Ofelia Rey Castelao[1]
Introducción
Los cambios demográficos y económicos que se vivieron entre 1492 y 1750 no tenían precedentes pero, a pesar de su magnitud, su huella documental es bastante pobre, de modo que se han prestado a todo tipo de interpretaciones, muchas veces más atractivas que fundamentadas. En realidad, los datos disponibles casi no permiten otra cosa que enumerar síntomas y ordenarlos en torno al concepto de circulación, ya que, siendo tan profundos aquellos cambios, términos como “globalización” o mundialización, utilizados de forma general (Blancheton, 2008), sonun tanto excesivos para el tramo cronológico que nos ocupa. Sobre esto se ha publicado mucho, en especial en torno a 1992, conmemoración del viaje trasatlántico de Colón. Hoy está de plena actualidad gracias al aniversario de la circunnavegación de Magalhaes-Elcano y porque sí vivimos una verdadera globalización de intercambios humanos, de bienes y de información. En la bibliografía se mantienen algunas cuestiones clásicas, pero ha habido una revisión de métodos de investigación y de análisis, en especial intentando la comparación y la dialéctica entre lo global y lo regional, y entre lo macro y micro-histórico (Ghorra-Gobin, 2012). En síntesis, se acepta que, a pesar del enorme coste en vidas, se produjo una reciprocidad entre Europa, América, Asia y África en el seno de una economía nueva: por una parte, la integración de cultivos y especies animales adaptados de unas zonas a otras sirvió para aumentar la producción de alimentos y para sostener el crecimiento demográfico –no solo en Europa-, y por otra, la conquista y colonización de amplios territorios produjo una mortalidad desaforada entre las poblaciones receptoras, y como consecuencia, se hicieron transferencias a gran escala de migrantes semi-libres y de esclavos que supusieron el sacrificio de un gigantesco contingente humano.
Cualquier reflexión en términos actuales de valoración social sería un anacronismo, pero, innegablemente, la expansión europea ultramarina nació por el comercio y buscaba solo beneficios comerciales y, para obtenerlos, sus agentes conquistaron espacios o instalaron factorías cuyos beneficios fueron a parar a las metrópolis. Unos cuantos puertos europeos –Lisboa, Sevilla, Amberes, Ámsterdam-, nodos de los grandes tráficos tradicionales intra-europeos, se convirtieron en enlaces con el tráfico colonial, en centros redistribuidores de mercancías que llegaban desde África, América y Asia a Europa y de regulación legal o para-legal de esos contactos (Knight & Liss, 1991; Fusaro, et al., 2015). Europa mantuvo entre 1492 y 1750 un modelo de baja presión demográfica que le permitió disponer de ingresos superiores a la subsistencia y un poder de compra capaz de consumir productos coloniales que no eran esenciales para la vida -café, azúcar, tabaco- sino de placer y que se vendían para diversificar la oferta del gusto e incrementar las ganancias de los proveedores: al margen de escrúpulos, esos eran tan responsables como los consumidores de lo que sucedía en la trastienda del mundo occidental. Se trataba de un consumo de lujo protagonizado por las clases minoritarias y urbanas, con dinero y con interés en diferenciarse de los demás, que generó un mercado cada vez jugoso por el que lucharon las potencias navales portuguesa, holandesa y británica, además de la monarquía hispánica. Con el tiempo y el afán de emulación, el espectro social consumidor fue cada vez más amplio y se fue agrandando el círculo de quienes se beneficiaban o disfrutaban de las importaciones, a lo que contribuyó el abaratamiento de los precios y la intensificación de la circulación de bienes. Dicho así, todo parece sencillo y fácil de explicar, pero no lo es, por lo que tanto en la circulación de personas como en la de bienes, haremos un breve balance de los debates antes de exponer los resultados.[2]
La movilidad transoceánica
El debate sobre el movimiento humano de Europa a América se desarrolló en la historiografía clásica en torno a la mortalidad catastrófica de la población indígena provocada por la llegada de los europeos y en torno al número y evolución de la migración transatlántica. Lo primero no es nuestro objetivo porque nos interesa la circulación, pero no podemos olvidar los cálculos de Cook y Borah (1960) y los que se hicieron para comprobarlos o corregirlos (Liv iBacci, 2006); la principal novedad en esta faceta ha venido de la idea de globalización vírica y del intercambio de enfermedades entre grupos humanos que entraron en contacto sin poder protegerse unos de otros: europeos, africanos, asiáticos y americanos protagonizaron un trasvase de contagios muy desigual en sus efectos, pero que fue involuntario (Crosby, 1986).
En cuanto a lo segundo, la demografía histórica ha aportado cifras y caracteres de los migrantes, pero de forma desigual. Por ejemplo, en la historiografía anglosajona, la emigración inglesa no interesó salvo para explicar por qué se produjo el paso del Atlántico por gentes de las islas británicas; la atención surgió en América (Canny, 1994), lo que tiene un significado socio-político más que histórico, como ha puesto de manifiesto John Wareing (2017) en su estudio sobre los servants enviados de Inglaterra a América del Norte en el siglo XVII. Las migraciones tardaron en ser un tema importante, con la excepción de los grandes movimientos transoceánicos y sus efectos sobre la población americana, pero la dificultad de encontrar datos alternativos hizo que las hipótesis de la historiografía clásica no se discutieran. Sin embargo, desde 1992, la investigación avanzó hacia otro planteamiento: la movilidad de personas dentro de Europa, como un hecho anterior y necesario para el encuentro con América, y el doble sentido de la migración extra-europea, es decir, de ida y de vuelta, y por lo tanto, la circulación (Eiras & Rey, 1994; Bade, 2003).
El retraso en la investigación se explica por las dificultades de encontrar documentación fiable; las fuentes son discontinuas y no sistemáticas, por lo que dificultan la comparación, y dejan fuera los movimientos clandestinos. En el caso de la monarquía hispánica se llevó un registro desde comienzos del XVI de quienes salían hacia América a través de las “licencias de pasajeros”, los pasaportes y los expedientes de campañas de colonización, pero la emigración ilegal solo se puede calcular recurriendo a censos, archivos parroquiales y municipales de las zonas de partida peninsulares y en la propia América (Konetzke, 1945; Sánchez Rubio, 2002). Los registros de salida por Sevilla han sido la base informativa de Mörner (1975), cuyos cálculos se han revisado muchas veces sin resolver problemas como la identificación de pasajeros con migrantes, las duplicaciones, las salidas ilegales a través de las islas Canarias y de Portugal, etc. (Sánchez Albornoz, 1973; Eiras Roel, 1991). Por otra parte, las fuentes hablan muy poco de las mujeres, poco de los emigrantes que fracasaron y más de conquistadores y de hombres de éxito.
En los años noventa del siglo XX, con ayuda de la antropología, la geografía y la lingüística, se produjo un cambio de enfoque de los estudios migratorios para comprender su alcance, sus formas y su significado y las diferencias de nivel económico, social o cultural. Se introdujo el concepto globalizador de processus, que plantea la sucesión cronológica de las migraciones, unifica los casos individuales con los grandes viajes intercontinentales, y los desplazamientos espontáneos con los organizados, e incorpora las ideas de retorno, rotación y circulación. Esto tuvo como efecto poner sobre la mesa una cuestión clave: las migraciones intra-europeas anteriores y contemporáneas de las extra-europeas. Numerosos estudios llegaron al acuerdo de que antes de fines del siglo XV, Europa se había puesto en movimiento: fueron historiadores británicos y escandinavos quienes llamaron la atención sobre esto y definieron un modelo que explica el paso de europeos a África y a América como el resultado de una intensa movilidad previa, superándose así el determinismo demográfico clásico. Este movimiento intra-europeo obedecía a una compleja mecánica de interacciones económicas, demográficas, espaciales, sociales, políticas, mentales, que resitúa la idea también clásica de push&pull e introduce la toma de decisiones, valorando las circunstancias en las que las personas optaban por irse de donde vivían, y sustituye las divisiones políticas y las fronteras por conceptos como los espacios de vida (Bade, 2003; Moch, 1992; Luccassen, 2005).
Los cambios en la forma de entender las migraciones han obligado a de pasar de los estudios macro, que atendían solo a los grandes movimientos humanos como lo fue el ultramarino, a los estudios micro o de medio alcance, ya que la toma de decisiones se hacía en el ámbito familiar, local y regional: en expansión o en recesión, ese contexto próximo imponía a los emigrantes una perspectiva particular, más o menos favorable a su movilidad y a la integración en el lugar de llegada. Así por ejemplo, R. Rowland (1991) estudió la emigración portuguesa como un fenómeno en relación con el cambiante contexto brasileño pero también con las estructuras sociales y los regímenes demográficos regionales, y lo mismo se hizo para las diferentes regiones españolas (Eiras & Rey, 1994). La perspectiva local y regional se ha aplicado también a los espacios de llegada en América (Robinson, 1990; Wareing, 2017), lo que ha hecho superar muchas ideas clásicas.
Esto ha tenido otros efectos positivos: 1) la inclusión de los movimientos forzados en la evaluación de las migraciones trans-oceánicas: los esclavos vistos como personas y no como mercancías y su importancia en la población americana (Klein, 1999). 2) el papel de las mujeres, poco visibles en los estudios clásicos, a pesar de ser una parte esencial de la emigración familiar impulsada por la Corona española en el siglo XVI, o en las expediciones de poblamiento del XVII y XVIII apoyadas por los gobiernos –caso de Francia e Inglaterra en los territorios vacíos que iban controlando-; todavía falta superar la visión excepcional y elitista, y ahondar en la migración anónima haciendo análisis con métodos como las historias de vida o el estudio de redes (Boxer, 1993). 3) la integración de la migración motivada por la circulación económica, es decir, los viajes mercantiles, que afectaron a miles de hombres enrolados en las compañías comerciales, que en muchos casos murieron en las peligrosas travesías o se quedaron a vivir en los puertos de acogida, lo que incluía a los comerciantes (De Vries, 2003; Jarvis & Lee, 2017; Poettering, 2018).
Por lo que atañe a los resultados, nos interesa la circulación de personas y su contexto histórico, pero es necesario mencionar la catástrofe derivada del contacto con europeos y africanos a partir de 1492 y su consecuencia: el tráfico de esclavos para cubrir el déficit generado de mano de obra americana. Tema clave (Cook & Borah, 1960; Livi Bacci, 2006), lo cierto es que las epidemias de viruela, sarampión, tifus, etc., fueron desastrosas y solo a fines del siglo XVI la población indígena generó anticuerpos contra algunos contagios, atenuándose esas crisis desde 1620. El efecto fue la desaparición masiva de la población local, aunque de forma desiguale entre las zonas densamente pobladas y agrarias de México y Perú, destruidas por aquellas enfermedades y por la fiebre amarilla y la malaria llevadas por los esclavos africanos, y las áreas menos habitadas, como Brasil, “territorio vacío” en el que solo habría unos dos millones y medio de indígenas a la llegada de los portugueses. No olvidemos que, en el XVII, en América del Norte británica, los indígenas fueron muertos o expulsados y si en 1700 suponían tres cuartas partes de los habitantes, en 1800 solo eran el 3%. El desastre demográfico fue compensado en el Sur con inmigración ibérica y con el aumento del número de mestizos, pero sobre todo con la importación de esclavos africanos: desde 1525-1600 pasaron unos 75.000 a la América española y 50.000 a la portuguesa, pero el déficit de mano de obra -de 1,2 a 2,2% al año- obligó a llevar entre 1600 y 1700 unos 1,3 millones (830.000 para la española y portuguesa). Este aporte no fue suficiente para que América recuperase sus cifras, sino que fue más importante el aumento a largo plazo del potencial económico americano gracias a la introducción de caballos y mulas, con gran capacidad de tiro y transporte, y sobre todo gracias a la de nuevos cultivos llevados de Europa.
La población indígena americana no entró en la mecánica de la circulación al no haber un tráfico de esclavos hacia Europa. La circulación demográfica se hizo desde Europa y estuvo precedida por una movilidad intra-europea de causalidad regional más que global. Antes de 1492, trabajadores y colonos hacían largas distancias, obligados por el desajuste entre crecimiento demográfico y oferta de trabajo: las áreas migratorias se caracterizaban por un déficit laboral derivado de condiciones naturales, económicas, demográficas y sociales específicas, y las de acogida por ser zonas agrarias de monocultivo, puertos y grandes ciudades que ofrecían oportunidades económicas (Bade, 2003; Luccassen, 2005; Eiras Roel, 1994). La necesidad de emigrar era variada y dependía de la relación entre población y territorio, propiedad y uso de la tierra, producción agraria e industrial, empleo y salarios. Europa tenía 81,8 millones de habitantes en 1500, 104,7 en 1600, y hasta 1700 no superó los 115 millones, por lo que la emigración a América no estuvo motivada por la presión demográfica, sino más bien por la escasez de destinos atractivos y por el interés en obtener beneficios o mejores condiciones de vida (Livi Bacci, 1999). Por eso mismo, las migraciones extra-europeas tenían una alta tasa de retorno y generaron una intensa circulación entre espacios.
Mucho antes que el resto de Europa, España y Portugal enviaron gentes a América y se diferencian de los otros por el dominio colonial sobre América latina. En el caso español no fue un movimiento inmediato -la colonización de las Antillas chocó con la dureza del clima y con la dificultad de conseguir oro- ni espontáneo, de modo que los Reyes Católicos lo fomentaron desde 1495 ofreciendo tierras, manutención y otras facilidades para asegurar las actividades económicas y limitar el mestizaje, por eso se promovió el paso de artesanos y agricultores, y la de familias. Además, se impuso una selección de los pobladores, reservando América a los súbditos de la Corona de Castilla y excluyendo a los de otros territorios hispánicos. Por esta razón, los reyes establecieron la licencia de paso y la Casa de Contratación de Sevilla lo controló desde 1509, evitando le paso de moros, judíos, conversos, penitenciados y extranjeros. Pero la necesidad de pobladores obligó en 1511 a facilitar las salidas y a hacer campañas de reclutamiento, que luego se hicieron para las expediciones de conquista o para llevar familias de labradores; por otra parte, se flexibilizó el paso de extranjeros, en especial cuando Carlos I abrió América a sus súbditos no hispanos –fue el caso de Venezuela y los alemanes. Felipe II optó de nuevo por limitar ese paso y mantener el monopolio castellano y sus sucesores tomaron resoluciones cambiantes en función de las circunstancias. El viaje a América fue un paso libre pero no espontáneo y la política migratoria fue oscilante. Los puertos de salida -Sevilla y Cádiz- se convirtieron en núcleos de atracción de migración y enlazaron los movimientos internos con los trasatlánticos, en tanto que la creación de vías de comunicación y de redes de contacto, facilitó la expansión hispana en Ultramar. El resultado fue un asentamiento de colonización que garantizó el predominio metropolitano durante el período que nos interesa (Eiras Roel, 1991; Lemus & Márquez, 1992; Martínez Shaw, 1993).
Los cálculos de Mörner (1975), aceptados en general, establecen que a América pasaron 250.000 personas desde España en el siglo XVI y 190.000 en la primera mitad del XVII: de 1.235 personas por año en 1506-40 a 3.929 en 1561-1600, con una media de 2.584, y un máximo en 1601-1625,111.312 viajeros, 4.452 anuales. No son cifras alarmantes: Castilla mandó al año cuatro personas por cada diez mil, aunque al tratarse en su mayoría de hombres jóvenes, la pérdida de potencial demográfico era mayor, ya que los jóvenes suponían una quinta parte de la población. Desde 1625-1640 la emigración decayó y en la primera mitad del XVIII todavía era moderada: cada año salían por Cádiz unos dos mil individuos, menos que en el siglo XVI; además, de mediados del XVII a mediados del XVIII, se produjo un cambio drástico en el origen de los emigrados, del Sur al Norte, lo que se consolidó hasta la emigración en masa de los siglos XIX y XX (Eiras Roel, 1991).
España era un territorio poco poblado en relación con su superficie, pero creció mucho desde 1530 a 1591 -de 4.7 millones de habitantes a 6.6, 8 en 1700- y soportó sin problemas la emigración ultramarina en el XVI gracias a una producción agraria en aumento, al crecimiento de las ciudades y a una animada actividad comercial e industrial. Pero en su interior había una gran variedad de comportamientos demográficos, económicos y sociales que repercutieron en las diferencias en el envío de emigrantes a América. Hasta mediados del XVII, la mayoría eran de Andalucía (+40%), Extremadura y Castilla Nueva (30%) y el resto de Castilla la Vieja y León (20%); el Norte solo aportó un 5%. Sin embargo, esas grandes regiones migratorias recibieron durante ese período una intensa inmigración de sustitución protagonizada por hombres de las regiones norteñas. Las áreas migratorias se caracterizaban por el hábitat concentrado y una alta tasa de urbanización, una economía agrícola de latifundio y gran cultivo, y un modelo familiar nuclear y de herencia igualitaria. La fuerte crisis del siglo XVII, en especial de la población urbana de Andalucía y de las Castillas, paralizó la emigración. Al contrario, el Norte, se incorporó paulatinamente a la emigración: era una zona poco urbanizada, de economía agrícola de policultivo y pequeña propiedad, modelo familiar de mayor tamaño y sistema de herencia desigual, que sufría un problema de superpoblación relativa; a partir de 1650, la introducción del maíz provocó un intenso crecimiento y consolidó la emigración como un recurso para completar los ingresos familiares y liberar el excedente demográfico (Eiras Roel, 1991).
Una parte pequeña de quienes pasaron a América eran conquistadores, funcionarios y clérigos. La mayoría eran castellanos de los que se saben pocas cosas, salvo que en su mayoría eran urbanos, y que el 65% de los que salieron de forma legal figuran como criados, aunque no lo fuesen. El paso del Atlántico estuvo limitado por la capacidad de transporte de los barcos de la Carrera de Indias, por los trámites y por el precio del viaje. Esto favoreció la actividad de los reclutadores, que daban la oportunidad de engancharse en expediciones a cambio de futuras prestaciones por parte de los emigrados, y también la emigración clandestina: se falsificaban informes y licencias, y los capitanes y tripulaciones colaboraban en el embarque, a pesar de que las duras condenas contenidas en las leyes publicadas desde 1552. La presencia ilegal en América, en especial la de extranjeros, fue regularizada por la monarquía en muchas ocasiones mediante arreglos negociados y retribuidos.
Una característica del caso hispano es la movilidad de los españoles en América, a la búsqueda de nuevas oportunidades. Otra lo fue la emigración familiar, modesta en la primera mitad del XVI, pero intensa en la segunda. Una ley de los Reyes Católicos de 1497 favoreció la presencia de mujeres y a partir de 1513 -y sobre todo a partir de 1546-, la Corona obligó a los hombres casados a llevar a sus mujeres o a llamarlas desde allí; esto se repitió en 1549 y en 1681. Carlos V prohibió en 1539 el paso de mujeres solteras, salvo para casarse con colonizadores, prohibición confirmada por Felipe II. El paso de familias es clave para explicar la concentración de emigrantes en determinadas zonas de América según fuera su origen regional, lo generó redes de relación, inserción y ayuda. Las familias también fueron esenciales para imponer el modelo social metropolitano puesto que llevaron la ley y el sistema familiar castellanos; por su parte, las mujeres llevaron los valores sociales y morales, y la cultura material castellana (Socolow, 2004). Se calcula que pasaron a América 1.153 mujeres en 1493-1539 (un 6%), 1.480 en 1540-59 (16,4%), 5.013 en 1560-79 (28,5%), 2.472 en 1580-99 (26%), 5.764 en 1598-1621 (30,5%) y luego se redujo-en 1765 eran solo el 15,8%-. Entre 1540 y 1579, la mitad eran andaluzas y el 60% de 1580 a 1621; Castilla la Nueva aportó un 14%-17%y Extremadura el 14%, y Castilla la Vieja-León pasó del 16,4% a mediados del XVI a solo el 3% a fines de siglo. Eran urbanas en su mayoría, casadas o viudas y muchas pasaron como criadas; una parte muy importante no prosperó a causa de la abundancia de servicio doméstico local y la falta de otras oportunidades.
En el siglo XVIII aumentaron las salidas cualificadas –y por vía clandestina- y los factores de expulsión actuaron con más claridad: el precio del viaje descendió -más intercambios, mejores vías de financiación-, las redes migratorias funcionaban activamente y el Estado revitalizó la colonización de zonas importantes desde el punto de vista económico o militar. Hacia 1765, la emigración era casi solo de hombres, solteros en un ochenta por ciento, y procedentes de los territorios del Norte español en una importante proporción. El modelo de emigración familiar era infrecuente, salvo en las expediciones de colonización llevadas a cabo desde fines del siglo XVII y a lo largo del XVIII. En definitiva, con respecto al período de la conquista, la circulación humana en el Atlántico había cambiado totalmente.
En cuanto a Portugal, era un país pequeño que en 1500 tenía solo un millón de habitantes. En el censo de 1527-32 había 1,4, creció rápido en el siglo XVI y después de las crisis de fines de ese siglo, siguió creciendo hasta 1610-19. Entró después en una fase de estancamiento, que fue anterior y más fuerte en el Sur que en el centro y en el Norte. En 1640 tenía 1,9 millones y 2 en 1700, volviendo a crecer en la primera mitad del XVIII hasta 2,6 en 1760. Desde antes de 1500, un número importante de portugueses salió de su país a medida que se descubrían nuevos territorios, de modo que desde el siglo XV y a lo largo del XVI, llegaron a las islas atlánticas, al Norte de África, Golfo de Guinea, puertos del Este africano, Ormuz, India, Malaca, China y Timor. En África, hacia 1520 había pobladores no oficiales –lançados- y a fines del XVI, muchos importantes cargos en los estados de Senegambia, Guinea y Cabo Verde, estaban casados con africanas. No se trataba de un verdadero poblamiento, pero sí eran portugueses residentes de modo estable. Por otro lado, se calcula que en los barcos que pasaron por El Cabo de Buena Esperanza hacia Asia entre 1500 y 1599 viajaron más de 198.000 portugueses, de los que el 9% no llegó a su destino; emprendieron el regreso 121.767, pero a Europa solo llegaron 105.305, es decir, solo retornó el 53%, y en el siglo XVII, el 44% de los que fueron 132.343 (Barbossa, 2003; Bethencourt & Chauduri, 1998).
Así pues, Portugal, a diferencia de España, envió gentes a otros destinos y puede afirmarse que la emigración constituyó un carácter estructural de su población. En el siglo XV obedeció a la escasez de empleo, a los reducidos beneficios del trabajo y a la falta de ciudades consumidoras; después, hay que tener en cuenta el factor de atracción que supuso América, al igual que en el caso español. Sin embargo, Portugal tardó en iniciar el poblamiento de Brasil porque no era fácil encontrar colonos, de modo que al comienzo fueron allí muchos exiliados o degradados. Las condiciones de aquel país no eran favorables al asentamiento debido a los ataques de los indios, en especial después de un período de relativa amistad durante las factorías (1502 a 1534), a la incómoda presencia de los franceses y a la escasa rentabilidad del territorio. El poblamiento se retrasó por lo tanto hasta las capitanías donatarias (1534). Cuando se inició el cultivo del azúcar, la necesidad de mano de obra se hizo importante y las únicas soluciones eran dar facilidades para asentarse o comprar esclavos, una práctica comenzada por Duarte Coelho a cambio de las mercancías europeas para vender en Brasil. Sin embargo, los indios eran poco productivos y la esclavización derivó en rebeliones (1545/6), en tanto que la reorganización de los indios en aldeas, encomendada a los jesuitas, favoreció la expansión de contagios. Por lo tanto, desde 1560 se recurrió a importar negros africanos a gran escala: en 1577 eran ya mayoritarios en algunos ingenios de azúcar y en 1580 eran un tercio de los esclavos de Pernambuco. El poblamiento por entonces seguía siendo costero, los núcleos urbanos eran pequeños y pobres, con escasa población blanca, y fracasaron los intentos que a fines del XVI hizo la Corona para fijar a los indios cerca de las poblaciones colonizadoras. Por otro lado, los blancos no tenían fácil casarse con europeas, por su escasez, y dominaron las relaciones no estructuradas, es decir, faltó un modelo familiar al estilo castellano que favoreciera la estabilización (Pedreira, 2001).
¿Cuántos portugueses emigraron en el XVI? Se considera que hubo entre dos mil y cinco mil salidas anuales hacia el Este, Marruecos, Brasil y el imperio hispánico, en especial hacia estos dos últimos a fines del XVI y comienzos del XVII, con una tasa migratoria de 0,3% anual entre 1527 y 1640, similar a la tasa de crecimiento demográfico. En 1620 se dominaba ya el litoral y se inició el avance hacia el interior, lo que tuvo como efecto una disminución de la población costera. Por otro lado, la emigración a América se redujo al 0,15% en 1640-1700 por la contracción de la población portuguesa, la guerra con España (1640) y las menores perspectivas económicas en Brasil. En el XVII, los inmigrados se concentraban en la zona azucarera del Noreste y de Pernambuco y Baia: desde fines del XVI y hasta el XVIII se produjo cierta urbanización derivada de la organización administrativa del espacio –por ejemplo, Baia pasó de 14.000 habitantes en 1585 a 25.000 en 1723-. La aportación portuguesa era insuficiente para las necesidades laborales brasileiras, de modo que se importaron unos 500.000 esclavos en el siglo XVII. El nuevo avance de la emigración portuguesa fue la consecuencia del descubrimiento de oro y diamantes en Brasil. En las primeras décadas del XVIII se calcula que pasaron anualmente hasta ocho o diez mil personas y que la tasa migratoria subió al 0,4% en la primera mitad de ese siglo, el mismo porcentaje que el aumento demográfico en Portugal. En la nueva fase, los emigrantes se dirigieron a Rio y Sao Paulo, que alcanzaron una población de 40.000 y 20.000 personas respectivamente en 1750, y, sobre todo, a Minas. El boom minero hizo que Portugal perdiese una quinta parte de la población masculina joven, y por eso la Corona trató de controlar el flujo con una legislación restrictiva, para aumentar la población y la oferta de mano de obra en Portugal, pero no lo consiguió. De todas formas, la migración portuguesa fue cada vez menos suficiente y la explotación del oro de Minas necesitó cada vez más mano de obra africana en régimen de esclavitud. Desde 1699, el comercio negrero pasó a ser libre y hacia 1750, el crecimiento de la población esclava alcanzó su máximo, en torno a 1.7 millones de personas (Serrao, 1996, 4ª).
Como en el caso español, las migraciones portuguesas oscilaron en función de las fluctuaciones económicas y de circunstancias estructurales regionales, e incluso locales, de las diferencias de crecimiento y entre regímenes demográficos y de reproducción social, que se combinaron con los cambios y la dinámica general y con los factores de atracción -descubrimientos, apertura del imperio castellano tras la Unión de 1580, oro brasileño-. Los que fueron a Indias en la primera mitad del XVI eran de todas las regiones, pero en el último tercio destaca el Noroeste: en 1590 el 70% eran cristianos viejos y el 59% eran del Portugal continental, de Minho sobre todo, y menos del 10% del Sur (Rowland, 1991). Lo mismo sucedía en Lisboa, que actuaba como Cádiz en el enlace entre Portugal y las colonias. El Brasil minero atrajo a hombres jóvenes que iban con la intención de volver ricos después de varios años; esto respondía a una estrategia familiar de empleo de trabajo, movilidad social y reproducción familiar, en la que el hijo emigrante había sido formado para cruzar el Atlántico y conseguir recursos. Debe tenerse en cuenta que el sistema de herencia, esencialmente igualitario, era el mismo desde la Edad Media, pero se practicaba la mejora en beneficio de un hijo; esta era la clave del sistema familiar del Noroeste portugués para asegurar las condiciones materiales de la reproducción inter-generacional de las familias campesinas, de modo que eran los hijos segundos los que se veían en la necesidad de irse.
Fuera de la Península Ibérica, el dinamismo de ciertas zonas europeas motivó movimientos migratorios derivados del impacto colonial. En las costas del Noroeste –Países Bajos especialmente-, la actividad comercial e industrial generó desde principios del siglo XVII un polo de atracción de inmigrantes de Alemania, Bélgica, interior de los Países Bajos y Francia. El sistema se desarrolló al tiempo que adquirían firmeza las estructuras del imperio colonial holandés: la creación de las Compañías de las Indias Orientales (VOC) en 1602 y de las Indias occidentales (VIC) en 1621, necesitó mucha gente y miles de marineros extranjeros se enrolaron en los barcos mercantes o de guerra que construyeron el imperio comercial holandés. En torno a un millón de personas pasó por el Sur de África hacia el océano Índico en los siglos XVII y XVIII; una parte muy importante eran empleados holandeses de la VOC: en el XVII, 317.800 hombres, de los que volvieron 102.300 (32%) y 655.200 en el XVIII, regresando 220.200 (34%), debido a una fuerte mortalidad (De Vries, 2003). La migración a América era diferente: Holanda aportó una emigración neta de unas diez mil personas -la VIC tenía en Brasil en 1639 unos diez mil empleados; solo cuatro mil en 1642- ya que el retorno a Europa era frecuente (J. Luccassen 1987; Van Lottum, 2007).
El movimiento ultramarino de las islas británicas fue irrelevante antes de 1580, pero desde entonces y hasta 1640, el crecimiento demográfico permitió enviar el personal que era necesario para las empresas marítimas inglesas. En ciertos momentos, los factores económicos y sociales se mezclaron con otros: quienes pasaron a Nueva Inglaterra en los años 1630 -unos 21.000 en doce años-, lo hicieron en familia, bajo una motivación religiosa, aunque muchos eran artesanos urbanos y jóvenes solteros que buscaban otra vida. Se calcula que en el XVII partieron hacia América unas trescientas mil personas, servants en gran medida -casi una cuarta parte, mujeres-, mayoritariamente ingleses, que eran en realidad semi-libres, dado el sistema de captación, basado en falsas promesas o en coacciones; en el XVIII también fueron escoceses e irlandeses, habiendo descendido el porcentaje femenino al 9.8%. A las Indias occidentales habrían pasado unas 190.000 personas, la mayor parte antes de 1660, incluidas los 21.000 de los años treinta. En la primera mitad del siglo XVIII, el flujo fue de unos 50000 a la América media y 20000 a las Indias occidentales. De los escoceses, 7.000 pasaron en 1650/1700 y 33.000 entre 1700 y 1760 y en cuanto a los irlandeses, en 1678 había 3.466 en las islas de Nevis, Montserrat y San Cristóbal en Barbados. Habría que añadir entre setenta mil y cien mil alemanes en la América británica y unas 27.000 personas en la América francesa, un tercio en Canadá y el resto en Louisiana. Ahora bien, la importación de esclavos africanos constituyó una parte esencial del aporte externo a partir de 1625/50, tanto para el territorio continental como en el Caribe (Murdoch 2004; Haines & Steckel, 2000; Wareing, 2017).
En definitiva, Europa mandó a América antes de 1800 en torno a un millón de españoles y medio millón de portugueses; la migración británica al Caribe llegaría al cuarto de millón de 1630 a 1780, y si se incluye a franceses y holandeses, dos millones de personas que pasaron a América latina. Esa emigración no supuso pérdida de población en Europa, ni fue la riqueza llegada desde América la que generó el crecimiento demográfico en el XVI, sino el aumento de la producción agraria y la expansión industrial y mercantil; el impacto de las especies americanas, sobre todo el maíz y, más tarde, la patata, fue esencial para los europeos que nunca emigraron: esta fue sin duda la principal consecuencia del contacto con América (Altman & Horn, 1991; Bardet & Dupâquier, 1997).En América, los europeos aprovecharon el vacío dejado por la mortalidad de la población indígena para desarrollar su propia agricultura, la minería y la ganadería extensiva, llevaron su cultura material y doméstica, pero su asentamiento solía responder a dinámicas de grupo, por lo que no hubo un modelo único ni general. Así, por ejemplo, los españoles, a diferencia de otros colonizadores, procedían de ciudades y se asentaron en ciudades o las crearon en función de sus necesidades administrativas, económicas o de comunicación, lo que les permitió un dominio mayor del territorio que a los portugueses en Brasil. Por otra parte, el Atlántico fue el escenario de la dramática transferencia de esclavos africanos: mermados por una terrible mortalidad y por una menor capacidad de reproducción –elevada tasa de masculinidad, dificultad de formar una familia-, la necesidad de reposición fue constante. También lo fue de numerosos retornos de europeos, motivados por el éxito económico o por el fracaso.
De todos modos, conocemos la circulación casi en exclusiva mediante documentos oficiales, que no controlaban la migración ilegal y no es posible conocer la magnitud real de la migración ni de la circulación. Los movimientos fueron oscilantes y dispersos en su comportamiento, sin que pueda hablarse de un modelo global sino de muchos modelos regionales y América no fue el destino único: África y sobre todo, Asia, lo fueron también para miles de europeos, de los que muchos murieron en las peligrosas rutas hacia Oriente.
Bienes a través de los océanos
La abundante bibliografía sobre si hubo globalización entre 1492 y 1750 dista de ser monocorde, pero en general se acepta que el término es excesivo para antes de 1800, toda vez que el contacto entre áreas económicas distintas entre sí y muy alejadas tuvo una incidencia baja, limitada a zonas cercanas a la costa o a las ciudades portuarias, a grupos sociales ricos y a la economía monetaria (Camps, 2013). Los principales cambios de enfoque para explicar la mecánica económica general han sido, en primer lugar, la inclusión del Atlántico y del mundo no occidental en ese análisis (Chaunu, 1960; Mauro, 1960 y 1961; Godinho, 1978) especialmente de la mano de I. Wallerstein (1974), quien puso ese océano en el centro de su obra y del World sistem analysis, lo que tuvo como efecto resituar a América. En segundo lugar, la “historia Atlántica”, que propone superar el estudio de países y continentes por separado y atiende a sus conexiones desde el siglo XV cuando la navegación extra-europea conllevó el intercambio de personas y productos; esta historia sigue siendo euro-céntrica, y mantiene la idea del bajo grado de desarrollo de las sociedades africanas y amerindias y de su escasa participación en la construcción de ese mundo (De Luxán, 2004; Grady, 2008). Su eurocentrismo se justifica en que los países occidentales alcanzaron éxito y en que su experiencia es útil para entender las raíces del desarrollo económico, pero también se reconoce que el éxito se logró ejerciendo la violencia sobre los demás (Maddison, 2006; Carmagnani, 2011; Bihr, 2018).
Sin embargo, conviene preguntar qué era el mundo atlántico desde que los portugueses abrieron la ruta hacia las Indias orientales, lo que nos obliga a volver la vista a África: la historia atlántica concedió a este continente y a los africanos un papel pasivo, según el cual, el comercio africano estaba en manos de europeos y era destructivo y desigual, basado en el beneficio obtenido por la fuerza. Frente a esto, J. Thornton planteó (1992) que los africanos desarrollaron actividades mercantiles por su iniciativa, que elaboraban manufacturas para competir con la producción europea y que no se podía entender África sin compararla con Asia. La superioridad política y comercial sobre los africanos era clara en el mar, pero menos en tierra: en su continente, los africanos comerciaban en sus propios términos y fueron capaces de repeler los ataques de los europeos, organizándose en diferentes frentes, imponiendo la necesidad de acuerdos y de negociar. Por lo tanto, no solo eran productores de esclavos, como aparecen en el esquema del “comercio triangular”, expresión creada para explicar la integración de América y definir el comercio entre África, América y Europa. La expresión incluye la idea de que ese comercio se desarrolló dentro del sistema colonial de las emergentes monarquías absolutas de la primera Edad Moderna y que fue clave en sus objetivos de poder, es decir, tiene también un significado político (Finlay, 1990).
En cuanto a Asia, Wallerstein consideraba que el comercio de Europa se limitaba a un mercado de lujo entre dos mundos económicos autónomos, superficial e incapaz de transformar los sistemas económicos, y que las compañías europeas en Asia eran parásitos que aprendieron a explorar las economías del Este más avanzadas. Esta perspectiva fue cuestionada por J. De Vries (2003), estudiando la convergencia global establecida a través de la ruta de El Cabo en el siglo XVII: este autor se planteó si los europeos estaban preparados para expandir los enormes recursos humanos, financieros y materiales que exigía ese comercio; si ese comercio fue clave para crear el moderno mundo económico y qué papel jugó la plata en las oportunidades de prosperidad regionales. Las cifras publicadas por De Vries revelan que los flujos monetarios afectaron al contexto macroeconómico pero que la expansión de la ruta de El Cabo estuvo más relacionada con la capacidad de consumo de Europa y con la capacidad de las compañías de reducir costos, que con una verdadera transformación económica mundial.
La integración de América se inició con los portugueses, que enlazaron los tres continentes a partir de su experiencia africana del siglo XV. P. Chaunu (1964) intentó colocar a Brasil en el sistema de comunicación naval mundial, y más tarde, y con más base, lo hicieron otros (Furtado, 1959; Godinho, 1981; Mauro, 1991; Serrao & Oliveira, 1992, etc.), estableciendo que la economía brasileña no era dependiente del Atlántico luso-brasileño, sino uno de los elementos determinantes del gran comercio atlántico, aunque indirectamente. También se integró merced a los españoles, que conectaron América con Asia a través de Filipinas y el Pacífico (Chaunu, 1960)y de redes comerciales (Böttcher, Hausberger & Ibarra, 2011), aunque hoy en día no se sostiene la idea de Chaunu de que el Pacífico fuera una especie de “lago español” y un apéndice del comercio atlántico, al haber minusvalorado el comercio del lado oeste americano y la interconexión México-Perú en el tráfico de aquel océano (Bonialian, 2012; Martínez & Mola, 2009). Las fuerzas que favorecieron u obstaculizaron el desarrollo económico de América en la época colonial mantuvieron un pulso entre fines del siglo XV y mediados del XVIII que ha sido muy estudiado (Romano, 2004). El Atlántico británico jugó un papel impreciso (Armitage & Braddick, 2002), al menos en comparación con Holanda, como veremos.
Ahora bien, la integración se hizo mediante el dinero, que conectó los cuatro continentes: la plata fluyó desde la Edad Media de Europa central hacia Asia a través de Venecia primero, luego mediante los portugueses y otros intermediarios europeos y del imperio otomano (Munro, 2000). Cifras de movimiento y consecuencias diferenciadas han sido la clave de los análisis académicos, si bien se ha dado una importancia mayor a las implicaciones políticas que a las sociales y más a los grandes impactos que a los efectos sobre la gente corriente. En cualquier caso, hay un acuerdo general en que la transferencia tras-atlántica de bienes se basó en la naturaleza asimétrica y violenta del intercambio, y en que mientras se desarrolló una creciente homogeneización e interconexión entre sociedades, la expansión de los horizontes europeos generó intereses diversos y culturas materiales divergentes (Aram & Yun, 2014; Birh, 2018).
Partiendo de esos debates, tenemos que ir a los resultados, pero es complicado diferenciar circulación de personas y de bienes, porque son las necesidades y los intereses de los seres humanos los que explican la producción –o extracción- de bienes y su difusión. Podemos distinguir varios tipos de movimiento según la naturaleza de los bienes movilizados –agrícolas, industriales-, pero nos importan más las diferencias entre los que generaron impacto con pocas cantidades y los que, al no poder adaptarse en el espacio consumidor, dieron lugar a una circulación intensa. El primero tuvo el efecto de transformar las zonas receptoras sin necesidad de mover grandes cifras: los cereales (trigo) y animales (ganado bovino en especial) llevados por los españoles a América y, sobre todo, los que viajaron a la inversa, como el maíz y la patata, cuya implantación en Europa modificó el sistema agrario. Esas transferencias se hicieron sin transportes significativos, pero resolvieron los problemas de alimentación de amplias zonas.
El movimiento que generó una verdadera circulación se corresponde con aquellos productos que los europeos llevaron a otros espacios y que, una vez adaptados, ofrecían mayores cantidades a menor precio -caña de azúcar, café, algodón-, y aquellos que, una vez “descubiertos” e incorporados al gusto de los consumidores europeos, se impulsaron en esos otros espacios para cubrir una demanda creciente (con el tabaco como insignia). El contacto tuvo un impacto diferenciado en los dos tipos de movimiento, pero su explicación es difícil por cuanto la cronología y ritmos de la circulación se superponen en ciertos momentos y acaban siendo consecutivos, debido a que los consumidores querían cada vez más cantidades a menor precio, de modo que las áreas productoras cambiaron con relativa rapidez. A este modelo responden los productos agrícolas, pero es menos claro para los metales, ya que los cambios zonales dependían de la aparición de filones y de su agotamiento (Rey Castelao, 2018). Además, es importante recordar que en la circulación entre América y Europa fallaron las especias buscadas por los europeos, por lo que las asiáticas mantuvieron su importancia en el tráfico internacional –de hecho, América se convirtió en consumidora-: los circuitos se complejizaron para poner en contacto a productores y consumidores y estuvieron sometidos a los cambios de gusto y a la disponibilidad de medios de pago.
La circulación de metales preciosos
En efecto, lo que realmente buscaban los europeos eran los metales preciosos, elemento económico que hizo funcionar la mecánica comercial en su camino hacia la globalización. Es este un tema clásico y permanente, no en vano servían para pagar todo lo demás y para mantener la circulación. Inicialmente no fue la plata, relativamente abundante, aunque cara, sino el oro lo que movió a los europeos del siglo XV a salir de su continente: la toma de Ceuta por los portugueses en 1415 modificó el comercio aurífero mediterráneo y permitió a Portugal acuñar monedas; luego lo obtuvieron en Sierra Leona y en San Jorge da Mina (Costa de Oro), y el encontrado en Río del Oro llevó a Portugal a solicitar y conseguir del papa en 1455 la explotación exclusiva de esos territorios. En 1509 se creó la Casa de Mina, para gestionar un negocio que se elevó a más de 400.000 kilos entre 1504 y 1507 y aún 371.578 en 1543-45. Durante ese período, Portugal desvió a su favor el oro del Magreb y del Mediterráneo y luego el de las Indias orientales.
No obstante, en la carrera por el oro los portugueses fueron superados por los españoles en América. A un primer ciclo de 1494 a 1525 de oro de aluvión conseguido en las islas, le siguió el atesorado por incas y aztecas en el continente: se calcula que de 1503 a 1510 llegaron a España 4.950 kilos, 9.153 en 1511-20 y 4.899 en 1521-30. Pero fue la plata la producción mayor y más significativa; según P. Vilar, el oro pasaría del 14,4% del total en 1531-40 al 1,2% en 1561-70 (de 14.466 kilos a 11.530), y menos todavía antes de 1600, a pesar de que en 1590-99 alcanzó los 19.451 kilos; pero es que la plata aumentó de poco más de cien mil en los años treinta a casi un millón en los sesenta, más de dos millones en los ochenta y 2.726.713 en los noventa (Vilar, 1972). Las cifras de E.J. Hamilton (1934) son un diferentes: 263,9 toneladas de plata en 1503/50, 7.175 en 1551-1700 y de 58,4 a 95,1 de oro. La apertura de las minas de Perú (Potosí) en 1545 y México (Zacatecas, Guanajuato), desde 1546-56 fue la razón de ese aumento, que debe mucho a la mita, duro sistema de trabajo que aseguraba mano de obra constante, y a la amalgama, aplicada en México (1559-62) y Perú (1570-72). El mercurio necesario para esta técnica se llevó de las minas españolas de Almadén, por insuficiencia de la producción americana: es decir, se produjo una doble circulación, desigual y siempre a favor de Europa, que a cambio mandaba manufacturas a través de los barcos del monopolio español.
Mucho más importantes que las cifras fueron sus efectos económicos en Europa, ya que la abundancia de metales aseguró la circulación monetaria en un período de economía poco dinámica, más allá de si era legal o fraudulenta, de que buena parte de los metales no salió de América y de generó inflación de los precios–en España se multiplicaron por dos entre 1500 y 1550 de 1500 a 1600-. Por otro lado, gracias al quinto que la monarquía hispánica recibía de las transacciones realizadas por la Casa de Contratación de Sevilla, el flujo de dinero le permitió expandirse y mantener la guerra permanente en Europa, lo que bajo Felipe II generó un fuerte endeudamiento. Desde el punto de vista comercial, los mercaderes iban a Sevilla para vender sus bienes y a hacer sus intercambios con España y América a cambio de metales, por lo que una gran parte de estos se dirigió a Europa para mantener el comercio y la expansión transoceánica. Había otros efectos indirectos: la actividad minera prolongó la acción de los núcleos urbanos mineros sobre el territorio americano y fue preciso reorganizarlos y conectarlos con las regiones agrícolas y con los puertos (Weath, 2005); así sucedió con Guanajuato y Zacatecas en México y Potosí en Perú, que dominaban las regiones litorales vinculándose vía Arequipa, Lima, Panamá o Buenos Aires con España.
Los portugueses tardaron en conseguir metales en Brasil, pero el descubrimiento y explotación del oro de Minas, llegó a sustituir al azúcar en valor. En 1699 llegaron a Lisboa 725 kilos; 1.785 en 1701; 9.000 en 1714; 25.000 en 1720, 20.000 en 1725, etc.; desde 1730, la plata y los diamantes se unieron al oro. Aunque de modo irregular, el oro aumentó hasta mediados de siglo y de 1700 a 1750 se recibieron en Portugal entre 490 y 510 toneladas, con máximo entre 1735 y 1750. A pesar del fraude, desde 1695 no hubo problemas monetarios en la metrópoli, por cuanto la Corona recibía el quinto y otras tasas, y la capital del imperio, Lisboa, se convirtió en una de las ciudades europeas más ricas. Parte del gasto se hacía en Brasil, pero no en las minas, en las que eran los latifundistas mineros quienes hacían la inversión, sino en pagar gran parte de las importaciones -la prohibición de manufacturas en la colonia es lo que compensaba el oro-. Por medio de las importaciones extranjeras, como sucedía con los tesoros españoles, el oro brasileiro llegaba a Holanda, Francia, Mar del Norte y Báltico, e incluso a España (Furtado, 1959).
En definitiva, Morineau (1985) calculó que de América llegaron a Europa 150 toneladas de oro y 7.500 de plata en el siglo XVI, 158 y 26.168 en XVII, y 1400 y 39.157 en XVIII. Pero fluían también fuera de Europa: la ruta de El Cabo por el Sur de África era esencial de ese flujo; las otras eran el mar Báltico, hacia Rusia y Asia central, y el Levante, por la vía del Golfo Pérsico y el Mar Rojo hacia India. Las exportaciones de plata y oro desde Europa occidental al Báltico eran de 2.475 toneladas en la primera mitad del XVII y 2.800 en la segunda, y otro tanto en 1700/50; al Mediterráneo oriental iban unas 2.500 en cada uno de esos tramos; de Holanda a Asia, 425, 775 y 2.200, en los mismos períodos, y de Inglaterra a Asia, 250, 1050 y 2450. Japón tenía plata, pero además llegaba de América a Asia por la ruta Acapulco-Manila. A China arribaron en 1550/60, 2.244 toneladas de plata de Japón, Filipinas y de los portugueses de Macao; en 1600-40, 2.835; 1694 en 1641-85, en su mayoría japonesa; hasta fines del XVII, solo 178, casi solo de Filipinas. Es decir, los metales americanos se habían convertido en el hilo de unión de la economía general y servían para pagar los productos que circulaban en el mundo (Bonialian & Hausberger, 2018).
El azúcar y otros productos
Hay una numerosa bibliografía sobre este producto que tanto interesaba a los europeos. Antes de 1492 se producía en zonas del Mediterráneo (Chipre en especial) y Portugal se había convertido en el país distribuidor de ese y de otros productos destinados a las elites europeas, ya que desde 1415, los portugueses tenían un comercio organizado con las ciudades mercantiles del Norte de Italia y del Noroeste europeo (Flandes), con Lisboa como núcleo, pero el descubrimiento de las islas atlánticas -Madeira, Santo Tomé-, les facilitó tierras donde cultivar caña, de modo que a mediados del XV, Madeira ya producía unas ochenta toneladas anuales y en 1500 en torno a 2.500. Por su parte, los españoles llevaron la caña a las islas Canarias. Ese cultivo implicó deforestación y una necesidad creciente de pobladores o de esclavos, pero el modelo de explotación y de comercialización fueron diferentes (Essomba, 1981). En Canarias se definió una economía específica y se modificaron las estructuras sociales, al basarse en la explotación directa –concentración de tierras y aguas- y en una legislación estricta sobre la comercialización; a cambio, la monarquía concedió exenciones fiscales y franquicias, y favoreció la instalación de colonos; la comercialización no estuvo tan intervenida y se permitió la presencia de mercaderes nacionales o extranjeros (Luxán & Viña, 2006).
Es importante señalar que, en el caso portugués, la expansión de la caña, el procesamiento del azúcar y el transporte necesitaron capital yeste llegó de Alemania, Italia y los Países Bajos. Esta intervención se vio facilitada porque Portugal sufría una deficiencia crónica de cereales, muy grave en la segunda mitad del XVI, y los importaba del Mediterráneo y más tarde, del Báltico. A cambio, Portugal vendía sal para las pesquerías nórdicas, y especias asiáticas y azúcar. Los Países Bajos eran el gozne de esa trama mercantil y Amberes era el núcleo redistribuidor fundamental: baste decir que desde 1535 a 1551, llegaron allí 342 barcos portugueses, cargados sobre todo con azúcar de Madeira y Santo Tomé, aunque el valor económico de las especias era mayor. Portugal tenía otra red con la Hansa alemana y comerciaba con Inglaterra, pero en general el tráfico directo era escaso. En la segunda mitad del XVI, Amberes sufrió problemas religiosos y políticos, lo que derivó el peso económico a Ámsterdam. Desde entonces, la ruta de Portugal al Norte y al Báltico benefició cada vez más a holandeses, franceses, alemanes, etc., y la dependencia de los portugueses frente a los poderosos capitalistas del Norte interfirió en el comercio general portugués, pero sobre todo en el de azúcar, cuya demanda creció a lo largo del XVI conforme la situación económica del Noroeste europeo mejoraba y aumentaba la demanda por parte de las clases urbanas poderosas.
En ese contexto el cultivo de caña se llevó a Brasil. La producción para los mercados europeos se inició hacia 1550 y en 1570 el dominio del azúcar brasileiro era claro, una vez que se estableció un sistema de tráfico. En 1580, Madeira solo producía unas quinientas toneladas anuales, 2.200 Santo Tomé y Brasil 2.300, que en 1612 habían pasado a 9.900; era el principal suministrador a través de los 150 barcos que cada año llegaban de Portugal a Europa. El número de ingenios de azúcar, abiertos cerca de lugares navegables -en especial, Baia de Todos os Santos-, da idea de ese próspero negocio: unos 60 en 1570, 121 en 1583/85 (84% en Pernambuco y Baia), 192 hacia 1610 y 350 en 1612/29. Por entonces, el azúcar brasileiro había alterado el mercado atlántico y logró dominarlo hasta 1630, a pesar de ser un período lleno de problemas y de turbulencias políticas.
Según V. M. Godinho, la evolución de la producción azucarera de Brasil fue similar a la coyuntura económica y demográfica europea, positiva a pesar de sufrir fases negativas entre 1551 y 1576-1581, lo que favoreció la demanda de azúcar. Para aprovechar esta circunstancia, se reunieron varios factores. Por parte de los portugueses: a) el cultivo del azúcar en Brasil fue esencial para su colonización y para la instalación del gobierno general (1550-1580); b) se fijó un sistema comercial que no era libre -había restricciones en el transporte-, pero no era un monopolio de la corona portuguesa, ni era mercantilista en su filosofía. Por parte de los sectores mercantiles: desde mediados del XVI, combinación de capital para cultivar caña en las zonas de la costa brasileira, y de barcos extranjeros para movilizar la creciente producción. Por ambas partes, fue un asunto imperial caracterizado por la movilidad de mercaderes y de sus capitales en un sistema cooperativo y de correspondencia. Un gran número de comerciantes del Noroeste de Europa ubicados en Portugal y de portugueses en el Noroeste de Europa superaron los obstáculos institucionales y políticos al comercio y por eso aguantó hasta 1630. De 1550 a 1630 las ciudades del Norte -Ámsterdam especialmente, Hamburgo, Amberes- vieron crecer sus fortunas gracias a la redistribución de azúcar brasileiro -controlaban el 75%-, ya que era en el Norte donde estaban los mercados (Antunes, 2004). En Portugal, los niveles de tráfico en Lisboa, Porto y Viana también se vieron favorecidos, aunque eran muy sensibles a los cambios políticos y militares; la comunidad de cristianos nuevos de Ámsterdam jugó un papel importante, pero los circuitos mercantiles del azúcar dependían menos de la filiación racial o religiosa que de los circuitos de comercio, de las firmas familiares de comercio y de las redes entre estas y entre núcleos internacionales.
Las complicaciones para la producción azucarera de Brasil aparecieron en varios momentos, pero mantuvo un largo dominio. El primer problema fue la ruptura de los Países Bajos con la monarquía hispánica a la que Portugal estaba unido desde 1580, y el trasvase del poder económico de Amberes a Ámsterdam. Los comerciantes portugueses se trasladaron a esta próspera ciudad, pero no evitaron el aumento del contrabando, resultante del embargo de España contra Holanda: un bien establecido comercio es declarado ilegal y varios grupos participaron en la piratería, a la par que la interferencia de Holanda con inversiones y barcos, le otorgó el dominio sobre la carrera de Portugal. El segundo problema fue la saturación del mercado europeo hacia 1600, que coincide con el estancamiento de la producción de plata americana: de 1612 a 1629 los precios se hundieron. Esta situación se contradice con el aumento del número de ingenios; el sistema productivo brasileiro se basaba en la producción de caña por parte de labradores blancos y portugueses con capital para asegurarse tierra, pero sin capital para asumir la transformación; era el señor del ingenio quien disponía de ese capital para comprar esclavos y mantenerlos, pero los labradores asumían los riesgos. Por otra parte, fue preciso roturar tierras para obtener alimento. Pero el principal factor fue el nacimiento de la VIC holandesa en 1621, ya que para controlar el comercio del azúcar tomó Baia en 1624-25, y aunque tuvo que abandonarla por derrota militar, su éxito estuvo en ocupar las regiones productoras del Noreste de Brasil en 1630 y en el control sobre el tráfico (Strum, 2013). Portugal recuperó esos espacios, pero el azúcar estaba tasado para asegurar los beneficios de la Corona y tenía un sistema fiscal fuerte, mientras que Holanda mantuvo una fiscalidad débil, lo que unido a los conflictos militares del XVII, hizo que el dominio de Brasil decayese. En 1700, Brasil producía 20.000toneladas de azúcar anuales, pero sufría la competencia del Caribe británico (22.000), francés (10.000) y de las otras zonas caribeñas (5000). Si bien fue en la primera mitad del XVIII cuando Brasil acabó relegado: en 1760 producía 28.000 toneladas frente a 71.000, 81.000 y 20.000 de cada uno de los otros territorios (Ebert, 2001).
Por entonces, el azúcar formaba parte de la circulación atlántica (Schwartz, 2004) y la dieta de sectores europeos más amplios, aunque en el comercio había ya más productos importantes, sin las magnitudes e importancia general de aquel: algunos, como los tintóreos, tuvieron su período de auge, otros un impacto regional no desdeñable -la ganadería, la madera- y varios dieron indicios claros del papel que jugarían después de 1750, como el tabaco y el cacao.
La industria textil europea necesitaba tintes y, a diferencia de las especias, estos se encontraron en América. Los españoles obtuvieron palo de tinte en Santo Domingo y Cuba y lo protegieron mediante prohibiciones de que se importara de otras procedencias, pero el fraude y la escasez obligaron en 1548 a declararlo libre; la producción se centró finalmente en la península de Yucatán. El palo fue más importante en Brasil: en los viajes de reconocimiento posteriores a 1501 se obtenía de la población indígena a cambio de facas, hachas y otros productos. Desde 1504 los portugueses instalaron la primera factoría y en el XVI, a lo largo de la costa se fue haciendo una cadena de puestos comerciales, de modo que el palo fue el producto fundamental. La Corona tenía el monopolio, como en África, pero el rey don Manuel lo arrendó a un consorcio de Fernando de Loronha de 1502 a 1505, cuyo resultado fueron unos diez barcos que volvieron de Brasil con palo y esclavos; renovado el arriendo por diez años en 1505 a otro consorcio de Loronha, se comercializaron 20.000 quintales anuales de palo a cambio de cuatro mil cruzados de renta anual y de que el rey prohibiese la importación del palo de Asia. Dado el lucro obtenido, en 1515 la Corona retuvo la administración directa y en 1516 envió una expedición para eliminar el contrabando de los franceses, interesados en tintes para su industria textil; fueron inútiles los intentos diplomáticos para anular esta transgresión, de modo que Portugal intentó evitar que abriesen factorías en Brasil, estableciendo en 1534 las capitanías donatarias. El palo se enviaba a Lisboa y de ahí a Ámsterdam desde donde pasaba a toda Europa como polvo para tinte. Sin embargo, los colonos se dedicaron al azúcar y desde los 1540 el palo pasó a segundo plano, y su final fue también el de las factorías.
Otro producto tintóreo, la hierba pastel, sustituyó al azúcar a comienzos del XVII en las islas Azores, pero en la segunda mitad de ese siglo. Los nuevos productos como el índigo de Guatemala o la cochinilla de Oaxaca abrieron nuevos espacios económicos porque rentabilizaron mejor la mano de obra existente: sirvieron a muchas comunidades indígenas para aliviar el peso de la dominación colonial reorganizando la producción y esto les permitió conservar su cultura y costumbres, ya que, a diferencia de los otros productos, se mantuvo una relación diferente gracias a una mano de obra escasa y una producción de alto valor. Los indios mesoamericanos y andinos revelaron su capacidad de adaptación al comercio ibérico gracias, a sus capacidades artesanales textiles en los que aplicaban sus tintes naturales (MacLeod, 1973).
Por lo que respecta al tabaco, conocido en Europa desde la llegada de los españoles, su cultivo comercial se inició a fines del siglo XVI en varias zonas entre el Caribe y del río Orinoco, con el objetivo de asentar a los colonos y de obtener ingresos fiscales de un consumo creciente. En Santo Domingo en 1605-6 ya había 95 estancias tabaqueras solo en la jurisdicción de Santiago de los Caballeros. En1606 la monarquía hispánica prohibió que se cultivase en otras islas para reducir el contrabando de ingleses, holandeses y franceses, pero por entonces la provincia continental de Caracas exportaba ya unas 130.000 libras. Las cifras menguaron mucho desde la prohibición, pero en 1620, las principales zonas de cultivo eran ya la isla de Trinidad, Cumaná, Guayana y Barinas, y estaba consolidado en Cuba, La Española, Puerto Rico e isla Margarita. La monarquía hispánica estableció con el tabaco su primer monopolio en 1620, y en ese año se creó la primera fábrica en Sevilla, una política que se continuó en el XVIII con los Borbones. Durante dos décadas fue, después del vino y junto con el azúcar, la exportación más importante a Inglaterra, y el aumento del consumo fue clave en la recaudación fiscal de fines XVII, a pesar de la caída del precio provocada por la competencia de otras zonas (Luxán & Figueiroa, 2019).
El tabaco era el segundo producto de Brasil. El mejor se remitía a Lisboa en régimen exclusivo, pero se permitía que el peor se cambiara por esclavos en África, donde llegó a ser muy consumido; unos cuatrocientos barcos cruzaron de Baia -donde se producía el 90%- a África de 1680 a 1710, y los negreros de La Rochelle hacían escala en Lisboa para cargarlo porque en África, los negreros brasileiros lo valoraban más que al oro. En 1710-20 la producción brasileira alcanzó 135.000 rulos, pero descendieron a 76.200 en 1741-50, y el tabaco de Brasil ya solo pasaba por Lisboa. Por entonces era el cultivo más importante en la América británica, esencial en Virginia; el cultivo tabaquero sirvió para asegurar el éxito del asentamiento inglés, iniciado desde 1620 al Este del Caribe. Virginia exportó 28 millones de libras en 1700 y 80 en 1740; después de ser elaborado en Inglaterra, el 85/90% se reexportaba, por lo que la circulación de este producto era mundial (Pagan, 1979; Kulikoff, 1986, McCuster & Menard, 1985).
El cacao se cultivaba en México antes de la llegada de los españoles, pero tras la conquista se hizo insuficiente y hubo que importarlo de Venezuela y Ecuador, donde aumentó mucho la producción. El consumo creciente -a mediados del XVII ya era importante en España, Inglaterra y Holanda- y la menor necesidad de mano de obra que el azúcar, hicieron que la superficie dedicada al cacao fuese importante. La producción centroamericana, que alcanzó su auge en 1696/1700, fue prioritaria hasta que Venezuela le hizo la competencia. En 1720, Venezuela tenía más de 4,5 millones de árboles y entre 1700 y 1756, salieron de allí 2.235.278 libras: 27% hacia España, 42,2% a México y 30.2% de contrabando, vía Curaçaco a Ámsterdam, a donde llegaron en el mismo período y por la misma vía más de medio millón de arrobas de origen indeterminado, 127.310 de Puerto Rico y 56.437 de Barinas (Dand, 1996).
En cuanto a la ganadería, los españoles llevaron a América caballos, mulas, asnos, vacas, bueyes, ovejas y cerdos. Su desarrollo se produjo en territorios secundarios y poco habitados, donde podían criarse en libertad, y esto ayudó a cubrir el déficit de energía humana, lo que favoreció la colonización en el siglo XVI, y, en sentido contrario, el uso del caballo y de los bovinos permitió a los nómadas frenar el avance ibérico en áreas periféricas. Con los repartimientos forzosos, prosperaron las estancias de labor y las haciendas de ganado, que tendieron a cerrarse, y apareció una verdadera casta de señores de ganado. Bajo Felipe II se produjo en España el auge de los cueros procedentes de Antillas, Nueva España, Honduras y Tierra Firme, decayendo desde 1564/65. El principal desarrollo se dio en México, donde se pasó de quince mil bovinos en 1532 a un millón en 1620.La modalidad mejicana se extendió al Sur, en especial al Plata y a Brasil. A este territorio, la ganadería llegó desde Cabo Verde en 1533/34 y fue estimulada por los portugueses; bueyes y caballos eran necesarios para la tracción en los ingenios del azúcar, para carne y sebo, pero para no perder tierra cultivable con caña, se llevaron a las zonas de costa donde no había ingenios y se conquistaron tierras en regiones de los indios (Paraiba en 1574/87, Rio Grande do Norte en 1590). Brasil produjo pieles en bruto en las capitanías del Sur y exportó ganado para Portugal y África. La producción de pieles fue muy importante en las regiones del Plata, y su exportación fue creciente, pero más en el siglo XVIII que en el período que nos ocupa (Escobari & Mauriño, 1995).
El éxito comercial de las exportaciones de bienes importantes para Europa produjo en América Sur y en el Caribe una intensa transformación que luego se amplió a la América británica. Para los productos mayoritarios se desarrolló una red de comercialización que en el caso español se amparó bajo un régimen de monopolio; en el de Portugal, de control sin monopolio, y en los países emergentes, como Holanda, por medio de compañías protegidas. Finalmente, debe tenerse en cuenta que, a la sombra de esos productos se favoreció la distribución en el Atlántico de otros menores -textiles, hierro, especias-; que el éxito de las plantaciones en América favoreció el consumo local de pescado y de otras cosas; que las colonias americanas compraban barcos y que el mercado americano fue cada vez más importante, y que América se integró en una red intercontinental debido a su importancia en la circulación de mercancías.
A modo de conclusión: las rutas de la circulación intercontinental
Los análisis económicos sobre el impacto americano centraron en el Atlántico la mayor atención, por la importancia de la incorporación de América a un sistema preexistente, modificando de forma drástica su estructura y funcionamiento, y porque África se veía solo como lugar de paso hacia Asia y como proveedora de esclavos. América producía azúcar, algodón y otros bienes que se exportaban a Europa occidental para ser consumidos o convertidos en manufacturas y estos a su vez eran enviados en parte a África para pagar los esclavos importados por América para cubrir su déficit de mano de obra. Esa configuración fue la consecuencia de las exploraciones del siglo XV y del XVI, y se basó en interconexiones anteriores a 1492, fecha desde la cual se generó una compleja red de interdependencias. En la actualidad se subraya que las conexiones eran mucho más amplias, al menos en la primera mitad del XVIII, cuando, por ejemplo, los textiles que se cambiaban por esclavos en la costa oeste de África eran hechos en India, y las manufacturas europeas podían ser cambiadas por vestidos hindúes, más apropiados para los gustos y el clima africano.
Por otra parte, el creciente interés en estudiar África y Asia ha ido reajustando el papel jugado por América. La conexión abierta por Magalhâes y Elcano por el Sur de América no tuvo los mismos efectos comerciales que el paso por el Sur de África abierto antes por los portugueses. La incorporación de Filipinas fue más relevante a efectos mercantiles, en especial desde el establecimiento del Galeón de Manila, la nave anual que desde 1600 atravesó el Pacífico uniendo dos espacios económicos diferentes. Pero la conexión de América con Asia través de ese océano era difícil porque no se conocía bien y porque todavía no se había penetrado en los continentes. La seda de China era uno de los productos fundamentales del tráfico Acapulco-Manila -su apogeo se situó en 1604/20- y gran parte de los productos llegaba de Acapulco a la costa Este de América y de ahí a Europa, pero decayó con el declive de la plata americana y con la competencia holandesa, y la seda solo se consumió ya en la América española (Bonialian, 2014).
Las rutas de ese lado del Pacífico fueron muy activas, cambiantes y marcadas por la creciente importancia de holandeses e ingleses (Games, 2015). Los portugueses fueron obligados a admitir a los ingleses en Macao en 1584 y luego a otros extranjeros que emplearon ese territorio como mercado de té, porcelana, seda y oro. Los holandeses se establecieron en Japón en 1609 y en 1622 tomaron las islas chinas; para recuperarlas, en 1624 los chinos les concedieron la libertad de comercio en Formosa, y desde donde los holandeses interceptaron el tráfico entre China y Filipinas y el de seda hacia Europa. Los españoles lograron restablecer las comunicaciones con Macao y en 1629 abrieron un puerto en Formosa, que fue ocupado por Holanda (1642) y, tras tomar Macao, los holandeses se adueñaron del comercio con China hasta 1662. El cambio del oro era muy favorable en China: franceses, ingleses y holandeses adquirían plata en América del Sur a través del contrabando y la cambiaban por oro en Cantón. Desde 1702, todos fueron autorizados a estar en Cantón a cambio de fuertes tasas y China controlaba ya el comercio (Veen & Blussé, 2005).
Para el comercio global, la ruta oriental era mucho más activa, no en vano Asia y África mantenían una conexión antigua con Europa. En su avance hacia el Sur bordeando la costa africana, los portugueses cruzaron el Ecuador en 1471, pero su mayor logro fue la apertura de la ruta meridional, que integró a África en los circuitos intercontinentales: de África, enviaban esclavos a Europa; colonizaron Madeira, Azores y Cabo Verde para explotar maderas, miel, trigo, vacas, y aprovecharon la situación estratégica de las Azores en las rutas oceánicas. Al producirse estos hechos casi en paralelo con la primera prospección de América, se abría la posibilidad de una conexión intercontinental, aunque económicamente no fue rápida ni intensa.
La Corona portuguesa pretendió controlarlo todo, pero era una tarea casi imposible. En África se producía una competencia por los precios y no podía evitarse la acción de los comerciantes sin licencia. Además, la mencionada concesión papal de 1455 fue cuestionada por Castilla, que conquistó Canarias. Los embajadores portugueses luchaban por el monopolio para asegurar los beneficios de sus comerciantes; pero para sostenerlo, la Corona tenía que asumir la costosa seguridad y la supervisión, de modo que la participación privada y de oficiales de gobierno colaboró en diluir el monopolio. La navegación en el Atlántico Sur se hizo arriesgando pequeños capitales y la Corona portuguesa aportó capital y patronazgo para dominar la actividad, en lo que participaron comerciantes ricos y oficiales de gobierno. La Corona no tenía aspiraciones territoriales sino de hacerse con espacios económicos, de modo que solo se establecieron factorías para regular el comercio; la incursión militar y la conquista de Angola, resultado de una disputa comercial que derivó en guerra en 1579, fue una excepción. Por otro lado, desde fines del siglo XV, los portugueses tenían que negociar y sobornar a los poderes locales y a lo largo del XVI tuvieron que negociar. África estaba fragmentada pero los estados africanos jugaron un papel en el comercio limitando actuaciones europeas, beneficiándose de la competencia entre sus propios comerciantes, y poniendo obstáculos legales y técnicos entre los vendedores europeos y los compradores africanos, mientras que grupos locales se beneficiaban de las novedades derivadas de la competencia entre los estados europeos.
En el siglo XVI, los portugueses tuvieron un éxito relativo en excluir a los extranjeros, pero era imposible mantener el poder en el mar porque los africanos no eran sus súbditos y mantenían relaciones con comerciantes de otros países. Cada estado europeo consideraba que podía imponer su jurisdicción y ejercer un monopolio para evitar riesgos a sus comerciantes, obtener beneficios y asegurar un comercio continuo. Eso fue lo que hizo Holanda, cuyos ataques al monopolio portugués se sustanciaron en el último tramo del XVI con el pretexto de que Portugal había sido absorbido por España en 1580. Basándose, además, en la libertad de los mares, las compañías holandesas -después de haber atacado Brasil en 1624-, se hicieron con Angola en 1641 y con Santo Tomé en 1647. Hacia 1660, holandeses e ingleses dominaban la Costa de Oro. Como los portugueses, los holandeses intentaron emplear su capacidad militar para limitar la competencia e incrementar su beneficio, pero no pudieron hacerlo ante la competencia de ingleses, suecos, daneses, etc.
Es decir, África era objeto del interés de todos. Ese continente hasta 1650 compró hierro a portugueses y holandeses, y los primeros comerciaban también textiles de Kongo Este para exportar al Este de Angola, y Costa de Oro importaba a mediados del XVII unos veinte mil metros anuales de telas de Europa y Asia. A su vez, África exportaba bienes semi-manufacturados a Europa, incluso textiles que eran comprados por su exotismo (Searing, 1993). La situación de África se modificó a fines del siglo XVII en beneficio de los ingleses. En África occidental fundaron una compañía (1618), en 1631 establecieron puestos en Senegambia y en 1660-1670 se creó la Royal Adventurers into África, con monopolio de comercio desde Senegal a Buena Esperanza; en 1672-1708/13 existió la African Co. of England, para controlar el tráfico triangular atlántico, aunque las pérdidas de hombres y mercancías fueron enormes por falta de experiencia y de medios. Portugal cedió Tánger a Inglaterra en 1662 y los ingleses se hicieron fuertes en Marruecos. Gracias al Tratado de Utrecht, Inglaterra controló Sierra Leona, los holandeses, Costa de Marfil y Francia, Guinea. Sin embargo, lo más importante de ese tratado es que Inglaterra se hacía con el asiento de negros y obtuvo de España el “navío de permiso”, es decir, el derecho de llevar quinientas toneladas anuales de mercancías a las ferias de Veracruz y Cartagena. Sin embargo, el contrabando era la principal fuente de beneficios para los ingleses.
En cuanto a Asia, la Carreira da India de la Corona portuguesa dominó el paso africano en el siglo XVI, pero fue apartada por la Compañía inglesa de las Indias orientales -creada en 1600, refundada en 1657 y 1693, y sucedida en 1709 por la United EIC-, y por la VOC holandesa, a las que se unieron la Danish East India Co (1616-50) y la francesa Compañía de Colbert (1664), entre otras. Según los cálculos de J. De Vries (2003), de 1500 a 1510, 150 barcos portugueses partieron de Europa a Asia (171 de 1470 a 1510) pero el número decayó pronto (1511/20: 96; 1521/40: 80/81; 1571/80: +50), y desde 1621-30 la decadencia se acentuó. Holanda llevó el movimiento inverso: en 1591/1600 envió 65 barcos, 238 en 1661-70, 280 en 1701-10, 382 en 1721-30, aunque se estancó después. En cuanto a Inglaterra, se incorporó poco antes de 1600 y vivió un aumento constante hasta 1671-80 (124 barcos), llegando a 180/190en 1750. Francia no fue importante hasta 1661-70, cuando envió 24 barcos, pero llegó a 109 en 1731-40 y a 124 en 1741-50. Dinamarca pasó de 6/12 en el siglo XVII, a 18 en 1700/10 y 33 hacia 1750, etc. O sea, en el siglo XVI se pasó de 151barcos en 1500-10 a 50 en 1560-70 y se recuperó desde los años ochenta, creció en el XVII y en la primera mitad del XVIII hasta llegar a setecientos barcos en 1741-50 (Flyn, et al., 2003).
En 1580/1620 el monopolio de Portugal quedó muy mermado por las compañías inglesa y holandesa. En el siglo XVII la zona de expansión era el océano Indico, donde cambiaron las condiciones políticas, antes favorables a los portugueses: en 1621, holandeses e ingleses los expulsaron de sus puertos, en 1622 de Ormuz, en 1641 de Malaca, en 1655 de Colombo… lo que les supuso pérdidas enormes. Durante nuestro período fue Holanda y no Portugal, la que destacó en el tonelaje movilizado. Entre 1500 y 1795 pasaron El Cabo 10.785 barcos y 6.731.745 toneladas y retornaron 7.737 barcos y 5.052.327 de toneladas (un 75%). Lo más llamativo es que el volumen de comercio entre Europa y Asia no sufrió regresión a mediados del XVII, cuando Europa estaba en plena crisis, sino que después de una decadencia en 1620-30, el volumen comercial evolucionó positivamente, contradiciendo la crisis europea (De Vries, 2003).
En los siglos XVI y XVII, Asia remitía a Europa pimienta y otras especias, y sedas. La pimienta era el 83% del peso de los bienes que llegaban de Asia a Lisboa en 1548 y el 60% en 1603. Pero el dominio acabó en poder de la VOC holandesa: en 1619/21, del valor de sus compras en Asia, las especias eran el 17,5%, 56,5% la pimienta y 16% los textiles; en 1648/50, pimienta y especias sumaban el 68%, pero en 1668/70 solo el 42,5%, y en 1698/1700 apenas el 23%: es decir, el descenso de la pimienta y las especias fue compensado con el crecimiento de los textiles asiáticos. Las ventas en Ámsterdam eran mucho más valiosas: en 1648/50: el 26,3% correspondía a las especias, el 32,8% a la pimienta y el 17,5% a los textiles; a fines del XVII: 24,8%, 13,2% y 43,4% en cada caso, pero se unían ya nuevos productos, como el té y el café con un 4%, que en 1738/40 sumaban una cuarta parte del valor. El control de la VOC sobre las especias se debió, sin duda, al control sobre los precios. Sin embargo, la posición estratégica de las especias en el comercio asiático, los ataques al transporte, la sensibilidad política de las exportaciones desde Europa, y el hecho de que fuese un comercio a cambio de plata, comportaban riesgos, lo que condujo a conseguir alternativas.
Holanda vendió poco en Asia, que se autoabastecía, y subsistía con el comercio inter-indico y gracias a las factorías del Índico y del Pacífico. La VOC aprovechó el comercio intra-asiático para hacerse con plata -Japón la tenía- y llevaba manufacturas europeas y medios de pago para europeos asentados en Asia. El algodón de la India fue el relevo desde 1660: los calicoes eran importados como productos de lujo por los holandeses, ingleses y franceses, de modo que entre 35 y 40 millones de yardas iban a Europa y en 1684, la compañía inglesa de la India importaba 45 millones. En 1700, esos textiles estaban por toda Europa y por América. En cuanto a Inglaterra, creó la flota del Índico en 1601 y los comerciantes crearon la Compañía de las Indias Orientales para traficar especias, pero los tratados con España lo impedían. Su actividad fue limitada hasta 1672, si bien instalaron factorías por todas partes. Exportaban a Europa índigo y telas de algodón, salitre, pimienta… a cambio de paños finos, plomo, estaño y monedas de plata. La compañía obtenía grandes beneficios del comercio inter-índico y en 1661 se reservó el tráfico Inglaterra-India y abandonó el inter-indio a los particulares. En la primera mitad del XVIII importaba algodón en hilo, seda, calicó, te y café. Por su parte, Francia en tiempos de Enrique IV tuvo su propia Compañía de las Indias orientales (1604), que no prosperó; se revitalizó en tiempos de Luis XIII y se crearon otras como la Compañía de Oriente, que ocupó las islas de la Reunión. En el reinado de Luis XIV, el ministro Colbert abrió otra compañía en 1664 con intención de poblar Madagascar, lo que no llegó a hacerse (Roulet, 2017).
En definitiva, el comercio en el Índico era muy complejo, pero constituyó una economía de verdadera circulación, ya que no se invertía allí, y solo se puede decir que era colonial porque todo el beneficio iba a parar a las metrópolis. La diferencia con América es evidente, como también lo era el hecho de que África y Asia no fueron pobladas por europeos, sino que estos mantuvieron espacios concretos con finalidades comerciales, sin asentarse, mientras que miles de hombres y mujeres procedentes de Europa pasaron a América para vivir allí. En definitiva, entre fines del siglo XV y mediados del siglo XVIII, el comercio vinculó a los cuatro continentes conocidos en una economía cada vez más conectada, y lo mismo sucedió con el intenso trasiego humano voluntario, semi-libre o forzado, que los puso en relación desde todos los puntos de vistas.
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- Proyecto de investigación Culturas urbanas: las ciudades interiores en el noroeste ibérico, dinámicas e impacto en el espacio rural, HAR2015-64014-C3-3-R, financiado por la Agencia Estatal de Investigación y Fondos Feder (Unión Europea).↵