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12 (Des)patologización trans* en la formación de psicología

Corina Maruzza

Introducción

La actual situación de exclusión, discriminación y vulneración de derechos humanos de las personas trans* ya ha sido denunciada y analizada (Suess, 2011; Cabral, 2012; STP-2012; GATE, 2018; Radi, 2017). Desde el campo de los estudios trans*, se ha advertido sobre la relación que existe entre la patologización trans* ―es decir, la consideración de quienes se identifican con un género distinto al asignado al nacer, como personas enfermas― y los prejuicio contra ellas, su exclusión social, educativa y laboral, así como la falta de acceso en el ámbito sanitario al cual se encuentran expuestas. Así mismo, se ha detectado que la patologización de las experiencias trans* funciona como un elemento que presta contribución a actitudes de transfobia y a situaciones de discriminación y de abuso en marcos institucionales (Suess, 2014; 2015).

Los desarrollos propuestos desde el ámbito académico y del activismo por la despatologización trans*, tanto como el informe del experto independiente sobre la protección contra la violencia y la discriminación por motivos de orientación sexual o identidad de género de la Organización de las Naciones Unidas del año 2018, coinciden en señalar la importancia de la formación de profesionales de la salud como un medio insoslayable para alcanzar la despatologización trans*. (Suess, 2011, 2014, 2016; Cabral, 2011; Missé, 2014; Stryker, 2014; Radi, 2017, 2019; Naciones Unidas, 2018).

Este trabajo tiene por objetivo explorar el papel de la formación en psicología en la patologización y la despatologización trans*, y de la inclusión de los estudios trans* en dicha formación, y está estructurado en cuatro secciones a las que se agregan comentarios finales. En la primera, se introduce el problema de la patologización trans*, se describe parte de su historia y de su situación en Argentina. En la segunda sección se presentan algunas consideraciones acerca de la relación entre el psicoanálisis y la patologización trans*. La tercera sección comienza con una breve introducción de los estudios trans* y presenta algunos de los conceptos que los mismos pueden aportar en la orientación de la formación de psicología hacia un abordaje más adecuado de las experiencias trans*. La cuarta sección describe una experiencia situada en la revisión crítica y la modificación de la bibliografía ofrecida para la formación de residentes de psicología de la provincia de Buenos Aires y se presentan algunas reflexiones en base a un texto ilustrativo de una perspectiva patologizante.

Antes de comenzar, es necesario hacer una serie de aclaraciones previas. En primer lugar, partiendo de la necesidad de reconocer que entre las distintas dimensiones de privilegio y exclusión como la clase, el lugar de procedencia, de residencia, la capacidad, el color de la piel, la edad, el estado de salud, la sexualidad y el género, entre otras ―que se entrecruzan y apoyan mutuamente―, este trabajo se dedica especialmente a abordar el carácter sistemático de la violencia, la discriminación y la exclusión en relación con la identidad de género, desde una perspectiva que busca enmarcarse en el campo de la salud mental comunitaria.

Con el término experiencias trans* no se pretende homogeneizar la “diversidad irreductible” que define a las múltiples experiencias de trayectorias, expresiones e identidades de personas que se identifican con un género diferente del que se les asignó al nacer. Se utilizará deliberadamente el término trans* para nombrar estas distintas experiencias respecto del género, en tanto el mismo da cuenta de una posición contraria a la consideración de dichas experiencias como una patología (Platero, 2015). En cuanto a la situación que se describirá en el segundo apartado, por la formación clínico-hospitalaria enmarcada en el psicoanálisis, esto implica también un posicionamiento en contra de la vinculación de las experiencias trans* con los diagnósticos estructurales de psicosis o perversión. El uso del término trans*, a su vez, “señala una resistencia al marco taxonómico implicado por el modelo del espectro (incluso cuando lo “supera”)”, es decir, mediante un “impulso crítico” que puede entenderse como “el rechazo de todas las categorías de identidad” genérica (Love, 2014, p. 172) cuando estas son impuestas, ante todo mediante un diagnóstico. En cuanto al uso del asterisco, con el mismo se “procura dar cuenta de la incompletud, la apertura –la “marca escritural” de la “incontenible apertura” de la diversidad– y la especificidad cultural del término” (Cabral, 2010a; Cabral, 2012; p. 255). Es un modo de expresar la imposibilidad de agotar en uno o varios nombres, “el universo de posibilidades que constituyen el universo trans*” (Cabral, 2012; p. 255), es decir, de experiencias entre las que no hay intercambiabilidad ni equivalencia (Radi, 2019). Se hace necesario aclarar también que, si bien se respeta la denominación y el uso nativo de cada fuente, los distintos términos que diferentes autores utilizan solo tienen en común el punto de remitir a las que aquí se denominan experiencias trans*. Sin embargo, cada término englobado en esta denominación, remite a una compleja cadena semántica en la que se incluyen debates y discusiones entre las cuales se hará referencia en este trabajo solo a algunas de las que atañen a la cuestión de la patologización trans*.

Patologización y despatologización en la formación: consecuencias y urgencias

Mediante el proceso de patologización se identifican experiencias, rasgos físicos o mentales, hábitos, prácticas, modos de vida, personas, poblaciones o conjuntos numerosos de personas, como “enfermos”, mientras otros se identifican como “sanos”. La patologización es un tipo de violencia, un modo de transfobia que, paradójicamente, “goza de un amplio apoyo y legitimación entre (…) personas que se consideran a sí mismas comprometidas con los ideales de la igualdad, la libertad y el respeto a la diversidad.” (Coll-Planas, 2010; p. 18). Una categoría vinculada a la enfermedad, a la anormalidad o al trastorno, “no afecta solamente el juicio estético, médico o psicológico que tenemos sobre” la persona a la cual se le adjudica el lugar de “lo anormal”. Aún desde el lugar de su “reivindicación” queda teñida de los juicios que acerca de ella se tienen en cuanto a qué puede y qué no puede hacer, si es o no buena persona, si es correcta o virtuosa, pero también, desde el punto de vista epistémico, si puede y qué puede saber, qué puede comprender y qué puede enseñar (Pérez, 2019; p. 13). El modelo patologizador está recibiendo cuestionamientos desde distintos ámbitos (Missé, 2014). Desde el campo de los estudios trans*, entre las principales interpelaciones, se encuentra la que gira en torno al proceso de producción de conocimientos y sus efectos, no solo en cuanto a los enunciados, sino de la posición de enunciación: crítica que apunta a señalar el no reconocimiento de autores trans* como portadores de un saber relevante, “sino como [meros] objetos e instrumentos de análisis” (Radi, 2019; p. 31).

Este proceso tiene una compleja historia. A partir de la década de 1950, el enfoque biomédico consideró como una enfermedad a la identificación con un género distinto al asignado al nacer. Pero estas experiencias ya despertaban el interés del campo de la psiquiatría aproximadamente desde 1850, cuando médicos como Krafft-Ebing, Havelock Ellis y Magnus Hirschfeld, entre otros, comenzaron a considerarlas como un “síndrome” que luego se incorporó en los manuales diagnósticos de enfermedades como una categoría (el “transexualismo”) que a lo largo de las sucesivas ediciones ha ido cambiando de nombre. Existen dos manuales de clasificación diagnóstica que son de uso corriente en el campo de la salud mental: el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM, por su sigla en inglés), de la Asociación de Psiquiatría Americana y la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), de la Organización Mundial de la Salud (OMS). En la quinta edición del DSM (DSM-V) la denominación de aquel “síndrome” y su descripción fue modificándose hasta llegar a la actual “disforia de género”. Por otro lado, a partir de la última modificación realizada en el año 2018 en el manual de la OMS, la CIE-11, todas las categorías referidas a personas trans* se retiraron del capítulo correspondiente a trastornos mentales y del comportamiento, es decir: la OMS ya no considera a las experiencias trans* como trastornos mentales.

La Campaña Internacional por la Despatologización de las Identidades Trans, Stop Trans Patologization (STP-2012), tiene entre sus objetivos desmantelar tanto el dispositivo de control psiquiátrico como sus consecuencias, y dio un gran paso al eliminarse las categorías relacionadas con las experiencias trans* del capítulo correspondiente a los trastornos mentales de la CIE-11. Pero el término despatologización no solo apunta a que se retiren las categorías patologizantes de los manuales de clasificación de diagnósticos, ese es solo uno de los objetivos, aunque la principal demanda de la campaña STP-2012 es “la retirada del Trastorno de Identidad de Género de los catálogos diagnósticos internacionales (DSM-IV y CIE-10)” en tanto “la clasificación de la transexualidad como enfermedad mental fomenta el riesgo de transfobia y exclusión social de personas trans en todo el mundo” (STP-2012). La despatologización es considerada solo como un primer paso, aunque “imprescindible para el pleno reconocimiento de los derechos humanos de las personas trans.” (STP-2012). El activismo por la despatologización trans*, plantea “un cambio de paradigma” en el cual las experiencias trans* no sean consideradas “una patología ni tampoco un problema” sino “trayectorias vitales posibles, heterogéneas, cambiantes y fluidas” (Coll-Planas & Missé, 2010; p. 54).

Despatologizar implica afirmar el derecho a autodenominarse y a decidir sobre el propio cuerpo y la propia vida. La despatologización puede comprenderse como un enfrentamiento al “orden diagnóstico del mundo que (…) impone su perspectiva de género, sus normas, su nomenclatura, sus procedimientos de inclusión, sus fronteras y sus exclusiones”, lo cual significa, de forma inexorable, trabajar en la erradicación de la transfobia y sus efectos, que “son psiquiátrica, sistemática y erróneamente confundidos con los de la propia transexualidad” (Cabral, 2010b), no solo en el ámbito de la psiquiatría, sino también en el de la psicología.

Respecto del marco legal, en Argentina, ya desde el año 2010, la Ley Nacional de Salud Mental (LSM) prohíbe los diagnósticos en este campo basados exclusivamente en la “identidad sexual” (Ley 26.657, Art. 3º). Por su parte, la Ley de Identidad de Género (LIG), reconoce la identidad de género como un derecho desde 2012 (Ley 26.743, Art. 1º). Así mismo, la LIG es explícita en cuanto a que, para acceder a la rectificación registral del sexo, el cambio de nombre de pila e imagen, en ningún caso será requisito acreditar tratamiento psicológico (Art. 4º). Respecto al derecho al libre desarrollo personal, para el acceso a modificaciones de la apariencia o la función corporal a través de medios farmacológicos o quirúrgicos, el único requisito que esta ley presenta es el consentimiento informado de la persona (Art. 11º). Sin embargo, las leyes no son la garantía de que se lleven adelante buenas prácticas. Después de la sanción y reglamentación de la LIG, en distintos servicios del área metropolitana de Buenos Aires, se continúa imponiendo como requisito obligatorio para el acceso a intervenciones quirúrgicas, la presentación de certificados de diagnóstico o “autorización” expedidos por profesionales de la salud mental, la concurrencia a tratamientos psicoterapéuticos o la realización de interconsultas con profesionales de psicología o psiquiatría (Farji Neer, 2018). Si bien Argentina cuenta con la sanción de la LSM y la LIG, eso no asegura un tratamiento adecuado a las personas en el ámbito de la salud. El acceso a la salud por parte de las personas trans* en Argentina, sigue presentando obstáculos entre los que se encuentran no solo la falta de presupuesto y de programas de salud específicos, sino también la discriminación por parte del personal, el desconocimiento y la falta de formación de sus profesionales (Radi y Pecheny, 2018).

Psicoanálisis y experiencias trans*

Shulamith Firestone (1976) sostenía que en América “[n]adie es inmune” a la obra de Freud, de la que algunas personas se ven influenciadas en forma directa estudiándola como disciplina académica, y otras a través de la terapéutica personal, mientras que la mayoría lo hace por medio de “la impregnación de la cultura popular” (p. 57). Esta influencia se ha ido profundizando desde hace más de cien años en Argentina, donde el psicoanálisis se divulga no solo en la literatura académica sino en los diarios, las revistas, la radio, el cine y la televisión (García, 2009). De este modo, así como la comunidad médica “goza estructuralmente de una cierta autonomía relativa” (Farji Neer y Mines, 2014, p. 61), a partir de la cual históricamente desarrolló prácticas tendientes a generar sus propias reglas y protocolos de acción, es posible afirmar que también la comunidad psicoanalítica ―con su amplio reconocimiento académico pero también social― se ha caracterizado por instituir prácticas relativamente autónomas.

Una de estas prácticas es la del diagnóstico diferencial que se instauró en el marco del psicoanálisis lacaniano (que toma la orientación teórico-clínica de Jacques Lacan). La psicopatología psicoanalítica se compone por tres grandes cuadros llamados estructuras clínicas: neurosis, psicosis y perversión, que son fijas y de por vida. Dichas estructuras diagnósticas, están íntimamente vinculadas con la sexualidad y dan cuenta no tanto de los síntomas que alguien pueda presentar, como de la posición subjetiva frente a la sexualidad. En cualquier caso, el diagnóstico es uno de los elementos básicos del poder disciplinario: la creación y mantenimiento de categorías de sujetos “adecuados o inadecuados”, por medio de las cuales se establecen normas y directrices que “se fomentan desde instituciones que diagnostican” (Spade, 2015, p.115). Esas reglas varían con el tiempo, así como de una institución o subcultura a otra (Spade, 2015). Sin embargo, en el contexto psicoanalítico, las reglas ligadas a la psicopatología no se prestan a variación: tal como señala críticamente el psicoanalista Alfredo Eidelstein (2018), la idea que instaló en el 1800 la consideración de que las experiencias trans* como sinónimos de perversión o psicosis se sigue implementando. Y continúa transmitiéndose en el marco de la formación. El arraigo del psicoanálisis como marco teórico principal en la orientación que reciben tanto estudiantes de grado en universidades de gestión pública como profesionales en formación en servicios de salud mental en el ámbito público, constituye un caso ejemplar.[1]

El lugar privilegiado que el psicoanálisis tiene respecto de la formación en psicología, constituye el ejemplo de un “centro de poder epistémico” (López González de Orduña, 2015), es decir, la línea de desarrollo teórico que establece uno de los marcos hegemónicos para la formación. La importación acrítica de “conocimientos” desde un “centro de poder epistémico” a la formación, implica un serio problema toda vez que se continúa reproduciendo la historia de patologización, a través de la instauración del estigma que recae sobre quienes no se identifican con el sexo asignado al nacer (Cabral, 2018; Galende y Kraut, 2006).

Parafraseando a Helena López González de Orduña (2015), en cuanto al psicoanálisis tal vez el “reto” consista en encontrar modelos teórico-epistemológicos “inspirados por un gesto” despatologizador, que puedan ser críticos, y que, “a la vez, no desconozca[n] lo rescatable” y lo valioso de sus aportes (p. 10). En este sentido, sobre la formación de psicoanalistas, la ex presidenta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), Leticia Glocer Fiorini, sostiene que “[l]a no inclusión de las perspectivas de género en una terapia puede conducir a puntos ciegos en el analista (…) que frecuentemente tienen efectos traumáticos de distinta índole” (André, 2018). Pero la influencia que no siempre las “perspectivas de género” llegan a tener en cuenta y que, en cambio, los estudios trans* visibilizan y denuncian como un sistema arraigado y sostenido en y desde los discursos y prácticas sociales ―entre los cuales se incluyen tanto el psicoanálisis como algunas de aquellas perspectivas de género― es el cisexismo: “la creencia, muchas veces no explícita y hasta inconsciente” (Radi, 2014, p. 5), de que las personas que no son trans*, es decir las personas cis, importan más, valen más o son más verdaderas que las personas trans*. El cisexismo, como los demás sistemas de significación y control mediante los cuales se distribuyen las oportunidades de manera injusta ―tales como el sexismo, el heterosexismo, el capacitismo, el racismo y el clasismo, entre otros― tienen formas de funcionamiento complejas, estructurales y diversas, que no se resumen en el marco de las relaciones individuales. Dado que “queremos y necesitamos entender por qué ciertas personas lo pasan mal, no tienen lo que necesitan para subsistir y sufren altos niveles de violencia con una mayor vulnerabilidad a la muerte prematura, debemos analizar cómo funciona el poder más allá del modelo de discriminación individual” (Spade, 2015, p. 110). Dichos sistemas funcionan a través de normas que producen ideas sobre la existencia de las personas y los modos de ser “apropiados”, cuyas reglas se aplican por medio de la vigilancia y la disciplina interna y externa, se establecen y enseñan en las instituciones, es decir, las tecnologías fundamentales del poder disciplinario (Foucault, 2011).

Partiendo de estas apreciaciones, es imprescindible intervenir en torno al ámbito de la formación en psicología, a partir de la cual llegan a replicarse ―o podrían dejar de hacerlo― prácticas y teorías en las que se sostiene la estigmatización, la exclusión y la violación sistemática de los derechos humanos de las personas trans* por medio de la determinación de los límites entre lo “normal” y lo “patológico”. Desde el campo de los estudios trans*, mediante la indagación de “trayectorias trans* en la escena terapéutica”, se advirtió que, en cuanto al psicoanálisis, existen posturas que patologizan, mediante el diagnóstico o la atribución de rasgos psicóticos, a las experiencias trans*, a la vez que existen perspectivas internas al psicoanálisis que cuestionan la asociación automática entre experiencias trans* y psicosis (Suess, 2011, p. 111). También se denuncia la “violencia psi” inherente a una práctica y teorización psicoanalítica que patologiza (Cabral, 2011), a la vez que se proponen prácticas profesionales capaces de responder a la demanda de atención con una transformación de la escena clínica, bajo principios de reconocimiento no patologizantes (Suess, 2011) y se hace un llamamiento a la despatologización al definirla como un “imperativo ético-político” (Cabral, 2011).

La introducción de los estudios trans*: aportes para un abordaje despatologizante

Los estudios trans* constituyen un conjunto creciente de investigaciones académicas y desarrollos teóricos en el ámbito de las ciencias sociales y humanas, las ciencias naturales y las artes, cuyos inicios pueden fecharse en la década de 1990 o aún antes (Stryker, 2006; Radi y Pérez, 2018; Radi, 2019). La trama que compone el campo interdisciplinario de los estudios trans*, se vincula, a su vez, con “los estudios jurídicos, el análisis transnacional, la historia de la medicina, la arquitectura y el diseño, la etnografía y la economía política” (Love, 2014; p. 176). Desde el proyecto crítico que representa el campo de los estudios trans*, se plantea que el conocimiento experiencial posee tanta legitimidad como otras formas de conocimiento que se suponen más “objetivas” para realizar un análisis: la experiencia corporal es un elemento cardinal (Stryker, 2006). Así mismo, la experiencia material cobra un valor privilegiado, junto a la experiencia social, cultural, sanitaria, económica, política y laboral de sus autorxs (Love, 2014; Dumaresq, 2016; Suess, 2016; Namasté, 2009). Su compromiso social y crítico, lleva a este campo de estudios a trabajar, justamente, “no (…) en el análisis del “fenómeno transexual”, que “de hecho se revela como el resultado de una normatividad de género” sino, por el contrario, “en las operaciones mediante las cuales esa normatividad se ejecuta y las jerarquías sociales que establece” (Radi, 2019; p. 29). Los estudios trans* buscan hacer visibles, esas relaciones jerárquicas que establece la normatividad. Rearticularlas, desnaturalizarlas e interrumpirlas junto con el estatus social y los roles que se establecen para cada tipo de cuerpo y, al mismo tiempo, “la relación experimentada subjetivamente entre el sentido generizado de unx mismx y las expectativas sociales de performance del rol del género”, así como también “los mecanismos culturales que funcionan para mantener o frustrar configuraciones específicas de la persona generizada” (Stryker, 2006; p. 3). La característica fundamental de ese campo de estudios suele ubicarse en “el hecho de que las personas trans* tomen la palabra, tras una historia de objetivación académica” (Bettcher & Garry, 2009). Sus aportes, por lo tanto, pueden considerarse como ineludibles para llevar adelante cualquier proyecto que pretenda la despatologización de las experiencias trans*. Según la perspectiva de estos estudios:

[l]o más significativo es crear una oportunidad para que los tipos de producción de conocimiento privilegiados y poderosos que se dan en la academia (…) no sean solamente conocimiento objetualizante, lo que podríamos llamar “conocimiento de”, sino también “conocimiento con”, conocimiento que emerge de un diálogo que incluye a las personas trans, que traen un tipo adicional de conocimiento, experiencial o corporizado, junto con sus conocimientos formales expertos (Stryker, 2014).

Según afirman Galende y Kraut (2006), las ciencias humanas, entre las que se encuentra la psicología, son ciencias que estudian al ser humano “en su especificidad (…) y no como cosa sin voz o fenómeno natural”, en tanto el ser humano “siempre se está expresando (hablando), es decir, está creando texto (aunque sea un texto en potencia). Allí donde el [ser humano] se estudia fuera del texto e independientemente de él, ya no se trata de las ciencias humanas” (p. 295). “Nada de nosotrxs sin nosotrxs”, el lema acuñado en el campo del activismo de la discapacidad en las décadas de 1970 y 1980, es retomado por el activismo académico de los estudios trans* (Stryker, 2006), donde “nada” debe leerse, entre otros sentidos, como una interpelación dirigida a los campos de producción de saberes, para que integren los saberes producidos por personas expertas en sus propias experiencias de vida, además de ser formadas y especializadas académicamente. La “subyugación” de los saberes que componen el campo de los estudios trans* ―denunciada por sus autorxs― está dada por un orden jerárquico al cual se hizo mención más arriba, y que fue descripto desde el mismo campo bajo el nombre de cisexismo, es decir “un sistema de exclusiones y privilegios simbólicos y materiales que tiene por columna vertebral el prejuicio de que las personas cis son mejores, más importantes, más auténticas que las personas trans” (Stryker, 2006; Radi, 2015).

El cisexismo, al ser una ideología que está arraigada, impregnada ―sutil pero profundamente― no solo en el pensamiento cotidiano sino también en el académico, con facilidad pasa desapercibido para quienes no solo no padecen sus consecuencias sino que, además, se benefician de él (Lennon & Mistler, 2014). Los privilegios cisexistas no se reconocen como tales, sino que se asimilan a un supuesto “orden natural” (Radi y Suárez Tomé, 2016). De este modo, quienes gozan de esos privilegios por responder a la norma, pueden desentenderse de poseer beneficios mientras suponen que su identidad de género (como ocurre con el color de la piel, la capacidad, la clase, el estado de salud y otros criterios o dimensiones de privilegio y exclusión) no tiene nada que ver con el “ahorro de energía” y la comodidad con la que habitan y circulan por las instituciones (Ahmed, 2013). Aquel supuesto “orden natural”, se origina a partir de una “variedad de interpretaciones normativas cuya existencia y aplicación ha ido reforzando con el tiempo las ideas preconcebidas y los estereotipos”, es decir las “concepciones normativas” entre las que se destaca la “incorporación de tales identidades [las mismas identidades de género que la religión ha “tachado de pecaminosas”] como patologías a las clasificaciones médicas” (Naciones Unidas, 2018; p.4), y también a la psicopatología psicoanalítica.

Despatologización en la formación de profesionales: una experiencia de revisión y modificación en la bibliografía obligatoria para residentes de la provincia

En calidad de instructora de residentes de psicología en la provincia de Buenos Aires, participé de la definición de los textos que formaron parte de la bibliografía obligatoria para la Evaluación Anual Conjunta de residentes (EAC) en el año 2018.

Las residencias en el ámbito de la salud, integran un sistema de formación de posgrado intensiva en servicio, “que permite orientar, desarrollar y perfeccionar la formación integral” de profesionales “para el desempeño responsable y eficiente de una de las ramas de las ciencias de la salud, con un alto nivel científico-técnico” (Reglamento de Residencias en Salud de la Provincia de Buenos Aires, 2001). La EAC, como su nombre lo indica, se realiza una vez al año y participan de ella residentes de los cuatro años que la componen: alrededor de 260 profesionales en formación, incluyendo aproximadamente treinta jefes de residentes, en treinta sedes.[2]

En 2018, se integró por primera vez el ítem “Diversidad Sexual” como materia de examen para residentes de 4º año. A partir del trabajo de revisión de la bibliografía que había sido sugerida por parte de jefes e instructores de distintas sedes, fue posible advertir que los textos que se estaban proponiendo para formar parte de aquella unidad, respondían a lógicas de patologización de las experiencias trans*. Para dar cuenta de esta afirmación, a continuación se describe y reflexiona sobre uno de los textos que componían la bibliografía tentativa: Transexualismo y travestismo desde la perspectiva del psicoanálisis – Segundo informe del Observatorio de Género y Biopolítica de la Escuela Una (Álvarez et al., 2016).

Álvarez et al. (2016), utilizan “travestismo” y “transexualismo” para referirse a las experiencias trans*, dos expresiones patologizantes que en los manuales de clasificación diagnóstica cayeron en desuso. Si bien los términos travesti y transexual son utilizados en otros contextos para denominar identidades, no es en este sentido que se utilizan en el texto, sino como “entidades” (p. 93). El término transexual, si bien sirvió, al momento de su surgimiento, para dar nombre a una experiencia que hasta entonces no contaba con uno, como denominación desarrollada desde el campo de la salud mental y la endocrinología ―en el sentido en que es utilizada en el texto de Álvarez et al. (2016)― presenta el problema de ser establecido como una patología y no como una identidad a secas. Es decir, surge como “un problema” que se identifica “en” las personas transexuales, es decir, un diagnóstico. Un recorrido por la historia de las categorías diagnósticas relacionadas con las personas trans*, permite ver que lejos de ser “entidades que reflejan fielmente un orden natural y objetivo”, como pretenden ser, estas clasificaciones son “tecnologías discursivas, es decir (…) dispositivos de poder social y político” (Mas Grau, 2017; p. 2). Los cambios de denominación y descripción en los manuales de clasificación de diagnósticos, son el reflejo de las constantes tensiones que existen entre, por un lado, quienes redactan los manuales, y, por el otro, el activismo por la despatologización trans* (Mas Grau, 2017).

En Argentina, como ya se mencionó, la LSM, sancionada en el año 2010, es explícita en cuanto a que en ningún caso se puede realizar un diagnóstico en el campo de la salud mental sobre la base exclusiva de la “identidad sexual”; y la LIG, sancionada en el año 2012, afirma la posibilidad de acceder al reconocimiento integral de la identidad de género sin poner en entredicho o restringir otros derechos, es decir, brinda el reconocimiento legal de la identidad de género a quienes lo soliciten, mediante un trámite administrativo que prescinde de procesos diagnósticos, y asegura el derecho a acceder a modificaciones corporales vinculadas a la identidad de género, considerando como único requisito el consentimiento informado de quien las solicite. En definitiva, es posible afirmar, tal como sostiene Cabral (2012), que la LIG desjudicializa y despatologiza el reconocimiento integral a la identidad de género. Este marco legal no es desconocido por Álvarez et al. (2016), quienes en su texto afirman que “en la medida en que en los distintos países avanzan en las leyes de identidad de género, podemos considerar al transexualismo como un síntoma de la época” (p. 7).

Por otra parte, Álvarez et al. (2016) presentan los paradigmas propuestos por John Money y Robert Stoller, “agradeciendo” a estos últimos el surgimiento del término “género”. Así mismo, al referirse al concepto de “identidad de género”, Álvarez et al. (2006) recurren al propuesto en 1968 por Robert Stoller, haciendo mención al mismo de este modo: “[Stoller] introduce la distinción sexo/género (…) buscando una palabra que pueda diagnosticar a aquellas personas que, teniendo un cuerpo de hombre, se sentían mujeres” (p. 1, el destacado es de la autora). La lectura de Álvarez et al. (2006) recuerda las “reglas sugeridas” por Jacob Hale (s/f) “para personas no transexuales que escriben sobre transexuales, transexualidad, transexualismo, o trans_____”. Entre sus reglas, Hale sugiere que se realice un abordaje crítico de “expertxs” no transexuales como Money y Stoller, toda vez que no hacerlo implica ignorar las consecuencias de esos paradigmas, las violencias que se ejercen en el ámbito de la salud fundamentadas a partir sus planteos, los fines decididamente problemáticos para los que fueron y son utilizados, y que se han convertido en los principios rectores de la práctica médica hegemónica (Cabral, 2016; Farji Neer y Mines, 2014). Estos planteos, enmarcados en las llamadas “teorías socioconstruccionistas del género”, que surgieron durante la década de 1950, proponen que no existe una relación de necesidad entre la bioanatomía y la identidad de género. Sin embargo, sostienen que, para que tal construcción psicosocial sea “efectiva”, es requisito que las características sexuales del cuerpo estén en congruencia con el sexo asignado, “para hacer posible la introducción ―familiar, socialdel individuo en una determinada subjetividad sexuada” (Cabral, 2003, p.3). Estos son los paradigmas que se encuentran en la base de argumentaciones con las cuales el sistema biomédico sostiene las mutilaciones genitales infantiles como parte de las intervenciones sociomédicas sobre las personas intersexuales, situación que ha sido y es condenada por el activismo intersex. Si bien sobre esta situación no se va a llevar adelante un desarrollo en el presente capítulo ―ya que excede al tema que se pretende abordar, en tanto las experiencias intersex conllevan una complejidad diferenciable de la de las experiencias trans*― es una situación que no se puede dejar de mencionar. En síntesis, lo problemático no es el valor de la referencia histórica insoslayable que tienen los paradigmas de Money y Stoller para dar cuenta del proceso mediante el cual surge la noción de identidad de género. Money y Stoller efectivamente advirtieron que no es suficiente el término “sexo” para designar una esfera fundamental de la identidad de las personas y semejante propuesta significó un cambio importantísimo históricamente. Lo cuestionable es la falta de una reflexión sobre el modo en que las teorías en las que se integran estos postulados se encuentran ligadas con la patologización de las experiencias trans*. Álvarez et al. forman parte de la cadena necesaria para que la patologización se (re)produzca y perdure. La patologización, como la injuria, requiere de un “coro” para surtir efecto (Cabral, 2016), y la reproducción acrítica que llevan a cabo Álvarez et al., es ejemplo del modo en que “la patologización configura un régimen de in/visibilidad, (…) un régimen de sin-sentido que, al parecer, desmantela el potencial crítico de la teoría más crítica” (Cabral, 2016).

Más adelante en el desarrollo de su texto, Álvarez et al. (2016) afirman que la teoría psicoanalítica “permite considerar al transexualismo no necesariamente del lado de las psicosis” (p. 8). Sin embargo, son exclusivamente dos los diagnósticos que se implementan entre la población que componen su casuística ―la cual, por su parte, es insuficiente para ser fiable en forma estadística―: “[d]e los catorce casos, doce se observaron como psicosis, uno como perversión y uno con un diagnóstico aún en discusión” (p. 10). Es notable que este último caso, donde el diagnóstico permanece vacante, coincide con el de una persona intersex, sobre quien Álvarez et al. (2016) afirman que “presenta además un hermafroditismo congénito”, insistiendo en el uso de términos patologizantes y vetustos para referirse a las personas que constituyen “sus casos” (p. 9). Al respecto es interesante recordar otro texto proveniente de los estudios trans*, en el que Sandy Stone (1991) relata cómo durante años, en occidente, el centro de los estudios sobre el “síndrome de disforia sexual” (otro de los nombres que acuñó la historia de la patologización trans*), tuvo lugar en el Programa de Disforia de Género de Stanford, que comenzó a funcionar en 1968. Entre los estudios realizados en la década de 1970 Stone repone el trabajo del psicólogo Leslie Lothstein, y propone ―irónicamente― que podría considerarse resultado de “una gran labor en pos de conseguir definir los criterios para un diagnóstico diferencial”: un estudio sobre diez personas, donde aquel psicólogo afirmó haber “descubierto” que “los test psicológicos ayudaban a determinar la gravedad de la patología” (p. 3). Otro estudio al cual hace mención Stone, recopilado por Walters y Ross, a partir del trabajo con cincuenta y seis personas, afirmaba haber encontrado, entre “los resultados obtenidos, (…) índices de esquizofrenia y depresión (que) superaban el parámetro superior normal” (Stone, 1991, p. 3). Como puede observarse en los trabajos a los que hace referencia Stone, las correlaciones también se basaban en investigaciones con una baja fiabilidad estadística: grupos de pocas personas que se replicaban de manera sesgada y cuya interpretación reproducía el mismo sesgo al partir de la hipótesis de que ya existía la “observada” asociación. No se buscaba indagar si existía o no asociación entre un diagnóstico y las personas, sino que se buscaba constatar una asociación que de antemano se daba por sentada: “la gravedad de la patología”. Stone (1991) advierte que tales estudios se habían realizado en base “a un tipo muy específico de sujetos”: el de Lothstein, por ejemplo, se había realizado en un sanatorio, donde nueve de las diez personas que formaron parte del estudio, “sufrían graves problemas de salud”; según admitían sus autores. “Difícilmente podrían considerarse ejemplos representativos” de las experiencias trans*, a pesar de lo cual se tomaron como suficientemente representativos para sus trabajos que, a su vez, fueron reproducidos en publicaciones “sin comentarios aclaratorios” (p. 3 y 4). De este modo, y aun cuando se tuvieron en cuenta dichas aclaraciones, los resultados que “podrían considerarse marginales, escogidos según criterios y métodos cuestionables y resaltados mediante ejemplos poco significativos (…) pasaron a representar la transexualidad dentro de la literatura médico-legal-psicológica (…) prácticamente hasta nuestro días” (p. 3 y 4). Es notable cómo Álvarez et al. (2016) reproducen el sesgo descripto y criticado por Stone, treinta años antes de la publicación de su informe.

Luego de la revisión realizada en la bibliografía para la EAC de residentes de la provincia de Buenos Aires del año 2018, se retiró el texto de Álvarez et al. (2016). A cambio, se incorporaron los textos que constituyen el marco legal correspondiente a la unidad “Diversidad sexual”, es decir, la LIG y los Principios sobre la aplicación de la legislación internacional de derechos humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género (Principios de Yogyakarta). Estos últimos, están formados por una serie de principios sobre cómo se aplica la legislación internacional de derechos humanos a cuestiones vinculadas con la identidad de género y la orientación sexual, que ratifican estándares legales internacionales vinculantes que los Estados deben cumplir para garantizar la efectiva protección de todas las personas contra toda discriminación basada en la orientación sexual y la identidad de género (la definición de identidad de género de la ley nacional 26.743 está tomada al pie de la letra de la definición que establecen estos principios). También se incluyeron, en dicha bibliografía, dos textos que forman parte del campo de los estudios trans*. En primer lugar, “¿De qué no hablamos cuando hablamos de género?”, una conferencia de 2014 en la cual el filósofo argentino Blas Radi propone, entre otras cuestiones, una definición de la logica del cisexismo y su importancia para cuestionar la forma en que los problemas vinculados a las violencias que sufren las personas trans*, que exigen una resolución urgente, son pospuestos en el ámbito de las políticas públicas. En segundo lugar, “Cuestionamiento de dinámicas de patologización y exclusión discursiva desde perspectivas trans e intersex”, un texto de Amets Suess (2014), un autor que proviene del ámbito de la salud pública y que desde el campo de la antropología social, da cuenta, en forma antagónica a una “tradición de investigación ‘sobre’ personas trans e intersex sin la participación de las mismas”, del surgimiento de una producción discursiva desde perspectivas teórico-activistas trans* e intersex. Dichas perspectivas, a partir de las últimas décadas, se desarrollan “desde la vivencia de prácticas de patologización en el ámbito clínico, jurídico y social” de sus propixs autorxs. En este texto se plantea la pregunta por las “dinámicas de categorización, patologización y exclusión discursiva inherentes a prácticas de investigación social, incluyendo el análisis de desigualdades en el acceso a circuitos de producción discursiva” (p. 1). Allí, Amets Suess presenta dos proyectos editoriales teórico-activistas desde perspectivas trans* e intersex llevados adelante en Argentina. En síntesis, entre los textos que pasaron a integrar la bibliografía obligatoria para el EAC, se incluyeron aquellos cuyas reflexiones teóricas, pero indefectiblemente éticas, se encuentran estrechamente vinculadas con los discursos que aporta el activismo y el desarrollo académico acerca de la importancia de la despatologización desde el campo de los estudios trans*.

Ahora bien, a pesar de que esta revisión y modificación bibliográfica dio lugar a la inclusión de material proveniente del campo de los estudios trans* como material de lectura obligatoria para residentes de psicología, esta modificación es insuficiente y hasta puede constituirse en “un arma de doble filo” a la hora de apoyar iniciativas del activismo, toda vez que “promueve el conocimiento del campo” y hasta puede satisfacer la posible demanda de esos conocimientos por parte de profesionales en formación, “pero podría evitar el paso más crucial en la institucionalización” de los estudios trans*: “la contratación de académicxs ubicados principalmente en los estudios trans* y de académicxs identificados como trans* para ocupar cargos fijos” en el ámbito de la formación (Love, 2014, p.175).

Comentarios finales: saldar la brecha

Tal como propone el activista e investigador trans* Dean Spade (2015), las “modificaciones legislativas que en teoría declaran la igualdad y el valor de las personas trans, (…) a la hora de la verdad, demuestran tener escaso impacto en las vidas diarias de las personas que en teoría protegen” (p. 48). Spade (2015) llama a dar forma a “estrategias de resistencia” que estén más cercanas a las “posibilidades de resolver realmente” las condiciones que afectan la vida de las personas (p. 45). En este sentido, se hace necesario diseñar e implementar “otras estrategias de política pública y acción política”, tal como sugieren Radi y Pecheny (2018): “[a]caso sea cuestión de imaginar soluciones que vayan más allá de los tribunales y órganos legislativos” (p. 27). El potencial transformador de la LIG, que aún despertaba entusiasmo y expectativas en el momento en que se llevó a cabo su reglamentación (en el año 2015, cuando, por ejemplo, todavía interesaba investigar sobre sus impactos positivos a partir del cambio legislativo), más tarde dio lugar a que se acentuara una tendencia contraria, a moderar, e incluso criticar, dicho optimismo a la luz de las urgencias y problemas que siguieron sin resolución (Radi y Pecheny, 2018). Entre esas urgencias, la despatologización es señalada insistentemente como un asunto fundamental para terminar con la exclusión, la discriminación y las violencias ejercidas contra las personas trans* (STP-2012; Suess, 2011, 2014; Cabral y Suess, 2016). En esta línea, indagar cómo es actualmente la formación de profesionales de psicología respecto de la comprensión de las experiencias trans*, desde qué perspectivas se propone su abordaje, cuáles y cómo son las herramientas conceptuales que provee, se presenta como una urgencia. Este conocimiento puede brindar información acerca de cómo continúa patologizando las experiencias trans* y qué tipo de intervenciones deben realizarse para que la formación en psicología, clave respecto de la despatologización, sea adecuada. En este sentido, poner en consideración las contribuciones conceptuales y epistemológicas de los estudios trans*, conocer cuáles pueden ser sus aportes a la formación de psicología, puede ser una forma de saldar la brecha entre lo que es esperable y lo que efectivamente acontece. Dado que la transfobia “no empieza ni termina con la sanción de las leyes”, y su erradicación demanda otros trabajos, requiere de otras herramientas y tiene otros tiempos (Radi, 2012), conocer la brecha entre los conocimientos que se imparten y circulan actualmente para el abordaje de las experiencias trans*, y los que son necesarios para su despatologización, puede ser un paso crucial en la dirección de “afirmar radicalmente el derecho de las personas a decidir sobre sus cuerpos” (Cabral, 2010b), sobre sus vidas.

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  1. Un relevamiento a nivel nacional realizado en 2009 por la consultora internacional TNS Gallup decía que el 32% de la población había consultado alguna vez a un psicoanalista. Y que esa cifra subía al 50% en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; a su vez, la encuesta revelaba que “las doctrinas de Sigmund Freud y Jacques Lacan son las favoritas tanto de los pacientes como de los profesionales en el área.” (La Nación, 17 de marzo de 2013). Recuperado de: https://bit.ly/3d0Rrip
  2. La instructoría de residentes consta de un cargo de docencia hospitalaria, al cual se accede mediante concurso y tiene una duración de tres años. Quien cumple función en la misma, trabaja en articulación con quien ocupa el cargo de la jefatura de residentes, al cual accede quien, habiendo finalizado su residencia, se postula al cargo y mediante un proceso de votación al interior del grupo de residentes, permanece un año más en la sede, acompañando en la orientación y planificación de la formación de la residencia. La jefatura y la instructoría de residentes componen un equipo que lleva adelante la implementación del plan de formación (dispuesto por el área de Capacitación y Desarrollo del Ministerio de Salud de la Provincia), en articulación con la Dirección de Docencia e Investigación del hospital que constituye la sede.


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