Para los padres del liberalismo político –especialmente para Thomas Hobbes–, la relación con sus congéneres es traumática para el ser humano, dado que el hombre es, en la célebre expresión de Plauto, un lobo para el hombre (homo homini lupus). Esa relación polémica alcanza su punto crítico en la guerra, mas esta constituye, a menudo larvada, el auténtico estado «natural» de la humanidad. La convivencia es la «guerra de todos contra todos» (bellum omnium contra omnes). Para Hobbes, la polis es un invento del hombre para salir al paso de su agresividad natural. El Estado es un Leviathan, un diabólico monstruo que, con forma de hidra marina, todo lo devora entre sus fauces. Concretamente, el Estado leviatán vive de engullir libertades.
En efecto, que el hombre sea lobo para el hombre quiere decir que es un animal que, como los demás, va «a lo suyo» sin ningún escrúpulo. Si no hubiera más que un humano no habría problemas: lo tendría todo para él solo. Pero cuando hay más de uno empiezan los conflictos: qué es mío y qué tuyo. Por ejemplo, lo que yo me como no te lo comes tú. Podemos compartir un bocadillo, mas eso no es otra cosa que partirlo, y en último término la parte que te comes tú no me la como yo y, a la inversa, la que como yo no la comes tú. El egoísmo es la condición natural humana, precivil, y la proliferación de la especie solo puede conducir a la competición y la agresividad. Como diría J.-P. Sartre, «el infierno son los otros».
Ahora bien, además de animal, el hombre es un ser racional, y eso le permite adelantarse estratégicamente al lío –al bellum–, y diseñar un curioso artilugio: el Estado, que vive de rapiñar pequeñas dosis de libertad individual. De la tarta de su libertad, digámoslo así, cada individuo enajena, delegándola en el Estado, una porción reducida, de manera que, por un lado, la mayor parte sigue en posesión suya, pero, por otra, la suma de libertades enajenadas –de las diminutas porciones– es mayor que el resto de libertad que cada individuo se reserva para sí. Ese sumatorio de libertades enajenadas es la libertad del Estado para ejercer coacción sobre las libertades individuales, en definitiva, para limitarlas mediante la violencia legítima, legal. Así entendida, la función que al Estado le confían los individuos es doble:
- Garantizar el uso de la libertad individual, pero, digamos, dentro de los límites parcelados de cada finca; o, lo que es lo mismo, impedir que cada uno se salga de sus límites.
- Impedir igualmente que otros salten mi tapia y penetren en mi finca sin mi permiso.
Es lo que evoca el tópico: «Mi libertad termina donde comienza la de los demás». Dentro de su parcela, que cada individuo haga lo que le plazca. Más aún: según las previsiones de Adam Smith, la riqueza económica crecerá en proporción al egoísmo individual. En último término, la «riqueza de las naciones» depende de que cada uno vaya eficazmente «a lo suyo»: así funcionan las cosas. Luego viene la «mano invisible» del mercado que, cual varita mágica, convierte el egoísmo individual en interés general, en solidaridad colectiva. Se supone que nos irá a todos mucho mejor si cada uno persigue eficazmente su propio interés. Pero, eso sí, lo más importante es que lo haga sin salir de su finca, sin invadir fincas ajenas[1]. El Estado leviatán está diseñado para mantener coactivamente esos límites.
A simple vista se percibe que tal concepción «fronteriza» de la libertad no encaja bien en la idea aristotélica. Hay, sin duda, puntos de convergencia, como, por ejemplo, el valor que ambas atribuyen a la libertad humana electiva, o que en ambas se entiende que debe haber una ordenación de la libertad individual, i.e leyes que sirvan para organizar una convivencia civil basada en el Derecho. También Aristóteles habla de que la polis ha de ser «nomocrática», es decir, ha de estar gobernada por la ley, y ese gobierno ha de ejercer un poder coactivo (kratos). Pero la diferencia entre ambas tradiciones, por ejemplo en relación a esto último, estriba en que mientras para Aristóteles el poder es una consecuencia de la legitimidad, para el liberalismo el poder es la esencia del Derecho: la coacción que el Estado ejerce sobre los individuos en forma de limitación de sus libertades.
A excepción de las más extremosamente «libertarias», cualquier concepción política entiende que tiene que haber alguna forma de ordenar las libertades. Por tanto, establece límites que las acotan. Pero la idea de libertad latente en el liberalismo es distinta de la que está implícita en el discurso clásico: para el primero la libertad es, ante todo, patente de corso para el egoísmo, que sin duda necesita límites externos a ella, mientras que para la concepción clásica –posteriormente también para el cristianismo– la libertad humana es, antes que cualquier otra consideración, una capacidad para hacer el bien; y el bien es difusivo, tiende a comunicarse a otros[2]. En efecto, lo más neurálgico de la libertad humana no es la franquía para perseguir el propio interés, sino la capacidad de interesarse por algo que no sea el propio ombligo. Libertad es librarse del autoencerramiento que nos impide salir de nuestro egoísmo. No hay mayor esclavitud que la incapacidad de abandonar el solipsismo en que nos aprisiona la soberbia, la cobardía o la pereza para afrontar la aventura de pensar seriamente en los demás, comenzando por quienes están más necesitados.
El liberalismo piensa que la relación con sus semejantes no está en la naturaleza del hombre, no surge espontánea, sino forzadamente, y es problemática de suyo. Lo que sí le sale espontáneamente es la agresividad, como al resto de los animales, que están sometidos a la «ley de la selva» (i.e la ley de la depredación). Por el contrario, el planteamiento clásico, que no ignora la humana agresividad, concibe que, antes y con más fuerza que la violencia, hay en el hombre una tendencia a relacionarse bien con sus semejantes. Egoísmo y altruismo, digámoslo así, están en perpetua tensión dentro de nosotros, pero el liberalismo arraiga en una visión antropológica tremendamente pesimista, que entiende que la primacía la tiene siempre el egoísmo. La única forma de ponerle coto –quizá de contener sus efectos más nocivos– es una especie de «pacto de no agresión» que haga posible una convivencia mínimamente ordenada.
Es la idea de Rousseau, otro gran referente del liberalismo político ilustrado: la sociedad no arranca de la naturaleza humana sino de un contrato. Esos lobos que somos para nuestros semejantes –competidores, o enemigos potenciales– pueden ocultar sus garras en guante blanco y sentarse a la mesa de negociación; suplir el campo de batalla por el tapete[3].
A diferencia de Hobbes, Rousseau no piensa que el hombre sea un lobo, al menos en su condición presocial. En sintonía con el mito del «Robinson», él habla de una bondad natural humana, del estado del «buen salvaje» que vive aislado en su isla[4]. El problema es que cada vez somos más, y no hay suficientes islas para que cada una sea habitada por un hombre solo, de manera que llega un momento en que necesariamente tropezamos unos con otros. Con todo, la inteligencia humana hace posible prevenir ese tropiezo y atenuar algo su traumatismo, y lo hace con la iniciativa de adelantarse a parlamentar y a pactar. La convivencia, en efecto, es resultado de un pacto de no agresión. Es la tesis del «contrato social».
Como es bien sabido, dentro del cajón del liberalismo caben cosas muy variadas, muchos grados y matices que ahora no es posible ni tan siquiera resumir. Hay formas de liberalismo que incorporan elementos importados de otras tradiciones de pensamiento, y la teoría política contemporánea ha propuesto algunos correctivos para neutralizar sus efectos más, digamos, salvajes (los del liberalismo que convalida sin más la ley de la selva). Entre quienes han propuesto correciones de esa índole destaca el filósofo y politólogo alemán Jürgen Habermas, que ha contribuido, junto a otros pensadores, a lo que se ha dado en llamar una «tercera vía», un camino intermedio entre liberalismo y socialismo. Él procede de la Escuela de Frankfurt, de una reformulación del marxismo que, tras los excesos del estalinismo, lo revisa y corrige en busca de vías democráticas y puntos de contacto con el capitalismo liberal. La idea de un Estado social de mercado, basado en el Derecho, incluye, desde luego, correcciones, tanto en el modelo socialista como en el liberal. Preconiza un esquema económico y social que sea compatible con las libertades políticas y que incorpore, a su vez, mecanismos jurídicos eficaces contra la ley del más fuerte.
A muchos en Europa ese esquema les parece equilibrado. Pero hay un problema de fondo que esa fórmula no termina de solucionar: pese a sus diferencias, socialismo y liberalismo comparten una visión del ser humano que es esencialmente pesimista –y creo que falsa, no solo por ser pesimista–, cuya seña característica es entender que la libertad no consiste más que en la capacidad de perseguir el propio interés. El liberalismo lo celebra, el socialismo lo deplora, pero ambos comparten la idea de que la libertad, en esencia, no es más que eso. Y el engendro surgido de uno y otro –la «tercera vía»– exhala el mismo tufo[5].
Es un tema aún pendiente de solución, mas cualquier forma realista de afrontarlo ha de comenzar por comprender el valor de la libertad humana, que ante todo estriba precisamente en lo contrario, i.e en la capacidad de librarse de la esclavitud al egoísmo, de abandonar la posición ombligocéntrica.
El magisterio social de la Iglesia católica sí lo ha comprendido, y muestra cómo la libertad humana nos la ha conseguido Jesucristo en la forma en que los cristianos saben que lo hizo. Ahora bien, las consecuencias socio-políticas y económicas de lo que el cristiano sabe no están en la Biblia, ni tampoco en ningún manual: han de ser «inventadas» –descubiertas– en cada circunstancia sociohistórica. Sobre estos temas, la enseñanza de la Iglesia ofrece pautas muy generales que no pretenden suplir la iniciativa que los ciudadanos han de tener. Para eso es importante formarse un criterio propio, apropiando los elementos que cada uno vea conveniente para afrontar las exigencias de la justicia social. Aquí no podemos resolver más. Algún paso podemos dar, sin entrar en cuestiones que son opinables y legítimamente discutibles, sentando unas bases filosóficas y éticas sobre algunas cuestiones, pocas, que pueden ayudar en esa formación de criterio[6].
- Es importante distinguir la noción de «interés general» que en este contexto se maneja, de la de «bien común» tal como la emplea Tomás de Aquino, o tal como aparece en los textos del magisterio social de la Iglesia católica. Desde luego, el bien común no excluye –más bien lo incluye– el bien particular. Bien común es el que es comunicable a todos y cada uno de los individuos que pueden participar de él. Tampoco excluye los bienes particulares –la propiedad privada– a los que han de tener acceso todos, cada uno a los suyos. Esto es lo justo –debido–, dado que constituye un derecho natural; o, a la inversa, no se puede ser titular del derecho a la vida sin serlo igualmente del derecho a los medios o recursos necesarios para sustentarla. Tener derecho, en este sentido, es poseer un título de propiedad. Y lo que es propio de alguien –suyo–, en principio le pertenece a él, no a otros. Lo que es mío no es de nadie más. No obstante, una cosa es la legitimidad del bien particular –que es «parte» del bien común–, e incluso del correspondiente interés por él, y otra distinta es subsumirlo, extinguiéndolo, en una categoría abstracta como la de «interés general». (Nada hay menos genérico, en efecto, que el interesarse por algo). Que un bien pueda interesar a varios, o a todos –i.e que su posesión satisfaga el respectivo interés– no quiere decir que sean lo mismo el bien y el interés que suscita. En otras palabras, el bien puede ser objeto de interés, pero siempre tiene un carácter, digamos, ontológico, es algo, mientras que el interés es subjetivo, de alguien: tuyo, mío, nuestro. El bien puede satisfacer un interés, pero el interés no se autosatisface.↵
- Este axioma es atribuido generalmente al Pseudo-Dionisio. Tomás de Aquino lo hace suyo en esta fórmula: bonum est diffusivum sui et communicativum (De regimine principum, cap. 4).↵
- Al general prusiano von Clausewitz –genio de la estrategia militar– se atribuye la famosa sentencia: «La guerra es la continuación de la política por otros medios». Se le podría dar la vuelta al dictum: la política es la guerra, pero con otros medios.↵
- En contra de las suposiciones de Rousseau, la paleoantropología no ha documentado hasta ahora ningún testimonio de vida humana pre-social. No hay indicio alguno para afirmar una naturaleza humana pre-política.↵
- Al cuestionar las bases antropológicas del liberalismo no entro a juzgar –no es el tema aquí– el sistema de libre mercado, o el capitalismo, ni cualquiera de las formas de organizar la vida y la actividad económica que se le suelen asociar. El valor que sin ninguna duda tiene la libertad en materia económica –la libre concurrencia en el mercado, la libre transacción, la libre iniciativa emprendedora– no puede servir para justificar el error que he denunciado en el «liberalismo», que es de naturaleza antropológica (bien que no exento de consecuencias negativas también en lo económico).↵
- Salvando esas pautas muy generales, el criterio no es, de suyo, genérico. Si es «criterio», ha de servir para afrontar tesituras concretas. Y habrá que formarlo como ciudadanos que somos. Si además somos cristianos, lógicamente habrá de ser un criterio que no contradiga lo que uno sabe como cristiano. Si aporta algún elemento a esa formación de criterio, el presente escrito habrá cumplido su principal función. Sobre este asunto, me ocupé en un trabajo titulado «La inculturación de la fe, desafío para una educación cristiana de calidad», Edetania, n. 50, diciembre 2016, pp. 137-157 (visible en la hoja web https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6039918).↵