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4 La vocación del hombre a la comunión

El hombre está llamado a la comunión consigo mismo, con Dios y con los demás hombres. Ahora nos ocuparemos de esta tercera forma de comunión. Para eso trataremos de comprender que la persona humana posee una estructura inter-personal.

El prójimo es un «no-yo» que también es un «yo», es decir, un alter ego, «otro-yo». Es alguien que puede decir la palabra «yo» y entender lo que dice cuando dice eso. Aristóteles piensa que la relación que están llamados a mantener entre sí los habitantes de la polis –los con-ciudadanos– es de «amistad política»; está convencido de que la convivencia humana es una forma de amistad[1]. A su vez, esta solo puede darse entre iguales[2]. Ningún bien puede disfrutarse sin amigos, mas no se puede compartir un bien si no hay cierta paridad que «empareje» a los que comparten, que los remita entre sí, uno al otro[3].

Esta noción de paridad y mutua referencia es antropológicamente densa, y a su vez nos remite a la definición de persona que propuso Severino Boecio: «sustancia individual de naturaleza racional»[4]. Comentándola, Tomás de Aquino señala que la persona es un sujeto subsistente y respectivo (distinctum subsistens et respectivum), es decir, algo que subsiste en su distinción con lo otro, pero a su vez respectivo a ese otro, en relación con él.

La subjetividad humana –el carácter de sujeto subsistente en una naturaleza racional es inter-subjetiva. Es imposible ser un yo de forma isolativa, aisladamente de otros yoes. Más aún, comienzo a tomar conciencia de mí mismo, del yo –en eso consiste el fenómeno psicológico denominado autoconciencia– cuando me sé en relación con un no-yo que es otro-yo[5]. Llego a saber quién soy cuando me sé apelado por otro. Lo muestra la experiencia del aprendizaje de la lengua materna. Los niños pequeños perciben mensajes de su mamá en los que con mucha frecuencia aparece la palabra «tú»: ―Oye, tú… ―Y precisamente llegan a la autoconciencia a partir de ahí: «yo» soy aquel a quien se refiere mi mamá cuando emplea la palabra «tú». De manera que, aunque gramaticalmente sea de otra forma, en el orden de la percepción psicológica, el tú está antes que el yo. Y la conjunción del yo con el otro-yo que eres tú da lugar al «nosotros», que es el plural del yo: el «yo» más el «tú»[6].

Uno se da cuenta de quién es cuando se sabe apelado. ―¿Quién soy yo? ―Alguien que ha sido llamado por otro. Es una forma fenomenológicamente intuitiva de captar que en modo alguno la subjetividad podría existir aisladamente.

La vivencia de la propia subjetividad siempre es intersubjetiva, i.e la captación del yo como yo nunca es aislada. Cabe decir que el ser humano es un «en-sí» –es lo que afirma Boecio al decir que la persona es «sustancia», o sea, algo dotado de la suficiencia ontológica necesaria para no necesitar de otro «en el que» ser, como le pasa al accidente–, pero igualmente el hombre es un «desde-sí» (respectivum). El modo de ser en sí –la naturaleza racional– de esa sustancia que llamamos persona, la habilita para orientarse, desde sí misma, hacia otros seres. Es un ser relacional; su mismo ser le lleva a relacionarse, y a relacionarse bien, a mantener una buena relación con lo otro y con los otros, sus semejantes.

Aristóteles no ignora que esa relación puede ser conflictiva, pero piensa que no lo es de suyo. Las dificultades de la convivencia, que por supuesto las hay, se pueden resolver[7]. Mas eso implica que la relación no es problemática en su génesis. Los líos vienen después. Lo humano no es pararse ante ellos y quedarse perplejo sin saber qué hacer, sino afrontarlos y tratar de resolverlos, con la razón, no con las garras.

La historia humana documenta abundantemente que la convivencia es un reto, a veces difícil, y que podemos acabar a porrazos. Los cristianos lo sabemos, además de por la experiencia histórica, por la enseñanza sobre el pecado original. Entre otros efectos de él, hay en el corazón del hombre un elemento de discordia, según se dice en la Biblia[8]. Como consecuencia de la falta de armonía con Dios, el hombre experimenta la rebeldía, primero contra sí mismo, y luego contra los demás. Esa doble disarmonía –que algo en nosotros se rebela contra nosotros, y que nos enfrentamos unos con otros– tiene manifestaciones incluso fuera de nosotros: también la naturaleza se nos insubordina a menudo. Es misterioso esto. Sabemos que no pasaba en el período prelapsario (anterior a la caída o lapsus). Como todo pecado, el pecado original es desobediencia voluntaria a Dios, y ese germen de enemistad con Dios lleva a enemistarse con la naturaleza, consigo mismo y con los demás. Hay ahí un elemento caótico, un desorden cumulativo con querencia entrópica. A partir de aquel episodio, el orden hay que ganarlo, y conservarlo para que no se pierda. Eso no significa, ni que el hombre sea malo por naturaleza, ni que tras el lapsus la naturaleza haya dejado de ser el maravilloso jardín que Dios creó para él. Lo que significa es que al principio las cosas no eran así, que ese desorden no existía. Los cristianos rezan una oración doxológica, de alabanza a Dios, que en cierto modo es como la expresión de una nostalgia del mundo «como era en un principio», e igualmente expresan el deseo de que el mundo vuelva a manifestar, ya de forma definitiva, la gloria y majestad de Dios creador.

De todos modos, aunque la buena relación con lo otro y con los otros seres humanos es trabajosa, es algo a lo que naturalmente tendemos, por un deseo espontáneo de nuestra naturaleza. Hablando de la relación con Dios, Tomás de Aquino dice algo que da luz para entenderlo: El hombre es más de aquello a lo que tiende que de sí mismo, es más de Dios que de sí propio[9]. Aquello que constituye nuestra tendencia, el objeto de nuestro amor, es mucho más nuestro que nosotros mismos. Prueba de ello es que el hombre puede sacrificarse, por Dios y por los demás hombres. Jesucristo –que es plenamente hombre– lo hizo, y lo hizo hasta el extremo que conocemos.

La experiencia que de una forma u otra todo ser humano tiene es que solo se encuentra a sí mismo cuando sale de sí mismo. El amor tiene un punto «extático», un estar uno más fuera de sí que dentro. Físicamente esto no es posible, pero de otra forma sí lo es. Es a lo que se refieren algunos filósofos con el concepto de trascendencia, o autotrascendencia: un ir «más allá» de uno mismo. Quien está locamente enamorado está «perdido» por su amor, está más para el otro que para sí, aunque lo esté, indudablemente, «desde sí».

Como es obvio, nadie puede estar por completo fuera de sí. La subjetividad tiene dos dimensiones: una interna y otra externa. La interioridad, o intimidad, es una peculiar relación que cada uno mantiene consigo mismo, y para la cual la persona humana es apta en virtud de su naturaleza racional. Todo ser humano, en tanto que titular de una tal naturaleza, está habilitado para dos formas particularmente intensas de relacionarse, tanto consigo mismo como con lo otro y los otros: entender y querer. En esas dos operaciones el tema principal –lo en cada caso entendido o querido– es algo distinto del sujeto de ellas[10]. Ahora bien, nunca podemos prescindir del hecho de que, aunque lo entendido o querido sea otro-que-yo –y primariamente siempre lo es–, en último término soy yo el que lo entiende o quiere. Ningún querer puede estar enteramente desprendido del sujeto de él. Asimismo, el conocer –el entender, no el conocimiento meramente sensorial– tiene por objeto algo otro, pero también al propio sujeto que entiende; es, digámoslo así, heterológico y tautológico, aunque no en el mismo sentido. Pero sí puede ser ambas cosas a la vez. Descartes vio con nitidez que, al conocer lo otro, el yo se re-conoce como conocedor de ello, bien de forma explícita y temática, que es la que tiene lugar en la reflexión estricta, o bien de forma atemática y meramente concomitante, que es la que detectó Descartes.

En definitiva, ambas dimensiones de interioridad y exterioridad son estrictamente inseparables, se dan coordinadas y convergentes en la subjetividad humana. A su vez, ese ser sujeto no es disociable de un contexto intersubjetivo. La vivencia del sujeto como un yo se refiere a la relación que cada uno mantiene consigo mismo –la intimidad, la vida interior–, pero se despierta la conciencia de ella precisamente cuando nos sabemos instados desde fuera, concernidos[11].


  1. Algunos ecos de esta idea pueden detectarse en lo que el papa Pablo VI llamó «civilización del amor».
  2. Ética a Nicómaco, 1168 b 3; 1166 a 1.
  3. Ética a Nicómaco, 1169 b 8-14.
  4. Boecio, Contra Eutychem et Nestorium, c. 3 [PL 64, col. 1344]: Persona est rationalis naturae individua substantia.
  5. Entiéndase que ser sujeto no es lo mismo que la correspondiente auto-conciencia. Aunque esta acontece en aquel, no consiste ni puede consistir en él. Hay sujetos que aún no disponen de conciencia ninguna, o que la han perdido, o interrumpido, y no por eso dejan de ser «yoes». Quien mejor ha mostrado, y de manera más rigurosa, que ser sujeto no es lo mismo que estar actuando como tal –frente a la confusión en la que incurre Descartes al postular que «soy mi pensar» (ego sum res cogitans)– es Antonio Millán-Puelles en su libro La estructura de la subjetividad, Madrid, Rialp, 1967.
  6. Por mucho que el «nosotros» sea primera persona (del plural), no deja de venir, a su vez, detrás del yo y del tú singulares. Un nosotros real es el plural del yo, i.e un yo más otro. Un nosotros al que se le amputan los yoes singulares no es más que una abstracción. Es irreal, aunque pueda acarrear consecuencias muy reales –y generalmente no muy positivas– para los yoes, para los sujetos reales. De ello dan testimonio las formas de opresión y depresión de la dignidad humana que han propiciado los planteamientos colectivistas, con el impacto que han tenido en formas extremadamente inhumanas y niveles inéditos de violencia que la historia contemporánea ha podido certificar. En los regímenes totalitarios, por ejemplo los marxistas, es frecuente que al individuo se le diga –como hacían los nazis a los muchachos de las juventudes hitlerianas–: ―Tú no eres nadie; tu patria, o tu raza, o tu clase, lo es todo. Tú no vales nada; lo único sustantivo en tu vida es tu pertenencia. ―La pertenencia a la colección es, sin duda, real en nosotros, pero la realidad de nuestra pertenencia no des-realiza, no hace irreal, la sustantividad individual del yo perteneciente.
  7. Como ha explicado Leonardo Polo, el hombre es un solucionador de problemas (cfr. Polo, L., Quién es el hombre. Un espíritu en el mundo, Madrid, Rialp, 1991, pp. 60 ss).
  8. «Del corazón provienen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias» (Mt. 15,19).
  9. «En lo que tiene de más propio, cada realidad natural pertenece a otro más que a sí misma» (Summa Theologiae, I, q. 60, a. 5). Algo parecido había dicho san Agustín en las Confesiones (III, 6, 11): aunque está infinitamente por encima de mí, Dios está más dentro de mí que yo mismo (interior intimo meo et superior summo meo). Dios no soy yo; es «otro-yo». Con todo, me es más íntimo que yo. De otra manera es lo mismo que hace notar sto. Tomás: Somos más de aquello a lo que tendemos; la religación con Dios nos hace ser más de Dios que nuestros, bien que solo a la luz de ella podemos hallar lo que realmente somos.
  10. A la apertura al irrestricto horizonte de todo lo real –en principio, todo lo real se deja conocer y querer– se ha referido Heidegger con la noción de «libertad trascendental» (transzendentalen Freiheit). A su vez, esa apertura, digamos, «libera» en el ser humano la postura erecta. A diferencia de otras especies de la familia de los mamíferos, el hombre no es cuadrúpedo sino bípedo. La antropología biológica ha señalado que la estación vertical precisamente se justifica por esa natural apertura. Los cuadrúpedos están orientados a lo que tienen inmediatamente delante, lo que les deja un horizonte vital muy estrecho. En cambio, los bípedos pueden dirigir su mirada más cómodamente hacia todos lados, incluso al cielo, aunque eso tienen que aprenderlo. En efecto, los bebés humanos «cuadrupean», y una de las principales enseñanzas que llevan a cabo los papás consiste en sostenerles, al principio, para que por sí solos se vayan acostumbrando a la estación vertical, a mantenerse sobre dos patas. (La clausura del horizonte humano no solo consiste en tener la nariz pegada al muro, o al suelo, sino también al telefonito. Hoy es importante salir del autoengaño consistente en pensar que los cachivaches informáticos le permiten a uno una apertura más «global». A menudo ocurre más bien lo contrario: la excesiva sujeción a los dispositivos de pantallitas supone clausurarse en un horizonte estrechísimo).
  11. La mejor teoría de la reflexión que conozco está expuesta en el libro de A. Millán-Puelles, La estructura de la subjetividad, cit.


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