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La construcción del lenguaje de derechos obreros en la Argentina, 1900-1943

Juan Suriano

Defendemos el verdadero derecho a la existencia…

Nuestros derechos son más justos y nuestra lucha en

defensa propia la legitima no sólo los códigos, sino

algo más sagrado que nadie puede desvirtuar: la propia

madre naturaleza que nos dio vida a todos por igual y

nos reduce a tierra a todos por igual.[1]

I

En este capítulo deseo abordar la reconstrucción del lenguaje de derechos obreros realizada por los propios protagonistas a través de sus asociaciones (sociedades de resistencia, sindicatos, mutuales), de su prensa escrita y de sus representantes políticos e ideológicos como el anarquismo, el comunismo, el sindicalismo revolucionario y el socialismo en Argentina entre 1890 y 1943. En este sentido quiero plantear una serie de interrogantes para tratar de comprender el significado que los trabajadores y sus representaciones adjudicaban a los derechos obreros. En principio: ¿Cómo se estructuró la palabra obrera en torno a sus derechos? ¿Qué tendencias políticas e ideológicas la modelaron? ¿Cuáles eran sus diferencias? ¿Cómo interpelaban y cuál era el papel asignado por los trabajadores al Estado? ¿Cuál era el sentido que le adjudicaban al derecho y la justicia obrera? ¿Cuándo estos temas comenzaron a ser una preocupación de los trabajadores? ¿Cuáles fueron las tradiciones que modelaron su sentido del derecho y como reclamaban por ellos? ¿El derecho obrero comprendía también los derechos políticos?

Si bien es cierto que para comprender el significado atribuido al derecho obrero por los trabajadores y sus instituciones no debe olvidarse su forma lingüística (el sentido del término), es importante también aclarar que el presente trabajo no es un estudio de historia conceptual ni de análisis del lenguaje, lo que me interesa aquí es cómo se relacionan una interpretación social y una lectura lingüística.[2] Desde esta perspectiva se prestará atención a las condiciones de producción discursiva que dotaron de significados a las palabras “derecho obrero”, sentidos que por supuesto no siempre eran similares de acuerdo a las diversas concepciones filosóficas o doctrinales de quienes los formularan. Esas condiciones de producción discursiva se modificaban también de acuerdo a los cambios que a lo largo del tiempo puede haber ido sufriendo el sentido de las palabras “derecho obrero”. Parece evidente que dicho término fue utilizado por todos los discursos obreristas elaborados previamente a la aparición del peronismo y también desde comienzos del siglo XX por el discurso elaborado por el reformismo social de las elites. Pero esa permanencia de estas palabras a lo largo de más de cinco décadas en el discurso obrero no es de modo alguno un indicio de que las circunstancias coyunturales y las condiciones de producción se hayan mantenido inalterables.[3] Su significado se fue modificando con el transcurso de los años a la luz de las cambiantes circunstancias coyunturales, de las distintas formas de comprensión hechas por sus intérpretes y por la propia evolución del derecho obrero realizada tanto por las instituciones representativas de los trabajadores como por los políticos o los intelectuales, profesionales y funcionarios que, hayan estado vinculados al Estado o no, de alguna manera contribuyeron a que las palabras “derecho obrero” trascendieran el marco más cerrado e inclusivo del discurso producido al interior del mundo de los trabajadores.[4]

II

El punto de gestación de los futuros derechos obreros puede ubicarse en el artículo 14 de la Constitución Nacional de 1853 que establecía la defensa de la libertad de movimiento para todos los individuos.[5] Los representantes obreros entendieron desde un comienzo que dicha garantía constitucional era un bien inalienable, una suerte de primer rasgo del ejercicio de los derechos individuales por parte de los trabajadores que incluía los derechos de reunión y de expresión pero también la reivindicación de un trato digno por parte de sus empleadores, un vago atisbo de los futuros derechos sociales.[6] Con distintas fundamentaciones el trabajador, nativo o inmigrante, seguramente sentía como una injusticia y un agravio a esa libertad amparada por la Constitución el maltrato patronal, las formas coactivas del trabajo así como las pésimas condiciones en que se desarrollaba o el rol opresivo de las fuerzas de represión siempre dispuestas a preservar los intereses empresarios.

Tal vez en un comienzo, los trabajadores criollos apelaron a una reacción instintiva y a un sentimiento básico de justicia, mientras los extranjeros (no todos, por supuesto) en cambio lo hacían en nombre de ciertos principios, tradiciones y experiencias organizativas que aquellos ignoraban o conocían vagamente. Es interesante en este sentido la carta enviada en 1891 por un inmigrante italiano al diario socialista El Obrero en donde denunciaba las, para él, terribles condiciones de trabajo que sufrían en unas canteras de piedra de la provincia de Córdoba. Ese hecho lo había convencido “de que no hay justicia en América”, en donde predomina “el poder arbitrario y tiránico” de los patrones” que le generaban “la convicción de la impotencia de poder librarse del yugo que el proletario lleva sobre sí… sin esperanza de que le toquen a él los hermosos derechos del hombre” heredados de la Revolución Francesa. Frente a la injusticia y la desprotección de los gobiernos “nuestros derechos de hombres los tenemos que conquistar todavía”.[7] En los primeros diarios obreros se publicaba habitualmente, con clara intención pedagógica, cartas de trabajadores denunciando que los patrones y los capataces trataban a los trabajadores como “esclavos” o “siervos”, con el objeto de que estos tomaran conciencia de la situación y lucharan para no perder la dignidad, defendiendo la libertad y los derechos inherentes concedidos universalmente a los individuos por las leyes.

Con la formación de las primeras organizaciones gremiales que iban delineando una identidad obrera, los lenguajes de derechos individuales y sociales se fueron superponiendo pues era común que las nóveles formaciones gremiales y los agrupamientos anarquistas y socialistas reclamaran el cese de los continuos “atropellos policiales” cuando prohibían asambleas, cerraban periódicos obreros, reprimían manifestaciones y perseguían activistas violando las leyes y vulnerando los derechos de reunión y expresión. En 1896 el recién creado Partido Socialista (PS) emitió un manifiesto en repudio por la represión de una manifestación obrera priorizando el interés de los capitalistas contra el derecho de reunión y pasando por encima de las leyes que rigen la nación, llamando a los trabajadores a fortalecer su unión “organizándose seriamente en partido de clase”.[8] La suma de agravios (prepotencia patronal, arbitrariedad policial e indiferencia estatal) con los trabajadores fueron percibidos por estos como una injusticia y una violación de sus derechos individuales que les permitían reunirse, expresar sus opiniones y organizarse.

Si la libertad individual era un derecho inalienable de todos los individuos, en tanto tales lo era por extensión a los trabajadores. ¿Cómo defender esa libertad ante las injusticias de un sistema regido por el mercado y, consecuentemente, desigual o ante la ausencia de instituciones que escucharan y dieran respuesta a los reclamos obreros? En primer lugar se trataba de luchar por el derecho a asociarse (agremiarse) colectivamente para reclamar sus reivindicaciones ante las autoridades y los empresarios. Sobre este tema es importante señalar las diferencias en la interpretación sobre el significado de los derechos obreros de quienes asumieron la organización de los trabajadores: anarquistas, sindicalistas y socialistas. Las discrepancias, a veces sutiles, a veces insoslayables, han sido sustanciales para definir y concretar las conquistas de los trabajadores. De acuerdo a los principios de la Internacional obrera, la base de los reclamos de unos y otros no variaba sustancialmente y coincidían en impulsar los lazos colectivos y solidarios inherentes a la identidad de la clase obrera;[9] también concordaban en demandar el derecho al trabajo y a una vida digna (salario justo, jornada de ocho horas, tiempo libre, acceso a la educación y a una vivienda adecuada). Herederos de los principios de la Ilustración y la Revolución francesa, coincidían en la defensa de la sacralidad de los derechos individuales: “queremos –sostenía el comunicado de un gremio anarquista que bien podía suscribir cualquier agrupamiento socialista– disfrutar todos e íntegramente los derechos del hombre, nuestro problema no es de estómago, es de dignidad”.[10]

Pero el camino se bifurcaba sustancialmente en las estrategias implementadas para obtener esas reivindicaciones. Mientras los socialistas adoptaron la vía de la participación política en pos de un mejoramiento gradual interpelando al Estado, que era en definitiva quien podía sancionar los reclamos en forma de leyes o decretos, los anarquistas, con una retórica radicalizada que apelaba a la lucha y la resistencia al sistema, se inclinaban por la emancipación total de la clase obrera a través de la rebelión y el trastocamiento violento de la sociedad. En sentido contrario a los socialistas, los libertarios negaban la legitimidad del Estado, las leyes y el sistema político parlamentario, por ello consideraban inadecuado reclamar a las instituciones estatales.

La intromisión de los poderes públicos entre el Capital y el Trabajo –sostenía Federación Obrera Argentina (FOA) en 1902– constituye un atentado a la libertad social e individual, por lo que hacemos votos para que los trabajadores […] hagan respetar su libertad violada por las autoridades en su descarada intervención a favor del capitalismo.[11]

Eran los propios trabajadores, a través de la lucha y la negociación directa con patrones y empresarios, quienes debían concretar sus reivindicaciones en forma de derechos ganados y no sancionados formalmente por ninguna institución.[12] Consideraban que los pocos beneficios otorgados legalmente a los trabajadores habían sido “arrancados a la burguesía” por medio de la acción directa y no por la estrategia parlamentaria practicada por los socialistas. La declaración de principios del V° Congreso de la FORA en 1905 introdujo la obligatoriedad de los gremios afiliados de la adhesión a los principios del “comunismo anárquico”, con el objeto de educar y concientizar a los obreros “impidiendo que se detengan en la conquista de las ocho horas, [situación que] los llevará a su completa emancipación y por consiguiente a la evolución social que se persigue”.[13] Esta definición implicaba el rechazo frontal a la institucionalización de las conquistas obreras y de los propios derechos. El tema es importante pues durante los primeros años del siglo XX los anarquistas tuvieron una influencia sustancial en el mundo del trabajo orientando los gremios más poderosos y, de alguna manera, imponiendo el tono confrontativo predominante en la protesta obrera.

En esta estrategia subyacía un tema más profundo como era el tipo de sociedad futura a la que aspiraban los militantes libertarios. Esta sociedad deseada anclaba en una utópica comunidad de iguales en donde el poder del Estado se diluía en el poder colectivo ejercido por los trabajadores. Se trataba de una sociedad deseada a largo plazo, como lejano punto de llegada, pero antes debían organizar y concientizar a los trabajadores para que dieran la lucha contra el capitalismo y pudieran alcanzar esa añorada sociedad futura en la que desaparecían las clases sociales. Así, los derechos obreros se subsumían naturalmente en los derechos de todos los individuos y no dependerían de ningún tipo de proceso institucional.

El movimiento anarquista en su conjunto compartía esta idea y la impugnación de la religión, del Estado, la legislación, la patria, así como coincidían en descartar cualquier tipo de petición a los gobiernos y de compromisos de tipo político con el socialismo. Pero en el interior de ese heterogéneo mosaico existían profundas diferencias en torno al rol de la organización sindical y sobre la definición del propio sujeto de la transformación social. Los anarquistas “doctrinarios puros” otorgaban un lugar secundario a la lucha gremial por considerarla meramente reivindicativa y abogaban por la libertad del individuo rechazando la lucha de clases;[14] en cambio, los militantes gremiales a los que podríamos denominar anarcosindicalistas que debían enfrentar el día a día en los lugares de trabajo, enfrentar a los patrones y organizar a los trabajadores, le otorgaban al sindicato y al militante obrero un lugar central en la estrategia de cambio. Se trata de una visión más obrerista, centrada en la acción de los propios trabajadores y la organización gremial. La emancipación de los trabajadores se basaba en los lazos de solidaridad y en la organización que debía ser obra de ellos mismos. En contra de la “voracidad” de la clase privilegiada y las instituciones burguesas, verdaderos “criaderos de parásitos”, “surgen las organizaciones de proletarios que como únicos productores de la riqueza social son también los únicos y verdaderos que tienen derecho a disfrutar su producción”.[15]

Pero para fortalecer las organizaciones era indispensable educar y concientizar aquella parte de la clase obrera (“los débiles, los indecisos […] los hermanos que aún no han tenido la dicha de vislumbrar la hermosura de la sociedad futura”) reacia al mensaje redentor. Estos trabajadores que aún no habían tomado conciencia de su situación debían abandonar los cafés y las tabernas considerados “nidos de corrupción” e ir a la biblioteca a leer los libros con los cuales comprenderían cabalmente sus derechos.[16] A través de la educación los obreros tomarían conciencia de sus derechos y de su peso en la sociedad, pues “ignoran que son la clase indispensable” como ignoraban también el poder emergente de esta situación y la misión redentora destinada a desempeñar en el mundo actual. “Si el elemento obrero se instruyese más, pronto vería la inferioridad social en que se halla colocado e irrumpiría briosa y altivamente”.[17]

Es interesante constatar que, a pesar de adoptar un discurso obrerista, los columnistas del periódico, quienes denostaban sistemáticamente a los intelectuales (aunque no sabemos si ellos mismos eran todos obreros), se siguen refiriendo a los trabajadores desde una posición de externalidad cuando estos se mostraban indiferentes al discurso redentor y no se incorporaban a la lucha. Es una visión común a todo el campo de la izquierda: un mundo obrero fragmentado, un ellos (los ignorantes e indiferentes) y un nosotros (los conscientes y luchadores). Pero más allá de una mirada un tanto cargada de prejuicios también es cierto que todos los sectores hicieron denodados esfuerzos para instruirlos y pusieron énfasis en diversas experiencias educativas alternativas con el objeto de instruir a los trabajadores, alejarlos de la educación burguesa y contribuir a dotarlos de una identidad común.

Más allá de estas reservas, el sector sindicalista del anarquismo ponía un énfasis esencial en la capacidad transformadora de la clase obrera. Casi todas las declaraciones de principios apelaban a la pronta organización de los trabajadores argentinos y la completa emancipación de los obreros. Esa emancipación no se refiere a todos los hombres (individuos) por igual como pedían los doctrinarios puros sino específicamente a los obreros, los verdaderos explotados del sistema capitalista.[18] Por ello muchos estatutos manifestaban ese exclusivismo obrerista y no permitían la afiliación de individuos no asalariados, como quienes ejercían arte u oficios libres (periodistas, abogados, ingenieros, médicos). La emancipación de los trabajadores y la conquista de sus derechos sólo se llevaría a cabo a partir de la organización gremial del proletariado.

Pero ¿cuál era la verdadera función del sindicato?, se preguntaba Antonio Marconi, columnista del periódico del gremio de lo carreros. Siguiendo a Emile Pouget,[19] planteaba que no era una escuela de socialismo con el objeto de formar militantes para enviarlos al parlamento y terminar entrampados en las políticas de los gobiernos burgueses. El sindicato respondía a todas las aspiraciones del obrero: permitía luchar por las reivindicaciones inmediatas “y es también el que ha de llevar a término la obra de expropiación capitalista”.[20] Llegado ese momento, y aquí se desplazaban de Pouget a Kropotkin, serían los trabajadores quienes organizarían la producción para expropiar la riqueza y socializar tanto la industria como los medios de producción, destruyendo la sociedad burguesa para “suplantarla por una sociedad de Amor, Justicia, Libertad e Igualdad”. Para arribar a esta situación, según los postulados de la CGT francesa, era indispensable el rol de la organización gremial, que sería la base de la estructura de la nueva sociedad, con el objeto de imponer definitivamente los derechos obreros a partir de la expropiación capitalista consecuencia del uso de la huelga general.[21] Estos eran los verdaderos derechos de los trabajadores y, volvían a Pouget, sólo serían obtenidos por ellos mismos, “porque los gobiernos han consentido en conceder derechos políticos al pueblo y se han negado en absoluto las libertades económicas” de las que sólo cedían “migajas” cuando se acentuaba la presión obrera. En cambio, los gobiernos podían reconocer los derechos políticos porque sus costos eran menores al integrarlos al sistema y no poner en peligro los principios de autoridad y propiedad.[22]

Dos décadas más tarde los gremios anarcosindicalistas, ahora sin el peso de entonces, seguían abroquelándose en la defensa de la lucha por la reivindicación económica y el rol del sindicato y se mostraron cada vez más críticos con el anarcocomunismo debido a su desprecio por las reivindicaciones económicas. Se sostenía que esta postura era principista, alejada de la realidad y “uno de los fenómenos más funestos del movimiento obrero” pues la lucha gremial de ninguna manera desviaba a los trabajadores del camino revolucionario. Esta concepción “funesta” se basaba en dos errores centrales: considerar contrarrevolucionarias las “mejoras dentro de la sociedad capitalista” y creer “que la supremacía de la miseria social fortificaría el espíritu revolucionario”.[23] La defensa de la lucha gremial era una etapa indispensable en la obtención de derechos, y aquí también se diferenciaban del sindicalismo al que consideraban conformista con el sistema y oportunista por su tendencia a negociar con el gobierno. Discursivamente, los anarcosindicalistas establecían una sutil diferencia: no se conformaban con las victorias logradas en la lucha gremial

… por el contrario [estas] han de servirnos de estímulo y acicate para mayores y más grandes batallas hasta lograr nuestra total e integral emancipación […] y establecer la sociedad del comunismo anárquico [derrotando] a nuestros seculares enemigos que constituyen la trilogía Capital, Clero y Estado.[24]

Mantuvieron férreamente sus principios antiestatales y para los años 30, cuando ya era una expresión minoritaria del movimiento obrero, eran los únicos, junto a los escasos anarcocomunistas, que se negaban a consolidar las mejoras laborales a través de la legislación y la intervención de las instituciones estatales.

III

El declive anarquista fue inverso al crecimiento del sindicalismo revolucionario que apareció en la escena gremial en 1906. En un principio poco se diferenció de algunas concepciones obreristas del anarcosindicalismo, especialmente en el rol adjudicado al sindicato y la huelga general. A diferencia del caso francés, en donde surgió del seno del anarquismo, en Argentina fue consecuencia de la acción de un grupo de militantes del PS en desacuerdo con el rol adjudicado por este a la acción parlamentaria y la subordinación del sindicato a la acción política. Ya en 1903 se publicaban en la prensa gremial vinculada al socialismo artículos en donde se planteaba la superioridad de la lucha gremial sobre la actividad parlamentaria. Criticaban al partido por subordinar la actividad sindical frente a la estrategia política que buscaba la sanción de leyes laborales y la instrumentación de las huelgas en ese sentido. También planteaban que debían ser los sindicatos y no el partido los encargados de conducir la lucha de clases revolucionaria sin necesidad de apelar a la lucha política. Esa experiencia debía ser pura y específicamente obrera y, al igual que el planteo anarcosindicalista, los gremios debían estar integrados y ser dirigidos primordialmente por trabajadores.

El conflicto en el PS estalló durante el III° Congreso de la Unión Gremial de Trabajadores cuando las diferencias se convirtieron en irreductibles. La línea divisoria, además del tema de la lucha política, giró en torno al rol asignado a la huelga general en la estrategia partidaria. Mientras la conducción socialista negaba su centralidad por desgastar inútilmente a los trabajadores, atraer la represión y alejarlos de la lucha, los sindicalistas sostenían la huelga general como una herramienta indispensable para destruir el estado de clase y llevar a los trabajadores al poder. Era el medio ideal para reivindicar los derechos sociales obreros y para conformar una escuela de educación moral y revolucionaria de los trabajadores. Finalmente, la ruptura definitiva del PS se produjo durante el VI Congreso de la organización realizado en 1906 cuando Nicolás Repetto “invitó” a los afiliados “titulados sindicalistas” para que se constituyeran en partido autónomo.[25]

Para los disidentes, el sindicato era la clave organizativa de la clase obrera. Se trataba del espacio en el que se impulsaba y practicaba la solidaridad obrera que habría de transformar a los trabajadores y destruir el egoísmo burgués. A través de la práctica sindical, el obrero se hacía consciente de sus deberes hacia sus compañeros de trabajo.

Aprende a amarlos, a respetarlos y a defenderlos, porque en él se ha generado un nuevo sentimiento de clase que antes no existía […] por medio del sindicato se destruye todo sentimiento de quietud, de sumisión o de espera. Los hombres se hacen rebeldes, aprenden a no esperar nada, a tomar o alcanzar lo que les hace falta […] sin tutelas ni mediaciones. El sindicato hace de los obreros combatientes y transforma todos los sentimientos e ideas que la práctica burguesa les haya infundido.[26]

El sindicalismo se hizo fuerte en su ámbito natural (la organización obrera) y desde 1910 creció en la medida que decreció la influencia gremial del anarquismo. Claro que a partir de este momento el sindicalismo se hizo más sindical y menos revolucionario adoptando una suerte de postura clasista conservadora centrada en los reclamos del sindicato y alejada de la transformación radical de la sociedad, entre otras razones porque la dura represión del Centenario echó por tierra la idea de mantener la movilización y la huelga general como espacio exclusivo de la soberanía obrera.[27] Por otro lado, al privilegiar cada vez más las estrategias reivindicativas de carácter económico se fue produciendo una mutación de su postura inicial, desde una oposición radical a la naturaleza del Estado, a la organización política y a la participación electoral hacia una actitud negociadora y, de alguna manera, tolerante. Esta estrategia se profundizó durante el primer gobierno radical (1916-1922). En cuanto a la cuestión política, aunque conservaron su apoliticismo y siguieron condenando la política parlamentaria, se despreocuparon de la cuestión y asumieron una posición más contemplativa y permisiva dejando a los afiliados de sus gremios en libertad de acción frente a las elecciones.

El sindicalismo privilegió cada vez más la lucha gremial y el fortalecimiento de sus instituciones (sindicatos, federaciones). Los trabajadores no debían olvidar que “todas las conquistas que hoy disfrutamos se las hemos arrancado a los armadores por la fuerza de la organización del sindicato”.[28] Este era el ámbito en donde los trabajadores adquirían conciencia de clase y se independizaban de la falsedad de la democracia y de toda tutela externa, sea de un partido político o del Estado.

Nosotros [sostenía un periódico sindical] debemos distinguir entre el derecho teórico y abstracto que la democracia ha hecho irradiar ante nuestros ojos, y el derecho tangible y real que en definitiva no es otro que la unión de nuestros intereses cuya proclamación tiene por punto de partida un acto de conciencia individual.

Ese acto de conciencia individual implicaba el derecho a reclamar y rebelarse frente a la explotación y la opresión capitalista legitimada por el derecho moderno. Reclamar y rebelarse era su derecho inherente; por lo tanto “el derecho sindical no tiene nada en común con el derecho democrático […] (expresión de las mayorías inconscientes)”, el derecho sindical significaba “la realización de la libertad e igualdad sociales”.[29]

Sin embargo detrás de esta aparentemente radicalizada declaración de principios del derecho obrero y del rechazo de los derechos formales de la democracia burguesa, el sindicalismo abrió una de las puertas al reconocimiento del Estado al convertirse en un interlocutor privilegiado del gobierno de Hipólito Yrigoyen. A pesar de su antiestatismo discursivo, relegaron este principio a un terreno abstracto pues comprendieron que la actitud más dialoguista y negociadora del nuevo mandatario, surgido de la aplicación de la reforma electoral de 1912, era una gran oportunidad para consolidar una estrategia negociadora y así concretar muchas de sus reivindicaciones, robusteciendo además su postura entre los trabajadores y el poder del sindicato. Eso ocurrió con la vigorosa Federación Obrera Marítima (FOM) que durante las huelgas que la enfrentaron a las poderosas compañías marítimas entre 1917 y 1921 pudieron imponer sus condiciones. Esto fue posible tanto por la convicción y organización del sindicato durante el conflicto como por la tendencia de sus dirigentes a recurrir a y negociar con el presidente Yrigoyen que los favoreció con sus arbitrajes y el retiro de los efectivos de la Prefectura Naval que operaban como policía portuaria. La actitud del gobierno permitió a la FOM adquirir un poder inédito hasta para cualquier sindicato al controlar las condiciones de trabajo a bordo de los buques. La relación directa y el diálogo cara a cara del sindicato y las autoridades además de una actitud novedosa era una muestra clara del pragmatismo gremial destinado a obtener mejoras para sus afiliados.

El sindicalismo revelaba una alta dosis de pragmatismo que no implicaba un interés específico, como en el caso del socialismo, por la sanción de leyes laborales[30] sino específicamente por la negociación puntual y directa en cada conflicto con el PE, ya fuera el presidente o alguno de sus representantes, con el objeto de obtener beneficios para el gremio y sus afiliados. Hugo del Campo entrevió lúcidamente que ese pragmatismo del sindicalismo, a diferencia del férreo y rígido antielectoralismo anarquista o del dogmatismo cívico del socialismo que exigía a los trabajadores ejercer sus derechos políticos y a los que eran extranjeros a naturalizarse, la ideología sindicalista era

… menos definida –y por lo tanto más flexible– que las tendencias rivales, y no sometida en cuanto a su aplicación al control de severos gendarmes de la ortodoxia –como eran en los otros casos el PS y la FORA–, permitía además a esos dirigentes moverse con mayor holgura en un medio saturado por las discusiones doctrinarias y de actitudes sectarias…[31]

El acercamiento sindicalista al gobierno después de 1916 se debía entonces a esta actitud pragmática, apolítica y a la predisposición del nuevo presidente a dialogar con algunos sectores del movimiento obrero. Esto fue consecuencia de la ampliación electoral y la necesidad que tenía ahora cualquier fuerza política de interpelar a los trabajadores. A Yrigoyen le interesaba por supuesto captar los votos obreros y, fuera por este motivo o por cierto convencimiento doctrinario, lo cierto es que en numerosas ocasiones se inclinó en los conflictos a favor de los trabajadores.[32] Aunque esto no implicaba un apoyo electoral del sindicalismo hacia el radicalismo, debe haber incidido para que muchos trabajadores disociaran los aspectos doctrinales del sindicalismo y votaran al partido de gobierno (o a quien considerasen que pudiera mejorar su situación como, por ejemplo, el PS). Por lo tanto, a pesar del carácter abstencionista y antipolítico del sindicalismo no puede considerarse a esta tendencia, como sí ocurría con los anarquistas, un sector opuesto tajantemente a las prácticas electorales.

IV

Los sindicalistas con un discurso antiestatista y ambiguo abrían el lenguaje de derechos obreros a la intervención del Estado. El socialismo argentino, con su estrategia gradualista y de interpelación a los Poderes Públicos, también fue preparando el terreno en el cual los trabajadores reconocerían al Estado como un actor fundamental en la obtención de los derechos sociales. Más adelante, se acoplarían el comunismo, especialmente en los años treinta, y la CGT desde su creación en 1930 reclamando también al Estado (ya fuera el Poder Ejecutivo, el Legislativo o la Justicia) para que legitimaran a sus reivindicaciones gremiales. No estoy diciendo que estas tendencias, tan diversas en sus concepciones, entregaran la construcción de los derechos sociales a la iniciativa del Estado. Para todas ellas eran los trabajadores y sus organizaciones quienes luchaban y obtenían las mejoras, pero cada vez más reconocían que eran las instituciones estatales las que legalizaban el proceso, tanto mediante la sanción legislativa como a través de decretos del Poder Ejecutivo o mediante fallos judiciales.

Me interesa destacar que fue el socialismo quien primero articuló un proyecto de defensa obrera interpelando directamente al Estado para que tomara medidas protectoras de los trabajadores. Reconocerían que la Constitución y el Código Civil habían sido pensados como instrumentos para garantizar la libertad de las personas y favorecer el desarrollo económico capitalista pero no había sido pensado para proteger la mano de obra o al trabajador. Por ello la relación entre empresarios y trabajadores era claramente una vinculación desigual y estos últimos sólo podrían enfrentar las injusticias derivadas del capitalismo y la transformación de la sociedad a partir de organizarse gremialmente y reclamar colectivamente por sus derechos.

El Primero de Mayo de 1890 un grupo de socialistas, en su mayoría alemanes y en cumplimiento de las directivas de la Segunda Internacional emanadas en el Congreso realizado en París en 1889, esbozó el comienzo de la lucha por la obtención de los derechos sociales de los trabajadores al dirigirse a los poderes públicos y reclamar la sanción de leyes protectoras como la jornada de ocho horas, la reglamentación del trabajo femenino, la prohibición del trabajo infantil, el descanso semanal de 36 horas, la prohibición del trabajo a destajo y en las industrias peligrosas. Después agregarían en sus petitorios la conformación de comisiones arbitrales mixtas con participación estatal para resolver los conflictos obreros patronales, la protección frente a los accidentes de trabajo así como el reconocimiento legal de los sindicatos y el derecho de huelga.

Así, el lenguaje de derecho individual se ampliaba y contenía el derecho social al interpelar a los gobernantes y exigirles la sanción leyes protectoras. En esta operación apelaban a la letra de la Constitución Nacional pues si bien esta garantizaba a los habitantes de la república la libertad de conciencia, educación, prensa y reunión, no lo hacía con los trabajadores en su relación desigual con los empresarios pues, entendían, en el momento de su sanción los juristas no pudieron prever el devenir de la economía y el desarrollo posterior del mundo del trabajo capitalista. Por eso e invocando a dichas garantías constitucionales ya establecidas era tarea del Parlamento y del Poder Ejecutivo comenzar a transitar el camino de la sanción de la legislación laboral. En esos años uno de los primeros periódicos socialistas, El Obrero, denunciaba cotidianamente la explotación y el maltrato al que sometían a los trabajadores, “abandonados por la ley, la justicia y la autoridad”, exigiendo a las autoridades la perentoria sanción de leyes protectoras.[33] A raíz de la crisis económica de 1890 y su secuela de desocupación los socialistas incorporaron en su discurso el reclamo a los poderes públicos por el derecho al trabajo. En una petición elevada por el Comité Internacional de la Federación Obrera al presidente Carlos Pellegrini advertían: “Deseamos sobre todo llamar la atención de V.E. sobre la inmensa multitud que hoy vive sin trabajo”.[34]

En 1896, la Declaración de Principios del recién creado Partido Socialista delineaba los derechos laborales al plantear “que no sólo la existencia material de la clase trabajadora exige que ella entre en acción, sino también los altos principios de derecho y justicia, incompatibles con el actual orden de cosas”. Por este motivo los trabajadores debían luchar para obligar a la “burguesía” a respetar dichos derechos que según el programa mínimo eran la implementación de la jornada de ocho horas, la prohibición del trabajo infantil, la igualdad de retribución de ambos sexos, la reglamentación del trabajo nocturno, el cumplimiento de la higiene industrial y la creación de comisiones arbitrales mixtas.[35] En 1913 se incorporaron reclamos vinculados al reconocimiento legal de los gremios, la abolición del conchabo o la creación de una Oficina Nacional del Trabajo aun cuando el DNT funcionaba desde 1907; también plantearon reivindicaciones vinculadas a la previsión social como la responsabilidad patronal en los accidentes de trabajo, la organización del seguro social contra enfermedad, la invalidez, la ancianidad y la muerte.[36]

Como hemos visto, en el seno del PS se produjo un largo enfrentamiento entre los sectores obreristas y políticos. El triunfo de la línea parlamentarista orientada por Juan B. Justo privilegiaba la lucha política como la forma de alcanzar en un tiempo indefinido los derechos de los trabajadores, derechos que eran sociales pero también políticos. Esta línea colocaba la obtención de la ciudadanía política de los trabajadores como requisito previo a la conquista de la ciudadanía social. El privilegio otorgado a la estrategia parlamentaria no modificó la autopercepción de que ellos constituían la única agrupación política representante de la clase obrera. Esa confianza en la representación obrera se basaba en que no existía en el país otro partido cuyos programas mínimos reclamaran el mejoramiento de la clase trabajadora a través de la reglamentación legal del trabajo (salario mínimo, jornada de ocho horas, supresión de las multas, creación de una Oficina del trabajo).[37] Además, esta convicción se reforzaba por el consenso existente en sectores reformistas de la elite como Joaquín V. González, quien había advertido sobre la importancia de la participación electoral de los obreros en los comicios y la natural representación que de ellos debería ejercer el socialismo. Para el entonces ministro del Interior, este partido debía desempeñar un doble rol: integrar a los trabajadores al sistema político y, a la vez, servir de freno a la acción anarquista, por ese motivo aplaudió la llegada del socialista Alfredo Palacios a la Cámara de Diputados en 1904.

A partir de 1912, después de la reforma electoral, la convicción del PS de ser el único representante político de la clase obrera se reforzó. Confianza basada en su participación en las lides electorales desde hacía más de una década con el objeto de atraer a los trabajadores, enfrentando y luchando contra la manipulación y el fraude. Si bien tanto la participación electoral como la naturalización de los trabajadores extranjeros le generaron pobres resultados, la lucha electoral se convirtió en la estrategia excluyente para la transformación de la sociedad capitalista. Por eso en 1906 se constituyó un Comité Electoral Central cuyo objetivo era centralizar la acción y propaganda electoral y educar cívica y políticamente a la ciudadanía. Cuando se produjo la reforma electoral el PS, más allá de la desconfianza hacia la misma, asumió que se convertiría en el gran partido moderno de masas con el componente central de los votos obreros al que se incorporarían los sectores medios más progresistas.[38]

Los socialistas pretendieron crear una identidad partidaria en torno a las aspiraciones de la clase trabajadora. En el programa mínimo de 1913 llamaban al “pueblo trabajador a alistarse en sus filas de partido de clase” y luchar por su emancipación a través de las elecciones.[39] En un artículo publicado en el Almanaque Socialista de La Vanguardia en 1900 un colaborador habitual de la prensa socialista, explicaba con un lenguaje didáctico por qué los trabajadores debían ejercer sus derechos políticos y votar a sus representantes. En la base del planteo señala que la política es un hecho inevitable y significa la relación de todo individuo ciudadano con el Estado, para ello las leyes le acuerdan un conjunto de derechos para intervenir y opinar sobre la organización y marcha del Estado. Ningún derecho era tan importante en la vida pública como el derecho político. “Pero, si importante es la lucha política para el ciudadano en general mucho más importante y más imprescindible lo es para la clase trabajadora”, pues en la lucha política se manifestaban claramente los intereses de clase

… ya que los representantes parlamentarios y los gobernantes burgueses no defenderán sus intereses. ¿Qué le queda entonces por hacer a la clase trabajadora? Unirse, también en partido político de clase para llevar al gobierno, a las legislaturas y los municipios sus propios representantes […] La clase trabajadora no puede absolutamente renunciar a la lucha política […] Sacrificaría su vida, su derecho a la existencia, su condición de ser libres si dejara a sus explotadores hacer las leyes y administrar los impuestos.[40]

No obstante el socialismo tuvo escaso éxito en esta prédica y nunca pudo convencer a los trabajadores inmigrantes para que se naturalizaran y los votaran. En las décadas de 1910 y 1920 la relación entre el sector político y el gremial se fue distanciando cada vez más, hasta que a partir de 1930 el PS fue cambiando esta tendencia y, bajo el impulso de dirigentes obreros como Francisco Pérez Leirós (municipal) y, en alguna medida, del sector izquierdista del partido, comenzó a privilegiar el estrechamiento de lazos entre sus alas política y gremial. Junto con los sindicalistas participaron en la creación de la CGT, aunque se diferenciaron de estos pues si para el socialismo la lucha proletaria se inspiraba en un principio político, el sindicalismo sólo “mendigaba mejoras o reformas a los partidos burgueses” sin aspirar a la emancipación de la clase obrera.[41]

Sin duda el PS fue desde 1904, con el ingreso de Palacios al Parlamento, hasta 1943, cuando se produjo el golpe militar, el sector político que más proyectos de leyes obreras promovió, muchas de las cuales se convirtieron en leyes efectivas, así como también sus iniciativas inspiraron el accionar del Departamento de Trabajo y, aun no se lo reconociera, a la legislación obrera peronista. Y fundamentalmente en lo que respecta a esta presentación, contribuyó, más allá de las convicciones de los actores, a la articulación del lenguaje de derechos obreros entre los intereses de los trabajadores y las necesidades políticas de los poderes públicos.

V

Tanto la crisis económica como el golpe de Estado de 1930 que derrocó al presidente Yrigoyen impactarían profundamente en el mundo del trabajo, que se vería afectado en diversas dimensiones. En primer lugar, con la irrupción del gobierno militar del general Uriburu (1930-1932) se reprimió duramente al movimiento obrero y se conculcaron sus derechos como nunca antes se había hecho. Si bien es cierto que esa represión se moderó durante los gobiernos que sucedieron a la dictadura y que el Estado avanzó, aunque con cuentagotas, en la regulación de las relaciones laborales,[42] también lo es que la libertad sindical fue vulnerada una y otra vez, especialmente con los gremios orientados por comunistas.[43] En segundo lugar, debe destacarse que la crisis económica alteró profundamente la estructura ocupacional de la Argentina pues a partir de mediados de la década de 1930 se profundizó de manera obligada el proceso de sustitución de importaciones, transformando y ensanchando la estructura de una industria orientada principalmente al mercado interno. Lógicamente estos cambios modificaron el tamaño y la composición de la clase obrera, ahora más grande numéricamente, más industrial y con una mayor participación de migrantes internos en su estructura étnica.[44]

El movimiento obrero no pudo evitar los cimbronazos provocados por estas transformaciones que provocaron situaciones novedosas pero también profundizaron rasgos anteriores. En principio debe destacarse que la reacción frente al golpe de Estado de 1930 de la CGT recién creada y controlada por el sector sindicalista más puro fue, cuando menos, permisiva con la dictadura, mientras los sectores más críticos fueron silenciados por la represión. Esta actitud, “no se luchaba a favor del proletariado” según el informe del Congreso Constituyente de la CGT realizado en 1936,[45] llevó a un conjunto de gremios orientados por la Unión Ferroviaria a destituir de facto a la conducción original.[46] Más allá de las diferencias y las justificaciones de los sectores que desplazaron a los sindicalistas, el hecho reproducía un rasgo ya clásico de la historia gremial como la constante tendencia al enfrentamiento, a la división y a la fragmentación del movimiento obrero argentino, rasgos negativos que contribuyen a explicar una de las razones del éxito posterior de la convocatoria de Perón a los trabajadores. La última escisión de la CGT se produjo en 1942 debido a los desacuerdos en torno a la autonomía gremial frente a los partidos políticos y la postura frente al nazifascismo.[47]

En este punto debe plantearse que hechos externos como el surgimiento del fascismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en importantes factores de discordia entre las tendencias políticas e ideológicas predominantes en el movimiento obrero local. Las posturas frente al nazifascismo se transformaron desde mediados de 1941 en un parte aguas que no sólo dividiría al movimiento obrero sino que también acapararía mucho tiempo y excesivas energías en las reuniones y congresos de la CGT sustrayéndolo de la resolución de problemas inherentes al conjunto de los trabajadores argentinos. Esta anomalía comenzó a principios de los años treinta cuando sindicalistas y socialistas caracterizaron al fascismo de manera diferente. Si bien ambos se oponían, para los primeros se trataba de un fenómeno que aunque violaba genéricamente las libertades no afectaba directamente los intereses de la clase obrera; en cambio los socialistas exigían una firme condena de la CGT al interpretar que corría peligro la propia democracia, criticando la actitud economicista del sindicalismo por oportunista y peligrosa pues implicaría sucumbir ante las dictaduras si estas eran proclives a otorgar beneficios a los trabajadores. La tensión fue en aumento hasta el desplazamiento de los sindicalistas de la CGT a fines de 1935.

En esa época el posicionamiento antifascista recibió un fuerte impulso con la incorporación en la central de los gremios orientados por los comunistas.[48] Pero al estallar la guerra en agosto de 1939 los comunistas la caracterizaron como un conflicto interimperialista y se declararon neutrales. Por supuesto la verdadera razón de esta definición se debía al pacto de no agresión llevado adelante por Alemania y la URSS. El conflicto con los dirigentes gremiales socialistas no tardó en estallar pues estos entendían la guerra como un conflicto entre la democracia y el totalitarismo, desde esta perspectiva el antiimperialismo quedaba relegado a un segundo plano por el antifascismo. En mayo de 1940 la CGT se pronunció explícitamente a favor de los aliados y la disputa entre las dos tendencias fue tan virulenta que varios dirigentes gremiales comunistas fueron apartados de los órganos directivos de la central obrera.

En junio de 1941, cuando Alemania invadió a la URSS rompiendo el pacto de no agresión firmado dos años antes, los comunistas cambiaron radicalmente la caracterización de la guerra que ahora dejaba de ser interimperialista para ubicar como enemigo central al nazifascismo. A partir de aquí el PC puso un denodado esfuerzo en la denuncia del nazismo. Los dirigentes gremiales no comunistas los criticaban duramente por haber mantenido la neutralidad hasta la invasión a Rusia, momento en que

… cambiaron de posición en una perfecta media vuelta… así los hombres que hasta la víspera expresaron categóricamente sus ideas neutralistas, sus conceptos leninistas a favor de la neutralidad… se pasaron a la otra alforja… ya no era una guerra entre bandidos, ya no era la guerra del imperialismo rico contra el imperialismo pobre.[49]

Los críticos del comunismo sostenían que este buscaba partidizar la CGT y de hecho esta fue una de las causas que llevó a la mencionada escisión de 1942. Por supuesto existían otros factores que alimentaban las diferencias: la relación entre gremialismo y partidos políticos, la vinculación con los gobiernos, las rencillas personales entre los dirigentes, las pujas de poder entre los sindicatos más importantes (ferroviarios, municipales, empleados de comercio). Fue en este contexto de división del movimiento obrero que se produjo el golpe de Estado del 4 de junio de 1943 destinado a transformar radicalmente la historia de los trabajadores argentinos.

Ahora bien, más allá de los conflictos internos que habían cruzado al movimiento obrero, las luchas reivindicativas y el proceso de agremiación no se detuvieron y el nuevo contexto introdujo cambios en el lenguaje de los derechos obreros. Aun cuando se produjeron algunos avances importantes en el reconocimiento institucional de los derechos de los trabajadores, resulta indudable que eran claramente insuficientes y dependientes de la mayor o menor convicción de los funcionarios gubernamentales y de la indiferencia del Parlamento. Un ejemplo es el balance realizado a comienzos de 1942 por el Comité Central Confederal de la CGT sobre la actividad legislativa. El miembro informante se quejaba amargamente de la escasa importancia otorgada por el Parlamento a los problemas sociales: “la clase trabajadora ha quedado defraudada en todas sus aspiraciones por este período parlamentario. El esfuerzo meritorio de algunos legisladores por materializarlos chocó con una inercia ambiente de tal conformidad que induce a pensar que fue preconcebida”. De esta forma habían quedado empantanados varios e importantes proyectos de leyes como el de jubilación para empleados de comercio, “una ley ardientemente esperada y que cuenta con el consenso general”, el de salario mínimo o el proyecto destinado a crear el Instituto Nacional de la Vivienda que generó entre los trabajadores “un profundo desencanto [que] deberán continuar sometidos a la vivienda insalubre y cara”.[50]

Tampoco se habían modificado las estrategias represivas adoptadas por los gobiernos entre 1930 y 1943 (estado de sitio, prohibición de manifestaciones públicas, falta de reconocimiento legal de los sindicatos). Esta fue una de las preocupaciones del Congreso Constituyente de la CGT realizado en 1936 que condenó la falta de reconocimiento del derecho a agremiarse y las trabas al funcionamiento legal de los sindicatos, situación que permitía la sistemática represión policial obstruyendo el normal funcionamiento de la actividad gremial. “Ante esta situación atentatoria de los derechos obreros, el Congreso obrero debe tomar una resolución enérgica que ponga término a este estado de cosas que tanto perturba la acción de la clase trabajadora”. Se trataba de un derecho inalienable reconocido en los países más adelantados del mundo y respaldado por la OIT que era “desconocido” aquí y debía ser repudiado “por toda conciencia democrática”.[51] Si bien la represión recaía en mayor medida sobre los sindicatos comunistas, ningún sector ideológico estaba exento de sufrir la persecución policial. En 1942 la CGT repudió la acción policial y la arbitrariedad con la que otorgaba o dejaba de otorgar permisos de reunión y manifestación “obstruyendo uno de los derechos fundamentales consagrados por la Constitución”.[52]

El lenguaje de reclamos de los derechos obreros seguía siendo la base en torno a la cual se movilizaban todos los agrupamientos gremiales, no importa cuál fuera su adscripción política o ideológica. En el amplio pliego de reivindicaciones desplegadas durante estos años se destacaban la defensa del derecho al trabajo, a agremiarse, a manifestarse, y a gozar de beneficios laborales mediante la intervención legitimadora del Estado en su rol de árbitro entre las partes. La lucha por esos derechos se fue naturalizando a partir del aumento del consenso social, político y cultural. Esa naturalización y la noción de que se trataba de un acto de estricta justicia que los obreros gozaran de esos derechos recibió, además, un fuerte impulso del avance de la legislación social internacional y de la creación de una institución como la OIT en 1919.

Como se ha venido explicando a lo largo de este trabajo, las condiciones de producción política, ideológica y cultural fueron modificando de manera inapelable el lenguaje de derechos obreros en torno al lugar del Estado a la hora de plasmar institucionalmente esos derechos. Joel Horowitz hace ya tiempo señaló que la tendencia a apelar al gobierno en demanda de mejoras no comenzó con el peronismo, fue un rasgo definitorio del movimiento obrero durante la era neoconservadora e inclusive con anterioridad,[53] como se ha explicado en las páginas anteriores. Por supuesto, los estilos de apelación al Estado presentaban matices importantes. Hemos visto que los gremios orientados por dirigentes socialistas reclamaron históricamente la intervención estatal a través del Parlamento para resolver los problemas que afectaban a los trabajadores. Los sindicalistas, en cambio, más allá de un principismo antipolítico cada vez más ambiguo demostraron su disposición desde mediados de la década de 1910 a dialogar y aceptar la intervención arbitral del Estado en las relaciones laborales. Desde 1935 los gremios comunistas tampoco desalentaron las intervenciones gubernamentales en la resolución de los conflictos sindicales o en la negociación colectiva.

Esta tendencia a la incorporación del Estado como un factor de consolidación de los derechos obreros se profundizó y se plasmó formalmente por primera vez en 1930 en el programa mínimo de la CGT. Allí coincidieron los dirigentes gremiales sindicalistas y socialistas aceptando implícitamente el rol de los organismos gubernamentales vinculados con los temas laborales y la participación de los representantes obreros en aquellos organismos.[54] Esta línea se fortaleció con la presencia del gremialismo comunista y sin el sindicalismo a partir del Congreso Constituyente de 1936. Los sindicatos se percibían a sí mismos cada vez más como entidades de bien público y capaces de intervenir en órganos estatales. Como ha señalado Juan Carlos Torre, a través de esta postura “se filtra la conciencia de una relativa autonomía de los poderes públicos y, consecuentemente, una estrategia de negociación reformista que tiende a reemplazar el finalismo ideológico”.[55]

El lenguaje de los derechos obreros, de manera mucho más acentuado que en la década de 1920, no sólo apelaba con mayor naturalidad a la intervención estatal en las relaciones obreros patronales sino que además se asociaba ahora a los intereses de la nación. En el artículo 5° de los estatutos de la CGT de 1936 se reclama la activa participación de la central obrera en la resolución de los problemas nacionales. En relación con ello se sostenía que sólo la dirección de la entidad podía declarar la huelga general teniendo en cuenta la gravitación que esa medida podría tener sobre la “actividad nacional”.[56] En un acto realizado por la CGT en julio de 1940 no sólo se izó la bandera argentina y se cantó el himno nacional sino que además el dirigente cegetista socialista Ángel Borlenghi (empleados de comercio) sostuvo:

Se ha pretendido que los trabajadores no somos patriotas. No es verdad. Es que siempre nos dio vergüenza juntarnos con los que acaparaban el patriotismo verbal y luego se ponían al servicio del que mejor les pagaba…No es que ahora hayamos cambiado, sino que el patriotismo latente lo ponemos en evidencia y como una expresión hemos tomado la bandera y el himno porque en manos y labios de honestos trabajadores estarán mejor defendidos y más respetados.[57]

Aunque no debe exagerarse esta apelación a los intereses nacionales que aún era intermitente y fragmentada, la identificación en algunos discursos de dirigentes y organizaciones gremiales del devenir del movimiento obrero con los destinos de la nación es uno de los elementos más novedosos en la producción del lenguaje de derechos obreros durante estos años que, de alguna manera, prepararía a los trabajadores para una recepción favorable del discurso nacionalista de Perón.


Cuando se produjo el golpe militar el 4 de junio de 1943, las dos CGT y la mayoría de los dirigentes gremiales tuvieron una reacción favorable pues pensaron que el nuevo gobierno sería un interlocutor dispuesto a dialogar con ellos y tomar medidas favorables a los trabajadores. Esta actitud, impensable una década antes, se debió a ese largo proceso descripto aquí por el cual el movimiento obrero fue abandonando paulatinamente la prescindencia política y aceptando cada vez más el rol decisivo del Estado en la legitimación del bienestar obrero. El lenguaje de derechos obreros no se modificaba en su base de reclamos pero incorporaba ahora definitivamente el componente político que implicaba el reconocimiento de la relación irreversible entre el movimiento obrero y el Estado.


  1. Boletín Oficial del Sindicato de la Unión de Cocineros, Mozos y Anexos de a Bordo, N° 5, 30 de octubre de 1922.
  2. Stedman Jones, Gareth, Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Madrid, Siglo Veintiuno, 1989, pp. 90-91.
  3. Koselleck, Reinhart, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993.
  4. En este sentido es particularmente importante la labor de Alfredo Palacios, dos veces diputado nacional y otras tantas senador en representación del Partido Socialista. Sus iniciativas legislativas y su prédica universitaria a favor de la creación de un derecho obrero diferenciado del derecho civil significó un aporte sustancial en la materia. Véase, Palacios, Alfredo, El nuevo derecho. Legislación laboral, Buenos Aires, J. Lajouane, 1920.
  5. Según el artículo 14, “Todos los habitantes de la Confederación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender”. Disponible en: www.argentinahistorica.com.ar
  6. Con respecto a la libertad de expresión garantizada por la Constitución, desde muy temprano circularon periódicos vinculados a diversos aspectos del mundo del trabajo, ya fueran referidos a la organización de la ayuda mutua o gremial así como también a las profesiones. En casi todos ellos se esbozaban, más o menos implícitamente, planteos vinculados a diversos tipos de derechos inherentes a los trabajadores. Véase al respecto Falcón, Ricardo, Los orígenes del movimiento obrero: 1857-1890, Buenos Aires, CEAL, 1984; Lobato, Mirta Zaida, La prensa obrera, Buenos Aires, Edhasa, 2009.
  7. El Obrero, 28 de febrero de 1901.
  8. La Vanguardia, 3 de octubre de 1896.
  9. El ejemplo más acabado de la solidaridad y la autorrepresentación obrera era el festejo del Primero de Mayo que, desde 1890, fue adoptado por todas las tendencias políticas, El Obrero, 28 de febrero de 1901.
  10. La Protesta, 17 de mayo de 1907.
  11. Bilsky, Edgardo, La FORA y el movimiento obrero (1900-1910), Buenos Aires, CEAL, 1985, Tomo II.
  12. Se opusieron frontalmente al proyecto de Ley Nacional del Trabajo impulsado por Joaquín V. González en 1904 por considerarlo un ardid destinado a destruir la organización de los trabajadores con el objeto de arrebatarles los “más elementales derechos”. Suriano, Juan, La cuestión social en Argentina, 1870-1943, Buenos Aires, La Colmena, 2000.
  13. Ibidem, p. 215.
  14. Suriano, Juan, Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires, 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, 2001.
  15. El látigo del carrero, 15 de abril de 1905. Este periódico representaba al gremio de los conductores de carros, una de las organizaciones más combativas y representativas de la FORA durante los primeros años del siglo XX. También es el que mejor refleja la posición anarcosindicalista, y por esa razón seguiré el discurso de esta tendencia en sus páginas. Sobre la prensa obrera rioplatense, una obra indispensable es el estudio de Mirta Zaida Lobato, La Prensa Obrera,  Buenos Aires, Edhasa, 2009.
  16. El látigo del carrero, 15 de mayo de 1907. Con relación al rol liberador de la educación coincidían todos los sectores vinculados al campo anarquista y socialista.
  17. El látigo del carrero, 15 de julio de 1907.
  18. El anarquismo nunca terminó de resolver la polémica en torno al lugar de los intelectuales y los obreros manuales. Si los doctrinarios puros valorizaban el rol de los intelectuales junto a los trabajadores en el camino revolucionario, los anarcosindicalistas priorizaban a los obreros, particularmente en la conducción de los sindicatos “que con más honestidad y educación moral, administran y dirigen el gremio”. No desconocían el papel de los intelectuales pero lo relegaban a un lugar secundario y en ocasiones se referían a ellos con desprecio tildándolos de “parásitos asalariados” que no se “amoldaban a la propaganda revolucionaria anárquica dentro de la lucha de clases”, El látigo del carrero, 15 de noviembre de 1907.
  19. Emile Pouget (1860-1931) era un anarcocomunista francés que mutó hacia el anarcosindicalismo y fue un activo participante de la redacción de la Carta de Amiens, que estableció las bases del sindicalismo francés. Fue dirigente de la CGT y desde 1907 director de La voix du People, el vocero de dicha organización.
  20. El látigo del carrero, 15 de mayo de 1906.
  21. El látigo del carrero, 15 de setiembre de 1906 y 15 de enero de 1907.
  22. Pouget, Emile, “Principios del sindicalismo”, en El látigo del carrero, 15 de octubre de 1906.
  23. El Obrero en Calzado, órgano de la Federación Obrera del Calzado (de tendencia anarcosindicalista adherido a la FORA), mayo de 1925. El gremio se hallaba divido y, simultáneamente, circulaba otro periódico con el mismo nombre, vocero del Sindicato de Obreros en Calzado adherido a la Unión Sindical Argentina.
  24. El Obrero en Calzado, órgano de la Federación Obrera del Calzado, diciembre de 1926.
  25. Oddone, Jacinto, Historia del socialismo argentino, Buenos Aires, La Vanguardia, 1934, Tomo II, p. 232; Torti, María Cristina, Estrategia del Partido Socialista. Reformismo político y reformismo sindical, Buenos Aires, CEAL, 1988.
  26. El Obrero en Calzado, órgano del Sindicato de Obreros en Calzado (adherido a la Unión Sindical Argentina), octubre de 1923.
  27. No obstante este alejamiento práctico (y pragmático) de la huelga general, desde el punto de vista discursivo los sindicalistas la seguían defendiendo como herramienta transformadora de la sociedad. En los años 20, cuando los gremios sindicalistas adoptaban posiciones claramente negociadoras en relación a las instituciones estales, su discurso se disociaba defendiendo la huelga general como herramienta que “incumbirá en el momento decisivo la obra de expropiación de la clase expoliadora, y la organización comunista de la producción seguirá a este acto”. El Obrero en Calzado, órgano del Sindicato de Obreros en Calzado (adherido a la Unión Sindical Argentina), octubre de 1923.
  28. Boletín Oficial del Sindicato de la Unión de Cocineros, Mozos y Anexos de a Bordo, N° 5, 30 de octubre de 1922.
  29. El Obrero en Calzado, órgano del Sindicato de Obreros en Calzado (adherido a la Unión Sindical Argentina), diciembre de 1923.
  30. Los sindicalistas no se oponían a la legislación laboral, la consideraban como un complemento de la acción gremial. Con respecto a un proyecto de jubilaciones para obreros marítimos, uno de sus gremios aplaudía la iniciativa: “será un nuevo eslabón de bienestar que se unirá a los eslabones que el conjunto del gremio pueda ir obteniendo en su lucha contra el capital naviero… La acción legislativa debe ir acompañada de la acción gremial [para que] no menoscabe un ápice nuestra organización… en caso de que el capital pretenda quitarnos uno sólo de los derechos y beneficios que hemos conseguido tras cruentas luchas”. En Boletín Oficial del Sindicato de la Unión de Cocineros, Mozos y Anexos de a Bordo, N° 5, 30 de octubre de 1922.
  31. del Campo, Hugo, Sindicalismo y peronismo. Los comienzos de un vínculo perdurable, Buenos Aires, Clacso, 1983, p. 16.
  32. Si bien la oposición criticaba duramente esta política y tildaba a Yrigoyen de “obrerista”, cuanto menos se trata de una exageración puesto que la política laboral del radicalismo fue claramente ambigua. Así como fue mucho más contemporizador con el movimiento obrero también apeló en ocasiones a la más dura de las represiones, como durante la Semana Trágica en 1919 y la huelga de peones de la Patagonia en 1921.
  33. Oddone, J., op. cit., pp. 90-91.
  34. El Obrero, 24 de enero de 1891.
  35. La Vanguardia, 1 de agosto de 1896.
  36. La Vanguardia, 7 de noviembre de 1913.
  37. De hecho, hasta 1943 el PS fue la representación política que había presentado en el Parlamento la mayor cantidad de proyectos de legislación obrera.
  38. Suriano, Juan, “La reforma electoral de 1912 y la impugnación anarquista”, Estudios Sociales, UNL, Santa Fe, N° 43, 2° semestre de 2012, pp. 99-114.
  39. “Declaración de Principios y Programa Mínimo del PS – 1913”, en Spalding, Hobart, La clase trabajadora argentina (documentos para su historia, 1890-1912), Buenos Aires, Galerna, 1970, p. 276.
  40. Sarmiento, Nicanor, “La política”, en Almanaque Socialista de La Vanguardia, 1900, pp. 79-81. Al finalizar el artículo, el autor plantea que la participación masiva y activa de la clase obrera en las elecciones sería también un excelente antídoto para el fraude que era posible en ese momento pues “los atrios estaban desiertos”.
  41. Dickmann, Enrique, Socialismo y gremialismo, Buenos Aires, Ed. La Vanguardia, 1933, p. 6. Aprovechando la abstención radical, el PS logró entre 1932 y 1935 la elección de 43 diputados, varios de ellos de extracción obrera, impulsando en el Parlamento varias leyes destinadas a la defensa de los trabajadores (Matsushita, Hiroschi, Movimiento Obrero Argentino. 1930/1945. Sus proyecciones en los orígenes del peronismo, Buenos Aires, Ed. RyR, 1983).
  42. Sin exagerar la participación de las instituciones gubernamentales en la regulación de las relaciones laborales, se produjo un avance en su rol en las convenciones colectivas. Véase Gaudio, Ricardo y Pilone, Jorge, “Estado y relaciones laborales en el período previo al surgimiento del peronismo, 1935-1943”, Desarrollo Económico, Vol. 24, N° 94, Buenos Aires, 1984. El comienzo de este proceso debe interpretarse en el contexto del cambio, ahora más intervencionista, en el rol desempeñado por el Estado en la economía, a la luz de los efectos de la crisis que comenzó en 1929.
  43. Matsushita, H., op. cit., p. 99.
  44. Belini, Claudio y Korol, Juan Carlos, Historia Económica del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012, capítulo 2.
  45. Congreso Constituyente de la CGT de 1936, Actas, Buenos Aires, 1936, p. 27.
  46. En diciembre de 1935 los dirigentes ferroviarios apoyados por varios gremios dirigidos por socialistas tomaron por asalto el local de la CGT y destituyeron a sus directivos sindicalistas. Estos, para diferenciarse de la CGT mayoritaria que funcionaba en la antiguo local de la calle Independencia, adoptaron la denominación “CGT Catamarca”, en alusión a la calle en donde funcionaba el sindicato telefónico que se convirtió en la nueva sede.
  47. La CGT N° 1 contenía a la poderosa UF y uno de sus dirigentes, José Domenech, era su secretario general. Pregonaba la autonomía de la política y si bien condenaba al nazifascismo, lo posponía a un segundo plano. La CGT N° 2 dirigida por el municipal Francisco Pérez Leirós contaba con el apoyo de gremios comunistas (construcción, carne, gráficos) y socialistas (empleados de comercio y municipales) que militaban activamente contra el nazifascismo y eran partidarios de la participación política del movimiento obrero.
  48. En 1935 el Partido Comunista argentino abandonó su estrategia de lucha “clase contra clase” para impulsar, de acuerdo a las ordenanzas de la Komintern en Moscú, un frente popular en alianza con los partidos “burgueses” (radicalismo, socialismo, demócratas progresistas) con el objeto de combatir el nazifascismo. Véase Camarero, Hernán, A la conquista de la clase obrera. Los comunistas y el mundo del trabajo en la Argentina, 1920-1935, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editora Iberoamericana, 2007, XXXIX-XL.
  49. Confederación General del Trabajo, Actas del Comité Central Confederal, marzo de 1940 a octubre de 1942, Buenos Aires, 1942, pp. 32-33.
  50. Actas CCC de la CGT para el período mayo de 1940 a octubre de 1942, CGT, Buenos Aires, 2 de octubre de 1942, pp. 127-128.
  51. Congreso Constituyente de la CGT de 1936, Actas, Buenos Aires, 1936, p. 17.
  52. Memoria y balance del CCC, Buenos Aires, 1942.
  53. Horowitz, Joel, “El impacto de las tradiciones sindicales anteriores a 1943 en el peronismo”, en Torre, Juan Carlos, La formación del sindicalismo peronista, Buenos Aires, Legasa, 1988, p. 106.
  54. Matsushita, H., op. cit., p. 93.
  55. Un finalismo que se resistía a desaparecer, pues en el preámbulo del congreso cegetista de 1936, se intuye una cierta ambigüedad discursiva al incluir la denuncia un tanto declamativa contra el sistema capitalista, que era “una permanente causa de explotación, injusticia o miseria”, razón por la cual el proletariado debía organizarse “para defender sus intereses de clase y preparar su emancipación creando un nuevo régimen social, fundado en la propiedad colectiva de los medios de producción”. Congreso Constituyente de la CGT de 1936, Actas, Buenos Aires, 1936, p. 84. Véase Torre, Juan Carlos, La vieja guardia sindical, Buenos Aires, Sudamericana, 1990, p. 48.
  56. Congreso Constituyente de la CGT de 1936, Actas, Buenos Aires, 1936, pp. 71 y 79.
  57. La Vanguardia, 25 de agosto de 1940, en Matsushita, H., op. cit., p. 228. Un año más tarde la CGT realizó un multitudinario acto en el Luna Park en pro de la unidad nacional contra el nazifascismo, en el que “no se desplegó más bandera que la nacional”, se cantó el himno nacional y se brindó un homenaje al general San Martín. La Nación, 17 de agosto de 1941, en Matsushita, H., op. cit., p. 234.


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