En definitiva, hay dos maneras de entender la socialidad: como una condición natural, que es como la ve la tradición aristotélica, o como una condición adquirida, digamos, porque no hay más remedio, como un mal menor (menor que la violencia desatada del «todos contra todos», que es la situación a la que abocaría el esencial egoísmo del ser humano), que es la postura del liberalismo clásico. Ese egoísmo es, por cierto, la ley de todo el universo vivo: la ley de la rapiña y la depredación. En esto el hombre no representaría ninguna singularidad específica, ni dentro de la escala zoológica, ni tampoco en el orden cósmico general, pues, según Baruch Spinoza, la esencia de todo ente es su tendencia a la autoconservación (conatus sese conservandi est essentia rerum). Aquello en lo que cada cosa consiste es su deseo de mantenerse. En apariencia, es la postura diametralmente opuesta a la que hemos visto en Tomás de Aquino –uno es más de aquello a lo que tiende que de sí mismo–, o en Leibniz –amar es deleitarse en la felicidad del otro–, o en la idea del (re-)conocimiento que expone Juan de Santo Tomás. Ninguno de estos tres filósofos niega que exista en cada ente una tendencia a mantenerse siendo. (En el caso concreto de los seres vivos, el instinto de conservación es probablemente el más vigoroso y urgente). Pero lo que sí negarían es que en eso consista precisamente lo más formal y constitutivo de ellos, que es la tesis sostenida por Spinoza.
De estas dos grandes tradiciones, la aristotélica y la liberal, una se caracteriza por entender que en el mismo «en-sí» de cada ser humano hay una tendencia a salir de sí mismo, un «desde-sí» hacia otro, una respectividad, y la otra más bien por la representación de que el yo se cierra en sí mismo, constituyéndose como una pulsión centrípeta, ombligocéntrica, que le lleva a ser, no otro para los demás, sino más bien un lupus para sus congéneres.
A primera vista –si uno se deja llevar por la mera apariencia, o si se fía mucho de los telediarios–, parecería que el pesimismo spinoziano es más realista que la visión de Aristóteles. Pero quien ha tenido la suerte de conocer a su madre, en el fondo sabe que eso no es así. La presentación que de lo político suele hacerse en los medios masivos de comunicación está a menudo deformada por la idea, implícitamente asumida por muchos de ellos, de que en esencia consiste en la lucha por el poder. En esa especie de «pelea de gallos» –a ver quién golpea más fuerte, o quién grita más–, da la impresión de que lo único decisivo es quién dispone de más fuerza, dinero o influencias para disputar la hegemonía sobre los demás con más perspectiva de éxito.
Desde luego, el poder no es completamente separable de la política. Esta tiene mucho que ver con organizar la convivencia, y eso significa ordenarla, lo cual a su vez implica que alguien da órdenes y otros las obedecen en virtud del poder que estos le reconocen a aquel[1].
A partir de la noción rousseaniana de soberanía popular, el liberalismo ha elaborado un concepto del poder compartido, cuya base ya está en los atenienses del período clásico, pero que supone un importante paso en la línea de asegurar ciertas garantías para un estado de Derecho. También sobre esa base Montesquieu ha construido un modelo consistente de separación de poderes que previene frente a regímenes autocráticos (la neta distinción entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial ya está pensada en la Política de Aristóteles). Si la soberanía no reside más que en el sujeto denominado «pueblo» –en los individuos únicamente puede residir la representación de este–, parece que al fragmentarla en agencias que se contrapesan disponemos de un sistema eficaz, tanto para emplazar en el poder a quien legítimamente ha de ejercerlo, como para reemplazarlo cuando pierda su legitimidad.
Ahora bien, aunque esté reconocido socialmente, el poder, de hecho, es difícilmente compartible. Poder implica capacidad de hacer algo y medios para llevarlo a cabo. Como todo ser vivo, el hombre es un ser activo –al menos, más activo que pasivo–, y razonablemente busca poder. Si se emplea bien, y para hacer algo bueno, eso no es malo de suyo, sino todo lo contrario. Pero a la vista de la posibilidad de hacer un mal uso de él, o de emplearlo para hacer algo malo, se advierte la necesidad de acotar esa tendencia, i.e la pretensión de obtener poder en la mayor medida posible, y de retenerlo el mayor tiempo posible. Determinadas circunstancias históricas han puesto de manifiesto la conveniencia de limitar los plazos en que se puede ejercer una magistratura, o de evitar la excesiva acumulación de poderes en las mismas manos. De ahí surgen instituciones jurídico-políticas como las legislaturas –que limitan temporalmente el ejercicio del poder a tramos definidos–, jurisdicciones –que lo limitan espacialmente–, y otros instrumentos que tratan de repartir la misma soberanía en agencias distintas que se compensan mutuamente.
El poder es un elemento que no puede faltar en política, pero no es lo más constitutivo de ella. Algo parecido podría decirse de la fuerza coactiva del Derecho. Hay quienes piensan que la esencia del Derecho es su capacidad de imponer ciertas conductas consideradas socialmente positivas, o de reprimir las que la mayoría descalifica como negativas. De acuerdo con esta postura, el Derecho no sería otra cosa que la ley o la norma, el derecho positivo, que pone o impone conductas. Lo esencial de él sería la presión y la represión que puede ejercer, mediante la ley penal. La punibilidad es la que otorga vigencia colectiva –vigor social efectivo– a ciertos modos de pensar y vivir que la colectividad tiene como más valiosos que sus contrarios. Mas, en último término, una determinada conducta no sería castigada por ser mala, sino que sería mala por ser castigada[2].
Me parece que esto es un error. Lo más esencial del Derecho son los valores sociales a los que procura otorgar vigencia colectiva, no la coacción, de la que ciertamente ha de valerse para ello. Pero la capacidad coactiva es el instrumento, el medio, no el fin; no es lo formalmente constitutivo del Derecho sino una propiedad suya. Para que esos valores sociales acaben teniendo vigencia colectiva hace falta un mínimo de poder coactivo. Pero eso no significa que la coacción sea lo más importante del Derecho. La esencia de este es la justicia, y son los bienes cuyo vigor procura garantizar. La coacción, en fin, es una propiedad, no la esencia del Derecho[3]. Algo análogo se puede decir del poder. Es un elemento que no puede estar ausente del discurso político, pero no constituye su esencia.
En un escrito titulado «Los dos intereses de la razón», Robert Spaemann presenta un planteamiento que puede ayudar a comprender mejor todo esto[4]. El ser humano, afirma, tiene dos intereses contrarios, pero no contradictorios, i.e que pueden converger. En todo hombre se dan, como radicales antropológicos, dos quereres que le caracterizan bien. Por un lado está ese que en términos spinozianos podríamos designar como interés en la «autoconservación». En efecto, el hombre necesita vivir en el mundo, y vivir del mundo en el que vive. Como cualquier otro ser vivo, vive de rapiñar su medio ambiente. Dios lo creó para que se posesionara del mundo y lo aprovechara en su beneficio, para que con su trabajo lo convirtiera en su hábitat y lo habitara a gusto. Por otro lado está la tendencia propiamente cognoscitiva, la pulsión de conocer y reconocer las cosas como son, y de respetarlas en su alteridad (aliud inquantum aliud). En tanto que reales, las cosas no son tan solo lo que son para mí, o me interesa que sean, o hago que sean,… sino que tienen una gramática propia, un modo de ser independiente de mis representaciones o deseos. Lo en-sí puede dialogar con lo para-mí, digamos, lo que las cosas en sí mismas son puede conjugarse con mis representaciones de ellas, pero lo que en primer término he de hacer es escuchar su propio lenguaje –lo que «dicen» siendo–, aprender su gramática –el lenguaje del ser–, y reconocerlas en su mismidad. Solo si puedo «decir el ser» –eso significa la palabra «ontología»–, o al menos algo de él, entonces podré lucrarme de ellas sin dejar de respetarlas.
Ambos intereses corresponden por igual a la razón humana: conocer la realidad y rentabilizarla a mi favor. Reconocerla como es –i.e rendirle el homenaje de escucharla, de dejarla ser– es lo propio de la actitud contemplativa. Si dejo ser a las cosas lo que son, también puedo enriquecerme con su realidad, o, lo que es lo mismo, la nobleza de lo real es tal, que mirarla y admirarla siempre me ennoblece, incrementa mi propia realidad. La riqueza exuberante del ser se me contagia si lo reconozco como es. Este es el interés primario de la razón, conocer. Pero también está el otro: aprovechar la realidad, vivir de eso que conozco.
Desde la perspectiva que abre este doble interés del que habla Spaemann podría decirse que, en rigor, la tesis spinoziana según la cual cada cosa es su tendencia a automantenerse es una medio-verdad, y no dista tanto de la afirmación tomista de que cada cosa es más de aquello a lo que está orientada que de sí misma, esto es, que pertenece más a su telos, al fin al que está dirigida, que a sí propia. Aunque a primera vista ambas tesis parecen simétricamente opuestas –la de Spinoza refleja un dinamismo centrípeto de todo ser, valga la metafóra, mientras que la tomista desvela una dinámica centrífuga–, a la luz de ese doble interés convergente no estarían tan alejadas una de la otra.
Empleando otro lenguaje, Heidegger dice algo parecido: el hombre es un ser en el mundo (In-der-Welt-sein). Necesita hacerse cargo de la realidad que le rodea, y de él mismo en ella, en el doble sentido que en castellano tiene esta expresión, «hacerse cargo», i.e por un lado conocer, y, por otro, asumir un encargo, ocuparse y preocuparse (sich sorgen). El hombre es, dice, «pastor del ser»; está llamado a pastorear la realidad, a cuidarse de ella. Eso significa aprovecharla y respetarla, controlar la realidad conviviendo con ella. Si no se ve bien la coordinación entre estos dos intereses, entonces es fácil acabar diciendo que el hombre es el centro del mundo. El propio Heidegger incurre en esa deformación antropocéntrica al suponerle al hombre la capacidad de asignar a los entes su sentido (Sinngebung)[5].
Por su parte, Spaemann también señala que todo ser vivo tiende a verse a sí mismo como el centro de su mundo, a verlo todo en derredor suyo. No es una singularidad humana la inclinación a ponerse en el centro. Cualquier viviente se sitúa a sí mismo en el eje de su horizonte visual, lo ve en función de sí mismo (por ejemplo, en clave de depredación, i.e como posible alimento, o como instrumento para defenderse de sus depredadores). Pero hay algo que sí es singularmente humano, y es la capacidad que el hombre tiene de darse cuenta de que esto le pasa, de que tiene esa tendencia. En otros términos, no hay ser vivo que no rapiñe a su alrededor. Ahora bien –y esto ya no lo ve Heidegger tan claramente–, desde esa posición antropomórfica que le lleva a verlo todo como prolongación suya, el hombre puede corregir su posición antropocéntrica. Al tomar conciencia de ella puede intentar compensarla. En rigor, no puede neutralizarla, pues en tanto que viviente nunca deja de tenerla, pero sí puede hacerse cargo de ella, asumirla y hacer que se corresponda con otra tendencia opuesta, con otro interés que igualmente posee a título de ser vivo racional: el de reconocer que las cosas no son tan solo lo que son para mí, sino ante todo lo que son en sí. Según Spaemann, esta vivencia se halla en la génesis misma de la experiencia ética, y se llama respeto[6].
Desde un ángulo más cercano al de la psicología antropológica, el alemán Helmuth Plessner vio algo parecido. Decía que el hombre es un ser «excéntrico», i.e capaz de salirse del centro. En tanto que ser vivo, naturalmente tiende a verse como centro de su mundo, y a ver el mundo como perímetro o periferia suya («peri-mundo», Umwelt), pero igualmente puede captar que hay otros seres vivos que también lo ven todo en derredor suyo; por tanto, se percata de que él no es el único centro. Al reconocer a los demás seres vivos como centros, él mismo asume una posición «ex̶ céntrica».
Esto es interesante para entender lo que somos y por qué podemos convivir. Los filósofos que acabo de mencionar son más o menos contemporáneos, y han visto la misma realidad que cualquiera de nosotros puede ver en los telediarios. Pero han visto algo que al liberalismo generalmente le pasa desapercibido (al menos, a las formas de liberalismo, sit venia verbo, más radicalmente «libertarias»). Si la libertad es tan solo la capacidad de perseguir el propio interés, y el Estado «social» está pensado para articular los egoísmos de manera que no colisionen entre ellos, se produce una cadencia entrópica irreparable, que antes o después acaba a garrotazos. Haría falta un «leviatán» que, desde fuera de la libertad, haga de muro de contención del conatus sese conservandi, es decir, que se nos imponga como frontera para no traspasar ciertos límites, pues no estar solo en el mundo implica tener competidores.
En la senda de Aristóteles, estos filósofos han visto que además de «otro», el otro es un «yo» (alter, claro, pero alter ego). El estagirita dijo que el amigo es otro-yo[7]. Por muy otro que sea, es también un yo, y eso nos hace profundamente solidarios: tenemos algo –mucho– en común. Mas lo que se comunica o comparte es el bien. Los amigos solo pueden serlo en el bien[8]. Y, a la inversa, un bien que no se comparte con los amigos se le pudre a uno dentro. Es justo lo contrario al panorama que pinta el liberalismo clásico.
- Ulpiano, y posteriormente la tradición jurídica romano-cristiana –expresada en el Digesto y las Pandectae del emperador Justiniano–, acuñaron la distinción entre «poder» (potestas) y «autoridad» (auctoritas). La potestas es el poder socialmente reconocido, mientras que la auctoritas es el saber socialmente reconocido. Desde entonces, Europa ha sido testigo de un debate filosófico-jurídico permanente sobre la legitimidad del poder, algo que resulta completamente extraño, por ejemplo, en la tradición ancestral china, o japonesa: allí el emperador era considerado como una divinidad, y su poder incuestionado. Tal como ha sido elaborado y desarrollado por los teólogos de la Escuela de Salamanca, el ius gentium está en el origen de la teoría moderna de los derechos humanos, como ha reconocido incluso –aunque tardíamente– nada menos que Jürgen Habermas (cfr. la discusión que tuvo con Joseph Ratzinger en Baviera, en el 2004, recogida en el libro Ratzinger, J. y Habermas, J., Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Madrid, Eds. Encuentro, 2006. Vid también el último capítulo de mi libro Antropología del hecho religioso, Madrid, Ed. Rialp, 2012, 2ª ed.).↵
- Tal es la tesis «positivista», enunciada y desarrollada en la célebre obra del jurista austríaco Hans Kelsen «Teoría pura del Derecho» (Reine Rechtslehre). Hay versión castellana en Buenos Aires, Eudeba, 1982. Según este autor, tan solo es Derecho la ley positiva, es decir, lo que se pone (positum), o impone por ley. Y se impone como vigencia colectiva, normatividad que normaliza, i.e suministra vigor social a ciertas conductas a base de penalizar las conductas contrarias. ¿Qué fuerza tiene el Derecho positivo? En último término, no otra que el «refuerzo» negativo, i.e la punibilidad del incumplimiento de la norma. La obligatoridad del Derecho se funda tan solo en el miedo a las consecuencias penales que pueden perturbar al eventual transgresor. Lo único realmente esencial es, por tanto, el Derecho penal. Y la pena o castigo es el poder del que, mediante la ley positiva, dispone el Derecho para coaccionar ciertas conductas, en forma de obligarlas, o prohibirlas si se consideran socialmente malas.↵
- Los lógicos escolásticos distinguen entre esencia y propiedad. La esencia de algo es lo que se formula en su definición o quidditas, i.e la fórmula que expresa «qué es» (quid est) ese algo. Por ejemplo, decir del hombre que es animal racional es formular lógicamente la esencia específica de todo ser humano. Si se dice de él que es un ser risible, no se está proponiendo una definición esencial. Se aduce una propiedad, una característica que se deriva de la esencia humana. En efecto, la risibilidad –capacidad de reír– solo puede tenerla alguien que es, a la vez, animal y racional, pues la risa es un acto fisiológico, por tanto requiere poner en juego órganos –boca, músculos faciales, diafragma– que solo puede poseer un animal. Pero, a su vez, para poder reírse igualmente necesita ser inteligente, saber de qué se ríe y por qué, poder captar la razón de la comicidad de algo. De lo contrario, en nada se distinguiría la risa humana de la de la hiena o el loro. La risibilidad, por tanto, es algo propio del ser humano en el sentido de que, sin constituir su esencia, se deriva de ella.↵
- Ese escrito es el último capítulo de su libro autobiográfico Sobre Dios y el mundo, Madrid, Palabra, 2014, pp. 363 ss.↵
- En su jerga, a menudo impenetrable para los no iniciados, el hombre es el único ente que no se limita a ser sino que existe: es el «ser-ahí» (Da-sein), esto es, el único que está situado y sitúa a todo lo demás en relación a sí mismo: las cosas son lo que son para el hombre.↵
- También Kant describe con gran acierto el respeto (Respekt) como esmero, atención, cuidado (Achtung), y piensa que es la actitud que se sitúa en el nervio más neurálgico de la praxis moral. Para él, toda la ética se podría cifrar en el deber categórico de respetar a la persona como alguien que constituye un fin en sí mismo, nunca un mero medio; respetarla, en definitiva, por mor de su dignidad o valor intrínseco (Würde, innere Wert).↵
- Ética a Nicómaco, 1166 a 30-31.↵
- Cfr. Ética a Nicómaco, 1170 a 34 – 1170 b 14, y Ética a Eudemo, 1244 b 25 y ss. La maldad es desgarro interior, enemistad consigo mismo (Ética a Nicómaco, 1166 b 10 ss). En el mal no hay amistad sino complicidad.↵