Marcelo Pérez MediavillaLicenciado en Filosofía. Profesor adjunto de la cátedra de Filosofía del lenguaje, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, UNCa. y Ana Laura Rivero[1]
En 1887, Conan Doyle inicia la más fascinante saga de aventuras investigativas protagonizadas por el indolente y desconcertante Sherlock Holmes. Estudio en escarlata no es la primera novela que presenta a un genio de la indagación criminológica, antes ya había aparecido el “petulante y superficial” (Doyle, 2014a: 76) Chevalier Dupin, de E. A. Poe. Sin embargo, el consultor inglés era portador de una genial peculiaridad.
Según observa el Dr. John H. Watson, en El signo de los cuatro, publicada en 1890, este hombre merece ser tenido por un admirable “autómata, una máquina calculadora” (Doyle, 2014a: 208), de modo tal que está dotado de un “carácter nada emocional” (Doyle, 2014c: 191) y se presenta como un “cerebro sin corazón, tan deficiente en afecto humano como más que eminente en inteligencia” (Doyle, 2014c: 191).
Pero Doyle no solo lo ve como a una máquina, también lo caracteriza de otra forma. Un tanto más doméstico y trivial, piensa que se parece a una casa. De hecho, el mismo investigador se encuentra cautivado por esta imagen, y la proclama. Esta otra imagen es tan interesante como la anterior, y Doyle la hará convivir con las referidas al hombre-máquina y al cerebro maquinal.
Así, el escritor hace que Holmes nos asegure que el cuerpo se parece a una casa, y el cerebro, a un ático o un desván, a un altillo o un almacén:
Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necesitan amontonar en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los acontecimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que resulta difícil dar con ellos. Pues bien, el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo herramientas que pueden ayudarlo a realizar su labor; pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles (Doyle, 2014a: 69-70).
Insistimos en que esta metáfora es anterior a la del hombre-máquina, resplandece en Estudio en escarlata, pero no por única vez. Volverá en el episodio de las cinco semillas de naranja, en Las aventuras de Sherlock Holmes, libro publicado en 1892. Se trata de una certeza práctica, porque esta imagen permite disciplinar y hacer pertinentes las inferencias;
Digo ahora, como dije entonces, que uno debe amueblar el pequeño ático de su cerebro con todo lo que es probable que vaya a utilizar, y que el resto puede dejarlo guardado en el desván de la biblioteca, de donde puede sacarlo si lo necesita (Doyle, 2014b: 312).
Ahora, descubrimos que el desván se parece a una biblioteca, incluso a un archivo. Como una librería o registro especializado, este atesora datos e informes útiles a los fines del esclarecimiento de todo tipo de casos delictivos. Ello contribuye a que Holmes considere que ha llegado al dominio de un método de recopilación y análisis que domestica la imaginación, de manera tal que logra mantener a raya las impertinencias de la fantasía y las pasiones. Entretanto, nos queda claro que él es una máquina de razonar que, además, cuenta con una memoria limitada y selectiva. Dentro de ella nada se acomoda gratuitamente, solo encuentra lugar aquello que podría ser utilizado en la resolución de casos problemáticos.
Tal como lo hiciera un buen peirceano, el héroe de Doyle perfecciona un razonamiento puro que se sirve de material mnémico para establecer inferencias por analogía. Según declara en la historia sobre la liga de los pelirrojos, otra vez dentro de Las aventuras de Sherlock Holmes: “en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria” (Doyle, 2014b: 228).
Estamos ante un proceder que hace posible tanto el reconocimiento como la adopción de nuevos conocimientos. Comprensiblemente, lo extraordinario se impone en la medida que se registra un contenido inédito o un dato sin antecedentes. En ciertas ocasiones, el detective encuentra el desafío de enfrentar lo inédito para incorporarlo a su magnífico desván: “En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto” (Doyle 2014b: 228).
Los distintos problemas que Holmes desbarata revelan que ha forjado una lógica del descubrimiento científico. Esta habilidad del pensamiento es práctica e impersonal. No es casual que el noble Watson lo comparase con una máquina que observa, recopila datos, computa resultados probables y los somete a prueba.
Poco más allá de las novelas policiales y de la lógica abductiva de Charles S. Peirce, encontramos que la actividad mental fue enfocada por los filósofos del lenguaje a través de la lente del cálculo computacional. Durante la segunda mitad del siglo XX, estudiar la actividad del pensamiento como si se ajustara a los logaritmos de una computadora ha sido una irresistible tentación. Psicología cognitiva, neurociencias y modelos computacionales establecieron una alianza prometedora para desentrañar los oscuros entresijos en que se diluía la conciencia y las actitudes proposicionales. Pero tamaño esfuerzo tendría sus detractores.
Richard Rorty, por ejemplo, rechaza la posibilidad de que el cerebro posea una mente algorítmica equiparable a un programa informático. Según su opinión, conocer el funcionamiento de una computadora no es lo mismo que buscar entender un cerebro. Considera que cognitivistas como Noam Chomsky, Jerry Fodor y Steven Pinker se vuelven sospechosos apenas convierten este órgano en un eficiente sistema computarizado. En palabras más precisas: ellos están convencidos de que pueden conseguir descifrar un programa semántico que determinaría las rutinas de la mente.
No obstante, para este pragmatista estadounidense, transformar el cerebro en una máquina capaz de cálculo informático no tiene nada de útil. Sugiere que nuestro interés debiera volcarse a las prácticas culturales y necesidades sociales que promueven procesos de adaptaciones, perfeccionamiento de habilidades y sustitución de creencias, por cuanto tendríamos que advertir que, de sumarnos al entusiasmo de los cognitivistas, tenderíamos a confundir las cosas, pues
comprender cómo operan los equipos informáticos es una cosa, pero entender los usos que se les da es algo muy distinto. La comprensión de los circuitos eléctricos, ya se trate de los de las neuronas o de los chips informáticos, no contribuye en nada a la comprensión de las vías que han seguido los primitivos programas informáticos de la década de 1950 para evolucionar y convertirse en las sofisticadas aplicaciones de los noventa, de la misma manera que tampoco nos ayuda a comprender cómo llegaron a sustituirse los gruñidos por afirmaciones (Rorty 2010: 312-313).
El optimismo logicista y cibernético de peirceanos y cognitivistas nos estaría induciendo a contemplar el cerebro como un universo de conexiones neuronales dotado de una legalidad propia. El costo de esta ambición supone apartarlo tanto de la fantasía y el deseo, como de las presiones del medio sociocultural.
Pero, si pasamos de los relatos policiales y de la filosofía (de la mente y del lenguaje) en que la actividad cerebral se reduce a las prestaciones de una computadora, a la más reciente ciencia ficción, nos topamos con que la cosa no cambia sustancialmente. Actualmente, contamos con un formidable conjunto de películas y series que siguen insistiendo en esta semejanza.
Proponemos detenernos en una ficción que nos resulta reveladora para extender esta modesta reflexión en torno al cerebro, la memoria y las máquinas. Deseamos ligar el denodado trabajo de Holmes, dedicado a contribuir al despersonalizado “uso científico de la razón” (Doyle, 2014a: 363), con nuestra más reciente ambición objetivista por convertir la memoria en un dispositivo infalible.
A través de la ya consagrada serie Black Mirror, de Netflix, obtenemos una imagen del cerebro que nos llama la atención: la que hace de este un espejo de la realidad. O mejor todavía, vemos que el cerebro se homologa a una máquina fotográfica o una filmadora. Esta metáfora ya fue cuestionada por la investigación neurológica y cognitiva. Lo interesante en torno a ella estriba en el atractivo que la hace difícil de desechar. Hay algo de fascinante en esta representación, algo que vendría a justificar su persistencia.
Esta serie nos la devuelve instalándola en un futuro en que neurodispositivos rescatan lo que perdemos del foco de la conciencia. En esta ficción, la tecnología del mañana pone a disposición fragmentos objetivos de la realidad capaces de desmentir nuestro propio deseo e imaginación. Creemos que algunos episodios juegan con la posibilidad de concebir la información neuronal como datos fijos e indelebles.
Aunque la ficción televisiva apuesta a este mito social, explotándolo de manera impecable, omite muy rápido un testimonio proveniente de la psicología clásica: la falibilidad de la memoria humana. Es a esta cuestión a la que recurrimos para explicar el atractivo que ejerce este relato, en que nuestro cerebro se parece a una máquina que registra fidedignamente el entorno.
Que el cerebro sea considerado como una base de datos tiene, creemos, en el ámbito de la filmografía, una historia interesante. De esta podemos brindar unos retazos.
Nuestro rápido repaso inicia en el que estimamos es un valioso antecedente. Total Recall, de 1990, conocida como El vengador del futuro, dirigida por Paul Verhoeven, y protagonizada por Arnold Schwarzenegger. En esta película, vemos al actor personificando a Hauser, quien trabajapara el villano Cohaagen. Manipulado por su jefe, busca infiltrarse en un grupo de mutantes que representan una resistencia en el planeta Marte. Para ello, asume la identidad de Douglas Quaid, debido a que su memoria le fue borrada. Con la finalidad de viajar al planeta, compra un paquete turístico, pero el proceso de implante falla, lo que suscita una aventura decepcionante en la que descubre su verdadero propósito desmentido por el deseo de ayudar a los desvalidos. En esta historia, el cerebro puede ser afectado por recuerdos de una virtualidad que no llega a diferenciarse de las experiencias reales, al punto de renegar de su verdadero pasado.
En la remake de 2012, de Len Wiseman, el actor Colin Farrell protagoniza un procedimiento novedoso. En esta historia, Douglas Quaid recibe el mismo tratamiento inductor de recuerdos, proceso que supondría una cabina, una pantalla para la cabeza e inyecciones, pero se agregan otros elementos, como sondas y electrodos. Durante la escena de eliminación de la memoria e implantación de nuevos recuerdos, el protagonista es sometido a una intervención, en la cual su cerebro es escaneado y observado a través de proyecciones de información, del mismo modo en que se proyecta un video en una pantalla. Lo curioso aquí es que el cerebro logra representarse gráfica e informáticamente: es expuesto como una base de datos pasible de lectura.
Un caso más o menos semejante, aunque menos explícito, lo encontramos en Eternal Sunshine of the Spotless Mind, de 2004, dirigida por Michel Gondry. Menos futurista, El eterno resplandor de una mente sin recuerdos nos propone la historia de Joel y Clementine, interpretados por Jim Carrey y Kate Winslet. Ambos empujados por el desamor, deciden someterse a un tratamiento clínico para suprimir los recuerdos de su relación. La empresa Lacuna les ofrece un servicio indoloro que se practica durante el sueño. Señalamos una escena interesante: Joel, tal vez inconscientemente, intenta detener la operación de eliminación de sus recuerdos mientras sueña. Impotente, durante esta situación, no tiene otra opción que la de crear, en compensación, al menos un recuerdo que le va a servir para recuperar a la mujer amada. En esa nueva imagen, ella le solicita a él reunirse en Montauk (un pueblo ubicado en la costa sur de Long Island, Nueva York), el lugar donde alguna vez realmente se conocieron.
Estas historias nos resultan significativas porque nos hablan de una memoria falible. El cerebro guarda recuerdos que pueden mudar o redefinirse, pero no recuperarse de manera fidedigna. La memoria no puede distinguir claramente entre el artificio (la creación o el implante) y lo verídico (lo auténtico o lo originario).
Con ellas nos ubicamos lejos de Doyle. La memoria no se parece al viejo ático, al depósito o al baúl que conserva lo que la percepción confiadamente le delega. Estas ficciones impiden la prolongación de la noción de una memoria que mantiene inalterable sus contenidos. Total Recall y Eternal Sunshine of the Spotless Mind tienen la virtud de enseñarnos que el almacenamiento de información es problemático y confuso.
Lamentablemente, no pueden contarnos que esto es así debido a que la percepción responde a un acto creativo. O sea que nuestro sistema perceptivo no busca reflejar la realidad en nuestro interior, más bien la construye, y lo hace siguiendo las pautas de un boceto interno.
En relación con esta labor constructiva, es aleccionador El cerebro. Nuestra historia, de David Eagleman. Este trabajo de divulgación nos descubre que nuestra actividad perceptiva es menos reproductiva de lo que estamos inclinados a creer. Por lo cual, pregunta y responde, siguiendo lo que ya es una certeza proverbial:
¿Por qué el mundo parece estable cuando lo miro? ¿por qué no parece tan espasmódico ni me produce náuseas como ese video mal tomado? El motivo es el siguiente: su modelo interno se basa en la suposición de que el mundo exterior es estable. Sus ojos no son cámaras de vídeo: simplemente exploran para encontrar más detalles con los que alimentar el modelo interno. Usted no ve a través de las lentes de una cámara, sino que sus ojos recogen datos con los que alimentar el mundo que hay dentro de su cráneo (Eagleman, 2017: 73).
En Black Mirror nos topamos con dos capítulos que exponen lo contrario. Y, en consecuencia, nos devuelven a la memoria inhumana que fija y conserva información percibida como si se tratara de un input objetivo.
“The Entire History of You” (“Toda tu historia”), tercer capítulo de la temporada 1, dirigido por Brian Welsh, y “Crocodile” (“Cocodrilo”), tercer capítulo de la temporada 4, dirigido por John Hillcoat, exponen un futuro en que nuestros cerebros pueden recuperar y proyectar los recuerdos a través de dispositivos tecnológicos que se anexan a la cabeza.
En estos dos capítulos, los contenidos mnémicos son materia neutra y objetiva que puede ser puesta a la consideración de los demás. Así, el cerebro se transforma en un reservorio de percepciones que se tornan escenas y fotografías que los otros pueden apreciar.
“The Entire History of You” es un episodio controversial que acontece en una sociedad alternativa donde las personas portan un pequeño artefacto implantado detrás de sus orejas. Este instrumento les permite retener todas las imágenes ópticas y proyectarlas como en un televisor, de manera tal que en una pantalla bidimensional se puedan repasar, a modo de películas o fotogramas, todos los episodios de la vida. Así, los recuerdos pueden ser recuperados y, si se quiere, analizados minuciosamente: adelantando, atrasando, ampliando o disminuyendo su contenido. Esta optimización de la capacidad mnémica proporciona a cualquiera la facultad de acceder y visualizar las vivencias propias o ajenas.
Liam Foxwell, el joven abogado protagonista, comienza a sospechar una posible infidelidad por parte de su esposa Ffion. Decide someter ciertos fragmentos de su memoria a una meticulosa inspección, y estos, luego de reiteradas reproducciones, revelan indicios más que evidentes de una relación extramarital. Debido a ello, encara a Jonas, el amante de su mujer, y, luego de una violenta discusión, Liam lo obliga a eliminar todos los recuerdos donde ella aparece. Sn embargo, Jonas no puede ocultar el recuerdo de su último encuentro sexual con Ffion, que temporalmente coincide con la concepción de la hija de Liam. Esto lleva a Liam a presumir que su paternidad fue una farsa, y, cuando regresa a su hogar, atormentado, confirma sus sospechas tras forzar a su mujer a que delate los recuerdos que la incriminan.
Ya no hay otro pendrive que el mismo cerebro. Este puede conectarse a las pantallas y reproducir lo que ha percibido. Incluso, logra examinar sus propios contenidos como si fuesen percepciones ajenas.
En discrepancia con la idea del cerebro como una computadora o cámara fotográfica, Eagleman precisa:
En el modelo tradicional de la visión, la percepción es el resultado de una secuencia de datos que comienza en los ojos y acaba en algún punto misterioso del cerebro. Pero, a pesar de su simplicidad, esta idea de la visión como una línea de montaje es incorrecta.
De hecho, el cerebro genera su propia realidad, incluso antes de recibir información procedente de los ojos y de los demás sentidos. Es lo que se conoce como modelo interno (Eagleman, 2017: 69).
“Cocodrile” es un capítulo sombrío de difícil digestión. Narra una cadena de sucesos atroces en los que la protagonista, Mia Nolan, una reconocida arquitecta, intenta esconder sin éxito un secreto turbio de su pasado: la complicidad para deshacerse del cuerpo de una persona atropellada por su amigo Rob.
Años después de aquel atropello, Rob, movido por la culpa, la contacta para comunicarle su decisión: quiere confesar lo sucedido. Dado que ella tiene una vida familiar y laboral próspera, intenta disuadirlo de declarar el crimen. Ante la negación rotunda de Rob, ella se ve empujada a asesinarlo. Un momento después, Mia, desde la ventana de su hotel, atestigua un accidente vial, que luego será investigado. Con la intención de esclarecer este hecho, interviene una abogada de la aseguradora contratada, llamada Shazia.
A pesar de los esfuerzos infructuosos de la arquitecta, todo empeora en cada oportunidad de ocultamiento. Sumando una serie de desenlaces irreversibles, Mia hace todo lo posible para ocultar su primer crimen con más muertes. Sin embargo, su propia memoria es aquello que amenaza con delatarla: por más que lo intenta, nunca podrá ocultar lo sucedido.
Es así que, en este escenario futuro, existen dispositivos tecnológicos capaces de recuperar recuerdos que son utilizados por la policía para la resolución de crímenes. Aparatos que también se encuentran disponibles para empresas de seguros de vida, cuya finalidad es investigar y determinar los hechos en siniestros o accidentes. De ello se vale Shazia, quien procede investigando a todos los testigos del accidente, hasta llegar a Mia, que, a pesar de las evasivas dadas, debe someter su memoria al escrutinio del Recaller (una suerte de unidad de acceso a los recuerdos de los testigos para la reconstrucción de situaciones lesivas). Shazia descubre lo inevitable: entre los recuerdos de Mía, ve la muerte de Rob.
Para evitar que este delito sea denunciado, Mia asesina a Shazia y a su familia. Irónicamente, una mascota presente en el lugar se convierte en el único testigo para la policía. En su memoria quedan plasmados los datos cruciales referidos a crímenes cometidos por la arquitecta. Finalmente, lo que vemos termina por inculparnos o forzarnos a la testificación.
Creemos que “The Entire History of You” y “Crocodile” nos confrontan con la metáfora del cerebro como una cámara fotográfica y como una filmadora, pero también con la metáfora del disco rígido o el pendrive: una memoria similar a las de las computadoras o celulares capaces de almacenar datos sin corromperlos. Estas metáforas, en definitiva, nos incitan a ver en el cerebro una realidad positiva y transparente.
Encontramos algunos antecedentes en películas que son fáciles de relacionar a la idea de la mente como una computadora. En estos films, la información puede ser almacenada en el cerebro a modo de un disco rígido. Ejemplos de esta capacidad los encontramos en Matrix, de 1999, dirigida por Lana Wachowski y Lilly Wachowski, o Elysium, de 2013, con dirección de Neill Blomkamp. Claramente, observamos que en ambas el cerebro se ofrece como una increíble fuente de datos.
Además, le damos cabida a Lucy, de 2014, dirigida por Luc Besson, película significativa porque nos muestra el cerebro de la protagonista excediendo el rendimiento corriente y por absorción de ingentes cantidades de información. Bajo estimulación psicofarmacológica, el cerebro de Lucy logra percibir el entorno de forma extraordinaria: registra y retiene los más mínimos detalles del espacio que la rodea, manipulando las imágenes como si pudiera moverse alrededor de ellas. Filma y repasa en cámara lenta lo que acontece en torno suyo. La realidad se le vuelve táctil: desliza sus manos como si estuviera manipulando una tableta. Al mismo tiempo, su extraordinario sistema perceptual se mueve como un dron que confirma y enfatiza la tridimensionalidad del entorno.
En divergencia a esta concepción del cerebro maquinal y computacional, Byung-Chul Han advierte que hemos avanzado en la amplitud de la mirada. Ahora, el interior de nuestro cráneo ya no esconde nada a nadie. Pero, si llegara a parecerse a una máquina que se expresa algorítmicamente, agotaría sus misterios tan rápido como su espontaneidad:
Sin duda, el alma humana necesita esferas en las que pueda estar en sí misma, sin la mirada del otro. Lleva inherente una impermeabilidad. Una iluminación total la quemaría y provocaría una forma especial de síndrome psíquico de Burnout. Solo la máquina es transparente. La espontaneidad, lo que tiene la índole de un acontecer y la libertad, rasgos que constituyen la vida en general, no admiten ninguna transparencia (Han, 2017: 14).
Ya lo habían asegurado Jean Baudrillard y Gianni Vattimo, estamos obsesionados por transparentarlo todo. Nuestras sociedades se consuman en un cientificismo obsceno y en una tecnologízación pornográfica que desmonta y analiza toda entidad que se resguarde en el plano de la intimidad y de la reticencia. Hemos vuelto insoportable nuestra convivencia con objetos y prácticas que nos impongan tapujos y reservas.
Dentro de este sueño de la transparencia absoluta, la memoria jamás se parece a una ciénaga en tinieblas que funde caprichosamente lo que es percibido. El cese de la espontaneidad sería equivalente a la eliminación de la creatividad. Esta es el producto de la intervención inconsciente del deseo y de la imaginación. Por ende, la obligación de transparentar nuestro cerebro subestimaría la importancia de esta mediación.
En la imagen del cerebro como una máquina que retiene datos inalterados e inalterables, se nos niega una gran enseñanza de Sigmund Freud, que ha servido como línea directriz de las investigaciones en neuropsicología. Esta aduce que no hay recuerdo que escape al influjo de las angustias y anhelos del psiquismo. Trabajando en torno a los relatos sobre traumas provocados por abusos sexuales, el padre del psicoanálisis advirtió que
estos recuerdos –traídos a la luz por efecto de la hipnosis o durante el análisis– eran verdaderos y que era preciso darles crédito; pero pronto juzgó que se trataba de fabulaciones, y que los recuerdos de esos (supuestos) abusos sexuales eran, en realidad, “recuerdos pantalla”: distorsiones o proyecciones que, a través de imágenes visuales “inventadas”, representaban los deseos o los conflictos inconscientes del paciente, o bien operaban de modo tal que no se afrontara lo que realmente había sucedido (Oliverio, 2013: 138-139).
Podemos reforzar este argumento a favor de la falibilidad de la memoria comentando el estudio Dislocations de Robert Storr, citado el neurocientífico italiano Alberto Oliverio en su pequeño volumen Cerebro. Allí, señala que las imágenes artísticas que pudiéramos contemplar en un museo, por ejemplo, se disgregan en nuestra memoria. Jamás conseguimos captarlas sino a costa de omisiones y alteraciones, lo que significa que los contenidos de la percepción pasan por filtros de adulteración y descomposición. Estas imágenes, entonces, se encuentran a merced de procesos selectivos que varían de un observador a otro, por lo cual nunca podemos recuperar la totalidad compuesta de lo que vemos en un cuadro, pero sí logramos rememorar fragmentos o episodios significativos para nosotros.
La investigación de Storr nos revela que la memoria no es del todo eficaz para retener un conjunto complejo de impresiones. En este sentido, la memoria relativiza lo que percibimos de nuestro entorno y, en consecuencia, se torna poco confiable. Pero esta falta de confianza en ella solo se postula ante la pretensión de una captura fidedigna de la realidad, o sea, de una captación sin pérdidas ni defectos. Para Oliverio esto quiere decir que “la mente […] es evidentemente distinta de una computadora o de una cámara fotográfica: puede apoderarse de detalles, pero selecciona solo algunos para su trabajo de reconstrucción” (Oliverio, 2013: 133).
Nuestra memoria, además de conservar porciones o parcelas de realidad percibida, también puede modificar y recrear escenas. Sus procesos archivológicos desconocen el prurito de la precisión. Por eso, Oliverio agrega que las migajas que conforman el patrimonio de la memoria no se mantienen intactas o indemnes. Hay un trabajo de la memoria, una labor constructiva que consiste en revivir contenidos modificándolos. Así, las experiencias sensoriales siempre se encuentran sometidas a las contingencias de una memoria falible. Es más, las huellas mnémicas ni siquiera representan astillas que guardan una estrecha relación con el mundo físico. No se unen a la realidad ni componen un cuadro de esta, como pudieran hacerlo las piezas de un puzle:
Con frecuencia, no se trata ni siquiera de detalles verosímiles –como las piezas de un rompecabezas que, reunidas, permiten reconstruir la imagen o el recuerdo verdadero– sino de indicios que pueden ser útiles para el “trabajo” de la memoria (Oliverio, 2013: 133).
Los fragmentos mnémicos no se ensamblan de manera exacta y adecuada entre sí, y menos aún consiguen hacerlo con los objetos y sucesos de la realidad. Eagleman y Oliverio rechazan nuestras fantasías mecanicistas y computacionales por las cuales mantenemos un trato directo y no problemático con nuestro entorno. En definitiva, estamos impedidos de filmar y fotografiar lo que acaece en el mundo físico, y mucho menos de acumular impresiones sensoriales librándolas de nuestra intervención.
Jorge Luis Borges había calado este asunto con perspicacia. Y de un modo exquisito vaticinó la desdicha del memorioso.
Es una ironía que nuestra cultura tecnocientífica invierta mucha energía en el anhelo de un futuro en que la especie humana esté dotada de cerebros transparentes y memorias objetivas. Precisamente, de conseguirlo nos veríamos privados de una existencia bendecida por el olvido y las ensoñaciones.
Acaso, ¿no era esta la penosa y macilenta vida del prodigioso Ireneo Funes?
Bibliografía
Doyle, Arthur Conan (2014a). Obras completas de Sherlock Holmes, Tomo 1 (Estudio en Escarlata – El signo de los cuatro – El sabueso de los Baskerville). Díada: Buenos Aires .
Doyle, Arthur Conan (2014b). Obras completas de Sherlock Holmes, Tomo 2 (El valle del terror – Las aventuras de Sherlock Holmes). Díada: Buenos Aires.
Doyle, Arthur Conan (2014c). Obras completas de Sherlock Holmes, Tomo 3 (Memorias de Sherlock Holmes – La reaparición de Sherlock Holmes). Díada: Buenos Aires.
Eagleman, David (2017). El cerebro. Nuestra historia. Anagrama: Barcelona.
Han, Byung-Chul (2017), La sociedad de la transparencia. Herder: Buenos Aires.
Oliverio, Alberto (2012), Cerebro. Adriana Hidalgo: Buenos Aires.
Rorty, Richard (2010), Filosofía como política cultural. Escritos filosóficos 4. Paidós: Barcelona.
- Profesora en Filosofía y ciencias de la educación. Tesista de la licenciatura en Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, UNCa.↵