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5 Reconocimiento

Ese pertenecer más a aquello a lo que amas que a ti mismo, lo expresa Leibniz al definir el amor de benevolencia (amor benevolentiae) con esta fórmula: delectatio in felicitate alterius (Freude am Glück des Anderen), que podríamos traducir como un gozarse con lo que a otro le hace feliz. Dado que el hombre está hecho para amar y ser amado –el amor es lo único que puede darle plenitud–, y que la felicidad es una cierta plenitud de bien, podríamos decir que lo que nos hace felices es disfrutar con que otros lo sean. A su modo, también lo veía el psiquiatra vienés Viktor Frankl al decir que la felicidad es como una puerta que solo puede abrirse hacia afuera. Es imposible ser feliz sin salir de uno mismo[1]. El hombre no puede lograrse plenamente él solo, de manera, digamos, solipsista. Abrirse a los demás con amor benevolente, al ser humano le sale más espontaneo que lo contrario. La alegría por la felicidad de otros le brota mucho antes que la agresividad, o que la envidia[2].

Deleitarse en la felicidad de otro: es una muy buena descripción del amor. Amar es alegrarse de que le vaya bien, querer el bien para otro. Es precisamente el significado de la palabra «benevolencia», y está en la entraña misma del «celebrar». El filósofo alemán Josef Pieper –a quien tuve el honor de conocer y tratar en su Westfalia natal– expone la tesis de que la fiesta responde a la necesidad humana de celebrar el mundo presente[3]. Se trata de un invento religioso. Pretende rendir culto a Dios haciendo lo que hizo él nada más crear el mundo: alegrarse de que el mundo exista, y descansar contemplándolo[4]. En la misma línea, subraya Pieper en un escrito sobre el amor que amar es aprobar la existencia de otro, digamos, alegrarse de que sea. Quien ama es alguien que puede exclamar: ―¡Es fantástico que existas, que estés ahí![5]. Muestra bien que el hombre tiende a aprobar la realidad existente, y sobre todo la de otras personas. Quien ama aprueba la existencia del amado, disfruta de que exista[6].

En el siglo XVII, el filósofo y teólogo Juan de Santo Tomás –uno de los mejores intérpretes de Tomás de Aquino– propuso que conocer es reconocer la alteridad de algo, su hacerse otro en tanto que otro (fieri aliud in quantum aliud). Ante el sujeto cognoscente, lo otro deviene otro, es decir, un no-yo o «algo» (aliquid), i.e otro-qué (aliud quid): eso es lo que significa que lo conozco. «Reconocer» es una suerte de síntesis entre conocer y respetar. Es la actitud de convalidar algo precisamente en su alteridad, en su ser y leyes propias (independientes de lo que eso significa «para mí»). En otras palabras, (re-)conocer es dejar ser al ser, y rendirle el homenaje de no fatigarlo con mi verborrea, de no someterlo a mis intereses ni tratar de encajonarlo, forzando su mismidad y su alteridad, dentro de mis estrechas categorías; en definitiva, entender que las cosas no son solo lo que son para mí o lo que me gustaría que fuesen, sino lo que son en sí. Y entenderlo aprobándolo, reconociendo que eso está muy bien[7].

Aquí importa tener en cuenta un matiz. Hay gente que aprueba la alteridad tan solo porque hace resaltar la propia mismidad. La actitud del auténtico reconocimiento, o en último término del verdadero respeto, tal como aparece reflejada en estos autores que he mencionado, no se reduce a celebrar la alteridad, sino precisamente la alteridad «como tal» alteridad (aliud in quantum aliud). Esa importante actitud, en rigor, no consiste en ninguna de estas dos cosas:

  1. celebrar que haya otras realidades distintas de la mía porque ese contraste contribuye a realzar mi peculiaridad;
  2. celebrar la alteridad sin más, digamos, la mera variedad.

Aliud in quantum aliud es, ciertamente, lo otro-que-yo, pero ahí el yo es secundario. Lo otro en tanto que otro no es tan solo lo que contrasta conmigo –lo que está frente a mí–, sino lo que me trasciende y supera, lo que está más allá de mí. Desde luego, el yo es inesquivable para mí, pero sí que es subordinable a lo otro. Por el contrario, en la situación que he descrito en a), la alteridad de lo otro está subordinada a mi propia mismidad, y en último término tan solo tolerada, no aprobada en sí misma ni festejada[8]. Por su lado, en la situación descrita en b), la alteridad tampoco es querida de suyo, sino que se me representa como un espectáculo más variado –digamos, menos monótono–, pero igualmente como algo que está frente a mí, poniéndose el yo en primer plano.

Tal como la describe Juan de Santo Tomás, la genuina actitud del reconocimiento no es la de tolerar lo otro, ni la de aprobar un espectáculo que se da ante mí, sino la de celebrar algo que se entiende bueno de suyo. Es una actitud «metafísica», por cuanto comprende que «ser» es mejor que su contrario, y es digno de ser aprobado y celebrado. Está bien que yo sea, pero está mejor que haya más ser que el mío. Dicho de otra forma, nunca podría ser con la plenitud a la que, por ser, estoy llamado a ser, si estuviera solo en el ser. El ser es lo mejor, y cuanto más haya, mejor[9].

A la inversa, dicho talante acogedor está en las antípodas de lo que el papa Francisco ha dado en llamar la «cultura del descarte». El neomalthusianismo que, entre otros ingredientes, nutre la ideología del gender, inspira las políticas globales de control de la población pilotadas desde la ONU y sus agencias satélites. Su planteamiento inconfesado se podría resumir así: «Cuantos menos seamos, mejor: a más tocamos». O bien: «La solución a la pobreza no es ayudar a los pobres a salir de ella, sino hacer que haya menos pobres». Exterminar a los pobres –preferiblemente antes de que nazcan– es, sin ningún género de duda, la manera más eficaz de erradicar la pobreza, pero habría que discutir si es la mejor manera de lograr ese objetivo[10].


  1. Estar fuera de sí es el significado exacto de la expresión griega éxtasis. Los muchachetes de mi país a eso le llaman «flipar» (a no ser que haya cambiado recientemente ese uso lingüístico de la jerga juvenil española, que todo es posible). Hay formas poco aconsejables de alcanzar ese estado, consumiendo ciertas sustancias enajenantes –entre ellas, una que se conoce con el mismo nombre que la mencionada voz griega–, y que pueden tener el atractivo de un hatajo que nos hace más fácil alcanzar ese estado y en menos tiempo. Pero en el fondo todos sabemos que la relación personal y el amor benevolentiae, aunque más trabajosos y lentos, son los caminos que pueden franquearnos esa forma de «enajenación» en la que, paradójicamente, no nos perdemos sino que nos ganamos.
  2. La envidia es lo simétricamente opuesto, i.e la tristeza porque a otro/s le/s vaya bien. Hay algo de absurdo en el pensamiento de que es malo para mí que a otro le vaya bien. No hay, en efecto, razón alguna para que el bien de uno suponga detrimento para el bien de otro, pues, como dice Tomás de Aquino, el bien es, de suyo, difusivo. Pero es que hay algo de absurdo en el pecado; y la envidia, según enseña la Iglesia católica, es uno de los pecados capitales. Por irracional que sea, la envidia es una reliquia del pecado original, y todos somos vulnerables a ella. Pero igual que la envidia está dentro de nosotros –como tendencia, como fomes peccati–, también lo está, y más dentro aún, la benevolencia. Lo sabe todo el que tiene o ha tenido mamá. Recuerdo a la mía –falleció ya, hace años– en una situación muy ordinaria que se daba en nuestra casa: al reunirnos a comer, ella siempre repartía los alimentos, y se quedaba con lo peor (si había pescado, con la raspa; si había pollo, con la cuscusilla). Cuando era pequeño esto me dejaba perplejo. Le preguntaba: ―¿Cómo te puede gustar eso? ―Y siempre respondía: Me gusta. ―Más adelante comprendí que no engañaba. Disfrutaba viéndonos comer lo mejor a sus hijos y a su esposo. No lo veía como un sacrificio para ella, aunque realmente era así. Creo que el de mi madre no es un caso aislado; pienso que responde a una cierta regularidad.
  3. Pieper, J., Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes, München, Kösel-Verlag, 1963. (Hay traducción castellana: Una teoría de la fiesta, Madrid, Rialp, 2006).
  4. La representación de que la realidad creada –incluida la criatura humana– ha sido objeto de la atención y la complacencia divina, parece que exige detener el tráfago de la cotidianeidad, de los afanes diarios, para considerar la grandeza de que Dios haya engrandecido nuestra pequeñez con su atención creadora y providente, nos haya regalado la existencia y nos sostenga en ella. La esencia de la fiesta es el reconocimiento –contemplación, aprobación respetuosa, alegría– de la realidad presente. Es lo contrario de la actitud del revolucionario –en general, gente poco festiva–, que, a la espera de un futuro mejor y de una humanidad nueva, completamente distinta de la que hay, siempre anda incordiando el presente. La representación de que a todo lo real finito siempre le falta un hervor, lleva al revolucionario a la utopía de ignorar y despreciar la realidad. Una excelente ilustración del ethos festivo del Barroco católico puede encontrarse en el escrito de Thomas, H. «Sociedad burguesa del trabajo o sociedad postindustrial del tiempo libre. La alienación es la pérdida de la fiesta» (Bürgerliche Arbeitsgesellschaft oder nachindustrielle Freizeitgesellschaft: Entfremdung ist der Verlust des Festes), publicado en: Borobia, J.; Lluch, M.; Murillo, J.I.; Terrasa, E. (eds.), Trabajo y espíritu, pp. 405-423, Pamplona, Eunsa, 2004. (El texto de mi traducción al castellano es visible en la hoja web https://www.almudi.org/articulos-antiguos/7351-la-alienacion-es-la-perdida-de-la-fiesta-hans-thomas).
  5. Es ist gut, daß du existierst; wie wunderbar, daß du da bist (Pieper, J., Über die Liebe, München, Kösel Verlag, 1996, p. 392).
  6. Lo contrario de amar es odiar, que consiste en querer la no-existencia de aquel que es objeto de odio. Mas para un ser vivo, su ser es vivir, dice Aristóteles en Sobre el alma, II, 4, 415 b 13: zoè zoein eínai, vita viventibus est esse. En consecuencia, odiar significa querer que el odiado no viva. Por eso dice la Biblia que el odio es «homicida» (1 Jn 3,15).
  7. Dietrich von Hildebrand ha mostrado de manera muy profunda y sugestiva el perfil de la persona respetuosa. Lo hace en un breve trabajo titulado «La importancia del respeto en la educación» (Die Bedeutung der Ehrfurcht in der Erziehung), publicado en la revista Educación y educadores (Colombia), vol. 7, 2004, pp. 221-228. (El texto de mi traducción es visible en la hoja web http://www.redalyc.org/pdf/834/83400715.pdf).
  8. Como veremos más adelante, tolerar no es aprobar. Se tolera lo que es malo, aunque no tan malo (i.e el mal menor), mientras que se aprueba lo que se tiene por bueno de suyo.
  9. Entiendo que esta actitud de acogida está en la entraña misma de la Metafísica clásica, sobre todo la que se ha elaborado y desarrollado en el linaje aristotélico-tomista (vid. Barrio, J.M., Metafísica para gente corriente, Madrid, Rialp, 2017). Josef Ratzinger también expresa ese sentido positivo del ser, poniéndolo en relación con la enseñanza cristiana sobre la creación: «El Dios que es Logos nos garantiza la racionalidad del mundo, la racionalidad de nuestro ser, la adecuación de la razón a Dios y la adecuación de Dios a la razón, aun cuando su razón supere infinitamente a la nuestra y a menudo nos parezca oscuridad. El mundo viene de la razón, y esta razón es persona, es amor –esto es lo que la fe bíblica dice sobre Dios–. La razón puede hablar de Dios, debe hablar de Dios, si no quiere verse disminuida. Con esto apareció, pues, el concepto de creación. El mundo no es meramente maya, apariencia, que en definitiva tenemos que dejar detrás de nosotros. Y tampoco es simplemente la rueda infinita del sufrimiento que tenemos que intentar eliminar. El mundo es positivo» (Introducción al cristianismo, Salamanca, Sígueme, 2016, p. 24).
  10. Las implicaciones sociales y políticas del problema del aborto provocado están muy bien tratadas en el libro de Navas, A. El aborto, a debate, Pamplona, Eunsa, 2014, y en el de Schooyans, M, El aborto. Implicaciones políticas, Madrid, Rialp, 1991.


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