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2 El hombre, ser social por naturaleza

La tesis de que la condición social está en la naturaleza humana ha sido discutida a lo largo de la historia del pensamiento europeo. Quienes más abiertamente la impugnan son los padres del liberalismo clásico.

El liberalismo político moderno inaugura una tradición alternativa a la de Aristóteles. Hasta el siglo XVIII ha tenido mucho vigor esta última. Pero a partir de entonces el liberalismo político y económico viene a proponer lo contrario, a saber, que la socialidad no es nativa o natural del ser humano, sino más bien una condición adoptiva y postiza. La sociedad es un constructo, algo que no está hecho en nosotros, sino que nosotros hacemos; no es de constitución natural, sino más bien un producto, un artefacto que el ser humano hace surgir. Es, en fin, resultado de la iniciativa de asociarnos: el «pacto social».

Aristóteles no ignoraba que muchas sociedades brotan de nuestra iniciativa, pero no la naturaleza social misma del hombre. Hay configuraciones sociales que son el resultado de la asociación de individuos que buscan un fin común y que, en la prosecución de ese objetivo, hacen convergen sus esfuerzos, se ponen de acuerdo en co-laborar, en ayudarse para lograrlo mancomunadamente. En esa ayuda estriba lo más formal de la socialidad. Al advertir un individuo que en el objetivo que se propone está acompañado por otro u otros que se proponen lo mismo, decide aliarse con ellos en su tentativa, busca cooperar para un mutuo beneficio. ¿En qué consiste, entonces, la sociedad? En ayuda mutua (subsidium).

Muchas sociedades, en efecto, se constituyen así, sobre todo aquellas que los sociólogos denominan secundarias (partidos políticos, sindicatos, asociaciones religiosas, peñas taurinas, o futbolísticas, sociedades de cazadores, etc.): las establecen sus miembros en tanto que persiguen un objetivo común. Mas eso no da razón completa del ser social humano, toda vez que las sociedades a las que el hombre pertenece por virtud de una iniciativa asociativa suya se articulan e insertan en el seno de una sociedad anterior, a la que ninguno de sus miembros pertenece por haberlo elegido él. Y esta última es la familia y la polis.

En este punto hay que añadir un matiz. Como es obvio, los hijos pertenecen a su familia sin haberlo elegido, mientras que los padres integran la que ellos forman con sus hijos –si los hay– en virtud del pacto matrimonial entre ellos, i.e la iniciativa de llevar una vida en común, y de afrontar los beneficios, pero igualmente las dificultades que eso conlleva. La palabra «cónyuges», que se emplea para designar a las partes de ese pacto, alude a quienes llevan conjuntamente el «yugo», van juntos, como las bestias de carga, unidos por la «yunta», o en «ayuntamiento». Así, los cónyuges pertenecen a esa comunidad por iniciativa propia –la que se expresa y realiza en el pacto matrimonial–, mientras que los hijos que eventualmente surjan de ahí, no. Salvando esta diferencia, también es cierto que antes que padres en la familia que ellos fundan libremente, los padres son hijos en otra a la que pertenecen sin haberlo escogido.

Tanto la pertenencia del hijo a su familia, como su pertenencia a la comunidad suprafamiliar es pertenencia nativa, natural, no electiva o artificial. Ser madrileño, turco, catalán, alemán o extremeño, así como ser hijo de mis padres, no es una opción mía sino una condición con la que nací. Es ese el significado originario de la palabra «nación». Y, a su vez, «naturaleza» es lo que «nacimos siendo», o lo que cada cosa era al comenzar a ser, en su nacedero o manadero originario. (En latín, «naturaleza» es la sustantivación del verbo nascor, nacer, cuyo participio perfecto es natum est). Por razones políticas, en el más amplio sentido de esto –también por motivos de trabajo, o familiares–, cabe tener una patria de adopción, o cambiar de nacionalidad, i.e «naturalizarse» en otro sitio distinto de donde uno nació. Pero antes que eso hay una pertenencia nativa.

Para entender el pensamiento político de Aristóteles es importante comprender que la polis tiene un topos, un lugar concreto, es decir, que nuestra pertenencia tiene también una adscripción espacial, se da en un espacio habitable, y lo hacemos habitable habitándolo de hecho. No es una entidad etérea. A partir del liberalismo proliferan en la discusión europea formas cada vez más «utópicas» de entender la sociedad humana, formas de interacción cada vez más virtual. No es nada secundario que la polis sea también un topos, un espacio habitable que habitamos los habitantes de él. Otras características no espaciales que pueden vincular a unos seres humanos con otros, como, por ejemplo, la religión, la lengua, las leyes, etc., son conectivos importantes, pero de ningún modo la importancia de ellos anula la importancia que, para Aristóteles, posee la vinculación a un topos.

Entre otras, esta es una característica que traza la diferencia, en el origen de esos conceptos, entre «cultura» y «civilización». Entendida como fenómeno sociohistórico colectivo, la cultura se define en parámetros de tiempo y espacio, pero depende mucho menos del espacio que la civilización (la palabra proviene de la voz latina civitas). «Cultura» dice relación, más bien, a otras identidades, como la religiosa o la lingüística[1]. Estos elementos suministran vínculos humanos sustantivos. Mas una vinculación de carácter puramente espiritual, que implique la desvinculación material a un topos, en nada se corresponde con la idea aristotélica de polis[2].


  1. Excepto el judaísmo, las otras dos religiones monoteístas –el cristianismo y el islam– son, pese a su raíz semítica, universalistas. Por su parte, la lengua que se habla en España también se habla en gran parte de América.
  2. Ha llovido mucho desde Aristóteles hasta hoy. A nosotros nos resultan familiares categorías políticas que van mucho más allá del topos, y que al filósofo griego le marearían. Todo lo que va más allá de una aldea –una comunidad de varias familias– le daría vértigo a un ateniense de aquella época. Una megalópolis, una comunidad autónoma, Land, un estado-nación o, no digamos, la llamada «comunidad internacional» son configuraciones netamente modernas, surgidas en su mayoría de las revoluciones liberales. Aristóteles pensaba en la polis como una comunidad a escala humana, digamos, humanamente abarcable, en la que los ciudadanos se conocen, aunque haya grados de vecindad y proximidad: no conoces a todos tus conciudadanos como conoces a los miembros de tu familia, pero algún conocimiento personal –no virtual– hace falta para que haya algo parecido a un fin, o proyecto común, una voluntad de colaboración para lograrlo, y, sobre todo, una conversación relevante sobre los asuntos que nos afectan a título de miembros de la comunidad, lo cual constituye, como veremos más adelante, la esencia misma de la convivencia civil.


1 comentario

  1. exegeta 03/09/2021 3:09 pm

    Buen servicio y materiales contemporáneos. Felicitaciones.

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