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Educación y política
en tiempos de crisis

La monarquía hispánica durante el reinado de José I (1808-1813): Manuel Narganes entre ideas y acciones

Sebastián Perrupato[1]

Introducción

Pensar la “pedagogía política”[2] en el contexto revolucionario francés con obras del talante de Rousseau o Condorcet no parece traer inconvenientes. En cambio, llevarlas a una realidad española con características que algunos autores han dado en llamar “contrarrevolucionarias” (Moliner Prada, 2008). Es un poco más complejo. Ciertamente, la apropiación que los intelectuales españoles hicieron de los discursos e ideas francesas intentaron vaciar de contenido “político” a la pedagogía, pero no cualquier carácter político, sino aquel que se asociaba a la Revolución que se quería evitar.

La pedagogía española tenía mucho de político, empero la forma de concebir la política en la España de la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX difería de la forma democrático liberal que había caracterizado la pedagogía de la Revolución. Indiscutiblemente estamos ante dos modos distintos de concebir no solo la política sino también el proyecto de “nación”.

En este sentido, ilustrados de diferente origen contribuyeron a pensar la pedagogía política española de un modo distinto. Empezando a pensar en la posibilidad, aunque muy remota todavía, de formar un sistema educativo “nacional”. Jovellanos (1809), por citar solo el ilustrado más representativo en lo que a reformas pedagógicas se refiere, escribía en sus Bases para la formación de un plan general de Instrucción pública sobre la necesidad de lograr la uniformidad de la enseñanza en todas las regiones, con el mismo método y los mismos textos.

El tratado de Fontainebleau posibilitó la entrada en España no solo de las tropas francesas y la coronación de José I, sino una serie de ideas consideradas “modernas” que pululaban los aires europeos, pero cuya llegada a la península fue más bien sesgada en el siglo precedente. La Monarquía hispánica se sumió en una crisis sin precedentes que dividió la política en dos: por un lado, quienes defendían la intromisión del Rey extranjero bregando por la modernización política y científica que se pensaba traería consigo. Por otro lado, a liberales y absolutistas que se habían unido en una suerte de alianza tácita cuyo fin era desterrar a José I. En este contexto, muchos intelectuales plantearon la necesidad de reformar la educación desde diferentes ópticas, pero con un objetivo en el que parecían coincidir: la articulación de un sistema de enseñanza.

El presente trabajo pretende analizar la educación en el interregno de José I a partir de los escritos de Manuel Narganes y Posadas. En sus Cartas sobre los vicios de la Instrucción Pública en España y Proyecto de un plan para su reforma (1809) este ilustrado -frecuentemente tildado de afrancesado- pasó revista del estado general de la educación en la Monarquía Hispánica proponiendo líneas de superación que nunca llegarán a concretarse. El análisis de sus obras nos permite pensar en la forma en la que muchos intelectuales se hicieron eco de las ideas circulantes de la época y las usaron en la evaluación del estado de situación en que se encontraba la Monarquía, después de todo ese era el fin para el cual Narganes había sido designado por el entonces ministro del interior para integrar la Junta de Instrucción Pública durante el gobierno josefino.

Algunos antecedentes

En algunos trabajos previos identificamos diferentes ejes sobre los cuales se articuló la producción historiográfica de la educación en la Monarquía Hispánica durante el interregno bonapartista (Perrupato, 2015, 2016). En primer lugar, encontramos trabajos que plantean el período a partir de las continuidades y rupturas. Ya sea como una continuación de las propuestas reformistas del siglo XVIII[3] o como los orígenes del primer liberalismo.[4] En segundo lugar, identificamos algunos artículos que entienden la educación en el período a partir de las reformas: ya sea por aquellas que llevaron adelante José I y sus ministros o las que intentaron implementar las Cortes (Martínez Navarro, 1990; Bertomeu Sánchez, 2009; Estrada, 1979; Espigado Tocino, 1995). Otra parte de los trabajos, más centrados en la pedagogía política revolucionaria, ha focalizado su interés en los medios de enseñanza como los catecismos políticos o catones (Capitán Díaz, 1978; Ruiz de Azúa, 1989; Sánchez Hita, 2003; Sotes Elizalde, 2009). Finalmente, algunos artículos y libros han centrado su interés en actores políticos como Cabarrús, Jovellanos, Meléndez Valdez, Peñalver, Quintana, entre otros, siendo la figura de Manuel Narganes una de las menos trabajadas.[5]

Evidentemente el reinado de José I sigue siendo como ha sostenido hace algunos años Natividad Araque (2009): “un periodo caracterizado por un vacío historiográfico en materia educativa y científica, a pesar de las importantes aportaciones que se realizaron en un espacio de tiempo tan breve” (p. 2). En este sentido, se hacen necesarios nuevos estudios que entiendan el período como una charnela entre la tradición y la modernización. Con avances y retrocesos en materia educativa, la crisis de la Monarquía hispánica tuvo efectos negativos para la escolarización,[6] al mismo tiempo las ideas políticas sentaron las bases del liberalismo educativo del siglo XIX que se vio cristalizado en la ley Moyano de 1857.

Manuel Narganes: ¿un pedagogo afrancesado?

El 17 de octubre de 1809 José I nombraba a Manuel José Narganes de Posadas Director del Real Colegio establecido en lugar de las extinguidas escuelas Pías de San Antonio en Madrid.[7] ¿Qué importancia tenía este acontecimiento para que apareciera en la Gazeta de Madrid tres días después? ¿Cuál era la importancia de este centro educativo? ¿Por qué José eligió a Narganes como director?

En cuanto a la importancia del acontecimiento debemos entender que, esta medida formaba parte de una serie de disposiciones que tendieron a la secularización de muchos institutos de enseñanza. En este sentido, la decisión de publicación oficial no hacía más que dar cuenta de un proceso (el de la desamortización de los bienes eclesiásticos) que la Gazeta parece seguir de cerca. Por otro lado, es de pensar que este colegio de la capital española era de singular importancia para la educación de los madrileños al tiempo que daba cuenta que el francés tenía en sus manos el centro político de la Monarquía.

La tercera pregunta es un tanto más compleja, Narganes (1809) fue uno de los más entusiastas adeptos al nuevo gobierno, no vacilo demasiado en ponerse al servicio del que consideraba “un gobierno paternal e ilustrado” (p. 63). Sus Cartas… escritas en tiempos de Carlos IV son impresas en 1809 con la esperanza que sus observaciones puedan ser de ayuda “Al gobierno en la reforma que medita” (p. 5). Por su parte, José I seguía de cerca la trayectoria de Narganes quien, según Ruiz Berrio (1983), aparece también en una lista de posibles miembros de una Academia Nacional que quería fundar el monarca “intruso” que había reconocido en él, junto con otros intelectuales, a “hombres de talento y dedicados a este ramo” (p. 12).

Catedrático de Ideología y literatura española en el Colegio de Sorèze, Manuel Narganes, se nutrió de las corrientes renovadoras que, en torno a la filosofía, la política y la pedagogía, se gestaron en Europa. Esto le valió el mote de afrancesado[8] y lo convirtió en un partidario de la abolición del régimen feudal, de la instauración de uno constitucional y de la necesidad de libertad de cátedra.

El proyecto de reforma del periodista español, se encontraba detallado en su obra Tres cartas sobre los vicios de la instrucción pública en España y proyecto de un plan para su reforma, escritas en 1807 y publicadas en Madrid luego de la asunción de José I.

La primera de las cartas detallaba todos los males que azotaban la Monarquía en cuestión educativa. Definiendo la educación como “una de las primeras necesidades de un estado” se lamentaba por el “miserable estado de la educación pública” (Narganes, 1809, p. 9), lo que lo impulsaba a idear nuevos proyectos de mejora que permitieran la mejora.

De todas, la educación primaria es la que para el autor merecía las mayores críticas, apuntando a los métodos, los contenidos e incluso a la formación de los docentes. Narganes era categórico al respecto: “No hay educación primaria en España; la que hay no merece tal grado de nombre” (Narganes, 1809, p. 25). Sin embargo, la crítica avanzaba sobre otros niveles de enseña, así, compartía con gran parte de los ilustrados españoles su desprecio por la universidad a la que definía como:

La reunión de un gran número de maestros que enseñan en balde la filosofía, la Teología, el Derecho, la Medicina, algunas lenguas muertas, y tal vez un poco de Matemáticas (…) el método de enseñar, la elección de maestros, la disposición y abandono de los discípulos es y ha sido siempre lo mismo, y jamás se ha cogido ni se cogerá el fruto que debiera esperarse de tan costosos establecimientos (Narganes, 1809, p. 32).

De este modo, la instrucción pública aparecía como un asunto que, por derecho y obligación, competía al gobierno, el cual debía ejercer su dirección, inspección y control; los particulares podrían entonces establecer escuelas siempre que se sujeten a las “leyes y ordenanzas generales”. Se proponía que la instrucción pública se organizase en un sistema uniforme, orgánicamente estructurado. La propuesta, aunque publica no era universal, de hecho, cada grado debía estar orientado a las funciones que los individuos tenían en la sociedad:

hay pues una educación general que el Gobierno debe a todas las clases y a todos los individuos de la sociedad. Otra a que solo tienen derecho los que por su nacimiento o sus riquezas deben tener una influencia más inmediata en el bien o en el mal de los otros. Y otra que solo se debe a los que se destinan a ejercer ciertos empleos, y a desempeñar ciertos cargos que requieren conocimientos más profundos, y una instrucción más particular de tal o tal ciencia (Narganes, 1809, p. 92)

Esta división, que el autor fundaba en lo que consideraba “la naturaleza misma de la sociedad”, se debía dividir en tres niveles o clases de instituciones: las escuelas primarias, de enseñanza general; las secundarias o de instrucción general y las escuelas especiales o de instrucción particular.

La estructuración de la enseñanza en tres niveles le permitía un mayor control a cargo de un director general de los estudios del reino quien además sería director de la universidad central y al mismo tiempo presidiría el Consejo de instrucción pública integrado por profesores de la universidad. Si bien es cierto que esta propuesta no llego a hacerse efectiva hasta 1857 con la llamada Ley Moyano, su idea da cuenta de la necesidad de un mayor control desde el Estado.

El contexto de disgregación política que había generado la irrupción napoleónica, la multiplicidad de juntas y la amplitud del imperio español hacía necesario un control efectivo y centralizado de la educación por parte de la Monarquía. La función de controlar y regular la educación debía entonces garantizar la presencia del Estado en la educación.

La propuesta de Narganes era, en este sentido, fuertemente centralizadora al tiempo que dejaba en manos del gobierno gran parte de las decisiones tanto pedagógicas como disciplinares. Así “los maestros de las escuelas primarias, secundarias y especiales serian nombrados por el gobierno”, al tiempo que este debía hacerse cargo de la selección de los contenidos y los materiales de estudio (Narganes, 1809, p. 139).

Quizás esto motivó a José I el acercamiento a Narganes, pero sin dudas no fue lo único, evidentemente también hay cierta identificación con un proyecto que tenía mucho de las ideas francesas.

Parte esencial de proyecto avanzaba sobre la educación intermedia. La propuesta de cerrar todas las universidades estableciendo una central daba paso a la necesidad de crear en su lugar instituciones que asegurasen la instrucción de la juventud. La dependencia con los proyectos franceses era clara y el autor no dudaba en ponerlo de manifiesto: “Así lo han creído todas las naciones cultas; y el Gobierno francés en lugar de levantar de nuevo las universidades destruidas por la revolución, acaba(ba) de fundar en su lugar colegios bajo el nombre de liceos” (Narganes, 1809, p. 104).

La educación secundaria, como el mismo autor la denomina, aunque publica no estaba pensada para todos los sectores de la sociedad, los pobres no podían participar de este nivel de instrucción que, por otra parte, era pago. La formación que se debía impartir en estas escuelas era una educación integral con un fuerte énfasis en las ciencias exactas y experimentales. En sus siete cursos incluía matemática, lengua y literatura nacional y extranjera, física, historia, geografía y moral, siendo los dieciocho años la edad promedio de egreso estipulada.

El proyecto presentado en Tres cartas sobre los vicios de la Instrucción Pública sostenía la necesidad de una educación centrada en las “ciencias útiles” por lo que se suprimían las cátedras de latín, teología y lengua castellana y se bregaba por “aumentar los maestros de ciencias útiles y disminuir hasta la extinción los estudios inútiles y por consiguiente dañosos” (Narganes, 1809, p. 47). Se introducían algunas reformas metodológicas y nuevos contenidos que buscaban la máxima difusión de lo útil y lo práctico.[9]

Un sistema de educación en que se acostumbre a los niños a no formar juicios sin examinar escrupulosamente las ideas que los componen, a no emplear palabras que no correspondiesen a otras tantas ideas, y a no adoptar ciegamente las opiniones de los otros sin examinarlas primero sería sin duda el sistema más perfecto y el más propio para formar hombres (Narganes, 1809, p. 83)

Para conseguir este pensamiento crítico el autor echa mano a las diferentes disciplinas que componen el árbol de la ciencia de Bacon a quien sigue de cerca en sus escritos. Velando por la integración de las ciencias humanas tanto como las naturales. La propuesta de Narganes parecía coincidir con los fines seculares que, como mencionamos, perseguía el gobierno josefino:

La nueva sociedad no necesitaba ser inspirada por la Iglesia, tenía al Estado. Este se presentaba como el demiurgo soberano, exclusivo y absoluto del nuevo orden. Su legitimidad emanaba de la concepción inmanentista de la naturaleza; su fuerza, se apoyaba en el Derecho, en el mito de la razón y en el progreso; su fin, en la felicidad secular de sus ciudadanos (Negrin Fajardo y Vergara Ciorda, 2009, p. 192).

Es en esta línea que la propuesta trabajaba sobre los seminarios conciliares, considerados por el autor una de las instituciones en la cual se deben operar las mayores reformas. Estos debían pasar a formar parte de la educación que impartía la Monarquía quién además fijaría un número máximo de alumnos cuidando que quienes siguieran la carrera eclesiástica “no exceda(n) las necesidades religiosas de cada diócesis” (Narganes, 1809, p.127).

Esto implicaba un gobierno mixto entre la Monarquía y la Iglesia, siendo la primera la encargada del control y la definición de los contenidos y la segunda la encargada de impartirlos. En este esquema las ciencias útiles hacían su incursión en los seminarios conciliares “en ellos, bajo la inspección del gobierno y dirección de los obispos, se formen e instruyan en las ciencias útiles los que han de ser los maestros de la religión y de la moral pública” (Narganes, 1809, p. 47).[10] Aunque no excluían los saberes básicos de la formación clerical “Sagrada escritura, libros santos y formas de administrar los santos sacramentos, especial en de la penitencia y canto, computo, ceremonias éticas y otras semejantes” (AHN, Consejos, exp. 549).

La formación en los seminarios debía ser lo más ortodoxa posible, evitando avanzar sobre los dogmas de la fe. En este sentido no todas las ciencias debían estar permitidas.

También es conveniente sepan los seminaristas, que si alguna ciencia se les ha prohibido, ellos jamás se deberán divertir, ni ocupar en ella en perjuicio de la que pertenece y mira a su estado, porque hay ciencias útiles a ciertas personas destinadas a tales estados, que cansan aquellas, que no lo están (FUE, Sobre el establecimiento, f. 12).

Una preocupación fundamental radicaba en convertir a la Teología en “una ciencia útil y de lo posible exacta”. En definitiva, se trataba de que, por medio de una buena enseñanza,[11] se adquirieran los conocimientos suficientes para “contribuir a la Ilustración pública y el hábito de vivir bajo una disciplina severa y proporcionada a la santidad del estado” (Narganes, 1809, p. 130). Se trataba de transformar los seminarios conciliares en parte de una instrucción pública, unificada y secular. Esto ha de haber sido visto con buenos ojos por un gobierno sediento de legitimidad política.

Finalmente, como mencionamos con anterioridad la propuesta del autor incluía la necesidad de establecer una universidad central en la que se formen todos aquellos que fueran a ejercer la docencia. “Ninguno podrá ser profesor en las escuelas secundarias del reino, ni tampoco en las especiales, inclusos los seminarios, sin haber pasado lo menos dos años en la universidad central” (Narganes, 1809, p. 134).

Algunas reflexiones finales

La propuesta educativa de Narganes tenía una clara correspondencia con las ideas francesas. Sin embargo, no podemos negar la circulación de su obra y la lectura que de ella tuvieron muchos otros intelectuales del período, por algo Narganes fue nombrado miembro de la Junta que tenía por objetivo la elaboración de un plan de educación durante el gobierno josefino. Su nombre aparece entre los ilustrados que no dudaron en ponerse al servicio del monarca intruso, él como Cabarrús, Menéndez Valdez o Peñalver entre otros, fue parte de un grupo de intelectuales que, coherentes a sus ideas, prefirieron apoyar el gobierno francés.

La propuesta de Narganes tornaba claras algunas cuestiones que se venían desarrollando en muchos de los discursos ilustrados y que al mismo tiempo fueron parte de las ideas que circulaban en Europa. En primer lugar, la importancia de articular un sistema educativo centralizado y público; en segundo lugar, la preponderancia de las ciencias útiles tanto las experimentales como aquellas tendientes a generar una unidad nacional como la Literatura, Historia y Geografía; y en tercer lugar, un proceso de secularización de la enseñanza que no solo reducía el lugar de la religión en los planes de estudios sino que avanzaba sobre la formación religiosa intentando que los sacerdotes se conviertan en agentes del estado.

Quizás resulte irrelevante pensar si Narganes fue o no un afrancesado. Entendemos que existen una serie de ideas pedagógicas que forman parte del contexto, un contexto signado por algunas lecturas francesas, pero también fuertemente inmiscuido en la circulación de información entre los diferentes puntos del globo. Probablemente muchas ideas del autor sean de cuño francés, sin embargo, muchas otras no diferían de las que había propuesto gran parte de una ilustración que fue catalogada por muchos historiadores como “católica”. Evidentemente José Bonaparte se vio seducido por las ideas de Narganes, como también se vio seducido con las de Jovellanos, la diferencia entre ambos era que el segundo no estaba dispuesto a apoyar a un gobierno intruso.

Fuentes documentales

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Narganes, M. (1809) Tres cartas sobre los vicios de la Instrucción Pública en España y Proyecto de un plan para su reforma. Madrid: Imprenta Real. Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (RAJL).

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  1. UNMdP- CONICET, Argentina. sperrupato@gmail.com.
  2. El concepto de pedagogía política que utilizamos proviene de la renovación historiográfica que se hizo hacia fines de los ochenta con el tratamiento renovado de la revolución francesa, y en ese terreno destacaron los trabajos historiográficos de François Furet, Mona Ozouf, Keith Michael Baker, Jeremy Popkin, Lynn Hunt, entre otros. El concepto fue aplicado para la América hispánica por François Xavier Guerra en Modernidad e Independencias (1992). Guerra advirtió un choque frontal entre un pensamiento tradicional del Antiguo Régimen español y las nuevas ideas provenientes de Europa y en especial de la revolución francesa y que la nueva pedagogía política moderna (Guerra, 1992).
  3. La preocupación por mostrar continuidades con la generación ilustrada llevó a muchos historiadores de la educación a centrarse en las propuestas de una sola facción política pasando por alto el análisis del gobierno josefino en el que se hacían más evidentes rupturas con el Reformismo borbónico. Sobresalen en esta línea: Rodríguez Aranda, 1954; Peset, y Peset, 1974; Domínguez Cabrejas, 1983; Mora del pozo, 1984; Nieto Bedoya, 1986; Soubeyroux, 1987; Álvarez Morales, 1988; Faubell Zapata, 1987; Labrador Herraiz, y Pablos Ramírez, 1989; García Hurtado, 2005; Gutiérrez Gutiérrez, 2009, 2012.
  4. Entre los estudios que entienden el período en esta dirección cabe mencionar la compilación de Espigado Tocino (1999) y algunos trabajos de Antonio Viñao Frago (1983, 1999, 2004, 2009, 2011, 2012) y Jean Luis Guerreña (1988, 2004) (1996, 2013)
    En el año 2011 José María Hernández Díaz ha compilado un libro en el que intenta advertir el peso del pensamiento ilustrado francés en la educación española contemporánea, si bien el corte temporal pareciera marcar un quiebre en torno a 1808 la preocupación de los autores está en mostrar que “el pensamiento ilustrado va dando pasos hacia nuevas concreciones políticas y pedagógicas, y en este proceso el mundo de las luces, de la Francia Ilustrada, ocupa una posición de referencia para buena parte de Europa y en especial para España” Esta misma línea han seguido quienes se preocuparon por la educación en la constitución de 1812. Araque Hontangas, 2009; Puelles Benítez, 2004, 2006, 2011.
  5. Sobre el pensamiento pedagógico de Narganes se puede consultar: Ruiz Berrio, 1983; Guerra, 2008. Algunas notas sobre la labor pedagógica del autor han sido planteadas en el trabajo de reciente aparición “Ilustración, educación y cultura. La Monarquía hispánica en la segunda mitad de siglo XVIII” (2018)
  6. Guerreña (2013) ha comparado la encuesta de 1821 y 1822 con el censo de 1797 evidenciando una disminución considerable en el número de escuelas y en la escolarización de los niños. Según datos aproximados del 23 por ciento de escolarización en 1797 se pasa al 15 por ciento en 1822 (p.143).
  7. Gazeta de Madrid, viernes 20 de octubre de 1809, N°. 294.
  8. El sustantivo afrancesado surgió después de la guerra de independencia española para referirse a los partidarios del rey José Bonaparte. Posteriormente el nombre se tomó para hacer referencia a los asiduos de la corte y la aristocracia en general, influenciada por la Ilustración y el enciclopedismo del siglo XVIII. Sobre el tema se puede consultar: Artola, 1989; López Tabar, 2002; Dufour, 2007.
  9. Sobre el tema del utilitarismo y las reformas educativas se puede consultar: Viñao Frago, 1982.
  10. La dirección y supervisión del obispo se planteaba también en otras propuestas como una necesidad: “El obispo pues pondrá en su lugar en el seminario, un superior prudente que buscará con el mayor cuidado y diligencia” FUE. Sobre el Establecimiento fol. 10.
  11. La preocupación por la Buena enseñanza es una constante en el pensamiento pedagógico de la Ilustración. Repetidas veces leemos en las fuentes la alusión a esta “buena enseñanza”. “El uso del adjetivo “buena” no es simplemente sinónimo de “con éxito”, de modo que buena enseñanza quiera decir enseñanza que alcanza el éxito y viceversa. Por el contrario, en este contexto la palabra buena tiene tanta fuerza moral como epistemológica. Preguntar que es buena enseñanza en el sentido moral equivale a preguntar qué acciones docentes pueden justificarse basándose en principios morales y son capaces de provocar acciones de este tipo de parte de los estudiantes. Preguntar por qué es buena enseñanza en el sentido epistemológico es preguntar si lo que se enseña es racionalmente justificable y, en última instancia digno de que el estudiante lo conozca, lo crea o lo entienda” (Fenstermacher, 1989, p. 158). Edith Litwin interpretando parte del fragmento anterior aclara “esta definición de la buena enseñanza implica la recuperación de la ética y los valores en las prácticas de enseñanza…esta recuperación filosófica no se inscribe ni se agota en un planteo individual. No implica guiar una práctica desde lo que es bueno para el hombre en un tiempo indiferenciado o lo que es bueno desde la perspectiva del conocimiento, como si este fuera el desarrollo de prácticas sin historia ni futuro (…) se refiere a actitudes, a conductas y una manera de vincularse a los alumnos en la clase” (Litwin, 1997, p. 93).
    En esta misma dirección pronunciaba en un sermón Antonio Salcedo: “ninguno de todos los negocios públicos, decía Platón, interesa más que el de la buena educación de los niños y jóvenes: ella es el fundamento de la república: sin ella son malos niños, peores los jóvenes, y pésimos los viejos. ¿Y sería posible atender a este punto con más escrupulosidad debida entre el ruidoso estrepito de las armas? Entonces, limpios los campos de sangre, y regados con el sudor de los trabajadores, producirán con abundancia; entonces formarán nueva energía las artes, industria y comercio: Las virtudes un nuevo ascendiente, las leyes toda su fuerza” (Salcedo, 1801).


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