Además de subrayar la importancia de una cultura dialógica es importante detectar los límites del diálogo. Hablando de lógica, Aristóteles señala que los axiomas fundamentales de la argumentación no son argumentables. Los principios de la demostración no pueden ser demostrados. Entre las que llama virtudes «dianoéticas», o intelectuales, incluye un hábito al que denomina, en griego, nôus, y los aristotélicos latinos intellectus, o también habitus principiorum, el hábito de los principios. No se trata de un acto de conocimiento sino de un hábito, digamos, un conocimiento no actual sino habitual, que está implícito en todos nuestros actos cognoscitivos, aunque puede explicitarse. De hecho, una de las principales tareas de la que Aristóteles denomina Filosofía primera –la Metafísica– es formularlos explícitamente. Aunque no lo hagamos así, conocemos una serie de axiomas o principios que valen por sí mismos, y que por tanto no pueden ser validados argumental o demostrativamente desde premisas anteriores, sencillamente porque no las hay. En griego, axion significa valor, importancia (literalmente, eje, la pieza central de un mecanismo, en torno a la cual giran o pivotan todas las demás). «Axioma» es un principio primero, que no recibe su valor lógico u ontológico de ningún otro principio anterior o más básico que él.
Para el estagirita es una «virtud» intelectual la pacífica aceptación –no crítica o polémica– de algunos principios que son incuestionables. Cuestionar esos axiomas –cosa que parecería necesaria si uno es muy «crítico» y lo cuestiona todo–, además de revelar una imbecilidad superlativa, significa hacer imposible cualquier cuestionamiento. Aunque creo que no lo resuelve bien, es el problema que detecta Descartes. La «duda metódica» cartesiana habría de ser universal, pero él mismo se da cuenta de que cuando se plantea dudar de todo –no aceptar ninguna certeza previa– se autoengaña. Es un truco, aunque necesario para comenzar bien –por los cimientos, no por el tejado– el edificio del saber científico y filosófico. Para edificar sobre suelo firme, dice, es menester demoler todo lo anterior, puesto que todo nuestro conocimiento procede por abstracción a partir de los sentidos y, como buen racionalista, él piensa que estos son engañosos. Pero al mismo tiempo confiesa que la duda universal le parece una argucia, un «método». De hecho, reconoce que nunca pudo dudar de su fe católica ni de la validez del principio de no-contradicción, así como de la existencia de un sujeto que ejerza los actos de la conciencia. El cogito ergo sum no es resultado de la catarsis a la que la duda metódica somete a la conciencia, sino algo que está al comienzo del proceso, aunque parezca emboscarse en él[1].
Por mucho que uno se empeñe en dudar de todo, hay algo que es indudable, y que constituye la condición que hace posible comenza a dudar. Entre esas certezas primeras que han de aceptarse «sin duda ni discurso» (sine dubitatione et discursu), digamos, sin erudición o cuestionamiento argumental, se encuentran: la no-contradicción, el principio de identidad (de algo consigo mismo), el principio de «tercio excluso» (i.e el que excluye una tercera posibilidad entre ser y no-ser), o, en el orden de la razón práctica, que hay que hacer el bien y evitar el mal (cuyo hábito recibe entre los escolásticos el nombre de «sindéresis»). Estos axiomas –también denominados ineruditiones por los lógicos medievales– no necesitan ser explicitados, pero fungen como premisa implícita en todo discurso, teórico o práctico.
―Ahora bien, ¿acaso no es todo discutible en democracia? ―Pues no. Seamos demócratas o autócratas, no es discutible que el todo es mayor que la parte. La discusión es un síntoma de salud democrática, sin duda, pero por muy demócrata que sea, ningún parlamento democrático cuestiona, por ejemplo, la ilegalidad e inmoralidad de la tortura. Los Derechos fundamentales –los que fundan el Estado de Derecho– no se proclaman democráticamente, sino que se reconocen. El pueblo puede «otorgarse» una Constitución, pero no el fundamento constitutivo del Estado constitucional. Como ha explicado el jurista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, eso está en el genoma «prepolítico» de la polis democrática[2]. En democracia «todo» es discutible… excepto eso[3].
Dicha axiomática fundamental es el enemigo a batir para el relativismo, que exhibe con orgullo triunfalista su audacia para meterle mano a todo lo intocable. El relativismo europeo cosecha buena parte del culto que aún le rinde la intelectualidad orgánica acampada en los grandes circuitos de la difusión cultural –y bien sumisa a quienes los detentan– del furor iconoclasta con que se presenta como destructor de tabúes. Supone sin duda un progreso desmitificar algunos tabúes, pero la cultura europea contemporánea ha «sacralizado» la desacralización. Es tal el timbre de grandeza con el que se acredita a quienes con más ironía deconstruyen lo que en otras épocas se consideraba sagrado o intocable, que se podría decir, sin temor a exageración alguna, que se ha mitificado la «desmitologización»[4].
Por mucho que lo procure, no hay cultura humana que pueda desembarazarse completamente de sus mitos. Incluso aunque cancele unos, creará otros. Dos mitos que Europa ha elevado a una categoría cuasi-sacral son la ciencia y la democracia. Son dos cosas muy valiosas, sin lugar a duda, pero en Europa se ha convertido en un auténtico tótem la idea de un progreso de la humanidad basado en la racionalidad científico-técnica y en la eticidad inmanente a la ley de las mayorías. Ahora bien –y en esto puede percibirse la mixtificación de ambas cosas–:
- El paradigma empirista, o positivista, que rige el discurso científico-técnico, se apoya en la idea implícita –explicitada en muchos discursos epistemológicos– de que solo tiene valor cognoscitivo lo empirícamente verificable, siendo así que eso, a su vez, es un mito, el mito cientifista. En otras palabras: el prejuicio de que solo puede tener valor cognoscitivo lo empíricamente vericable no puede ser objeto de verificación empírica.
- La ética consensualista (o «democrática») presupone la validez del principio pacta sunt servanda: hay que respetar lo pactado, o cumplir los compromisos, principio que a su vez no es pactable. La mixtificación ética de la democracia, i.e la idea de que solo es bueno y justo lo que decidimos consesuadamente que lo sea, tropieza con este límite: la fuerza obligatoria del pacto no procede de ningún pacto.
Hay implícitos pre-científicos, pre-políticos y pre-consensuales que hacen posible, precisamente, la discusión científica, política y ética, y que tienen la forma de símbolos fundamentales, o de axiomas indiscutibles. Son referencias prediscursivas que están presentes en el discurso y en el decurso de toda cultura, precisamente haciéndolo posible. No se puede discutir todo.
- La imposibilidad de que la duda a sí misma se «sujete» en el ser –i.e la necesidad de un sujeto de ella que sea distinto y previo a ella–, Descartes no la reconoce en el Discurso del método, pero sí en las Meditaciones metafísicas. Si hay dubitare es porque hay un ego que dubita.↵
- La idea está recogida en el célebre dictum de Böckenförde: «El Estado liberal secular vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar» (Der freiheitliche, säkularisierte Staat lebt von Voraussetzungen, die er selbst nicht garantieren kann). Vid. Böckenförde, E.-W., Staat, Gesellschaft, Freiheit, Frankfurt am M., Suhrkamp, 1976, p. 60.↵
- La sacralidad de la vida humana, digamos, su absoluta indisponibilidad desde la concepción hasta la muerte natural, es un tabú consagrado por la tradición médica hipocrática y por el judeo-cristianismo. En el momento en que se ha abierto la cuestión del aborto provocado y de la eutanasia, y la posibilidad de autorizarlos legalmente –más aún al considerarlos como derechos subjetivos–, se ha caído, ciertamente, un mito. Pero, y en la misma medida, ha comenzado a periclitar la entraña ética del llamado «debate bioético». Me he ocupado de este asunto en un trabajo titulado «La Bioética ha muerto. ¡Viva la Ética Médica!», Cuadernos de Bioética, n. 86, XXVI/1ª, enero-abril 2015, pp. 25-49 (visible en la hoja web http://aebioetica.org/revistas/2015/26/86/25.pdf).↵
- En ese proceso, largo, de deconstrucción, podemos identificar, entre otros, tres hitos en la historia del pensamiento europeo: 1) la teoría de los prejuicios o idola, elaborada en el siglo XVI por Francis Bacon; 2) el idealismo trascendental kantiano como una teoría de la libertad de la razón (ausencia de presupuestos, Voraussetzungslosigkeit); y, en la senda de este último, 3) la idea de una «sociedad abierta» (offene Gesellschaft), que Karl Popper opone a «sociedad tribal».↵