Un análisis filosófico de “15 millones de méritos”
Cristina Alvarado Díaz[1]
La sociedad pantalla en un mundo tecnificado
La serie británica Black Mirror nos sitúa frente a una imagen difícil de mirar. Este incómodo brete no lo es tanto por el carácter distópico que el reflejo nos devuelve, sino por la desagradable sensación de que sus condiciones de posibilidad se encuentran ya bien afincadas en el imaginario epocal de nuestra cultura. La serie ofrece una crítica voraz a las visiones más optimistas sobre el paulatino desarrollo de la técnica, así como a las convicciones que, esperanzadas, confían en la fecundidad de las orillas hacia las que esta pudiera llegar a conducirnos. Ante el escéptico análisis de Black Mirror, todo entusiasmo taxativo y toda fe ciega en un progreso ineludible a través de la tecnificación del mundo adquieren el matiz mítico propio de una mirada pueril e ingenua. El optimismo desmedido e injustificado para con la tecnificación parece mostrarse ante esta nueva luz como el fruto de un modo de mirar superfluo e insustancial que olvida profundizar –o no lo hace suficientemente– en la idea de que el desarrollo de la técnica subyace como sustrato ontológico de nuestra era, la época de la Gestell que Heidegger describió tan magníficamente. No se trata aquí de adoptar una perspectiva de análisis arbitrariamente catastrofista, sino de asumir, con Barrios Casares, que la utopía tecnológica presentada como una historia de la técnica tendencialmente feliz y cooperativa obedece a los patrones metafísicos de la Teodicea, según los cuales lo maligno tiende a desaparecer y lo benigno, a expandirse naturalmente,[2] lo cual no puede explicarse más que mediante una argumentación circular que remite incesantemente a una petición de principio.
Tal y como indica Young en su análisis de la filosofía heideggeriana, lo real, instrumentalizado a través de la técnica, ha dejado de tener existencia autónoma para ser visto en términos de utilidad. El tiempo de la tecnificación del mundo es el del discurso de la absolutización de la realidad, que ya no es más que un mero elenco de recursos, un almacén de bienes del que tomar violentamente todo lo que se nos antoje[3]. En palabras de Marcuse, “la técnica provee la base misma del progreso; la racionalidad tecnológica establece un modelo mental y de conducta para la actuación productiva”[4]. En este esquema de tecnificación caracterizado por las dinámicas de apropiación de lo ajeno, los objetos son “violentamente asaltados, desprovistos de su forma y reconstruidos solo después de la destrucción parcial”[5]. Así entendido, el progreso alentado por la técnica no puede serlo más que con relación al desarrollo, alcance y calado de esta misma en la medida en que no tiene por qué implicar –y, de hecho, habitualmente dista mucho de hacerlo– una relación directa con el progreso político, social o psicológico, y en la medida en que su mismidad incurre en una relación violenta no solo con la naturaleza, sino con la vida misma.
“Fifteen Million Merits”, en español “15 millones de méritos” –el segundo capítulo de la primera temporada de la serie– ejemplifica a la perfección esto último. El episodio nos transporta a un escenario en el que la tecnificación ha impregnado la totalidad de los ambientes y la técnica se ha convertido en la intermediaria de cualquier acción cotidiana; todos los espacios han sido colonizados y las tareas se encuentran reguladas y controladas por dispositivos técnicos que convierten cualquier gesto en cuantificable. La atmósfera del capítulo es claustrofóbica y angustiosa, tanto por el escenario físico en el que se desarrolla –absolutamente cerrado y asfixiante–, como por la mediatización técnica que invade cada elemento hacia el que podamos dirigir la mirada: desde las paredes hasta el dispensador de pasta de dientes, desde los espejos hasta los propios alimentos. Se trata, en definitiva, de un plató sofocante que ha prescindido de todo elemento natural más allá de los propios humanos alienados que lo habitan, que no son vistos más que como recursos. Con la tecnificación del mundo, para los que dominan –señalan Adorno y Horkheimer– “los hombres se convierten en material, como lo es la naturaleza entera para la sociedad”[6].
Comienza el show. El prosumidor del capitalismo virtual y la dinámica del deseo
En un primer visionado, lo que más llama la atención de 15 millones de méritos es la referencia continuada a la fuerza de trabajo física y uniforme que se inserta de manera surrealista en el ambiente futurista y virtual de la sociedad pantalla. Tal y como apunta Ierardo en su análisis de este mismo capítulo, “el pedaleo, aquí, remite al origen mismo del capitalismo en su primera fase: a la producción mediante el trabajo corporal para hacer funcionar las máquinas, para acumular capital y sostener el sistema”[7]. Sin embargo, el show business que retroalimenta esta fuerza de trabajo sugiere que las conductas que sostienen las dinámicas del régimen de “15 millones…” no tienen que ver tanto con el consumismo por necesidad propio de un capitalismo primario como con la entrada en escena del juego del deseo permanentemente insatisfecho de la cultura del nuevo capitalismo. Sennett se refiere a este poder deseoso de la imaginación de la última forma de capitalismo como “la pasión que se autoconsume”, que pierde la fogosidad y el interés con la consecución de lo anhelado[8]. Con Deleuze y Guattari podría decirse que el deseo se separa del objeto y es capaz de redoblar la carencia hasta llevarla al absoluto, hasta convertirla en una “incurable insuficiencia de ser”[9]. De todo lo anterior, se sigue que los partícipes de este sistema, al tiempo que son prisioneros del espacio cerrado y de la permanente intervención de la técnica, son también esclavos de la rueda de la insatisfacción permanente, del vacío continuado y de la angustia nihilista que motoriza y deviene de estas dinámicas del deseo. Una triple celda que aprisiona cuerpos, controla gestos y secuestra mentes.
Todos los habitantes de la atmósfera que retrata el capítulo son prosumidores –producen y consumen– pues dotan de energía al sistema al tiempo que devoran el contenido que la industria del espectáculo les brinda como objeto de consumo, lo cual contribuye a sostener el statu quo del capitalismo virtual. Un aspecto reseñable es que todas las posibilidades de ocio tienen que ver con el show de la representación y la ficción. Este punto es doblemente atestiguado: de una parte, los propios contenidos del espectáculo están manidos y envueltos en un aura de falsedad; de otra, todo lo representado se muestra a través de una pantalla, nunca en vivo, nunca en el mismo plano, siempre como producto mediado por la técnica, maquetado y adulterado, despojado de todo aspecto genuino para su consumo en masa. Se trata, además, de un consumo ineludible, obligatorio, que apresa y aprieta hasta la asfixia. No hay alternativa al juego de la prosumición, lo que sin duda ofrece un lúcido análisis del entramado y de la funcionalidad de la estructura de nuestra propia sociedad, en la que el tiempo y los lugares de esparcimiento, ocio, frenesí y consumo surgen como un paréntesis al tedio de la rutina y como una garantía del perfecto funcionamiento de esta. Un juego que, por un lado, asegura que seguiremos produciendo, y, por el otro, que no cesaremos de consumir experiencias en un intento continuado de romper con la monotonía del trabajo. Como indica Luis Sáez, el hombre ha claudicado al soborno y pertenece ahora a dos mundos descoyuntados, el del homo laborans y el del homo ludens, pero siempre enajenado.[10]
¿Qué sucede con quienes no producen en “15 millones…”? Caen en este saco los jóvenes menores de veintiún años, los ancianos, los enfermos y, en general, cualquiera que no sea apto para pedalear. Exceptuando los personajes amarillos –adultos que no pueden pedalear y que son objeto de mofa por ello–, verdaderamente el episodio no da cuenta de qué sucede en la infancia o en la vejez, lo que, entre otras cosas, parece corroborar que todo aquel que no pueda ser entendido como prosumidor carece de valor como para merecer contemplación o mención alguna. En este capítulo, ni siquiera queda claro cómo se perpetúa la especie –aunque dados los numerosos avances técnicos y la frialdad acorpórea que desprende el ambiente, cabría pensar que no solo las manzanas crecen en placas de Petri–. En cualquier caso, el sistema lo es todo, la vida entre pantallas entraña todo lo real, o al menos toda la realidad digna de ser mentada. Lo que no cumple con los parámetros útiles para el régimen cae fuera, haciendo gala del ejercicio más característico de la razón ilustrada según la cual “el mundo está ya dividido en un ámbito de poder y en otro profano”[11], en lo que es y en lo que ni siquiera se considera.
El sentido meritócrata. La bonificación
Sin embargo, así entendida, la dinámica claustrofóbica del sistema de “15 millones de méritos” podría llegar a resultar evidentemente esclavista de no ofrecer un aliciente mayor que pudiera suponer una distracción capaz de nublar todo elemento autocrítico. El régimen de vasallaje no puede mantenerse a semejantes niveles sin el ofrecimiento de una supuesta salida, un hueco por el que aparentemente cabría la posibilidad de escabullirse para romper el juego. Se trata de una alternativa que se sitúa en la cúspide de la estructura del deseo. Existe la posibilidad de acceder a ella mediante la suma de dos elementos meritócratas: el trabajo sacrificado y la habilidad de entretener a las masas. De acuerdo con Ierardo, en la sociedad pantalla, en la sociedad del espectáculo “no se premian las cualidades verdaderas, la armonía del canto, el don para irradiar arte, sino la capacidad para fascinar y entretener”[12]. El mensaje es claro: si eres lo suficientemente trabajador –o te han transferido los méritos de alguien que lo ha sido–, compras la oportunidad de salida; si eres lo suficientemente bueno, saldrás efectivamente y te liberarás del tedio y de la monotonía. El entramado cultural del capítulo entraña, en definitiva, la idea de que a quien demuestre merecerlo suficientemente se le otorgará un premio en reconocimiento a su conducta meritoria, por otra parte, digna y deseable de ser emulada. En caso de fracaso, la estrategia meritócrata consigue hacer recaer el peso de la culpa en la falta o la ineptitud de las habilidades del individuo. Sirviéndose de la culpa, logra también persuadir de que la no consecución de un número suficiente de méritos se debe a un esfuerzo individual insuficiente. En cualquiera de los dos casos, el sujeto funciona –ante él mismo, ante su círculo y ante el conjunto de individuos en general– a modo de chivo expiatorio de la responsabilidad del fracaso social del sistema.
El funcionamiento del nuevo capitalismo, al ubicar el deseo más allá, condiciona al hombre a permanecer en un estado de proyección continuada. Tal y como indica Guattari en Caosmosis, lo deseado, separado, se alza como atractor, como la luz de un faro que guía al navegante a través de la niebla, ese caos sensible y significacional.[13] El hombre permanece así en otro territorio, y el peso existencial lo recibe el objeto de deseo inalcanzado. En el caso del episodio de Black Mirror, el acento del sentido recae directamente en la posibilidad de salida de la rueda que provoca que los personajes se encuentren sin saberlo en un estado prospectivo que los mantiene siempre en plena huida ficticia. El incesante pedalear sobre bicicletas estáticas podría ser una buena metáfora de esto mismo. Se trata de la sociedad de la apariencia en la que lo único real es el esfuerzo físico del pedaleo de los individuos uniformados, siempre que se obvie que dicho esfuerzo no conduce realmente a ninguna parte. El sentido existencial, la razón de ser y de seguir siendo, la meta se sitúa, en definitiva, en la línea del horizonte; pero, como el horizonte, es efectivamente inalcanzable.
Lo (a)corpóreo. Desubjetivación y despersonalización
Encuentro sumamente sugerentes las aportaciones de Agamben sobre la modelación de la subjetividad a través de los distintos dispositivos. En su reflexión “¿Qué es un dispositivo?”, El filósofo indica que es posible realizar una partición entre los sujetos y los dispositivos en los que los sujetos son capturados. Estos últimos controlan, orientan y, finalmente, determinan los gestos de los individuos, que varían su comportamiento en función de las características del dispositivo que los atrape.[14] Siguiendo esta línea de razonamiento, las pantallas de “15 millones de méritos” son, sin atisbo de duda, los dispositivos por antonomasia del episodio. Las pantallas del capítulo, en la medida en la que aprisionan a los sujetos y se insertan en la cultura del nuevo capitalismo, son agentes de desubjetivación del individuo –a diferencia de los dispositivos propios de otros estadios capitalistas, que son agentes de producción subjetual–.[15] Los personajes del capítulo de Black Mirror, al tiempo que son capturados por las pantallas, son desubjetivados por ellas, convertidos en espectros uniformados, hechizados, alienados… huecos. El sujeto parece encontrarse en el interior de las pantallas, en el mundo de los avatares, entre el público virtual del reality show. Se trata, al fin, de un sujeto que ni siquiera se ha desdoblado, sino que se ha desubjetivado directamente; un sujeto despersonalizado que sin saberlo ha renunciado inconscientemente a su dimensión corpórea. En este orden de cosas, Guattari habla de la ruptura de la antigua comprensión de lo subjetual como unicidad e ilustra la nueva subjetividad –que entiende polifónica– mediante el ejemplo del ritornelo de la televisión:
Cuando miro el televisor, yo existo en la intersección entre: 1) una fascinación perceptiva provocada por el barrido luminoso del aparato y que confina con el hipnotismo; 2) una relación de captura con el contenido narrativo de la emisión asociado a una vigilancia lateral respecto de los acontecimientos circundantes […], y 3) un mundo de fantasmas que habitan mi ensoñación… Mi sentimiento de identidad personal se ve atraído, pues, en diferentes direcciones. […]. Yo soy lo que hay ahí delante. Mi identidad ha pasado a ser locutor, el personaje que habla en el televisor.[16]
Guattari parece apuntar a una coexistencia subjetual en diferentes planos, a un desdoblamiento de conciencia y de identidad en los distintos elementos estimulantes, a una desubjetivación que desintegra la inequivocidad subjetual. Esto revela la univocidad de la identidad como algo puramente metafísico y anticuado que la filosofía contemporánea está llamada a superar.[17] Pero, por más que hoy entendamos que se trata de una idea metafísica, ha de admitirse que el sujeto no es un punto vacío: el vacío es inhumano y por ello asubjetivo.[18]
Sea como fuere, la estrategia de desubjetivación de “15 millones de méritos” es una herramienta coercitiva más que añadir a las anteriormente expuestas. La despersonalización o la disolución subjetual en diferentes planos, entre los cuales el que toma protagonismo es el plano del interior del dispositivo, es difícil de desactivar y desprogramar debido al aspecto espectral que adquiere el espectador. Nos encontramos ante un elemento de control político que ejerce un poder represivo singularmente peligroso porque, ante él, el individuo no tiene modo alguno de rebelarse. En definitiva, esta cuestión enlaza con el estado de huida de la dinámica del deseo; en los dos casos, el individuo se encuentra proyectado fuera de sí, tal y como sucede en la realidad, al otro lado de los confines del relato ficcional de Black Mirror.
De “15 millones…”, llama poderosamente la atención el hecho de que el contacto físico –y, en general, todas las relaciones intersubjetivas– sea prácticamente inexistente. Al tiempo que cada individuo desubjetivado se confunde entre la monocromía del resto, no acaba de relacionarse con ninguno de los otros miembros de manera explícita. Por muy fortuito y breve que sea, cualquier contacto resulta insólito y reprimible. En este sentido, las únicas referencias manifiestas a la corporalidad son las del espectáculo sexual para adultos, que en todo caso se encuentran adulteradas y han sido creadas con la intención de entretener y aliviar lo monótono, para hacer del tedio del pedaleo algo más soportable. Sacar de plano la corporalidad resulta clave porque desvirtúa la propia condición humana. No solo somos mente. Somos también cuerpo.
La lucidez como disonancia cognitiva
En el episodio, Daniel Kaluuya encarna a “Bing” Madsen, el protagonista, que, gracias a la voz de Abi (Jessica Brown), despierta definitivamente del derrotismo desesperanzado de saberse el único individuo lúcido de la ensoñación monocromática. Hasta su encuentro con Abi, Bing había ido tomando paulatina consciencia del funcionamiento del sistema, de la vacuidad de su vida, de la ficción y del tedio, pero siempre en silencio, ensimismado y con un ánimo de desidia catastrofista. Al escuchar cantar a Abi, le da la impresión de haber encontrado algo genuino, algo real de entre todo lo ficticio. Es eso lo que le da esperanza y fuerzas para dejar de ser un sujeto pasivo y comenzar a tomar partido activamente. Cuando, a pesar de su don para el canto, Abi es llamada a engordar las filas de la industria pornográfica, Bing no puede contenerse y se rebela urdiendo un plan para hacer llegar al público lo que él considera evidente: nada es real, todo es espectáculo. La historia de Bing es la de la lucidez, la del despertar.[19] Sin embargo, en último término el show business se encarga de fagocitar su mensaje y convertir su acto de lucidez y valentía en un elemento más de la rueda del espectáculo: en el show de la crítica. El nuevo show de Bing revitaliza y afianza el propio sistema, tal y como sucede con los métodos operatorios de la razón ilustrada, que todo lo reduce a la unidad.
Parece claro que Bing constituye una anomalía, porque de algún modo surge como un elemento individuado. Tal y como Marcuse señala a propósito de la Fenomenología del espíritu de Hegel, “el individuo tiene que sostenerse y afirmarse constantemente a sí mismo para ser real […], solo puede existir arriesgando y ganando incesantemente su existencia frente a algo o alguien que se la disputa”[20]. En el caso del capítulo, en el momento en el que el sistema se erige como otredad, Bing se encuentra en el atolladero de solo poder seguir siendo en confrontación con él. Es posible que precisamente por autoconservación Bing procurara mantener el equilibrio entre resistirse a caer en la alienación y oponerse en un principio a un enfrentamiento directo contra la alteridad que le cuestiona y amordaza. Sin embargo, resulta sospechoso que Bing pueda darse como elemento anómalo, pues cualquier ejercicio de índole crítica requiere un distanciamiento previo, lo que parece del todo imposible en el sistema autorreferencial en el que el protagonista se encuentra inmerso. A propósito de la caída nihilista –que tan claramente se muestra en el capítulo–, Steyerl apunta que “mientras caes es probable que sientas que estás flotando, o incluso que no te estás moviendo en absoluto. El caer es relacional: si no hay nada hacia donde caer quizá ni seas consciente de estar cayendo”[21]. A mi modo de ver, esta idea sugiere varias preguntas: Bing reclama lo real, pero ¿cómo puede Bing anhelar algo que nunca tuvo? ¿Acaso la vida previa es diferente y realmente sí existe un afuera? ¿Es posible que el protagonista tenga algún tipo de rareza cerebral innata? ¿Es la condición humana la que se impone sobre la inercia?
En cualquier caso, “15 millones de méritos” “analiza los mecanismos del sistema para reconvertir la rebeldía en un elemento más de consumo”[22]; toda tentativa insurrecta acaba así por transformarse en una caricatura de lo que pretendía ser, lo cual es garante de la supervivencia del sistema a largo plazo. La prisión que presenta el episodio, además de ser triple –física, tecnológica y mental, a varios niveles–, es impenetrable; no permite la salida o la entrada de datos, no puede ser quebrantada. Las posibles vías de escape que ofrece no son más que otra ensoñación dentro de sus muros, una ficción más, un modo distinto de esclavitud que, como un falso escalón, se desvanece justo al ir a posar el pie sobre él. Se trata de una cuestión central. Una de las preguntas clave a las que nos remite el capítulo es a la de la utilidad de la sublevación. Foucault lo tiene claro:
No puedo estar de acuerdo con quien dijera: “Es inútil rebelarse, siempre será lo mismo”. No se hace la ley para quien arriesga su vida ante un poder. […]. Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la historia y le da su soplo. […]. Nadie es obligado a encontrar que esas voces confusas cantan mejor que las otras y dicen el fondo último de lo verdadero. Basta que existan y que tengan contra ellas todo lo que se empeña en hacerlas callar, para que tenga sentido escucharlas y buscar lo que quieren decir.[23]
Sin embargo, podríamos decir que la estrategia del régimen del capítulo es escuchar la voz de Bing, comprender lo que quiere decir y sobornar a Bing con una vida más cómoda –que aprisiona de todos modos, pero con cierto desahogo– para convertir su mensaje en algo manido y superfluo que no llegue nunca a calar realmente. Se trata aquí de devaluar la idea al convertirla en una ficción más. Llegados a este escenario, ¿hasta qué punto podríamos decir que es útil sublevarse?
Conclusiones
A grandes rasgos, “15 millones de méritos” hace hincapié en los posibles inconvenientes que una fe ciega en la técnica y su desarrollo unidireccional pueden acarrear. El capítulo pretende llamar la atención sobre las posibles consecuencias de una completa tecnificación del mundo en el que no hubiera habido progreso social y político previo, en el que otros elementos esenciales para el progreso completo no hubieran llegado a tener un desarrollo parejo similar. El episodio describe un escenario autorreferente y hueco que, como una gigantesca máquina, dispone de cada uno de sus componentes para garantizar su pervivencia. Al carecer de referentes externos, este compuesto maquínico no deja espacio alguno para la autocrítica –esto supondría la destrucción de su mismidad–. Cualquier elemento disonante es desechado o pasado por el tamiz de la uniformidad autorreferencial que lo adultera y evapora su mensaje. “15 millones…” –y en general toda la serie– se sirve de la distancia que proporciona el espejo negro de nuestra realidad para crear un espacio de autoextrañamiento en el que quepa aún la autocrítica. A través de este episodio, Black Mirror muestra la posibilidad de que, enajenado por un régimen tecnopolítico, ese espacio crítico del que todavía hoy disfrutamos desaparezca definitivamente, y que así se dé lugar a la más inadvertida y hermética de las prisiones, a la más plausible y temerosa de las distopías.
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- La deconstrucción del sujeto a raíz de la revelación de su carácter metafísico es uno de los temas centrales de los que la filosofía contemporánea trata de hacerse cargo. En este punto, sin embargo, encuentro la prudencia, la mesura y la serenidad filosófica de la mirada de Vattimo a largo plazo más provechosa que la de otros autores que, tomando el testigo de Nietzsche y Heidegger, apuestan por el impersonalismo. El italiano no renuncia a las grandes cuestiones existenciales –como lo son la angustia y la muerte, entre otras– sirviéndose del impersonalismo para tildarlas de obsoletas, sino que, sin olvidar el papel del hombre en el pensamiento nietzscheano y en las aportaciones heideggerianas, integra excelentemente las preocupaciones de la existencia en los giros de la filosofía de nuestro tiempo. Vattimo, G.; “El ocaso del sujeto y el problema del testimonio”. En Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger. Altaya: Barcelona, 1999, pp. 43-84. ↵
- Badiou, A. (2015). “El forzamiento: verdad y sujeto. Más allá de Lacan”. En El ser y el acontecimiento. Bordes Manantial: Buenos Aires, p. 431.↵
- Resulta tentador establecer un paralelismo entre Bing y el protagonista del mito de la caverna de Platón. No obstante, a través de la sucesión de acontecimientos el capítulo atestigua más bien lo que la filosofía contemporánea parece tener claro tras Nietzsche: que no existen dos mundos, que nada más hay ahí fuera de la caverna, que realmente solo se da lo que hasta ahora se venía tildando de apariencia. Esto es independiente de que pueda asumirse que en el escenario de “15 millones…” existan ficciones resultantes de la adulteración de elementos previos –creaciones intencionalmente artificiosas y desvirtuadas– porque, en cualquier caso, estos elementos se dan en un mismo plano a través de distintos medios. Es decir, siendo estrictos, tan real es el canto de Abi como las paredes que lo encierran.↵
- Marcuse, H. (1981). “La dialéctica de la civilización”. En Eros y civilización. Ariel: Barcelona, p. 112. ↵
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- Gandasegui, V. D. (2014). “Black Mirror: el reflejo oscuro de la sociedad de la información”. En Teknokultura, Madrid, 11 (3), p. 592. ↵
- Foucault, M. (1999). “¿Es inútil sublevarse?”. En Estética, ética y hermenéutica. Paidós: Barcelona, p. 206.↵