiento crítico sin tregua ni reposo, un estilo jovial de pensar no orientado a la creación subjetiva, sino a la tarea negativa de “despejar” y “hacer sitio”:
“El carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar. […] Tiene pocas necesidades y la mínima sería saber qué es lo que va a ocupar el lugar de lo destruido. Por de pronto, por lo menos por un instante, el espacio vacío, el sitio donde estuvo la cosa que ha vivido el sacrificio. Enseguida habrá alguien que lo necesite sin ocuparlo. El carácter destructivo hace su trabajo y sólo evita el creador” (Benjamin, 1987b: 159-160).
Si es cierto que la propia historia había producido el caos en el que su generación se encontraba inmersa, no lo es menos que Benjamin, identificándose con el agresor (Adorno dixit), siguió atento a las modalidades destructivas de la experiencia e imprimió a su pensamiento una fuerza no menos demoledora. Sin embargo, como veremos, este momento noir en Benjamin no se totaliza; antes bien, prepara el “espacio vacío”, el punto exacto de su inversión dialéctica.
II
Cuando se enuncia al final, no se habla de una destrucción definitiva, una liquidación irrevocable, lisa y llana. Suponerlo sería ignorar lo que en Benjamin quieren decir imagen dialéctica, montaje, dialéctica detenida u origen. Por eso mismo, ni la retórica destructiva ni el énfasis en lo destruido alcanzan para inscribir a Benjamin en las filas de los intercesores del nihilismo, cuya “estupidez atormentada” y “fatalismo” pasivo, por otra parte, ya había criticado, a propósito de los poetas de la neue Sachlichkeit, en el demoledor “Melancolía de izquierda” (Benjamin 1986a: 140-141).
Ante la percepción algo melancólica de que la experiencia orgánica del hombre había sido degradada por el pulso destructor de la técnica, la opción de Benjamin era abrir un umbral salvífico en medio de la reificación, una tentativa de atravesar sus límites sin escamotear el enmarañado nudo de sus conflictos. Esto quiere decir que las posibilidades de su atravesamiento no se juegan para Benjamin en ninguna huida de las tensiones políticas del presente y sí, enteramente, al interior de la historia misma, in media res publica. El lamento ante la devaluación del valor de la experiencia es, de este modo, dialécticamente remontado por una exploración utópica asentada en las condiciones históricas de un mundo tecnificado. De allí, el utopismo tecnológico y el énfasis en “lo constructivo”, en un ensayo como “Experiencia y pobreza” (pero no sólo en él), que intenta demarcar las coordenadas desde las cuales cabe sobreponerse a la severidad del estado de barbarie que su propio diagnóstico definía. En este contexto, Benjamin dirá que son las mismas condiciones bárbaras de la “pobreza de experiencia” las que dan lugar a un “concepto nuevo, positivo de barbarie” (Benjamin, 1987a: 169):
“¿Adónde le lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra. Entre los grandes creadores siempre ha habido implacables que lo primero que han hecho es tabula rasa. Porque querían tener mesa para dibujar, porque fueron constructores” (Ibíd.).
“Hacer sitio”, hacer “tabula rasa”, actividades que Benjamin identificaba con el carácter destructivo, adquieren ahora un significado constructivo explícito, el punto exacto desde el cual cabe “empezar de nuevo”. Ya en “El carácter destructivo”, Benjamin dejaba entrever los signos que apuntaban a una posible reorganización de lo disperso, cuando advertía que la no man’s land de la destrucción se parecía menos a la constatación resignada del camino sin salidas que a la abertura de una “encrucijada”:
“El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo, ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. […]. Como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada. […] Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos” (Benjamin, 1987b: 161).
Aunque la destrucción sea desmedida e inconmensurable la pérdida, la mirada saturnina del melancólico, posada en los escombros de la historia, no es la respuesta obvia, única y mucho menos definitiva al desmoronamiento.[2] Esto quiere decir que si Benjamin fue un emblema del temperamento melancólico, como sugiere Susan Sontag (2007), haríamos bien en tensar (sin abandonar) esa imagen con este otro espíritu que llevó a Benjamin a valorar, y no de manera anecdótica, a figuras “constructoras” como Adolf Loos, Bertolt Brecht, Paul Scheerbart y Paul Klee, exponentes de una nueva sensibilidad, nacida de la destrucción.
De este modo, Benjamin nos impele a pensar fuera de las falsas totalidades, que se empeñan en restituir un horizonte de sentido cuando éste se halla disuelto, pero nos obliga, al mismo tiempo, a no capitular ante la mera dispersión nihilista, en la que la tarea del pensamiento se vería reducida a una distanciada contemplación de las ruinas históricas. Lo que allí se sugiere es que, sobre los restos del orden ético moderno, todavía es posible “fundar” (con todas las comillas del caso, a sabiendas que “el carácter destructivo no ve nada duradero” ni conoce arraigo en ningún axioma) un ethos del desorden, la afirmación misma del recomienzo, bajo el signo de una “nueva barbarie”.
III
Ahora bien, “comenzar desde el principio” no es la pura afirmación de un progresismo tonto ni de un optimismo pueril. La superación de la fijación melancólica en lo perdido no implica para Benjamin prestar voz al “mal poema de primavera” (Benjamin 1999a: 59) de la izquierda liberal y de los apologetas del progreso. Recomenzar, construir después del fin, no puede significar para él la restitución de la totalidad perdida o la voluntad de crear nuevas totalidades de sentido, como si la herida abierta por la guerra y la crisis rotunda de la tradición a la que ésta dio lugar no hubieran producido una fisura irreparable del tejido histórico. La crítica benjaminiana es contundente respecto a los desesperados intentos de restauración, que no hacen más que recubrir el vacío de la eliminación histórica de la experiencia: otra de las tantas falsas formas del recomienzo a las que les falta el pensamiento de la falta. Así, en un pasaje que no ha perdido nada de su actualidad, Benjamin dice que:
“el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente –o más bien que se les vino encima– al reanimarse la astrología y la sabiduría yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la escolástica y el espiritismo” (Benjamin 1987a: 168).
Lo que tiene lugar allí, según él, “no es un reanimarse auténtico [echte Wiederbelebung], sino una galvanización” (Ibíd.). En efecto, la “sofocante riqueza de ideas” es la otra cara de un declive de la experiencia, que no ha sabido trabajar desde las condiciones bárbaras de las que surge. Son intentos de restituir el sentido sin asumir –y encubriendo, “galvanizando”– el hecho inapelable de su debacle. Ante ello, dice Benjamin, “debemos tener por honroso confesar nuestra pobreza”[3] como un lugar, desde el cual cabe “construir desde poquísimo”.
Lo que se dice de la pobreza exterior, vale también para la interna. Por medio de una crítica filosófica del intérieur del departamento burgués, emblema de la conciencia resguardada, Benjamin moviliza una crítica del hermetismo de la subjetividad moderna. Valiéndose de Brecht, se empeña en “borrar las huellas” (Ibíd.: 171) de aquella interioridad privada, marcas que operan como sustitutos de la experiencia, allí donde ésta había perdido su forma unitaria y colectiva. Desde los espacios abiertos de la nueva arquitectura, en un ejercicio de imaginación radical, Benjamin parece encontrar el habitáculo de otra subjetividad. Habitar en la crisis, por ello mismo, no querrá decir vivir en su intemperie, sino al resguardo de esos edificios de vidrio, “desplazables, móviles, tal y como entretanto los han construido Loos y Le Corbusier” (Ibíd.). En efecto, se trata de construcciones deshumanizadas, contingentes, siempre desmontables, en las que “nada se mantiene firme” y “resulta difícil dejar huellas” (Ibíd.). Lo que se levanta con ellas, por lo tanto, no es una nueva civilización, una nueva cultura o un nuevo humanismo que vendrían a suplantar a los ya caducos, sino una apertura que lleva inscripta necesariamente la marca de una barbarie insoslayable.
Ante un escenario así, la tarea que nos impone Benjamin parece ser doble y pendular: pensar la destrucción hasta el fin, pero que, al mismo tiempo, la severidad de nuestros juicios no dé espacio a la resignación y no inhabilite del deseo de comienzo; por otra parte, pensar la construcción desde el principio, pero que toda nueva apuesta no sustituya el vacío mismo del que proviene. Por ello mismo, según nos parece, no alcanza con pensar la relación entre destrucción y construcción como un proceso que nos conduce de uno a otro (destrucción, ergo construcción), sino que se torna necesario captar su anudamiento en el modo de la dialéctica en suspenso. Esto quiere decir que, en Benjamin, la destrucción se da conjunta y simultáneamente con la construcción. Lo esencial, de ese modo, no es el paso de uno a otro, sino el punto de pasaje entre ambos y la singular experiencia de pensamiento que implica ese umbral de detención, necesariamente ambiguo, en el que los dos polos pueden criticarse mutuamente. Esa experiencia de la medialidad, concebida en su autonomía –no como tránsito, sino como detención; no como síntesis, sino como conflicto–, es uno de los desafíos más intensos que nos deja Benjamin para concebir la lógica anacrónica, (pos)histórica y montajística del recomienzo, como una forma de habitar (positiva, constructivamente, a pesar de todo) la catástrofe de la Razón histórica.[4]
Comprender esta voluntad constructiva que arrastra consigo la herencia de la destrucción es asumir, a la vez, un ocaso y una sobrevida, un quiebre y un resurgir transformado de la experiencia, bajo una nueva modalidad, ahora pobre, reductiva, sobria, inarticulable en una nueva integridad orgánica y sin fracturas. Ciertamente, la destrucción nombra el fin de todo orden, del orden-todo de lo que Benjamin llama Erfahrung –pero que vale, asimismo, para lo que podríamos, por nuestra parte, llamar Sentido, Sujeto o Historia–. Construir algo a partir de la experiencia de la pérdida irrevocable de la experiencia será, así, asumir la destrucción como presupuesto, pero también como falla permanente, como negatividad desfigurativa de toda nueva puesta en obra. Asumir el fracaso de la historia –como el devenir en el que estamos inmersos y como el discurso que lo nombra– no como su tan mentado fin, sino quizás mejor como su origen [Ursprung], en el sentido preciso que este término tiene en la obra de Benjamin: la falla está “en el flujo del devenir como un remolino” (Benjamin, 2012: 80), es la condición de posibilidad siempre actual de toda nueva puesta en acto.
IV
Por más que en “Experiencia y pobreza” no haya una discusión filosófica explícita sobre el problema de la temporalidad, como sí la encontraremos, aunque fragmentariamente, en las tesis “Sobre el concepto de historia” y en el legajo “N” del Libro de los pasajes, está la intención de interrogar al presente como nudo crítico, como lugar donde se reconfiguran (se disputan) herencias múltiples y destinos posibles. Por eso, más allá, o más acá, de la melancolía y el entusiasmo repartidos al unísono en “Experiencia y pobreza”, la cuestión del recomienzo tiene que ser reconducida al problema del tiempo histórico, esto es, de la historicidad en tanto tal, algo que, sin dudas, Benjamin planteó de un modo fundamental.
Sabemos la importancia primaria que Benjamin le otorga a la historia en su dimensión de pasado inconcluso y al Ursprung como abismo en el presente. Entonces, ¿cómo comprender la oposición aparentemente contradictoria entre esta dimensión mnemónica del Benjamin historiador materialista, en tanto “profeta volteado hacia atrás” (Benjamin, 2009: 42), y la tarea prescripta en “Experiencia y pobreza” de “hacer tabula rasa”, comenzar desde el principio “sin mirar a diestra ni siniestra”? Comprendiéndolas, precisamente, juntas. Más que un abandono del pasado, la operación destructiva benjaminiana consiste en preparar el sitio para el auspicio de nuevos procedimientos de relación con la historia. Lo nuevo no será, en todo caso, aquello que no guarde relación con lo viejo, sino una forma diferente de relacionarnos con el pasado, de la que dependerán también las posibilidades de nuestro futuro en común.
Benjamin procede a una crítica radical de la ficción del continuum temporal de la historia, a la que todavía parece atado no sólo el historicismo, sino también el discurso de lo nuevo absoluto, de la invención desde nada. Por supuesto, esto no significa reducir a la inexistencia cualquier ontología del surgimiento, sino, en todo caso, restituirla a su condición de “novedad reminiscente” (Didi-Huberman, 2012: 10 y 50), si queremos emplear otra feliz fórmula de Georges Didi-Huberman para nombrar la estructura temporal de los recomienzos. Recomenzar querrá decir, por una parte, que “toda novedad no es sino olvido”, como decía Salomón, según un pasaje de los Essays de Francis Bacon, citado por Borges (Borges, 1998: 7). Pero no porque la historia se halle bajo el influjo mítico de los ciclos y las repeticiones, sino porque el pasado es una fuerza actuante en el presente: de allí el prefijo re, para advertirnos que no hay comienzos puros, novedad absoluta, porque tampoco hay pasado como lo sido, sino recuperaciones, supervivencias, irrupciones intempestivas de otros tiempos en el nuestro. Si el pasado, por su persistencia, como dice Jean-Luc Godard, “nunca muere”, si “ni siquiera ha sido pasado” (Godard, 2009: 103), es que, estrictamente, todo está, a cada instante, por recomenzar, y dependerá de las exigencias de cada presente establecer las condiciones de su legibilidad. Será considerar, también, por otra parte, sus proyecciones desiderativas: de allí, la oportunidad singular de todo comienzo, la apertura de un inicio fuera de quicio, el tiempo de los posibles que ahora se trama en una madeja porosa, sin la certidumbre planificada del historicismo y sin la legalidad trascendental de la historia-como-progreso. En breve: no hay instante que no traiga consigo su oportunidad de recomenzar.
La cuestión, tal como la venimos planteando, cae enteramente fuera del campo de la nostalgia, siempre una clave errónea a la hora de pensar (con) Benjamin. Recomenzar no es añorar el antes ni empezar de nuevo lo ya comenzado alguna vez, y en tal sentido no es repetición (así sea la repetición de la “grandeza del comienzo”, como quería Martin Heidegger) ni tampoco restitución de un orden perimido, cuando las condiciones históricas presentes no hacen ni posible ni deseable su realización, como bien lo observa Didi-Huberman:
“[…] lo que se expone a desaparecer no desaparece por completo; y lo que sobrevive en ese proceso incumbe a nuestro futuro mucho más que a cualquier restauración –imposible y, por otra parte, inútil y poco deseable– del pasado” (Didi-Huberman, 2014: 217).
Barbarie del tiempo, porque lo que retorna nunca es el pasado íntegramente y tal cual fue, sino un fragmento, una cita, una imagen que, desde su pobreza misma, es capaz de removerlo todo: su contexto de origen y su lugar de llegada, en el encuentro políticamente explosivo de un presente –con la legibilidad de la que es capaz– y su pasado –con la actualidad de sus reclamos–.
De este modo, la cuestión del recomienzo no coincide con la pregunta por el pasado o por el presente, sino por lo actual, por la consistencia del instante monadológico, el ahora (Jetzt-zeit) de lo que, a la vez, empieza y retorna. Enrevesada dialéctica del tiempo, en el que se juega nada menos que nuestro porvenir. Como señala Didi-Huberman, en explícita comunión con Benjamin:
“no se trata ni más ni menos que de repensar nuestro propio ‘principio esperanza’ a través de la manera en que el Antes reencuentra al Ahora para formar un resplandor, un relampagueo, una constelación, en la que se libera alguna forma para nuestro propio Futuro” (Didi-Huberman, 2012: 46).
En cierta medida, la esperanza, como aspiración de emancipación, no desaparece –no tiene que desaparecer–, a pesar de la dureza del diagnóstico, pero ya no puede quedar asegurada por los designios de un télos histórico, sino que permanece, debiendo ser refigurada sobre las ruinas mismas de la determinación historicista.[5]
V
La destrucción de la experiencia y la de sus formas de transmisión es también la expresión de una crisis terminal de la tradición y su autoridad. Stéphane Mosès acierta cuando dice que:
“Benjamin vio el desmoronamiento final de un mundo regido por la tradición, es decir, por una memoria colectiva que conserva y transmite de generación en generación un tesoro inmemorial de experiencias históricas” (Mosès, 1997: 21).
Pero si lo que venimos sosteniendo es cierto, también la tradición halla en su enfermedad la chance de su resurgir.
Ya lo dijimos: todo comienzo es recomienzo, pero no a la manera de una restauración conservadora o de una imitatio de “la grandeza del comienzo” que determine nuestro destino; es sostener sencillamente que no hay comienzo sin herencia, así este legado sea el de una catástrofe de la tradición. En efecto, el agotamiento de la tradición no le impide a Benjamin, como no le impedía a Kafka, continuar elaborando otras formas de articulación del pasado. Porque lo que a él le importa de la tradición, lo que le interesa conservar de ella no es la verdad que transmite –en definitiva, dogmática y autoritaria–, sino la verdad de la transmisibilidad.[6] Si podemos reconocer en la dialéctica conflictiva entre destrucción y construcción una suerte de disciplina del caos, será preciso admitir que la crítica de la tradición, incluso la destrucción revulsiva de su legado en una “tabula rasa”, no debería llevar necesariamente a una renuncia de la transmisibilidad, sino, antes bien, a una revolución constructiva de sus condiciones de producción, una transformación de las formas de transmisibilidad mismas, de la que el montaje o la imagen dialéctica serían sus formas posibles. En efecto, si el montaje como método destructivo-constructivo, de acuerdo a Benjamin, es siempre un trabajo a partir de los restos, lo que resta al hombre sumergido en la fragmentación de la tradición es aquel Jetzt-zeit, que marca un nuevo modo, un modo bárbaro de comprender la transmisión en la discontinuidad.
VI
Pensar el fin para Benjamin siempre es una manera de arreglar cuentas con el pasado y de ser lúcido para detectar las formas en que lo que parece irremediablemente perdido resurge bajo nuevas modalidades. Más que un pathos apocalíptico, la que de aquí se desprende es una lógica del retorno (según Freud o Hal Foster) o de la supervivencia (según Warburg o Didi-Huberman), una transmisión discontinua, punteada, a saltos, que al mismo tiempo que asume el cataclismo, está en condiciones de afirmarse en las fisuras de su interior. Es así como, por ejemplo, el ocaso de la narración no le impide a Benjamin pensar su reaparición desfigurada en la épica documental del Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin;[7] o, como lo observa en el teatro de Brecht, donde lo épico retorna, en el seno mismo de la modernidad de sus montajes.[8]
La reflexión sobre los recomienzos se pone en juego en una especie de magia dialéctica, por medio de la cual Benjamin es capaz de transmutar la desaparición y la ruina en campo de juego [Spielraum] de una infancia monstruosa, parada en la frontera entre el primer hombre del mundo por venir y el último del que se desmorona. El sujeto que allí aparece no es ni el Hombre de un humanismo ya caduco, ni tampoco el Übermensch de Nietzsche, sino una figura del umbral, como son en Benjamin el monstruo, el ángel o el niño, según su texto sobre Karl Kraus[9], o bien aquello que en “Experiencia y pobreza” se proyecta sobre la estampa utópica de una humanidad nacida de sus propios desperdicios:
“Un artista tan intrincado como el pintor Paul Klee y otro tan programático como Loos, ambos rechazan la imagen tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del pasado, para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en los pañales sucios de esta época” (Benjamin, 1987a: 170).
Todo ello culmina con la figura del ratón Mickey, que aparece al final del ensayo como imagen onírica de una subjetividad poshumana que se apresta a “sobrevivir, si es preciso, a la cultura” (Ibíd.: 173); en fin, reconocemos en todas estas figuraciones los rasgos de una barbarie positiva, montada sobre los escombros de un mundo desgajado. En ello consistiría la respuesta “decorosa” de una condición histórica (o poshistórica) que ha aceptado su barbarie congénita.
Como pudimos ver, el recomienzo es pensado por Benjamin como pasaje –entre destrucción y construcción, pasado y porvenir, melancolía y entusiasmo, tradición y transformación, memoria y deseo– y el pasaje, como el modo mismo de darse el acontecer, la actualidad siempre abierta del tiempo. La conflictividad inmanente del montaje y la constelación crítica de la imagen dialéctica son métodos de captura de esa encrucijada del tiempo. En su rito de pasaje, indisolublemente destructivo-constructivo, las aparentes barreras infranqueables se transforman en una experiencia del umbral. Desde esa tierra de nadie, Benjamin habilita el espacio para pensar el fin del sentido de la Historia y las insubordinadas filtraciones de sus supervivencias, la historia por venir sin las previsiones del historicismo evolucionista y la transmisión sin la imposición autoritaria de la tradición.
Digámoslo, para finalizar, a modo de tesis: la filosofía no ha hecho otra cosa que decretar el fin, pero de lo que se trata es de organizar la destrucción, sintagma que nos obliga a comprender juntos el ethos productivo y el pathos del duelo, para no depositar nuestras frustraciones en la negatividad de la destrucción por la destrucción, camino seguro a un nihilismo carente de perspectivas; y para impedir, al mismo tiempo, que nuestra voluntad se acomode a los cálculos de las diversas políticas de la espera. Benjamin indica una dirección: que la absoluta falta de garantías sea la posibilidad más propia de la que dispongamos; sin otro fundamento que aquel vacío de “hacer sitio”, dar un salto de tigre en el abismo del tiempo. Por eso, para eso, es indispensable dar cabida al recomienzo.
Referencias bibliográficas
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2014. Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Manantial: Buenos Aires.
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Sontag, S. 2007. “Bajo el signo de Saturno”, En: Bajo el signo de Saturno, Debolsillo: Buenos Aires.
- Cf., también, Benjamin, 2011: 126.↵
- Al ya citado “Melancolía de izquierda” habría que sumar la crítica benjaminiana, ya implícita, en su trabajo sobre el barroco, a la acedia melancólica de los alegoristas. Véase Benjamin, 2012: 132-137 y 179-183, y la “Introducción” de Miguel Vedda, en el mismo libro; también, Buck-Morss, 2001: 197-199.↵
- Ibíd., p. 169.↵
- En esa dirección, véanse Menninghaus, 2013; y García, 2012.↵
- Georges Didi-Huberman nos ha ayudado a enfrentar estos problemas con la potencia filosófica del recurso al pese a todo –malgré tout, sintagma ya indisolublemente ligado a su nombre–, como “una elección que se torna necesario efectuar en las condiciones mismas que incitan al pesimismo” (Didi-Huberman, 2014: 31). Se trata, efectivamente, de una matriz dual, dialéctica: la constatación de una imposibilidad y el señalamiento de lo que es aún capaz de surgir desde allí. Véase, asimismo, del mismo autor, Didi-Huberman, 2004 y 2012.↵
- Siguiendo algunas formulaciones de “El narrador”, Benjamin le comenta a Scholem, en una carta del 12 de junio de 1938: “La obra de Kafka representa una enfermedad de la tradición. En ocasiones se ha querido definir la sabiduría como el lado épico de la verdad. Con ello, la sabiduría queda caracterizada como un bien tradicional; es la verdad en su consistencia hagádica. Esa consistencia de la verdad es la que se ha perdido. […] Muchos se habían adaptado a [este hecho], ateniéndose a la verdad o a lo que cada uno tenía por tal; y renunciando a su transmisibilidad, con o sin pena en el corazón. Lo realmente genial de Kafka es que ensayó algo nuevo por completo: sacrificó la verdad para aferrarse a su transmisibilidad, al elemento hagádico” [Benjamin y Scholem, 2011: 227. El subrayado es nuestro].↵
- Cf. Benjamin, 1986b.↵
- Cf. Benjamin, 1999b, 1999c, 1999d.↵
- En el ensayo sobre Kraus, el niño y el monstruo son mensajeros de un “humanismo real”, opuesto al humanismo edificante bajo el dominio del demonio: “Como un engendro formado por un niño y un antropófago nos encontramos con el dominador: ningún hombre nuevo; un monstruo, en cambio; o un nuevo ángel” (Benjamin, 1986c: 187).↵