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8 El valor político de la palabra

«Animal político», por tanto, viene a coincidir, en el imaginario aristotélico, con animal parlante. Hemos visto que para el filósofo de Estagira, a diferencia de la de los animales, la convivencia humana no reside en la materialidad de estar juntos, sino en tener temas comunes de conversación, sobre todo aquellos que nos interesan a título de humanos. Al converger con otros en esos intereses, las personas se unen más entre sí. Y la amistad política, que surge de esa conversación y se nutre de ella, es el principal conectivo entre seres humanos. Esta es la esencia de la política, no el poder. El poder es algo que va anejo a esto, pero no puede suplantarlo. Cuando lo suplanta, la política se corrompe.

Aristóteles describe algunas características de la polis entendida como koinonía, es decir, la comunidad que es digna de ser calificada de «humana». En lo que sigue pasaremos revista a cuatro de esas características, en las que se pone claramente de relieve el valor político de la palabra significativa: aristobía, nomocracia, politeia y cosmópolis.

1. Aristobía. La comunidad política tiene que hacer posible –al menos no imposible, o muy difícil– la «mejor vida». Esta palabra tiene un sentido ético, se refiere a la vida virtuosa, la que el maestro griego llama «lograda» (plena, feliz, satisfactoria). Una vida buena se produce por el plexo o conjunción de bienes de variada especie, pero en esa complexión el bien ético (la virtud) tiene un papel primordial. La polis ha de facilitar la virtud, incluso promoverla.

A muchos parece que en esto de la virtud el gobernante no tiene competencia ninguna. Tal vez haya algún aspecto de lo que se conoce como «ética pública» en el que sí la tenga. Pero al disociarse de la virtud, esta forma de, digamos, «decencia» se limita más bien a cuetiones cosméticas (evitar la «cutrez», o el bochorno). Sin negar la importancia que tiene esto –más adelante lo abordaremos–, para Aristóteles resulta claro que la polis tiene un papel decisivo en cuestiones morales. Como veíamos al comienzo, para él la Ética y la Política –así como también la Economía– son capítulos distintos del mismo discurso práctico.

Nos importa a todos que la gente sea buena gente. La virtud es, también, un tema político, toda vez que se refiere a la plenitud de la vida buena, y esta, a su vez, no es alcanzable para un hombre solo, al menos en el grado de suficiencia (autárkeia) al que está llamado todo ser humano.

Aunque resulte muy extraño para la mentalidad de un ateniense de la época en que él vivió, Aristóteles no objetaría la distinción entre una esfera de lo público y una esfera privada, pero desde luego no estaría de acuerdo con la separación tajante entre ambas que postula el liberalismo, que más bien las piensa como espacios completamente estancos uno del otro.

Está muy bien que los poderes públicos se abstengan de entrometerse en la vida personal y familiar, incluso que pongan el máximo celo en salvaguardar escrupulosamente esas distancias, pero eso es una cosa y otra bien diferente pensar que lo que ocurre en ese marco íntimo tan solo queda ahí. Que lo que una persona haga en su cocina, o en su alcoba, carezca de trascendencia pública no significa que no tenga ningún impacto en lo que hace en su desempeño público: es la misma persona la que está y actúa en uno y otro ámbito. La desafección que hacia «lo político» sienten muchos ciudadanos europeos, en buena medida se debe a la impresión que tienen de que, efectivamente, «los políticos» no son los mismos cuando están en público que cuando están en la intimidad. Mas precisamente una persona es fiable, o confiable –y eso es decisivo para que se le pueda confiar una magistratura pública– cuando se manifiesta como lo que es, cuando es lo que parece. Ningún ser humano es enteramente lo que parece, pero que no haya excesivo contraste entre el rostro público y la cara oculta de alguien es un indicio realista de que se puede confiar él.

Aristobía también tiene que ver con la amistad. Para Aristóteles la amistad es virtud. La esencia misma de la convivencia civil es la amistad, y la polis tiene que facilitarla. (A Alejandro le recomienda: Si quieres que vivan en paz, hazles amigos). Igualmente en este aspecto podemos encontrar un punto de contraste con la mentalidad actual. No pocos ven la amistad en clave de mera empatía, un sentimiento en el que somos más bien pasivos, algo que nos ocurre pero en lo cual no tenemos un papel activo. ―«Me cae bien» esta persona. ―No parece que tenga yo una iniciativa especial en eso. Por el contrario, Aristóteles piensa que, al ser una virtud, y al ser esta una disposición activa –un hábito operativo–, la amistad nos pide «hacer» algo. La amistad se forja en la conversación sostenida sobre esos asuntos que nos afectan a título de seres humanos, como ya se ha mencionado. Hay que buscar el argumento que nutre el diálogo, y hay que buscar alguien con quien compartirlo, encontrarse con las personas, y eso requiere una iniciativa de gran intensidad y relieve humano. En lo más esencial de ella, la amistad no es un sentimiento sino una actividad, una acción plena de sentido (praxis téleia). Quizá en sus primeros compases la amistad comenzó con algún elemento de empatía, pero eso es tan solo el viático inicial; solo con eso no basta.

En resumidas cuentas, la amistad, que se nutre de la conversación significativa, es el constitutivo formal de la polis, y el «pegamento» que hace posible la koinonía. A su vez, la «amistad política» es virtud, i.e algo que podemos hacer. La referencia política de la aristobía –de la vida virtuosa– es diáfana para los atenienses de aquel entonces. Se percibe claramente en el perfil de los héroes de las tragedias la idea que tienen del decoro, la buena fama (la honestitas romana): ―Has de vivir tu vida de modo que al final de ella se pueda erigir una estatua en tu memoria, y un poeta pueda componer una elegía para tu funeral. Aristobía significa, en fin, que uno no puede vivir tan solo para sí. La vida lograda a la que aspiraban estos griegos nada tiene que ver con el moderno ideal de una autorrealización solipsista.

La polis cohesionada por la amistad política, trenzada con el hilo de la conversación significativa, es autárquica –en el sentido que se vio más arriba–, i.e depende de la virtud personal, familiar y civil. Eso implica que, no solo, pero también está en nuestras manos; no depende únicamente del destino, de los avatares de la fortuna o de las alianzas guerreras o comerciales con otras ciudades. Puede salir adelante incluso en la desgracia y el infortunio.

2. Nomocracia. Esta palabra procede de dos voces griegas: nomos (norma, ley) y kratos (poder, gobierno). Significa, por tanto, gobierno de la ley. Polis nomocrática es la que se rige por el Derecho: no por la ley del más fuerte, que es la que impera en la selva, sino por la fuerza de la ley, que en primer término obliga y somete al fuerte, al poderoso. Es uno de los grandes hallazgos griegos del período clásico. Más adelante los romanos, que tenían mucho sentido práctico y estaban bien dotados para la organización, lo plasmaron en instituciones jurídicas que han sido referencia para toda la historia del Derecho en Occidente. Pero el invento es griego. Tal como lo pensaron los griegos, el Derecho tiene como fin principal salir al paso, en situaciones de conflicto, a favor de los intereses del más débil.

―¿Acaso la ley del más fuerte no es la más «natural», es decir, la que impone, en el reino animal, la cadena trófica? En el mundo animal manda el más fuerte, el mejor adaptado, el que depreda antes de ser depredado. Ahí la ley natural es la «ley de la selva». ―Sí, pero eso es lo lógico entre tigres o ballenatos. Entre humanos, «lo natural» es otra cosa. Una conducta más acorde con la naturaleza, también racional, del animal humano, ha de tener otros parámetros. Desde luego, para quienes piensan que el hombre no representa ninguna singularidad dentro de la escala zoológica, carecería de sentido alumbrar altas expectativas sobre su comportamiento. En poco o nada diferiría del de las hienas. Quienes creen que la única diferencia relevante con otras especies de la familia de los mamíferos es que los ejemplares de homo sapiens sapiens disponen de un cerebro más gordo –capaz de mayor cantidad de sinapsis que el de un gato o un chimpancé–, no tienen buenas razones para esperar otra cosa de la conducta humana que lo que encaja en la lógica de la depredación. Dado que este planteamiento lamentablemente hoy convence a muchos, y dado que el humano tiene la peculiaridad de que puede convertir en ideal de su conducta la idea que se hace de sí mismo, el espectáculo que a menudo puede percibirse es que la convivencia humana no da para más que para andar a bastonazos.

El orden político regido por la ley es lo que en un lenguaje más actual conocemos como «Estado de Derecho», o «régimen constitucional». La idea de una constitución política remite precisamente a la noción griega de nomocracia. Teniéndola como referencia, la historia del pensamiento jurídico y político ha ido incorporando elementos –entre ellos, como ya se ha comentado, algunos acuñados por los padres del liberalismo clásico– hasta llegar a la configuración actual de un régimen jurídico. En ese trayecto han tenido un papel decisivo los aportes procedentes de Alemania, incluido lo que hemos aprendido de la catastrófica experiencia del Reich hitleriano, tal vez un caso arquetípico de régimen antijurídico. También por reacción a aquello la reflexión alemana contemporánea sobre el Derecho constitucional es particularmente cuidadosa.

Los alemanes llaman a su Constitución «Ley fundamental» (Grundgesetz), esto es, la ley que funda el régimen jurídico, que obliga a todos, pero en primer lugar al gobernante. Todos son súbditos de ella, y a la vez ella emana del mismo pueblo al que somete. El principal ejercicio de soberanía consiste, precisamente, en someterse a una Ley que delimita los poderes ejercidos en nombre de esa soberanía popular.

Las leyes –tanto la constitución como las que la desarrollan (leyes orgánicas, reglamentos)– proceden de un parlamento. Aún hoy permanece en el imaginario colectivo la representación de que el templo de una democracia es un lugar donde se habla, donde se discute. Los modernos parlamentos democráticos tratan de emular –no siempre con éxito– la actividad que se desarrollaba en el ágora ateniense, o en el foro romano: la discusión civil sobre los asuntos que nos afectan a todos, sobre la «cosa pública» (de re publica). La ley dimana de la conversación en la que los ciudadanos contrastan sus opiniones, y no hace más que convalidar la mejor fundada, y la mejor presentada, es decir, la que por su armadura lógica más consistente y su presentación retórica más persuasiva se acaba abriendo camino en la discusión.

Hasta que resulta finalmente promulgada, hoy en día los trámites parlamentarios que tiene que pasar una ley son largos y complejos: propuesta, proyecto, discusión por comisiones, debate plenario, votación, remisión, en su caso, a una segunda cámara de representación regional, etc. En todo ese proceso puede haber recursos, impugnaciones, audiencia a expertos, apelaciones a otros órganos consultivos u otras contingencias… Como es natural, ante tanta complejidad un régimen jurídico puede contar, digámoslo así, con un «plan B» para emergencias, frente a situaciones imprevistas o imprevisibles –por ejemplo, paliar los daños producidos por una catástrofe natural– que exigen hacer algo pronto y no toleran tanta dilación. Para eso está el decreto, o decreto-ley, algo que hace de ley aunque no sea ley, pues no ha dado margen a discutirlo con el debido detenimiento. Sorprende la clarividencia con la que Aristóteles advierte frente al peligro de abusar del decreto, de convertir en ordinario el procedimiento excepcional. Un régimen que abuse del decreto puede acabar en «autocracia», aunque mantenga la apariencia democrática[1].

3. Politeia. El régimen de la polis no puede ser despótico; tiene que ser, precisamente, «político», es decir, respetuoso. O, en otros términos, tiene que estar basado más en la palabra que en la fusta. Es lo que evoca, en griego, la voz politeia, que se podría traducir, sin más, como política. Pero en griego tiene más significado que en el uso actual del castellano: incluye un elemento de buena educación[2].

Frente a la cohesión basada en el poderío militar, del que se jactaban otros griegos –sobre todo los espartanos–, los atenienses del período clásico supieron dotarse de un régimen político fundado, no en la fuerza de las armas, sino en la palabra persuasiva, convincente. En esa época, Atenas se llenó de escuelas de retórica, donde se enseñaba el arte de «persuadir suavemente las asambleas». La retórica tenía un papel decisivo en la educación del ciudadano ateniense (paideía), que se orientaba fundamentalmente a lograr que todos estén en condiciones, cuando les toque, de ejercer las magistraturas civiles. (Otro gran invento de aquellos atenienses es que las magistraturas no son vitalicias, y se ejercen por turno[3]). Pues bien, todo ciudadano tiene que estar preparado para eso, y a eso se orienta la educación que recibe, la cual, no por estar dirigida a todos ha de decaer en calidad y exigencia.

Precisamente por ser democrática, la polis ateniense ha de ser, digamos, «aristocrática». La formación del ciudadano tiene mucho que ver con la capacidad lingüística para decodificar un discurso, y con la capacidad lógica para contrastar su valor de verdad. Ha de saber distinguir en él lo genuino de lo espurio, lo auténtico de lo meramente aparente, su brillo exterior –la brillantez– del resplandor de verdad profunda. Importa, y mucho, detectar la calidad de los argumentos, tanto en su articulación lógica como en su presentación retórica. La palabra ha de ser significativa y persuasiva. En la polis esa es la única «herramienta» válida para organizar y dirigir la convivencia.

Es sabido que en un momento dado se planteó en Atenas un debate entre Sócrates y algunos maestros de retórica, que fue subiendo de tono hasta llegar a una querella judicial que acabó en una condena a muerte contra el filósofo, decretada por el senado ateniense durante el régimen conocido como el de los Treinta tiranos. En sendos diálogos, Platón recoge conversaciones que debió tener Sócrates con Protágoras y Gorgias, que fueron reputados maestros de retórica[4]. La retórica es el noble arte de adornar un argumento para que sea convincente. Pero cuando se convierte en la técnica de convencer a otros de lo que a uno no le convence, se vuelve sofística, arte engañoso. Una cosa es adornar el argumento para que persuada y otra bien distinta suplantar el argumento por puro adorno. Y eso es justamente el cáncer de la democracia: la demagogia. Sócrates acusó a algunos de sus colegas de convertirse en demagogos, y pervertir así la retórica en sofística. Lo tuvo que pagar caro.

A diferencia del que busca saber la verdad (filósofo), el sofista se conforma con la verosimilitud (filodoxo). Piensa que no hay verdad, o que, aunque la hubiese, no sería posible conocerla. Pero por eso mismo convierte la retórica en munición contra la polis.

La democracia en la que pensaron los atenienses del período clásico es, en efecto, un régimen filosófico, basado en el diálogo entre quienes buscan la verdad. (La praxis cooperativa que tiene lugar entre quienes dialogan, en efecto, es «filosófica» en ese preciso sentido, que ya vio Platón a su manera). No quiere esto decir que el gobierno civil lo ejerza «la verdad», o que quien lo ejerza lo haga en nombre de ella. Lo que en rigor significa un régimen filosófico es el régimen de la búsqueda de verdad.

En democracia la verdad es muy importante. El régimen civil es el de quienes buscan la verdad, i.e quienes aman el diálogo. De ahí que el relativismo –así como el escepticismo, aparentemente más modesto y atemperado– resulte devastador para la polis. Y, a la inversa, como han mostrado Fernando Inciarte y Alejandro Llano, un «argumento» decisivamente contundente contra ambos –tanto el relativismo como el escepticismo– es la existencia de auténticos buscadores (la existencia de verdadero diálogo, añadiría yo)[5].

En la Atenas clásica, la idea de democracia aparece ligada a la de «doxocracia», que literalmente significa gobierno de la opinión verosímil. Doxa quiere decir, en griego, «parecido», lo que las cosas parecen ser, su apariencia. Al expresar nuestra opinión, en efecto, solemos decir: «me parece que…». El concepto aristotélico de una comunidad «política» coincide con la representación de que en la polis la opinión es muy importante, y también la buena presentación, las formas adecuadas.

En este punto se evidencia un contraste con el imaginario platónico, en el que el filosofo-rey ocupa la más alta magistratura. Según Platón, esta debe ejercerla quien se ha adiestrado en el arte de la dialéctica, es decir, quien ha aprendido a trascender las apariencias. Solo el que logra salir de la caverna y puede contemplar las ideas está en condiciones de gobernar, actividad cuya nobleza estriba, ante todo, en ayudar a otros a abandonar el mundo de las sombras y de la apariencia. Dicho de otro modo, solo quien está en posesión de la verdad puede librar a otros de su condición de cavernícolas, redimirlos de su sujeción, verdaderamente esclava, al mundo sensible (kosmos aisthetós). La república platónica es el gobierno de la verdad. En rigor, es una teocracia, toda vez que la verdad no reside en el mundo aparente sino en el de las ideas (kosmos noetós), y a su vez estas se ordenan jerárquicamente a la de Belleza-Bien, que coincide con la de lo Uno, o Dios.

En cambio, Aristóteles confía a la retórica lo que su maestro Platón le exigía a la dialéctica. Espera del gobernante el tacto y sentido práctico que con la experiencia obtienen quienes están habituados al proceloso itinerario del discurso –hecho de tanteos, errores y correcciones–, y no tanto la clarividencia profética de quien viene de la luz para disipar la tiniebla. La dialéctica platónica es un trayecto largo, pero también ágil y expedito, mientras que la retórica es camino complejo y enrevesado, pero también más humano y realista, y por tanto más seguro y fiable para quienes discurren por el claroscuro de este mundo. En efecto, la claridad a la que se llega –en forma de «aclaración», generalmente tras salir del error– es humanamente más fiable que la lucidez oracular de quien desciende del Olimpo para sacarnos de la caverna.

Doxocracia, en fin, es el gobierno de la opinión mayoritaria, el parecer que ha logrado abrirse paso trabajosamente, i.e tomándose la molestia de convencer a muchos con argumentos trabajados. En un régimen de este tipo la demagogia es un riesgo permanente.

La opinión no es contraria a la verdad, pero no son lo mismo ambas cosas. Toda opinión es una pretensión de verdad, pero pretensión frágil, vulnerable al error y al engaño. Como toda tentativa humana, puede lograrse o no lograrse en lo que pretende (i.e ser verdadera). Una opinión no es verdadera por ser opinión, y, desde luego, no es más verdadera por ser mayoritaria. De ahí la necesaria complexión, de cara a la salud de la democracia, entre retórica y lógica.

La opinión es subjetiva, siempre es la mía o la tuya, de alguien –quien en cada caso la esgrime– que la tiene por verdadera. Mas quien la tiene lo que tiene es una pretensión de verdad, que puede cumplirse o no. En ningún caso se cumplirá por ser mía o tuya, sino por otras razones. Lo importante de una opinión no es quién la sostiene, sino qué argumentos aduce, cuál es la valencia lógica de cada uno, qué podemos alcanzar a ver con ella, cuál es su eficacia heurística de cara a iluminar algún camino que nos conduzca a hallar algo de verdad.

En la conversación política es decisivo recuperar lo que en la conversación entre amigos nunca se ha perdido. Dialogar con los amigos es exponer cada uno su opinión. ―Pero exponerla… ¿a qué? ―A la verdad.

Aristóteles dice que aprecia a Platón –su querido maestro–, pero es más amigo de la verdad: amicus Plato, sed magis amica veritas. Sócrates, maestro a su vez de ambos, se muestra –y así lo presenta Platón en sus Diálogos– muy amigo de la opinión, pero igualmente de la discusión que la somete a prueba, que trata de comprobar su validez. La principal acusación que dirige contra los sofistas es que vacían de contenido la opinión desactivando en ella precisamente su pretensión de verdad. Como veíamos, el problema político que representa la sofística –y en esto están de acuerdo estos tres grandes filósofos– es suplantar la filosofía por «filodoxia», el amor a la verdad por el conformarse tan solo con la verosimilitud. Las escuelas de retórica regentadas por los sofistas terminaron acogiendo aspirantes a demagogo[6].

Pese a la «apariencia», el demagogo desprecia la opinión. De ella se queda sólo con la cáscara, pero vaciándola de su auténtico contenido, que es la pretensión de verdad.

En definitiva, más realista que Platón, Aristóteles piensa que la verdad no es la que ha de gobernar la polis, pues en el fondo la verdad total, sin más, no es asequible al ser humano[7]. Lo que sí es humano es buscarla con honestidad. Quien tiene esa actitud, filosófica, es el que está legitimado para ejercer las magistraturas. Esto lo aprendieron ambos de Socrates. En la mayor parte de sus Diálogos, Platón hace la crónica de conversaciones, reales o ficticias, que su maestro mantendría con diversos interlocutores (los que en cada caso dan nombre al diálogo). En ellos se pone de manifiesto que a Sócrates era difícil sorprenderle en actitudes dogmáticas, oraculares, como quien dice: ―Esto es la verdad, y punto. ―Casi todo lo que hace Sócrates es preguntar. Pero la pregunta socrática nada tiene de escéptica.

Interesa notar algo que a menudo pasa desapercibido. Quien pregunta expresa una duda, verbaliza ese estado subjetivo característico de la persona que se halla perpleja, sin saber qué camino tomar. La duda es lo contrario de la certeza. Mas por muy agónico que sea el estado en que se encuentra el que duda, incluso por sombrío que pueda antojarse el paisaje espiritual del alma que busca a qué agarrarse sin parecerle encontrar nada seguro, en esa incertidumbre hay algo cierto, a saber, que cabe salir de ella. No todo puede ser dudoso. Quien expresa una duda ya hay algo que tiene por no dudoso: la posibilidad de salir de dudas. El hombre que busca la verdad, la busca porque no la posee en plenitud, pero algo de ella sí posee: no su plenitud, pero sí al menos lo necesario para iniciar la búsqueda. La incertidumbre de quien pregunta entraña, por tanto, aunque paradójicamente, estas dos certezas:

  1. que hay respuesta verdadera a la pregunta, bien que quien la hace aún no la posea –por eso pregunta–; pero, como decimos en castellano, haberla hayla, y
  2. que es posible hallar esa respuesta[8].

No tiene mucho sentido preguntar desde la convicción de que no hay respuesta a la pregunta. Una forma de sofística que tiene la apariencia de lo contrario, y que goza todavía de gran predicamento entre algunos autodenominados «intelectuales», es lo que podríamos llamar el pathos del buscador. Hay gente que da la impresión de querer buscar la verdad, pero sin querer realmente encontrarla, que ama la búsqueda más que la verdad buscada, o que busca buscar, pero sin encontrar. Hay personas que incluso parece que llegan a aposentarse tanto en esa pose, algo forzada, del indagador, que dan la impresión de no querer abandonarla, que parece que en su búsqueda no encuentran otra cosa que acomodo en ese pathos de la «insatisfacción». (Si tuvieran la saludable capacidad de reírse de sí mismos podrían acabar desternillados de risa).

Buscar honestamente la verdad es saber que la hay, y que más bien es ella la que nos sale al encuentro. A veces detrás de ciertos gestos algo afectados de dramatismo se emboza la equívoca actitud de quien no está dispuesto a asumir los eventuales riesgos de exponerse a ella, de salir a su encuentro. La filosofía, que según el concepto griego es ante todo una forma de vida, un saber vivir, significa amar la verdad. Desde luego, buscarla con pasión está muy lejos de ciertos «patetismos». Implica el compromiso de reconocerla donde esté, o más bien, venga de donde venga. Tomarse en serio la filosofía es cebar la disposición a reconocer la verdad también cuando me encuentro con ella inopinadamente –cosa que alguna vez ocurre–, no solo cuando la encuentro como resultado de mi indagación. En fin, eso es filosofía en serio; lo demás es lírica sentimentaloide.

Esta actitud es por completo incompatible con el escepticismo. Para quien piensa que no es posible salir de dudas, o que no es posible conocer la verdad, ni tan siquiera limitadamente –no hay modo de conocer, para una inteligencia limitada como la humana, que no sea a su vez limitado–, carece de sentido buscar de forma sincera, hacer verdaderas preguntas. Solo cabe hacer preguntas «retóricas»[9].

Todo lo anterior da razón del prestigio que en Atenas llegó a tener la retórica, y de la importancia que en política hay que darle a que las palabras expresen bien las ideas, que tengan sentido preciso. En definitiva, es la clave para poder confrontar mejor nuestras opiniones y medir, así, su valor de verdad. Es la actividad civil de mayor densidad.

Desde luego, la vida en la polis –la convivencia humana– exige hacer algo además de conversar y discutir[10]. No basta pensar con rigor ni hablar con convicción no meramente aparente. Pero sin la Lógica y la Retórica no puede haber verdadera Política (con mayúscula); la polis degeneraría en pura grey, agregación de individuos que están juntos para pacer juntos. El gran orgullo de los atenienses del período clásico es haber articulado un régimen político basado en un logos, digamos, arquitectónico. La palabra significativa y el diálogo estructuran los cimientos de la convivencia civil.

4. Por último, la polis ha de ser cosmópolis. La verdadera comunidad humana es una ciudad ordenada, bien organizada también en el aspecto urbanístico, con suficientes espacios libres, lugares gratos para el encuentro con los vecinos, donde se pueda estar a gusto conversando. En contraste con las otras nociones que hemos comentado, más o menos cercanas semánticamente a la de koinonía, puede parecer anecdótico este concepto de cosmópolis, pero a su manera también refleja en qué forma el lenguaje, la conversación significativa, estructura la convivencia.


  1. Política, 1292 a 2-11.
  2. En francés, la palabra politesse, que significa cortesía, recoge este aspecto de la buena educación. Aunque ya en desuso, en castellano la voz «policía» sugiere la idea de buena presentación. Aún entre los militares se emplea para referirse a la correcta uniformidad de los soldados, o a un estamento –la policía militar– que se encarga, entre otras cosas, de vigilar que los militares se comporten decorosamente fuera de sus acuartelamientos. Pese a que son algo arcaizantes estas formas lingüísticas, aún se conserva en el imaginario colectivo la idea de que un «policía», aunque lleve porra y pistola con fines disuasorios –para reprimir el desorden público, o a los delincuentes– es alguien que, al encontrarse con otra persona, lo primero que hace es saludarla y ponerse a su disposición, que lleva el uniforme impoluto, que muestra higiene, aseo, decoro y decencia. Un policía no desenfunda la porra o la pistola más que en caso de extrema necesidad. Por extensión, un gobierno «político» no está hecho de formas bárbaras, ni se ejerce a gritos, sino con buenas maneras y palabras persuasivas, no disuasivas. De las peores cosas que se pueden decir de un político es que es un «impresentable».
  3. Política, 1317 b 2-3.
  4. A Protágoras de Abdera se le conoce por su famoso principio de la «homomensura»: el hombre es la medida de todas las cosas, una de las fórmulas más prototípicas del relativismo. A Gorgias de Leontinos se le atribuye probablemente la forma más extrema de escepticismo, la que se expresa en su famoso trilema: nada existe; si algo existiese sería imposible conocerlo; y aunque pudiéramos conocerlo, sería imposible decirlo.
  5. «La única base desde la que se puede evitar el relativismo no es la verdad misma, sino sólo la pretensión de verdad y con ella el mantenimiento de la posibilidad de la verdad. Esto es esencial para la fundamentación tanto del realismo como de la teoría del conocimiento. El hecho de la pretensión de verdad constituye ya esa fundamentación» (Inciarte, F., Llano, A., Metafísica tras el final de la Metafísica, Madrid, Eds. Cristiandad, 2007, p. 346).
  6. Un espectáculo semejante contempló, siglos más tarde, Agustín de Hipona. Como narra en su relato autobiográfico Las Confesiones, la desazón que le produjo comprobar que el arte de la Retórica, que llegó a dominar magistralmente, era empleado por quienes tan solo deseaban engañar, supuso un estímulo decisivo para su conversión al cristianismo. Cuando tuvo oportunidad de escuchar al obispo Ambrosio de Milán encontró a alguien poseído de amor a la verdad, que deseaba contagiar su convicción, y no, como veía que a él comenzaba a pasarle, convencer a otros de lo que a él no le convence. Traigo un pasaje, algo extenso, de ese libro, pero creo que vale la pena porque expone genialmente esa desazón. «He conocido a muchos a quienes les gusta engañar a los demás; pero a nadie que quiera ser engañado. ¿Dónde conocieron esta felicidad sino donde conocieron la verdad? Aman la verdad al no querer ser engañados, y cuando desean la felicidad no desean otra cosa que la alegría de la verdad, aman la verdad; y no la amarían si no existiera en ellos cierta idea de la verdad. ¿Por qué entonces no se alegran con la verdad? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan más de otras cosas, de cosas que les hacen más desgraciados que felices, porque se acuerdan poco de la verdad. Queda ya poca luz, ¡caminad, hombres, corred!, antes de que os coja la noche y os envuelvan las tinieblas. Pero, ¿por qué “la verdad pare el odio” [Terencio, Andria, V, 68], y el nombre de Dios, que dice la verdad a los hombres, se les hace enemigo? ¿Cómo es eso, amando como aman los hombres la felicidad, que no es sino alegría en la verdad? Esto es porque aman la verdad de un modo tal que, al amar otras cosas que no son verdad, quieren que eso que aman sea la verdad; y del mismo modo que no quieren ser engañados, tampoco quieren que se les diga que están equivocados; y así, odian la verdad por causa de eso que aman en vez de la verdad. Aman la verdad cuando les ayuda a triunfar; la odian cuando por causa de ella tienen que sufrir: No quieren ser engañados, pero les gusta engañar; por eso aman la verdad cuando les es útil, y la odian cuando les es costosa. Pero la verdad les dará su merecido, les descubrirá aunque no quieran, y quedarán descubiertos, pero ella no se descubrirá a ellos, para ellos permenecerá encubierta. Así, así es el alma humana, así; y aun siendo así, ciega y enferma, indigna y sucia, quiere permanecer oculta y no quiere que se le oculte nada; pero lo que sucederá es que quedará descubierta ante la verdad, y la verdad no se le descubrirá a ella. Pero aun así, miserable como es, prefiere la alegría de las cosas verdaderas a la de las falsas. Feliz sería si, olvidando las molestias que supone, se alegrase solamente en la Verdad, en la que todas las cosas son verdaderas» (Las Confesiones, Madrid, Palabra, 1998, 15ª ed., pp. 264-265. Versión de P.A. Urbina).
  7. A propósito de esto, Inciarte y Llano señalan que «la estructura finita del mundo (naturaleza y cultura) no se compadece con algo así como la verdad pura. Esta estructura condiciona que el mundo exista en cada caso con un determinado grado de intensidad, de manera que el ser de cada cosa sólo pueda acontecer en un cierto modo que depende en cada caso de los accidentes que le afecten. Esto hace imposible comprenderlo de manera completa. Y la propia cosa nunca es plenamente lo que es o puede ser. Para poder hacernos cargo de todo el ser de algo, tendríamos que ser capaces de sintetizar en un enunciado todo el curso pasado y futuro de la cosa, lo cual no es posible, aunque sólo fuera porque lo pasado ya no existe y lo futuro no existe todavía, y tampoco es en muchos aspectos previsible si en general llegará o no llegará a acontecer. En este sentido, todo es sólo parte de sí mismo. Sólo Dios, el infinito, existe fuera de cada modo y grado, como aquello que es plenamente lo que es» (Inciarte, F., Llano, A., op. cit., p. 341).
  8. Para poder iniciar la búsqueda hace falta, además, saber lo que se busca –quien no sabe adónde va, no va, al menos inteligentemente–, y también hace falta alguna orientación de por dónde iniciar la búsqueda, o por dónde podría estar la solución buscada.
  9. Los tratados clásicos de retórica recomiendan, a quien quiere construir un discurso convincente, salpicarlo con algunas «preguntas retóricas». Para captar la benevolencia del oyente (captatio benevolentiae) resulta útil, por razones cosméticas, aparentar que no se tiene todo muy claro. Y, a la inversa, si la apariencia es demasiado «dogmática» –si hay mucha aseveración tajante y poca interrogación– es fácil que el público pierda interés, o que no escuche. De ahí la conveniencia de esparcir algunas interrogaciones, aunque el autor del discurso tenga clara la respuesta. Es un truco, un artilugio, pero no formalmente engañoso, pues no busca mentir sino mantener la atención. Ahora bien, el caso del escéptico –el que piensa que no es posible salir de dudas– es distinto. Por muy sinceras que parezcan sus preguntas, ni son sinceras –son formalmente engañosas–, ni tampoco son preguntas, toda vez que preguntar implica la convicción de que hay respuesta a esa pregunta, y respuesta verdadera. De lo contrario, no tiene sentido buscarla (en eso consiste preguntar).
  10. En contraste con Jürgen Habermas, gran teórico de la «ética discursiva», Robert Spaemann ha señalado –en un interesante trabajo titulado Zur Kritik der politischen Utopie (Stuttgart, Klett Cotta, 1977)– que también la decisión moral consiste, a veces, en zanjar la discusión para dejar paso a la acción. Creo que tiene razón, pero eso no significa que el discurso mismo no sea, igualmente, acción, y acción con entraña moral, como ha mostrado Habermas en su Theorie des kommunikativen Handelns (Frankfurt, Suhrkamp, 1981. Hay traducción castellana: Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1987). Otro asunto distinto, y mucho más controvertido, es el proyecto de elaborar, a partir de ahí, una «teoría consensual de la verdad». Habermas sugiere un protocolo para una discusión «libre de dominio» (Herrschaftsfreidialog) que ofrezca perspectivas de lograr un consenso final, y creo que en ese aspecto hace una aportación meritoria. Pero ni toda discusión ética ha de terminar en consenso –de hecho, esa suele ser la excepción–, ni el consenso tiene por sí mismo capacidad de fundamentar la ética. La ética consensualista preconiza, con razón, que el consenso posee una índole ética vinculante (pacta sunt servanda), pero presupone, creo que equivocadamente, que el consenso es fuente de moralidad. Así, el carácter moral de la democracia es suplantado por una supuesta índole democrática –consensual– de la ética. Son cosas bien distintas, que no deben ser confundidas (vid. Barrio, J.M., ¿Democracia moral o moral democrática? Una reflexión sobre la ética consensualista, Pamplona, Cuadernos de Anuario Filosófico, 1997, también visible en la hoja http://dadun.unav.edu/bitstream/10171/6367/1/49.pdf). En todo caso, sí me parece justo advertir, cosa que hace Habermas en la senda de Aristóteles, que el discurso mismo es una praxis moral, y política, sin que eso suponga negar que, tanto en moral como en política, además de discurrir y discutir, hay que afrontar otros negocios. También hay que deliberar y decidir, entre otras cosas, cerrar la discusión para ocuparse de otros menesteres.


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