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Introducción

Dos estructuras económicas y sociales, alejadas y diferentes entre sí, forman el trasfondo de este estudio: la de la República Argentina y la de la colectividad judía europea. Los eventos históricos que fueron forjando la imagen material y espiritual de cada una de ellas corrieron por cauces diferentes hasta su punto de encuentro en las postrimerías del siglo XIX. En este periodo, comenzó el contacto entre ambas estructuras, y el factor que generó ese encuentro fue el proyecto de colonización agrícola de cuya historia se ocupa este libro.


El último cuarto del siglo XIX europeo fue un periodo tormentoso y apremiante que determinó mucho de la historia judía hasta nuestros tiempos. El signo dominante de dicho periodo fue la hostilidad hacia los judíos. En la década previa a 1860, en Europa occidental y central, esa hostilidad pareció ceder ante procesos conducentes a una real aceptación de los judíos en términos igualitarios dentro de la sociedad general y de la economía. En Europa oriental, casi toda ubicada dentro de las fronteras del Imperio Ruso, los judíos tenían prohibido salir de la “Zona de Residencia” (las regiones occidentales, conquistadas de Polonia y Lituania a fines del siglo XVIII) y habitar en las áreas originales del Imperio, que hasta esa conquista no tenía población judía alguna. A comienzos de la década de 1860, esas limitaciones se aligeraron para grupos selectos de judíos “útiles”. Ello generó la esperanza de que el liberalismo estaba llegando también a Rusia y habría de derretir los hielos del feudalismo tradicional. Pero esa aparente primavera resultó efímera y generó, por el contrario, una fuerte reacción, la que a su vez provocó corrientes y posiciones que se enfrentaban al régimen zarista. Ciertos grupos del poder estatal decidieron desviar hacia la población judía la amargura popular contra el gobierno, que alimentaba la actividad revolucionaria. La consecuencia fue una ola de violentos disturbios que, a comienzos de los años ochenta, se difundieron por muchas áreas de la “Zona de Residencia”. Les siguió, en el mes de mayo de 1882, una nueva ola de legislación antijudía.

Se calcula que a mediados del siglo XIX vivían en Rusia unos 2.350.000 judíos, población cuyo rápido crecimiento demográfico la llevó, según el censo oficial de 1897, a no menos de 5.215.805 personas.[1] Semejante incremento, en el marco de una continuada inestabilidad social que destruía sistemáticamente áreas de existencia y subsistencia sin crear otras nuevas, convirtió a las masas judías en “sobrantes” en sus regiones de residencia. La ausencia de un desarrollo industrial intensivo para esa población, que le ofreciera empleo y, junto con ello, la imposibilidad legal de emigrar a otras zonas del inmenso imperio zarista, colocaron a centenares de miles de judíos (artesanos, pequeños comerciantes y jornaleros) ante la alternativa de permanecer en una situación de total pobreza o emigrar a otros países. En consecuencia, a medida que se fueron profundizando en Rusia el odio a los judíos y la miseria de estos, fue creciendo el número de quienes cruzaban las fronteras imperiales en dirección a Occidente.

En varios países de Europa central y occidental, los judíos se habían beneficiado progresivamente en el siglo XIX con la así llamada “emancipación”, la obtención de plenos derechos civiles. Sin embargo, en la década de 1880 resurgió el odio a los judíos, cuando también allí los antisemitas modernos decidieron utilizar —como instrumento en su juego político y sus luchas partidarias— la hostilidad arraigada en la conciencia colectiva, alimentando sus rescoldos hasta convertirla en una nueva llama. Este explosivo retorno del antiguo odio causó una profunda decepción a los judíos de Alemania y del Imperio Austrohúngaro, y también a los de Francia, decepción de hecho mayor que la experimentada por los judíos rusos, ya que aquellos estaban convencidos de que su estatus de ciudadanos igualitarios constituía un hecho irreversible.

Uno de los argumentos esgrimidos por los antisemitas en Alemania y en Austria-Hungría, ya a partir de 1880, era el peligro de una “invasión judía” desde Europa oriental, que incrementaría la presencia y el poder de las comunidades judías locales. Efectivamente, un número cada vez mayor de judíos provenientes de Europa oriental procuraba establecerse en los países de Europa occidental. En Prusia ese crecimiento llevó, ya en 1885, a la decisión de expulsarlos fuera de las fronteras del imperio, pero la inmigración se renovó y acrecentó tras la expulsión. A su vez, para los judíos en los países del centro y oeste de Europa, el arribo de los refugiados rusos se convirtió en un desafío multifacético. Por una parte, no podían desentenderse de sus hermanos; y las pautas éticas de la solidaridad y la ayuda mutua propia del judaísmo los comprometían a brindar apoyo a sus correligionarios perseguidos. Por la otra, temían que el creciente número de inmigrantes orientales minara las bases de su propia existencia. De este modo, el problema emigratorio de los judíos de Europa oriental se convirtió en un problema inmigratorio para los judíos de Europa occidental, que requería renovadas estrategias de organización y orientación.


En el último cuarto del siglo XIX, llegaron a su fin los procesos de consolidación estatal y territorial de la República Argentina. La Constitución, cuyo modesto comienzo se hallaba en la Declaración de la Independencia del 9 de julio de 1816 y cuyo formato se consolidó en mayo de 1853, se convirtió en la década de 1880 (tras la derrota de la rebelión de la Provincia de Buenos Aires) en la Constitución Nacional, y la ciudad de Buenos Aires fue declarada Capital Federal de la República. Paralelamente, desde fines de los años setenta hasta adentrados los ochenta, las campañas de “Conquista del Desierto” ampliaron el control efectivo del Estado sobre territorios que hasta ese momento solo habían figurado teóricamente dentro de sus fronteras. Todo el “océano de tierras” desde Tierra del Fuego hasta Chaco y Formosa estaba a disposición del gobierno federal y, en parte, también de los gobiernos provinciales. En la misma época, también dieron comienzo cambios fundamentales en la economía del país. El éxito de los primeros intentos de transportar carnes congeladas en buques provistos de frigoríficos, por una parte, reveló a los mercados europeos y particularmente al británico la existencia de un proveedor nuevo y barato; y por la otra, abrió ante los ganaderos argentinos un mercado casi ilimitado. Al mismo tiempo, se descubrió el enorme y hasta entonces desaprovechado potencial agrícola del país. El cultivo y la exportación de trigo, seguido de otros cereales, se fueron incrementando de manera vertiginosa. Este desarrollo fue posibilitado, en buena medida, por la construcción de la red ferroviaria en Argentina.

El desarrollo económico, sumado a la falta de población tanto en los nuevos territorios bajo control del Estado como, inclusive, en las provincias tradicionales, convencieron a los planificadores políticos argentinos de la urgente necesidad de poblar el país mediante el estímulo a la inmigración. La Constitución de 1853, basada en los principios del liberalismo, ya había establecido explícitamente la libertad de cultos y había otorgado igualdad de derechos al inmigrante. A ello se sumó, en la década de 1870 y sobre todo en las de 1880 y 1890, el reconocimiento por parte de los propietarios de tierras del simple hecho de que, sin una mano de obra estable que las trabajara, el valor de las mismas no se acrecentaría. La urgente necesidad de nuevos trabajadores se unió a los existentes ensayos de estímulo a la inmigración, y en 1876, por iniciativa del presidente Nicolás Avellaneda, se aprobó la Ley 817 de Inmigración y Colonización. Dicha ley determinaba el establecimiento de un Departamento de Inmigración, cuya función incluía, por una parte, llevar a cabo en Europa actividades de propaganda en favor de la inmigración a Argentina, y, por la otra, ocuparse de los inmigrantes a su llegada. Este marco administrativo se convirtió rápidamente en el principal motor del incremento de la inmigración a la Argentina.

Los resultados de esa política intencional de inmigración se hicieron rápidamente visibles dentro de la población argentina. Con su ayuda, arribaron al país también grupos no católicos. En los campos, en las ciudades y principalmente en Buenos Aires se establecieron personas de distintas nacionalidades y culturas, y con ellas dio comienzo la formación de una nueva textura social, heterogénea y cosmopolita.

A comienzos de la década de 1880, la Argentina era pues un país joven, escasamente poblado y en desarrollo, cuya Constitución invitaba al inmigrante a integrarse en él y le prometía igualdad de derechos y tolerancia religiosa, en el seno de una sociedad en formación cuyos miembros variaban en origen y costumbres. Todo ello era sumamente nuevo en ese lugar y en ese momento, pero la era de crecimiento y el fortalecimiento económico en que había ingresado la Argentina infundió en sus dirigentes la convicción de que por ese camino el país se convertiría, en muy poco tiempo, en uno de los más pujantes y exitosos del continente americano.


Si bien judíos individuales conocieron las condiciones de inmigración a la Argentina ya a mediados del siglo XIX y fueron arribando al país en forma privada, cada uno según sus circunstancias, la migración a Argentina no pasó a formar parte de la historia del pueblo judío hasta que el barón Maurice de Hirsch decidió encaminar hacia dicho país su proyecto de colonización agrícola. Tanto las voces de quienes apoyaban su elección de Argentina, como las de quienes advertían en contra de la misma, lograron en conjunto que el nombre y la realidad del país sudamericano se convirtieran en familiares para los judíos de Europa oriental y las instituciones judías de Europa occidental.

En el presente estudio, examinaremos muy detalladamente el desarrollo de las ideas y los programas del barón Hirsch destinados a solucionar los problemas de los judíos del Imperio Ruso, y veremos sus posibilidades de aceptabilidad por parte de la sociedad y el gobierno de la República Argentina. Acompañaremos en forma sistemática las primeras etapas de la colonización, su distribución geográfica en el país, la evolución del programa y los logros alcanzados hasta 1896, año del fallecimiento del Barón. En las conclusiones, evaluaremos el lugar que ocupa el proyecto en la historia de las migraciones judías a finales del siglo XIX, y la medida de su éxito en tanto conformación de un modelo de productivización de los judíos; es decir, del cambio en su desempeño económico y profesional mediante su transformación en agricultores arraigados a su tierra. Examinaremos, por una parte, el significado del proyecto en el marco de la colonización estatal en Argentina, y, por la otra, su contribución a la consolidación de la colectividad judía en el país.

Dado que nuestro foco es el barón Hirsch en tanto fundador y conductor del proyecto, nos ocuparemos también de una pregunta relacionada con la filantropía en general: ¿en qué medida es capaz un individuo —poseedor de una gran fortuna y de una gran experiencia organizativa y financiera, dispuesto a consagrar la mayor parte de su capital y de su tiempo a un intento de crear y consolidar una solución válida a sus ojos para un problema que afecta masas enteras— de realmente influir en la historia de esas masas?


Este libro cumple con una deuda, que su autor venía postergando, con el público de idioma español y ante todo el argentino, y con el público judío en general. Mi libro Argentina y las migraciones judías. De la Inquisición al Holocausto y después, publicado en 1983 y reeditado en 2005, se basó para el periodo aquí tratado en las secciones correspondientes de un volumen publicado anteriormente en hebreo.[2] Gracias a la mediación de Iván Cherjovsky ante la Universidad Abierta Interamericana, y al presupuesto que puso a mi disposición la Universidad Hebrea de Jerusalén, puedo saldar ahora esa deuda y poner esta investigación en manos de su destinatario natural. La ventaja de la demora es que para la presente publicación pude realizar los cambios básicos y las actualizaciones exigidas por el tiempo transcurrido y el público al que me dirijo. En esto disfruté ante todo de la colaboración de Florinda F. Goldberg, quien además de traducir el texto me prestó sus “ojos argentinos” para las aclaraciones y los énfasis que resultaban necesarios.

La innovación de la presente versión reside en que se basa ante todo en el rico material documental sobre el barón Hirsch y la Jewish Colonization Association reunido primero en su centro de París y luego en Londres, y en los documentos de la oficina central de la JCA en Buenos Aires. A ellos se sumaron materiales importantes provenientes de otras fuentes. Por ello, recomiendo al lector comenzar por las aclaraciones que figuran bajo el título “Archivos citados”, donde se explican las fuentes y el estado actual de cada uno de los materiales.

Felicito a la conducción de la UAI y al editor por su inciativa de publicar la serie sobre la historia de la colonización judía en Argentina, que incluía hasta el momento los libros de Iván Cherjovsky y Yehuda Levin, y a la que se suma el presente volumen. Reunidos, estos estudios conforman un digno monumento a la singularidad del judaísmo argentino, tanto dentro de la historia argentina como dentro de la historia del pueblo judío.

Mi profundo agradecimiento a Florinda F. Goldberg; a Iván Cherjovsky; a Yaacov Rubel, quien me ayudó a ubicar importantes materiales en Buenos Aires; a la directora del archivo del IWO en Buenos Aires, Silvia Hansman; a Denise Rein, coordinadora de la documentación latinoamericana en el Archivo Central de la Historia del Pueblo Judío en Jerusalén. Y a mi esposa Esther, paciente socia de mis tareas en esta investigación a lo largo de todos sus avatares y de tantas otras.

 

Haim Avni

Jerusalén, julio de 2018


  1. JCA-Recueil (p. 24).
  2. Avni, 2005 (pp. 42-45, 65-71, 76-102).


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