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Cuestión indígena

Trabajadores y ciudadanía. De bárbaro y salvaje a trabajador y ciudadano, Argentina 1878-1955

Enrique Mases

Introducción

Durante mucho tiempo los estudios sobre la problemática indígena en general y sobre la cuestión indígena y el problema de las fronteras interiores como la denominada conquista del desierto en particular, tuvieron, entre otras, dos características principales: la primera ligada a viejas barreras que habían separado desde muy temprano a historiadores y antropólogos, fragmentando arbitrariamente el campo de conocimiento respecto de esta temática a partir de la herencia dejada por el positivismo decimonónico que adjudicaba el tema de las fronteras interiores a los historiadores en tanto la sociedad indígena era objeto de estudio reservado a los arqueólogos y etnógrafos.

La segunda característica tiene que ver con la producción historiográfica tradicional, que reduce la problemática indígena y fronteriza al tema de la guerra de fronteras, una guerra en la subyacía o que se justificaba en la oposición entre la civilización blanca y la barbarie indígena. Historiografía que produjo en general relatos acerca de la cuestión indígena con un tono impersonal y épico, alejado del sentir y obrar de los propios actores, argumentando la justificación desde una perspectiva bélica no sólo de los métodos empleados sino también del destino final dado a los indígenas reducidos.[1]

Sin embargo, este escenario se modificó en las últimas décadas a partir de una renovación significativa en cuanto a la investigación respecto de la cuestión indígena que ponen en tensión las dos características antes mencionadas.

En efecto, en los nuevos trabajos referidos a esta temática se advierte un intento de invalidar ciertas reglas de juego autónomas desarrolladas por las distintas ciencias, según las cuales tan sólo se consideraban dignas de respuestas aquellas preguntas que surgían dentro de la propia especialidad. Por el contrario, en estos trabajos recientes hay un intento de incorporar tanto al análisis histórico como antropológico el bagaje de conocimientos proveniente de ambas disciplinas en la certeza de que sin ellos resulta sumamente difícil avanzar en la comprensión de la temática abordada.[2]

En cuanto a la nueva producción historiográfica, lo que aparece como un aspecto distintivo que la diferencia de la historia tradicional es el intento de producir una combinación entre lo micro y lo macrohistórico conjugando el sentir de los indígenas como individuos sometidos a una nueva realidad, rechazados violentamente de sus tierras e impedidos de mantener sus condiciones de producción económica y social y su bagaje cultural con la visión más general que el Estado tiene, en diferentes momentos, acerca del proceso de integración de esta particular minoría étnica y que involucra casi impersonalmente al pensamiento de la elite gobernante.[3]

Al mismo tiempo también hay un esfuerzo por ligar la cuestión indígena a procesos más amplios de la historia argentina que engloban la cuestión social y los aspectos políticos particularmente los referidos a la ciudadanía; es decir, integrar el problema indígena a un marco más amplio que tiene que ver con el proceso de construcción y afianzamiento del Estado nacional y de una sociedad capitalista.[4]

Precisamente este devenir de la sociedad y el Estado es lo que justifica las varias y diferentes miradas, acerca del indígena y su conducta, que se sucedieron a lo largo del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX. En efecto, desde distintos sectores de la sociedad y desde el propio Estado la consideración acerca del indígena fue variando a lo largo del tiempo, y así, a una primera que consideraba a este como un salvaje producto del desierto bárbaro, le sucedió, apenas terminó la contienda bélica y se concretó su definitivo sometimiento, otra, que visualizaba al indígena como un humilde habitante de la campaña, como un verdadero argentino en inevitable comparación con el inmigrante, que ahora era visto como un factor de perturbación del orden social y de la propia nacionalidad.

Sin embargo, a medida que fue desapareciendo el peligro de disgregación nacional se va diluyendo esta apelación y, por otra parte, también la crisis de 1890 va marcando el fin de la utopía agraria, lo que contribuye a señalar la conclusión entonces de esta etapa dejando paso, en los años siguientes y hasta bien entrado el siglo XX, a una nueva mirada, la que se construye a partir de percibir al indígena como un poblador más de la campaña que se integra a ella a través de su actividad en las parcelas fiscales a las que se hace acreedor, empleándose como fuerza de trabajo en los establecimientos rurales que se van instalando en los nuevos territorios productivos, o bien formando parte de los contingentes de mano de obra que periódicamente son incorporados en las actividades en obrajes e ingenios azucareros del norte del país.

Pero paradójicamente, junto con las mutaciones que sufre esta mirada acerca de los indígenas a través de esta larga etapa, hay otra que se mantiene casi inalterable y es la que tiene que ver con la relación entre trabajo, civilización y ciudadanía. En efecto, es muy fuerte, en todo el período estudiado, la convicción entre políticos, miembros de la Iglesia e intelectuales de diferente extracción de que el trabajo es el vehículo más eficaz para incorporar al indígena a la vida civilizada y por ende a la adquisición de ciudadanía. Idea que se reitera más allá de los cambios políticos y sociales por los que atraviesa el Estado y la sociedad argentina. Y a pesar de que en algunos momentos surge con cierto énfasis la controversia acerca de cuál es el ámbito adecuado para este tránsito: si son las colonias o reservas o por el contrario la proletarización del indígena, lo cierto es que más allá de esta polémica, no hay duda en los gobiernos de turno respecto de la estrecha relación entre trabajo, civilización y ciudadanía.

A partir de estas consideraciones previas, el presente trabajo pretende hacer un recorrido a lo largo del período estudiado acerca de cómo se fue construyendo y a la vez instrumentándose esta idea de intentar transformar al indígena en un trabajador, condición primera para incorporarse al cuerpo de la nación y adquirir la ciudadanía. Nos interesa indagar acerca del lugar que ocupó este indígena trabajador en las políticas públicas y las diferentes acciones, incluidas las normativas legales, que desde el Estado se llevan a cabo para su protección laboral e inclusión política.

Al mismo tiempo, repasar los argumentos explicitados en las controversias planteadas acerca del mejor método para transformar a los indígenas en trabajadores-ciudadanos, así como los resultados de las mismas. Finalmente, indagar acerca de cómo reaccionaron los principales destinatarios –los indígenas– ante estas políticas y estas miradas.

El espacio de análisis es el territorio argentino en la etapa que va desde los prolegómenos de la campaña militar del general Julio A. Roca a finales de la década del setenta hasta la finalización de los gobiernos peronistas en los años cincuenta.

Concluyendo con esta introducción, nos interesa advertir que si bien al referirnos al concepto de ciudadanía estamos incluyendo tanto la política como la social, en la práctica y por el período estudiado, claramente está determinada la segunda ya que, respecto de la ciudadanía política, al estar la casi totalidad de los restos de las comunidades indígenas aposentados en territorios nacionales, sus derechos políticos están limitados, como el resto de los habitantes que pueblan esos territorios, debido a la propia organización política del Estado argentino.[5]

La etapa militar 1878-1885

La resolución militar de la cuestión indígena en el sur del territorio nacional a mediados de la década del ochenta y en los años posteriores en el norte con las expediciones al Gran Chaco, significaron no sólo la desaparición de las fronteras interiores sino que, además, este proceso dejó como saldo un gran número de indígenas muertos y otros tantos prisioneros ya sea como resultados de los combates o por la presentación voluntaria ante los jefes militares en campaña.

Un serio problema se le presenta entonces al gobierno argentino: ¿Qué hacer con los restos de las antiguas comunidades indígenas que, lejos de su hábitat natural y sin medios, se hallaban imposibilitados de lograr su propio sustento y por ende sobrevivir a esta nueva situación? Esta era la apremiante pregunta que necesitaba una rápida y unívoca respuesta. Sin embargo, esta no fue unánime y, por el contrario, se plantearon una serie de alternativas, ya que tanto los funcionarios gubernamentales como los diversos sectores políticos, la prensa y la propia Iglesia católica coincidían en que los indígenas eran seres salvajes y bárbaros y, por lo tanto, necesariamente debían transformar sus hábitos y costumbres incorporando a aquellos que provenían de la sociedad blanca, porque esa era la forma de civilizarlos. La controversia se planteaba sobre qué entendía cada uno por incorporación, quién debía llevarla a cabo y cómo tendría que ser. Discusiones en donde, por otra parte, como bien lo señala Quijada, 1999 y 2000,[6] subyacía el tema de la ciudadanización del indígena.

Por lo tanto, los interrogantes a responder eran principalmente dos: ¿quién debía civilizar a los indígenas y cuáles eran los medios adecuados para cumplir con esta finalidad? La respuesta que cada uno dio refleja el conflicto en torno al predominio del papel civilizador, más que una diferencia de objetivos con respecto a los sujetos que estaban siendo sometidos o rechazados violentamente de las tierras que habitaban e impedidos de mantener sus condiciones de producción económica y social.

Así, la Iglesia entiende que a partir de fomentar el trato pacífico y promover la conversión al catolicismo de los indígenas, a través de la escuela y del trabajo, podrán integrarse social y económicamente. El mejor método para ello es la creación de colonias mixtas conformadas por inmigrantes e indígenas, donde estos últimos podrían aprender las técnicas agrícolas de los colonos europeos. En cambio, los hombres que integraban el gobierno nacional conciben esta incorporación no sólo como un proceso de integración a la sociedad blanca, sino que esta, dada la lógica del progreso, exigía una rápida transformación del indígena de salvaje a civilizado. Para cumplir con estos objetivos, el método más idóneo es el de distribución, es decir, el traslado, desmembramiento y distribución de las familias indígenas en diferentes actividades laborales, ya que como apunta el general Roca:

Sometidos al trabajo que regenera y a la vida y ejemplos cotidianos de otras costumbres que modificaran sensiblemente los propios, despojándoles hasta el lenguaje nativo como instrumento inútil, se obtendría su transformación rápida y perpetua en elemento civilizado y fuerza productiva.[7]

Es decir que tanto para Roca como para muchos otros políticos y militares de la época, la idea de civilizar a los indios por medio del trabajo libre está claramente internalizada y por lo tanto este aparece como un instrumento eficaz para poder llevar a cabo la transformación del indígena en un ser civilizado y consecuentemente en un ciudadano.

Como bien sostiene M. Quijada:

Lo que la elite discutió y puso en marcha fue el inicio de un proceso de integración del “indio bárbaro” ciudadano de la nación, a partir de una concesión de derechos (como la posesión de la tierra, las adscripciones a situaciones laborales y la escolarización) que debían facilitar su conversión simbólica y práctica desde un estadio de “barbarie” a otro de “civilización”.[8]

Para completar este proceso, en los años siguientes, otras instituciones y agencias estatales abordarán la homogeneización y ciudadanización. Son la Escuela, la Justicia y la Dirección de Tierras –a través de maestros, jueces, fiscales, policías e inspectores de tierras– que realizan acciones significativas con el fin de completar el proceso de homogeneización cultural, de ciudadanización y de integración social y laboral, intentando convertir al indígena en mano de obra disciplinada en los nuevos territorios ocupados.

Por lo tanto, la ciudadanía del indio sometido supuso su consiguiente integración en el mundo rural como peones de estancia, de obrajes o de ingenios y yerbatales; y en el ámbito urbano, incorporado al personal doméstico a diversas actividades sin calificación e incluso en el propio aparato estatal, sirviendo en los puestos inferiores de la administración y paradójicamente en las fuerzas de seguridad.

Cambios de escenarios y de políticas. Del sistema de colonias a la proletarización. Debates y controversias 1885-1916

No obstante, con la utilización del sistema de distribución durante toda la etapa militar, todavía hacia 1885 y una vez finalizadas las campañas militares, se encontraba una gran cantidad de indígenas en el sur del país bajo la tutela de las autoridades nacionales, lo que significaba que lejos de desaparecer, el problema del destino final de los indios sometidos seguía teniendo vigencia.

El significativo número de indígenas que todavía eran sostenidos por el Estado plantea nuevamente el interrogante de qué destino dárseles, teniendo en cuenta que había finalizado la contienda militar y que su mantenimiento se volvía gravoso para el erario nacional. Esto, sumado a las constantes irregularidades y abusos que se cometían, fueron razones de peso para que el gobierno nacional ahora bajo la presidencia de Roca modificara su anterior posición respecto al destino final de los indígenas y enviara al Congreso un proyecto de ley que preveía la conformación de colonias agrícolas pastoriles, que se ubicarían en los recientemente creados territorios nacionales, fuera del contacto con otras colonias y con administración y autoridades específicas, dependiendo del Ministerio del Interior y no del de Guerra y Marina como había sucedido anteriormente.

Según el razonamiento de las autoridades gubernamentales y compartidas también por la mayoría de los legisladores, el trabajo agrícola que estos indígenas llevarían a cabo en las parcelas que componían las futuras colonias sería el vehículo más adecuado para el tránsito a la civilización primero y a la ciudadanía después. Es decir que “si aprende a trabajar, si reconoce la propiedad, la respeta y la defiende […] entonces ya está preparado para ingresar en las filas de la civilización y venir a llenar el rol de ciudadano argentino”.[9]

Sin embargo, a pesar de esta casi unanimidad en cuanto al sistema propuesto, no era tan unánime el modo como se llevaría a la práctica el sistema de colonización propuesto, lo que dio origen a arduos debates que se prolongaron en el tiempo y terminaron por esterilizar la iniciativa oficial.

Hacia 1889, el final de los racionamientos y el licenciamiento de los últimos escuadrones de indígenas auxiliares en el ámbito patagónico significaron, en la práctica, además del retiro del Estado de su política de tutelaje, el desarrollo de un fuerte proceso de redistribución espacial de la población indígena.

La desintegración y la dispersión fueron las consecuencias inmediatas para la mayoría de las comunidades indígenas que poblaban el espacio patagónico. Sólo unos pocos permanecieron integrados en comunidades que obtuvieron fracciones de tierra a través de leyes especiales, mientras que el resto tuvo como destino final en algunos casos el mercado laboral, tanto rural como urbano, y el resto, el asentamiento precario en lotes rurales fiscales o de propietarios absentistas.

Pero además, este retiro del Estado y esta pérdida de centralidad de la cuestión indígena en la agenda pública están relacionados también con los cambios estructurales y las redefiniciones sociales que se producen en el país. En efecto, en toda esta etapa, cuando se considera la cuestión indígena, esta siempre aparece ligada a otros problemas apremiantes para la elite gobernante, vinculados con las mutaciones que se producían en la sociedad argentina relacionadas con el fenómeno de la inmigración, y con las consecuencias que trae aparejada su masividad en el propio proceso de integración nacional, y aun con el orden social.

Esta situación hace que buena parte de los políticos, funcionarios de gobierno e intelectuales piensen que sin políticas claras de integración, el aluvión inmigratorio que trae consigo sus propias culturas e ideologías –que, ellos intuyen, se expresan en cierta resistencia o desidia en los mismos inmigrantes por adquirir la ciudadanía local– amenaza con alterar el orden construido y disgregar la nación.

Los conflictos sociales que devinieron en la crisis de los años noventa, en la aplicación de la Ley de Residencia pero fundamentalmente en las demandas laborales estimuladas por el crecimiento cuantitativo de los trabajadores urbanos, catapultaron la cuestión obrera como un problema prioritario en la agenda pública a comienzos del siglo XX.

Como sostiene Juan Suriano, fue en este momento cuando la cuestión social se hizo plenamente visible y se transformó en una cuestión de Estado y se impulsó su participación directa para hallar soluciones a los problemas sociales.[10]

En un principio la respuesta fue la represión y el tratamiento de la cuestión como asunto policial o delincuencial, pero luego se comprendió que el “problema obrero” requería de la intervención del Estado bajo otras formas. En esa dirección es que desde el Poder Ejecutivo, principalmente desde el Ministerio del Interior a cargo de Joaquín V. González, se plantea la necesidad de acopiar información sobre la situación en que se encontraban los trabajadores, sus organizaciones y reclamos.

El objetivo era, tanto del ministro González como de los grupos reformistas liberales, de los cuales este formaba parte, la sanción de un programa moderado de reforma social que respetando los fundamentos ideológicos liberales que guiaban la vida política argentina actuara sobre los preocupantes síntomas del conflicto social. Al mismo tiempo, esta norma legal que preveían moderna y completa debería, en materia laboral, ubicar al país a la altura de legislaciones europeas más avanzadas, como las aplicadas en la III República Francesa o el II Reich alemán, siempre referentes de países “civilizados”.

En ese marco se inscribe el proyecto de Ley Nacional del Trabajo de 1904 impulsada por el ministro Joaquín V. González, el cual se envía para su tratamiento al Congreso luego de una serie trabajos previos sobre la materia para los cuales fueron convocados destacados intelectuales y profesionales de diferentes corrientes de pensamiento, en su mayoría médicos y abogados como el liberal José Nicolás Matienzo, socialistas como Augusto Bunge, Enrique del Valle Iberlucea, José Ingenieros y Manuel Ugarte, y figuras con posiciones más eclécticas como Juan Bialet Massé, quien había realizado un exhaustivo informe sobre la situación de las clases trabajadoras en el interior del país a pedido del gobierno nacional.

En efecto, este inmigrante español provisto de una formación multidisciplinaria como abogado, médico, técnico y empresario tenía un vasto conocimiento sobre la temática abordada, al que le suma el intenso periplo que realiza en el verano de 1904 por el centro y norte de nuestro país, lo que le agrega la experiencia in situ y el dato del momento.

Respecto al escenario que le toca indagar a Bialet Massé, este aparece con marcadas diferencias, si lo comparamos con el del mundo urbano referenciado en la capital federal, donde el conjunto de las actividades industriales y de servicio lo llevan a cabo mayoritariamente hombres y mujeres provenientes de la inmigración transatlántica.

Por el contrario, en el interior, incluso en los centros más activos de las economías regionales como la azucarera tucumana y la vitivinícola mendocina, gran parte de los trabajadores eran criollos. Inclusive en enclaves agroindustriales como el yerbatero misionero, el forestal chaqueño o el de los ingenios salto-jujeños, el componente de los mercados laborales regionales era mayoritariamente indígena; de la misma manera que en buena parte del ámbito pampeano patagónico.

Es decir que, a pesar de estas profundas mutaciones que se dan en esta etapa en el mundo laboral, la mano de obra indígena seguía ocupando un rol destacado dentro del mercado de trabajo.

Y esto aparece reflejado en el informe producido por Bialet Massé, ya que una parte está dedicada a la situación del indígena en el norte argentino. Allí, además de describir su situación laboral y condiciones de vida, reflexiona respecto de la necesidad de incorporarlo a la sociedad civil.

Al contrario de algunos funcionarios y políticos que seguían menospreciando al indígena, tanto por prejuicios raciales como por su condición de enemigo del avance de la “civilización”, Bialet lo consideraba un trabajador imprescindible en determinadas regiones (a los que él más contactó fueron tobas, mocovíes y matacos del área chaqueña) y lejos de proponer su exterminio, como seguían sosteniendo algunos intelectuales de la época, proponía la “integración” a la sociedad nacional por la vía del trabajo y bajo la protección del Estado.

Para lograr dicha integración proponía una serie de acciones que según él conducirán al indígena a la civilización, y que eran: a) una legislación protectora desde el Estado, b) el trabajo con retribución digna y equitativa, c) la educación en escuelas prácticas donde el primer instrumento de transformación sea el idioma, d) la doctrina religiosa como complemento de lo anterior y e) entrega de tierra en reducción que contenga al aborigen.[11] 

La inserción del indígena al mercado de trabajo fue otra preocupación de Bialet, pues entendía que el trabajo disciplinado y constante era un arma esencial en su adaptación a la vida civilizada. La realidad le indicaba que era allí donde se daba, a causa de inescrupulosos empresarios, la explotación y adquisición de vicios que hacían perder la condición “natural” del indígena de bueno y manso. Indicaba que este mal sólo era corregible con la intervención del Estado, que se debía imponer con la ley y “mano firme”.

Por lo tanto, proponía la creación de un Patronato Nacional de Indios. Las funciones de este organismo serían la protección y defensa, la vigilancia en el cumplimiento de las leyes, la colonia-reducción, la educación y el acceso a la tierra en propiedad; en síntesis, la totalidad de los propósitos antes indicados.

Como veremos a continuación, muchas de estas recomendaciones de Bialet Massé las encontraremos reflejadas en el proyecto de ley del trabajo que poco tiempo después envía al congreso el Ministro González.

En efecto, el mismo preveía en su Título X (“Del trabajo de los indios”) legislar exclusivamente sobre el trabajo indígena. En los fundamentos introductorios que avalaban dicha inclusión se afirmaba taxativamente que el indígena es como el resto de los obreros “de gran mérito, de fuerza nada común y de ventajas económicas indudables para la industria”.[12] Por lo tanto, las razones que sostienen las garantías acordadas al resto de los trabajadores en el contrato de trabajo “son idénticas aplicadas al indio, que concurre del mismo modo al desarrollo de la riqueza pública y del bienestar nacional”.[13]

Queda claro entonces que la intención de incluir el trabajo indígena dentro del futuro código de trabajo tenía como finalidad regular su actividad en todos sus aspectos, lo que implicaba su reconocimiento como hombres libres y sujetos de derechos y obligaciones.

El proyecto del poder ejecutivo se halla concebido con el doble objeto concurrente al fin de ordenar el trabajo en la república: 1° garantir los contratos que el indio u otro en su nombre hacen para su trabajo, poniéndolo bajo condiciones semejante a los otros obreros en lo relativo a los salarios y su modo de pago; 2° completar estas disposiciones con otras que se proponen definir su condición civil, en el sentido de la patria potestad. Matrimonio, registro civil, y contratos de otros géneros, a cuyo efecto se crea en su forma más eficaz por el momento el patronato de indios, tan reclamado, y cuyo establecimiento en más amplia escala, cabe dentro del marco del proyecto.[14]

A partir de estas consideraciones resulta evidente que el objetivo final del gobierno nacional es poner al indígena en un plano de igualdad con el conjunto de los habitantes que pueblan el país. Igualdad que se plantea en un doble sentido: primero, y en términos de salarios y condiciones de trabajo, con el resto de los trabajadores que quedan comprendidos dentro del proyecto de ley, y subsidiariamente igualarlo, a partir de su acceso a las normas e instituciones que rigen a la sociedad civil, con los otros ciudadanos que forman parte de la nación argentina.

En definitiva, también para estos reformistas liberales como González, que forman parte de la elite gobernante, trabajo y ciudadanía no son conceptos extraños sino que, por el contrario, se complementan y coadyuvan a que el indígena, a partir de ser un trabajador inserto en el mercado de trabajo formal, se pueda convertir, a partir de las obligaciones y derechos que regulan la sociedad civil, en un ciudadano más de la nación.

Sin embargo, todo este enunciado teórico y su correspondiente reglamentación no se cristalizaron en la realidad, ya que la sanción de esta ley se vio frustrada tanto por la falta de interés de los legisladores de ambas Cámaras del Congreso como por la oposición de algunas entidades que agrupaban a los empresarios (Unión Industrial Argentina) y a los trabajadores (Federación Obrera Regional Argentina).

Los gobiernos radicales 1916-1930

En 1916 asumió la presidencia de la República Argentina Hipólito Yrigoyen, líder del partido Unión Cívica Radical (1916-1930), quien motorizó una política pretendidamente reparadora del “orden conservador” precedente.

En efecto, la idea de “reparación” que H. Yrigoyen utilizó como bandera de la campaña electoral, implicaba subsanar los errores de la etapa conservadora y propiciar la inclusión de la totalidad del cuerpo social. Esta inclusión era social pero también política. Este planteo se extiende con mayor o menor énfasis a lo largo de los tres gobiernos radicales (1916-1930) y se concreta en un discurso tanto en el Ejecutivo como en el Congreso nacional, donde los representantes de ese partido reivindican valores tales como la justicia social, la moral política y la reparación histórica y cultural de los sectores subalternos. Resulta claro que detrás de la enunciación de estos principios subyace un nuevo concepto de ciudadanía, mucho más amplio que el aceptado hasta entonces y que tiende a abarcar al conjunto de las clases sociales incluidos aquellos sectores tradicionalmente privados de la representación política.

En ese marco, para el pensamiento de Yrigoyen y del resto de los radicales la fuente de legitimación del poder y la soberanía ya no es sólo un patrimonio de las clases ilustradas que ejercen el poder político por derecho propio sino que, por el contrario, ese poder está también el pueblo como ciudadanía, y por lo tanto se pretende lograr una división de los bienes.

A partir de estas definiciones, como bien sostiene Diana Lenton:

Los derechos políticos y civiles ya no derivan de la tradición y la ilustración, sino de la misma condición de ciudadano, y este concepto de ciudadano, al abarcar a todos aquellos nacidos en el territorio, comprende sin discusión a los indígenas reconocidos como “argentinos”, aún a los que viven en comunidades con cierto nivel de auto-organización.[15]

Tanto en el discurso como en las acciones que intentaron llevar a cabo los funcionarios radicales se plantea la necesidad de modificar la mirada tradicional que la sociedad tiene sobre el indígena y avanzar en darle visibilidad a este particular sujeto social a través de la reparación histórica y cultural. Para cumplimentar ambas reparaciones se intenta allanar desde el Estado los caminos para que el indígena acceda a la tierra, a los servicios educativos y sea acreedor a la aplicación igualitaria de las garantías constitucionales y las conquistas laborales.

Precisamente en este último punto, el de las relaciones laborales, queda plasmada esta decisión política al incluirse un capítulo dedicado al trabajo indígena en la redacción del nuevo Código Nacional de Trabajo que el gobierno radical de H. Yrigoyen pone a consideración del Congreso en 1921, como respuesta a un período de significativas controversias laborales y fuerte conflicto social que trajo aparejada una intensa represión.

En efecto, el Estado nacional promovió la sanción de este Código tras las negociaciones y la represión estatal desatada sobre las organizaciones obreras y los trabajadores durante los conflictos producidos en el denominado quinquenio revolucionario entre 1917 y 1921.[16]

La redacción del Código estuvo en manos de Alejandro Unsain, un activo funcionario del organismo que venía desempeñándose en la Dirección Nacional del Trabajo, y que utilizó como antecedentes la propuesta de Ley Nacional de Trabajo de González (1904) y la legislación promovida por el gobierno de Yrigoyen, en cuya definición también participaron los funcionarios del Departamento.

Como decíamos precedentemente, este proyecto contenía un capítulo único dedicado al trabajo de indios. Allí, en primer lugar, se planteaba que los destinatarios de esta legislación eran los indígenas que habitaban los territorios nacionales y aquellos que contratados colectivamente o en grupos salieran de los territorios para trabajar en las provincias. En el articulado siguiente se afirmaba taxativamente que no se haría ninguna diferencia entre los trabajos del indio y el de los restantes obreros, ya que

Gozan los indios de todos los derechos que este código asegura a los trabajadores, debiendo entenderse como norma de conducta de los patrones y de las autoridades, a este respecto, que el trabajo de los indios no puede ser considerado como una mercadería.[17]

Finalmente, y en cuanto al reglamento de trabajo que abarcaba a aquellos indígenas empleados, dentro de los territorios nacionales, en obrajes, ingenios, algodonales u otra clase de establecimientos, sería el Poder Ejecutivo a través del Ministerio del Interior el encargado de ello. Para ello se preveía que “Estos reglamentos de trabajo serán propuestos por los gobernadores de los respectivos territorios e inspirados en los principios generales del presente título, reconociendo el carácter diferencial que impongan las diferencias de cada región”.[18]

La política del radicalismo sobre el indígena se completó con la puesta en funcionamiento en 1927 de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios, institución que había sido creada durante el gobierno de Victorino de la Plaza en 1916. Su puesta en funcionamiento obedecía al pensamiento de los gobiernos radicales quienes tenían, como sostiene Diana Lenton:

… la firme convicción de que la única manera de “civilizar” a los indígenas es mediante un “régimen tutorial” ejercido por el Poder Ejecutivo, ya sea a través de “comisiones de notables” o de instituciones más impersonales, al estilo de los patronatos.[19]

De esta manera la puesta en funcionamiento de la CHRI venía a cumplir el objetivo de coordinar las políticas hacia el indígena en una única agencia estatal, con poderes de fiscalización sobre las instituciones privadas y religiosas.

No obstante, su accionar fue muy acotado, al menos hasta la década del treinta, cuando la ejecución de una serie de medidas muestra un cambio de actitud en relación con la población indígena estimulada, sin duda, por las cada vez más frecuentes denuncias sobre su delicada situación.

La larga década del treinta (1930-1943)

La revolución de 1930 encabezada por el General Uriburu no sólo significó el quiebre del orden institucional sino que además modificó sensiblemente los aspectos políticos característicos de la etapa anterior. Paralelamente a esta alteración del sistema democrático se produce una profunda crisis económica como consecuencia de la depresión del comercio mundial, lo que repercute negativamente en nuestro país, particularmente en el mundo rural.

Esta etapa está caracterizada por un nuevo clima político donde los rasgos principales son, por un lado, un fuerte antiliberalismo y, al mismo tiempo, la mayor difusión de las ideas nacionalistas y corporativistas.

En cuanto a la cuestión indígena, se producen en estos años algunos cambios significativos respecto a lo que había sucedido en los períodos anteriores.

En primer lugar, hay un corrimiento en términos geográficos respecto del foco de atención de la situación de los indígenas. En efecto, si desde principios de siglo las acciones estatales habían sido dirigidas a atender las condiciones de vida pero fundamentalmente de trabajo de los restos de las comunidades indígenas que moraban en el norte del país, ahora por el contrario la mirada está puesta en los indígenas asentados en el sur del territorio nacional.

Esto se debe a una serie de cuestiones relacionadas, por un lado, con el peligro de pérdida de soberanía en la Patagonia –según los temores argumentados en el discurso nacionalista– a manos de las “avanzadas” chilenas o de un complot internacional liderado por Inglaterra y otras potencias con el fin de quedarse con el sur del territorio argentino. En ese escenario el indígena resultaba, para quienes estaban convencidos de este tipo de amenazas, un actor indispensable para el resguardo de la soberanía nacional (Bohoslavsky, 2009). La otra razón estriba en que las secuelas de la crisis económica mundial producen una fuerte proletarización de aquellas familias indígenas que subsistían en el marco de una pequeña economía familiar de tipo pecuario. Durante los últimos años de la década de 1920, la inestabilidad de los precios agropecuarios puso a los pequeños productores ganaderos frente a mayores dificultades; en la mayoría de los casos, las pequeñas majadas de ovinos y caprinos mantenidas servían para alcanzar un mínimo nivel de subsistencia, siendo prácticamente inexistente las posibilidades de alguna acumulación. Dadas tales condiciones, la crisis desatada hacia fines de esta década los afectó profundamente, representando para muchos de ellos la pérdida de sus rebaños y de las tierras fiscales que ocupaban. Para los pobladores indígenas, la experiencia del endeudamiento y del desalojo representó el inicio de un proceso de proletarización y desarraigo respecto de las comunidades de origen.

A partir de estos presupuestos y realidades, las referencias que se hacían a la condición del indígena dentro del discurso político nacionalista y que amplificaban los periódicos como El Pampero o Crisol, tendían a mostrarlos, desde una valoración positiva, como individuos con una serie de cualidades que pasaban por su laboriosidad, su apego a la tierra y su acentuado nacionalismo y honestidad.

… trabajadoras, contraídas progresistas, y gente de orden, que gozaban de una holgada independencia económica, lograda después de muchos años de intenso y sacrificado trabajo […] Algunas tenían grandes y sólidas fortunas vastamente consideradas en la comarca. Se trataba, pues, de un grupo autóctono lleno de virtudes, digno de nuestro país y acreedor a todos los amparos de las autoridades.[20]

Pero al mismo tiempo, ese discurso no le reconocía ninguna especificidad a la condición indígena; ellos aparecían asimilados a los trabajadores o a los pobladores rurales. Por lo tanto, nada había en su condición material ni identitaria que los diferenciara de otros sectores subalternos del país en esos años. Como plantea Ernesto Bohoslavsky: “eran parte de la misma Argentina sumergida, pero vital y auténtica, que estaba esperando el llamado de la historia para reverdecer sus tradiciones y demostrar su valentía y su deseo de liberación nacional y justicia social”.[21]

En el plano concreto de las acciones, si bien no hay un intento de legislar como en los años anteriores, en cambio sí se amplía el accionar de algunas agencias dedicadas al tema indígena como la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios, la cual, por primera vez, comienza a intervenir activamente en todo el espacio pampeano-patagónico con el agregado específico de nombrar delegados indígenas para relevar la situación de las familias de ese origen dispersas a lo largo del territorio.

Este cambio de actitud se manifiesta en una serie de medidas que tienen que ver con lo asistencial pero también, y fundamentalmente, con el propósito de lograr el acceso y permanencia de estas familias indígenas a la tierra. Para ello, su director el Dr. Juan C. Domínguez plantea la necesidad de implementar reservas bajo tutelaje estatal.

De lo expuesto y reduciendo a su mínima expresión el problema indígena en el sud del país, se considera que dos puntos cardinales deben ser contemplados por los poderes públicos para resolverlos: disponer la reserva (no permiso de ocupación ni arrendamiento) de las tierras que de hecho o a título precario habitan los indios en tribus o familias, con el fin primordial de substraerlas a toda gestión de terceros, afianzando así en ellas a los aborígenes que las ocupan y trabajan. I cumplido esto, mantener una inspección periódica y constante para defensa y amparo del hogar del indio.[22]

Sin embargo, sus proyectos van a chocar una y otra vez con la mirada de otros funcionarios estatales que visualizan la proletarización de los indígenas como el vehículo más adecuado para lograr su inserción en la sociedad y su conversión en ciudadanos. Este planteo lo encontramos en la memoria del gobernador del territorio nacional del Chubut de 1931, donde se proponía dejar de lado las “ideas sentimentales” que habían conducido a la entrega de tierras a los indígenas, ya que se trataba de un sistema ineficaz y que prolongaba su estado de barbarie indefinidamente. Las tierras entregadas a aborígenes se convertirían en una “rémora en el progreso del Territorio”.[23]

En el mismo sentido se expresa el director general de tierras del Ministerio de Agricultura ante controversias sobre el acceso a la tierra de las familias indígenas. Considera que no existen conflictos en torno a la tierra, por lo tanto propone no innovar y en cambio promover que los indígenas sean reeducados para el trabajo.

En definitiva, el escenario de los años treinta en el sur del territorio nacional, con el fuerte incremento de los desalojos emprendidos por particulares y el Estado, conducirá a una creciente proletarización de los restos de las comunidades indígenas y a la vez a fortalecer la figura del indígena como trabajador en detrimento de la figura de pequeño productor pecuario.

La mirada de los indígenas

Cómo reaccionaron los principales destinatarios –los indígenas– ante la implementación de estas políticas y estas miradas es un interrogante difícil de contestar ya que la escasez de fuentes lleva a dificultades metodológicas serias. Más allá de estas carencias, sí queda claro que los restos de las comunidades indígenas luego de la ocupación militar, primero en el sur y luego en el norte de la Argentina, tuvieron reacciones significativamente disímiles ante una misma realidad. En efecto, mientras que algunos de estos actores mantenían tozudamente pautas culturales absolutamente propias, de notable resistencia al cambio y a la asimilación, otros, en cambio, una vez sometidos rápidamente adoptaron rasgos, pautas de conducta y niveles de vida propios de la sociedad a la cual se iban incorporando.

En este sentido, y ya analizando concretamente el accionar de ciertos individuos o grupos indígenas ante la relación entre civilización, trabajo y ciudadanía que trataba de imponer el Estado a través de sus funcionarios, surge una serie de situaciones en las cuales se puede observar cómo estos mismos conceptos son retomados y apropiados por los propios indígenas como formas argumentales para evitar coacciones, exacciones e incluso fundamentar peticiones para el acceso particularmente a la tierra.

Un ejemplo de lo que estamos señalando sucedió con un grupo de indígenas pertenecientes a las comunidades de los caciques Inacayal y Foyel, que fueron sometidos junto con sus jefes sobre el final de la campaña militar, trasladados a Buenos Aires y alojados en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de La Plata. Pasado algún tiempo, Foyel y junto con él otros miembros de su comunidad fueron liberados por el gobierno nacional, el cual además les permitió regresar a sus primitivos asentamientos patagónicos.

Los demás, menos afortunados, nunca volvieron a ver la tierra donde habían nacido y terminaron sus días dispersos por la gran ciudad, convirtiéndose en anónimos habitantes. Años después, en 1896, uno de los antropólogos del museo tuvo oportunidad de volver a encontrarse con algunos de estos indígenas, y en su relato del encuentro sostiene que

… aparecen más o menos civilizados después de años de estar dispersos entre los blancos. Los encontré incorporados a la Armada de tierra y de mar, en la policía, en los bomberos; el resto hace un poco de todo, nada importante.[24]

Luego de ser localizados, el perito Francisco Moreno decide convocar a un grupo de ellos al museo para poder estudiarlos. Para ello mandó a buscarlos a través de la policía, lo que generó un episodio curioso que resulta paradójico y revelador de esta nueva realidad por la que atraviesan los indígenas. En efecto, la presencia policial –según el relato de Ten Kate– motiva el rechazo de una parte de ellos de concurrir al museo de La Plata para ser examinados manifestando, en directa referencia a la fuerza de seguridad, que “no desean ser tratados como bárbaros ni como vulgares malhechores ya que son ciudadanos civilizados”.[25]

Esta misma apelación a la condición de ciudadano argentino y a la laboriosidad por ellos desplegada la volvemos a encontrar en los primeros años del siglo XX, en las peticiones que distintos indígenas elevan a la Dirección de Tierras para acceder a la tenencia precaria de un lote de terreno pastoril. Este aparecía como uno de los requisitos fundamentales que tenían en cuenta los Inspectores de Tierras, a los que se sumaban la laboriosidad, la moralidad y muchos años de radicación. Asimismo gozaban de ciertos privilegios aquellos pobladores indígenas que habían estado incorporados en el ejército antes de 1900 y quienes habían hecho el servicio militar.[26]

Un ejemplo de esto es la carta que en 1904 envía al Ministerio de Agricultura Juan Antonio Antemil, cacique de una comunidad compuesta por 34 familias. En ella peticiona que a la fracción de tierras que se les ha concedido –en 1897– como reconocimiento a los servicios prestados en las campañas militares, se le sume una nueva concesión ampliando la cantidad de tierras y, a la vez, se cree una colonia agrícola pastoril, apelando para ello a su condición de ciudadanos argentinos.

Por lo tanto, en mi nombre y los de mi tribu vengo a solicitar de VE se digne disponer de los campos fiscales inmediatos a mi concesión provisoria y con esta se forme una colonia agrícola pastoril dándonos como ciudadanos argentinos un lote de cuarto de legua a cada uno mayor de edad.[27]

Sin tener una respuesta satisfactoria y ante la muerte de Antemil, quien retoma los reclamos es Manuel Cotaro en representación de la comunidad. Así en 1911 nuevamente se dirige al Ministerio de Agricultura, solicitando la mensura y regularización de sus tierras, y para ello apela a dos cuestiones principales: la presencia en ellas de “intrusos” chilenos y la aptitud de su gente para el trabajo. En el primer caso, se reiteran en los conflictos por posesión de tierras las acusaciones de los indígenas litigantes respecto del origen chileno del contrincante.

… jamás nuestra posesión y dominio fue turbado por nadie; pero desde hace un tiempo a esta parte, varios individuos, capitaneados por personas de nacionalidad chilena han invadido la zona de tierra que se me ha concedido, a mí y mi tribu sobre la cual tenemos derechos legítimamente adquiridos dentro del orden que las leyes, acuerdan a los pobladores del país.[28]

Mientras que también se reivindica en las demandas de los indígenas su carácter laborioso, tratando de contrarrestar el estereotipo de indígena vago y ladrón que circula profusamente en el discurso de funcionarios.

… estos consisten de los falsos informes que traen los peculadores de las tierras fiscales, diciendo vulgarmente que los indios no saben trabajar, son araganes, y no hay tal sierto de lo que dicen, porque sómos trabajadores, fuerte y constantes en el trabajo.[29]

Mientras esto sucedía en la Patagonia, también en el norte del territorio argentino la apelación al trabajo era retomada por los propios indígenas aunque con ciertas peculiaridades. En efecto, como señalamos a lo largo del capítulo, una de las razones principales de la ocupación del Gran Chaco fue la necesidad de la fuerza laboral indígena para los incipientes mercados de trabajo originados en torno a agroindustrias. Incluso muchos de los proyectos que encaraba el Estado involucraban a los indígenas como mano de obra. En ese escenario, no es casual que muchos de esos indígenas que formaban parte del mundo del trabajo atesoraran los comprobantes de su participación como una especie de salvoconducto a ser presentado ante las autoridades de turno para no caer en ningún tipo de exacciones, tal como lo señala acertadamente Marcelo Lagos: “Para los indios haber trabajado en establecimientos industriales les otorgaba en cierta medida un certificado de buena conducta”.[30]

En este sentido, debemos señalar que son frecuentes los documentos de exploradores militares o civiles que hacen referencia a que arribados a una toldería prontamente se les muestran los “papeles” donde consta la actividad. Precisamente en el informe que el gobernador de Formosa Luna Olmo realiza con motivo de la expedición al Pilcomayo en 1905, relata que la credencial, conservada cuidadosamente por los indígenas en canutos de caña atados al cuello o al cinturón, hace que el autor inmediatamente catalogue a los aborígenes como mansos.[31]

Finalmente, digamos que también los indígenas del Gran Chaco, así como los que habitan territorio patagónico, reivindican su capacidad para el trabajo, intentando desmentir a quienes desde una mirada prejuiciosa los tildan de indolentes y haraganes.

Tabacal, Ledesma, Mendieta, y en todos esos lugares trabajábamos nosotros. Somos los primeros que conocemos el trabajo, ¡y ellos nos dicen flojos! Trabajábamos en el surco, rayábamos, pelábamos, cortábamos con hacha, con el pico… yo nunca me olvido, soy de los principales entre los indígenas que trabajábamos allí.[32]

Como hemos visto hasta aquí, la atribución de nacionalidad, ciudadanía y trabajo como estrategia estatal es también retomada por muchos indígenas pero en otro sentido. Básicamente, como un instrumento acotado pero válido para peticionar por tierras, para evitar nuevas coacciones o incluso para denunciarse entre sí respecto del otro chileno. Aunque también para desentenderse de la extranjería cuando son interpelados en esos términos por algún funcionario estatal. Tal como lo explica el inspector de tierras para Río Negro en el transcurso de la inspección general del gobierno de Yrigoyen, la nacionalidad no necesariamente se corresponde ni con la documentación ni con la pertenencia que se adjudican los indígenas.

Los tehuelches son argentinos y chilenos de acuerdo a la simpatía que tienen por una u otra nación. Nos hemos encontrado con muchos casos de pobladores indígenas que decían eran chilenos y al pedirles que justificaran su identidad personal nos presentaban como principal documento la libreta de enrolamiento expedida por las autoridades argentinas.[33]

El mundo indígena y el peronismo (1943-1955)

Sin lugar a dudas, la irrupción del peronismo en la política nacional plantea respecto de la cuestión indígena una disrupción en cuanto al escenario anterior. Aunque en un primer momento persisten algunas continuidades materializadas en la sobrevivencia de cierta visión liberal, en un discurso que plantea como objetivo civilizar al indígena y en la permanencia de algunas instituciones creadas en la etapa anterior, como la Comisión Honoraria de Reducciones Indios, una institución claramente estructurada desde una concepción tutelar, la ruptura se hace evidente a partir de las respuestas dadas por el Estado a la demanda en torno de la cuestión indígena. En este sentido, debe señalarse que las políticas desarrolladas por el peronismo respecto de la cuestión indígena significaron una clara disrupción respecto a la conducta seguida por los gobiernos anteriores.

Esta nueva mirada sobre la problemática indígena se evidenció en una serie de acciones efectivizadas, primeramente, en un reordenamiento de las agencias públicas destinadas a llevar adelante las políticas dirigidas al mundo indígena. Así, a partir de 1943 la Dirección Nacional del Trabajo (DNT) delegó parte de sus funciones en los territorios nacionales a la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios. Esto es significativo porque sugiere el reconocimiento de que una alta proporción de las personas afectadas, en los territorios nacionales, serían indígenas. Ese mismo año la Comisión Honoraria fue incorporada a la recién creada Secretaría de Trabajo y Previsión (STyP), presidida por el coronel J. D. Perón. Finalmente, a principios de 1946 la Comisión Honoraria fue reemplazada por la Dirección de Protección al Aborigen, dependiente de la misma secretaría.

Estas iniciativas fueron importantes en términos de la institucionalización de la cuestión indígena, a la vez que completaban la vinculación entre “problema indígena” y “problema laboral” que se pronunciaba desde principio de siglo. En efecto, como hemos visto, muchos de los debates que se dieron en esos años en el Congreso Nacional se centraban en la condición del indio como trabajador, generalmente a propósito de las reformas laborales impulsadas por los funcionarios liberales reformistas y legisladores socialistas. De todas las modalidades posibles de asimilación del indio a la sociedad “nacional”, se enfatizaba la “integración” a través del mercado laboral. Como sostiene Diana Lenton:

… este concepto del indígena como “trabajador-indígena” se ha ido incorporando en el discurso de tal manera que muchos legisladores se refieren a los indios llamándolos directamente “obreros” o “trabajadores” de tal o cual región o establecimiento, y enfatizan su condición de clase explotada, por sobre otras cualidades tradicionalmente atribuidas a la raza.[34]

En el mismo sentido, como ya señalamos, se enmarcaba el tratamiento atribuido por Juan Bialet Massé al trabajador indígena en su informe para el proyecto de Ley Nacional del Trabajador de 1904.[35]

Igualmente, conviene advertir que el concepto de trabajador implica en la mirada de las autoridades de la agencia laboral una definición más amplia, que va más allá del actor que está sujeto a una relación salarial y abarca también a los fiscaleros tenedores precarios de terrenos de propiedad del Estado, a los denominados intrusos ocupantes ilegales de predios de propietarios absentistas e incluso a los miembros de las comunidades indígenas que no alcanzaron a ser desestructuradas. Pero también es necesario señalar que el objetivo principal iba más allá de las relaciones laborales. Se procuraba que el accionar de la STyP fuera un instrumento apto, no sólo para llevar adelante una acción reparadora respecto de las arbitrariedades sufridas por la población indígena, sino también para la integración de los pueblos originarios a un colectivo más amplio –el “pueblo”, la “Nación organizada”–, que sería el logro que en definitiva legitimaría las políticas gubernamentales.

En concordancia con este objetivo, el peronismo entendía que los indígenas constituían parte integrante de la ciudadanía argentina, siendo innecesario elaborar leyes especiales para la población indígena.

… para que sirva de norma para las gestiones que realizan los aborígenes, se le recuerda que por la Constitución Justicialista, los indígenas tienen iguales derechos y obligaciones que los demás ciudadanos argentinos y por lo tanto deben ampararse en las leyes comunes.[36]

En cierto modo parece posible entender que el peronismo representó el momento de incorporación definitiva de los indígenas a la comunidad política nacional, interpretándolos como una parte integrante de la ciudadanía argentina.

Algunas reflexiones finales

Sin lugar a dudas la idea de que el trabajo es el mejor instrumento de transformación del indio bárbaro en civilizado está presente desde muy temprano en la cuestión indígena. Por eso no resulta extraño que el general Roca lo plantee como el vehículo ideal para incorporar a los restos de las comunidades indígenas que quedaron sometidas a partir de la campaña militar a la sociedad “civilizada”. Y esta idea permanece en el tiempo, permea los distintos escenarios sociales y los distintos gobiernos que se suceden a lo largo del período estudiado, salvo algunas modificaciones propias de determinadas coyunturas y ciertas controversias acerca de cuál debería ser el mejor ámbito para introducirlos en el mundo laboral.

En efecto, en el comienzo del período estudiado y hasta principios de siglo, el centro de atención de las políticas estatales lo constituyen los restos de las parcialidades indígenas que están asentadas en el sur del país. En cambio, desde 1900 y hasta la finalización de los gobiernos radicales, el énfasis está puesto en los aspectos laborales de las relaciones interétnicas y la preferencia por el indio de la región chaqueña como estereotipo que luego se extrapola al análisis de la realidad indígena en todo el país. Pero en los años treinta el centro de gravedad vuelve a modificarse y se traslada nuevamente al territorio patagónico a favor del clima de ideas predominante y de la crisis económica que azota el mundo rural.

De la misma manera, la controversias que se suceden a lo largo del período entre los que propugnan el acceso a la tierra del indígena tutelado por la iglesia o el Estado y los que impugnan dicho método aparecen como relevantes en distintos escenarios, donde confrontan alternativamente la iglesia y el Estado, legisladores de distintas procedencias políticas o funcionarios de un mismo gobierno con miradas totalmente opuestas, como lo sucedido en los años treinta cuando se enfrentan quienes dirigen la Comisión Honoraria de Reducciones de Indígenas con gobernadores y funcionarios de otras agencias estatales.

En cambio, lo que sí aparece con mayor uniformidad a lo largo del tiempo son los discursos que formulan funcionarios y parlamentarios en los que invariablemente se proclama la igualdad en términos de condiciones laborales y derechos políticos con los otros trabajadores y ciudadanos.

Sin embargo, esta uniformidad discursiva encierra en la práctica algunos contrasentidos ya que en cada proyecto de legislación laboral que se propone mejorar las condiciones de los trabajadores siempre aparece un capítulo dirigido al trabajo indígena, lo que presupone que en la práctica esa igualdad que se declama no es tal. De la misma manera, también en el plano del ejercicio pleno de la ciudadanía aparecen algunas limitantes generadas por el difícil acceso a los beneficios materiales y a los derechos políticos que sí goza el resto de los habitantes que componen la nación.

Esta situación se mantiene casi inalterable hasta la irrupción del peronismo. En efecto, la llegada al poder de esta fuerza política significó el final de este largo recorrido, ya que los gobiernos justicialistas visualizan al indígena como un actor más dentro del mundo del trabajo y por lo tanto como un ciudadano pleno de la “Nueva Argentina”. Naturalmente esto va traer algunas modificaciones sustanciales, particularmente en la visión que se tiene de los propios indígenas, porque mientras por un lado se los incorpora definitivamente en el cuerpo de la nación desapareciendo cualquier diferencia; por otro lado, el resultado más inmediato es su propia invisibilización, la que se mantendrá en el tiempo aun después de la caída de los gobiernos peronistas.


  1. El capitán Juan C. Walther y su obra son uno de los ejemplos paradigmáticos de esta corriente que aparece contemporáneamente con el propio hecho y llega hasta nuestros días.
  2. Bechis, Martha, Interethnic Relations during the Period of Nation-State Formation in Chili and Argentina: from Sovereing to Ethnic, New York, New School Social Research Graduate Faculty, UNI Publication N. 8409728. Ratto, Silvia, Indios y cristianos. Entre la guerra y la paz en las fronteras. Buenos Aires, Sudamericana, 2007. Villar, Daniel (ed.), Relaciones inter-étnicas en el sur bonaerense 1810-1830, Bahía Blanca, 1999.
  3. Argeri, María, De guerreros a delincuentes. La desarticulación de las jefaturas indígenas y el poder judicial. Norpatagonia, 1880-1930, Madrid, CSIC, 2005. Delrio, Walter, Memorias de la expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia, 1872- 1943, Bernal, Universidad de Quilmes, 2005.
  4. Lenton, Diana, La imagen en el discurso oficial sobre el indígena de Pampa y Patagonia y sus variaciones a lo largo del proceso histórico de reracionamiento. Tesis de Licenciatura. Universidad de Buenos Aires, 1994. Mases, Enrique H., Estado y cuestión indígena. El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1930), Buenos Aires, Prometeo, 2010. Quijada, Mónica, “Indígenas: violencia, tierras y ciudadanía”, en Quijada, M. y otros, Homogeneidad y nación. Con un estudio de caso: Argentina, siglos XIX y XX, Madrid, CSIC, 2001.
  5. El 18 de octubre de 1884 el congreso dictó la ley 1532, más conocida como Ley Orgánica de los Territorios Nacionales. En ella se especificaba que los territorios eran unidades administrativas dependientes del Poder Ejecutivo federal, sin capacidad para autogobernarse y dictar sus propias leyes. Sus habitantes no tenían derechos políticos, salvo la capacidad de elegir autoridades municipales en aquellos poblados que alcanzasen el estatus de municipios. Quienes estaban al frente de los territorios revestían la figura del gobernador, el cual era delegado del Ministerio del Interior, duraba 3 años en el cargo y podía ser reelecto siempre con acuerdo del Senado. Sus facultades eran muy amplias y discrecionales, como por ejemplo ejercer el gobierno, crear normas, tener bajo su mando las fuerzas de seguridad, la guardia nacional y la justicia de paz y hacer cumplir las leyes y disposiciones nacionales.
  6. Quijada, Mónica, “La ciudadanización del ‘índio bárbaro’: políticas oficiales y oficiosas hacia la población indígena de La Pampa y La Patagonia, 1870-1920”, Revista de Indias, vol. 59, n. 217, 1999, pp. 675-704 y de la misma autora, “Nación y territorio: la dimensión simbólica del espacio en la construcción nacional argentina: siglo XIX”, Revista de Indias, vol. 60, n. 210, 2000, pp. 373-394.
  7. Carta del General Roca al gobernador de Tucumán del 4 de noviembre de 1878. AGN Archivo Roca.
  8. Quijada, Mónica, “Indígenas: violencia, tierras y ciudadanía”, en M. Quijada y otros, Homogeneidad y nación. Con un estudio de caso: Argentina, siglos XIX y XX, op. cit., p. 84.
  9. Intervención del diputado Calvo, en Congreso de la Nación. Cámara de Diputados, Diario de Sesiones. Año 1885, p. 462.
  10. Suriano, Juan, La cuestión social en la Argentina. 1870-1943, Buenos Aires, La Colmena, 2000, p. 5.
  11. Lagos, Marcelo, “El informe Bialet Massé: la mirada etnográfica”, en Lagos, M. y otros (comps.), A cien años del informe Bialet Massé. El trabajo en la Argentina del siglo XX y Albores del XXI, Tomo 1, Unidad de Investigación en Historia Regional, Universidad Nacional de Jujuy, 2004.
  12. Congreso Nacional. Cámara de Diputados. Año 1904. Proyecto de Ley Nacional del Trabajo. Mensaje del Poder Ejecutivo Buenos Aires, 6 de mayo de 1904, p. 99.
  13. Idem.
  14. Idem.
  15. Lenton, Diana, op. cit., p. 15.
  16. Falcón, R. y Monserrat, A., “Estado, empresas, trabajadores y sindicatos”, en Falcón, R. (dir.), Democracia, conflicto social y renovación de ideas (1916-1930), Nueva Historia Argentina, Tomo VI, Sudamericana, Buenos Aires, 2000.
  17. Congreso Nacional, Cámara de Diputados, Mensaje del Poder Ejecutivo, 6 de junio de 1921, pp. 356-357.
  18. Idem.
  19. Lenton, Diana, “Los indígenas y el congreso de la nación Argentina 1880-1976”, en Noticias de Antropología y Arqueología, Año 2, N° 14, junio de 1997, p. 37.
  20.  “La plaga semítica en los territorios nacionales”, Crisol, 20 de septiembre de 1934, p. 1.
  21. Bohoslavsky, Ernesto, “El nacionalismo fascistoide frente a los indígenas del sur (1930-43): ¿pragmatismo, giro plebeyo o revisionismo?”, en Revista Sociohistorica. Rosario, N° 21-22, primer y segundo semestre 2007.
  22. AGN DAI, Exp. Grales. 1933. Leg. 8. Exp. 10278.
  23. AGN DAI, Exp. Grales. 1931. Leg. 12. Exp. 8446; Pérez, Pilar, Archivos del silencio. Estado, indígenas y violencia en Patagonia Central. 1878-1941, Buenos Aires, Prometeo, 2016, p. 316.
  24. Ten Kate, Herman, “Materiaux pour servir à L’anhtropologie des indiens de la Republique Argentine”, en Revista del Museo de la Plata, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, 1905. Tomo XII, primera entrega, p. 52.
  25. Idem.
  26. Archivo Histórico de Río Negro. Dirección de Tierras. Comisión Inspectoras: Zona de Fomento Sección IV. Asuntos Varios. 1926/27, Tomo 435.
  27. Archivo Histórico de Río Negro, Exp. Antemil, paq. 56, n. 105743, fjs. 241.
  28. Archivo Histórico Provincia de Río Negro. Exp. 3294, 20 de septiembre 1906, fjs. 42R.
  29. Archivo Histórico de Río Negro, Exp. 3267, fjs. 10R.
  30. Lagos, Marcelo, Estado y cuestión indígena. Gran Chaco 1870-1920, en Teruel, A., Lacarrieu, M. y Jerez, O. (comp.), Fronteras, Ciudades y Estados, Córdoba, Alción, 2002, p. 94.
  31. Luna Olmos, Lucas (1905), “Expedición al Pilcomayo. Informe presentado al Exmo. Sr. Ministro del Interior Dr. Rafael Castillo”, Buenos Aires, 1905.
  32. “Relato de Juan Tioy. Chorote. Misión La Merced. Dpto. Rivadavia. Banda Norte, Chaco salteño”. Citado por Ubertalli, José L. Guaykurú, Tierra rebelde, Buenos Aires, Antarka, 1987.
  33. Inspección General de Tierras. Colonia Valcheta 1919, fjs. 258.
  34. Lenton, Diana, Los indígenas y el congreso de la nación Argentina 1880-1976, op. cit., p. 17.
  35. Bialet Massé, J., Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior del país, Córdoba, UNC, 1968.
  36. AHRNJL, Exp. N° 5414, 1953, f. 3.


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