Praxis social y subjetividad de los trabajadores agrícolas en las pampas argentinas
y el Corn Belt estadounidense
Juan Manuel Villulla
Resumen
Este trabajo analiza las características sociales de los operarios de maquinaria agrícola empleados en la producción mecanizada de soja, trigo y maíz de las pampas argentinas y las praderas del medio oeste norteamericano. En el plano teórico y más en general, la investigación propone reflexionar sobre la relación entre la praxis social, la naturaleza relativa de las identidades de clase y los anclajes cotidianos de la hegemonía ideológica. Más en particular, aborda el tipo de sujeto subalterno que emerge en las zonas de capitalismo agrario avanzado en los primeros años del siglo XXI, y se focaliza en los obreros rurales. Con esa perspectiva, este trabajo identifica los elementos de la praxis social de los operarios agrícolas que, a un lado y a otro de América, tienden a confluir en núcleos de sentido similares en lo que hace a la conceptualización de sus relaciones laborales, su caracterización de los empleadores, su visión del sindicalismo y sobre cómo expresar sus descontentos, y las formulaciones político-ideológicas de mayor alcance sobre sus respectivos países y el mundo. Nuestra hipótesis es, precisamente, que el universo de los agronegocios comporta no solo transformaciones técnicas o económicas que delinean los contornos de una práctica social común para muchos de los sujetos que participan del mismo, sino que, a la vez, supone y genera emergentes ideológicos que permean a esos mismos sujetos, a pesar de poseer trayectorias históricas tan disímiles como las que identifican a los actores del mundo agrario pampeano y a los del medio oeste norteamericano. Este trabajo se basa en la recopilación y análisis de estadísticas, documentos y decenas de entrevistas en profundidad a obreros y patrones de la agricultura extensiva en la “zona núcleo” argentina –en la confluencia de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba– y en otras obtenidas también de primera mano en diversos condados del estado de Iowa, en Estados Unidos.
Palabras clave
Agricultura; trabajadores; subjetividad.
Introducción
Este trabajo expone, bajo la forma de notas, una serie de reflexiones acerca de los vehículos de la subalternidad al interior del universo de los agronegocios. Intentamos repensar qué tipo de relaciones sociales conlleva la acumulación de capital en los núcleos más dinámicos del agro contemporáneo; cómo se legitiman y cómo se cuestionan; y, fundamentalmente, qué tipo de sujetos y/o clases sociales emergen como expresión de este interjuego y de su historia particular en un determinado territorio. Aquí nos centramos específicamente en el análisis del vínculo entre la praxis social y los emergentes subjetivos del sujeto subalterno que consideramos paradigmático en el capitalismo agrario contemporáneo: los obreros asalariados. En este caso, nos focalizamos en el caso especial de los operarios de maquinaria de la agricultura extensiva. Se trata de reflexiones preliminares de un trabajo comparativo aún en curso, a escala internacional, que coteja la situación y las características de estos trabajadores en la zona pampeana argentina y el cinturón maicero estadounidense. Básicamente, identificamos que los vehículos del consenso obrero en la agricultura pasan por formas de implicación personal en la producción, expresadas en dos grandes manifestaciones: a) la personalización de las relaciones laborales; y b) la conexión subjetiva de los trabajadores con el contenido de sus tareas. Todo ello se vincula íntimamente con las características singulares que ofrece la intensificación capitalista en la agricultura.
Marco teórico/marco conceptual
Desde nuestra perspectiva, la subalternidad comprende al menos dos grandes aspectos imbricados, aunque estos no siempre se verifiquen totalmente superpuestos o alineados: uno es la explotación económica –sea a través de relaciones salariales, tributarias, modalidades de trabajo no retribuido o de intercambio desigual, etcétera–; y el otro es la subordinación en términos de relaciones de poder –sea tanto a nivel funcional en un proceso de trabajo como a nivel político e ideológico a escala social–. En términos analíticos, la condición subalterna plena sería la de quienes, a la vez que producen y son enajenados del fruto de su producción, constituyen el grupo de los que “obedecen” –de manera legitimada o no– en su trabajo o en su vida social en general.
Asumimos que, en la llanuras agrícolas templadas dominadas por el régimen capitalista –como las de las pampas argentinas o las del medio oeste estadounidense–, la producción de valor y la acumulación de capital descansan en la explotación de trabajo asalariado (subsunción real del trabajo al capital) más que en distintas modalidades de apropiación por parte del gran capital de algún tipo de excedente producido por unidades campesinas o de agricultores familiares capitalizados (subsunción formal del trabajo al capital) (Marx, 2011). En todo caso, la contradicción que opone a la pequeña producción respecto a la grande es la competencia desigual más que algún tipo de transferencia regular de excedentes. En otras palabras, es una relación de exclusión mutua más que de interdependencia relativa, como en el caso de los vínculos capital-trabajo. Por eso, aquí asumimos que los sujetos subalternos más plenos de la agricultura extensiva contemporánea, en los que coincide con más fuerza la doble condición de explotación y subordinación regular, son los obreros asalariados.
No sería posible sostener el encarecimiento del valor contra sus productores directos si el capital no empleara dispositivos de legitimación ideológica, de modo de evitar, absorber o derrotar cuestionamientos o respuestas radicales de los sujetos subalternos. La eficacia de esos dispositivos radica, precisamente, no solo en la naturalización de un orden de cosas como tal, sino también en la invisibilización y naturalización de sí mismos (Bourdieu, 2007). Es precisamente lo que nos proponemos explorar aquí: qué ocurre en términos de relaciones sociales –económicas y de poder– en aquellos territorios dominados directamente por el capital, asumiendo que esos espacios no solo sirven de soporte a la producción de cosas, sino también, a la producción y reproducción de determinado tipo de “hombre” (Rozitchner, 2015), o más precisamente, a la construcción de determinado tipo de subjetividad. Esto no solo ocurre de manera deliberada y exterior a los sujetos subalternos, sino como consecuencia relativamente “espontánea” de un determinado tipo de praxis social que les plantea cotidianamente determinadas necesidades y soluciones a esas necesidades –aparentes o verdaderas–, a la vez que les induce determinados deseos y modos de satisfacerlos. Si en otras oportunidades nos centramos en los modos en que los trabajadores resistían algunos de los mandatos del capital agrario (Villulla, 2017), en este caso no focalizamos en los elementos de su praxis social que los inducen a la convergencia y consustanciación con una serie de valores convenientes el régimen de producción. En palabras de Lordon, aquellos mecanismos que consiguen que “algunos hombres, se les llama patrones, ‘puedan’ llevar a muchos otros a entrar a su deseo y activarse para ellos” (2015: 18).
La concepción gramsciana de hegemonía da cuenta de los múltiples esfuerzos de las clases dominantes de una formación social por construir y mantener su posición, los cuales no se agotan ni puede fundarse jamás en el empeño de ningún capitalista agrario ni terrateniente aislado, en la acotada órbita de influencia de los alambrados de su propiedad. Su laboriosidad para conseguir la subordinación del grupo de hombres que circunstancialmente pasa por su chacra o estancia se desarrolla como parte y en el marco de una obra político-cultural mucho mayor, mediada por el Estado y a escala social, que compromete los intereses del conjunto de los propietarios y los trabajadores asalariados, así como los del resto de los grupos que compusieron una sociedad determinada (Gramsci, 2004; Williams, 2009). Si bien funcionan como una “orquesta sin director” (Bourdieu, 2007), las relaciones de poder de los vínculos capital-trabajo no son un fenómeno completamente descentralizado, como si girara en el vacío ideológico, en cada establecimiento en particular a cuenta de cada uno de los empleadores, y cuya característica social consistiría simplemente en la suma o el promedio de casos individuales uno independiente del otro. A la vez, tampoco son un fenómeno exclusivamente centralizado a nivel macrosocial y mucho menos de modo Estado-céntrico, resuelto solo al nivel de los discursos hegemónicos y los dispositivos represivos del Estado y sus instituciones. Es decir, como algo ajeno a la praxis social palpable de los trabajadores agrícolas, que se impondría por algún tipo de reiteración mecánica externa –en parte lo hace y es parte de esa praxis– sin necesidad de que esas construcciones de sentido encuentren algún anclaje en algún tipo de experiencia que permita, justamente, dar sentido propio –internalizar– dichos enunciados hegemónicos. Es precisamente en este plano, identificable con un nivel de análisis micro, que centramos las reflexiones de este escrito: el terreno de la praxis que proporciona los anclajes de eficacia de las macroconstrucciones hegemónicas.
Metodología
Hemos confrontado los testimonios de los trabajadores agrarios de dos zonas agrícolas, productoras las dos de los mismos cultivos, en base a principalmente los mismos procesos de trabajo, pero en dos países distintos: Argentina y Estados Unidos. Asumimos que las construcciones hegemónicas de las clases dominantes de estos países son históricamente distintas, aunque estén conectadas como parte de la cultura occidental más en general, y aún más que eso, dada la hegemonía global de los Estados Unidos en varios niveles de la vida social y cultural de nuestro tiempo. Esta diferencia es aún más importante en lo que tiene que ver con las construcciones discursivas de más corto plazo, condensadas en las coyunturas políticas de cada una de estas formaciones sociales, muy poco sincronizadas. El objetivo de analizar los emergentes subjetivos de los trabajadores agrícolas en estos contextos tan distintos tuvo que ver, justamente, con identificar los puntos en común que necesariamente debían de emerger con relativa independencia de esas tramas ideológicas más generales, y que podrían asociarse a los elementos convergentes de sus respectivas prácticas sociales en las zonas de agricultura extensiva mecanizada. Para la parte argentina de la comparación, nos basamos en un acervo de 50 entrevistas semiestructuradas realizadas a operarios de maquinaria agrícola de 13 partidos de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba en la zona pampeana, entre 2008 y 2011, los cuales conformaron una muestra no aleatoria de casos críticos que, si bien no fue probabilística, comportó un número bastante significativo. Para la parte estadounidense de la comparación, nos apoyamos en una réplica del mismo trabajo de campo pero acotado a 20 entrevistas realizadas en 2014 a operarios de maquinaria agrícola en distintos condados del estado de Iowa, corazón agrícola del país del norte, donde aplicamos los mismos criterios de selección de entrevistados y cuestionarios que en Argentina, de modo de entrar en contacto con asalariados de todas las funciones del proceso de producción, y que representaran las diferentes situaciones de contratación de los obreros en sus lugares (empleados por productores, por contratistas, por ambos, de modo especializado o no, y por patrones de mayor o menor escala). Por una cuestión de espacio, decidimos suprimir la transcripción literal de los testimonios y centrarnos en su análisis.
Análisis y discusión de datos
A diferencia de lo que ocurre en la rama industrial o en actividades urbanas, el desarrollo del capitalismo agrario tiende a expulsar mano de obra en términos absolutos (Marx, 2000; Kautsky, 2002). Es decir, el capitalismo hace que en el campo trabaje una cantidad de población siempre decreciente. Así, desplaza a la producción familiar para establecerse, y tanto en ese pasaje como en el que luego que se consolida, tiende a desplazar también a los obreros rurales, vía intensificación técnica. De modo que el espacio rural no solo se desdobla socialmente –donde había una familia farmer independiente, ahora hay un obrero y un empleador–, sino que también se despuebla. Esto tiene que ver con la lógica intrínseca de este modo de producción y con las particularidades que a este imprime el hecho de que se despliegue en base a un medio limitado como la tierra. Salvo, justamente, que se expanda la cantidad de tierra puesta en producción. La industria, relativamente independiente, de una plataforma irreproducible como la tierra puede en principio reabsorber en unos establecimientos la mano de obra que es expulsada de otros. O al menos, no hay un impedimento “natural” para que ello ocurra.
Esta lógica compone la dimensión económica de los procesos de despoblamiento de los espacios rurales. En el siglo XX, uno de sus hitos fue la mecanización total de la agricultura extensiva en las llanuras templadas, como las de las pampas argentinas o el medio-oeste norteamericano. En los últimos treinta años, este proceso se ha profundizado con la síntesis aún mayor de funciones y tiempos de trabajo que aparejaron la siembra directa, las tecnologías bioquímicas y la ampliación de la esfera de tareas abarcadas por la automatización mecánica e informática (Villulla, 2015). Estas tecnologías requieren de pisos de inversión cada vez más elevados, de modo que la concentración económica que reseñábamos antes –es decir, el desplazamiento de la producción familiar de pequeña y mediana escala– es parte de las causas y las consecuencias de esta misma tendencia. Pero lo que nos interesa de este proceso desde el punto de vista de la subalternidad tiene que ver con sus efectos sobre los vínculos laborales de la agricultura y sobre el tipo de praxis social que propician entre los trabajadores que los protagonizan.
El desarrollo del capitalismo agrario, en estos términos, hace que el capital se concentre, pero el trabajo, no; al contrario. Dados estos procesos, en las zonas del capitalismo agrario mecanizado, tenemos un doble “efecto de tamaño”, como los conceptualizó Newby (1977): uno, en los lugares de trabajo donde los operarios tejen vínculos personales fruto de una relación mano a mano y uno-a-uno con los empleadores; y otro, en los lugares de residencia, donde la pequeña escala de la vida social también propicia un tipo de relacionamiento social personalizado. La particularidad de estos fenómenos radica en que la subalternidad –es decir, la relación de clase y de poder– no deja de existir y desarrollarse, conforme la lógica del capital permea ámbitos cada vez mayores de la vida social, pero todo esto se procesa en términos “comunitarios”, y amortigua los efectos despersonalizadores del capital e invisiviliza estas tendencias (Vidich y Bensman, 2000).
El caso del “efecto de tamaño” en los lugares de trabajo tiene que ver, justamente, con la disminución sustancial de la cantidad de obreros necesaria para poner en producción una misma superficie, fruto de la mecanización y la intensificación, lo cual redunda en plantillas de personal exiguas y hasta individuales en los establecimientos –o hasta nula, en cuanto al trabajo manual, cuando se tercerizan todas las labores, pero eso responde a otra lógica–, lo que crea situaciones de bilateralidad personal en la relación obrero-patrón. En estas condiciones, y más aún cuando el empleador participa del trabajo manual, la “distancia social” entre ambos polos del vínculo laboral se acorta enormemente. Es la ligazón entre la persistencia de pequeños empleadores y la intensificación de sus unidades lo que contribuye a la personalización de sus vínculos laborales. Así, paradójicamente, la asimilación de los chacareros y los farmers a la lógica intensificadora del capital redunda en sus predios en un tipo de relación social más alejada de las contradicciones sociales capitalistas, como las que caracterizaban a los productores que empleaban decenas de hombres a principios de siglo XX en las zonas agrícolas. Esto es porque en la agricultura extensiva, donde hay más capitalización, hay menos hombres y más personalización de los vínculos. Algo similar acontece a nivel de las localidades en las que ambos residen cuando comparten ámbitos de sociabilidad en común, a pesar de que allí también se reproduzcan las asimetrías entre ellos. En ese sentido, verificamos un caso muy elocuente en un poblado de apenas 630 habitantes en el partido de Pergamino, Argentina, en el que el contratista que más obreros empleaba en el pueblo –a la sazón, uno de los contratistas más grandes de la zona– era a la vez el director técnico del equipo en el que jugaban algunos de sus empleados o sus hijos. Cabe remarcar que este empleador era “bien estimado” por sus operarios tanto en uno como otro ámbito de su vínculo con él, en los que cumplía un rol dirigente.
Esta personalización no opera solo “ocultando” la subalternidad. La oculta, sí, pero a través de compensaciones reales, objetivas, que mitigan al menos parte de sus efectos, y que se diferencian de la experiencia de la subalternidad en la impersonalidad de las ciudades. Se trata de contenciones, sentimientos de pertenencia, afectos y seguridades en la interacción entre “vecinos” asociados al mismo significante englobador que les plantearía un interés común: “el campo”, “el interior” argentino o el “heart-land” estadounidense. Esto no ocurre porque en las ciudades las clases populares no construyan también ámbitos de contención (clubes, peñas, mercados populares, organizaciones sindicales y políticas, iglesias, centros culturales, etcétera), sino porque están adentro de un entorno global más agresivo y despersonalizante. En el “interior” o en el “heart-land”, es justamente el entorno global el punto de contacto afectivo que lubrica las rispideces de la explotación y la subordinación a nivel microsocial.
Típicamente, las relaciones comunitarias han sido conceptualizadas por la sociología como aquellas que, a diferencia de lo que distingue a las sociedades capitalistas, no estarían regidas por un interés económico impersonal, sino por afectividades de otro tipo que sí descansan en un sentimiento común de pertenencia (Weber, 1984; Tönnies, 2009; Alvaro, 2015). Aquí, en la agricultura pampeana o la del midwest, no se trata de la existencia o el predominio de relaciones no capitalistas, sino de la forma no-capitalista en que se experimentan subjetivamente las relaciones capitalistas. El núcleo que articula el esquema de valores de este tipo de trabajadores tiene que ver con las afectividades que movilizan lo común y el respeto por la entidad del otro. Le cabe enteramente la definición de “núcleo de buen sentido” acuñada por Gramsci (2012), y está anclado en la proximidad palpable que los obreros encuentran en los vínculos a pequeña escala y en su perdurabilidad en el tiempo. En este esquema de códigos, el gremialismo –que no se les presenta a los obreros como una necesidad práctica de corto plazo, dada su relación bilateral y sin mediaciones con sus jefes y empleadores–, si bien supone una ruptura de lo común que no hace sino explicitar, se representa como siendo él mismo el factor que rompe la armonía de lo comunitario. Y es en ese carácter que resulta un elemento condenable para buena parte de los trabajadores agrícolas. Podría concluirse, entonces, que este comunitarismo es refractario al conflicto y esencialmente conservador. Pero aun así, el mismo código de respeto comunitario también detona la mayoría de las manifestaciones de descontentos y conflictividades obreras frente a sus patrones. Esto es así cuando, precisamente, son los empleadores los que rompen el código de respeto que mantiene estables las relaciones de explotación y subordinación. Es el caso del maltrato en la relación de orden y mando; formas mínimas de desprecio patronal, como hacer esperar para brindar la comida durante las jornadas de trabajo (y peor si es mala); o más graves, como la ruptura de un contrato de palabra –un despido sin indemnización o una paga por debajo de lo acordado–, así como el quiebre de una tradición mantenida por años o a través de generaciones –cuyo caso típico son las “reestructuraciones” que la descendencia del empleador implementa en la empresa–; e incluso, el mal desempeño del propietario en la “función posibilitadora” que debería cumplir cuando no garantiza el buen funcionamiento del equipo de trabajo o cuando no provee insumos o herramientas en condiciones. Estas formas de ofensa o violación de los pactos de respeto comunitario que revisten estas particulares relaciones de poder y de clase son detonantes de juicios laborales, renuncias, fuertes entredichos, daño a las instalaciones o equipos en mensaje de revancha, activación de rumores difamatorios y hasta asesinatos, como sucedió en la localidad de Gonzalez Chaves en 2011, en la provincia de Buenos Aires, cuando un peón disparó a su patrón porque se sintió humillado por sus maltratos (Villulla, 2017). Es decir, formas de resistencia contra expresiones y necesidades del capital en tanto relación de explotación y poder, en pos de otro tipo de valores que tampoco son ajenos, strictu sensu, a este régimen de producción, pero que ponen de manifiesto parte de las “promesas incumplidas” de sus dispositivos hegemónicos.
Por último, los obreros ocupados en el cultivo de granos poseen un vínculo muy íntimo con su trabajo. A diferencia de la alienación fabril clásica –doblemente ajena, por la expropiación del producto y por la falta de control sobre su proceso de producción–, los operarios de maquinaria agrícola sí conectan subjetivamente con el contenido de lo que hacen. De hecho, establecen una verdadera proyección personal con el resultado de sus quehaceres. Es posible identificar al menos dos grandes factores que contribuyen a ese resultado: uno tiene que ver con su formación socio-vocacional más general, que los liga a este tipo especial de tareas como horizonte de vida; y otro, con las posibilidades que ofrece el proceso de trabajo mecanizado para transformarse en vehículo de su individualidad, objetivada en la producción de granos.
Respecto al primero de estos factores, es necesario identificar que los operarios de maquinaria agrícola no son portadores de fuerza de trabajo “en general”, disponible para lo que se presente, sino que se trata de trabajadores de oficio. No se trata necesariamente de calificaciones formales o estandarizadas aprendidas en la escuela. Más bien al contrario: se trata de un conjunto de saberes prácticos vinculados a su socialización rural y en ámbitos de trabajo desde pequeños, donde junto a las calificaciones que constituyen parte de su oficio, también internalizan pautas y expectativas de vida vinculadas precisamente a eso que aprendían a hacer. En pocas palabras, en su proceso de socialización aprendieron tempranamente a hacer ese trabajo, y también a querer hacerlo.
Esto puede ser independiente de la condición social inicial de los operarios, ya que abarca también la socialización de niños –en general varones– de familias chacareras o farmers. En el medio-oeste estadounidense, los niños de las granjas crecen no solo entre la maquinaria agrícola que utilizan los mayores, sino entre una gran variedad de pequeñas maquinarias agrícolas de juguete, que se comercializan en cada una de las miles de estaciones de servicio que pueblan los caminos del lugar, y que a la vez que publicitan una u otra marca de estos bienes de capital, estimulan más en general el fetichismo respecto a los tractores o cosechadoras; ni más ni menos, se establece el mismo tipo de fetichización en los varones con los automóviles en la sociedad capitalista en general. El hecho es que los pequeños poblados de zonas rurales, con sus estructuras productivas y sus correspondientes mercados laborales, demandan y reciben la oferta de cierto perfil de mano de obra. Este dato cotidiano y naturalizado de la vida social en estos territorios supone procesos muy complejos, ya que, como ordenadoras del conjunto de la vida cotidiana de una zona o localidad, esas estructuras implican también una dimensión cultural que contribuye a formar un determinado tipo de fuerza laboral. A tal punto es así que muchos de los obreros agrícolas no desean trabajar en fábricas, comercios u otras actividades en las que acaso tienen la posibilidad objetiva de desempeñarse –más en los Estados Unidos que en la Argentina–, mientras que, para gran parte de ellos, independientemente de su condición asalariada, su “profesión” es en buena medida una especie de vocación propia que define su identidad y su pertenencia a ese mismo universo social.
En relación a esta conexión con el contenido de sus tareas, ya Howard Newby (1980) había observado en Inglaterra que las tendencias del desarrollo de la mecanización en la agricultura no desarrollan, sino que simplifican la división del trabajo. Y lo más importante, desde el punto de vista de la disputa por el control del ritmo de producción, es que tampoco atentan siempre contra la relativa autonomía de los trabajadores, sino que hasta pueden alimentarla. Que la máquina esté a su servicio, y no ellos al servicio de la máquina, resulta un dato fundamental en lo que hace a la conexión subjetiva de los operarios con el contenido de las tareas. Se trata de un factor que morigera sustancialmente los niveles de alienación en el proceso de trabajo y que explica en buena medida las condiciones de posibilidad para esta proyección personal en el producto de su labor.
Además del modelaje de sus expectativas de vida alrededor del trabajo agrícola, esta realización personal que sienten los obreros agrícolas al ver culminada su obra se vincula precisamente con la gran potencia transformadora sobre la naturaleza que la maquinaria concentra en su persona, de manera directa, inmediata y palpable, y mucho mayor a la de sus pares de otras ramas económicas. Es decir, si bien diferentes actividades tienen como premisa y resultado obras de mucha mayor importancia y complejidad que cultivar granos, pocas entre ellas concentran en tan pocos hombres la capacidad de crear de punta a punta semejante masa de riquezas –así como de percibir en lo inmediato el conjunto del ciclo de su creación– como lo permite la agricultura, que además de habilitar la traducción de su producto en un valor dinerario, posee la noble acepción social positiva de ser y contribuir a la vida en general. Así, la producción de autos o manufacturas puede eventualmente representar una cantidad de valor y trabajo humano del todo superior a la de la agricultura. Pero se trata de una obra tanto más colectiva como impersonal y compleja que escapa al control de los obreros fabriles tomados por separado.
Aunque mediados por la máquina, los cultivadores se ven a sí mismos enfrentándose directamente a la naturaleza y de modo casi individual, superando las mediaciones inabarcables que experimenta la mayor parte de la sociedad en su relación con ella. El proceso de trabajo de la agricultura mecanizada contribuye así no solo a esta conexión subjetiva con el contenido de las tareas que realizan los operarios, sino que se constituye en el anclaje cotidiano de un reflejo individualista en lo que hace a su concepción del mundo y las relaciones humanas, a diferencia de los emergentes del proceso de trabajo que protagonizaban sus antepasados de la trilladora a vapor, que debían reunirse en pequeñas multitudes de veinte personas como requisito para hacer lo que décadas después harían solo dos hombres, obteniendo un producto mucho mayor. Es decir que este individualismo práctico no es impartido únicamente “desde afuera” por los patrones o por la ideología dominante –que también lo es–, sino que posee una base en la relación íntima que desarrollaban unos pocos hombres con su trabajo y sus frutos. Esa sensación de empoderamiento frente al mundo a través del trabajo se vincula a este control individual sobre el proceso, lo cual los hace sentir menos vulnerables frente a sí mismos y los demás. De allí su poca preferencia por las grandes aglomeraciones humanas, como la ciudad o la fábrica, que los hacen a la vez dependientes y vulnerables a la acción de otros. A la inversa, en las concentraciones en las que se ocupa la clase obrera fabril, las condiciones objetivas de sus práctica laboral encuentran reaseguros justamente en la apelación a solidaridades laterales, con otros semejantes; mientras que su capacidad transformadora –no solo económica, sino gremial y política– es objetivamente mucho menos individual y más colectiva, consistente con el mayor “espíritu de cuerpo” que distingue a esos trabajadores respecto a los desorganizados trabajadores del campo.
Conclusiones
Las reflexiones que volcamos en estas líneas exploran los modos en que se procesa la subalternidad al interior de los agronegocios. Subrayamos que la intensificación capitalista del agro supone y contribuye a la concentración del capital, pero no a la concentración del trabajo. A pesar de la polarización social, esto se produce por la expulsión neta y la dispersión de los trabajadores, así como por el despoblamiento global de las zonas agrarias. Sobre la base de estos procesos estructurales, la legitimación de la condición subalterna en las zonas de capitalismo agrario desarrollado no se opera a través de vías más “racionales”, burocráticas o impersonales, ni mucho menos estalla a partir de la agudización de las contradicciones de clase que conlleva la lógica del capital. Por el contrario, propicia una personalización de los vínculos laborales en los lugares de trabajo a partir de relaciones bilaterales, así como la personalización de las relaciones sociales en las localidades en donde residen en común obreros y patrones. A través de la movilización de afectividades comunitarias y contenciones colectivas, esta personalización amortigua, y a la vez vela, la naturaleza de las relaciones de explotación y de poder que no dejan de enlazar al capital y al trabajo en la producción agrícola. Por último, el control individual del proceso de trabajo por los operarios, sumado al contenido de sus procesos de socialización, les permite conectar subjetivamente con el contenido de sus tareas, y en ellas encuentran un vehículo de realización personal, que –de nuevo– amortigua parte de su alienación y vela el contenido enajenante más general de su posición subalterna.
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