Ya a comienzos del siglo XX, y más específicamente, antes de que se produjera la Primera Guerra Mundial (1914-1918), muchos educadores y pensadores sociales europeos responsabilizaban a la escuela tradicional de fomentar el odio y la rivalidad entre las naciones vecinas, a través de sus planes de estudio y de sus métodos de enseñanza. Consideraban que los programas escolares –sobre todo los de historia y geografía– fomentaban un etnocentrismo exagerado, y que sus métodos de una disciplina rígida y autoritaria, propias de la época, contribuían a formar una juventud muy militarizada, competitiva y poco solidaria.
Juan Bautista Alberdi, en su libro El crimen de la guerra, había escrito ya en 1868: “Formad al hombre de paz si queréis ver reinar la paz entre los hombres”. Casi medio siglo más tarde iba a estallar en Europa la Primera Guerra Mundial, que sembró destrucción y muerte por todo el continente: más de 9.000.000 de militares y 5.000.000 de civiles muertos o desaparecidos, además de las pérdidas materiales que se calculan entre los 200 o 300 billones de dólares. Precisamente, a partir de las trágicas consecuencias de esta llamada “Gran Guerra”, muchos líderes de las grandes potencias europeas comenzaron a preocuparse por arbitrar medios para consolidar la paz y evitar futuras guerras en el mundo.
Como primera medida se creó, en 1919, por iniciativa del presidente Wilson, la Sociedad de las Naciones, con el objeto de promover los ideales de la paz mundial y de mediar en la solución pacífica de posibles conflictos internacionales. Lamentablemente, por razones de índole política, la Sociedad de las Naciones careció desde sus orígenes de la autoridad e independencia necesarias para cumplir su misión. Todas las decisiones debían ser aprobadas por unanimidad por todos los Estados miembros. La impotencia del organismo para promover la paz y resolver los conflictos quedó manifiesta cuando, en 1936, no pudo evitar el estallido de la guerra civil española, que fue solo un preludio de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Sin embargo, a pesar de esta debilidad de origen, la Sociedad de las Naciones obtuvo algunos logros importantes a favor de la paz. Uno de ellos fue la creación, en 1926, de la Oficina Internacional de Educación (OIE). Este organismo, en su primer programa de trabajo, mencionaba entre sus objetivos, “fomentar el desarrollo de las virtudes cívicas de la juventud y contribuir a la formación de un espíritu de paz y comprensión internacional”. En cumplimiento de estos objetivos, la OIE llevó a cabo numerosas actividades tendientes a dar a conocer la importancia de la Sociedad de las Naciones para la cooperación internacional y la paz mundial.
Quizás la actividad de mayor trascendencia que pudo concretar la OIE fue la organización de un Congreso Internacional sobre “La paz por la escuela”, que se realizó en la ciudad de Praga en 1927, cuando todavía no habían desaparecido todas las secuelas de la guerra. Se trataba de un proyecto de educación moral de la niñez y juventud para prevenir la posibilidad de una segunda guerra mundial. Los trabajos leídos en dicho congreso fueron publicados por Bovet (1927) en un volumen titulado La paz por la escuela. Entre las conclusiones de este primer congreso se estableció que los Estados-miembros celebraran cada año el “Día internacional de la paz”, y sugería como fecha el 18 de mayo, día en que se recordaba la Primera Conferencia de Paz, realizada en la ciudad de La Haya en 1899. Asimismo, se instaba a que en todos los países se creara una Conferencia Nacional en celebración del Día de la Paz, “para que todos los niños y jóvenes tomen conciencia de la necesidad de la comprensión y cooperación internacional para el mantenimiento de la paz mundial”.
La sugerencia de celebrar el Día Internacional de la Paz fue recogida con entusiasmo por el presidente del Consejo Nacional de Educación de Argentina, Dr. Ramón J. Cárcano, en 1932. Elaboró un proyecto en el que ordenaba que todas las escuelas del país dedicaran cada año, el día 11 de noviembre (fecha en que se firmó el Pacto de San José de Flores) para celebrar el Día de la Paz; y que en todas las escuelas y colegios del país, se explique a los niños “las condiciones esenciales de la paz, que no es sumisión al más fuerte, sino una orientación moral opuesta a la guerra”, para que reflexionen y comprendan las nefastas consecuencias de la guerra y los beneficios de la paz y armonía entre las naciones.
Lamentablemente, el proyecto fracasó porque fue duramente criticado por el entonces ministro de Guerra, general Rodríguez, quien adujo, entre otros argumentos, que “la prédica de la paz disminuiría el espíritu viril de nuestro pueblo y de nuestra raza”, y “conspiraba en contra de la carrera militar” (citado por Batro, 1984). Resultó así frustrada la solemnidad de una celebración anual, de carácter nacional, como proponía Cárcano, y quedó reducida a una simple recordación dentro del ámbito de cada escuela, que poco a poco fue cayendo en el olvido. Huelga todo comentario, sobre todo después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y, para nosotros los argentinos, después de la dolorosa experiencia de la guerra de Malvinas.
Si bien es verdad que hubo algunas iniciativas de educación para la paz con anterioridad a la Primera Guerra Mundial, es indudable que solo a partir de ese conflicto internacional comenzaron a proliferar proyectos como el de la Sociedad de Naciones, creada en 1919 con el objeto de “difundir los ideales de paz y solidaridad para prevenir futuros conflictos internacionales”, o el de la Oficina Internacional de Educación, creada en 1922, “para contribuir a la obra de acercamiento moral de los pueblos por medio de la escuela”, entre otros muchos organismos privados, nacionales e internacionales.
En 1932, el educador Jean Piaget publicó su obra clásica El juicio moral en el niño, donde exponía tres diferentes niveles de apreciación moral de los niños según la edad. Años más tarde, la teoría de Piaget fue perfeccionada y ampliada por diversos autores norteamericanos, en particular por Lawrence Kohlberg –cuyas investigaciones aparecieron en más de veinte publicaciones sobre el tema del desarrollo moral, desde su tesis doctoral (1958) en la Universidad de Chicago– y otros, como James R. Rest, que publicó en 1979 Development in judging moral issues, con un prefacio escrito por el propio Kohlberg.
La teoría del desarrollo moral de Kohlberg, que continúa el pensamiento de Piaget, describe el crecimiento evolutivo que puede observarse en el niño desde los primeros años de vida hasta la adolescencia. A través de la educación, según el autor, y utilizando la técnica de la discusión de dilemas morales, el ser humano puede ir desarrollando su sentido ético. La conclusión a que llega Kohlberg es que las etapas del desarrollo del sentido moral tienen íntima relación con el tema de la libertad en un camino de creciente autonomía.
El niño, cuando nace, comienza en una etapa de anomía (premoral); luego, a través de la educación, va evolucionando hacia una etapa de heteronomía, en que se obedecen las normas por interés personal; el punto de referencia ético no es la bondad o maldad de la acción, sino la reacción de los adultos (el castigo o el premio); luego sigue la etapa de la socionomía: la bondad o maldad de una acción ya no depende solo de los adultos, sino también del grupo de pares; finalmente se llega a la etapa de la autonomía: en que el individuo es capaz de discernir lo bueno y lo malo de sus acciones a partir de ciertos principios y valores morales que ha internalizado: en esta etapa, la bondad o maldad de una acción se mide por el daño que se produce al otro. Por consiguiente, el ejercicio de la autonomía es un camino hacia la madurez moral, que supone un sujeto con sentido de solidaridad para con los demás, y con sentido crítico frente a la sociedad.
En otras palabras, el proceso de la educación moral es una dinámica de crecimiento gradual hacia una libertad responsable; su contenido consiste en una reflexión profunda, tanto sobre los valores fundamentales del ser humano y de la sociedad, a los que hacíamos referencia al hablar de la ética civil, como sobre el concepto positivo de paz, propuesto por Galtung y el Instituto Internacional de Investigación sobre la Paz. En esta línea ideológica de la “no violencia” y de fomentar la paz por la educación, comenzando por la formación del niño desde que nace, sobresalen –entre otros nombres notables– María Montessori (1870-1952), Martin Luther King (1929-1968) y Mohandas Karamchand Gandhi (1869-1948).
Montessori es hoy universalmente reconocida por el método de enseñanza que lleva su nombre, y por propiciar una “ciencia universal de la paz” –como ya lo había propuesto Comenio en el siglo XVII– para lograr una paz definitiva para la humanidad. Entre sus obras escritas cabe destacar Educazione e Pace, publicada en Italia en 1949, que reúne todas sus conferencias pronunciadas en diversos países de Europa, desde 1932 hasta 1938 –casi en los umbrales de la Segunda Guerra Mundial–, sobre la necesidad de educar a la juventud para la paz: “Construir la paz es obra de la educación; la política solo puede evitar la guerra”.
Martin Luther King fue un activista social que movilizó a las minorías de color de los Estados Unidos en defensa de sus derechos civiles, sin recurrir a la violencia. No fue un educador ni fundó ninguna escuela, pero a raíz de su asesinato en 1968, sus seguidores crearon en Atlanta el Centro Martin Luther King para difundir sus ideas sobre la lucha social y la no violencia, como valores fundamentales de la democracia.
Mahatma Gandhi ha pasado a la historia como el símbolo de la no violencia. Su filosofía pacifista se fundamenta en un auténtico humanismo y una profunda religiosidad personal, en la que se armonizan principios evangélicos del cristianismo occidental con tradiciones milenarias de las religiones orientales. Su ejemplo de vida, su liderazgo carismático y sus escritos son un legado coherente de cómo es posible resolver los conflictos a través de actitudes no violentas, como la desobediencia civil o la no cooperación frente a las estructuras o leyes injustas. Sin embargo, para Gandhi aun en el conflicto hay que privilegiar la confianza, la comprensión de los puntos de vista del otro e incluso la amistad con el oponente, porque es imposible que uno mismo pueda realizarse negando la realización de los demás, como veremos más adelante.
No obstante, no fue suficiente “fomentar la paz por la educación” para detener el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939. No solo Europa, sino la humanidad entera sufrió las consecuencias del holocausto más grande de la historia producido por una guerra en la que murieron millones de seres humanos y en la que entró en escena un elemento nuevo, de insospechadas consecuencias para el futuro de la humanidad: la bomba atómica. Como escribió años más tarde Filho (1964: 18):
El ideal de la convivencia pacífica entre los ciudadanos y entre los pueblos solo se logrará alcanzar cuando las naciones se modelen según una filosofía política que sustente ese ideal, y cuando no puedan existir entre las naciones situaciones de gran tensión determinadas por muchas y diferentes circunstancias, entre las cuales la de desarrollo social y económico son de capital importancia.
Al finalizar el conflicto mundial, después del sorpresivo ataque nuclear a Hiroshima, se llegó a un acuerdo internacional para sentar las nuevas bases de la convivencia internacional. Así nació, a fines de 1945, la ONU (Organización de Naciones Unidas), en reemplazo de la desprestigiada Sociedad de las Naciones, y la UNESCO (Organización para la Ciencia, la Cultura y la Educación) para “fomentar entre la juventud los ideales de paz, respeto mutuo y comprensión entre los pueblos, y estudiar la manera de intensificar en el plano internacional y privado las actividades en este campo…” (UNESCO, 1983a: 5). Desde sus comienzos la ONU trató de difundir los ideales de la paz, la necesidad del desarme mundial y, sobre todo, la defensa de los derechos humanos. En efecto, la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, proclamó la Declaración Universal de Derechos Humanos, y solicitó a todos los Estados miembros su publicación, que sea “divulgada, expuesta, leída y comentada, principalmente en las escuelas y demás establecimientos de enseñanza, sin distinción alguna”. A esta declaración de la ONU siguieron algunas más específicas, como la Declaración de los derechos del niño, en 1959; la Declaración contra la discriminación racial, en 1966; la Declaración contra la discriminación de la mujer, en 1967; la Declaración de Estocolmo sobre medio ambiente humano, en 1972, la Declaración sobre la protección de todas las personas contra la tortura, tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, en 1975, entre otras.
El fundamento de la educación para la paz de la UNESCO está explícito en el artículo 26, 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos:
La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz.
En 1953 la UNESCO inició un Plan de Escuelas Asociadas para desarrollar trabajos y programas especiales con el objetivo de lograr nuevos métodos y materiales de enseñanza para la educación para la paz y la comprensión internacional y al mismo tiempo facilitar el intercambio de información, estudiantes y docentes entre escuelas de diferentes países. Se inició el Plan con unas treinta escuelas asociadas de quince países miembros. Actualmente las instituciones asociadas son cerca de 5.000, distribuidas en la mayoría de los países miembros de la ONU.
La educación para la paz, que tuvo sus orígenes en 1928 por iniciativa del educador Pièrre Bovet, y que fue quizás el principal logro de la Sociedad de las Naciones, tomó nuevo impulso con la creación de la UNESCO. En los documentos constitutivos de la UNESCO, se expresa que “debido a que las guerras se inician en la mente de los hombres, es precisamente en la mente de los hombres donde se deben poner los cimientos de la paz”. Las iniciativas de la UNESCO para promover la cultura de la paz en las escuelas son numerosas, y se han visto acompañadas por otros organismos internacionales y de la sociedad civil para apoyar el esfuerzo de los gobiernos de implementar y actualizar sus programas formativos en este campo. Actualmente son muchas las universidades de Europa, América y Japón en que las investigaciones, cursos y seminarios sobre la paz han adquirido una importancia significativa.
En América Latina, comenzaron a instituirse los sistemas educativos ya a fines del siglo XIX, con un claro sentido de contribuir a la consolidación de la paz y a la formación de la ciudadanía. Pero solo a partir del siglo XX comenzó a efectivizarse el ingreso universal a la educación básica o primaria. Este derecho universal a la educación que se sanciona en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) se vincula íntimamente con el deseo de superar la violencia y de vivir en paz. Dichas aspiraciones están presentes en el pensamiento fundacional de la escuela pública latinoamericana (Reimers, 2010). En este sentido es destacable el proyecto de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) “Metas Educativas 2021: la educación que queremos para la generación de los Bicentenarios”, que surge del acuerdo de los ministros de Educación iberoamericanos en la Conferencia de 2008 en San Salvador, y que expresa como uno de sus objetivos prioritarios “educar ciudadanos en escuelas democráticas y solidarias”. Este proyecto concreta en sus metas las orientaciones de Naciones Unidas para incluir en los contenidos curriculares la formación para la cultura de la paz y la democracia (UNESCO/OREALC, 2008; Naciones Unidas, 1999).
Una educación para la paz debe esmerarse en brindar una formación capaz de desarrollar valores, actitudes y habilidades socioemocionales y éticas que promuevan una convivencia social en la que todos participen y compartan plenamente (UNESCO/OREALC, 2008), lo que debiera redundar en el reconocimiento y puesta en práctica de los derechos humanos. En ese sentido, por medio de una formación basada en estos contenidos, se contribuye a la construcción de una cultura de paz que abarque más allá de las relaciones interpersonales a nivel micro y se extrapole a las relaciones internacionales y entre los países. De ahí que una cultura de paz pueda ser definida también como el respeto de los principios de soberanía, integridad territorial e independencia política de los Estados (Naciones Unidas, 1999). De este modo, no solo se enfatiza la importancia de una cultura de paz, sino que también se pronuncia una condición necesaria para ella: la democracia. Una educación para la paz y la democracia debe reconocer y fomentar la igualdad de derechos y oportunidades, principalmente de las mujeres, que históricamente han sufrido exclusiones y discriminaciones; debe respetar el derecho a la libertad de expresión, así como satisfacer las necesidades de desarrollo y protección del medio ambiente (Naciones Unidas, 1999).
La escuela, en ese sentido, se transforma en un lugar privilegiado para la transmisión de los valores propios de una conciencia ciudadana y democrática. Por eso se ha incluido en el proyecto Metas Educativas 2021 una muy específica, la número 11. En el marco de la meta general 5 sobre el mejoramiento de la calidad de la educación y el currículo escolar, la meta específica 11 propone “potenciar la educación en valores para una ciudadanía democrática activa tanto en el currículo como en la organización y gestión de las escuelas” (OEI, 2010).
En los lineamientos curriculares de la mayoría de los países latinoamericanos se han fortalecido y actualizado, en los últimos años, contenidos y actividades relacionados con la educación para la paz y los derechos humanos, acompañados por iniciativas de organismos internacionales y de la sociedad civil, como Amnistía Internacional, entre otros (Reimers, 2010). Así, por ejemplo, tomando como modelo el Observatorio Europeo de la Vida Escolar, que tiene su sede en la Universidad de Bordeaux (Francia) y que desde 1998 desarrolla varias líneas de investigación con otras universidades de la UE, se han creado, entre otros, el Observatorio de Violencia y Convivencia Escolar en Perú y el Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas. Dichos observatorios buscan promover y difundir estudios e investigaciones que tienen como propósito no solo ayudar a prevenir la violencia escolar sino también a brindar información útil para elaborar propuestas pedagógicas eficaces para la construcción de una ciudadanía democrática y pacífica (Etxeberría, 2001; Lavena, 2002; Noel et al., 2006).