Ha llovido mucho desde que Aristóteles escribió la Política, pero pienso que algunas cosas que dice ahí siguen teniendo valor hoy. Podemos reconocernos aún en varios de los tópicos que hemos analizado aquí.
Ahora bien, a día de hoy se hace necesario reconstruir una cultura del diálogo y la amistad política, que en buena parte se ha perdido en el marco occidental. Esta tarea implica enfrentar, tal vez entre otras, dos dificultades de relieve: el relativismo y una deficiente comprensión del valor de la tolerancia. Examinémoslas por separado.
1. El relativismo supone un obstáculo imponente para el diálogo. Si la discusión humana no es una búsqueda cooperativa de la verdad, no se entiende bien qué pueda ser. Si no hay verdad/es a la/s que podamos acercarnos, o de la/s que podamos alejarnos, ¿qué sentido tiene discutir? Joseph Ratzinger acuñó la expresión «dictadura del relativismo» para mostrar esta paradoja[1]. Si la verdad no existe, la discusión queda vacía de contenido y de sentido. O bien: si cada uno tiene «su verdad», lo lógico es que cada uno se la lleve puesta a su casa, y se acaba la discusión. ¿Qué objeto tiene confrontar los diversos puntos de vista, si en último término no existe criterio o medida común para contrastar su validez, o si no son más que narrativas mutuamente inconmensurables?
Uno de los aspectos más deletéreos de la mentalidad relativista se advierte al comprobar las connotaciones crecientemente peyorativas que va cobrando entre nosotros la palabra «discusión». A muchos les parece que es mejor evitar discutir. Particularmente agudo es este problema en la Universidad, institución que nació en Europa para ser un espacio adecuado a la discusión sabia[2]. (Ya desde hace tiempo no es infrecuente que quienes se atreven a discrepar de los mantras del mainstream se vean «escracheados» –pido disculpas por emplear este palabro– si van a dar una charla en un espacio universitario).
En la discusión se confrontan opiniones distintas. La opinión es de quien la sostiene, mas no la verdad a la que la opinión aspira. Ya mencioné que la verdad no es ni mía ni tuya. El error del relativismo estriba en confundir la verdad con la opinión. Por supuesto que la opinión es subjetiva, de cada sujeto. Precisamente el objetivo de la discusión es someter a un test racional intersubjetivo las «razones» que cada sujeto hace comparecer en ella, o, como diría Kant, llevarlas ante el «tribunal de la razón».
Que una opinión sea verdadera –i.e que se satisfaga como opinión– en modo alguno depende de quién la expone o defiende, sino de otras razones, que son las que realmente importan cuando de lo que se trata es de discutir en serio. Una discusión que realmente valga la pena nunca se limita a ser un desfile de modelos, una mera presentación «inclusiva» de la variedad de opiniones, sino que trata de contrastar su valor de verdad. Ahí lo relevante no es quién dice algo, sino qué dice y por qué, qué razones aduce. Y esas razones se pueden exponer, discutir y ponderar unas con otras. Ciertamente, cada uno piensa lo que piensa desde el ángulo concreto en que se encuentra situado. Cada interlocutor se forma su opinión recorriendo un itinerario propio, hecho de intuiciones, experiencias y tradiciones heredadas. Las condiciones contextuales e idiográficas en las que ha llegado a ver el mundo como lo ve, son de cada sujeto y de nadie más, y tienen, por tanto, una indudable carga subjetiva, naturalmente no exenta de elementos pre-racionales, incluso sentimentales y afectivos. Ahora bien, aunque no estén desprovistas de idiosincrasias personales y socio-históricas, las razones no son, ellas mismas, idiosincrasias, y por eso se pueden compartir con otros sujetos racionales; y cabe contrastarlas y tratar de medir su respectivo peso lógico[3].
Dicho de otro modo, además de que hay formas de comunicación no verbal –icónica, gestual, etc.–, en toda comunicación verbal hay implícitos elementos que no se verbalizan. En cualquier caso, la praxis del diálogo es consistente bajo el supuesto de que lo que comunico, aunque tenga componentes personales, contextuales y no verbales, puede ser dicho; tal vez no del todo, pero sí en parte; tal vez no compartido, pero sí comprendido; tal vez no comprendido del todo, pero parcialmente sí. De lo contrario, sería completamente vano expresar-me a otro.
Expresarme en un contexto discursivo significa exponer-me a las razones de otro cuando no coinciden con las mías. Exponer una postura intelectual también es «exponerla» a la eventualidad de que haya otra mejor fundada que la mía, que disponga de mejores razones que las mías; en definitiva, correr el riesgo de tener que rectificar, riesgo que es muy razonable que un humano esté dispuesto a correr[4].
La posibilidad de enriquecer las distintas perspectivas individuales al entrecruzarlas en el diálogo se funda en dos supuestos básicos:
- Ninguna perspectiva humana puede agotar toda la verdad; la totalidad de lo real no puede ser exhaustivamente vista desde un ángulo humano. «Toda la verdad», o «todo el ser» no es humanamente abarcable (según Tomás de Aquino, la verdad es un aspecto del ser). Nosotros miramos siempre desde un ángulo limitado, nunca lo captamos todo.
- Por errónea que sea, o deformada que esté, ninguna opinión o perspectiva humana deja de captar «algo» de verdad, algo real, por escaso que sea[5].
Llano e Inciarte apuntan dos nociones útiles para comprender ambos supuestos: el ser finito es gradual y aspectual. «Superficialidad o irrelevancia hacen que lo falso o falto de verdad componga fácticamente enunciados en parte acertados y, en esa medida, verdaderos. La mezcla de verdad y falta de verdad es entonces insoslayable. La inevitabilidad reside en que no se puede aportar un estrato de profundidad en el cual el estado de cosas pudiera ser considerado –de manera definitiva– como cabalmente encontrado y examinado. Pues el nivel más profundo sencillamente no existe»[6].
La discusión tiene sentido cuando lo que comparece no es «mi verdad», sino mi pretensión de verdad, que se cumplirá mejor o peor. Si las pretensiones de verdad, distintas, incluso contrarias, es efectivamente la verdad lo que pretenden, pueden converger y cooperar enriqueciéndose mutuamente en su diversidad y distinción, incluso en su contraste abierto, toda vez que siempre podemos «acotar» algo de verdad sin «agotarla» toda. (Lo que uno ve puede que no lo vea otro, o lo vea menos, porque está fuera de plano, y viceversa).
Interesa comprender esto para captar el sentido de la denuncia que Ratzinger hace contra la «dictadura del relativismo». Si no existe la verdad, se vacía de contenido la discusión racional, pero en caso de conflicto de interés se llevará «el gato al agua», por así decirlo, no quien disponga de mejores razones, sino quien grite más, quien insulte más ingeniosamente, quien ponga en juego los sambenitos más eficaces o las etiquetas más atractivas,… o quien ponga la pistola sobre el tapete. Hay quienes piensan –ciertamente con una lógica perversa, pero congruente con las premisas del relativismo– que esos son los «argumentos» contundentes. Hay quienes dirían –emulando aquello que decía Nietzsche: los fuertes tienen la razón– que esos son los auténticos argumentos, los verdaderos. Probablemente es lo que piensan los oxonienses que han autorizado ese horrísono palabro que llaman posverdad. (Es irónico que lo haya autorizado el Dictionary de la Universidad de Oxford, cuyo lema es –si no lo han cambiado ya, que no lo sé– la célebre frase bíblica: Veritas liberavit vos).
Dictadura del relativismo es adonde se llega cuando se abandona la razón y la palabra significativa. Lo más constitutivo de la violencia es, sin duda, la irracionalidad. Es esto lo que ha visto Ratzinger con agudeza.
Muy al contrario de lo que muchos hoy suponen, discutir es lo que hacen los amigos, y lo que les hace amigos. Es como mejor lo pasan. Difícilmente pueden encontrar una actividad más satisfactoria que compartir el interés por algo y contrastar sus puntos de vista sobre el particular. Alguna vez la discusión puede subir de tono, pero no es lo más habitual. Un síntoma claro de lo que Nicolas Tenzer denominó la «despolitización de la polis»[7] es, precisamente, la magnitud que ha llegado a cobrar en el imaginario sociocultural de Occidente la representación de que «discutir» es enemistarse, malquistarse con alguien. Puede haber alguna mala experiencia que induzca a pensar eso, alguna discusión que termine a gorrazos. Pero lo normal es lo contrario. Discutimos con las personas a las que apreciamos.
Es razonable zanjar algunas discusiones, pero, en general, extinguir la discusión es cancelar la razón, pues la razón humana es discursiva, se desarrolla en el contraste dialéctico. Aprendemos a pensar «tomando partido» en discusiones serias, buscando razones para exponer lo que pensamos sobre un tema que nos interesa, y tratando de que nuestras razones sean mejores que las del interlocutor. Así es como se desarrolla el pensamiento, y la cultura, al menos en los aspectos más densos de ella. Derogar la razón discursiva es regresar a la caverna, a la condición del oso, a la ley de la selva.
2. El significado de la tolerancia. Aneja a esta que acabamos de examinar, otra dificultad para recuperar un auténtico ethos dialógico es la que representa una deficiente concepción de la tolerancia, hoy también muy extendida[8].
Si acudimos al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, y buscamos la palabra «tolerancia» encontramos, entre otras acepciones, esta definición: «Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias». Sin duda esta fórmula recoge el imaginario dominante en nuestro contexto cultural. La mayor parte de las personas piensa que tolerar es eso: respetar la opinión contraria a la mía. Ahora bien, si en el mismo Diccionario buscamos el verbo «tolerar», no el sustantivo, también entre otras acepciones encontramos: «Llevar con paciencia», «permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente», «resistir, soportar, especialmente un alimento o una medicina». Me parece que lo que se dice sobre el verbo hace más justicia, al menos al sentido etimológico de la palabra, que lo que se dice del sustantivo. En efecto, en ambos casos la palabra procede del verbo latino tolerare, que es una flexión del verbo fero, fers, ferre, tuli, latum: llevar encima, trasladar algo soportando su carga, sobrellevar. Lo que se «tolera» es cargante, algo que se permite sin aprobarlo, i.e un «mal menor». Por el contrario, lo que se «respeta» –según la definición que el Diccionario da del sustantivo «tolerancia»– es algo que se tiene por bueno y se aprueba.
Este sentido originario de la palabra aún se conserva en el lenguaje de la ingeniería (al hablar de la resistencia de algunos materiales de construcción a eventuales sobrecargas), o de la farmacología (al hablar de la tolerancia del organismo a ciertas sustancias agresivas que se emplean, por ejemplo, en tratamientos contra el cáncer). Está referido a algo malo aunque no tan malo. Lo que se tolera es el mal menor. Eso es una virtud propia del gobernante, un aspecto de la prudencia política. Quien tiene autoridad para dar licencia o denegarla, puede permitir algunas conductas que son malas sin aprobarlas expresamente. Sin aprobar ciertos comportamientos, en algún caso puede ser prudente no perseguirlos penalmente[9]. No todo lo moralmente malo tiene por qué ser jurídicamente punible. Hoy algunos lo plantean en relación al consumo de drogas, incluso al comercio con ellas. Si se persigue –piensan– pueden ocurrir cosas peores, mientras que tolerar ese mal puede que impida o bloquee otro mayor.
La tolerancia es buena, pero no porque lo tolerado también lo sea. Es bueno tolerar el mal menor, no en tanto que mal, sino en tanto que menor. Mas en ningún caso tolerar es aprobar, que es lo que está implícito en la idea del respeto. El error del Diccionario consiste en confundir la tolerancia con una forma de respeto. Se respeta lo que se aprueba positivamente, porque se considera bueno. Puede que haya cosas mejores, pero eso no lo convierte en malo. Por ejemplo, que a uno le toque la lotería está muy bien, aunque hay cosas mejores que el dinero. Mas que haya cosas mejores que el dinero, o que este no «haga» la felicidad, no implica que el dinero sea malo. No tiene sentido tolerar que a uno le toque la lotería; eso, más bien, se celebra (a veces de forma algo descerebrada, regando con champán a los circundantes). En cambio, lo que se tolera es, por ejemplo, el mal sabor de una medicina, porque de suyo es malo, pero no tanto como privarse de ella por su mal sabor, si uno está enfermo y la necesita para curarse. Ahí sí tiene sentido hablar de tolerancia.
El trasvase semántico entre «respeto» y «tolerancia» –al que la RAE contribuye con su granito de arena, seguramente de forma inadvertida– resulta confuso, y no es del todo inocente de cara a comprender algo que resulta esencial para recuperar el ethos y la cultura del diálogo: distinguir –no separar– el respeto de la tolerancia, que no son lo mismo, aunque sin duda tienen mucho que ver. Por respeto a la persona –eso sí que es respetable, no su «opinión»– habrá que tolerar ciertas opiniones, creencias o prácticas, pero eso no significa «respetarlas», en el sentido de convalidarlas. Si se toleran es porque son malas, o erróneas, aunque quizá no tan malas o erróneas como el mal o el error que se derivaría de no tolerarlas, insisto, no por el respeto que ellas merecen –ninguno, si son malas o erróneas– sino por el que merece la persona del opinante o el practicante, que es todo el respeto del mundo.
Desde esta perspectiva, y pese a que se haya convertido en un tópico, poco sentido tiene el dictum: «Respeto tu opinión, aunque no la comparto». Si no la comparto, es que me parece, no respetable, sino falsa, o al menos no tan verdadera como la mía. Respetable eres tú, y el respeto que te debo no mengua por el hecho de que tu opinión me parezca falsa, o incluso perversa. Aunque fuese verdadera una opinión, lo propio de ella no es ser respetable, sino ser más o menos verdadera/falsa, correcta/incorrecta, justa/injusta, buena/mala. Si entiendo que la opinión contraria a la mía es falsa, cuando discuto no la respeto, la denuncio como falsa. Y no porque sea un intolerante, sino porque lo exige la lógica binaria. Si una proposición es verdadera, su contraria no lo es, o no lo es tanto. Cuando voy a discutir, voy a poner de relieve que la opinión contraria a la mía, es falsa, y voy a combatirla argumentalmente. Lo que merece respeto es la persona. A veces, precisamente ese respeto por la persona pide poner énfasis en mostrarle que está equivocada.
Kant señala con toda claridad que el respeto es una actitud que tan solo tiene sentido referida a la persona, no a lo que hace o piensa. Una persona puede tener un estilo de pensar o de vivir muy característico suyo, con opiniones y prácticas muy arraigadas, pero por mucho que lo estén en esa persona, no se identifican con el sujeto o titular de ellas. Lo prueba el hecho de que una persona puede, sin dejar de ser quien es, y por muy afianzada que esté en ellas, modificar sus opiniones o sus prácticas, incluso permutarlas por sus contrarias.
Si se confunde el respeto que toda persona merece, cualquiera que sean sus opiniones o prácticas, con el supuesto respeto a lo que opina o hace, entonces cualquier forma de discrepar de las opiniones o prácticas de una persona acabará siendo vista como una falta de respeto a esa persona. Pero esto es injusto, y falso. E igualmente representa un peligro para la discusión, pues mucha gente acaba temiendo discrepar precisamente para no malquistarse con nadie, porque piensa que al hacerlo le faltaría al respeto a su oponente.
Lo que ha de respetarse es la persona y la libertad que toda persona tiene para formarse criterio, en lo teórico y en lo práctico, de la manera que le parezca conveniente. Pero una cosa es eso y otra pensar que toda opinión es verdadera o toda práctica buena por ser digna de respeto la persona que la sostiene o practica, que es el error al que conduce el equívoco en cuestión: pensar que la tolerancia obliga a convalidar y a poner en pie de igualdad cualquier uso de su libertad que hace una persona, tanto en el pensar como en el actuar.
Esta confusión amenaza con instalar, paradójicamente en nombre de la libertad, una forma de sometimiento particularmente liberticida, que hoy se vende como una exigencia, precisamente, de respeto hacia las personas. A través de un juego conceptual y lingüístico perverso, ya muy acuñado en Occidente, se está imponiendo una suerte de «pensamiento único», relativista, que a no pocos les parece ser la única garantía segura para poder convivir en la que Karl Popper llamaba «sociedad abierta»[10]. Ahí la mutación semántica en cuestión desempeña un papel no menor, al igual que la autoridad con la que aparecen orlados términos de noble cuño como «respeto», «tolerancia», «democracia», «libertad», «pluralismo», etc. Es irónico que en esa «sociedad abierta» –pensada en clave radicalmente liberal–, se vayan cerrando cada vez más las posibilidades de discrepar de la corriente dominante.
Proliferan todo tipo de «correcciones» políticas, éticas o académicas al amparo de palabras que han sido semánticamente desguazadas hasta prostituirlas, convirtiéndolas en juguetes rotos, o en cromos permutables por sus contrarios[11]. Es la antítesis misma del logos semantikós[12]. Cualquiera que se atreva a acechar la correctness, aunque sea con argumentos que no ofenden a nadie, puede encontrarse inmediatamente acusado de «fobia» y tener que afrontar querellas penales o multas siderales por «delito de odio». Va cobrando proporciones más que preocupantes la multiplicación de formas de amordazar –eso sí, con maneras muy aseadas y liberales, nada «soviéticas»– según qué tipo de discrepancias, que no se confrontan con argumentos sino con la indignación moral de quienes ven en el discrepante un agresor, o un fóbico energúmeno. Al menos deberían intranquilizarse un poquito quienes hace décadas se apuntaban al sistemático «disenso» y ahora se ponen la etiqueta de pluralistas, tolerantes y «abiertos»[13].
Es un completo disparate –además de resultar bastante ridículo– el planteamiento de que la discrepancia fomenta el «odio», como pretenden los lobbies homosexualistas[14]. Si para prevenir el odio, además de acabar con la discusión, se persigue penalmente la discrepancia, con multas astronómicas para quienes no estén dispuestos, por ejemplo, a que en la escuela a sus hijos se les obligue a asistir a «talleres» de visibilidad lésbica, o cosas de ese estilo, entonces no es verdad que vivimos en una sociedad pluralista. Si las únicas «diferencias» tolerables son las que se dan en materia de fútbol, no significa mucho eso de que vivimos en sociedades abiertas y plurales. En tal caso, el pluralismo social no sería esencialmente distinto al que se puede dar en un rebaño de cabras, que balan todas el mismo himno, bien que cada una con su quijada. Tal como algunos parece que lo entienden, el único ethos posible en un contexto democrático sería el «silencio sobre lo esencial» (Jean Guitton) o la «ley mordaza». Eso es lo más polarmente opuesto a la polis.
- He reflexionado sobre el sentido y el contenido de esta paradójica fórmula en mi librito La gran dictadura. Anatomía del relativismo, Madrid, Rialp, 2011.↵
- Las dos actividades básicas que nutrían la vida de la Universidad cuando nació en la Edad Media europea eran la lectio y la disputatio, la lectura y la discusión. La mayor parte de la literatura académica que se conserva de aquella época tiene el formato de quaestiones disputatae.↵
- Los sentimientos y las vivencias son incomunicables. Puedo comunicar a otro que me duele la muela, pero al hacerlo no le transmito mi dolor de muelas. Ese dolor es mío, y de nadie más. Mi interlocutor puede comprender ese mensaje, mas solo por analogía con un dolor semejante que él ha padecido, pero que es otro, el suyo. Puedo compartir un mensaje, o unas razones, pero no, propiamente, un sentimiento. Frente a esto no cabría objetar apelando a fenómenos psicológicos como, por ejemplo, el «con-senso», u otros análogos como la empatía, la compasión, etc. En este tipo de fenómenos destaca en primer término la vivencia subjetiva, y solo en segundo término el objeto de ella, digamos, al «dato» objetivo que en ella se me «da». Edmund Husserl, y la tradición fenomenológica que inició, han estudiado esto con mucho detalle. Sus análisis son muy precisos al distinguir, en el plano del conocer, la nóesis (el acto psíquico) del nóema (su contenido). Por ejemplo, dos personas podemos coincidir en un planteamiento, pensar lo mismo sobre algo, pero en último término mi pensarlo es mío y el tuyo, tuyo: no es lo mismo el pensarlo que lo pensado.↵
- No hay ningún progreso, ni humano ni cultural, que no consista en rectificar errores anteriores. Hablando de la noción aristotélica de verdad práctica, F. Inciarte ha explicado que la conducta recta es, precisamente, la correcta, i.e la que es resultado de muchas correcciones, que nos hacen o que nos hacemos. «Verdad pura y simple sólo se podría dar en un mundo extremadamente puro y extremadamente simple. Esa otra, la verdad práctica, es como dar palos de ciego, pero no sin pensárselo bien y, a bien dadas, con un poco de suerte. Es un constante errar y corregirse: lo que los escolásticos llamaban rectitudo, Aristóteles orthótes, y Platón, más explícitamente, rectificar (eparnotheîn); rectificar faltas, fallos, equívocos, equivocaciones, errores, peccata, hamarthémata, aun a sabiendas de que uno va a seguir cayendo en unas o en otros. En la crisis actual del concepto de verdad, el de verdad práctica no hace ineludible caer a la desesperada, o cínicamente, en un pragmatismo a ultranza. En todo caso, es uno de los conceptos que más me han servido a mí para salir adelante sin excesivas perplejidades a pesar de la crisis. El juego de verdad y error no tiene por qué ser siempre un juego de suma cero. Por lo menos, esa es la esperanza» (Inciarte, F., Breve teoría de la España moderna, Pamplona, Eunsa, 2001, p. 167).↵
- Los filósofos suelen ser gente atenta, que se fija despacio en las cosas, y eso facilita que descubran algo que quizá pasa desapercibido a una mirada trivial o esquiva. Etiènne Gilson decía que generalmente no se equivocan cuando afirman, sino cuando niegan. El problema de los filósofos –y es tentación que a menudo les acosa– es que ponen tanto énfasis y atención en lo que descubren, que propenden a soslayar todo lo demás, o a reducirlo a lo que ellos han visto. Tienden a ponderarlo tanto que les parece que lo demás no existe, o que es irrelevante, o bien tratan de reformularlo en esa clave, a escala de lo que ellos han visto. Es el problema del reduccionismo.↵
- Cfr. op. cit., p. 341.↵
- Tenzer, N., La sociedad despolitizada, Barcelona, Paidós, 1992.↵
- Algunas ideas de este epígrafe ya las expuse y desarrollé en el trabajo titulado «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril 2003, pp. 131-152.↵
- Concretamente, Tomás de Aquino lo plantea en referencia, entre otras cosas, a la prostitución. (Vid. Quaestiones quodlibetales, 2, q. 5, a. 2, ad 2).↵
- Popper, K. (1994) La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós.↵
- Lo que los ingenieros sociales del gender han logrado con la palabra «matrimonio» es tan solo un botón de muestra. Una cosa es flexionar una palabra para ampliar su registro semántico, y otra bien distinta tratarla a martillazos para hacerle decir justo lo contrario de aquello para lo que fue acuñada.↵
- De esto me he ocupado en dos escritos: «Palabras claras», Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, nº 115 (2ª Serie), febrero 2008, pp. 131-141, y «La corrupción del lenguaje en la cultura y en la vida», Pensamiento y Cultura (Colombia), vol. 11, nº 1, julio 2008, pp. 35-48 (este último artículo descargable en la hoja web https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2856772).↵
- Aún no parece inquietarse mucho George Soros, quien, mundialista confeso, emplea recursos no precisamente menguados en repartir mordazas por todo el mundo desde su Open Society Foundations.↵
- Los profesores norteamericanos Christopher Tollefsen y Jordan Peterson denuncian el progresivo incremento de lo que algunas Universidades llaman «espacios seguros», que nacieron, como parte de la estrategia del arcoíris, para ser lugares donde los homosexuales estarían libres de acoso –real o supuesto–, pero que se han generalizado como entornos donde toda discrepancia está prohibida porque se considera «odio». Habilitar espacios de ese tipo va contra la esencia misma de la Universidad; es como un hierro de madera. Máxime cuando la tendencia en algunos centros universitarios es a que esos espacios se extiendan a todo el campus.↵