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1 El barón Maurice de Hirsch y su proyecto

En el cruce entre la Rue de l’Elysée y la Avenue Gabriel, en el Distrito VIII de París, se alzaba una espléndida mansión. Frente a ella, se extendían los jardines del Palacio del Elíseo; la rodeaban magníficos parques y avenidas mundialmente famosas por su belleza. Una verja estilizada circunvalaba la mansión; un artístico portón de hierro forjado se abría para permitir el acceso de los carruajes al ornamentado patio interior. De la puerta de entrada del edificio partía una amplia y espléndida escalinata, bordeada a ambos lados por esculturas de mármol. En lo alto de la escalinata, se erguía sobre la pared el torso de un ciervo de enorme cornamenta, emblema familiar de los dueños de casa: el barón Maurice de Hirsch y su esposa, la baronesa Clara Bischoffschein.[1]

Desde su despacho ubicado en el segundo piso, regía el Barón sus dos “imperios”, producto de los esfuerzos de toda su vida. Uno de ellos era el ramificado complejo comercial y financiero que incluía negocios bancarios y bursátiles, e inversiones en redes ferroviarias y otras empresas de avanzada, el cual abarcaba geográficamente la mayor parte de Europa y aun territorios fuera del continente. El segundo consistía en una red de emprendimientos filantrópicos, también extendida por casi toda Europa, pero cuyo principal foco se hallaba precisamente en otras regiones del mundo. El primer “imperio” hizo del Barón un objeto de frecuentes caricaturas que a menudo criticaban sin piedad sus grandes negocios. El segundo “imperio” difundió su solemne retrato, inconfundible por el gran bigote que le ocultaba los labios, en las paredes de las humildes viviendas de los judíos en Polonia, Rusia y el Imperio Austrohúngaro y, con el tiempo, también en Argentina.

Todos los días, el Barón pasaba largas horas en su despacho parisino dictando decenas de cartas, analizando y evaluando informes y documentos, y tomando importantes decisiones. Su trabajo continuaba también durante sus frecuentes viajes y sus estadías breves o prolongadas en sus otras residencias fuera de París, donde lo acompañaban a menudo sus asistentes y secretarios, cuya ayuda le posibilitaba continuar sus contactos epistolares con personas e instituciones de todo tipo. De ese modo, los problemas financieros, las intrigas políticas y las complejas relaciones sociales de que se ocupó tuvieron expresión en innumerables documentos, tanto oficiales como personales, y particularmente en la enorme correspondencia en la que el Barón invirtió lo mejor de su energía. Ese material debería haber brindado al investigador de su biografía un cuadro sumamente fiel tanto de los detalles de su actividad como de su carácter y personalidad. Pero de esa rica documentación —con la excepción de la correspondencia relacionada con la Jewish Colonization Association (JCA), la institución que creó para concretar sus programas de emigración de judíos europeos y su asentamiento en Argentina— no se ha conservado casi nada.

En sus cartas, el Barón procuraba manifestar sus ideas y sus decisiones de la manera más exacta y clara posible. Era muy escrupuloso en cuestiones de estilo y redacción, y exigía lo mismo de sus asistentes. Por ello, hay algo de irónico y aun trágico en el hecho de que quienes se ocupan de su vida en la actualidad, aun después de afanosas y agotadoras búsquedas de documentos originales, puedan solo presentar a sus lectores escasas piezas de ese rico mosaico, tomadas de fuentes ajenas.[2]

1. El magnate

El 13 de agosto de 1818, el abuelo de Maurice de Hirsch, Jacob Hirsch, vio realizado el más ambicioso de sus propósitos: el rey de Baviera, Maximiliano I, aceptaba su solicitud y le concedía un título de nobleza. A partir de ese momento, tenía derecho a agregar a su apellido el nombre de la propiedad que había adquirido tres años antes y llamarse Jacob Hirsch auf Gereuth. De ese modo, se convirtió en uno de los pocos judíos alemanes poseedores de un título nobiliario. Como emblema de su nuevo estatus, adoptó el blasón de una familia extinguida de la nobleza bávara.

Cuando nació Maurice, trece años después, el 9 de diciembre de 1831, los Hirsch ya habían consolidado su nueva posición social y se habían establecido en Munich. El banco familiar, todavía dirigido por el anciano abuelo, pasó gradualmente a manos de su hijo Joseph, al tiempo que su patrimonio continuaba acrecentándose. En cuanto al otro aspecto de la vida familiar, los valores judaicos, no desapareció con el título de nobleza. Tanto Jacob Hirsch como sus hijos Joel, quien vivía en Wirtzburg, y Joseph, el padre de Maurice, mantuvieron un estilo de vida judío tradicional y se ocuparon de la educación judía de sus hijos, y lo mismo hizo la madre de Maurice, Caroline Wertheimer. Sin embargo, no hallamos huellas de esa influencia en la vida del joven Maurice, quien no mostraba interés en el cumplimiento de los preceptos judaicos. Pero, sin duda, la atmósfera familiar dejó huellas positivas en su personalidad, y en esa tradición podemos hallar una explicación, al menos parcial, de su orgullo judío y de su entrega a los asuntos judíos.

A los veinte años, Maurice estaba radicado en Bruselas, con un cargo en el importante Banco Bischoffsheim-Goldschmidt, del que eran socios los parientes de su madre, e involucrado en el especial círculo de los banqueros judíos que en esa época ocupaban un lugar destacado en la febril actividad financiera de Europa occidental. En 1851, ya poseía una sólida experiencia en inversiones comerciales y financieras, de las que se había comenzado a ocupar con alcances limitados desde los 17 años. Para su notable talento en esa compleja área, ese banco le ofrecía desafíos especiales. En esa época también estableció relación con la que sería su esposa, Clara, hija del principal socio del banco, Jonathan Raphael Bischoffsheim, con la que se casó en 1855. En Clara halló Maurice de Hirsch una compañera noble, refinada y sumamente instruida, quien además poseía, junto con cierta experiencia en el mundo bancario —adquirida en los tiempos en que acompañaba a su padre durante sus viajes—, una especial sensibilidad ante los proyectos filantrópicos judíos. A partir de su boda, Maurice contó no solo con los grandes recursos de su propia familia, sino también con los provenientes de la dote de su esposa; y sobre todo, con un estatus sumamente respetable que incluía numerosas y complejas relaciones sociales y comerciales.

Poco después de su casamiento, el joven Barón se involucró en la construcción de vías ferroviarias locales (rubro en el que ya poseía cierta experiencia) y, junto con su cuñado, Ferdinand Bischoffsheim, creó en Bruselas el Banco F. Bischoffsheim-De Hirsch. En los trece años siguientes, Maurice llevó a cabo una larga serie de operaciones financieras que acrecentaron aún más su fortuna y su reputación. Todo ello constituyó el antecedente del mayor emprendimiento comercial asociado con su nombre: la construcción del ferrocarril en la zona europea de Turquía.

En 1869, el Barón obtuvo la concesión para construir la red ferroviaria entre Constantinopla y Europa occidental, hecho que lo ubicó en uno de los principales focos de pugna entre las potencias europeas. Efectivamente, la conexión entre Turquía y Occidente interesaba particularmente a Austria, era apoyada por la Alemania de Bismarck y tal vez también, indirectamente, por Inglaterra. Pero por eso mismo, el proyecto irritaba a Rusia, y sus representantes no ahorraron esfuerzos para impedir su concreción. Todo ello provocó una serie de dificultades que el Barón tuvo que enfrentar a fin de evitar el fracaso del emprendimiento.[3]

No fue menor la lucha que lo esperaba en cuanto a la financiación del mismo. El trazado de unos 2.500 km de vías férreas en una zona desconocida como eran entonces los Balcanes, donde continuamente estallaban rebeliones y chocaban entre sí intereses nacionales y religiosos locales, aparecía a ojos de muchos inversores como un operativo osado y problemático. Otros desistieron de participar en la empresa porque al frente de la misma se hallaba una persona que no se contaba en la primera fila del mundo de los negocios europeos. Por ello, el Barón se vio forzado a establecer sociedades con diversos aliados, a fin de que los recursos reunidos fueran suficientes para solventar la inversión exigida del concesionario según el acuerdo firmado con Turquía.

En poco tiempo, estas operaciones financieras convirtieron al barón Maurice de Hirsch en uno de los potentados más famosos de Europa. La estridente propaganda de los bonos populares emitidos en Turquía para la financiación del proyecto, sus repercusiones en la opinión pública europea, los miles de compradores de los bonos, los principales magnates y políticos de Europa, todo ello incidió en el operativo, en cuyo centro estuvo ubicado el Barón durante muchos años.

En 1871, cuando se hallaban en su apogeo los trabajos de construcción de las vías férreas principales y secundarias, Turquía anunció sorpresivamente que se retiraba de su acuerdo con el Barón. Ello era consecuencia de las intrigas del conde Ignatiev, el embajador de Rusia, cuyos manejos produjeron la supresión del tramo básico del proyecto, la línea ferroviaria entre Constantinopla y Viena. En octubre de 1875, Turquía anunció la suspensión de pagos, y miles de propietarios de bonos, ante la pérdida de sus inversiones, dirigieron su mirada hacia el Barón e inclusive intentaron demandarlo.[4]

2. El gentilhombre y el filántropo

En la era del imperialismo europeo, los títulos de nobleza y los recursos monetarios de los que dispuso el Barón ya al principio de su camino le otorgaban un estatus respetable dentro de uno de los estamentos inferiores de la “nobleza del dinero”. Pero sus ambiciones apuntaban más alto y, efectivamente, sus éxitos comerciales lo condujeron a los estratos más elevados de la sociedad europea, haciendo de él una encarnación del arquetipo ideal de la época industrial: la persona que prospera por sus propios medios.

Para reforzar su posición en la alta sociedad, y también para satisfacer su gusto por la buena vida, el Barón se dedicó a adquirir bienes suntuosos, de los cuales su palacio en la Rue de l’Elysée fue el principal, si bien no el único. En cada una de las mansiones que compró en distintos sitios de Europa, su estilo de vida exhibía tanto su riqueza como su inclinación hacia los placeres propios de su círculo social. En sus fincas rurales organizaba prolongadas cacerías a las que invitaba a personalidades importantes de toda Europa. Asimismo disfrutaba del deporte y las carreras de caballos. Todo ello le valió una posición sólida también en las altas esferas de la sociedad británica; el Príncipe de Gales (quien sería el rey Eduardo VII) era uno de sus amigos personales.[5]

Vale la pena destacar que su prodigalidad en los eventos sociales contrastaba notablemente con su tendencia a economizar en los gastos domésticos y a someter a sus asistentes a escrupulosas demandas en ese sentido, aun en cuestiones menores. Y también, que su condición de “ciudadano de Europa” —forjada mediante sus relaciones personales, así como en sus frecuentes viajes de París a Londres o a Cannes, y de allí a sus extensas propiedades en Moravia y Hungría— estaba acompañada por la carencia de una lealtad local definida.

Sobre el trasfondo de su cosmopolitismo y su arraigo a los estratos elevados de la sociedad europea, se destacaba el carácter peculiar de su actividad filantrópica. Sus donaciones en dinero en Europa y el Nuevo Mundo superaron las de los filántropos más famosos de su tiempo, con la peculiaridad de que el grueso de las mismas estuvo destinado a los judíos.

En un principio, en la década de 1870, su generosidad se orientó hacia las comunidades judías cuyo sufrimiento conoció durante sus estadías en las regiones balcánicas del Imperio Turco. Pero en 1887, los proyectos filantrópicos del Barón, siempre con el apoyo de la baronesa Clara, experimentaron un giro radical a consecuencia de un durísimo golpe que modificó su estilo de vida. Su único hijo, Lucien —quien, a diferencia de su padre, se dedicaba al arte—, murió de pulmonía a los 31 años. Los angustiados padres hallaron un desahogo a su dolor en proyectos filantrópicos. Aun cuando estos no llevaron el nombre del hijo perdido, todo indica que fueron impulsados por el deseo de preservar su memoria. En su respuesta a una carta de condolencia, escribió el Barón que el lugar de su heredero sería ahora ocupado por “la humanidad”. Efectivamente, a partir de ese momento comenzó a alejarse paulatinamente de los negocios, y al cabo de tres años ya dedicaba todo el tiempo que le dejaban libre sus compromisos sociales a la conducción de los fondos de beneficencia por él establecidos.

Si bien sus donaciones estuvieron también orientadas a instituciones de ayuda social y médica en el marco de la sociedad general —por ejemplo, hospitales en Londres—, las mismas, aun siendo muy importantes en cifras, no pueden compararse con su actuación en el área judía.

Los ataques antisemitas que tenían lugar en Europa oriental y el temor a su expansión —que figura explícitamente en sus escritos—, intensificaron su identificación y su sentido de responsabilidad para con los judíos. Esas fueron las circunstancias en que se conformaron sus amplios programas, cuya concreción había de probar no solo su generosidad material y la singularidad de sus métodos de beneficencia, sino también sus ideas y actitudes ante los problemas centrales en la historia del pueblo judío. Fue en este contexto que Argentina se convirtió en el objetivo central de su actividad filantrópica, frente al cual parecen disminuir todas las otras.

La persona que dirigió la atención del Barón hacia la República Argentina fue el Dr. Wilhelm Loewenthal.

3. Las propuestas de Wilhelm Loewenthal

Cuando el Barón lo conoció, el Dr. Wilhelm Loewenthal era un hombre de 40 años, elevada estatura y cuidada barba negra, con un estilo de vida muy matizado e interesante. Nacido en Rumania en 1850, cursó estudios de Medicina e Higiene en Berlín. Durante varios años, fue médico privado de príncipes rusos en el Cáucaso. Bajo la conducción de Robert Koch y otros especialistas, realizó investigaciones en bacteriología, y sostenía haber contribuido sustancialmente a la cura del cólera. También se ocupaba de cuestiones de higiene, sobre las cuales publicaba notas en periódicos, y hasta tomó parte en las luchas por la emancipación de la mujer. Como hombre de ciencia mantenía estrechas relaciones con investigadores, y como hombre público desarrollaba contactos con figuras prominentes en Berlín y París. Si bien nunca negó su origen judío, se había alejado de las costumbres de su pueblo; se declaraba partidario de una “religión espiritual” y no de una “primitiva” religión de “letras muertas”. Su diario personal muestra que las grandes festividades judaicas (el Año Nuevo y el Día del Perdón) eran para él simples días de trabajo. En sus proyectos, consideraba la cría de cerdos por parte de judíos como una tarea normal. Por todo ello, muchos suponían que no había nacido judío o bien que se había convertido. Sin embargo, se sentía cercano a los asuntos judíos, mantenía estrechas relaciones con activistas judíos en Berlín y París, era amigo del escritor Max Nordau (que sería más tarde un destacado dirigente sionista), y por sobre todo se compadecía del sufrimiento de los judíos de Europa oriental, en cuyo idioma hablaba e inclusive pensaba.[6]

En julio de 1889, Loewenthal se hallaba ultimando los preparativos para un viaje de inspección a regiones de Argentina, invitado por la Cancillería de dicho país. Al parecer, dicha invitación se relacionaba con un ambicioso proyecto del gobierno argentino, que se proponía obtener de los mercados financieros de Europa grandes capitales e incrementar la inmigración de agricultores.

Según la Ley de Inmigración y Colonización de 1876, el gobierno estaba autorizado no solo a adoptar medidas administrativas que incentivaran y ampliaran la inmigración, sino también a llevar a cabo operativos de poblamiento, tanto estatales como de emprendedores privados. Los proyectos privados podían recibir concesiones sobre terrenos de 16 leguas cuadradas cada uno (40.000 hectáreas),[7] a condición de que los mismos absorbieran por lo menos a 140 familias en parcelas de 50 hectáreas cada una. En regiones donde no se habían realizado aún mediciones de terrenos, la ley permitía que empresas privadas recibieran concesiones sobre extensiones dobles, es decir, 32 leguas cuadradas (80.000 hectáreas), a condición de que realizasen las mediciones requeridas y establecieran en cada unidad territorial a un mínimo de 250 familias. De acuerdo a esta ley, en las décadas de 1870 y 1880 se entregaron enormes extensiones territoriales a empresas privadas de poblamiento. El proceso culminó el 21 de septiembre de 1889 con un decreto del presidente Juárez Celman aprobado por unanimidad en la Cámara de Diputados, por el cual se ofreció en los mercados europeos la enorme superficie de 24.000 leguas cuadradas (60.000.000 de hectáreas) en los territorios nacionales en el sur y el norte del país. Los compradores podrían adquirir, según esa ley, unidades de hasta 300 leguas cuadradas, a condición de poblar cada unidad de 16 leguas con por lo menos 500 personas.[8] El objetivo primario del gobierno argentino era recibir de esta operación 120 millones de pesos oro, pero su justificación oficial era la posibilidad de atraer al país a 700.000 inmigrantes.

Este fomento a la inmigración despertó en distintas capitales europeas una ola de indignación, debido al tratamiento vergonzoso que recibían muchos inmigrantes que ya habían llegado a Argentina. Los representantes de las empresas comerciales de poblamiento y los distintos agentes oficiales de inmigración que actuaban en Europa contaban a los candidatos maravillas sobre “hacer la América”, pero al arribar al país los inmigrantes se encontraban sujetos a duros y vergonzosos abusos. Estos casos constituyeron un tema destacado de actividad diplomática y consular por parte de sus diversos países de origen, algunos de los cuales llegaron a adoptar medidas extremas. En febrero de 1889, el Ministerio de Asuntos Exteriores español protestó contra la estafa sufrida por inmigrantes establecidos en “centros agrícolas” en la provincia de Buenos Aires. En mayo de ese mismo año, el Ministerio del Interior francés publicó una circular con el objeto de detener la inmigración a Argentina. En octubre, Inglaterra abrió en Rosario una oficina cuyo objetivo era defender los derechos de sus inmigrantes. Estas protestas preocuparon, al parecer, al gobierno argentino, especialmente en una época en que se estaba organizando la gigantesca venta de las 24.000 leguas cuadradas. Posiblemente por ello, decidió recurrir a la opinión de un investigador externo, que examinara las condiciones reinantes en las distintas colonias ubicadas en las provincias y en las zonas más alejadas del centro del país. Así fue cómo se solicitó de Loewenthal que recorriera esas poblaciones, transmitiera sus impresiones al ministro de Relaciones Exteriores Estanislao E. Zeballos y presentara propuestas para remediar la situación.[9]

Loewenthal llegó a Buenos Aires el 28 de agosto de 1889. En el Hotel de Inmigrantes se encontró con el gran grupo de judíos que habían llegado el 14 de agosto en el buque Weser. Se trataba de más de 800 personas, todas de la provincia rusa de Podolia, que habían adquirido en París parcelas de 25 a 100 hectáreas en la estancia Nueva Plata, perteneciente al hacendado Rafael Hernández, y habían pagado a su agente en Francia una seña de 400 francos por familia. Los gastos de viaje de la mayor parte de ellos fueron sufragados, como lo establecía la ley, por Pedro Saavedra Lamas, el director en Europa de la Oficina de Inmigración de la Argentina. Pero al llegar a Buenos Aires descubrieron que el dueño de las tierras se había retractado de la venta, y se encontraron atascados en el Hotel de Inmigrantes, sin saber qué hacer. [10]

El encuentro entre Loewenthal y dicho grupo no fue casual, ya que antes de su partida (y poco después de que el Weser zarpara del puerto de Bremen), Siegmund Simmel, un dirigente de la comunidad judía de Berlín que había intervenido en dicho operativo, le había pedido que se informara de la situación de esos inmigrantes y de la viabilidad de organizar grupos adicionales. Loewenthal conversó largamente con el líder del grupo, Eliezer Kaufman, supo por él lo ocurrido y se apresuró a advertir a Simmel que no continuara alentando ese tipo de viajes, al menos hasta que él (Loewenthal) lograse interiorizarse de las posibilidades reales de establecimiento en Argentina y ante todo de la absorción de los viajeros del Weser.[11] Loewenthal partió hacia el interior del país; remontando el río Paraná, visitó diversos sitios en Entre Ríos y Corrientes, así como colonias ubicadas en Chaco, Formosa y Misiones. A continuación, se dirigió a Santa Fe, adonde se habían trasladado los inmigrantes del Weser tras firmar un contrato con el terrateniente Pedro Palacios. Su segundo encuentro con estos colonos aconteció el 23 de octubre de 1889, cincuenta y seis días después del primero.

Conmovido y perturbado ante el hambre, el abandono y las enfermedades que halló en la colonia que, en sus palabras, habían causado la muerte de por lo menos 61 niños y bebés, Loewenthal apresuró su regreso a Buenos Aires, donde enfrentó al dueño de los terrenos y le exigió el cumplimiento de los compromisos establecidos en el contrato y el envío inmediato de las herramientas y alimentos convenidos. Loewenthal manifestó su indignación por la situación en las colonias que había visitado, al ministro de Relaciones Exteriores, quien ordenó una inmediata investigación. En el informe que redactó antes de partir de Argentina, el 5 de noviembre de 1889, destacó Loewenthal varios de los graves defectos que había hallado en su visita: casos de maltrato a los colonos, limitación de su libertad de movimientos con excusas diversas, la imposición de comprar provisiones en la tienda local a cambio de los vales recibidos en lugar de sueldos en efectivo, etc. Todo ello exigía a su juicio la intervención inmediata del ministro, también en el “caso de los inmigrantes rusos”, que aparece al final de su listado de denuncias.[12]

Los resultados del encuentro de Loewenthal con los viajeros del Weser trascendieron ese momento y ese lugar. Loewenthal vio en el hecho de que permanecieran en sus tierras, pese a las adversidades, un signo de su auténtico vínculo con el trabajo agrícola y de su capacidad de resistir también en las condiciones más difíciles. Esta capacidad de resistencia justificaba, en su opinión, su previa tesis sobre las posibilidades de una colonización judía en Argentina. Si bien su informe estaba formalmente dirigido al Rabino Mayor del judaísmo francés, Zadok Kahn, y a la Alliance Israélite Universelle, su verdadero destinatario era el barón Maurice de Hirsch.

En ese largo documento de trece páginas se distinguen dos puntos principales: a) La propuesta de un proyecto filantrópico que llevase a la productivización —es decir, la transformación en productores activos— de muchos de los judíos rusos oprimidos y desdichados, lo que en su opinión podría implementarse en un país liberal abierto a la inmigración. La República Argentina, con sus enormes y deshabitadas extensiones de suelo fértil, su constitución liberal y la sincera voluntad de sus habitantes y gobernantes de estimular la inmigración, se presentaba como el país más apto para el asentamiento de judíos. b) Una propuesta de formas para implementar el proyecto, basadas en la noción de que para sanear la situación de numerosos judíos se necesitaba no un programa de caridad, sino un proyecto exitoso desde el punto de vista económico.

Loewenthal enumeraba tres condiciones básicas de las que, a su juicio, dependía el éxito del programa: 1) Un capital básico en dinero efectivo, sin el cual el proyecto era impensable, y cuyo inversor había de disfrutar de las ganancias correspondientes. 2) La busca de personas aptas para convertirse en colonos, físicamente capaces de soportar las dificultades materiales y espiritualmente deseosas de mejorar su situación mediante el trabajo de la tierra. 3) Una administración seria y eficiente, compuesta por funcionarios consagrados a su objetivo y capacitados para ese trabajo, que supiesen activar el gran capital que sería puesto a su disposición y conducir el proyecto hacia el éxito. En su opinión, la ausencia de estos factores era la causa responsable del fracaso de los proyectos de colonización en Argentina.

Para llevar a la práctica esas tres condiciones, era necesario que el proyecto dispusiera de un fondo de 50 millones de francos —el cual rendiría, en su estimación, un interés de cinco millones por año—, con el que se podría establecer a 500 familias de diez miembros cada una, con una inversión de 10.000 francos por familia. Considerando que las familias podrían saldar esa deuda al cabo de seis o siete años, sería posible incrementar el ritmo de la colonización hasta 1.000 familias ya en el décimo año del proyecto. Loewenthal estaba persuadido de que se hallarían entre los judíos de Rusia candidatos apropiados para la colonización en Argentina. Aun conociendo las características negativas de esos judíos —que enumeraba detalladamente, en un tono no diferente del de los antisemitas—, consideraba que constituían un fenotipo derivado de las condiciones difíciles que les habían impuesto en sus países de residencia, mientras que el genotipo del judío de Europa oriental era sano y positivo. Prueba de ello encontraba en las perspectivas “biológicas” debidas a las cualidades “raciales” de las mujeres judías, y también en el caso de judíos de Polonia que habían logrado con sus propias fuerzas salir del “barro polaco”, llevar una vida sana y libre y desarrollar sus capacidades intelectuales y corporales.

La tercera condición, una administración eficiente, podría concretarse si él mismo fuese designado organizador y ejecutor del proyecto en las líneas de su programa. Eso es lo que Loewenthal insinuaba al mencionar su capacidad de poner a disposición del proyecto a todos los contactos personales que había establecido en Argentina con representantes del gobierno y la opinión pública, que considerarían su trabajo en el nuevo proyecto como continuación de su primera misión en el país; esa conclusión resulta obvia cuando afirma su propia aptitud para formar un equipo adecuado y eficiente para la conducción del proyecto. Quienes recibían el informe podrían, por lo tanto, considerarlo no como una descripción teórica y de principios, sino como un programa concreto presentado por una persona cuyas capacidades y conocimientos fueron comprobados por los argentinos durante su misión, y que proponía su propia candidatura para llevarlo a cabo.[13]

4. Los estudios del terreno

La Alliance Israélite Universelle empleó más de un mes en estudiar las propuestas de Loewenthal. La subcomisión designada al efecto las consideró detalladamente, y finalmente concluyó que el programa no era factible e inclusive se contraponía al modo operativo y a los objetivos de la institución. Pero al mismo tiempo decidió transferir el informe, junto con su opinión negativa sobre el mismo, al barón Maurice de Hirsch, para ponerlo en su conocimiento y recabar su opinión.[14] Poco tiempo después, supieron los miembros de la Alliance, para gran sorpresa de muchos, que el Barón había decidido adoptar las propuestas de Loewenthal y examinar las posibilidades de ponerlas en práctica. ¿Cuáles fueron sus razones para ello?

Una fue, seguramente, la novedad del país propuesto para ejecutar el programa, punto en que el testimonio de un experto —y como tal aparecía Loewenthal a ojos del Barón— se conjugaba con temas financieros y económicos bien conocidos por este. Como experto en el área de los negocios y por su involucramiento en los asuntos del Banco Bischoffsheim-Goldschmidt, el Barón consideraba a América Latina en su totalidad como un objetivo para inversiones comerciales. En especial, le había llamado la atención el enorme desarrollo que tenía lugar en esos años en la República Argentina. En el marco de su proyecto de construcción del ferrocarril en Turquía, el Barón seguramente conocía bien las actividades de las empresas ferroviarias británicas que funcionaban en Argentina, y quizás también la actuación de las empresas privadas de colonización. Sin duda, estaba relacionado con los entes financieros que difundían en Europa, a un ritmo creciente, los bonos estatales de Argentina. También tenía contactos con el principal agente financiero del gobierno argentino en Europa, el banco Baring Brothers, como lo prueba el hecho que de él había adquirido su casa londinense en Picadilly, Bath House. El Barón estaba aún más ligado al banco Murietta & Co., que era agente financiero del gobierno de la Provincia de Santa Fe y había recibido de este 1.600.000 hectáreas como pago de una deuda; esta empresa figuraría explícitamente en su correspondencia posterior.[15] Por otra parte, en esas mismas semanas de fines de 1889 y comienzos de 1890, la ostentosa puesta en venta de las 24.000 leguas cuadradas dio gran visibilidad a las amplias posibilidades de hacer negocios en Argentina, hecho que sin duda no dejó de ser percibido por el Barón. Todo ello se unió al informe de Loewenthal y a su propuesta de establecer una empresa de colonización productiva en favor de los judíos de Rusia. Tras su reunión personal con Loewenthal, el Barón anunció a la Alliance, el 29 de enero de 1890, su decisión de aceptar el programa de aquel y ocuparse de ponerlo en práctica.

Durante los primeros meses de 1890, el contacto entre Loewenthal y el Barón continuó por intermedio de Isidore Loeb, secretario general de la Alliance. En mayo, Loewenthal supo que era candidato a viajar a Sudamérica para realizar una investigación en el terreno, y sugirió al Barón varios nombres de personas que podrían integrar la delegación; pero el Barón no aceptó sus sugerencias y ninguno de sus recomendados fue invitado a participar. En cambio, el Barón incluyó en la delegación a Charles Edward Cullen, inglés nacido en Turquía, quien desde 1885 organizaba la colonización de alemanes oriundos de Rumania en regiones del noroeste de Canadá; al parecer, había sido recomendado al Barón por oficiales británicos que habían utilizado sus servicios en Bulgaria y Chipre en 1881-1888.[16] Como tercer miembro de la delegación fue designado el coronel belga Ernest Van-Vinkeroy, aparentemente por recomendación de un amigo belga del Barón.

Mientras esto ocurría en Europa, en Argentina tenían lugar procesos dramáticos que influirían directamente en los planes de colonización.

La corriente de inversiones extranjeras que fluyó hacia la República Argentina, especialmente en la segunda mitad de la década de 1880, llevó a ampliar los recursos de pago interno mediante la emisión descontrolada de papel moneda, lo cual permitió la concesión de importantes créditos a todo postulante y amplió enormemente el número de involucrados en actividades financieras, incluidas personas que de hecho carecían de un capital propio. Esta participación masiva en la Bolsa llevó a su punto más alto la especulación en bienes inmuebles y en acciones. Pero el aparente desarrollo y la elevación del nivel de vida se basaban solo en parte en un crecimiento real de la producción, lo cual condujo al amargo despertar que se produjo ya en 1890. En ese año, el crédito fácil y barato desapareció con rapidez y el mercado se resintió por la falta de recursos, situación acompañada de una ola de bancarrotas. Los negocios en bienes inmuebles de 1889 se redujeron en 1890 a la mitad de su número y a la tercera parte de su valor. El índice cambiario de 100 pesos oro pasó de 219,50 pesos-moneda nacional a fines de enero de 1890, a 315 pesos en abril, y tras una baja temporaria volvió a los 303 pesos en julio.[17] La crisis económica abrió el camino a la crisis política que estalló en julio de 1890. Los opositores del presidente Juárez Celman, que se habían unido ya a mediados de 1889, crearon en abril de 1890 un nuevo cuerpo político, la Unión Cívica, el cual, al no tener posibilidades de derrocar al régimen mediante elecciones democráticas, optó por organizar una asonada —la así llamada “Revolución del Parque”— el sábado 26 de julio de 1890. Juárez Celman se vio forzado a renunciar y transferir el poder al vicepresidente Carlos Pellegrini.[18]

Las noticias de lo ocurrido en Argentina ya habían llegado a Europa cuando tuvo lugar la decisiva reunión del 20 de agosto de 1890 entre el barón Hirsch y el Dr. Loewenthal con Van-Vinkeroy y Charles Cullen. En ella, trataron el problema de los judíos de Rusia, las posibilidades de colonización en Argentina y otros países sudamericanos, y también el principio por el cual el emprendimiento colonizador debía sustentarse en una base comercial. Al final de la conversación, se acordó que la delegación saldría hacia Sudamérica en octubre y durante seis meses se dedicaría a buscar una región apta para la colonización. Se hablaba de una superficie de unas 10.000 leguas cuadradas (25 millones de hectáreas o 250.000 km2); la delegación debería realizar una “investigación profunda” sobre los modos operativos más convenientes y presentar al Barón programas detallados en cuanto a las condiciones del transporte, la organización de las colonias y la forma de su administración. También se establecieron los aspectos formales del trabajo del grupo: Loewenthal fue designado como jefe con capacidad de ejecución cuando fuera necesario, pero se estipulaba que todos los miembros de la delegación tendrían los mismos derechos y deberes, suscribirían en conjunto los informes y serían responsables por los gastos del fondo especial que el Barón ponía a su disposición.[19]

Mientras tanto, habían llegado a París noticias adicionales sobre la difícil situación en que se hallaban los primeros colonos asentados en las tierras de Palacios. Ello llevó al Barón a incluir en sus instrucciones que la delegación se ocuparía también de ellos. Los delegados partieron el 24 de octubre de 1890 y llegaron a Buenos Aires el 12 de noviembre.[20]

Tres días después, el 15 de noviembre, el ámbito financiero inglés fue conmovido por la noticia de que la crisis argentina había afectado a la empresa Baring Brothers, agente oficial del gobierno argentino, la cual se hallaba al borde de la bancarrota. El representante del Bank of England y otros empresarios emprendieron un esfuerzo conjunto para evitar la caída de Baring Brothers, que habría repercutido en perjuicio de amplios círculos financieros. El episodio incrementó el deseo de muchos inversionistas, tanto en Inglaterra como en Argentina, de recuperar su capital en efectivo, aun si ello les producía pérdidas importantes. En consecuencia, parecía abrirse ante la delegación del Barón una especial oportunidad para adquirir grandes propiedades a precios ventajosos. Pero precisamente la presencia de la delegación en Argentina permitió prever que el interés del Barón en inversiones territoriales contribuiría a la recuperación del rubro, y ello impidió la caída de los precios.

Estas circunstancias dieron visibilidad pública a la visita de la delegación, y el periodismo local dedicó gran atención a sus planes de colonización. Al mismo tiempo, parte de la prensa expresó el temor de que la tendencia aislacionista de los judíos acarrearía la formación de un “estado dentro del estado”, y esta consecuencia negativa anularía todas las ventajas del proyecto. Pero las explicaciones ofrecidas por la delegación —aparentemente debidas a Loewenthal—, según las cuales las colonias estarían abiertas también a no judíos, convencieron a los responsables de la prensa, y la delegación pudo continuar su trabajo en una atmósfera muy estimulante.

La delegación visitó el norte de Santa Fe y la provincia de Santiago del Estero. Las tierras de Pedro Palacios y otros propietarios se hallaban en la zona que se extiende entre el Río Salado al norte y el Río Dulce al sur. La delegación llegó a la región el 14 de diciembre de 1890 y dos de sus integrantes, Cullen y Van-Vinkeroy, recorrieron a caballo durante tres días las tierras de Palacios y las de Agrelo (al norte de aquellas), una extensión de 57 leguas cuadradas (142.000 hectáreas) en la que examinaron y tomaron apuntes sobre la composición del suelo, la existencia de aguas subterráneas, los pastos naturales, la calidad del agua potable y la accesibilidad a las vías de comunicación.

La delegación continuó su viaje por la provincia de Santa Fe, también a caballo, examinando las tierras que se extendían a ambos lados de la línea ferroviaria entre las estaciones Arrufó y Ceres, que pertenecían a la empresa Colonizadora Argentina y formaban parte de una extensión de centenares de leguas cuadradas. Al llegar a Ceres, la última estación provincial en el límite con Santiago del Estero, fueron informados por el jefe de la estación de que de allí hacia el norte escaseaba el agua potable, al punto de que la empresa de ferrocarriles transportaba en vagones especiales el agua necesaria para sus propios trabajadores. Un funcionario que se hallaba en el lugar confirmó la elevada salinidad de las aguas en la región. Por esa razón, la delegación desistió de visitar territorios adicionales, y se limitó a dejar constancia de su calidad basándose en lo que veían desde el tren en el que viajaron en dirección norte hacia Santiago del Estero.

En dicha provincia, tomaron nota de una oferta de venta de 200 leguas cuadradas, y luego siguieron viaje a la provincia de Córdoba, donde fueron recibidos por el gobernador y varios miembros del gobierno provincial. Los cordobeses les ofrecieron grandes extensiones en el sur de la provincia, a condición de que la compañía colonizadora del Barón construyera en ellos sistemas de riego, ya que la región carecía de agua. Los miembros de la delegación decidieron no visitar esas zonas áridas.

A comienzos de enero de 1891, retornaron a Buenos Aires y renovaron sus contactos con diversas agencias de bienes raíces. A sugerencia de una de ellas, decidieron realizar un largo viaje por la provincia de Mendoza. Partieron el 20 de enero y a su llegada fueron recibidos con entusiasmo por las autoridades locales. Dado que el desarrollo agrícola de la provincia dependía totalmente del incremento de los sistemas de irrigación, el gobierno provincial les prometió toda la cantidad de agua que fuera necesaria en el territorio que se les proponía. Estimulados por esas promesas, los miembros de la delegación recorrieron a caballo durante 21 fatigosos días una región sumamente árida. En el informe respectivo, se menciona el examen de 922 leguas cuadradas (2.305.000 hectáreas), en su mayoría desérticas, y de las cuales solo 150 (375.000 hectáreas) eran tierras aptas para el cultivo intensivo mediante riego artificial.

Al volver a Buenos Aires a fines de febrero, y por motivos que no figuran en sus documentos, los delegados decidieron que era conveniente que uno de ellos informase personalmente al Barón sobre las actividades desarrolladas en su nombre y a sus expensas hasta ese momento. Así fue como Loewenthal partió de Buenos Aires el 5 de marzo de 1891 rumbo a Europa, mientras que Cullen y Van-Vinkeroy comenzaban los preparativos de un largo viaje al Chaco argentino. Pero el 31 de marzo, muy poco después de la llegada de Loewenthal a Francia, un telegrama del Barón ordenó a Van-Vinkeroy regresar a Europa. En consecuencia, el 1° de abril, a 140 días de su formación, la delegación del Barón dejó de hecho de existir.

¿Cuáles fueron los logros de la delegación y en qué medida se corresponden con los objetivos fijados en el memorándum de la reunión mantenida con el Barón el 20 de agosto de 1890?

En sus entrevistas con funcionarios gubernamentales, la delegación oyó repetidas expresiones de una disposición favorable por parte de las autoridades provinciales, en cuanto a colaborar con el Barón y facilitar la concreción de su proyecto. Pero de hecho ninguna de esas muestras de buena voluntad alcanzó una etapa práctica con base en la cual fuera posible elaborar un programa de trabajo detallado. El examen directo de las tierras abarcó solo una parte de los territorios relevantes, y la información sobre la calidad de esas tierras provino sobre todo de partes interesadas en el proyecto. En función de esos datos, la delegación pudo presentar solamente dos propuestas concretas, cuyo alcance era mucho menor del previsto. Una de ellas se refería a tierras al norte de Monigotes, entre las estaciones ferroviarias de Arrufó y Ceres, sobre el límite noroeste de la provincia de Santa Fe. Esa zona, abierta a la colonización solo dos años antes, era, desde el punto de vista de las condiciones para la agricultura, una zona de frontera. Tras recorrerla, los delegados recomendaron al Barón adquirir inmediatamente algunos centenares de leguas mediante el contacto directo que ellos establecerían con sus propietarios. Pero el Barón no autorizó la operación y se conformó con tomar nota del informe. La segunda propuesta se refería a los terrenos examinados por la delegación en Mendoza, cuyos precios eran muy bajos pero cuya explotación exigía la instalación de sistemas de riego y de todos los componentes básicos para el cultivo intensivo. A pesar de que el informe sobre estas tierras parecía recomendar su adquisición, no había en él un programa completo de ejecución como el previsto por el Barón al establecer los términos de trabajo de la delegación. En cuanto a las tierras de Palacios y sus vecinas en la zona de Moisés Ville, el inconveniente se hallaba en su elevado precio, razón por la cual la delegación no recomendaba su compra.

Tras 140 días de investigaciones y un gasto de 47.380 francos (sin contar los sueldos de sus miembros),[21] la delegación había logrado ampliar el conocimiento sobre las condiciones de colonización en Argentina, pero no proporcionar los materiales necesarios para un programa detallado de colonización judía.

Y, sin embargo, fue en Argentina donde el Barón decidió, en abril de 1891, de manera definitiva, erigir su gran empresa destinada a auxiliar a los judíos necesitados de Rusia.

5. El programa

El principal estímulo al desarrollo del proyecto concebido por el barón Hirsch era el deterioro de la situación de los judíos rusos. En 1890, el Ministerio del Interior de Rusia se hallaba programando una nueva ola de persecuciones legales contra ellos. Hacia mediados de ese año, llegaron a las comunidades judías rumores según los cuales el gobierno se aprestaba a anular las disposiciones adoptadas en la década anterior que permitían a artesanos judíos habitar fuera de la Zona de Residencia,[22] así como a reducir dicha zona para ampliar los territorios adyacentes a las fronteras occidentales del Imperio, donde los judíos tenían prohibido habitar. Asimismo, las duras leyes promulgadas en mayo de 1882 para los distritos rusos de la Zona de Residencia se aplicarían también en los distritos de Polonia que formaban parte del Imperio Ruso.

El llamado de auxilio de los judíos rusos halló amplio eco en la opinión pública occidental. Pese a los reiterados desmentidos del gobierno zarista, en el verano de 1890 se multiplicaron las noticias que confirmaban la inminencia de la catástrofe. La opinión pública inglesa se alarmó y se elevaron al respecto preguntas en el Parlamento. El 10 de diciembre de 1890, la protesta británica alcanzó su punto más alto en una manifestación multitudinaria en Londres, con la destacada participación de los jefes de la Iglesia Anglicana y parlamentarios de ambas cámaras, y encabezada por el alcalde de la ciudad, quien firmó un memorándum de enérgica protesta que fue enviado al Zar. Paralelamente, también hubo reacciones en los Estados Unidos, donde el Congreso exigió que el gobierno informara a la nación sobre lo que estaba ocurriendo en Rusia, ya que dicha situación podría incrementar el número de judíos que buscaran refugio en los Estados Unidos. Bajo la presión de la opinión pública, la delegación norteamericana en San Petersburgo llegó al borde de una intervención diplomática.[23]

Los temores por el destino de los judíos rusos no se aplacaron en los primeros meses de 1891, y se convirtieron en pánico hacia fines de marzo, cuando las autoridades comenzaron a expulsar a una gran parte de los judíos de Moscú. En la noche del 29 de marzo (primer día de la Pascua judía), cosacos, policías y bomberos atacaron un barrio en el que se concentraba la mitad de los judíos moscovitas, entraron por la fuerza en sus casas, revisaron los documentos personales y encarcelaron a unos 700 individuos. Tras mantenerlos encerrados sin alimentos durante un día entero, los aherrojaron como criminales y los llevaron de prisión en prisión, tras lo cual la mayoría de ellos fueron expulsados de la ciudad. Esta acción siguió a dos edictos de redacción muy confusa publicados el 28 y 29 de marzo, y con ella llegaron a su fin los derechos de miles de artesanos judíos que vivían en Moscú desde que en 1865 se había autorizado su radicación fuera de la Zona de Residencia. La abrupta y arbitraria revocación de una ley promulgada varias décadas atrás, la crueldad con la que fueron expulsados y las repeticiones del operativo a lo largo de muchas semanas socavaron la seguridad vital de las masas judías, tanto dentro como fuera de la Zona de Residencia. Por esa razón, y aun cuando los edictos afectaban solo a una parte reducida de la población judía total del Imperio (entre diez y veinte mil personas) y a un lugar ubicado fuera de la Zona de Residencia, la expulsión de Moscú convirtió a 1891 en un nuevo año culminante en la historia de las calamidades sufridas por los judíos de Rusia.

La ola de protestas se reiteró en la prensa general de los países occidentales. El calificativo de “Rusia oscurantista”, que se basaba en relatos de refugiados y en crónicas periodísticas, planteó la exigencia de una intervención exterior que asegurara los derechos y hasta la misma existencia física de los judíos rusos. Las negociaciones sobre un préstamo a favor del Imperio con la participación de Alphonse de Rothschild quedaron paralizadas cuando los Rothschild se retiraron de las mismas. Estados Unidos decidió enviar dos representantes para informarse de las condiciones reinantes en el país, que también los perjudicaban indirectamente al incrementar la inmigración rusa. Todas las reacciones partían de la suposición de que la presión y las críticas provenientes del exterior harían comprender al gobierno ruso —y ante todo al Zar— los perjuicios que acarreaba la persecución de los judíos y producirían un cambio en su política interna.[24]

Pero no era eso lo que preveía el barón de Hirsch, cada vez más convencido de que las persecuciones tenían como único objetivo la expulsión de los judíos de Rusia. Se trataba a su juicio de una aspiración irracional, por más que se la revistiera de argumentos religiosos, nacionales y económicos, y por lo tanto era imposible dialogar con ella o combatirla con argumentos. Lo único que podía hacerse era aceptar su existencia y actuar en consecuencia. Ese razonamiento lo llevó a la conclusión extrema de que, en esas circunstancias, un decreto del Zar que ordenase a los judíos abandonar Rusia en un plazo acotado no constituiría una catástrofe irreparable. Pero para él era obvio que semejante medida debería llevarse a la práctica en forma humanitaria, otorgando tanto a los expulsados como a quienes deseasen acudir en su ayuda el tiempo necesario para organizar un operativo de salvataje y encontrarles lugares de asilo del otro lado del océano. El Barón manifestó su modo de ver en una entrevista con periodistas de la agencia de informaciones Reuters, la cual fue difundida en la prensa inglesa y norteamericana. En una carta al peor enemigo de los judíos en el régimen ruso, el director supremo del Santo Sínodo, Konstantin Pobedonostsev, no vaciló en hablar francamente sobre la necesidad de encontrar recursos mucho más efectivos, pero también más humanitarios, para alcanzar el objetivo que al parecer se había fijado el gobierno, es decir, alejar a los judíos de los territorios del Imperio.[25]

El Barón no consideraba, pues, que una campaña contra Rusia en Europa y los EE. UU. fuera eficaz. Por ello, mientras que los activistas judíos en EE. UU. procuraban que representantes oficiales viajaran a Rusia para investigar la conducta del Estado con los judíos, e incluso lograron que el New York Times enviase a su corresponsal en Londres a recorrer las aldeas de la Zona de Residencia, el Barón se ocupaba de elaborar programas que ayudarían a millones de judíos rusos a emigrar y a establecerse en otros países.

Persuadido de que ninguna acción efectiva sería posible sin el consentimiento del gobierno ruso, decidió entrar en negociaciones con el enemigo para obtener su cooperación. Lo representaría ante el mismo Arnold White, periodista y parlamentario británico, destacado político del momento y además opositor a la inmigración a Inglaterra. Cuando el Barón se comunicó con él, White se hallaba en el centro de una controversia en la cual las instituciones judías lo tildaban de antisemita declarado, y es posible que precisamente por eso lo haya elegido el Barón: ya fuera para conquistar su corazón y convertirlo en un aliado de la causa, ya fuera porque consideró que su hostilidad hacia los judíos le ayudaría a encontrar un oído bien dispuesto entre los enemigos del pueblo de Israel en Rusia.[26]

A fines de marzo de 1891, llegó a París el Dr. Loewenthal para informar al Barón sobre las actividades de la delegación en Argentina, y de hecho el encuentro entre ambos tuvo lugar durante los días de la expulsión de Moscú. Con el trasfondo de esas inquietantes noticias, el programa original, relativamente modesto, adquirió una importancia mayor, y su aplicación inmediata se volvió sumamente urgente. Aparentemente, debido a la presión de las circunstancias, el Barón halló que no tenía sentido continuar las investigaciones en Argentina y se dio por satisfecho con la información aportada por su enviado, sobre todo con sus optimistas estimaciones positivas respecto de las posibilidades de una gran colonización judía en aquel país. Tras numerosas conversaciones mantenidas a lo largo del mes de abril, el Barón y sus asistentes acordaron con Loewenthal las formas de acción y, a principios de mayo, este partió hacia Buenos Aires como apoderado exclusivo del Barón.

Que el Barón enviara dos representaciones, una a San Petersburgo y otra a Buenos Aires, despertó gran eco en la prensa, tanto la general como la judía. El corresponsal de Reuters en París publicó el contenido de una entrevista que le concedió el Barón, en la que este volvió a presentar sus ideas de principio sobre la necesidad de organizar la salida de judíos de Rusia, y añadió que había facultado a su representante en Argentina para adquirir tierras en su nombre. Un mes después, el Barón redactó un texto titulado “Mis ideas sobre la filantropía”, como respuesta a las preguntas de un mensuario norteamericano, que también publicó las opiniones de otros grandes filántropos. Ese texto, reproducido por varios periódicos del mundo, tuvo gran repercusión; por otra parte, constituye una de las escasas publicaciones nacidas directamente de su pluma. En la misma, tras exponer sus principios en cuanto al carácter productivo que debe poseer el socorro a los necesitados, destacaba el Barón que, aun cuando acostumbraba brindar su ayuda también a no judíos, consideraba que su deber es atender ante todo a sus hermanos de religión, y en especial a los judíos de Rusia, forzados a hallar nuevos hogares allende el océano. Su mayor aspiración era, por lo tanto, realizar un operativo a una escala mucho mayor y de carácter diferente de todas las que se habían realizado hasta ese momento: hallar países nuevos, en los que todos los habitantes poseen igualdad de derechos, donde los judíos podrían convertirse en ciudadanos útiles. El Barón afirmaba que, tras un cuidadoso examen, había arribado a la conclusión de que la República Argentina, Canadá y Australia ofrecían las más sólidas garantías para el éxito del proyecto, y que se proponía comenzar por la República Argentina.[27]

En consecuencia, en junio de 1891, el Barón estaba persuadido de que la imposibilidad de que los judíos obtuvieran derechos igualitarios en Rusia obligaba a trasladarlos a países que les ofrecían condiciones favorables. Pero, pese a sus convicciones respecto de la necesidad de la dispersión, aun si la misma produciría una inevitable pérdida de la identidad judía, cuatro meses después adoptó una posición diferente sobre ella.

Mientras tanto, Arnold White trabajaba en San Petersburgo en nombre del Barón. Al llegar allí en la segunda mitad de mayo, se entrevistó con Pobedonostsev y con los ministros del Exterior y del Interior, por quienes fue recibido con cordialidad y entusiasmo. En el Ministerio del Interior conversó con el viceministro Von Plehve, quien le dijo que respecto de los judíos el gobierno estaría dispuesto a pasar por alto la ley que prohibe a los súbditos abandonar el país, pero solamente con la explícita condición de que no retornarían jamás. De sus conversaciones con Von Plehve y del memorándum que este le envió el 11 de junio de 1891, dedujo White que el gobierno ruso estaba dispuesto a cooperar con el proyecto del Barón, pero que no haría pública su posición hasta recibir detalles adicionales.

White invirtió la mayor parte del mes de junio en una misión adicional encargada por el Barón, a saber, el examen de la idiosincrasia de los judíos rusos y su aptitud para el trabajo agrícola. La comunidad judía en San Petersburgo le ayudó en esta misión y puso a su disposición, como guía y traductor, a uno de sus principales activistas, David Feinberg, de 51 años, persona de gran experiencia en cuestiones de la colectividad judía, a la que ya había representado en otras ocasiones ante organizaciones judías de Occidente. En su compañía salió White a recorrer las poblaciones de la Zona de Residencia, y pronto descubrió la falsedad de las nociones difundidas por los gobernantes rusos respecto de los judíos. Mientras Pobedonostsev le repetía lo que ya le había escrito al Barón, es decir que las medidas tomadas contra los judíos estaban destinadas a contrarrestar la ira del pueblo explotado por ellos y prevenir disturbios, White supo por el jefe de la policía en Berdichev que campesinos y judíos vivían en completa armonía y que los primeros se beneficiaban con la actividad económica de estos. Verdad que los 65.000 judíos de esa ciudad vivían en condiciones de terrible pobreza y que, de los 10.000 capaces de trabajar, por lo menos 3.000 se hallaban desempleados por falta de oportunidades, pero su carácter y su moralidad no estaban afectados por esas situaciones. A medida que White continuaba su recorrido, aumentaba su apreciación positiva respecto de los judíos de la Zona. Se convenció de que, aunque sus cuerpos mermados desfallecían de hambre, serían capaces en condiciones normales de constituir una base adecuada para un operativo de colonización. Este testimonio de un no judío —que además tenía fama de simpatizar con los que odiaban a los judíos— fue para el Barón la ratificación que esperaba en cuanto a la aptitud de los judíos rusos de llevar a cabo una vida productiva.[28]

Las propuestas concretas del Barón llegaron a manos de White a su retorno a San Petersburgo, donde se las presentó al ministro del Interior el 28 de junio de 1891. Las propuestas incluían cuatro solicitudes: a) permitir la erección de comités locales que organizarían la emigración, y un comité central que dirigiría sus actividades; b) autorizar la salida de los emigrantes judíos, eximiéndolos del servicio militar y del impuesto al pasaporte; c) trasladar gratuitamente a los emigrantes hasta la frontera rusa; d) autorizar la creación de escuelas agrícolas para la capacitación de los futuros emigrantes.

La primera reacción del ministro a estas propuestas llegó a White diez días después. El gobierno ruso estaba dispuesto a autorizar el establecimiento de los comités tras revisar sus plataformas, tal como lo había propuesto el Barón, pero a condición de que un delegado oficial formara parte del comité centralizador, y de que se adoptaran medidas para evitar que los comités locales se desviasen de los objetivos establecidos. Los permisos de salida, la exención del servicio militar y del impuesto al pasaporte, así como la cuestión del traslado, eran aceptados en principio, pero requerían de formulación y elaboración adicionales. Y en cuanto a la propuesta de creación de las escuelas agrícolas, el gobierno le dedicó un nuevo examen el 24 de julio y la rechazó por completo.[29] En resumen, la cooperación con el gobierno ruso se veía confirmada en principio, y en las negociaciones que White condujo durante los largos meses que siguieron se ocupó de establecer los detalles correspondientes a la puesta en marcha del proyecto. En el marco de estos contactos, antes y después de aquella aprobación en principio, White destacó ante sus interlocutores que el proyecto del Barón sacaría de Rusia no menos de 3.250.000 judíos. Aunque esta cifra no figura en ninguno de los numerosos escritos del Barón, no cabe duda de que su plan era la emigración gradual de millones de judíos a lo largo de varios decenios.

Semejante proyecto migratorio no podía en modo alguno ser implementado solamente por el barón de Hirsch. Por esa razón, en julio de 1891, comenzó a buscar socios para su iniciativa, redactando una circular detallada en que resumía los primeros logros de White. En ella destacaba que los rusos se proponían librarse de sus residentes judíos y que las protestas no les harían desistir de su propósito. Por ello, urgía a las organizaciones judías a aprovechar la oportunidad creada por el consentimiento de las autoridades zaristas a colaborar en la implementación ordenada y humanitaria del éxodo judeo-ruso. El Barón exigía que los destinatarios de su convocatoria manifestaran su apoyo moral al proyecto mediante la adhesión pública, lo que demostraría ante todo el mundo, y en especial ante el gobierno ruso, que los judíos del mundo estaban unidos en su preocupación por el destino de sus hermanos y en su disposición a emprender una acción seria para solucionar sus problemas.

El Barón quería que el folleto fuera enviado por la Alliance Israélite Universelle a todas las organizaciones y comunidades en Europa, pero se encontró con que la institución ponía objeciones. La Comisión Directiva de la Alliance trató el tema el 19 de julio de 1891, luego de una radical modificación al texto original de acuerdo con sus propias perspectivas. El nuevo texto no incluía las estimaciones del Barón en cuanto al objetivo de los gobernantes rusos, no mencionaba la misión de White y sus logros, y tampoco presentaba a la emigración como solución comprehensiva y deseable al problema de los judíos rusos. Se hablaba en él de una emigración que ya se estaba produciendo espontáneamente, manejada de una manera que causaba un gran sufrimiento innecesario a sus sujetos. En la nueva versión, la iniciativa del Barón implicaba aparentemente solo una mejora en las condiciones materiales de los migrantes, y se pedía a los receptores de la circular que manifestaran su apoyo moral a la misma.[30]

Las diferencias entre ambas formulaciones coincidían con la distancia entre las posiciones del Barón y de la Alliance respecto del problema judeo-ruso. Aunque el secretario de la Alliance difundió el anuncio modificado y recibió reacciones positivas de muchas comunidades importantes, el Barón comprendió que no podía sustentarse en dicha institución como aliado central de su proyecto.

En cambio, halló un socio diferente en el Comité Central Alemán para los Judíos Rusos (Deutsches Central Komitee für die Russichen Juden), establecido en Berlín el 28 de mayo de 1891 por activistas destacados de la comunidad local como consecuencia directa de las olas de emigrantes que comenzaron a llegar a la capital alemana y sus alrededores en su camino hacia occidente. Durante algunos meses, las comunidades locales asumieron la ayuda a los emigrantes carenciados, al tiempo que procuraban que se marchasen cuanto antes. El Comité Central Alemán tomó sobre sí la coordinación y efectividad de esas operaciones. Al poco tiempo de su fundación, comenzó a organizar los comités locales en una estructura ordenada que incluía comisiones de frontera, comisiones regionales y comisiones portuarias, que debían identificar a los emigrantes más necesitados, transportarlos hasta los puertos y enviarlos a destinos del otro lado del océano. Para financiar esos operativos se crearon en toda Alemania comités locales, que debían recaudar fondos dentro de sus comunidades. El Barón participó de esos gastos con un aporte de medio millón de francos, y el Comité Central Alemán lo mantenía informado de sus balances y actividades.

A comienzos de agosto, el Barón se encontró con L. M. Goldberger y B. Breslauer, dirigentes del dicho Comité, y entre otros temas conversaron sobre la participación de un representante del mismo en las actividades de White en Rusia. Habiendo recibido información, en el sentido de que los ministerios rusos planeaban nuevas medidas respecto de los judíos, el Barón consideraba que la colaboración entre representantes del Comité de Berlín y su enviado personal en Rusia otorgaría a la acción de este una base pública más amplia e incrementaría su efectividad. Pero pese a sus insistentes mensajes al Comité durante los diez días siguientes, el Barón no obtuvo respuesta positiva, ya fuera porque los berlineses rechazaban la idea, ya fuera porque no la consideraban un asunto urgente.[31]

Por lo tanto, White viajó solo a Rusia, donde se entrevistó con el ministro del Interior, a quien solicitó, en base al proyecto emigratorio del Barón, que el gobierno ruso suavizara su actitud para con los judíos. Pero esta misión fracasó: en palabras del Barón, el ministro se enfureció al oír el pedido, dio un puñetazo sobre la mesa y gritó que no descansaría mientras quedase en Rusia un solo judío. White no se dio por vencido y trató de aprovechar una visita del Zar a Copenhague para presentarle las propuestas del Barón. Pese a la ayuda que le brindó la esposa del duque de Wales, hija del rey de Dinamarca y cuñada del Zar, quien se hallaba en ese momento en la capital danesa, y pese a la actitud amistosa de la emperatriz, el Zar se reveló firme en sus decisiones y se negó a recibirlo. Al Barón no le quedaba, pues, sino concluir que el emperador estaba más decidido que nunca a rechazar toda concesión y continuar hasta el fin con su plan de opresión.[32]

Esa conclusión estimuló al Barón a continuar elaborando los detalles de su gran proyecto aun ante la renuencia de las organizaciones judías, proyecto que terminó de consolidarse en agosto y septiembre de 1891.

En la intensa correspondencia entre el Barón y sus asesores durante el mes de agosto, se fue conformando la plataforma de la entidad filantrópica financiada por el mismo Barón, la Jewish Colonization Association – JCA. En cierto momento de ese diálogo, pidió a uno de sus abogados verificar la viabilidad de que la JCA, pese a ser una entidad filantrópica basada en un fondo aportado por él, pudiera recaudar un capital adicional mediante la emisión de bonos gananciales, cuyos ingresos se invertirían en la colonización de miles de familias; los bonos serían amortizados mediante cuotas abonadas por los colonos. De este modo, dejó entrever sus ideas respecto de cómo reunir el enorme capital necesario para sacar de Rusia a millares de judíos, y en las semanas siguientes planificó la forma en que procuraría despertar el interés del público judío y lograr su participación en el proyecto.

En su opinión, el punto de partida debía ser la convocatoria a una reunión de personalidades destacadas y de representantes de las principales comunidades de Europa y los Estados Unidos, para elaborar un programa consensuado en base a la unión de todas las fuerzas judías. El Barón se proponía convocar personalmente esa convención, y como base para los debates redactó una declaración de principios extensa y detallada que resumía sus ideas y proyectos, y que enviaría a los invitados con suficiente antelación.

El memorándum comenzaba exponiendo el problema de los judíos en Rusia y el grado de verosimilitud del argumento esgrimido por los antisemitas, a saber, que por su propia naturaleza los judíos aborrecen la agricultura. Por el contrario, el Barón afirmaba su convicción de que los judíos tienen capacidad para el trabajo agrícola. La solución al problema de los judíos era establecer para ellos una gran empresa colonizadora. ¿Cómo se financiaría el emprendimiento? ¿En base a voluntarismo y filantropía, o como proyecto comercial? En su perspectiva, pensar en sustentarse solamente en la filantropía constituía una ilusión fatal: para establecer una sólida base financiera que asegurase el éxito del emprendimiento, hacía falta considerarlo como un negocio que produce ganancias a quienes invierten en él (semejante al de la construcción de ferrocarriles). La compra a precios bajos, en una región de clima favorable, de terrenos fértiles cercanos a vías de transporte y su correcta administración garantizarían el éxito del proyecto.

Otro problema que debería tratar la convención era si concentrar la empresa colonizadora en un único país o repartirla entre varios. Si se optaba por dispersar las colonias en diversos países, los judíos constituirían solo una pequeña minoría dentro de las poblaciones locales y podrían hallarse sometidos a las mismas dificultades y humillaciones que sufrían en su ubicación actual. Pero también la concentración podría acarrear problemas serios: la llegada masiva de inmigrantes a un país determinado podría generar sentimientos hostiles que pondrían en peligro el éxito de la empresa, e inclusive dificultarían a los colonos el logro de la anhelada calma.

¿Qué hacer entonces? ¿Existía una tercera vía que evitara esos inconvenientes? A ojos del Barón, la tercera vía era la compra de un gran territorio que respondiera a las condiciones adecuadas, en el cual los colonos se convertirían en propietarios indiscutibles. Esta idea constituiría —según leemos en una carta secreta que envió a su representante en Buenos Aires— el punto central en los debates de la convención: dónde y cómo hallar un país que permitiera la erección de una suerte de estado judío autónomo, en el cual “nuestros hermanos en la fe” vivirían a salvo de ataques antisemitas. ¿Existía semejante país? ¿Era posible semejante adquisición? ¿De qué manera podría ponerse en práctica? Todos estos temas habían de debatirse en la convención que representaría, como ninguna lo había hecho hasta entonces, a toda la diáspora judía en Europa y en los Estados Unidos.[33]

El barón de Hirsch no difundió esta plataforma ni convocó esa reunión, postergándola hasta el momento en que le fuera posible probar la viabilidad de sus ideas mediante el comienzo exitoso de su propio operativo, para el que poseía recursos financieros suficientes.

Es cierto que el Barón encargó a Isidore Loeb que anunciase en la reunión convocada por el Comité Central en Berlín el 21 de octubre de 1891 —en la que participaron delegados de las comunidades y organizaciones judías de Europa occidental y Estados Unidos— su intención de organizar en enero de 1892, en París o en Londres, una convención más comprehensiva de dirigentes y personalidades judías. Pero fuera de este vago anuncio, ningún detalle de sus planes fue revelado en ese momento. Al mismo tiempo, el Barón invertía todo su esfuerzo en las actividades de la JCA, en la que veía la piedra basal de la realización de su grandioso programa y un modelo personal para los destinatarios de su convocatoria.

6. La creación de la Jewish Colonization Association

El 24 de agosto de 1891, tras muchas semanas de correspondencia con sus dos asesores legales —el abogado francés Jules Dietz y su colega inglés Herbert Lousada—, el barón Hirsch fundó la Jewish Colonization Association – JCA, como sociedad anónima con un capital declarado de dos millones de libras esterlinas (cincuenta millones de francos). El 10 de septiembre de 1891, la JCA fue inscrita en el registro de empresas de Londres. Su objetivo, según el estatuto, era ayudar y promover la emigración de judíos de todas las regiones de Europa y Asia, y en particular de los países donde estaban sujetos a impuestos especiales, limitaciones políticas o discriminaciones de cualquier tipo, hacia otras regiones del mundo; y crear y establecer colonias en distintas zonas de América del Norte y del Sur y otros lugares, donde se desarrollarían sobre todo actividades agrícolas y comerciales.

El carácter filantrópico hallaba su expresión en el artículo que establecía que todos los ingresos de la JCA se reinvertirían en el logro de sus objetivos y que ninguna parte de los mismos se utilizaría, directa o directamente, en beneficio de sus accionistas. En un primer momento, el Barón se propuso asociar a la compañía a los presidentes o representantes de las comunidades judías de París, Londres, Viena, Berlín y Fráncfort del Meno. Pero esa intención nunca se concretó, y el día de su fundación se contaron entre sus miembros solo los dirigentes judíos de Inglaterra y los representantes de la Alliance en Francia.[34]

Debido al tamaño del capital, el modelo organizacional y el alcance declarado de los objetivos, la JCA constituía, sin duda, una completa novedad en la vida judía, y quizás también en la historia de la filantropía en general. Por esa razón, se supuso que la misma JCA, con su capital de base, sería el instrumento que llevaría a cabo la emigración masiva sobre la que conversaba White con el gobierno ruso. Reforzaba esa suposición el hecho de que la idea de una convención general judía tal como la concebía el Barón no era públicamente conocida.

El Barón supo desde el principio que ni el capital ni el aparato organizativo de JCA serían suficientes para el gran proyecto, y por ello se apresuró a indicarle al director general los límites y funciones de las actividades de la empresa. En una detallada carta del 2 de septiembre de 1891, especie de plataforma y base de operaciones, establecía el Barón que la JCA con su capital actual no tenía capacidad de ocuparse de otra emigración fuera de la destinada a la República Argentina; era necesario por ende descartar todo lo relacionado con un campo de acción más amplio. Para esta misión principal, debía la JCA apoyarse en el futuro comité central de San Petersburgo, en todo lo referente a la evaluación de los potenciales emigrantes y a su organización en Rusia; y en el Comité Central Alemán en pro de los Judíos Rusos que funcionaba en Berlín, para la cuestión del traslado de los emigrantes desde la frontera rusa hasta Argentina. La administración de la JCA no debía intervenir directamente en la ejecución de esas operaciones; solo debía dar las instrucciones adecuadas a Berlín y a Petersburgo y financiar los gastos involucrados. La principal función de la oficina de la JCA en París era colaborar cuanto fuera posible con la oficina en Buenos Aires y asegurar junto con esta el éxito del operativo en Argentina, en el que el Barón veía la vanguardia del proyecto en su totalidad.[35]

El proyecto de la JCA debía hacer que cientos de miles de judíos abandonaran las duras condiciones en Rusia y se convirtieran en agricultores exitosos en Argentina, con lo que se demostraría al mundo entero la capacidad productiva del judío. Más aún: tras una información que le suministró su primer apoderado en Buenos Aires, según la cual las leyes argentinas autorizaban el gobierno local electivo de todo municipio de mil habitantes, mientras que todo territorio con 60.00 habitantes tenía derecho a constituirse en provincia, con cámara de diputados y gobierno propio, llegó el Barón a suponer que sus colonos en Argentina podrían alcanzar la autonomía provincial. Según parece, esa suposición era a sus ojos fundamental y constituía el objetivo final del proyecto encomendado a la JCA. La misma fue explicitada en julio de 1893, pasados ya dos años de la fundación de la empresa, cuando se ocupó del tema de la adquisición de tierras. El Barón estableció en ese momento que la JCA debía esforzarse en encontrar una concentración grande de tierras contiguas para un gran número de judíos rusos, a fin de asegurarles la medida de independencia provincial que la ley argentina otorgaba en casos semejantes.[36]

A juicio del Barón, el éxito del proyecto en Argentina había de probar ante el público general no solo la eficiencia de la JCA, sino también la factibilidad de la solución que ofrecía a los problemas de los judíos de Rusia. El Barón estaba persuadido de que era posible conseguir el enorme capital necesario para una migración en gran escala, ya que —cuando quedara demostrada, a través de la iniciativa de la JCA, la posibilidad de la colonización— se incrementaría la confianza de todos los que desearan contribuir a su desarrollo y estos se unirían a la JCA. Por lo tanto, junto con la importancia de una acción independiente en pos del bienestar de las masas judías perseguidas, es evidente que el Barón, al fundar la JCA, consideró que su objetivo fundamental era constituir el detonador que había de activar poderosas fuerzas adicionales que se sumarían a ella.

Para asegurar el éxito de su proyecto, el Barón decidió tomar parte activa y directa en el trabajo de la JCA. El 14 de octubre de 1891 reunió la primera Asamblea General de la compañía, la cual aprobó los estatutos que definían las atribuciones del Consejo Directivo y los roles de los dirigentes de la empresa; también designó a Isidore Loeb, secretario general de la Alliance, y a Salomon H. Goldschmidt, presidente de la misma, como miembros junto con él mismo de dicho Consejo Directivo. Unas dos semanas después, y con base en los estatutos, los miembros del Consejo depositaron todas sus atribuciones en sus manos en tanto presidente de la JCA, y de ese modo el Barón asumió la conducción práctica de la empresa en forma exclusiva. Como director general nombró al periodista y maestro Dr. Sigismond Sonnenfeld, nacido en Hungría en 1847, quien durante un tiempo había sido redactor del importante diario Pester Lloyd en Budapest. Pero sus atribuciones eran acotadas y durante la vida del Barón su actuación se limitó, de hecho, a la ejecución de las decisiones de este.[37]

La consagración del barón de Hirsch al logro de una solución para el problema de los judíos de Rusia y el establecimiento de la JCA provocaron una ola de expectativas en distintos y variados sectores del público judío y también fuera de ese ámbito. Organizaciones e individuos se dirigieron al Barón para presentarle sus programas y propuestas y solicitar su apoyo. A todos ellos, contestaba el Barón que su actividad en Argentina le impedía atender sus pedidos, al tiempo que no negaba la importancia de esas iniciativas. Aunque no creía que los lugares sugeridos fueran preferibles a la Argentina, no rechazó esas propuestas, con la esperanza de que fueran planteadas ante la gran convención que se proponía reunir en enero de 1892 en París o Londres, destinada a decidir el objetivo u objetivos a los que se consagraría la actividad consensuada y centralizada que surgiría de dicha convención.

Pero antes de reunir la convención era necesario que su trabajo en Argentina rindiera sus primeros resultados, y para ello depositaba en el Dr. Loewenthal, su enviado en Buenos Aires, todas sus esperanzas sobre el futuro de su gran proyecto.


  1. Véase Monographie du palais… El Hôtel de Hirsch es actualmente un anexo del Palacio del Elíseo que aloja oficinas de la presidencia de Francia.
  2. El Moisés de las Américas, de Dominique Frischer, constituye un ejemplo de esta carencia: entre sus numerosas y variadas fuentes, que incluyen documentos importantes de la baronesa Clara, casi no figuran escritos del Barón. Lo mismo vale para Grunwald, Adler-Rudel, Lee y Norman.
  3. Véase en Frischer (pp. 130-167) el relato detallado del episodio del ferrocarril oriental. Véase también Grunwald (pp. 28-62).
  4. Grunwald (p. 38) menciona, a partir de una fuente indirecta, que el Barón habría afirmado que de la venta de los bonos obtuvo 254.545.454 francos; e indica que, según otro cálculo, la venta alcanzó entre 280 y 290 millones de francos.
  5. Véase Frischer (pp. 219-236).
  6. Véase la biografía del Dr. Wilhelm Loewenthal en Wininger (vol. IV); y véase Schallman, 1964[b] (p. 18). Sobre su actitud ante la religión, véase JCA/LON (302), carta Nº 18 del Barón a Loewenthal, 22.10.1891.
  7. La legua cuadrada es una unidad de superficie de distintos valores en diferentes lugares, aun dentro de un mismo país. Aquí la utilizamos como legua kilométrica equivalente a 2.500 hectáreas. Sobre las condiciones requeridas para la colonización, véanse art. 98 y art. 104 de la Ley 817 de Inmigración y Colonización del 19.10.1876.
  8. Véase el decreto de Juárez Celman (21.9.1889) y la Ley 2.641 (15.10.1889) en Tierras, Colonias y Agricultura (pp. 203, 205). El 12.7.1890 fue revocada la limitación de 30 leguas por comprador (ibídem, p. 212).
  9. Véanse: Great Britain, Foreign Office… Nº 172 (vol. 73, p. 150), informe del funcionario de migraciones británico en Rosario Hugh M. Mollet, sobre la apertura de su oficina y sus actividades; M.A.E. Madrid (Argentina Corr. Com. y Con. XB 1353), carta del ministro del Exterior al embajador español en Buenos Aires, López Quijano (12.2.1889), sobre la estafa a inmigrantes españoles; M.A.E. París (Argentina Corr. Pol., vol. 61, p. 175), informe del embajador francés en Buenos Aires (21.7.1889) sobre la reacción argentina a la prohibición francesa de emigrar al país.
  10. Avni, 2005 (pp. 90-102).
  11. IWO (JCA/Arg. 1), carta sin firma a Siegmund Simmel desde Buenos Aires, 8.9.1889.
  12. IWO (JCA/Arg. 1), memorándum de Loewenthal al ministro del Exterior (5.11.1889), acerca de las colonias Las Palmas en el Chaco, y Progreso, Tres de Abril y Bella Vista en Santa Fe, a orillas del Paraná.
  13. IWO (JCA/Arg. 1), Notes pour M. Le Grand Rabbin Zadok Kahn, concernant la colonisation de juifs polonais dans la République Argentine, 12.12.1889.
  14. Véase AIU (Argentine: C2 Immigration), informe de la subcomisión que trataba la propuesta, 23.1.1890.
  15. Emden (p. 31, nota 2); Gallo, 1983 (pp. 143-203). En la correspondencia del Barón sobre Argentina, el banco Murietta aparece por primera vez en un telegrama enviado a Loewenthal y su delegación el 3.1.1891, con instrucciones de visitar también las tierras de esa empresa; véase AIU (Argentine: C2 Immigration), carta de Sonnenfeld al Barón, 3.1.1891.
  16. IWO (JCA/Arg. 1), recomendaciones sobre Cullen provenientes del periodo de su servicio en Bulgaria; carta de Cullen a Goldsmid, detallando sus actuaciones relativas a la colonización en Canadá.
  17. La Bolsa de Comercio… (pp. 193-195, 177-182).
  18. Academia Nacional de la Historia, Historia… (vol. I, pp. 360-369); Sommi (caps. 9-23).
  19. JCA/LON (348), informe de la reunión del 20.8.1890 en la oficina del barón Hirsch.
  20. IWO (JCA/Arg. 1), informe Nº 4 de la delegación, 10.11.1890. Las actividades de la delegación que detallamos a continuación se basan en este informe y en los de las fechas 28.11.1890, 18.12.1890, 3.1.1891, 15.2.1891, 25.2.1891, 28.2.1891, que se hallan en IWO (JCA/Arg. 1), y el del 19.3.1891, en JCA/LON (305).
  21. AIU (Argentine: Emigration C2B), copia de la cuenta detallada que Isidore Loeb envió al Barón.
  22. Región fronteriza occidental del Imperio Ruso en la que estaba permitida la presencia de judíos, fijada por Catalina la Grande en 1791, cuando estas regiones, con su población judía, fueron incorporadas al Imperio.
  23. Karady, 2000 (cap.2). Véanse el protocolo de la manifestación en Guildhall y el memorándum del alcalde de Londres al zar Alejandro III en Russian-Jewish Committee, The Persecution
  24. Baron (pp. 57-60).
  25. IWO (JCA/Arg. 1), carta del Barón a Arnold White, 9.6.1891; JCA/LON (308), carta de O. Strauss al Barón, 7.7.1891.
  26. Jewish Chronicle, 8.5.1891, p. 5, reacción polémica a la carta de White publicada en el Times del 5.5.1891, que lo acusa de ser el principal responsable de la incitación contra los judíos de Londres.
  27. Jewish Chronicle, 29.5.1891. Véase Hirsch. Según el testimonio de O. Strauss, este artículo constituyó la base de sermones dominicales en muchas iglesias de los Estados Unidos. JCA/LON (308), carta de Strauss, 7.7.1891.
  28. Sobre las primeras negociaciones con Pobedonostsev, véase JCA/LON (308), carta de Pobedonostsev al Barón, 27.5.1891; IWO (JCA/Arg. 1), cartas de White al Barón, 1.6.1891 y 14.6.1891. Sobre la carta de Pobedonostsev, véase IWO (JCA/Arg. 1), carta de White al Barón desde Berdichev, 12.6.1891, y carta del 27.6.1891, que figura como apéndice en su libro: White (pp. 294-301). En este viaje, White pasó por Moscú y por distritos de la Zona de Residencia, deteniéndose en Homel, Minsk y Vilna.
  29. JCA/LON (305), carta de White a “Su Excelencia” (sin mención de nombre), 8.7.1891, que resume una respuesta verbal, refrendada en el margen por la firma manuscrita de su interlocutor; carta del director del Departamento de Policía, 24.7.1891.
  30. IWO (JCA/Arg. 1), borrador del volante redactado por el Barón junto con I. Loeb, como se desprende de la carta de Loeb al Barón, 30.7.1891, JCA/LON (551). Ibídem, el volante de la Alliance con observaciones de Loeb.
  31. IWO (JCA/Arg. 1), carta del Barón al Comité de Berlín, 8.8.1891. El anuncio del Barón se publicó en Jewish Chronicle, 7.8.1891. JCA/LON (405), cartas del Barón enviadas desde Carlsbad al Comité de Berlín en agosto.
  32. JCA/LON (302), diario del Barón del 10.9.1891. El Barón y Loewenthal llevaban “diarios” que se enviaban periódicamente y que contenían ampliaciones de los materiales que trataban en la correspondencia regular.
  33. JCA/LON (302), carta secreta del Barón a Loewenthal, 2.10.1891.
  34. IWO (JCA/Arg. 1), carta del Barón a Dietz, 11.8.1891; Reglamento de la JCA, arts. 3 y 6. Los firmantes de la declaración de objetivos de la empresa fueron los presidentes de las principales instituciones del judaísmo inglés y las autoridades de la Alliance Israélite Universelle.
  35. JCA/LON (297), carta del Barón a Sonenfeld, 2.9.1891.
  36. JCA/LON (302), cartas de Loewenthal al Barón, 15.10.1891 y 3.11.1891. CAHJP, JCA Argentina… (Buenos Aires/3), carta del Barón a la dirección de Buenos Aires, 12.7.1893.
  37. IWO, JCA/Arg. 1, documento de apoyo a la JCA en sus conversaciones con el Tesoro británico sobre el impuesto a la herencia, que describe las etapas de formación de la empresa, destacando que de hecho es una entidad francesa. Véase ibídem, carta del Barón desde Carlsbad a Dietz, 13.8.1891, que detalla las atribuciones de Sonnenfeld.


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