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Conclusiones

Escuela, Iglesia y tango: no tan distintos

La formación educativa de una persona siempre ha tenido al menos dos facetas, una de carácter formal, vinculada a las instituciones oficiales; y otra de carácter vocacional, autodidacta, lo que tradicionalmente se llama “la escuela de la calle” o “escuela de la vida” (en el presente trabajo dejaremos fuera del debate a la familia, pero es obvio que resulta constitutiva de todo el andamiaje de creencias y valores de un individuo).

En el primer grupo, está básicamente la escuela y, en menor grado, las instituciones religiosas y otras instituciones como los clubes, las agrupaciones, las sociedades de fomento, coros, etc. En el segundo grupo, ubicamos al tango, pero en un sentido más amplio que el de un género musical, sino pensado más bien como un proto-sistema de valores, con su propia mitología y principios filosóficos.[1]

Los primeros esfuerzos sistemáticos por impulsar la educación en todos sus niveles se rastrean hasta Manuel Belgrano. Durante su labor como secretario del Consulado de Comercio de Buenos Aires, fundó la Escuela de Náutica y la Escuela de Matemáticas. Belgrano impulsó la educación tanto primaria, técnica como universitaria, en un contexto hostil, donde la Corona boicoteaba cualquier esfuerzo de educación en las colonias. También abogó por la educación de las mujeres, algo poco común a comienzos del siglo XIX.

En aquel entonces, la relación de la escuela con la Iglesia fue constitutiva. Durante la época de la Colonia, la unidad social se concebía a través de la unidad de la fe de la Iglesia católica. Es por ello que la Iglesia se ocupó desde el comienzo de la educación.

Desde su emancipación, la nación argentina pasó a estar influida por dos corrientes de pensamiento distintas. Una, de inspiración cristiana, basada, por un lado, en la doctrina del sacerdote jesuita Francisco Suárez, que pregonó que la autoridad es dada por Dios pero no al rey sino al pueblo; y por otro, por el ejemplo de la Revolución Americana con su lema nacional “In God we trust” (“En Dios confiamos”).

La otra corriente fue la de carácter racionalista, laicista e iluminista conducida por Voltaire, sustento de la filosofía política de la Revolución Francesa.

Cornelio Saavedra, fray Cayetano Rodríguez, Manuel Belgrano, entre otros, fueron grandes defensores del pensamiento católico y de la Iglesia, contra el anticatolicismo de los grupos liderados primero por Mariano Moreno y Juan José Castelli, y después por el gobernante Bernardino Rivadavia.

Entre 1874 hasta 1930, Argentina fue gobernada primero por el Partido Autonomista Nacional y luego por la Unión Cívica Radical, que tuvieron como común denominador su pasión anticlerical. Durante aquella época se conformó el Partido Socialista, también de indudable sesgo anticlerical. La llegada de la inmigración española trajo también cierta corriente anarquista aun más radical en su lucha contra la Iglesia. Así, la Iglesia católica se debió enfrentar a la aristocracia criolla, masona y positivista, y al socialismo y anarquismo de los inmigrantes europeos.

En 1884 se sancionó la Ley 1420 de Educación que expresamente presentaba el laicismo. El enfrentamiento del Estado con la Iglesia fue inevitable, y llegó hasta tal punto que ese año el gobierno argentino –conducido por el presidente Julio Argentino Roca– rompió relaciones con el Vaticano, y expulsó a su representante del país.

La escuela se orientó a la búsqueda de una alfabetización masiva, y una afirmación tanto de los valores locales (símbolos patrios, idioma, territorio) como de los universales (honestidad, sacrificio, trabajo, disciplina, igualdad), todos ellos propios del pensamiento liberal. Dentro de esa construcción de la identidad nacional, no aparecieron incluidos aquellos elementos de la producción cultural que la población consumía de hecho, y que el establishment, educado sobre bases europeas, no consideraba como dignos de ser incluidos dentro del sistema educativo.

Sin embargo, la Ley 1420 regía solo en la Capital Federal y en los territorios nacionales. En varias provincias se continuó enseñando religión. Por otra parte, los colegios católicos prestigiosos captaron porciones importantes del estudiantado y en los territorios nacionales, donde regía la ley, solían constituir la única opción. A partir de la gestión del ministro Osvaldo Magnasco (1898-1901), la Iglesia recuperó espacios en el ámbito educativo. Las relaciones con el Vaticano se reanudaron en 1899.

El tango, por su parte, también fue una construcción de lenguaje y de un sistema de valores. Si bien por su origen valoraba los elementos propios de la cultura europea (los instrumentos, el uso de la partitura, la estructura armónica, la construcción formal de su poesía), también asimiló otras vertientes, principalmente la africana y la de raigambre criolla. Es decir, fue una creación musical producto de la fusión de las culturas.

A pesar de las aparentes diferencias, la cultura “institucional” y la cultura “de la calle” tuvieron en su origen algunos elementos simbólicos en común.

Hay dos que destacan por encima del resto: por un lado, la figura de la madre. Allí, la iconografía cristiana (básicamente, la imagen de la Virgen María) se fusionó con las necesidades de la enorme cantidad de niños huérfanos –o abandonados– por parte de padre que pululaban por la ciudad. Dicho cocktail dio como resultado una idealización de la figura materna, que la emparentaba con la pureza, la fidelidad y la moral. Asimismo, produjo la construcción antagónica de la mujer “perdida” o corrompida que, como el padre, también abandonaba y traicionaba al varón.

El otro elemento simbólico en común entre ambas culturas estuvo vinculado a la distinción nacionalista, de lo “criollo”, contrapuesta al “peligro” de la influencia extranjerizante (principalmente de los inmigrantes de clases populares y las ideas anarquistas) y la amenaza del mundo aborigen. Es por eso que no es casualidad que el tango apelara muchas veces a la temática religiosa y a la simbología cristiana en sus letras.

Como hemos visto, en los comienzos de la creación de la escuela moderna, había un consenso en todos los niveles de la enseñanza musical sobre la metodología educativa, el enfoque y las herramientas a utilizar: una visión eurocentrista y academicista, basada en la disciplina y la repetición; no muy distinta en definitiva a la que se utilizaba para enseñar las otras asignaturas. En relación con la enseñanza de la música, esta no difería de la modalidad general. En 1897, Lac Prugent resumía el pensamiento sobre lo que se pretendía en la enseñanza de la música en la escuela:

Debemos iniciaros en todo lo que eleva el alma, adorna el espíritu, enriquece la inteligencia, en todo lo que os acerca a estos tres nobles fines: lo Verdadero, lo Bello, el Bien. Esta es la educación liberal, como la han enseñado para Uds.: al salir de las escuelas públicas, no debéis desconocer nada de lo que ha creado el genio del hombre (…) Sé perfectamente que hay naturalezas rebeldes a la música, oídos mal acordados, gargantas poco flexibles, incapaces de someterse a las exigencias del canto pero son raras excepciones, y casi todos podéis con un poco de aplicación, adquirir esas nociones indispensables a todos los que se ocupan de la música, nociones que forman parte del equipaje de todo hombre culto.

Hacia 1905, F. G. Harmann se preguntaba por qué la Argentina carecía de música popular, y criticaba el rol de la escuela por haberse abocado al solfeo y la teoría casi en exclusividad. El artículo narra que fue gracias al maestro Gracioso Panizza –que ya hemos mencionado en varias oportunidades– que comenzó hacia 1880 la reforma, con su primer cuaderno de “Cantos Escolares”. “Era precisamente lo que la reorganización necesitaba. Aquel cuadernillo contenía una colección de melodías en su mayoría tomadas del inagotable manantial popular de Alemania”. Según el autor,

bien sabía Panizza que del canto escolar había de surgir un día el canto del pueblo; que la escuela había de llevar a los confines de la República primero el placer y luego la necesidad de cantar, y que al difundirse había de derramar doquier el beneficio de las virtudes y del influjo que sostienen y robustecen la nacionalidad.

¿Por qué no se eligieron melodías locales?

Faltando en absoluto la literatura musical con texto castellano adecuada a este objeto, hizo lo que en tales emergencias más convenía: buscó melodías típicas donde mejor las hay, conservando en lo posible y virtiendo a nuestro idioma su texto original, característico, impersonal y por lo tanto, de mérito universal, confiado en que el tiempo se encargaría de estimular a nuestros compositores capaces de continuar su obra. En esto último se ha equivocado. Nadie ha sido capaz de continuarla.[2]

“Vamos a crearlos”, arengaba el autor más adelante.

Cualquiera que fuera su procedencia, debemos con el mayor escrúpulo y más delicado tino elegir cantos exóticos y adaptarlos a nuestras necesidades, conservando el perfume moral y poético del verso, la característica de la música. (…) sea vertiendo rítmicamente a nuestro idioma sus textos originales, o sea adaptando a la melodía, y de acuerdo con su índole, nueva letra en lo posible relativa a nuestro cielo, nuestra tierra, nuestras costumbres, nuestros ideales, nuestra historia, teniendo siempre presente que estos cantos –al par de los originales nuestros que con los años no dejarán de producirse– serán llamados a llegar por conducto de millones de niños al hogar más humilde y más apartado de la República; serán conservados y transmitidos, por esos mismos niños hechos hombres, a futuras generaciones, hasta que sus melodías resuenen doquier late un corazón argentino, constituyan un día un precioso vínculo entre todo el pueblo argentino y robustezcan el amor al terruño, a la patria. Es esta la alta misión del canto popular nacional cuyo fundamento descansa sobre la escuela primaria.

Importados en forma mecánica, en todas aquellas modalidades y métodos aplicados a la enseñanza escolar obviamente no había la menor mención a los géneros locales, ni tampoco a los instrumentos populares, ya sea urbanos (como el bandoneón y la guitarra), o autóctonos (ciku, charango, bombo, caja, etc.).

Los actos escolares se transformaron en el motor más importante del desarrollo musical escolar. Estos tenían una directiva más o menos uniforme entre las escuelas, en los que se buscaba consolidar ciertos valores que se consideraban universales, como la independencia, la libertad, la confraternidad, el culto al trabajo o el amor a la patria. Todas las representaciones contaban con una redundancia de significaciones, en un interesante esfuerzo de traducción al significante, de significados abstractos.[3] La música funcionaba en ellos más como un soporte ideológico del contenido que con un sentido artístico.

Esta disociación fue constitutiva del imaginario simbólico de la sociedad en construcción. El sentido de pertenencia de esos millones de inmigrantes y nativos que empezó a convivir en la flamante metrópoli se apoyó en una base donde ciertos valores universales como la libertad y la igualdad estaban por encima de los particulares, con una asociación implícita de que los elementos europeos y norteamericanos eran superiores a los autóctonos. Estos últimos serán rescatados, pero en un sentido ideal y estilizado, casi como dando un pequeño toque de color dentro de una amplia paleta obligatoria y universal.

Es por ello que el reconocimiento escolar de la música folclórica local vendrá muchos años después. En 1921, apoyado en los estudios de Estanislao Zeballos, Ambrosetti y, principalmente, el formidable cancionero del santiagueño Andrés Chazarreta, el Honorable Consejo de Educación estableció las bases para la enseñanza del folklore argentino en las escuelas. Se realizó una clasificación inicial, donde la música era una parte de todo un sistema que incluía tradiciones, leyendas, cosmogonía y conocimientos.[4]

El tango, en cambio, permaneció en las sombras durante mucho más tiempo. Su relación con la escuela iría cambiando en las siguientes décadas, con idas y vueltas, pero siempre manteniendo cierto distanciamiento. Quizá la dificultad de la enseñanza del baile, por lo íntimo del contacto, o cierta aspereza en algunas poesías del género (cosa que no sucede tanto en otros géneros musicales populares argentinos, como la chacarera o el carnavalito) produjeron esta dificultad en el acercamiento.

Hay otros elementos para reflexionar sobre este vacío. Si uno habla con jóvenes y adolescentes de cualquier extracción social, observaremos que en sus referencias familiares mencionan, en general, que son los abuelos quienes se inclinan en mayor medida al tango. Es decir, existe una ruptura generacional entre aquellas personas de más de setenta años (y que supieron conocer el género en épocas de mayor esplendor) y los que hoy cuentan con menos de cuarenta, y que vivieron el apogeo de la influencia de las músicas foráneas, hoy absolutamente naturalizadas en nuestra cultura. Esta brecha tampoco ha podido ser acortada por los docentes, quienes también la sufren (es difícil transmitir aquello que uno nunca vivenció), con el agregado del temor remanente a la censura o al ridículo que dejó como triste legado la última dictadura militar. Los niños y adolescentes actuales, hijos de la democracia, no expresan ese temor ni limitación; al contrario, se encuentran dispuestos al acercamiento siempre y cuando la guía sea adecuada, respetuosa y principalmente, basada en el afecto y la sinceridad. Pero dicha guía no aparece.

A pesar de algunas leyes y decretos que en las últimas décadas han buscado reivindicar la existencia del tango y su lugar en la cultura local, hoy día el género aún busca su lugar en la currícula educativa (el folklore ya ha sido incluido desde hace unas cuantas décadas, especialmente a nivel primario y vinculado sobre todo a los actos y las fechas patrias). Si bien existen una serie de instituciones terciarias y universitarias que hace más de veinte años que funcionan adecuadamente (Universidad del Tango, Escuela de Música Popular de Avellaneda, Academia Nacional del Tango), la inserción del género en los otros niveles educativos es aún una deuda pendiente.

Escurridizo e inclasificable, emotivo y burlón, pareciera que aún hoy día el tango sigue fiel a sus orígenes, y no se deja atrapar por el, a veces, asfixiante marco de las instituciones.


  1. En ese sentido, es llamativo ver la cantidad de tangos que hacen referencia a que este fue una especie de “escuela de la vida”, siendo “Cafetín de Buenos Aires” quizá el más emblemático.
  2. Hartmann, F. G. (1905), op. cit.
  3. En un acto, por ejemplo, se representan la fuerza y la gloria de la siguiente manera: siete niñas vestidas de blanco, con gajos de roble, y otras siete con gajos de laurel se extienden en dos alas, derecha e izquierda formando un óvalo (“El escudo nacional argentino”, acto distrito 8°, mediados de 1900).
  4. Curiosamente, en el ámbito popular la música folclórica del interior también fue “descubierta” en esos años, precisamente merced al trabajo de la compañía de Andrés Chazarreta. El santiagueño irrumpió en la palestra de la Ciudad de Buenos Aires en 1921, cuando presentó su compañía folclórica en el Teatro Politeama. Este hecho inédito para la metrópoli fue un soplo de aire fresco en cuanto a originalidad: por primera vez la gente escuchaba y veía a verdaderos exponentes del acervo cultural del interior del país.


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