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2 El conflicto y la paz

El término “conflicto” se usa vulgarmente como sinónimo de violencia. De hecho, si consultamos su acepción en el diccionario, nos encontraremos con vocablos tales como “apuro”, “peligro”, “disfunción”, etc., o definiciones como “momento más violento o indeciso de un combate”, o “situación de difícil salida en que no se sabe qué hacer”, o “situación de desacuerdo o lucha entre individuos o grupos que puede llegar a la aniquilación del contrario”, etc. Sin embargo, conflicto y violencia son dos conceptos totalmente distintos, y que no necesariamente están relacionados entre sí. Probablemente esta confusión se originó en el supuesto de que la violencia era una tendencia natural en el ser humano, como parecería confirmarlo la historia de la humanidad, en cuyas páginas se suceden alternativamente (como en la novela de Tolstoy) largos períodos de guerra y destrucción interrumpidos brevemente por tiempos de bonanza y de paz o, mejor dicho, de preparación para la próxima guerra (pax romana). Es muy probable también que la teoría del conflicto dialéctico y de la lucha violenta de clases de Marx –como veremos más adelante– haya contribuido a dar sustento “científico” a esta confusión.

De hecho, cuando los investigadores comenzaron a interesarse por estudiar el origen de la violencia, lo hicieron desde dos perspectivas diametralmente opuestas. Algunos moralistas, filósofos y, más recientemente, científicos sociales consideraron que el hombre era violento por naturaleza; otros, por el contrario, partieron del supuesto de que el ser humano era naturalmente bueno, solidario y pacífico, pero que la sociedad lo corrompía y lo incitaba a la violencia.

La concepción belicista que ha dominado la historia de la humanidad tuvo su fundamentación filosófica en la obra de Thomas Hobbes (1588-1679). Este autor, en su obra Leviathan (1651), sistematiza una teoría del origen de la sociedad a partir del concepto de que el hombre es naturalmente antisocial, egoísta, agresivo y brutal. Para Hobbes, los hombres en su estado natural eran seres solitarios, independientes e iguales, pero las ambiciones y los intereses de cada uno, en oposición a los intereses de los demás individuos, condujeron inevitablemente a una guerra de todos contra todos. Para cambiar esta situación y, sobre todo, para asegurar su propia supervivencia, los seres humanos decidieron –mediante un contrato social irrevocable– resignar parte de su independencia y de sus derechos en una autoridad con suficiente poder como para imponer la paz y el orden en la sociedad. Es decir que la civilización está basada, no en la sociabilidad natural del ser humano, sino en el temor y el interés individual. Por consiguiente, tanto la paz como la seguridad, según esta concepción filosófica, solo pueden mantenerse por la fuerza; el hombre se refugia en la sociedad solo por conveniencia propia: su seguridad depende exclusivamente del control y el poder absoluto de la autoridad del soberano.

A diferencia de Hobbes, John Locke (1632-1704), filósofo inglés y politólogo contemporáneo suyo, consideraba que el contrato social no se originaba en el temor y en la necesidad de protección –como razonaba Hobbes– sino en la lógica del beneficio común. En 1690 publicó Two Treatises on Government, donde apoya la revolución de 1688 que transfirió la soberanía, que tradicionalmente detentaba el Monarca, al Parlamento británico. Para Locke el contrato social no es irrevocable, ya que el poder reside en la voluntad del pueblo; por consiguiente cuando el Estado hace abuso del poder, el pueblo puede cambiarlo. Este concepto de “soberanía popular” dio origen a las democracias modernas, a partir de la Revolución Francesa de 1789.

Desde el Tratado de Westfalia, firmado en 1648, la teoría de que la paz y la seguridad solo se mantienen por la fuerza se aplicó también a la relación entre los Estados soberanos. En efecto, la única forma de mantener la paz entre los pueblos era a través de ejércitos poderosos o de alianzas entre países, que brindaban protección a los ciudadanos y aseguraban la integridad territorial del Estado-nación. Más recientemente, durante la llamada Guerra Fría de mediados del siglo XX, las dos potencias enfrentadas –la Unión Soviética y los Estados Unidos– lograron mantener durante cuatro décadas un difícil equilibrio de alianzas, amenazas y negociaciones en los foros internacionales. Finalmente, con la caída del muro de Berlín y del imperio soviético en 1989, pareció consolidarse la “paz americana” que –a semejanza de la antigua pax romana– consistió en la ausencia de guerra, gracias al control y poderío tanto militar como económico y político de los Estados Unidos. Hasta no hace muchos años, los filósofos y pensadores sociales discutían cuáles eran las condiciones de una “guerra justa”, contraponiéndola a una guerra “injusta” desde un punto de vista ético y/o jurídico. Hoy es inaceptable hablar de “guerra justa”, como veremos más adelante.

Entre los defensores de la teoría de que el hombre en su estado natural (o presocial) era bueno y pacífico, se destacó Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). En El contrato social (1762) sostiene que son las instituciones de la sociedad –en particular, la propiedad privada– las que producen desigualdad entre los seres humanos y, consiguientemente, rivalidad entre ricos y pobres. Algunas desigualdades son inevitables porque son naturales; pero hay otras desigualdades, como la acumulación de dinero, posesiones o prestigio en unos pocos, que no son naturales y que, por lo tanto, deben desaparecer. Por consiguiente, concluye, la violencia no es producto de la naturaleza del hombre, sino que es un fenómeno provocado por la sociedad. Los que, como Hobbes, atribuyen a la naturaleza del hombre tendencias de crueldad y violencia se equivocan, porque estas características no son naturales, sino adquiridas y provocadas por la sociedad. Para Rousseau la sociedad humana es producto de la Voluntad General, contrapuesta a la voluntad de los particulares y, por consiguiente, al disenso. La voluntad general debe imponerse sobre el disenso. Esta afirmación fue interpretada por algunos autores como una posición favorable al totalitarismo. Sin embargo, Rousseau rechazó categóricamente la idea de un Estado totalitario al afirmar que la sociedad es buena cuando permite que todos sus miembros participen en la formulación de sus leyes. El conflicto que existe entre libertad y autoridad debe ser resuelto.

Estas dos concepciones contrapuestas del origen de la violencia en la sociedad se han ido repitiendo a lo largo de la historia. Sin embargo, cabe señalar aquí que la preocupación de Hobbes no era determinar el origen de la violencia en la sociedad, sino investigar el origen de la sociedad humana y, más específicamente, el origen de la autoridad política en la sociedad. Por consiguiente, su concepto de que el hombre en su estado original era antisocial y violento, y que por conveniencia –para sobrevivir– fue evolucionando paulatinamente de una vida solitaria, insegura y errante hacia la constitución de pequeñas comunidades y, finalmente, de la sociedad, era un presupuesto, no una tesis confirmada. Las tradicionales doctrinas filosóficas del origen de la violencia parten de presupuestos diversos, que no han podido validarse científicamente. Hoy resulta inútil discutir si históricamente existió, hace diez o quince mil años, el hombre primitivo en su “estado natural”. El mismo Rousseau aclara que el “estado presocial” no existe, y quizás nunca existió antes, ni existirá en el futuro. Es lo que Max Weber llamaría un “tipo ideal de hombre”: es decir, un hombre despojado de todo lo que el ser humano, supuestamente, adquiere durante el proceso de socialización, por el hecho de vivir en una sociedad.

Independientemente de estas teorías que trataron de explicar el origen de la violencia en la sociedad –y aun justificarla, como Marx–, lo que parece importante destacar en este momento de la historia de la humanidad –después de las trágicas y dolorosas experiencias de las dos últimas guerras mundiales– es la “educabilidad” del ser humano. “¿Podremos vivir juntos?”, fue la pregunta que formuló Jacques Delors en 1996. ¿Podrá la humanidad aprender a vivir pacíficamente? Para responder adecuadamente a esta pregunta necesitamos definir qué entendemos por paz. Ahora bien, como decíamos citando a Galtung, el concepto de paz no es solo “ausencia de guerra” (violencia directa o personal), sino también “ausencia de injusticia” (violencia indirecta o estructural). Por consiguiente, el futuro de una humanidad en paz estará condicionado a la vigencia de un “orden social justo y equitativo para todos”, como trataremos de exponer en estas reflexiones.

Con el nacimiento de la sociología como ciencia empírica, en el siglo XIX, los fundadores de la nueva disciplina se ubicaron también en dos campos aparentemente contrapuestos: los sociólogos del consenso y los sociólogos del conflicto. Como sociólogos no estaban interesados en investigar si el ser humano era naturalmente violento o no, ni en conocer el origen de la sociedad humana, sino en verificar empíricamente cómo se desarrollan las relaciones humanas en un contexto social determinado. Para los sociólogos del consenso, la sociedad funciona como un sistema en el que todas las partes están interrelacionadas; por lo tanto, el orden y el equilibrio son funcionalmente necesarios para la salud del sistema social. Formaban parte de la escuela funcionalista (o del consenso) Augusto Comte –considerado el padre de la sociología–, Emile Durkheim, Talcott Parsons, Robert K. Merton, Neil J. Smelser, entre otros. Casi simultáneamente se fue desarrollando la teoría del conflicto, con dos vertientes distintas: la primera, basada en la lucha de clases y la revolución proletaria, conocida como la teoría del conflicto dialéctico (Karl Marx y Ralph Dahrendorf); y la segunda, denominada teoría del conflicto funcional (Georg Simmel y Lewis Coser), según la cual tanto el consenso como el disenso son formas alternativas y naturales de las relaciones sociales.

Para Karl Marx (1818-1883) la organización económica –y en particular la institución de la propiedad privada– determina una organización injusta de toda la sociedad. La estructura de clases, el sistema institucional, los valores culturales, las creencias, los dogmas religiosos y los sistemas de ideas, son un reflejo de la base económica de la sociedad. La sociedad es un sistema social caracterizado por tensiones, incoherencias y conflictos que dan origen a los cambios sociales. Sin conflictos no hay progreso, y los conflictos se tornan cada vez más violentos por la lucha de clases. Por eso, concluye Marx, existen fuerzas inherentes a la organización económica de toda sociedad que generan inevitablemente conflictos de clase, cada vez más violentos y revolucionarios. Al final, este conflicto será bipolar, cuando las clases explotadas “concienticen” sus verdaderos intereses y formen una organización política –el proletariado– capaz de enfrentar y controlar a la clase capitalista dominante. Pero, como dijimos anteriormente, no todos los sociólogos del conflicto coinciden con el modelo dialéctico y revolucionario propuesto por Marx.

Georg Simmel (1859-1918), por ejemplo, considera que el conflicto es un fenómeno necesario e inherente a la estructura de la sociedad. Tanto el conflicto como la armonía, la atracción como el rechazo, son formas alternativas propias de las relaciones humanas; el disenso y el consenso son procesos no solo normales sino también necesarios para la interacción social. Por lo tanto, para Simmel, el conflicto no es un proceso negativo en sí mismo; solo la “no relación” puede considerarse como totalmente negativa. El conflicto es la esencia misma de la vida social en cuanto contribuye al cambio social. Por eso, una relación conflictiva y aun dolorosa es positiva en cuanto los participantes están mutuamente relacionados en la “red social del disenso”. Por consiguiente, una buena sociedad no es la que está exenta de conflictos, sino la que sabe resolverlos positivamente.

Más recientemente, Lewis Coser (1956) retomó la concepción de Simmel al considerar que el conflicto puede contribuir tanto a fortalecer la base de ajuste e integración del sistema social como a su adaptación y cambio. En este sentido el conflicto es un proceso natural y necesario porque promueve la creatividad y el cambio en la sociedad; aunque también puede –cuando falta una regulación adecuada o cuando no se utilizan las estrategias conducentes a una resolución no violenta– provocar desajustes, violencia y aun la desintegración del sistema social. Sin embargo, el conflicto –bajo determinadas condiciones– ayuda a mantener la vitalidad y la flexibilidad del sistema social. Para Coser, el conflicto es funcionalmente necesario para el ajuste del sistema.

La mayoría de los sociólogos del siglo XX adherían a una u otra de estas dos corrientes sociológicas, consideradas entonces como antagónicas e irreductibles. Durante la década de 1950 se agudizaron las críticas contra la teoría funcionalista porque se suponía que no tenía en cuenta la naturaleza conflictiva de la realidad social. Al mismo tiempo, los sociólogos del conflicto eran criticados porque consideraban que el proceso dialéctico era la única fuente del cambio en la sociedad. Hasta que en octubre de 1963 apareció un largo artículo publicado por el sociólogo Pierre L. van den Berghe en la American Sociological Review (pp. 695-705) que proponía una síntesis de convergencia entre ambas posiciones.

Para Van den Berghe, ni el modelo del equilibrio funcional excluía el conflicto y el disenso, ni el modelo del conflicto dialéctico excluía el cambio social producido por factores externos a la estructura social. A partir de estas dos premisas, el autor concluía:

  1. Los sistemas sociales son interdependientes, aunque el nivel de interdependencia puede variar; la interdependencia puede generar tanto consenso como disenso social.
  2. El conflicto puede originarse en diversas fuentes, y puede producir cambio o integración (equilibrio); del mismo modo, el consenso puede producir conflicto y aun desintegración.

Por consiguiente, según este autor, es necesario admitir que en la vida social coexisten tanto el conflicto como la cooperación, el consenso como el disenso, la tensión como el equilibrio, la estabilidad como el cambio, etc. Todos estos son procesos naturales y necesarios por medio de los cuales se relacionan e interactúan los seres humanos en la sociedad. Esta es la posición adoptada por los investigadores sobre la paz. Desde sus orígenes han insistido en que no se trata de eliminar el conflicto de la sociedad, sino de resolverlo con creatividad y sin violencia, porque el conflicto –según Galtung– es “un elemento tan necesario para la vida social, como el aire lo es para la vida humana”.



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