La principal crítica que se hace a la autoevaluación deriva del hecho de ser juez y parte. En tal sentido, los argumentos más frecuentes se refieren a que los valores, las creencias, los intereses y compromisos personales atentarían contra una apreciación imparcial, impersonal e independiente sobre la propia acción desarrollada y sus resultados.
Sin embargo, es dudoso que toda evaluación externa implique mayor garantía de “objetividad”, independencia e impersonalidad, pues hay que reconocer que los evaluadores externos traen, además de sus diferentes y valiosos saberes, orientaciones y preferencias ideológicas y teóricas propias, también ciertos compromisos con quienes los contratan, lo cual puede empañar la supuesta “objetividad” de su labor.
Por eso, he aconsejado combinar momentos de autoevaluación con otros de evaluación externa, donde esta última tome como insumos relevantes los hallazgos que brinda la primera. (Nirenberg, 2008).
A mi entender, las ventajas de la autoevaluación se derivan, justamente, de que son los protagonistas de la acción quienes llevan a cabo reflexiones metódicas y sistemáticas, acerca de sus propios desempeños y logros, para así alcanzar aprendizajes que les permitan proponer mejoras que probablemente sean más viables y efectivas que aquellas que les impongan desde los niveles centrales.
Reitero acá lo que afirmé en otros textos previos: la noción de que toda evaluación constituye una instancia de aprendizaje para todos los que nos involucramos en sus procesos. En tal sentido, desde un punto de vista pedagógico, el método socrático es recomendable, no sólo para la autoevaluación, sino para la evaluación en general; eso se basa en la antigua idea de que existe una capacidad intrínseca en cada individuo y que la verdad puede estar oculta en el interior de uno mismo; se remonta al siglo IV a.C. y consiste en formular las preguntas adecuadas acerca de algo (las causas de un problema, por ejemplo) y luego debatir las respuestas por medio de fundamentos, evidencias y razonamientos. El método socrático valoriza el debate argumentativo (vale decir, la intersubjetividad) como vía para dar respuesta a los interrogantes planteados y así construir nuevo conocimiento. Supone que el conocimiento se encuentra latente de manera cuasi natural en las personas y que es necesario descubrirlo. Este proceso de descubrimiento del propio conocimiento se conoce como dialéctica[1] y es de carácter inductivo.
Una de las principales ventajas de la autoevaluación es que el desarrollo de la capacidad evaluativa en las organizaciones y sus planteles ayuda a instalar mejores modalidades de programación y gestión y genera una cultura del desempeño –que suele denominarse como gestión orientada a resultados– además de permitir una mayor transparencia, reforzando la rendición de cuentas[2] mediante la creación o el fortalecimiento de apropiados sistemas de información, monitoreo y evaluación. Lo dicho es aún más válido si se hace referencia a las organizaciones de gobierno, en sus diferentes niveles, aunque en la actualidad esas son cuestiones ineludibles también para las organizaciones de la sociedad civil y las del mundo empresarial.
Puede caracterizarse a las organizaciones como una serie recurrente de actividades orientadas a ciertos fines, de carácter explícito o no, que se distinguen de un entorno[3], que tienen una relativa complejidad y permanencia y que cuentan con un cierto grado de formalización, donde interactúan un conjunto de personas (recursos humanos) que se valen de otro tipo de recursos (materiales, informativos, financieros, entre otros) para producir los efectos propuestos.
En síntesis, las organizaciones serían procesos (serie de actividades interrelacionadas) que cuentan con un conjunto articulado de recursos (tangibles o simbólicos) para lograr los productos o efectos deseados.
La literatura dedicada a la gerencia se refiere a las organizaciones inteligentes,[4] en el sentido de su orientación al aprendizaje y su capacidad de adaptación a las necesidades de los contextos contemporáneos, signados por el cambio acelerado en los planos tecnológicos y sociales.
Esa expresión entiende por inteligencia la capacidad de las organizaciones – y de las personas que las integran – de identificar, entender y resolver problemas y beneficiarse de la experiencia (haya sido exitosa o no) para adaptarse a nuevas situaciones, adecuarse y a la vez actuar sobre el medio; en resumen: el poder de cambiar.
Las organizaciones inteligentes están basadas en el conocimiento y diseñadas para aprender a adaptarse a contextos diversos, inestables, cambiantes; se trata de organizaciones creadoras que no esperan que los acontecimientos ocurran y las dañen o destruyan, sino que se anticipan e introducen los cambios requeridos no solo para perpetuarse sino también superarse. Tienen la flexibilidad de modificar su enfoque de los hechos y situaciones para verse en perspectiva y encontrar dónde y cómo se generan sus problemas y limitaciones. Tienen la capacidad de cambiar sus estrategias de acción transformando sus procesos para estos desafíos. Están conformadas por personas inteligentes capaces de transformarse a sí mismas y, consecuentemente, a sus ámbitos organizacionales.
En otras palabras, son organizaciones que asumen la gestión del conocimiento entendiendo por tal un conjunto de procedimientos, tanto tecnológicos, estructurales e institucionales, orientados a la adquisición, administración, organización, producción, transferencia y distribución del conocimiento en un entorno colaborativo, cualquiera sea su propósito o misión. Eso implica un cambio en las concepciones de las personas, desde pensar que la información que cada uno posee es poder y que no debe difundírsela, hacia una concepción acerca de que compartir y difundir la información beneficia a todos, para lograr los propósitos compartidos. Esto último también es llamado conocimiento inclusivo ( Hsieh, 2011).
Esas organizaciones suelen alejarse de las tradicionales, piramidales, jerárquicas, donde unos pocos son los que piensan, planifican y evalúan, mientras que el resto, la mayoría, “ejecuta” según las directivas emitidas, acorde a las normas o rutinas establecidas. Como contraste, en las organizaciones inteligentes predomina el trabajo en equipo y sus integrantes comparten un mismo propósito, manteniendo una división del trabajo basada en la cooperación y la complementariedad de las funciones.
Actualmente se elogian las organizaciones que constituyen sistemas similares a los del cerebro humano, denominadas holográficas, donde cada integrante puede reflejar a la organización como un todo y, por ende, puede remplazar o tomar el lugar de cualquiera de sus colegas, aunque cada uno tenga funciones o responsabilidades primarias (en forma similar al comportamiento de las neuronas). Esas organizaciones holográficas están por encima de las tradicionales y piramidales, en las que prima la pura división del trabajo en funciones segmentadas donde unas ignoran a las otras (o bien compiten) y las directivas se imparten en forma jerárquica o vertical. Estas últimas son lo que Herbert Simon caracterizó, ya hace tiempo, como organizaciones de racionalidad limitada, pues cada agente actúa en base a una información incompleta y sólo puede explorar un número limitado de soluciones o alternativas, por lo que sus capacidades de aportar valor a los resultados son menores. En las organizaciones holográficas hay además otra característica importante que es la delegación efectiva, de modo que cada integrante tiene suficiente autonomía e iniciativa para tomar decisiones y afrontar acciones innovadoras ( Simon y March, 1961).[5]
En consecuencia, los miembros de este tipo de organizaciones holográficas son capaces de aprender y, con ello, de expandir las posibilidades de crecimiento personal, así como de la propia organización.
Uno de los caminos aconsejados para ese aprendizaje es el que parte de la experiencia. Las personas que integran ese tipo de organizaciones se encuadran en el antiguo precepto aristotélico que dice que “lo que tenemos que aprender, lo aprendemos haciendo” (Aristóteles, 2006); más tajante, Nietzsche afirmó que “únicamente el que hace aprende” (Nietzsche, 1998); ambos enfatizan la acción o la experiencia como fuente privilegiada del saber.[6]
En el marco de las organizaciones estatales, Repetto entiende como capacidad estatal la habilidad para desempeñar tareas apropiadas con efectividad, eficiencia y sustentabilidad. Enfatiza la capacidad transformativa y alude a la habilidad de los líderes estatales (vale decir, los altos funcionarios) para utilizar los órganos del Estado con el fin de concretar sus decisiones en el seno de la sociedad; textualmente define la capacidad estatal como “la aptitud de las instancias gubernamentales de plasmar a través de las políticas públicas los máximos niveles posibles de valor social” (Repetto, 2004).
En cuanto al concepto de gerencia, puede ser entendido como la función de administrar recursos (humanos, informativos, materiales, financieros…) y desplegar acciones en pro de alcanzar objetivos, procurando la mayor eficacia y eficiencia.[7] Resulta indudable que la evaluación es una herramienta poderosa para la gerencia, dado que le permite incrementar la eficacia de sus modalidades de administración de los recursos, para alcanzar en forma más acertada y plena los objetivos primordiales de la organización y así producir los efectos deseados. Y viceversa, también es posible afirmar que las características de una organización inteligente generan un campo muy propicio para la cultura de la evaluación, ya que la búsqueda de innovación y creación de conocimiento para la acción es su eje.
Aunque cae de suyo, vale remarcar que las escuelas son organizaciones y que sus directivos ejercen la función gerencial, por lo que todo lo dicho aplica.[8]
El aprendizaje de las organizaciones puede verse como el proceso de descubrimiento y de corrección de errores en la gestión pasada. Pero debe recordarse que el aprendizaje desde la práctica o en base a la propia acción – es decir, la evaluación – no ocurre en forma espontánea, sino que se requieren ciertas acciones proactivas[9] y rigurosamente programadas para ello; o sea: deben destinársele momentos, recursos y herramientas para concretarlo; en otras palabras, debe ser una práctica valorada dentro de la organización.
Si no se destinaran esos momentos específicos para la reflexión autoevaluativa, no será posible considerar a los integrantes de una organización como profesionales reflexivos, en el sentido de Shön (1998), pues no podrán descubrir los saberes tácitos que despliegan rutinariamente en sus actuaciones, para así poder rectificarlos si eso fuera necesario.
Schön comenta que en los establecimientos educativos uno de los obstáculos (no el único), para que los docentes se conviertan en profesionales reflexivos, capaces de aprender de su propia práctica, es el aislamiento que padecen dentro de sus aulas. Eso les dificulta compartir sus problemas, percepciones e interpretaciones, para contrastarlas con otros puntos de vista, particularmente con el de sus colegas. Se pregunta qué es lo que sucede cuando los docentes se transforman en profesionales reflexivos y él mismo se contesta: sus reflexiones sobre la acción (máxime si son grupales o colectivas y no individuales) representan una “amenaza potencial para el sistema dinámicamente conservador en el que habitan”.[10] Reconoce que allí donde los docentes se comprometieron con la reflexión desde la acción, el significado de “buena enseñanza y buen aula” se convirtieron en cuestiones primordiales de preocupación institucional ( Schön, 1998).
Resulta muy perspicaz y anticipatoria la afirmación de Shön, la cual pudo verificarse en las aplicaciones del método IACE; allí donde las autoridades gubernamentales o los directivos de establecimientos sintieron temor frente a la posibilidad de que los agentes educativos pudieran reclamar o formular demandas difíciles de atender, se presentaron fuertes resistencias y se obturaron las aplicaciones evaluativas. Al revés, cuando afrontaron esos desafíos, sus escuelas pudieron introducir procesos que generaron cambios positivos, tanto en la gestión pedagógica e institucional como en los procesos de formulación de políticas.
El saber es acumulación de conocimientos mediante aprendizaje: saber y aprendizaje son inseparables. Para llegar a saber, las personas necesitan aprender; la transmisión de conocimientos tiene lugar en comunidades de aprendizaje que suponen un grado de institucionalización, la existencia de reglas procedimentales, la adquisición de ciertos hábitos, el consenso sobre ciertos fines y la práctica de un esfuerzo compartido. Hoy día se reconoce que no solo las familias y las escuelas cumplen ese rol, sino que todas las organizaciones donde transcurre la vida de los humanos han adquirido esa característica y de allí surge el rótulo de organizaciones inteligentes, aludiendo a esa capacidad de saber más, aprender y enseñar de nuevo.
Hasta no hace muchos años se suponía que había etapas de la vida de las personas donde se aprendía lo necesario y suficiente y otras etapas donde se ejecutaba lo aprendido y eventualmente se enseñaba, demarcando así netamente la época de la infancia, de la adolescencia y de la temprana juventud como la de “formación”, para luego arribar a una adultez ya completamente formada y plena de acción y finalmente a una vejez pasiva. Actualmente es aceptado el hecho de que la formación nunca finaliza, que el aprendizaje ocurre a lo largo de todo el trayecto de la vida de las personas (y, por extensión, lo mismo puede decirse respecto de las organizaciones).
Es importante la transmisión y apropiación de lo histórico; una organización inteligente es un terreno fértil en el que todos y cada uno tratan de aprender a hacer mejor la tarea que les corresponde como responsabilidad primaria (que ya no es exclusiva): se convierten así en protagonistas de la historia compartida (Llano Cifuentes, 1999). El trabajo en equipo adquiere una significación más profunda, ya que la interacción cooperativa con otros facilita el aprendizaje individual y colectivo.
Más allá de la importancia de la existencia de liderazgos que conduzcan el aprendizaje de los miembros de la organización en la direccionalidad deseada y valorada por ella, es también destacable el auto–aprendizaje, a partir de la propia experiencia y mediante la autoevaluación de la eficacia de la gestión y del propio desempeño.
Para nombrar esos procesos de aprendizaje se acuñó el término desarrollo de capacidades (Horton, 2004), mediante el cual las personas, grupos y organizaciones mejoran sus habilidades para llevar a cabo sus funciones y para alcanzar los resultados deseados a través del tiempo. Esta definición destaca dos puntos importantes: que el desarrollo de capacidades es en gran parte un proceso de crecimiento y desarrollo interno, y que los esfuerzos para desarrollar las capacidades deben estar orientados hacia los resultados. El aprendizaje basado en la experiencia o a partir de la práctica, está en el centro del desarrollo de capacidades.
Los esfuerzos para el desarrollo de capacidades por lo general incluyen modalidades de difusión de información, la capacitación propiamente dicha, los mecanismos de facilitación[11] y las tutorías, el trabajo en redes y el aprendizaje basado en la experiencia.
En los actuales contextos económicos, sociales y culturales, se necesitan “escuelas inteligentes”, es decir, organizadas flexiblemente, con capacidad de aprendizaje y transformación permanentes. ¿Qué se requiere para lograrlo? Parafraseando a Aguerrondo (1996), habría que:
- Disminuir las jerarquías, creando equipos autónomos para lograr mayor flexibilidad y rapidez. Es decir, encontrar un método para asegurar que los equipos en las diferentes instancias institucionales trabajen en conjunto de manera fluida y coherente.[12]
- Habilitar espacios de interacción. Las decisiones que se deben tomar para el funcionamiento adecuado de la organización suponen espacios de intercambio y reflexión conjunta, que deben estar diseñados como parte del modelo institucional. Estos espacios incluirían no sólo al personal docente, sino también a los estudiantes, mediante representaciones.
- Incrementar el tiempo de los docentes en la unidad escolar. La tarea docente ya no es una tarea individual, sino grupal. El modelo de organización de la tarea docente en el nivel primario supone que cada docente hace lo que le parece en su aula; esto fomenta más el trabajo individual que el trabajo en equipo. En el caso del nivel secundario, es el docente el que se desplaza de institución en institución porque el centro del trabajo es el aula. Este modelo debe reemplazarse por otro en el que el centro de trabajo sea la unidad escolar. Se requiere para ello de un modelo de organización que permita el desempeño del docente de este nivel de acuerdo con este criterio.
- Reducir las pérdidas. El hecho de homogeneizar el cuerpo de estudiantes, sin tomar en cuenta las características y necesidades individuales, genera pérdidas: abandono, repetición, escaso aprendizaje, de lo cual no se hace cargo la institución. El modelo de organización debe adecuarse a estas necesidades y ofrecer espacios de atención diferencial que las prevengan.
- Incorporar la innovación. Se necesitan personas capaces de improvisar, salir de las rutinas y responder con flexibilidad a las demandas cambiantes.
Se reitera que la autoevaluación resulta estratégica para promover ese tipo de aprendizajes y las consecuentes trasformaciones, al proporcionar retroalimentación rápida a las personas y los grupos acerca del grado de efectividad de sus formas de gestión.
- Originariamente el término designaba un método de conversación o argumentación análogo a lo que luego se conformó como disciplina: la “lógica”. En el siglo XVIII, con Hegel y Marx, el término adquirió un nuevo significado: la teoría de los contrapuestos en las cosas o en los conceptos, así como la detección y superación de estos contrapuestos. La dialéctica contrapone una determinada concepción o tradición, entendida como tesis, muestra sus problemas y contradicciones, entendida como antítesis, y de esta confrontación surge, en un tercer momento llamado síntesis, una resolución o una nueva comprensión del problema y así siguiendo. Este esquema general puede entenderse como la contraposición entre concepto y cosa en la teoría del conocimiento, o la contraposición entre los diferentes participantes en una discusión. Se desprende que es importante la noción acumulativa, nunca cerrada, del proceso de conocimiento.↵
- Se toma esta expresión en un sentido amplio, no solo literalmente como rendición de los gastos o de la ejecución presupuestaria, sino, sobre todo, como la puesta en común de la ejecución de las acciones en relación con lo programado y las explicaciones acerca de eventuales “desvíos”. ↵
- No se refiere a una diferenciación neta entre organización y entorno, sino que se piensa en “fronteras porosas” al decir de Fantova (2005), quien también alude a las “organizaciones sin límites” (citando a Robbins y Coulter, 2005). En tal sentido vale recordar que las organizaciones (sobre todo aquellas que se orientan al desarrollo social y en especial a la educación) mantienen relaciones de diferente intensidad con sus entornos inmediatos o mediatos.↵
- El primero que usó el término fue Senge, en 1990.↵
- Un concepto vinculado es el de “liderazgo distribuido”, que, aunque se lo procure diferenciar de la delegación, sin duda son términos estrechamente relacionados. Sobre el liderazgo distribuido, véanse Longo, 2009 y García Carreño, 2010.↵
- Las versiones originales son, en el caso de Aristóteles del año 384 a.C. y en el de Nietzsche del año 1.892. Se infiere que hace bastante más de dos milenios que la premisa del aprendizaje desde la práctica es aconsejada (aunque no siempre concretada). ↵
- Eficacia (o efectividad) se refiere a lograr los objetivos propuestos y eficiencia significa lograrlos con el menor costo posible (o, dicho de otra manera, con la mejor combinación de recursos).↵
- No es banal esa remarcación: en los inicios de mi trabajo en el ámbito educativo he escuchado muchos argumentos acerca de que las escuelas no son asimilables a las organizaciones en general; también fue dificultoso considerar la función de los directivos de establecimientos como una actividad gerencial. Esas argumentaciones no tuvieron sustento teórico o empírico, sino que se basaban en creencias o preconceptos. Lo curioso (o no tanto) es que en mi trayectoria profesional por el sector salud, escuché similares argumentos relacionados con los centros de salud (en especial, los hospitales) y sus directivos. ↵
- El término “proactividad” no ha sido aceptado aún por la Real Academia de la Lengua Española, pero el neologismo es utilizado desde hace más de dos décadas en las disciplinas psicosociales; se refiere a una actitud en la que el sujeto asume el control de su conducta de modo activo y toma la iniciativa en el desarrollo de acciones innovadoras para generar mejoras, haciendo prevalecer la libertad de elección por encima de las circunstancias – generalmente adversas – del contexto. Significa, además de tomar la iniciativa, asumir la responsabilidad de hacer que las cosas ocurran de forma positiva; decidir lo que se desea hacer y cómo hacerlo. Fue usado por primera vez en 1946 y acuñado por el psiquiatra austríaco Frankl (1979) en base a su dolorosa experiencia en campos de concentración nazis, a los que sobrevivió. La proactividad se vincula, muy directamente, con la resiliencia, entendida ésta como la capacidad de una persona para superar circunstancias traumáticas, como la muerte de un ser querido, un accidente, etc., y rehacerse positivamente.↵
- Aunque está claro, tal vez valga especificar que cuando dice “sistema”, Shön se refiere a los sistemas educativos. ↵
- El término “facilitación” remplaza acá al anglicismo proveniente del deporte: “coaching”, entendiendo por tal una acción que consiste en ayudar a poner de manifiesto el potencial de las personas, para que puedan elevar su rendimiento, guiando y apoyando a las personas a orientar sus acciones hacia la dirección deseada para convertirse en lo que desean ser y hacerlo de la mejor manera posible; el sentido es ayudar a aprender en lugar de enseñar.↵
- Esa idea de “equipos autónomos”, como se verá más adelante, se plasmó en el método IACE con la conformación de los Grupos Promotores dentro de cada escuela, destinados a motorizar los procesos autoevaluativos, en sintonía con los equipos directivos. ↵