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6 Los cursos de vida lésbicos

Esta segunda parte, llamada “Las Viejas”, se inaugura con los modos de envejecer de las mujeres lesbianas mayores. Al igual que en los capítulos anteriores, también aquí se estudian los cursos de la vida que ellas han desarrollado. Por lo tanto, se podrán encontrar elementos equiparables al envejecer de los varones homosexuales-gays, como así también diferencias.

Asimismo, el modo de aprehender el objeto de estudio desde lo teórico y metodológico será de las mismas características a las empleadas hasta el momento. A saber, se partirá de fenómenos globales que habrían repercutido en la sociedad toda y en la diversidad sexual, para luego indagar en las especificidades del envejecimiento de las lesbianas mayores.

A esta altura del trabajo, los fenómenos que en esta tesis son considerados como puntos de inflexión son ampliamente conocidos, por lo que enumerarlos nuevamente sería reiterativo. No obstante, en casos específicos –sobre todo en los que el envejecer lésbico se distinga– serán recapitulados.

A su vez, algunos de los tópicos que en este capítulo se analizan versan sobre la triple discriminación de la que son objeto las lesbianas (Kehoe, 1986) además de la sufrida por la edad y su orientación sexual, del mismo modo que el peso que pudiera haber tenido en sus vidas el “deber ser” de la maternidad u otros roles asociados al género femenino. También, al igual que con los otros dos grupos estudiados, se indaga cómo han sido sus salidas del closet y sus relaciones familiares, cómo han sido sus parejas, su vida social, entre otras.

Dicho esto, pasaré entonces a caracterizar las trayectorias de las lesbianas mayores, sus memorias e historias de vida, para conocer los puntos de inflexión que habrían dado un tipo diferencial de vejez.

I. Una triple discriminación. “Deber ser” e intentos por no ser descubierta

A simple vista, y luego de observar la discriminación de la que pueden ser objeto los varones homosexuales, se puede imaginar que la combinación de la homofobia y el viejísmo conocerán un tercer aspecto en lo que al envejecer de las mujeres lesbianas compete: la misoginia y el machismo, ambos desvalorizando a las mujeres (Bourdieu, 2010a; Cosse, 2010).

Ya se ha visto lo que es pertenecer a una minoría sexual estigmatizada y ser socializado en marcos que tildaban de enfermo y perverso la disidencia sexual. Se pudo observar también la implicancia que tiene ser viejo en una sociedad de mercado que pregona la juventud como un valor supremo sinónimo de dinamismo y aptitudes, posicionando a la vejez en el lugar de lo obsoleto y lo frágil. De esta forma, aunque con intereses políticos y económicos distintos, la vejez y la homosexualidad fueron consideradas enfermedades. La primera una enfermedad física, la segunda una enfermedad psicológica-mental.

Será entonces objeto de este capítulo analizar qué sucede cuando a esta dupla de desvaloraciones le agregamos el desprecio al género femenino. Pero no sólo eso, sino también inquirir qué ocurre con las mujeres lesbianas cuando envejecen teniendo que llevar adelante los roles asignados por la sociedad, como por ejemplo ser madres, esposas, preocuparse por su belleza y cuidados, entre otros (Yuni, Urbano y Arce, 2003).

En ese sentido, el testimonio de Norma y Ramona (de 74 años), dos de las entrevistadas para esta sección, es gráfico para comprender cómo vivencian las propias personas mayores la combinación de componentes como el edadísmo, la homofobia y el machismo:

Norma: creo que nosotras hemos atravesado tres barreras de un golpe: somos lesbianas, viejas y mujeres. Porque por lo general, y eso es algo que está establecido y todo el mundo lo sabe, el sexo y la tercera edad están separados. Los hijos, los nietos dicen ‘mis abuelos, mis papás, el sexo no’. Tengo amigas viejas que están convencidas que la mujer cuando tienen la menopausia ya no sirve más. Es verdad que el deseo disminuye, pero disminuye porque la presión psicológica es mucha. Además está la cuestión de la estética, de la belleza. Ser joven es lo bello, ser viejo es feo. ¿Por qué alguien se enoja porque le dicen viejo? Porque al decir viejo estas negándole un montón de actividades que todavía puede y que no le dejás porque es viejo.
Ramona: Está tan instalada la discriminación a los viejos que uno no se da cuenta” (Norma y Ramona, 74 años).

Es sabido que las mujeres en general, heterosexuales o lesbianas, han sido consideradas históricamente el “sexo débil”. A lo largo del tiempo, con falsos argumentos científicos, políticos y morales-religiosos, entre tantos otros, se ha tratado de justificar que su lugar era el hogar y que sus aptitudes debían versar sobre el cuidado de la familia y las tareas domésticas (Miranda, 2011). De esta forma, se le fueron negados variados derechos, tales como económicos, políticos y civiles. También se les fue negada su agencia en general. Como por ejemplo la sexualidad con fines no reproductivos.

Así, la mujer debía ser ama de casa, madre y esposa (Cosse, 2010; Rodríguez Gusta, 2008). El goce quedaba como una asignatura pendiente. Ese fue el marco en el que muchas mujeres lesbianas mayores fueron socializadas.

Debieron a regañadientes incorporar ese sistema de normas que les decía el papel que debían desempeñar en esta sociedad. Fue así que gran parte de las lesbianas que he entrevistado se casaron con una pareja heterosexual y tuvieron hijos, postergando su sentir hasta después de los 40 años. Otras, en cambio, si bien no llegaron a tener hijos, contrajeron matrimonio o bien tuvieron durante gran parte de su vida una relación de pareja heterosexual.

En ese sentido, un dato relevante que emerge del trabajo de campo es que sólo siete de las veinticinco entrevistadas que seleccioné de mi investigación para elaborar este capítulo, no tuvieron hijos. Asimismo, de las dieciocho adultas mayores que son madres solamente una fue en el seno de una pareja del mismo sexo.

Por otro lado, solo una no se emparejó nunca con un varón –ni siquiera transitoriamente– y es también la única que descubrió su “tendencia” antes de los 30 o 40 años. El resto de ellas asegura haber “sentido una atracción de adolescente” (Mónica, 74 años) pero no llevarlo a la práctica porque “eran esos juegos de la infancia. Nada serio, pensaba” (Dora, 79 años).

Cabe aclarar que “tendencia”, a diferencia de los varones gays-homosexuales, es la palabra que utilizan con mayor frecuencia las mujeres entrevistadas para definirse. Pocas veces utilizaron conceptos como “condición”. Tampoco fue frecuente que emplearan denominaciones como “ambiente” o “entendidos/as”. Sin embargo, ésta puede ser solamente una de las diferencias entre ambos grupos.

De esta forma, será tarea de esta sección averiguar cómo perciben estas mujeres su envejecimiento, su sexualidad y de qué forma se ha dado el proceso de reconocimiento identitario de un grupo que a priori parece tener una mayor invisibilidad que el anteriormente analizado.

II. Un nuevo despertar. Señalamiento de algunas características

En este apartado comenzaré a señalar algunas de las principales características que distinguen el envejecimiento de las lesbianas.

Quizás uno de los primeros tópicos a marcar es que, a diferencia de la mayoría de los varones homosexuales que acusaron haber sentido su “orientación” desde siempre, las mujeres lesbianas entrevistadas también argumentan haberlo sentido en edad temprana –como su adolescencia– pero tomarlo como un juego o una broma y dejarlo puertas adentro “a ver si se pasaba” (Paulina, 92 años).

Durante mucho tiempo, reprimir ese sentir fue la solución que encontraron ante los posibles embates discriminatorios. Preservar el matrimonio y/o a los hijos, cuidar el puesto laboral y que la “gente no piense mal” de ellas (Paulina, 92 años), eran algunos de los motivos por el que acallaron las voces de su deseo:

(…) no sé si en mi familia pensaba que tenía muchas amigas. Yo decía que me juntaba con mis amigas a tomar el té en una confitería. Prefería eso y que la gente no piense mal (…) También inventé una relación con un hombre casado que era compañero del trabajo. Él tenía una hija, pero era homosexual (…) entre los dos nos cubríamos (Paulina, 92 años).
Con María [una ex pareja] lo que hacíamos para el verano era alquilar una casa en la costa con otra pareja de amigos gays. Entonces para la gente parecía que éramos dos parejas normales (Alejandra, 62 años).

El silencio, una idea de normalidad y el aparentar son los primeros elementos que emanan de estos testimonios. Pero primero es importante detenerse a indagar en otros de los puntos en los que estas trayectorias se equiparan y que da nombre a esta sección.

Uno de los primeros puntos en los que sus cursos de vida son comparables es respecto a que todas ellas se sintieron atraídas por otra persona del mismo sexo en su adolescencia o juventud, pero no lo manifestaron hasta su mediana edad, aproximadamente a los 40 años, motivo por el cual otro punto de equivalencia es el hecho de –motivadas por el influjo social– haberse autocensurado.

Si bien las razones de esa auto-represión pueden al igual que en los casos de envejecer homosexual ser comprendidas desde la lógica de las “carrera de desviado” y “la profecía autoconfirmatoria”, en un punto no menor se diferencian ambos cursos de la vida. No parece existir una “doble vida lésbica” en los términos en los que fue comprendida en los capítulos anteriores.

Así mientras la “doble vida” de los varones homosexuales-gay que consistía en disfrazar su orientación sexual públicamente para vivenciarla en su mundo privado, para el caso de las mayores lesbianas parece no aplicarse exactamente con el mismo sentido. A diferencia de los varones, en su gran mayoría ellas no plantearon un doble estándar de sus vidas combinando lo público con lo privado. Por el contrario, directamente, y durante muchos años, sólo conocieron el mundo de una impostada pantomima de heterosexualidad.

De esta forma, no se podría decir simplemente que se tratara de una “doble vida”, sino de una “vida doble”. Si bien a simple vista esta distinción parecería un mero eufemismo, la misma es explicable desde la lógica en la que se fueron suscitando sus trayectorias: primero tuvieron una vida en la que sus deseos y sentires fueron totalmente ignorados y, años más tarde, una vida en la que siguieron ese sentir; una vida de un nuevo despertar.

Tal es el caso de Lidia de 83 años quien recuerda que “es como que hubo una energía que me empujó a los 60 años a dar la cara. Porque yo no me conocía como lesbiana. Estuve casada treinta años. Tuve tres hijos”. Como sugiere en su testimonio, Lidia pudo recién asumir su sexualidad cuando comenzaba a ingresar en la vejez y luego de cumplir con el mandato social de la maternidad. De tal forma es entendible que la entrevistada compare su sentir al de una fuerza mayor que la reorientó o, en sus palabras, a una “energía que la empujó”. También comenta sentirse “muy valiente” de poder asumirse a esa edad: “yo había escuchado que con la edad se mueren las neuronas. Y es verdad. Pero las que quedan vivas tiene más espacios. Una persona mayor puede ver la realidad como un joven no puede”. Empero, ésta no es la única referencia que se puede encontrar respecto a la liberación que sintieron las mayores lesbianas al dar(se) cuenta de sus deseos. En la misma línea se pueden incluir los siguientes testimonios:

La verdad es que cuando pude escucharme… y escuchar lo que me pasaba, sentí como que volvía a nacer. Como que tenía otra oportunidad (Alcira, 61 años).
Cuando era chica, recuerdo que un día yendo al colegio en Tucumán… no sé, tendría unos 12, 13 años, vi a una chica en la calle que me encantó. Aunque todavía no sabía qué me pasaba. Pero con el tiempo me olvidé (…) Después a mediados de los ’70 sentía que me estaba ahogando en Tucumán. Entonces me vine para Buenos Aires que tenía una prima (…) Le dije a mi prima lo que me pasaba y ella me confesó que también era gay[1] (…) Fue un alivio terrible. Me sentí viva (Estela, 69 años).
¿Sabés cómo se siente? Como que estabas adormecida… pero peor, porque la que se reprimía era yo. Entonces es como despertarte (…) como que estás en una fantasía y podés salir de ahí y darle rienda suelta a esa tendencia (Soledad, 59 años)

Una vez que esa “tendencia” y ese deseo fueron escuchados, puede darse el caso de una “doble vida” en los términos estudiados con anterioridad. En consecuencia, también desarrollaron una “doble vida” adecuándose a los patrones heterosexuales de la época y la cultura, llevando a cabo algunos de los objetivos del “deber ser” estipulado para una mujer.

No obstante, si bien las entrevistadas sugieren que pudieron “despertarse”, es inevitable pensar en la contracara a la que aluden sus testimonios: el estar “dormidas” o “adormecidas”. Por lo tanto, a pesar de que pudieron reconocer ese sentir, también tuvieron grandes impedimentos respecto al auto-reconocimiento de su propia orientación sexual o “tendencia”. Entre los motivos principales encontrados con mayor regularidad está el “miedo a la familia”, el cumplir con mandatos sociales y la discriminación en el trabajo y la calle

Pasemos a ver entonces cómo se han ido constituyendo los cursos de la vida de las personas mayores lesbianas en diversos ámbitos e instituciones cómo pueden ser la familia y el trabajo. A su vez, profundizando sus trayectorias familiares y laborales, será importante relevar qué hitos significativos o puntos de inflexión, entienden ellas, emergen de allí.

III. Obstáculos en el auto-reconocimiento y en la salida del closet

III. I. La familia, el ‘deber ser’ y la pareja heterosexual

En este apartado se verá el rol que ha jugado la institución familiar sobre los cursos de vida lésbicos. Entendida en un sentido amplio, la misma abarca desde lo que se podría denominar las “familias heredadas” –a saber, las compuestas por los progenitores; aquellas que uno no elige: las familias de origen–, hasta las “familias construidas” –en donde se podrá indagar en el “deber ser” maternal que habrían tenido que llevar adelante–.

Efectivamente, el papel de las familias, en estos dos sentidos señalados, ocupa para las entrevistadas un lugar nodal en sus (o intentos de) salidas del closet. El temor a la reprimenda de padres, hermanos o hijos es uno de los principales límites a la hora de poder asumir su orientación sexual. Las siguientes citas son esclarecedoras en ese aspecto.

Nunca quise decir nada (…) No quería que mi hijo supiera y le hiciera mal. No sé, que le pudiera agarrar un brote psicológico (Cristina, 69 años)
Yo creo que mis hijos sospecharon, ¿pero para qué voy a decirle? ¿Mirá si es una idea mía que sospechan y les cago la vida? (Ana María, 64 años).
Ya soy abuela (…) decirlo ahora no sé qué sumaría (…) ¿y si mis hijos no me dejan ver a mis nietos después? (Mabel, 65 años).
Mi papá siempre fue un tipo muy inteligente, para mí que se dio cuenta (…) una vez le quería decir, tendría unos veinticinco o treinta años pero la verdad que tenía miedo de que le subiera la presión y el viejo se nos fuera (Eva, 61 años).
Con uno de mis hermanos siempre me llevé muy bien. Éramos muy amigos (…) Entonces pensé en decirle primero a él, para que me ayudara a ver cómo encaraba a mis viejos (…) Me dijo que mejor me calle, que era darle un disgusto a nuestro papá (Alejandra, 62 años)

Como se puede ver, si bien en los testimonios las entrevistadas concuerdan en que parte de la auto- represión radica en sus familias de origen, ellas también entienden que ese no es el único impedimento. Atado a los roles de género, ellas encuentran que parte de las explicaciones de estos obstáculos se deben al “deber ser” de la mujer; principalmente al hecho de “tener que” armar una familia propia o ser su sostén. Por ejemplo, Cristina de 69 años señala que “es tal la presión social que me terminé casando muy joven”.

Otro tópico sobre el que las entrevistas se equiparan refiere a que muchas de ellas dicen haber “adoptado” a los hijos que sus parejas lesbianas habrían tenido durante matrimonios heterosexuales. A pesar de no haber participado en su gestación, ni en su proyecto de vida, ellas argumentan sentirlos “como propios” ya que colaboran en su educación, crianza y formación, convirtiéndolas, como señala Estela (69 años), en una familia. Como señalan Barros Lezaeta y Muñoz Mickle –en una definición que también puede aplicarse para indagar en los otros colectivos estudiados en esta tesis–, las familias presentan dos modos de funcionamiento que le dan sentido:

Una, como un conjunto de personas unidas a un sentimiento de pertenecer a un grupo de parentesco y vinculadas por lazos de solidaridad y afecto. La otra como una unidad compleja de cooperación. La familia es un grupo que tiene recursos humanos, económicos y expresivos para satisfacer las necesidades de sus miembros, los protege en caso de necesidad y se intercambian cuidados (Barros Lezaeta y Muños Micle, 2003: 24).

Como se podrá ver, ambos requisitos para ser consideradas familias son cumplidas por las uniones homoparentales. Uno de estos, es por ejemplo el caso de Estela (69 años), quien si bien no llegó a tener hijos biológicos siente que de alguna manera los “adoptó”:

No sé si me hubiese gustado ser madre o no. En aquella época [mediados de los años 1970] era impensado para dos mujeres. Ni se te ocurría. Por un lado capaz querés, pero por otro ni se te viene a la mente (…) Pero de algún modo igual cumplí ese papel. ¿Viste que dicen que hay que plantar un árbol, tener un hijo…? Bueno, de algún modo cumplí. Porque el padre de Marcela [su pareja en aquel entonces], se había divorciado y vuelto a casar. Y había tenido un bebé. Entonces Marcela tenía un hermanito que por la edad podía ser su hijo. Encima a mí me eligieron como la madrina. Así que lo sentí como un hijo (…) Después cuando conozco a Susana [nueva pareja a finales de los años 1990], ella ya tenía un nene chiquito de una relación con un tipo (…) Al nene lo criamos como propio… como una madre adoptiva (Estela, 69 años).

Un caso distinto es el de Alejandra, que si bien también quiso ser madre, no claudicó ante la obligación social-moral de casarse con un varón y armar una familia:

En un momento de mi vida tuve interés de tener un hijo. Tendría cuarenta y pico de años (…) Pero había pensado ser madre soltera. Buscar un donante y listo. Después se me pasaron las ganas (…) Cuando la conocí a ella [su pareja] me volvieron las ganas de tener un hijo y volvimos a averiguar e hicimos el tratamiento (Alejandra, 62 años)

El caso de Alejandra es el único de los testimonios recogidos que se trata de una persona mayor que es madre en el marco de una pareja homoparental. Es también quizás una de las entrevistadas que parece estar más convencida y segura con su propia sexualidad, explicación que puede estar atada a su edad –es una de las más jóvenes del grupo seleccionado– como así también a los grupos en los que ella participaba –grupos de teatros, conservatorio y ciclos de cine debate–, donde entiende que había mayor apertura a la diversidad. Por el contrario, esa no fue la suerte de Lidia (83 años), quien recuerda intentos de censura por parte de sus hijos:

El problema lo tuve con mis hijos que me pidieron que no usara mi apellido de casada. Mis hijos se criaron en un ambiente intelectual, de apertura, todo estaba permitido ideológicamente, pero, de repente, tener una mamá lesbiana que se muestra les cayó pésimo (…) Con el tiempo lo aceptaron. Quieren mucho a mi pareja. Pero costó. Una cosa es tener un planteo ideológico, ¿sí? Otra cosa es la realidad, una mamá que se muestra.

En el caso de Lidia se observa como sus hijos le exigieron que dejara de “mostrarse” como lesbiana y que cambiara su identidad. La somera posibilidad de ser asociados a una progenitora lesbiana era para sus hijos sinónimo de deshonra y vergüenza, cuestión que de alguna manera la entrevistada parece justificar. Pero ese no es un caso aislado. En la mayoría de los testimonios, la familia aparece como uno de los principales obstáculos para poder visibilizarse.

Como se podrá ver mediante los testimonios seleccionados, en el momento de reconocimiento de su inclinación, el tener una familia era algo ambivalente y confuso. En efecto, el “deber ser” familiar/maternal, era sentido por ellas más como una obligación y una responsabilidad, que como una decisión o una elección personal.

No obstante, hoy entienden que son cosas distintas y no excluyentes: por un lado su familia y por el otro su sexualidad. De todos modos, concuerdan en que sus pasajes a la adultez mayor pudieron desprenderse de las obligaciones maternales y familiares, lo cual les habría dado mayor libertad. Así, ellas habrían aprovechado ese “nido vacío” para poder darle espacio a su vida sexual postergada. Tal es el caso de Paulina (92 años) quien recién se “animó” a salir con sus “amigas” una vez que ambos padres fallecieron. En el mismo sentido se puede incluir el testimonio de Mónica (74 años) quien recuerda que “hasta que no pude independizarme [de sus hijos], mi vida lésbica era algo nublado. No tenía en claro qué era”.

Si bien todas coinciden en el rol fundamental que juega la familia y el “deber ser” maternal en ese no poder asumirse, ese mandato social no operó sólo al nivel de la “obligación social” de ser madre que las mujeres deberían representar. O mejor dicho, ese papel que debían llevar a cabo estas mujeres necesitó contar con otro escenario –la pareja heterosexual– y otro personaje más –el varón–.

Efectivamente, como arriba quise destacar, parte de los contextos en el que estas viejas lesbianas fueron socializadas se caracterizaron por una impronta machista y patriarcal, que les adjudicó entre sus facultades meros quehaceres domésticos, cercenándoles otras potestades como sus derechos sociales, económicos y políticos. Así también, vieron durante mucho tiempo vedado su deseo sexual sin fines reproductivos. Asimismo, a esa discriminación por su sexo, se le sumó la de la edad –viejísmo– y por su orientación sexual –homofobia–. De ese modo, bajo un contexto carente de leyes (como las aprobadas en los últimos años que permitieron la unión de parejas, la adopción de niños y niñas y el acceso a métodos de reproducción asistida), las pocas libertades con las que contaba una mujer lesbiana de antaño que deseara ser madre quedaban limitadas a una única figura reproductiva: el varón. Es pertinente entonces conocer cómo se desarrollaban esas ilusorias parejas heterosexuales, cuál es el lugar que se le atribuye al sexo opuesto y qué significado tiene para las entrevistadas.

Un punto en el que las entrevistadas coinciden es el de encuadrar su “primer encuentro” lésbico bajo un halo de azar y de casualidad, como así también vincularlo a algo momentáneo y esporádico. Si bien, a pesar de que lo asocian a un “juego” y lo valoran positivamente, lo cierto es que volvieron a mantener prácticas heterosexuales aunque siguieran sintiendo la “necesidad de otra cosa” (Mónica, 74 años), “de algo que un hombre no puede darte” (Alejandra, 62 años).

Durante un tiempo como que no estás muy segura. Querés una cosa, después querés otra. Pensás que lo que estás haciendo está mal y que ya se va a pasar. Entonces ahí fue que volví con un novio de la adolescencia que años después fue el padre de mis hijos. Con él no estaba bien, pero no me podía quejar tampoco (Mónica, 74 años).
Me acuerdo que a principios de los ’70 había salido un informe, no sé si en la radio o en la televisión, sobre el Sector F de la costanera donde se juntaban los homosexuales. Parecía como una señal, porque esos mismos días había hablado con mi prima sobre lo que me pasaba. Entonces fuimos a ver qué pasaba allí y ahí descubrí otro mundo (…) De todos modos en la semana seguía intentando con un novio que tenía. Porque sentís que no sabés con seguridad qué te pasa (Estela, 69 años).

Otro testimonio que puede incorporarse es el de Ana María (64 años) quien reconoce una situación similar, aunque con una compañera de la universidad: “Es como que en ese momento te bloqueas. Negás lo que está pasando. Te ponés el chip del hetero”. En el mismo sentido Dora (79 años) aporta: “Seguramente siempre me gustaron las mujeres, pero, mirá, yo vengo de Tucumán, mi madre era catequista (…) era imposible que pudiera asumirlo (…) era un contexto muy represivo”.

Así fue que ese intento por insertarse en la vida heterosexual llevó a que muchas de ellas durante un tiempo –puntualmente hasta que se separaron o divorciaron– “silenciaran la tendencia”. Otras en cambio debieron mantener una “doble vida” en el modo arriba descripto, intercalando su propio deseo con los condicionamientos sociales. De hecho, algunas de ellas debieron “mantener las apariencias” toda su vida, como el caso de Paulina (92 años). Otras en cambio, durante un intervalo de años debieron fingir y ocultarse, pudiendo hacer –aunque sea en su adultez– su salida del closet.

Esta diferencia nuevamente puede encontrarse atada a los procesos y contextos de socialización de cada grupo. En efecto, así como antes se observaron distinciones entre las amplias categorías de edades (como por ejemplo, “joven”, “mediana edad” o “viejo-vieja”), se puede destacar una nueva distinción, pero esta vez dentro de un mismo grupo de edad: el de la vejez.

La heterogeneidad de un grupo basado en una etapa de la vida que se inicia a los 60 años, invita a reflexionar sobre las diversas particularidades que atañen a las personas que conforman ese vasto cohorte etario. Así, nuevamente desde conceptos como los de “viejos jóvenes” (que abarca a las personas de 60 a 74 años) y “viejos viejos” (que incluye a quienes tienen 75 años y más), esgrimidos por Neugarten (1970 y 1996), se podrán comprender las diferencias que existen en torno a las generaciones y sus marcos de socialización, los modos de ver, ser y hacer, como así también las posibilidades e imposibilidades, como por ejemplo la posibilidad o no ante la propia salida del closet.

Por lo tanto, no es una casualidad que tanto los entrevistados como las entrevistadas mayores tengan cosmovisiones (del mundo y personales) y oportunidades disimiles a las de otros grupos de edades. Lo mismo ocurriría, como se vio en capítulos anteriores, si además de la edad se ponderaran otras variables como el género, los recursos económicos, la formación personal y familiar, entre otros.

Por ejemplo, puede citarse el caso de Cristina de 69 años quien vivió su deseo con menos culpa y represión que otras personas mayores. Así también tiene una valoración positiva por su sentir y el haberlo descubierto. Ella durante una década mantuvo una relación paralela con la esposa de un compañero de trabajo de su propio esposo. “Para mí fue muy fuerte [la relación paralela], pero no me lo pude permitir (…) hubo un momento que no dio más”. Alejandra de 62 años también plantea ideas similares. En ambos casos acuerdan en que el descubrir esa tendencia fue lo “mejor que pasó en la vida” porque entienden que “es mejor porque es más sincera la relación con una mujer (…) los hombres a la larga te defraudan”.

Esa desilusión hacia el sexo masculino es una constante en algunos de los testimonios. Quienes presentan una mayor culpa o dificultad en asumirse, llegan a atribuir su “tendencia” a la falta de un símbolo masculino fuerte, por ejemplo con casos de abandonos o fallecimientos paternos o desengaños amorosos en su juventud.

Tenía buena relación con mi padre. Era el típico jefe de familia de la época. Había inmigrado desde Italia. Pero trabajó toda su vida y murió muy joven (…) Ahí tuve que hacerme cargo yo de mi madre y de la casa. Salí a trabajar desde muy jovencita (…) Fui de alguna manera el hombre de la casa (…) Cuando mi mamá murió, a mediados de los ’70… yo tendría unos cincuenta y pico de años, ahí me animé a salir un poco más con unas ‘amigas’. Fuimos de viaje por Latinoamérica o Europa. Empecé a ir al teatro, a un museo o a comer afuera (Paulina, 92 años).

Un punto intermedio en edad y en opinión constituye el caso de Dora (79 años) quién con pesar recuerda sensaciones de su juventud pero también una posibilidad de liberación: “Sentía con culpa que me gustaran las mujeres (…) pero llegó un momento que la relación [heterosexual] me ahogó. Ahí pude soltarme”. En la misma línea, Mabel (65 años) destaca que “cuando rompí con mi novio [con quien convivía] ahí pude reconfigurarme. Volví a buscar a la chica que había conocido unos años antes”.

Por su parte, Ana María (64 años), Mónica (74 años) y Cristina (69 años), en cambio, dicen haber tenido “relaciones matrimoniales armoniosas” hasta que sintieron que regresaba la sensación de la juventud, “pero más fuerte”. De esa forma las tres tuvieron relaciones heterosexuales con las que reprimían su inclinación lésbica, la cual pudieron concretar a los 35, 40 y 42 años respectivamente.

En efecto, como puede verse, las relaciones familiares ocupan un lugar central en el devenir de las mujeres mayores. En la mayoría de los casos fue el miedo y la vergüenza lo que motivó a que muchas de estas viejas lesbianas tiempo atrás buscaran refugiarse en vínculos heterosexuales a fin de no levantar sospechas al tiempo que acallaban las voces del deseo. No obstante, estas relaciones (familiares y de pareja) no se dan de manera atomizada. Por el contrario están insertas en un marco contextual que, como se vio, estigmatizaba a las minorías sexuales. De esa forma, las lesbianas mayores debieron hacer frente a las reprimendas sociales y a las familiares (también influidas por los prejuicios de la sociedad). Conozcamos entonces otras dificultades que debieron sortear las mayores lesbianas en los cursos de su vida.

III. II. Vida social y trabajo

Señaladas entonces las primeras características de las lesbianas mayores, pasaré a revisar en otros de los principales impedimentos del propio auto-reconocerse.

Como antes marcaba a la hora de detallar los principales tópicos del Paradigma del Curso de la Vida, el tiempo individual (la biografía de cada persona) se encuentra relacionado al tiempo de los grupos secundarios (la familia y otras redes de contención) y al tiempo social (histórico, generacional). En ese sentido es que resultará una “verdad de perogrullo” decir que estas relaciones arriba enumeradas –familiares y de pareja– no son aisladas sino que se dan en un marco social. Un marco social que, como se vio, estigmatizaba la disidencia sexual. Veamos entonces cuáles han sido los influjos del contexto sobre la vida de estas mujeres deteniéndome por un instante, a raíz de que emergiera como categoría en las entrevistas, en el ámbito laboral.

El mundo del trabajo, como espacio donde desarrollar una actividad y la posibilidad de recibir un salario como recompensa por esa acción, ha sido uno de los principales tópicos que surgieron del trabajo del campo. Por un lado, el trabajo es uno de los espacios donde las lesbianas mayores sienten que podrían haber sido discriminadas, motivo por el cual ocultaban su orientación sexual. Pero al mismo tiempo, entienden que la relación laboral y el sueldo recibido les daba, como señala una entrevistada, la potestad de:

no depender de ningún hombre. Vos tenés tu propia platita y nadie te puede decir nada (…) Con mi primer sueldo me compré un auto e iba a todos lados, a todos los boliches a buscar chicas, a donde estaban mis amigas (…) ¿A quién le voy a rendir cuentas? Nadie me iba a poder decir nada, ni a dónde iba, ni dónde estaba. Tenés otra independencia y yo esa independencia la disfruté (…) Pero la que si me esquilmaba era mi prima. Ella no trabajaba y no podía pedirle dinero a mi tía para salir porque… era sospechoso ‘¿siempre salís con chicas? ¿Ningún chico te invita?’. Lo común era que un chico te invitara a salir. No que siempre estés rodeada de mujeres. Yo esa metralleta de preguntas no la quería vivir (Estela, 69 años)

En este testimonio se puede ver que el trabajo para la entrevistada constituye la posibilidad de hacer lo que desee sin tener que dar explicaciones a nadie. El trabajo y su salario le brindaban cierto empoderamiento. El trabajo tenía el carácter de ser un corte en una relación de dependencia con un hombre o con su familia. Por eso, como se verá, las demás entrevistadas también tratarán de defenderlo y de evitar que nadie sospeche de su “tendencia”. Por consiguiente, este será un espacio en el que nuevamente jugarán un rol central las apariencias y el disimulo.

Por ejemplo Mónica (74 años) señala que en su trabajo creía “que no lo aceptarían. Era toda gente muy respetable”. En ese testimonio se estaría asumiendo que en caso de reconocer su orientación sexual se les estaría faltando el respeto a los compañeros de trabajo. Por su parte, Dora de 79 años recuerda que en el trabajo “seguro que sabían, pero igual no lo iba a decir. Había un compañero que se sabe que era homosexual y se comentaban cosas (…) A mí la gente no me importa, pero no quería darles de ‘comer’ tampoco”. En la misma línea Estela (69 años) señala que “trabajaba con militares. Era para quilombo. Mejor hacer como si nada (…) A veces [su pareja] me llamaba y yo decía que era una amiga o la hermana de mi novio”. Algo similar les ocurría en su trabajo a Norma y Ramona (ambas de 74 años):

Norma: Si bien teníamos un trabajo progresista, yo era la directora de la casa de la cultura allí donde vivíamos [en Colombia], no nos presentábamos como nada. No nos animábamos. Si nos preguntaban si éramos amigas o familiares decíamos que si o que no. A veces ella decía que sí y yo que no (risas)
Ramona: A veces nos pisábamos. Nos preguntaban si éramos hermanas, entonces ella decía no. Ella decía que sí y yo que no y entonces quedaba ahí en el aire (risas). Estuvimos así muchos años, hasta que llegamos acá [Argentina] y decidimos hacer la Ley de Unión Civil y ahí recién nos abrimos (Norma y Ramona, 74 años).

Por su parte, Alicia (60 años) entiende que “en mi lugar de trabajo, como psicóloga, no podría porque sé que ahí directamente te discriminarían o te echarían muy amablemente”. En tanto, otra de las entrevistadas, Eva (61 años) señala que:

En los grupos donde hago teatro no habría problema, pero como profesora, no. Te pueden discriminar. No sé, a mí me parece. Además que esto… cuando hay un rumor, el rumor se propaga. Yo, para mí, no me suma ni me resta nada. Lo que más me interesa es el tema que no le llegue a mis hijos (Eva, 61 años).

También es similar el caso de Gloria de 66 años. En las distintas entrevistas mantenidas, el temor a perder su trabajo y la confianza de sus clientes, la llevó incluso a no querer brindar información precisa sobre su vida privada. Tan sólo se animó a mencionar que tiene un comercio:

Sé que es difícil. Hay mucha gente a la que le pasa igual que a mí y que está encerrada porque tiene miedo de perder su trabajo, sus amigos, sus clientes. Tengo una amiga que trabaja con mujeres, con señoras, y si ella dice que es lesbiana no va ir nadie más con la misma confianza, soltura, porque lamentablemente no podés cambiar de la noche a la mañana 2000 años de historia (Gloria, 66 años).

Caso contrario es el de Alejandra (62 años) quien entiende que contó con un entorno laboral ameno que le dio la posibilidad de no tener que fingir, ni ocultarse. Ese contexto no sólo le brindo contención, sino que además le permitió conocer a mujeres con las que mantendría sus primeras relaciones:

Tuve la suerte de poder vivir de dar clases en el conservatorio de teatro. Era un clima amigable con cero prejuicio moralista (…) Sé que no todas la pasaron bien, pero mi caso es diferente. Tampoco andaba en la ‘movida’, en el ‘ambiente’. No iba a boliches, ni esas cosas. Siempre me rodeaba de gente de teatro, centros culturales, cine debate… De hecho mis primeras experiencias las tuve ahí y con mujeres ‘hetero’. Siempre me gustaban más las heterosexuales (Alejandra, 62 años).

De las entrevistas realizadas, otro testimonio que se distingue es el del caso de Sandra (60 años), quien dice no interesarse por “el qué dirán, ni la opinión de los demás”. Ella sostiene que “nunca me importó lo que dijeran. Siempre me mostré como soy. Al que no le gusta, es su problema (…) Si sos respetuoso, la gente te respeta”. En la misma línea puede incorporarse el testimonio de Silvia (60 años):

Creo que para nosotras [ella y su pareja] fue más fácil de lo que creíamos… Pensaba que en el mercado [donde trabajan] nos harían la vida imposible. Sobre todo porque ella [su pareja, Laura de 41 años] tiene un hijo (…) Había algunas cargadas, quizá de las personas más grandes, no de los chicos. Pero después de que nos casamos no jodieron más. Hicimos una fiestita, una reunión, y vinieron todos (…) Creo que un poco tiene que ver con cómo sos vos. Yo tengo carácter fuerte. A mí no me vas a venir a joder (Silvia 60 años).

De estas entrevistas se pueden ver tres elementos que emergen. Por un lado la necesidad de ocultarse y de fingir. Por otro lado, para quienes son más jóvenes y asumen su orientación, se puede encontrar la creencia de que si uno es respetuoso los otros lo respetarán, dejando implícito que, en caso de asumirse públicamente, estarían siendo irrespetuosas con sus compañeros. Por último, emerge nuevamente la importancia de los marcos de socialización, tanto temporales como espaciales; eje sobre el que me detendré un instante para ver los ejemplos de Alejandra y de Silvia.

En el caso de Alejandra –quien hiciera uso de los métodos de reproducción asistida– vemos como la entrevistada entiende que tuvo la dicha de rodearse de gente abierta hacia la diversidad sexual. Por su parte Silvia, quien señala que por su carácter fuerte fue respetada, se puede sospechar que los nuevos tiempos –nótese que la entrevistada destaca que es la gente joven quien no hizo ningún tipo de broma, al tiempo que recuerda haber hecho uso de la ley de Matrimonio Igualitario– habrían facilitado una mayor apertura y aceptación hacia las parejas del mismo sexo en el ámbito laboral. Empero, como se vio para el caso de los varones homosexuales, los tiempos actuales distan de los marcos opresivos de antaño, donde estos sujetos viejos eran jóvenes.

Es ese sentido, el cambio de época para ellas es determinante. Todas acuerdan en que en la actualidad podrían auto-reconocerse de una manera inimaginable a los tiempos de su juventud, ya que ven el hoy como “muy distinto al pasado conservador y represivo” (Alejandra, 62 años). Otras de las entrevistadas agregan que “hoy tenés turismo gay, matrimonio gay… es todo más fácil” (Dora, 79 años) y que “si hoy tuviera que ser lesbiana claro que me reconocería. Iría a la marcha y todo eso. No me preocuparía ni la familia, ni el trabajo” (Cristina, 69 años). Pero claramente el pasado donde fueron forjando su identidad sexual no es visto con la misma mirada alentadora. Este se evidencia por ejemplo en el testimonio de Alicia de 60 años. Para ella:

En los años ’70, ’80, las lesbianas éramos mujeres ‘fuera del mundo’. No existíamos para el Estado, gobierno, ni para el área de salud, educación, etcétera. Pero existíamos para la policía y sus edictos… que existían desde hacía muchísimos años (…) con lo de inmoralidad y obscenidad en la vía pública, podían meternos ‘en cana’ en cualquier momento (Alicia 60 años).

Del mismo período, Estela también tiene recuerdos poco gratos. No sólo redadas policiales, sino también balaceras sobre los lugares de ocio que frecuentaban –como por ejemplo algunos boliches bailables– hasta su cierre definitivo:

Era una época [mediados de la década de 1970] muy embromada porque tenías que arreglar a la policía. Porque estas dos chicas, que eran las dueñas [del boliche], venían… ¿cómo se llaman los que controlan la droga? Narcóticos o Moralidad Pública, no me acuerdo. Te pedían documentos. Por ahí levantaban a un montón de pibas. Las metían en el camión celular y se las llevaban por prostitución. Mezclaban la cosa (…) El boliche era de chicas, pero se permitía entrar a determinados chicos gay, que eran tranquilos, que no iba a haber líos, problema. Monaly se llamaba el [boliche] de Lanús. Era terrible. De repente escuchabas tiros y todos cuerpo a tierra. Pasaban en coche y turrrrr [imita una ametralladora], todos cuerpo a tierra. Nunca lastimaron a nadie, gracias a Dios. Pero era como que no querían que estuviera ese boliche abierto ahí. Después vino la época de los militares y bueno… el boliche cerró (Estela 69 años)

Recuerdos similares tiene Claudia (67 años), quien dejó Buenos Aires para mudarse a Montevideo en la búsqueda de una tranquilidad que no encontraba en la Argentina:

En el ’85 me vine para acá [Montevideo]. La había pasado mal en los ’70. Ya había estado en Brasil y me volví para la Argentina (…) Pensaba que con la vuelta de la democracia iba a ser muy distinto, pero las razias continuaban. Así que agarré a mi vieja y nos fuimos (…) Igual en Uruguay no fue muy distinto que digamos (…) [En Argentina] nunca me insultaron en la calle. La única vez que me insultaron en la calle fue en Uruguay caminando con mi pareja. La gente de Uruguay es más conservadora que en Argentina. Pero sino [te respetan], siempre depende como te asumís (Claudia, 67 años).

Aunque de perfiles sociales diferentes, estos testimonios grafican parte de la situación que les tocaba vivir a las lesbianas de antaño. Edictos y razias policías, ataques armados e insultos callejeros, eran algunos de los obstáculos que enfrentaban estas mujeres en sus cursos de la vida. Así, sus biografías estaban –consciente o inconscientemente y en mayor o menor medida– signadas por el temor, por la culpa y la represión en caso de ser descubiertas. No obstante, no deja de ser un dato curioso que muchas de las entrevistadas que recuerdan con pesar lo vivido en los años en los que la homosexualidad era considerada una característica oprobiosa y degenerativa del ser humano, sean también quienes piensen que “antes se podía estar más tranquilo” (Estela, 69 años). Sin embargo, el mismo puede ser comprendido desde la sociología del envejecimiento.

En efecto, al igual que ocurre con las trayectorias de vida de los hombres antes analizados, las mujeres viejas fueron criadas para vivir en la vergüenza y la oscuridad. Por tal motivo es entendible que la hipervisibilidad del mundo LGBT que distingue a los tiempos que corren sea incompatible a sus modos de vida. En ese sentido son esclarecedores los testimonios de Dora (79 años) y Cristina (69 años), donde comparan su pasado con el presente, el cual también habitan pero no las tiene como las figuras estelares de la “movida”. Así, en fragmentos como “hoy tenés turismo gay, matrimonio gay. Es todo más fácil” de Dora o “si hoy tuviera que ser lesbiana claro que me reconocería. Iría a la marcha y todo eso. No me preocuparía ni la familia, ni el trabajo” de Cristina, ponen de manifiesto las posibilidades e imposibilidades de cada época.

En sintonía con este análisis se puede incorporar el planteo de Sánchez, quien encuentra las causas de este cambio de concepción social-cultural en arduas transformaciones político-ideológicas, económicas y sociales. Según entiende el autor, el neoliberalismo propuso presentar a la población lesbiana, transexual y gay (sobre todo a este último grupo) en tanto modelo de consumo –moda, productos de belleza, fiestas y boliches, turismo, entre otros–[2]y no como ciudadanos (2002: 114). Algo similar, como se vio, también ocurrió con la vejez ante el advenimiento del patrón de acumulación neoliberal.

En efecto, con su relato las entrevistadas evidencian la representación de un tiempo que está cambiando y que puede trastocarles el mundo que ellas conocían, el mundo en el que sabían vivir y en el que eran protagonistas. Por ende, es comprensible que el mundo que para las generaciones más jóvenes parece inverosímil transitar y habitar, sea en cierta medida preferible para estas longevas personas. Así, a pesar de que desde nuestra óptica actual el pasado vivido por estas personas mayores pueda ser considerado hostil, no deja de ser para ellas un espacio de confort o, al menos, un espacio conocido.

Empero, a pesar de los obstáculos que debieron enfrentar, tanto internos (como la culpa) como externos (como la represión o las razias), pudieron hacer de su medio ambiente un espacio transitable. Así, pudieron asumir y vivir (públicamente o no) su sexualidad, llegando a la vejez con las características que se fueron enumerando. Reflexionemos entonces sobre cómo ha sido la consolidación de ese sentir que dejó como saldo este tipo diferencial de vejez.

IV. Balance y reflexiones sobre los modos de construcción de una vejez diferencial lésbica

A lo largo de este capítulo busqué problematizar sobre las principales características del proceso de envejecimiento de las actuales mayores lesbianas. Así, a partir de sus testimonios procuré poner de manifiesto los hitos que ellas consideran significativos en sus biografías.

Si bien hasta el momento busqué echar luz sobre una serie de tópicos que obstaculizaron el poder asumirse como lesbianas y que debieron afrontar estas mujeres mayores –la cual las llevó a que muchas de ellas pudieran recién redescubrirse en su mediana edad–, también es importante destacar cómo continuaron su vida cuando ese sentir se manifestó y de qué forma fue consolidándose al tiempo que envejecían. De ese modo, en estas últimas líneas recapitularé lo visto en pos de intentar construir una tipología del curso de la vida de las viejas lesbianas analizadas en este capítulo.

Uno de los primeros elementos que en esta tesis quise observar es la triple discriminación que atañe a las mujeres viejas. Por un lado la homofobia y el “edadísmo” o “viejísmo”, los cuales son compartidos por el grupo social de los varones mayores homosexuales. Pero, por otro lado, existe una particularidad para este colectivo y es la segregación por ser mujer, dando como resultado una triple discriminación (Kehoe, 1986). La combinación de estos tres elementos es uno de los factores fundamentales que imposibilitan el poder asumirse como lesbianas y que las lleva a “preferir” permanecer en la oscuridad.

Como se puede ver, la homofobia externa e interiorizada no son los únicos obstáculos que les prohibieron asumirse como lesbianas. Si bien no hay que menospreciarlas, ya que son los principales impedimentos, también actúa sobre ellas su propio “viejísmo” y “edadísmo”.

A pesar de que se trata de un estudio centrado en mujeres –grupo que socialmente se le atribuye el consumo de productos de belleza y cuidados personales–, un dato relevante de estas entrevistas es que ningún momento emergen referencias a la vejez como sinónimo de fealdad y/o decrepitud física y mental. Si bien existen trabajos que señalan que la representación social imperante versa sobre asociar “naturalmente” la medicalización y los cuidados físicos y cosméticos al cuerpo femenino (Goldfarb, 1998; Lombardo y Oddone, 2013; Yuni, Urbano y Arce, 2003) –cuestión que además las entrevistadas parecen tener presente–, lo cierto es que en el caso de las mujeres mayores estudiadas el “edadísmo” no parece presentarse de esta forma.

No obstante, esto no elimina la existencia del componente discriminatorio por edad, sino que lo hace con otros modos. Por ejemplo, como en el testimonio de Soledad (69 años), algunas de ellas hablan de que a “cierta edad ya no te importa nada”, o como en el caso de Dora (79 años), algunas suelen ven como un sinsentido sus propias salidas del closet ya que sostienen que “me acostumbré a vivir así y ya no me hago mayor problema”.

De este modo, la propia percepción sobre su envejecer puede jugar un doble papel. Por un lado imposibilitando –haciéndoles creer que ya están grandes para hacer su salida del closet– y por el otro lado pudiendo habilitar –“a cierta edad ya no te importa nada”, como señala la entrevistada– sus salidas del closet, ya que la edad adquirida, más la independencia familiar, les brindaría determinada libertad.

Asimismo, hay que realizar una distinción entre grupos de edades al seno de este amplio conjunto de personas consideradas viejas.

Haciendo propio los conceptos de Neugarten (1970 y 1996) se pudieron hallar diferencias entre las personas consideradas “viejas jóvenes” (aquellas que tienen entre 60 y 74 años de edad) y las “viejas viejas” (quienes son mayores de 75 años), siendo este último subgrupo aquel que posee mayores inconvenientes para dar lugar a su salida del armario.

Por otro lado, también referido a la problemática etaria, cabe destacar que no se pudieron hallar grandes tensiones en el plano intergeneracional. Posiblemente esto se deba a que, a diferencia de lo visto en el caso de los mayores homosexuales-gays, las mujeres indagadas participan en una considerable menor medida en la llamada “comunidad”.

En ese sentido, cabe señalar que de los casos estudiados son sólo dos las entrevistadas que buscaron acercarse a organizaciones civiles de la comunidad LGBT. Una de ellas se aproximó a los grupos de personas mayores de Puerta Abierta.[3] La otra entrevistada, a la hora de decidir su propia maternidad en el seno de una pareja del mismo sexo, se acercó a grupos de madres lesbianas a fin de recibir información y contención legal. Asimismo, salvo casos excepcionales, ninguna de las viejas lesbianas que aquí se han estudiado acude a boliches o lugares de ocio y esparcimiento de la “comunidad”.

De este modo, es entendible que no se pueda encontrar tensión entre generaciones y actos de viejísmo de parte de las generaciones más jóvenes, ya que es probable que dicha tensión intergeneracional se licue en una inexistente relación de diálogo entre las diversas edades. En síntesis, el problema con otros grupos de edades parece no existir para estas personas ya que prácticamente no han tenido posibilidad de interactuar con otras lesbianas jóvenes.

Un segundo tópico sobre el que hice versar este capítulo referido a los modos de envejecer lésbicos se direccionó a indagar en el sentir de ellas una vez que descubrieron su orientación sexual.

Como se pudo ver, las entrevistadas refieren a sus salidas del armario o al hallazgo de sus deseos sexuales como un nuevo amanecer en sus vidas. Entienden que los mandatos sociales –como el “deber ser” de la maternidad, el casarse, el ser ama de casa, el depender de un hombre, entre otros tantos– las condujo a silenciar y adormecer su sentir; a ocultarlo y tratar de decodificarlo como un juego de la adolescencia y no como un deseo sexual por personas de su mismo sexo. Por tal motivo es que muchas de ellas cuando pudieron darle libertad a su sentir –la mayoría de las entrevistadas realizaron este pasaje entre los 30 y 40 años– lo sintieron como un nuevo despertar o un nuevo nacimiento. Parte de su vida se había basado en una farsa que ellas mismas habían creído o debieron actuar por presión social.

Tal como líneas atrás mencionaban algunas de las entrevistadas, aquellas primeras experiencias o deseos lésbicos, por más efímeros que pudieran ser, fueron percibidos como reveladores, por lo cual a lo largo del tiempo buscaron profundizar o recuperar esa sensación. A pesar de que ese sentir estuviera acompañado de otras emociones nada agradables –como la culpa o la represión–, una vez que pudieron darle libertad a su deseo, no volvieron a considerar como inmorales los encuentros con otras mujeres.

Por el contrario, como ellas destacan fue aquella quizás una de las primeras veces que lograron disfrutarlo: “no importa que haya sido a los 40 años… hay gente que no lo hace nunca” (Claudia, 67 años) o “no es fácil encontrar a alguien, poder hacerlo y estar 10 años en pareja fue increíble” (Sandra, 60 años). En el mismo sentido puede agregarse una anécdota comentada por Lidia, quien a pesar de que podría asumirse recién a sus 60 años entiende que es “mejor tarde que nunca”:

Siempre pensaba en una frase que me dijo un amigo (…) yo hice danza un tiempo con él y un día me dijo ‘si pueden dejen de llamarme Ernesto y llámenme María Mercedes. Porque he decidido hacer cambios de género’. Yo le pregunté cómo se animaba a esa edad y él me dijo ‘mejor tarde que nunca’. Eso me hizo pensar mucho (Lidia, 83 años).

Por tal motivo, esas “segundas relaciones” –debido a que le subsiguieron a los primeros encuentros heterosexuales–, pero las primeras ya auto-reconocidas, es la piedra angular en su re-definición identitaria. Como señalan las entrevistadas, en ese nuevo despertar pudieron darse cuenta de quiénes eran realmente y qué querían: “Ahí sentí que era yo” (Mónica, 74 años). También, desde el concepto de la identidad narrativa de Ricoeur (2006), puede comprender cómo el paso del tiempo es revisado por ellas. En esa revisión desde su actual madurez, las entrevistadas hallan experiencias y aprendizajes. Según Ana María (64 años) “me di cuenta que había aprendido algo de mí”.

De la gran mayoría de testimonios recogidos se desprende que las entrevistadas sienten que entre sus 30 y 40 años –salvo en algunos casos en el que debieron acallar y postergar su deseo de manera total– tuvieron que hacer una pausa en sus vidas para buscar su “verdadero yo” (Claudia, 67 años), su identidad, “dejar de vivir una mentira” (Alicia, 60 años) o “terminar con la búsqueda” (Silvia, 60 años). Otras en cambio, como Cristina (69 años), recuerdan que esa búsqueda íntima y personal fue gradual, ya que “en un primer momento no la pasas bien desde el inicio. Lleva un tiempo”. Empero, también existen casos en el que al no poder revelarlo, ni encontrar apoyo familiar, como la historia de Paulina (92 años), debieron fingir tener una pareja heterosexual para que sus familiares no sospechen.

Profundizando esta cuestión, se pudo ver que las “carreras” que debieron realizar las lesbianas se encontraron atadas al “deber ser” de lo esperado de una mujer. Así se explica que gran parte de las entrevistadas hayan tenido hijos y casi todas (solamente una es la excepción) mantuviera romances pasajeros, noviazgos o matrimonios heterosexuales.

Sin embargo, este periplo hacia el descubrimiento de su orientación sexual no estuvo exento de dificultades. En principio, el modo en el que auto-representaron su sentir fue uno de los propios impedimentos.

De los primeros encuentros que tuvieron con una persona de su mismo sexo, como se vio, ellas argumentan que fue una vivencia un tanto difusa, atribuyéndolo a la “casualidad” y el “azar” y asociándolo a un “juego” de la juventud. A su vez, encuentran los motivos de su “tendencia” a la falta de figuras varoniles fuertes como la pérdida del padre o decepciones amorosas con un varón. Incluso argumentan haberse sentido incompletas en sus experiencias en relaciones heterosexuales. Para muchas de ellas a los hombres con los que estuvieron “les faltaba algo para dar”; “algo” que una mujer sí podía darles o hacerles sentir.

Empero, una vez que se revelaron a sí mismas este sentir, los obstáculos continuaron. La culpa por lo que se deseaba y/o se hacía, el temor a ser descubiertas, la vergüenza por el descrédito social y las persecuciones policiales-estatales fueron quizá las razones principales para seguir ocultándose. Estos sentimientos se volvían más fuertes sobre todo en ámbitos como los de sus familias y trabajos.

Para las entrevistadas, sus familias –tanto las heredadas, familias de origen, como las que construyeron como madres– son una de las razones principales para sostener la creencia de que era conveniente acallar las voces de sus deseos y “esperar a que se pasara” (Paulina, 92 años). A aquellas entrevistadas que se animaron a contarlo a algún familiar, sobre todo hermanos, les sucedió que se encontraron con un vacío de contención por parte de sus seres queridos. Otras directamente evitaron contarlo para no generar pleitos o malestares con sus familias de origen. También se pudo ver cómo muchas de ellas pensaron que, en caso de develar su “secreto”, este tendría consecuencias nefastas sobre sus familiares. Algunas pensaron que podría generar problemas de salud a sus hijos o padres. Otras creyeron que sus hijos tomarían represalias sobre ellas imposibilitándoles, por ejemplo, ver a sus nietos.

Un dato no menor es el modo en que pudieron consolidar su sentir al no encontrar, por ejemplo, apoyo familiar. En ese sentido, las principales redes de apoyo para estas mujeres fueron sus grupos de amigos y amigas no lesbianas. Tal fue la historia de Mónica (74 años) quien al comenzar su búsqueda interior, le confesó a una amiga su atracción por las mujeres y fue esta amiga la ayudó a completar su búsqueda y enamorarse de su primera pareja. Asimismo puede incorporarse el testimonio de Estela (69 años) que logró charlarlo con una de sus primas, quien también era de la “movida”.

Similarmente, algunas tampoco hicieron público el tema, aunque sí lo saben sus amigos más cercanos y algunos familiares de su pareja, tal como cuenta Silvia:

[Su orientación sexual] Pública, pública no es. Te repito, esto lo saben mi grupo de amigos más cercanos, mi cuñada y mi hermano, a regañadientes… después algunos amigos y familiares de ella también, pero tiene otro tipo de familia, son mucho más abiertos, la aceptan, nos aceptan más (Silvia, 60 años).

Como antes he querido señalar mediante los testimonios recogidos, en el momento del auto-reconocimiento de su inclinación sexual, tener una familia era visto por ellas como algo muy vago y ambivalente. Ese “deber ser” de formar una familia y ser madre, fue percibido por ellas como una obligación o responsabilidad, antes que como una decisión o elección. Sin embargo, algunas de ellas hoy lo entienden como cosas diferentes: por un lado la familia y por el otro su sexualidad, no sintiéndolas como excluyentes. Incluso las entrevistadas concuerdan en que su paso a la adultez pudieron desprenderse de las obligaciones maternales, lo cual les dio mayor libertad. Ellas aprovecharon ese “nido vacío” –producto del crecimiento de sus hijos y su posterior abandono del hogar– para poder darle forma a su vida sexual postergada. Así, a diferencia de lo que suele presentarse como un problema desde la psicología, fue para ellas algo liberador. Era el momento de poder ser quienes desearan. El “nido vacío” es para las mayores lesbianas un proceso constructivo en sus identidades.

Algo similar les ocurrió en el ámbito laboral, otro de los espacios donde las mujeres alegan haber experimentado situaciones de discriminación o buscaron evitarlas.

En efecto, los entornos laborales también constriñeron sus posibilidades de asumir con claridad sus “tendencias” sexo-afectivas. El somero temor a que un tercero descubriera su orientación sexual y que esto las condujera a perder sus puestos laborales, también impactó en sus subjetividades y en los modos en los que decidieron encarar su deseo, dejándolo nuevamente puertas adentro.

Como se vio líneas arriba, de los testimonios emergen pistas para comprender el papel que representaba el trabajo en sus vidas. Para ellas no sólo se trataba de una relación de compra y venta de fuerza de trabajo. Por el contrario, en esa recepción de un salario por una actividad realizada, las entrevistadas encontraban unas de las primeras válvulas de escape a la relación de ahogo que tenían con el mundo patriarcal. Según señalaban, ese dinero les daba cierto empoderamiento; les posibilitaba no tener que volver a depender de un hombre ni dar explicaciones a un familiar. Les otorgaba cierta libertad y autonomía, por lo tanto buscarían defenderlo. Así, la herramienta con la que ellas contaban en aquella época para protegerse –años 1970– y no perder sus puestos laborales fue, nuevamente, el silencio.

No obstante, algunas de ellas creen que parte de la discriminación (o el hecho de poder resistir a ella) radica en una suerte de solución individual de “cómo una se presenta al mundo” y de su propio carácter para defenderse ante embates discriminatorios. Esto, como se observó, no es del todo cierto, ya que las razias policiales o las balaceras que recuerdan algunas de las entrevistadas, no podían depender del designio personal y de “cómo una se presenta al mundo”. Por el contrario, el contexto de socialización y el modo en el que fueron criadas, les ofrecía como única “solución individual” vivir bajo la vergüenza y las sombras.

Efectivamente, aunque de perfiles sociales diferentes, los testimonios recolectados graficaron parte de la situación que les tocaba vivir a las lesbianas de antaño. Edictos y razias policiales, ataques armados e insultos callejeros, fueron algunos de los obstáculos que debieron enfrentar estas mujeres en sus cursos de la vida. Así, sus biografías estaban –consciente o inconscientemente y en mayor o menor medida– signadas por el temor, por la culpa y la represión en caso de ser descubiertas. No obstante, no deja de ser un dato curioso que muchas de las entrevistadas que recuerdan con pesar lo vivido en los años en los que la homosexualidad era considerada una característica oprobiosa y degenerativa del ser humano, sean también quienes piensen que “antes se podía estar más tranquilo” (Estela, 69 años) y vean con cierta nostalgia los años pasados.

En ese sentido, y al igual que como ocurre con las trayectorias de vida de los hombres antes analizados, las mujeres viejas fueron criadas para vivir en la vergüenza y la oscuridad. Por tal motivo es entendible que la hipervisibilidad del mundo LGBT que distingue a los tiempos que corren sea incompatible a sus modos de vida. Es en este punto que son gráficos los testimonios de Dora (79 años) y Cristina (69 años) donde comparan su pasado con el presente, el cual también habitan pero no las tiene como las figuras estelares de la “movida”. Así, en fragmentos como “hoy tenés turismo gay, matrimonio gay. Es todo más fácil” de Dora o “si hoy tuviera que ser lesbiana claro que me reconocería. Iría a la marcha y todo eso. No me preocuparía ni la familia, ni el trabajo” de Cristina, ponen de manifiesto las posibilidades e imposibilidades de cada época, contrastando el que sintieron como su tiempo con la actualidad.

En efecto, con su relato evidencian la representación de un tiempo que está cambiando y que puede trastocarles el mundo que ellas conocían, el mundo en el que sabían vivir y en el que eran protagonistas. Por ende, es comprensible que el mundo que para las generaciones más jóvenes parecen inverosímil transitar y habitar, sea en cierta medida preferible para estas longevas personas.

Empero, a pesar de los obstáculos que debieron enfrentar, tanto internos (como la culpa producto del desprestigio social) como externos (como la represión o las razias), pudieron hacer de su medio ambiente un espacio transitable. Así, pudieron asumir y vivir (públicamente o no) su sexualidad, llegando a la vejez con las características que se fueron enumerando.

Estas han sido entonces algunos de los principales rasgos de los cursos de la vida de las mujeres lesbianas señalados por las propias entrevistadas. No obstante, aún resta conocer el otro subgrupo que acompaña a esta segunda parte de la tesis denominada “Las Viejas”: el de los cursos de la vida de las mayores travestis; el cual será visto a continuación.


  1. Es llamativo que esta entrevistada es la única que se define a sí misma como “gay”. En los distintos encuentros que tuvimos nunca utilizó otras expresiones como podrían ser “lesbiana” u “homosexual”.
  2. Uno de los ejemplos de este fenómeno mundial de incorporar a las parejas del mismo sexo como factibles consumidores ha tomado tal dimensión que fue conceptualizado. De esta forma son llamados DINK (Double Incoming No Kid), aquellos que tienen “doble poder adquisitivo, sin hijos” o “doble ingreso, sin hijos”.
  3. Puerta Abierta es un espacio de la Ciudad de Buenos Aires pensado para personas de la diversidad sexual coordinado por psicólogas. El mismo oficia como centro cultural, se presentan obras de teatro, psicoterapia para gays, lesbianas y familiares, y también como un espacio para reuniones de mayores gays y lesbianas.


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