Los antiguos romanos consideraban que para lograr la paz era necesario estar bien preparados para la guerra (si vis pacem, para bellum); o como decía un poeta romano, “dulce et decorum est pro patria mori” (es dulce y honroso morir por la patria). Hoy la Unión Europea está proponiendo al mundo otra consigna: “si quieres la paz, cultiva la justicia”. En otras palabras, para lograr la paz, hay que fortalecer el derecho internacional, proteger las libertades individuales y los derechos humanos universales, y difundir la democracia, no a través de la guerra, sino de la cooperación, la ayuda humanitaria y la inclusión de todos los excluidos. Se trata de una visión positiva y optimista de la humanidad, en contraposición a la concepción tradicional según la cual la defensa y seguridad de las naciones depende fundamentalmente de la protección que brindan las armas.
Con la finalización de la Segunda Guerra Mundial surgió en Europa una generación de notables políticos que dedicaron sus energías a la reconstrucción del “viejo mundo” y a plasmar lo que hoy se conoce como la Unión Europea (UE). Los visionarios de esta nueva Europa fueron Konrad Adenauer, Robert Schumann, Alcide De Gasperi, Paul Henri Spaak y Jean Monnet.[1] Entre los objetivos planteados por estos fundadores, uno de los primeros –quizás el más importante– fue el de alejar definitivamente de Europa los horrores de la guerra. En efecto, después de muchos siglos en que los problemas y conflictos internacionales se habían resuelto por la fuerza y el dominio militar, en 1951 se llegó a un acuerdo de lo que en un principio se llamó la “Comunidad del Carbón y el Acero”, firmado por Francia y Alemania, respaldados inicialmente por Bélgica, Holanda, Italia y Luxemburgo. Dicho acuerdo fue ratificado el año 2000 por un nuevo acuerdo firmado en Lisboa con el objetivo de transformar a la UE en una economía dinámica y competitiva basada en el conocimiento. Por eso la Unión Europea –a diferencia de los Estados Unidos– pretende ser una “superpotencia” basada no en el poder de las armas, sino en la inclusión, la solidaridad, el diálogo y la resolución de conflictos.
Pero en lo que más se distingue el “modelo social europeo” del “modelo norteamericano” y de las anteriores superpotencias que dominaron el mundo es en el concepto de soberanía y la firme decisión de preservar la paz. Como escribe Rifkin en El sueño europeo (2004: 377):
Estos países [de la Unión Europea] se han ido despojando cada vez más del legado histórico de la soberanía del Estado-nación, y prefieren trabajar de una forma asociada y sujeta al derecho internacional, al que se someten. Como dijo Jean Monnet en un discurso pronunciado en Washington en 1952, “no estamos haciendo una unión entre Estados, sino una unión entre pueblos”.
No está de más recordar aquí que el concepto de soberanía fue definido por Jean Bodin en el siglo XVI para justificar el “poder absoluto, perpetuo e ilimitado de los príncipes soberanos […] para dictar leyes para sus súbditos”. El poder absoluto se justificaba, según Bodin, porque los príncipes eran “lugartenientes de Dios, y por lo tanto no estaban de ningún modo sometidos al imperio de otros, porque –después de Dios– nada había mayor sobre la tierra que los príncipes soberanos…”. Este principio de soberanía se transfirió luego a los Estados-nación. Hoy, sin embargo, ya no es así: la soberanía de las naciones dista mucho de ese “poder absoluto” de los soberanos del siglo XVI. Más aún, ningún Estado –en este mundo globalizado y multipolar– es autosuficiente. De hecho, todos los Estados, incluso los más poderosos, están sujetos a determinadas normas del derecho internacional.
El sueño europeo es un sueño de inclusión y cooperación, no de exclusión o autonomía. Los europeos tratan de “vivir en un mundo que se gobierne por consenso”. Esto no significa que el Estado-nación necesariamente vaya a desaparecer, pero parte de la autoridad y del control político que tradicionalmente ejercían los Estados miembros de la vieja Europa hoy han sido transferidos a las comunidades locales y sobre todo a las uniones regionales. Por consiguiente, los ciudadanos españoles, por ejemplo, ostentan su identidad de tales, y al mismo tiempo, su identidad como catalanes y como europeos; pero por encima de las disposiciones y prerrogativas del Estado español, deben su lealtad a los principios fundacionales de la Unión Europea. Como escribe Robert Kagan (2003), “Europa está […] accediendo a un mundo autosuficiente de leyes y normas, de negociación y cooperación transnacional. Está penetrando en un paraíso poshistórico de paz y relativa prosperidad, en lo que es la realización de la paz perpetua de Immanuel Kant”.
No debe extrañar que el sueño norteamericano y el europeo sean tan diferentes, porque sus orígenes también lo fueron. El sueño norteamericano nació de las ansias de libertad y progreso de los peregrinos que, huyendo de Europa perseguidos por sus ideas religiosas reformistas, consideraban que Dios los había conducido –como a los antiguos hebreos– a la “tierra prometida”, para transformarla, con el esfuerzo individual y el sacrificio de todos, en un nuevo paraíso terrenal. Esto explica la convicción del pueblo norteamericano de ser un “pueblo escogido” y que considera –como afirma la doctrina calvinista–, que “el éxito es la mejor señal de predestinación”. El sueño europeo, por el contrario, nació de los horrores y destrucción de dos guerras mundiales, y del temor a una posible “tercera guerra nuclear” de consecuencias impredecibles.
El presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, en un discurso pronunciado en el Instituto de Estudios Políticos de París en 2001, se refería al novedoso enfoque político –de paz e inclusión– de la Unión Europea, perfectamente planificado por el “genio de los padres fundadores” que lograron una transformación gradual hasta llegar a una plena integración regional, pasando por una unión aduanera y de cooperación económica, y superando definitivamente las ambiciones y confrontaciones del pasado. Como sintetiza Rifkin (2004: 383), el nuevo experimento europeo es
el resultado de un sentimiento de total repugnancia por el tipo de conducta bárbara que los seres humanos son capaces de asumir en relación con sus semejantes. […] La esencia del sueño europeo es la superación de la fuerza bruta y el establecimiento de la conciencia moral como principio operativo capaz de regir los asuntos de la familia humana.
La ayuda humanitaria para el desarrollo del mundo es uno de los pilares de la política internacional de la Unión Europea. En efecto, la contribución económica ofrecida por Europa, en los últimos años, asciende a más del 50% del total aportado; mientras que la contribución de los Estados Unidos no llega al 40% (Rifkin, 2004: 390-391). En cuanto a la integración de los inmigrantes, Mario Mauro, vicepresidente del Parlamento Europeo, considera que se necesita una estrategia común para encontrar una solución; que Europa se equivoca cuando piensa que los inmigrantes son un peligro para los trabajadores locales; que Europa necesita de los inmigrantes porque tiene una población envejecida, debido a la ausencia de hijos en la familia europea durante los últimos veinte o treinta años. Lo que se necesita son buenas políticas de integración que ofrezcan posibilidades de trabajo y de crecimiento.
De todos modos, hay que reconocer que la capacidad de absorción de inmigrantes que tiene Europa es mucho menor que la necesidad y el hambre de los millones de africanos que luchan por ingresar al continente –legal o ilegalmente– en busca de trabajo y de una vida más humana. Por eso, en el año 2005, los países de la Unión Europea decidieron destinar 400 millones de euros (duplicando la cifra anterior) para ayudar a los países de donde proviene la mayor parte de los inmigrantes. También se decidió adoptar una política migratoria firme pero que, al mismo tiempo, respete la dignidad humana de las personas y las buenas relaciones con los países de origen (La Nación, 06/11/05).
Este “original enfoque político” trae aparejado también un nuevo concepto del papel de las fuerzas armadas, y consiguientemente, un cambio fundamental en la formación militar, ya que su objetivo no es “hacer la guerra” para la defensa territorial, sino prepararse para el mantenimiento de la paz mundial: prevenir o contener la violencia, y crear las condiciones para restablecer la paz entre las partes, en caso de que surjan conflictos armados. Mientras que el soldado tradicional está dispuesto a matar y morir en defensa de su patria, el soldado de la Unión Europea está dispuesto a dar su vida para defender la paz. Por consiguiente, además de aprender el manejo de las armas, estos soldados están especialmente entrenados para la negociación, la resolución de conflictos, la ayuda humanitaria (protección de refugiados o de las poblaciones civiles víctimas de desastres naturales), la creación de corredores humanitarios, y las misiones de paz cuando surgen conflictos armados de cualquier tipo. Como se afirma expresamente en el Tratado de Roma de 1957, la finalidad de la creación de la Comunidad Europea era lograr la “unión entre los pueblos europeos” –que durante siglos han vivido divididos por conflictos sangrientos– a fin de “sentar las bases de unas instituciones que la orienten hacia un destino que será, a partir de ahora, común”.
En otras palabras, el objetivo de la formación militar y de la política exterior y de seguridad de la Unión Europea es defender y difundir la paz. Los europeos buscan la seguridad, no en la fuerza de las armas, sino en el fortalecimiento del derecho internacional, y en especial, en una legislación a favor de los derechos humanos universales, en consonancia con los principios proclamados por las Naciones Unidas. Más aún, mientras que el gasto militar de las principales potencias del mundo alcanzaba el billón y medio de dólares a fines de 2009, según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, la Unión Europea lo redujo en 4.000 millones de dólares. Curiosamente, esta importante reducción del presupuesto militar europeo coincidía con una creciente inversión para las misiones internacionales para el mantenimiento de la paz.
El tradicional concepto de defensa nacional, basado en la disuasión por la capacidad ofensiva de los ejércitos, se ha ido transformando paulatinamente en un novedoso concepto de seguridad defensiva, basada en la cooperación y confianza mutua entre los Estados, que eliminan las hipótesis de conflicto y las amenazas a la paz. La nueva Europa no solo se opone a la guerra, sino que además adhiere firmemente a los derechos humanos fundamentales, por lo cual rechaza la pena de muerte, aun para los criminales de guerra. Este enfoque de política internacional hizo que la Comisión Europea suscribiera el Protocolo de Kioto y los sucesivos tratados internacionales que prohíben las pruebas nucleares, el uso de armas de destrucción masiva y de las minas terrestres, entre otros.
A mediados del siglo XVIII el economista François Fresnay, al describir con admiración el esplendor y grandeza cultural del Imperio chino de la época, lo comparaba con lo que podría ser una Europa unida: “Nadie negará que este Estado (China) es el más bello del mundo, el que posee mayor densidad de población, y el reino más próspero que conocemos. El Imperio chino es como sería toda Europa si estuviera unida por medio de un solo soberano”. Hoy la Unión Europea está integrada por 28 países miembros, con más de 500 millones de habitantes (alrededor del 8% de la población actual) y con un ingreso promedio per cápita de más de 30.000 dólares. Esta nueva realidad política mundial se ha transformado en un gigante comercial que exporta más de lo que importa, y cuyo PBI (16,3 billones de dólares en 2012) supera el de los Estados Unidos.
Desde el Tratado de Roma de 1957 y la creación del Euro en 1960, todo parecía funcionar de acuerdo con la “utopía” de los fundadores de la Unión Europea. Pero llegó el categórico “no” de los franceses al referéndum propuesto para aprobar la Constitución, y luego los actos vandálicos ocurridos en 2005 en algunos barrios pobres de París habitados por inmigrantes africanos musulmanes. Esta explosión de violencia se extendió rápidamente por todo el territorio, y puso en estado de alerta a las autoridades de los países vecinos. Más recientemente, la grave recesión económica originada en 2008 en los Estados Unidos se extendió por Europa y el mundo entero, lo cual afectó seriamente las economías regionales y provocó la desaceleración de la economía mundial. Esto contribuyó a un aumento de la tasa de desempleo en la Unión Europea. Como escribe el sociólogo alemán Ulrico Beck en un reciente ensayo titulado Una Europa alemana, “casi uno de cada cuatro europeos menores de 25 años no encuentra trabajo, y muchos salen adelante con contratos temporales de bajo coste”. Todos estos acontecimientos están, sin duda, poniendo a prueba el experimento europeo. Hoy muchos europeístas se preguntan si el sueño europeo todavía tiene futuro. El mismo Rifkin, al final de su obra (2004: 497) se preguntaba: “¿Tendrán los europeos la paciencia de seguir defendiendo una forma de gobierno multiestratificada, abierta y orientada a la gestión de procesos si tuvieran que enfrentarse a agitaciones sociales y a disturbios en las calles?”.
A pesar de que la Unión Europea está atravesando un período difícil, y de que muchos desconfían de la capacidad de liderazgo de los gobernantes actuales para llevar a buen término los valores proclamados por la Unión Europea –inclusión, integración y contribución al desarrollo mundial–, es justo reconocer que las cosas pueden ir mejorando en un futuro no muy lejano. Aunque existe una corriente antieuropea dentro de la misma Europa, y algunas tendencias de un nacionalismo exagerado –aun entre algunos eurodiputados–, son muchas más las voces de quienes quieren recuperar el espíritu que animó a los visionarios del siglo pasado al poner los cimientos de esta nueva Europa, y continuar viviendo su utopía. Como escribió Alain Touraine (2010: 29) en una página del periódico español El País,
para que esto se convierta en realidad los europeos deben cesar de ser los comparsas de un Estados Unidos que, pese a la pérdida de su hegemonía, sigue siendo el país más poderoso. Nadie puede desear una ruptura entre las dos orillas del Atlántico. Pero Estados Unidos y Europa deben crear dos modelos de desarrollo con tantas diferencias como elementos comunes entre ellos, lo que supone imperativamente que los europeos acepten las cargas como las ventajas de un rol planetario. ¿Cómo los europeos, que inventaron el espíritu de las Luces y la creencia en la razón y en los derechos humanos, podrían aceptar pasivamente lo que corre el riesgo de ser el fin del modelo occidental, es decir, de la asociación del progreso científico y el técnico, la destrucción de los privilegios y el reconocimiento de los derechos fundamentales de cada cual?
Más recientemente, Beck (2012: 46-47), en su ya citado ensayo, considera que la crisis europea requiere una solución audaz y revolucionaria. El autor parte de la definición de crisis propuesta por Antonio Gramsci: “la crisis es el momento en que el viejo orden se extingue y es preciso luchar por un nuevo mundo venciendo resistencias y contradicciones”, para llegar a la conclusión de que
todo podría ser mucho más fácil si las personas, los grupos de interés y los políticos renunciaran a la anticuada idea de soberanía nacional y comprendieran que el único camino para recuperar la soberanía es a través de Europa y sobre la base de la cooperación, el acuerdo y la negociación (Beck, 2012: 46-47).
Beck es consciente de que esta solución política de urgencia podría ser rechazada como ilegal por los “ortodoxos del Estado nación, que quieren conservar una política presidida por las reglas vigentes”. Reconoce que su propuesta no es simpática porque restringe las democracias nacionales, pero considera que en esta emergencia está “legitimada” porque es la única forma de adelantarse al peligro que amenaza con la supervivencia de la Unión Europea. Lo que está en “situación de riesgo” no es el euro –como supone la mayoría de la opinión pública mundial– sino la vigencia de los valores europeos. “¿No sería conveniente –se pregunta Beck– añadir el cargo de un presidente europeo que pudiera ser directamente elegido por los europeos, concretamente, en una contienda electoral que generara una opinión pública en toda Europa?”.
El domingo 11 de noviembre de 2018 se celebró en París el primer centenario del fin de la Primera Guerra Mundial con la presencia de los dirigentes más importantes del mundo. En su discurso de apertura el presidente Emmanuel Macron dio una clara respuesta a la pregunta de Beck, al insistir en la necesidad de mantener los ideales de los fundadores de la Unión Europea, y de evitar el nacionalismo, que definió como “una traición al patriotismo”. Por eso consideró que era necesario dar por inaugurado en este día el Foro de la Paz y la Democracia, que deberá celebrarse todos los años en memoria de este importante acontecimiento. A continuación, la canciller de Alemania, Ángela Merkel, centró también su discurso en el “fortalecimiento de la UE” y en los peligros del nacionalismo: “la Primera Guerra Mundial –dijo– nos mostró lo destructivo que puede ser el nacionalismo […] No nos dejemos arrastrar por los intereses nacionales”.
Una semana más tarde, el 18 de noviembre, ambos líderes políticos volvieron a encontrarse en el Parlamento alemán, para honrar la memoria de las víctimas de la Gran Guerra. En su discurso, el presidente francés insistió nuevamente en la necesidad de “refundar a Europa”. Necesitamos una Europa unida y fuerte para “enfrentar al fanatismo y al nacionalismo sin memoria…”. Pocos meses después, cuando un periodista le preguntó si él se consideraba un nacionalista o un globalista, Macrón respondió categóricamente: “Ni nacionalista, ni globalista; soy un ‘patriota francés’”. Esta definición alude al concepto de “patriotismo constitucional” que nació en la Alemania posterior al nazismo y fue adoptado y desarrollado por el filósofo Jürgen Habermas. En una entrevista publicada por el periódico español El País el 10 de mayo de 2018, Habermas lo define como la construcción de una “sociedad posnacional” en la que los ciudadanos adhieren a una constitución común sin negar sus respectivas entidades nacionales. Precisamente este concepto de “patriotismo constitucional” es la base de sustentación de lo que hoy es la “ciudadanía europea”. Europa está atravesando un momento crucial: debe definir su rol mundial. Pero “no podrá desempeñarlo si se conforma con jugar un papel secundario en la escena mundial…”.
¿Podrán los 28 miembros actuales de la Unión Europea superar sus diferencias y, como sugiere Beck, atreverse a “una solución audaz y revolucionaria”? ¿Podrán los actuales dirigentes políticos de Europa “renunciar a la anticuada idea de soberanía nacional”? ¿Podrá la UE revertir el auge de los partidos populistas de extrema derecha que hoy gobiernan a más de cien millones de europeos? Es decir: ¿podrá la Unión Europea dar el salto cualitativo que soñaron sus padres fundadores y, finalmente, transformarse en los “ESTADOS UNIDOS DE EUROPA”?
Este cambio estructural de Europa sería una inspiración para el mundo y, en particular, para nuestro débil y conflictivo MERCOSUR. ¿Por qué no soñar, entonces, en un nuevo MERCOSUR ampliado y transformado en los “ESTADOS UNIDOS DE AMERICA DEL SUR”?
- Entre estos políticos estuvo también el primer ministro de Gran Bretaña, Winston Churchill, que apoyaba el proyecto, y que, en un discurso pronunciado en Zurich en 1946, habló entusiasmado de los “Estados Unidos de Europa”. Pero, con el cambio de gobierno, y “para no dañar su inquebrantable relación con los Estados Unidos”, Londres se alejó del bloque. Sin embargo, después de más de 15 años, en los cuales Inglaterra crecía menos que Alemania, y en los que Europa se mostraba pujante y poderosa, tanto política como económicamente, solicitó su admisión al bloque. Esta fue rechazada categóricamente dos veces (en 1961 y en 1966) por el veto del presidente de Francia, Gral. Charles de Gaulle. Finalmente, Gran Bretaña fue admitida a formar parte de la Comunidad Económica Europea en 1973. En un referéndum realizado en 1975, el 67% de los británicos votó a favor de su ingreso a la Unión Europea, con la única condición de no adherir al euro, para mantener su moneda.↵