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Epílogo

El miércoles 7 de enero de 2015, en el centro de París, dos terroristas franceses de origen musulmán fuertemente armados, encapuchados y vestidos de negro irrumpieron en la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, al grito de “Aláh es grande”. A sangre fría ejecutaron a doce personas, comenzando por el director de la publicación, Stéphane Charbonnier, y dejaron una decena de heridos, algunos de ellos de suma gravedad. Este sorpresivo asalto duró escasos diez minutos. Los atacantes huyeron en el mismo Citroën negro en el que habían venido.

Esa misma noche miles de franceses se autoconvocaron en las principales ciudades del país para condenar el atentado. El presidente François Hollande se acercó a la sede de la masacre para solidarizarse con las víctimas y convocó a toda la población, para el domingo siguiente, a una marcha masiva a la Plaza de la República en París en defensa de la libertad de expresión y de los valores republicanos del pueblo francés. Mientras miles de policías buscaban a los terroristas, identificados como los hermanos Said y Cherif Kouachi, un tercer terrorista de origen musulmán, Amedy Coulibaly irrumpía en un mercado Kosher, asesinaba a cuatro clientes judíos y hería a otros. El atacante fue abatido por los efectivos que custodiaban el lugar. Casi simultáneamente, el 9 de enero, los hermanos Kouachi fueron ultimados por la policía a pocos kilómetros al norte de París, lo que puso fin a tres días de terror y angustia para Francia y para la Unión Europea. Al-Qaeda se atribuyó la autoría del ataque a Charlie Hebdo, mientras que el terrorista Coulibaly se proclamó miembro del Estado islámico.

Efectivamente, el domingo 11 de enero un millón y medio de manifestantes, presididos por el presidente de Francia François Hollande y por unos cincuenta líderes políticos de toda Europa, colmaron la Plaza de la República en París, mientras otros millones de manifestantes marcharon en las principales ciudades de la Unión Europea y del mundo entero para protestar contra los ataques del autodenominado “Estado Islámico” o “Ejército Islámico” (EI). Inesperadamente, la respuesta de los terroristas a esta condena generalizada y categórica fue iniciar una interminable cadena de ataques sorpresivos en diversas partes de Europa: en Finlandia, en Bélgica, en Francia, en Alemania, en España, en Inglaterra, etc. Sin embargo, sería un error pensar que estos ataques son el preludio de un enfrentamiento entre Oriente y Occidente, o entre el islam y el cristianismo. Es verdad que algunas organizaciones islámicas interpretan la Guerra Santa (yihad) como una lucha armada para imponer el islam en el mundo. Pero la inmensa mayoría de los musulmanes (un 80%) entienden la yihad no como una guerra santa contra los “infieles”, sino como una lucha interior del propio creyente musulmán en el “camino de Aláh”.

Los hechos que marcaron un cambio radical en el mundo, después de terminada la Guerra Fría, fueron el sorpresivo atentado terrorista contra las “torres gemelas” de Nueva York y el Pentágono de Washington, el 11 de setiembre de 2001, y la apresurada reacción y sucesivos errores políticos del entonces presidente de los Estados Unidos, George W. Bush; en particular, la inconsulta y unilateral invasión a Irak, la destitución y condena a muerte de su presidente Sadam Husein y la declaración de guerra a los supuestos “integrantes del eje del mal”. Esta injustificada declaración de guerra del presidente Bush (h) exacerbó aún más la violencia de los terroristas, que encontraron en la Unión Europea un campo propicio para sus objetivos de venganza. En efecto, muchos jóvenes europeos de origen musulmán, cuyos padres o abuelos habían inmigrado a Europa después de la Segunda Guerra Mundial, nunca terminaron de asimilarse a la cultura europea, y siguen viviendo en los barrios marginales de las grandes ciudades, con pocas posibilidades de dar un salto cualitativo en su vida. Estos jóvenes de origen musulmán, nacidos y educados en Europa pero que nunca se sintieron integrados a la cultura europea, fueron el instrumento ideal utilizado por los terroristas para cometer sus crímenes.

Por eso, apenas ocurrieron los primeros actos de violencia en París, el gobierno francés anunció la implementación de importantes decisiones políticas tendientes a acelerar la integración. En efecto, el primer ministro Villepin reconoció que para superar la crisis provocada por la violencia terrorista, era necesario que la igualdad de oportunidades fuese una realidad para todos. Por lo cual, como primera medida, el gobierno sancionaría con fuertes multas a quienes realicen actos de discriminación; además se facilitaría la igualdad de oportunidades para todos, tanto a nivel trabajo como educación, para lo cual habría exenciones fiscales para las empresas que invirtieran en los suburbios pobres. Además, los jóvenes con dificultades de aprendizaje recibirían especial apoyo, y si lo deseaban, desde los 14 años podrían optar por aprender un oficio a cargo del Estado. En Alemania, donde viven más de siete millones de extranjeros, había resultado posible su integración y crecimiento económico (a pesar de las dificultades inherentes a un mercado fluctuante) porque el Estado alemán pagaba un seguro de desempleo de 400 euros mensuales a todo residente desocupado. Por eso el comisionado alemán para la migración y los refugiados, comentando los sucesos de París, pudo afirmar: “los inmigrantes en Alemania no quieren quemar autos, sino manejarlos”.

Pero estas medidas nacionales, que son necesarias para resolver los problemas locales, son insuficientes para resolver los problemas institucionales y la actual crisis global de la Unión Europa. Es decir que, a pesar de los espectaculares progresos realizados a favor de la integración política y económica de los 28 países del bloque y la vigencia del euro, quedan aún por resolver muchos problemas, algunos de ellos agravados sin duda por la actual crisis mundial.

Quizás el problema más importante que sacude los cimientos de la UE, en opinión de muchos expertos, es la ausencia de un liderazgo político que sea capaz de reavivar la ilusión y la fe en el sueño europeo. Europa necesita urgentemente la democratización de sus instituciones. Por ejemplo, los 28 miembros del Consejo de la Unión y los 28 Comisarios de la Comisión Europea no son elegidos por la ciudadanía, sino designados por sus respectivos gobiernos de cada país. La única institución elegida democráticamente es el Parlamento europeo, que carece de autoridad para legislar. En efecto, para aprobar sus directivas o normas debe someterlas a la supervisión del Consejo Europeo. La democratización de la Unión Europea, con un gobierno y un Parlamento con autoridad, elegidos por los ciudadanos de todos los países miembros, daría más estabilidad y mayor integración al bloque por contar con autoridades legitimadas por el voto popular y con instituciones afines al sentir mayoritario del electorado. Como escribió Gianni Vattimo (2008: 200-202), después de haber sido miembro del Parlamento europeo durante cinco años: el parlamentario europeo es

alguien que no cuenta nada políticamente […] Si Europa hubiera devenido un verdadero sujeto político, un Estado, aunque federal, podríamos decir que habíamos salido de la prehistoria, porque por primera vez un Estado nuevo habría nacido no de una guerra, sino por voluntad de los ciudadanos. Pero no nació.

De hecho, la UE no ha encontrado aún la fórmula para transformarse en un gran Estado: los “Estados Unidos de Europa”.

Otro problema de vital importancia para la UE es el demográfico. Europa está envejeciendo rápidamente, no solo porque ha aumentado la expectativa de vida de la población, sino fundamentalmente porque ha descendido dramáticamente la tasa de natalidad desde hace aproximadamente treinta años. Ahora bien, para revertir esta tendencia poblacional, la UE debería implementar a corto plazo, políticas públicas de inmigración, y, a mediano y largo plazo, políticas que incentiven la natalidad. La enorme crisis de refugiados que huyen de la guerra, el hambre y la miseria no ha sido bien aprovechada por la Unión Europea para elaborar y poner en práctica una política de inmigración amplia y coherente con los valores humanitarios de la nueva Europa. El problema de los refugiados en el mundo, según Naciones Unidas, se ha transformado hoy en una verdadera tragedia para toda la humanidad. Pero esta tragedia se ha manifestado recientemente con características nunca imaginadas en Europa, cuando los gobiernos de Italia y Malta se negaron a recibir como refugiados a 630 migrantes provenientes del norte de África. Afortunadamente, después de navegar varios días sin rumbo por el Mediterráneo, lograron desembarcar en Valencia. Sin embargo, el gobierno español envió un serio mensaje a Marruecos exigiéndole que “controle sus costas”, como antes lo había hecho el gobierno de Italia aludiendo a las “mafias que lucran con la inmigración ilegal”. Sin embargo, pareciera que la UE está encontrando una solución consensuada entre sus miembros con la propuesta de crear centros de acogida de refugiados tanto en Europa como en otros países del norte de África. Estos centros ayudarían a descomprimir la presión de los migrantes sobre las fronteras europeas, y contribuirían a la identificación y preparación de los futuros migrantes para un ingreso seguro y ordenado en la UE. De esta manera se evitarían también los frecuentes y trágicos naufragios en el Mediterráneo.

Hay otros problemas pendientes que se refieren al pleno empleo y a una mayor inversión en investigación y desarrollo, agravados ambos, sin duda, por la actual crisis económica. Pero el problema último en el tiempo que se le planteó a la UE fue el desmembramiento del Reino Unido (Brexit), debido al referéndum del 23 de junio de 2017, en que un ajustado 51,9% votó en contra de la permanencia en el bloque. En un principio pudo parecer un rudo golpe para Europa. Pero como afirma Aldecoa Luzárraga (2017: 34),

El Brexit significó un gran problema para el Reino Unido […] En el caso de la UE el Brexit no amenaza su existencia […] La construcción europea nació y se desarrolló sin el Reino Unido; y durante sus cuarenta y cuatro años de pertenencia a la Unión Europea éste ha dificultado su funcionamiento y especialmente su profundización.

De hecho, el Reino Unido se opuso sistemáticamente a la construcción de una economía social de mercado y, sobre todo, a la integración de una Europa Federal. Es verdad que con la salida del Reino Unido, la UE perdería población y riqueza, y dejaría de ser miembro en el Consejo de Seguridad de la ONU, pero se fortalecería internamente porque ganaría en unidad, coherencia y libertad de acción para desarrollar su modelo político.

Ahora bien, aunque el modelo de la Unión Europea, en estos últimos decenios, está atravesando una grave crisis institucional, hay que recordar que una de las caras de toda crisis es la oportunidad para el cambio y el crecimiento. La situación conflictiva y agónica que vive hoy la Unión es propia de una “Europa joven”, en expansión, que está proponiéndose –y proponiendo a toda la humanidad– un sueño nuevo, capaz de dar respuesta a los desafíos del siglo XXI: una utopía sin excluidos y con justicia para todos. Por eso, vale la pena –en especial frente al fracaso del conflicto creado desde el atentado terrorista contra las torres gemelas– mirar el futuro con ojos esperanzados. Vale la pena soñar que la convivencia pluralista es posible en un mundo con igualdad y libertad para todos; que los valores éticos pueden superar los fundamentalismos y sobreponerse a las ambiciones personales o de grupo, y que la paz mundial y el bienestar de toda la humanidad algún día podrán ser los objetivos de la política y las relaciones internacionales. La vigencia del sueño europeo contribuirá, sin duda, a que la utopía sea posible.

Muchos creemos que la Unión Europea, con sus avances y retrocesos, puede servir de “modelo” para crear en el mundo una nueva cultura de paz.

La política exterior europea se fundamenta en la difusión de la paz y la inclusión, más que en la acumulación de poder […] No es la fuerza de las armas, sino la capacidad negociadora, y la apertura al diálogo […] lo que constituye la característica de este nuevo tipo de superpotencia (Rifkin, 2004).

En efecto, la política de defensa y seguridad de la Unión Europea se orienta por caminos distintos de los que caracterizaban la defensa y seguridad en un pasado reciente y, por supuesto, muy lejos del nuevo concepto de “guerra preventiva” introducido por el presidente Bush (h). Ni siquiera se trata de la defensa territorial basada en la vieja idea del Estado-nación, sino de una nueva idea “transnacional” del mantenimiento de la paz, de intervención humanitaria y, sobre todo, de la “utilización del apoyo económico” como el mejor instrumento de la política exterior para lograr la armonía y cooperación entre los pueblos.

Por eso, el 10 de diciembre de 2012, el Comité Internacional Noruego que otorga el Premio Nobel de la Paz, lo entregó a la Unión Europea “por haber contribuido, a lo largo de seis décadas, al avance por la obtención de la paz y la reconciliación, democracia y derechos humanos en Europa”.

Sin embargo, la Unión Europea que ha logrado sellar la “paz negativa”, es decir, “nunca más la guerra entre los países de la Unión”, necesita todavía consolidar la paz “positiva o estructural”. De hecho, la defensa de la “paz estructural” que propone la ONU sigue siendo un objetivo lejano, no solo para Europa, sino para toda la humanidad, una utopía, como la isla imaginaria de Tomás Moro, sede de una vida social y política ideal.

Etimológicamente, “utopía” significa “no-lugar”, o lugar inexistente, ideal. Lo cual no quiere decir que la utopía sea algo inaccesible o imposible. Para Tomás Moro, la comparación de las pautas de la sociedad real en la cual vivimos con las pautas de “Utopía” debiera servir de energía positiva o impulso interior para acercarnos más y más al ideal: es decir, a un mundo con eudaimonía que, según la filosofía de Aristóteles, es la fuente de la verdadera felicidad.

El sentido ético alcanzado por la humanidad a través de los siglos y las lecciones aprendidas en las páginas de la historia universal nos sugieren que la utopía de la paz propuesta por Naciones Unidas, y que –como acabamos de exponerlo en el capítulo anterior– está de alguna manera expresada en el modelo social de la Unión Europea, es una meta difícil, siempre inacabada, pero no por eso imposible. Como decíamos en el capítulo de las investigaciones sobre la paz, citando a Galtung, lo que se contrapone a la paz no es la guerra sino la violencia, y en particular la violencia estructural o indirecta. Ahora bien, esta violencia es la más difícil de erradicar, porque al estar encarnada en las estructuras sociales y en la cultura dentro de la cual hemos sido socializados, forma parte de nuestra personalidad. Solo cuando la utopía de la paz estructural sea adoptada como el “modelo social” para la verdadera “patria grande” que es nuestro mundo globalizado, las estructuras sociales de todas las naciones comenzarán a ser cada vez más justas y equitativas, más democráticas e inclusivas, más pacíficas y eudemónicas, es decir, plenas de felicidad.



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