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7 El cuidado de niños y niñas con discapacidad en Buenos Aires desde una perspectiva de género (2013-2015)

Analía Faccia

Introducción

Este trabajo expone los principales hallazgos de la investigación realizada para finalizar mis estudios correspondientes a la Maestría en Género, Sociedad y Políticas, en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Se inscribe en una tradición de estudios de género que analiza los cuidados en el espacio doméstico en articulación con el modo en que influyen sobre el bienestar y las actividades productivas de varones y mujeres en el espacio público (Larguía y Dumoulin, 1976; Barbieri, 1978; Jelin, 1978; Feijoó, 1980; Pateman, 1988; Orloff, 1993; O’Connor, 1993; Daly, 1994; Aguirre, 2007a; 2007b; Pautassi, 2007; Rodríguez Enríquez, 2010; Astelarra, 2011; Lupica, 2011; Faur, 2014). En general, estos trabajos señalan que los cuidados de los hijos y las hijas, de personas mayores, con discapacidad y/o enfermas en el hogar suelen recaer sobre las mujeres, afectando la disponibilidad de tiempo para el ejercicio de “prácticas para sí” y sus posibilidades de participación en los bienes creados por la sociedad para el desarrollo humano. A su vez, advierten que ciertas decisiones y acciones estatales modelan y reproducen estas relaciones asimétricas entre varones y mujeres. Por otro lado, algunos también expresan que el cuidado es un indicador relevante de desigualdad entre las clases sociales y señalan la responsabilidad que las instituciones estatales poseen al respecto limitando la oferta pública de servicios de cuidado y naturalizando la división sexual del trabajo mediante normativas que suponen a las mujeres como responsables exclusivas del cuidado de sus hijos y sus hijas. Por ende, estos estudios proponen, además de la mirada crítica, cambios en las normativas e instituciones para configurar sociedades más igualitarias y democráticas.

En esta oportunidad, decidí profundizar el análisis del cuidado dado que es necesario desarrollar investigaciones capaces de ahondar en la diversidad de experiencias por las que atraviesan las familias –en particular las mujeres– cuando de cuidar se trata, analizando desde una perspectiva sociológica y de género[1], los cuidados en familias integradas por niños y/o niñas con discapacidad. Para ello, adopté las concepciones del Modelo Social de la Discapacidad[2], que la percibe como el resultado de las limitaciones que la sociedad impone a las personas con diversidad funcional[3], mermando su participación en distintos ámbitos. Así, la discapacidad se construye socialmente e implica la estigmatización y exclusión social de estas personas de los espacios productivos, educativos e instituciones mediante diversos mecanismos (Venturiello, 2016). Pero esta estigmatización incluso alcanza a sus familiares cuidadores y cuidadoras dado que, al vivenciar las situaciones de menosprecio hacia el sujeto con discapacidad, comparten el descrédito de este por estar relacionados (Goffman, 2008). Es decir, los problemas que enfrentan la personas con discapacidad se expanden hacia los miembros de sus hogares (Venturiello, 2016), razón por la que Verdugo (2004) se refiere a estas familias como “familias con discapacidad”.

Sin embargo, los miembros que más se ven afectados en estos hogares son las mujeres, porque el cuidado continúa asociado a la esfera de la reproducción doméstica y a una virtud femenina. Además, la atención de personas dependientes es un trabajo sin valoración social, demanda numerosas horas diarias y suele desarrollarse en condiciones pobres. Por ello, afecta la vida de quienes cuidan al disminuir su autocuidado y vida social, aspectos que generan estrés y se suman a los conflictos familiares, efectos laborales y económicos que acarrea la situación (Venturiello, 2016). Al respecto, Kittay (2010, citado en Cobeñas, 2016) advierte que las mujeres cuidadoras de personas con discapacidad comparten con estas la condición de oprimidas al ser afectadas por la precaria o nula remuneración que perciben por su trabajo, siendo vulnerables a la explotación. Es decir, los sujetos con discapacidad y sus cuidadoras suelen compartir una posición marginal por habitar y transitar a la par por el espacio denigrado de la discapacidad y por el modo en que opera la categoría de género, reforzando el lugar subalterno de estas mujeres. En esta misma línea, Torres Dávila (2004) alude a la marginación de las madres de niños y niñas con discapacidad por ser sus principales cuidadoras y señala que el estudio del cuidado en estos escenarios puede mostrar cómo su ejercicio constituye otro factor de exclusión social.

Entonces, para profundizar sobre la peculiaridad que adquiere la problemática del cuidado en familias integradas por niños y/o niñas con discapacidad, entre los años 2013 y 2015, desarrollé observaciones en la escuela especial 511 de San Justo, Partido de La Matanza, y en la escuela especial 506 de Haedo, Municipio de Morón, ambas en el conurbano bonaerense. También en los centros terapéuticos del Hospital Italiano de Buenos Aires, ubicados en los barrios porteños de Flores y Almagro. A su vez, entrevisté a nueve madres de niños y niñas con discapacidad[4], integrantes de un tipo de familia nuclear y heterosexual, compuesta por madre, padre e hijos y/o hijas. Cabe aclarar que estos rasgos no fueron intencionalmente seleccionados, sino que se expresaron a través del trabajo de campo realizado[5]. Por otro lado, cuatro de estas mujeres pertenecen a sectores populares, tres a sectores medios y dos a sectores medios más acomodados, dado que poseen niveles adquisitivos y educativos más altos y tienen empleos mejor remunerados. En el siguiente cuadro se explicitan sus características sociodemográficas principales:

Cuadro 1: Características sociodemográficas de las mujeres entrevistadas
Nombre Edad Educación Ocupación Lugar de residencia Ocupación del cónyuge Escuela (hijos y/o hijas)
Rosa 35 SC Ama de casa Morón, GBA Remisero Pública
Liliana 43 SI Ama de casa Pontevedra, GBA Operario en fábrica Pública
Nora 47 SI Empleada doméstica Villa Luzuriaga, GBA Jubilado Pública
Rocío 28 SC Ama de casa Palomar, GBA Operario en fábrica Pública
Paola 49 TC Maestra Morón, GBA Supervisor en fábrica Pública
Laura 37 SC Peluquera Ituzaingó, GBA Comerciante Privada
Vanesa 40 SC Ama de casa Parque Patricios, CABA Empleado en fábrica textil Privada
Gabriela 49 UC Empleada Ramos Mejía, GBA Comerciante Privada
Silvana 38 UC Periodista y profesora Palermo, CABA Abogado Privada

*SC: Secundario Completo, *SI: Secundario Incompleto, *TC: Terciario Completo, * UC: Universitario Completo.
*GBA: Gran Buenos Aires, *CABA: Ciudad Autónoma de Buenos Aires, *OS: Obra Social, *MP: Medicina Privada.

Decidí basarme en los relatos de estas mujeres porque ―como lo hacen los estudios que adoptan metodologías de investigación feministas― quise dar voz a los sujetos históricamente ausentes del campo de la investigación científica. Como advierte Morris (1993, citado en Cobeñas, 2016), las mujeres han sido cosificadas y alienadas en tanto objeto de investigación. Además, “las experiencias cotidianas de las madres diferentes en términos de conflictos, ambigüedades y necesidades son consideradas como problemas de `baja visibilidad´, en tanto no existe un sujeto social que las nombre” (Elder y Cobb, 1993: 87, citado en Torres Dávila, 2004). Por último, los discursos femeninos permiten comprender los conflictos provocados por el impacto que tienen las concepciones estatales preponderantes sobre el cuidado y reconstruir los mecanismos que refuerzan las formas de organización social basadas en la dicotomía público-privado y en la división sexual del trabajo, ya que expresan las relaciones de poder que operan en las identidades y el modo en que se reproducen (Torres Dávila, 2004).

En esta oportunidad, me centré en describir la división sexual del trabajo establecida para la provisión de los cuidados; los tipos y espacios de cuidado; los recursos usados; el ejercicio de la paternidad y la maternidad en estos contextos; las negociaciones y tensiones emergentes y sus sentidos en articulación con el modo en que los agentes construyen sus identidades de género; la forma en que las intervenciones estatales y gubernamentales afectan los cuidados.

Breve descripción del ejercicio de los cuidados de niños y niñas en Argentina

Pese a la configuración de nuevas estructuras familiares[6] (Aguirre, 2007a; Wainerman, 2007; Lupica, 2011; Faur, 2014), en Argentina los cuidados se desarrollan mediante relaciones asimétricas entre los géneros (Aguirre, 2007a; Rodríguez Enríquez, 2010; Astelarra, 2011). Además, revelan las inequidades entre las clases sociales porque las desigualdades de género se combinan con una profunda heterogeneidad social y económica, que se vincula a distintas lógicas de bienestar y arreglos en la provisión de los cuidados. Al respecto, hasta que los niños y niñas ingresan al sistema educativo formal y obligatorio, Faur (2014) identificó al menos cuatro formas de cuidar. En primer lugar, en un sector de hogares populares ―mayoritariamente integrados por papá, mamá e hijos o hijas― las mujeres dependen de los ingresos del marido y muchas cuidan a tiempo completo en sus hogares. Luego, hay situaciones en las que el cuidado queda a cargo de otros familiares o de vecinos. En los sectores medios en general abuelos y abuelas cuidan durante algunas horas del día, sin recibir remuneración. Pero en los sectores populares frecuentemente parientes o vecinos cuidan a cambio de un ingreso modesto.

Otra situación se evidencia cuando las familias acceden a servicios públicos de cuidado. A partir de la Ley Nacional de Educación 26.206 (2006), la formación inicial en jardines de infantes y maternales comienza a los 45 días de vida y se extiende hasta los 5 años. Pero la asistencia obligatoria se establece a partir de los 5 años en la mayoría de las provincias argentinas. Además, desde 2007, con la Ley 26.233, se promueve la instalación de Centros de Desarrollo Infantil (CeDI), que atienden a los niños y niñas hasta que cumplen 4 años y pueden ser administrados por el Estado o por organizaciones no gubernamentales. También hay jardines comunitarios gestionados por organizaciones de la sociedad civil, con o sin apoyo financiero estatal. Pero estos dos últimos tipos de lugares disponen de niveles de institucionalización frágiles, no siempre poseen docentes titulados o tituladas y se configuran desde una lógica asistencial. Además, la disponibilidad de estos servicios es escasa, para conseguir cupo se deben reunir ciertos requisitos y muy pocos ofrecen jornada completa.

Por último, quienes cuentan con capacidad de pago, acceden a la contratación de jardines privados y/o de servicio doméstico. En general, se trata de familias integradas por las mujeres más educadas de la población, que suelen tener mejores empleos y salarios. El servicio doméstico abarca el cuidado de niños y niñas y la realización de tareas domésticas, y quienes suelen ser contratadas son mujeres pobres. Las familias que contratan niñeras suelen contratar también jardines privados en función de las necesidades de la vida familiar y las exigencias del trabajo de las mujeres. Por ello, las condiciones de contratación del servicio doméstico suelen ser transitorias o estar en cambio permanentemente (Faur, 2014).

Sin embargo, pese a estos diversos modos de cuidar, el ideal de mujer madre responsable del cuidado se extiende en toda la población. Siguen siendo ellas quienes destinan más horas de cuidado diarias que los varones y a medida que aumentan estas tareas, menos participan en el mercado de trabajo. Además, las mujeres de los hogares más pobres se ven más afectadas por la limitada oferta de servicios de cuidado gratuitos para sus hijos e hijas ―al menos, hasta que se escolarizan― y por la falta de recursos para mercantilizar el cuidado (Golbert, 2007). Al respecto las instituciones estatales tienen una gran responsabilidad porque naturalizan la división sexual del trabajo y limitan la oferta pública de servicios de cuidado (Faur, 2014). Ello deja entrever que el cuidado no se percibe como un derecho humano universal sino como un privilegio al que solo acceden algunos hogares.

El Estado argentino restringe su participación solo al cuidado de niños y niñas en edad escolar y a madres asalariadas, que son las únicas que pueden acceder a ciertos derechos laborales (Rodríguez Enríquez, 2010). Las normas laborales protegen el fuero maternal (la prohibición de despedir a una mujer embarazada), proveen licencias por maternidad (y paternidad), licencias por adopción y régimen de excedencia (la opción de ampliar la licencia maternal sin remuneración). Además, en ocasiones, en las unidades productivas se prestan servicios mínimos de cuidado para los hijos y las hijas, pero se dirigen solo a las mujeres. A su vez, mediante la Ley de Contrato de Trabajo, se establecen distintos dispositivos de protección para trabajadores de diferentes sectores y ramas de actividad, y los acuerdos sectoriales se desarrollan mediante negociaciones colectivas entre empleadores y trabajadores. Por lo tanto, la desigualdad es la norma. Empero, hay algunos rasgos comunes: las licencias por nacimiento se dan en una proporción mayor a mujeres que a varones; no se incluye al padre para asumir la licencia por nacimiento ni el beneficio de excedencia en lugar de la madre, y tampoco hay normas para facilitar el cuidado de hijos e hijas con enfermedades o con discapacidad. La única excepción es la opción, solo de la madre, de ejercer voluntariamente el estado de excedencia para el cuidado de un hijo o hija menor de edad con alguna enfermedad. Entonces, el derecho laboral argentino no incita la corresponsabilidad de los varones en el cuidado y concibe a las mujeres como madres antes que como sujetos autónomos (Faur, 2014).

Sin embargo, muchas familias no acceden a estos beneficios porque sus miembros no trabajan en el sector formal de la economía. Si bien a partir del año 2002 se desarrollaron algunos programas condicionados de ingresos para esta población[7], estos se orientaron a la protección de niños, niñas, adolescentes y embarazadas, donde las mujeres aparecieron como las principales receptoras de las transferencias de dinero realizadas. Ello deja entrever que el Estado las percibe como madres al servicio de la reproducción y el cuidado, y no como personas con necesidades particulares y sujetos de derecho (Golbert, 2007; Rodríguez Enríquez, 2010; Del Valle Magario, 2014; Faur, 2014). Además, estas políticas no asistieron las necesidades de cuidado en estos hogares (Pautassi, 2009; Rodríguez Enríquez, 2010).

En conclusión, la familia y sus funciones sociales permanecen invisibles en la mayor parte de las políticas sociales (Aguirre, 2007b). Por ende, muchas mujeres soportan las mayores cargas, desarrollando una actividad no remunerada y sin valoración social (Rodríguez Enríquez, 2010).

El cuidado de niños y niñas con discapacidad en los hogares de las mujeres entrevistadas

Como advierten diversos estudios (Núñez, 2003; Torres Dávila, 2004; Ballesteros et al, 2006; Montalvo-Prieto, Flórez-Torres y Stavro de Vega, 2008), en las familias integradas por niños y/o niñas con discapacidad, las mujeres suelen asumir la responsabilidad del cuidado. Ello se produce porque, a los roles asignados a las mujeres, se suman las dificultades que emanan de la situación social vulnerable de algunas familias y la presencia de la discapacidad, elemento que contribuye a la marginación no solo de los niños y las niñas con deficiencias, sino también de sus madres, quienes suelen ser sus principales cuidadoras (Torres Dávila, 2004).

Al respecto, cabe señalar que la discapacidad constituye una construcción social que varía según los diferentes contextos históricos y sociales. Desde la década de 1960, se produjo una transición desde el Modelo Médico Rehabilitatorio hacia el Modelo Social de la Discapacidad. El primero de estos paradigmas se consolidó a mediados del siglo XX y refiere a la mirada médica. Sostiene que la discapacidad es causada por anormalidades o deficiencias que deben corregirse mediante la rehabilitación (Venturiello, 2016). Entonces, los Estados desplegaron un conjunto de dispositivos, basados en la prevención, rehabilitación, institucionalización y educación especial, para normalizar a las personas con discapacidad (Palacios, 2008). En contraste, el Modelo Social entiende la discapacidad como una construcción social, política e histórica, y un modo de opresión generado por relaciones de poder desiguales que excluyen a las personas con deficiencias, limitando su participación en la vida social (Hugues y Paterson, 2008). En consecuencia, defiende la inclusión social y la valoración positiva de las diferencias, mediante un marco legal adecuado y un compromiso moral y político capaz de sostenerlo (Palacios, 2008). Con este fin, inspiró la creación y firma de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en Naciones Unidas, en 2006, de jerarquía constitucional en Argentina desde diciembre de 2014. Este instrumento constituye un marco legal y conceptual que proporciona una perspectiva de derechos para solucionar los problemas que enfrentan las personas con discapacidad (Venturiello, 2016). Los Estados que adhirieron a la Convención ―como el argentino― elaboraron políticas legislativas para suprimir las barreras que contribuyen a la exclusión social de estos sujetos. No obstante, en diferentes áreas perduran resabios del Modelo Médico Rehabilitatorio que obstaculizan la consolidación del Modelo Social y el goce efectivo de los derechos de las personas con discapacidad. Por ejemplo, las normas argentinas sobre discapacidad se inspiran en los principios del Modelo Médico Rehabilitatorio porque se orientan solo a la atención y rehabilitación, sin asegurar la disponibilidad de una adecuada oferta de servicios de apoyo externo en los espacios privados para propiciar la autonomía de las personas con discapacidad y de sus familiares[8].

Por otro lado, la vigencia de algunas de las ideas del Modelo Médico Rehabilitatorio permite comprender el modo en que la discapacidad fue percibida por las mujeres entrevistadas en esta investigación. Al respecto, todas aludieron a la discapacidad como una irrupción, como un antes y un después en la vida de estas familias, capaz de instalar un estado de malestar que, como advierte Verdugo (2004), afecta a todos sus miembros. Fundamentalmente, ello se debe a los problemas de salud de los niños y las niñas dado que, a menudo, ponen en riesgo sus vidas y afectan emocionalmente a sus familiares. Además, el malestar instalado en estos hogares emana de las tensiones aquí experimentadas producto de la exclusión social que los y las menores suelen percibir en diversos ámbitos sociales junto a sus familiares.

Cuando es chiquito porque es chiquito, pero cuando son más grandes ya no es gracioso. Es: “¿por qué hace eso? ¿Por qué hace esto?”. Y empiezan a excluirte y pasás vergüenza. A un niño con síndrome de down, a nadie se le ocurriría hacerle bulling, porque es socialmente condenado. Pero, en cambio, a un chico con otra patología, con otros síndromes o con otras cosas que aparecen y que les empiezan a poner un nombre, los padres son juzgados y los chicos terminan también siendo juzgados […] Es violento, a mi me genera violencia. Después se me pasa, pero es la mirada que viene del otro, en la escuela, de los chicos, del padre de ese chico, de la maestra, de la directora […] Nosotros dejamos de tener amigos […] Él seguía viendo a sus amigos y yo seguía viendo a mis amigas, pero no en familia […] Hay eventos en que uno se compromete a ir y la pasábamos mal. Entonces, empezamos a dejar de ir (Gabriela, 49).

“La hostilidad del entorno es motivo de complicaciones en las relaciones intrafamiliares” (Venturiello, 2016: 119). Estas familias suelen experimentar sentimientos negativos ante la “mirada de los otros”, porque las formas de vivir las situaciones de menosprecio hacia el familiar con discapacidad denotan que todos los miembros comparten su descrédito por estar relacionados (Goffman, 2008). En respuesta, habitualmente se produce un aislamiento social de las familias, una renuncia a las relaciones sociales que tenían antes de la irrupción de la discapacidad (Núñez, 2003). Además, estas familias ―sobre todo los niños y niñas con discapacidad y sus madres― organizan sus vidas en torno a la rehabilitación para disminuir el impacto de la estigmatización y la marginación social.

Por último, el malestar en estos hogares emana de los cuidados asistenciales (Murillo de la Vega, 2003) que demandan los y las menores y del modo en que se organizan socialmente en el espacio público y en el privado. En general implican la asistencia para el desarrollo de muchas actividades de la vida diaria, aunque varían según las necesidades que se presentan en cada caso. Entre los cuidados habituales dispensados hacia los niños y las niñas, sus madres señalaron: ayudarlos y ayudarlas a ir al baño; si no controlan esfínteres, asearlos y asearlas y cambiarlos y cambiarlas; bañarlos, bañarlas, darles de comer y vestirlos o vestirlas; ayudarlos y ayudarlas a desplazarse y a comunicarse e interactuar con las personas. Además, algunos niños y algunas niñas también reciben otros cuidados, específicos y complejos, orientados a la atención de la salud. Por ejemplo, hay quienes toman diversas medicaciones, todos los días y a ciertas horas; algunos y algunas usan artefactos para desplazarse o controlar su movilidad corporal, como bastones o sillas de ruedas. Otros y otras se realizan periódicamente diversos estudios ―electroencefalogramas, ecografías o exámenes de laboratorio en sangre y orina, entre otros― para vigilar sus estados de salud. Hay quienes precisan solo algunos de estos cuidados, mientras otros y otras necesitan de todos. Por último, también se despliegan cuidados orientados a cubrir necesidades educacionales y terapéuticas. Sobre estas atenciones, las más relevantes consisten en garantizar la provisión de diversas terapias ―entre las que prevalecen estimulación temprana, terapia ocupacional, kinesiología, psicomotricidad, fisioterapia, fonoaudiología, psicología, psicopedagogía y estimulación visual―; el traslado hacia las escuelas y/o centros terapéuticos; la espera de los niños y las niñas mientras estudian o realizan sus terapias en diversas instituciones o en el hogar; la gestión, ante diversos organismos estatales, obras sociales y/o sistemas de medicina prepaga, para la obtención de los recursos vinculados al cuidado, por ejemplo, para el acceso a las terapias, la adquisición de medicamentos o de sillas de ruedas; el hecho de ayudar a los niños y las niñas a estudiar y a realizar tareas escolares; modificaciones en el hogar en función de la rehabilitación de los y las menores. En resumen, estos niños y estas niñas precisan cuidados variados, complejos y específicos, que pueden extenderse por mucho tiempo o durante toda la vida.

Las madres entrevistadas señalaron que son ellas quienes suelen invertir más tiempo y recursos que otros sujetos para ofrecer estas atenciones. También expresaron que participan los padres, pero sus intervenciones generalmente se remiten a colaborar en las tareas de cuidado que ejecutan y deciden ellas. A su vez, en menor medida, suelen participar otros familiares, como abuelas, abuelas, hermanos, hermanas y, en algunas familias de sectores sociales medios, a veces se contratan niñeras, lo cual indica que, aun cuando los cuidados se delegan, suelen recaer en otras mujeres. Sin embargo, cuando la salud de los niños y las niñas se ve muy afectada, los cuidados suelen no delegarse y las niñeras aparecen solo como colaboradoras de los cuidadores y cuidadoras familiares. Por consiguiente, se advierte una organización familiar desigual de los cuidados, que se caracteriza por una profundización de la división sexual del trabajo entre varones y mujeres y que, como consecuencia, genera diversos conflictos y tensiones que afectan, sobre todo, la autonomía y bienestar de las madres cuidadoras.

Todo lo hago yo. Salvo que yo te diga “me siento mal o no puedo” […] Lo que hice ahora con Javier es… Porque el otro día teníamos que llamar a la obra social. Entonces, me llama y me dice: “¿Llamaste?”. “Mirá, querido, subí a la oficina, agarrá internet, buscá el teléfono y llamá, porque vos sos el padre también de la criatura. ¡No me rompas más!” (Laura, 37).

Hace muy poquito que con mi marido nos tuvimos que sentar y decir “¿cómo seguimos?” […] Yo estaba todo el tiempo cansada, porque la verdad es que esto te termina agotando. Y él trabaja y no sabe ni las terapias que hacés. Y llega un momento que decís “estoy cansada”. Y él sentía que yo lo dejaba de lado por ella. Te digo la verdad, yo sentía que él no la quería […] Entonces, ¿qué lográs? Que vos tengas una distancia con él (Vanesa, 40).

Por otra parte, los cuidados en el espacio público suelen desarrollarse bajo la influencia del Paradigma Médico Rehabilitatorio, razón por la que los y las menores y sus familias organizan sus vidas en torno a los tratamientos terapéuticos prescriptos por los y las profesionales de la salud (Palacios, 2008; Cobeñas, 2016; Venturiello, 2016). Nuevamente son las madres quienes, en general, gestionan el acceso a los bienes y servicios vinculados al cuidado en ciertos organismos públicos, obras sociales y/o sistemas de medicina prepaga. Esto consume gran parte de su tiempo y es fuente de tensiones por las inconsistencias que manifiestan muchos de estos organismos. En algunos casos, los niños y las niñas no ejercen sus derechos porque ciertos entes estatales, obras sociales y/o sistemas de medicina prepaga ―así como algunos médicos y algunas médicas―, no difunden información sobre los bienes y servicios a los que los niños y las niñas pueden acceder.

A él le correspondía el traslado, porque es discapacitado motriz […] Él fue oxígeno dependiente hasta los 4 años y yo andaba en el colectivo con el tubo de oxígeno de acá para allá. Y la ambulancia nada. Y yo no sabía nada porque la obra social no te dice nada. Y el de pediatría nunca me dijo que le correspondía el traslado (Liliana, 43).

A menudo la percepción de las prestaciones se ve interrumpida cuando los organismos estatales responsables, obras sociales y/o sistemas de medicina prepaga no cumplen con sus obligaciones. En estos casos, generalmente las familias terminan satisfaciendo ―cuando pueden― las necesidades de los niños y las niñas, lo cual deja entrever que el cuidado, a pesar de las normativas vigentes, es considerado un problema individual y familiar, en el que las madres terminan involucrándose ―más que otros sujetos― para garantizarlo. Habitualmente estos conflictos se producen porque los tiempos requeridos para hacer los trámites que demandan las prestadoras de servicios de salud, no coinciden con las necesidades urgentes de los niños y las niñas.

A su vez, estas madres participan en las instituciones terapéuticas junto a sus hijos e hijas, acompañándolos y acompañándolas, esperándolos y esperándolas. Ello acontece no solo por la desigual distribución de las tareas de cuidado en sus hogares, sino también por la naturalización del cuidado materno por parte de los y las profesionales de la salud, que suelen alentar el sacrificio materno, delegando en las madres los requerimientos que la rehabilitación impone (Núñez, 2003).

En cuanto a las instituciones educativas, aunque el Estado argentino se haya adherido a la Convención Internacional por los Derechos de las Personas con Discapacidad y haya adecuado las leyes nacionales y provinciales de educación a la inclusión educativa (Cobeñas, 2016), en el sistema educativo argentino continúa vigente el subsistema de educación especial, en el que las escuelas se dividen por patologías y los y las docentes se forman según la lógica de cada una. Es decir, se continúa clasificando al alumnado en función de categorías basadas en el Modelo Médico-Pedagógico y Rehabilitatorio de la discapacidad (Palacios, 2008). Entonces, la mayoría de los niños y las niñas con discapacidad asiste a escuelas especiales y se les niega el derecho a educarse en igualdad de condiciones que otros niños y otras niñas (Nussbaum, 2007, citado en Cobeñas, 2016). Si bien algunas escuelas se orientan por el principio de inclusión, la existencia de instituciones de educación especial en las que se segrega a estos niños y a estas niñas, la falta de recursos en las escuelas comunes para propiciar la integración educativa, la imposibilidad de las familias de escoger la escuela de sus hijos e hijas y las miradas y prácticas discriminatorias que persisten en estos establecimientos, impide confirmar una educación inclusiva en Argentina. Además, otra vez, son las madres quienes participan como mediadoras entre sus hijos e hijas y las escuelas para menguar las dificultades que impiden la participación plena de los niños y las niñas en estos espacios.

Traumático fue con Benjamín, que llegás al colegio y cuando les traés el diagnóstico te dicen “bueno, les tenemos que comentar que el colegio no permite maestra integradora y no tiene intenciones de tener gabinete integrador” […] Entonces, hablé con la directora […] Y le dije de todo. Pero igual me decían que ellos no podían cubrir las necesidades de Benja (Laura, 37).

Mis hijos iban a la escuela privada de toda la vida […] Y fui yo a decirles que quería anotar a los gemelos y me dijeron que no, que la escuela no estaba preparada […] En primer grado empecé de nuevo con la ruta de ver a dónde los iba a poner […] Fui a una escuela, la 40. Veníamos bárbaro. Ya teníamos organizado todo […] Me cambian el directivo en diciembre y me dijo que no […] Y me fui (Paola, 48).

Como vimos, estas madres transitan por diversos ámbitos para garantizar los cuidados de sus hijos e hijas, evidenciando el modo en que dichas prácticas desafían permanentemente el mito pregonado por la teoría liberal acerca de la división entre los espacios públicos y privados. Es decir, visibilizan la ficción respecto a la separación de esferas, dado que constantemente lo público se introduce en lo privado, y viceversa. Esto permite cuestionar el carácter meramente reproductivo que habitualmente se asigna a los cuidados, porque muestra el significativo aporte social y económico que realizan estas mujeres, no solo con relación a sus hogares, sino también a los servicios que brindan los Estados.

Niveles de bienestar y modos de configuración de la maternidad

Ante las labores de cuidado desarrolladas, estas madres ven afectadas su salud física y psicológica, así como sus relaciones sociales, sus posibilidades de insertarse laboralmente y de desarrollar prácticas para sí. En otras palabras, el ejercicio de la maternidad en estos contextos vulnera los niveles de autonomía de estas mujeres en mayor medida que en otros contextos.

Yo estaba con anemia. En el medio pasaron miles de cosas que te llevan a enfermarte vos misma, porque la verdad es que es una carga que vos tenés (Vanesa, 40).

Yo era…Yo soy óptica contactóloga. Muy bien rankeada, ganaba muy bien, trabajaba en una óptica muy importante. Pero claro, primero nace Milo, después quedo embarazada de Consuelo […] Y ya después del diagnóstico de Milo había que llevarlo a las terapias […] Era una óptica en Barrio Norte, pero bueno… primero que ya no era para una madre y menos para una madre como yo […] A Milo había que ayudarlo, desde siempre en todo. Hasta en el armado de la mochila. Entonces, vos ya no podés dedicarte a pleno a algo […] Tuve que dejar de trabajar. Me despedí de mi profesión […] porque sinceramente no se podía […] Tuve que empezar a pensar de qué trabajar […] He llegado a trabajar en el mercado central miércoles, sábados y domingos […] Otro trabajo que hice, etiquetaba los sweaters de los chicos del Northland [un colegio] de Nordelta. Estaba acá en diciembre, enero y febrero haciendo el trabajo de madre para otro, etiquetando. Lo cobraba muy bien y era una manera de tener trabajo, pero de tener un trabajo que, como era en la época de las vacaciones, me permitía, durante el año, en la época de la terapia, poder dedicarme a Milo (Gabriela, 49).

Por último, sobre las configuraciones identitarias de estas mujeres, cabe señalar que la maternidad se constituye mediante la repetición mecánica y obligatoria de las normas que idealizan el rol materno, y el género se produce y refuerza a través de estas prácticas reguladoras de la conducta (Butler, 1993). Por ello, los cuidados que ejercen las incitan a percibirse principalmente como madres. Es decir, por medio del desarrollo de estas prácticas, ellas suelen modelar sus identidades de género en torno al imperativo social de la madre cuidadora, en un contexto sociocultural donde la maternidad ―asociada a la incondicionalidad― adquiere suma importancia (Zicavo, 2013). Por ello estas mujeres habitualmente se adjudican personalidades altruistas, sacrificadas y abnegadas, pero también, lo suficientemente valientes y fuertes como para encarar el desafío de la maternidad en el contexto adverso de la discapacidad.

Mi hijo me enseñó tanto… Porque después de una situación así te volvés una leona. Estarás hecha mierda, pero leona al fin. Estás hecha mierda, pero no sos un pajarito. Pasaste de gato a pantera […] porque te hace salir a la cancha (Gabriela, 49).

Sin embargo, esta identidad materna suele inhibir el desarrollo de otras, no solo por la cantidad y tipo de recursos que estas mujeres invierten para cuidar, sino también porque, si revelan sus propios deseos e inquietudes, corren el riesgo de ser socialmente condenadas al desafiar el ideal social de la maternidad (Torres Dávila, 2004). Así, la maternidad opera como un vehículo para concretizar la división sexual del trabajo; un recurso usado para ubicar a las mujeres en un espacio restringido y controlado (Schwarz, 2008). Es decir, en el contexto del cuidado de niños y niñas con discapacidad, el temor a la sanción social que emana de la fuerza con la que aquí se impone el imperativo de la madre cuidadora, refuerza y reproduce estas formas específicas de ser y hacer maternas, cerciorando los niveles de autonomía y bienestar de estas mujeres.

Conclusiones y reflexiones finales

La discapacidad instala un estado de malestar familiar debido a los problemas de salud de los niños y las niñas, a la exclusión social que estos, estas y sus cuidadores o cuidadoras suelen experimentar, a los cuidados específicos y asistenciales que demandan los y las menores y al modo en que se organizan socialmente. Al respecto, en los hogares analizados se advierte que son las madres quienes suelen asumir la responsabilidad de los cuidados en los hogares, escuelas y centros terapéuticos, perjudicando su salud, relaciones sociales, posibilidades de insertarse laboralmente y de desarrollar prácticas para sí. Además, estos cuidados visibilizan que lo público se introduce en lo privado y viceversa, y muestran el significativo aporte socioeconómico que realizan estas mujeres. Por último, las prácticas de cuidado que ellas ejecutan contribuyen a modelar sus identidades de género principalmente en torno al imperativo social de la madre cuidadora, lo que cerciora sus niveles de autonomía y bienestar.

Sin embargo, pese a estos datos, las reglamentaciones actuales no aluden a facilidades para ejercer el cuidado en estos contextos. Por ello es necesario avanzar en acciones de política pública que consideren la complejidad y la heterogeneidad de las diversas situaciones, y hay que legislar en favor de quienes cuidan ―de modo prolongado, asistencial y afectivo― de personas dependientes (Murillo de la Vega, 2003). En la esfera laboral se precisan nuevas normativas sobre licencias y permisos que contemplen las necesidades de cuidado en los hogares integrados por personas dependientes. En el ámbito educativo es necesario considerar a las escuelas tanto unidades pedagógicas como de cuidado y hay que garantizar el acceso universal a sus servicios desde los primeros días de vida, asegurando la inclusión educativa en todas las etapas de escolarización mediante la dotación de los recursos que permitan atender las necesidades de cada niño y niña en escuelas ordinarias, evitando la segregación en escuelas de educación especial. A su vez, el sistema educativo debe trabajar en articulación con el sistema de salud para garantizar la atención sanitaria adecuada de estos y estas menores en estos espacios.

Por último, en el área de salud, podría ampliarse el contenido de la Ley N° 24.901 incorporando normativas que provean soluciones a la problemática del cuidado en las familias integradas por personas con discapacidad, así como deberían desarrollarse programas orientados a garantizar el cuidado de estas personas no solo en las instituciones sanitarias, terapéuticas y educativas a las que asisten, sino también durante el traslado y espera en estos espacios; cuidarlas en los centros educativos, sanitarios y terapéuticos a través de profesionales capacitados en género y discapacidad; facilitar, cuando los familiares lo precisen, el cuidado en los hogares mediante personal capacitado; prestar los servicios de cuidado satisfaciendo no solo las necesidades sanitarias de estas personas, sino también sus necesidades educativas, culturales y recreativas.

En suma, urge asumir la problemática del cuidado en familias integradas por niños y niñas con discapacidad como una cuestión de derechos humanos. Es desde este lugar que pueden diseñarse e implementarse una serie de medidas orientadas a socializar el cuidado en pos del bienestar de los miembros de estos hogares, de la emancipación de las mujeres que los integran y, por ende, de la profundización de la democracia.

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  1. Un estudio sociológico y de género sobre los cuidados implica conocer el entramado social en el que se configuran y las normativas mediante las cuales se prescriben ciertos comportamientos y ámbitos para su ejercicio. Es decir, permite comprender por qué se da a las mujeres el encargo de cuidar y el tipo de relaciones sociales e institucionales que se establecen para ello.
  2. El Modelo Social constituye un modo de entender la discapacidad surgido al interior del Movimiento Social de Personas con Discapacidad y a través de los Estudios Sociales de la Discapacidad, generados desde fines de la década de 1960 en Estados Unidos y en Gran Bretaña, para denunciar el impacto que en las vidas de los sujetos con discapacidad tienen ciertas barreras ambientales y sociales ―como la ausencia de transportes y edificios accesibles― y las actitudes discriminatorias y estereotipos culturales negativos sobre este colectivo social (Shakespeare, 2008, citado en Cobeñas, 2016).
  3. El término diversidad funcional es el escogido por el Modelo Social frente a la necesidad de reconocer la diversidad humana, incluida la discapacidad. Estipula que la consideración de la variedad presente en los seres humanos no debe limitarse al conjunto de rasgos descriptivos asociados a cada persona, sino también extenderse a las características de sus funcionamientos. Entonces, la discapacidad resulta de una estructura social que no considera la diversidad funcional que, en ocasiones, presentan las personas. Es decir, es producto de una sociedad que no brinda oportunidades para el ejercicio de los funcionamientos diferentes, afectando sus oportunidades de tener una buena vida y sus niveles de libertad (Toboso y Arnau, 2008).
  4. Realicé esta investigación conforme a los principios éticos que guían los estudios que involucran a personas. Esto significa que las mujeres entrevistadas me dieron su consentimiento una vez informadas sobre las características de este trabajo y de sus objetivos. A su vez, modifiqué sus nombres originales y el de sus familiares para resguardar su anonimato.
  5. Existen otros tipos de conformación familiar, también integrados por niños y niñas con discapacidad. Sería pertinente desarrollar estudios para explorar cómo en diversos hogares se desarrollan los cuidados y se configuran las identidades de género.
  6. Como sostiene Wainerman (2007), durante los últimos 40 años, el modelo de hogar nuclear, biparental y de un único ingreso provisto por un varón jefe de hogar, se transformó. En Argentina, ello se produjo, sobre todo, después de la recuperación de la democracia en 1983, dado que se aprobó la ley de Divorcio Vincular, la de Igualación de Derechos de Hijos Matrimoniales y Extramatrimoniales y la de la Patria Potestad Compartida. Además, en las familias las mujeres alcanzaron los mismos derechos y responsabilidades que los varones con relación a los hijos y las hijas y, en 2010, se aprobó la ley de Matrimonio Igualitario.
  7. En el año 2002, se lanzó el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados (PJJHD). En 2003, el Programa Familias por la Inclusión Social (PFIS). En 2009, se implementó la Asignación Universal por Hijo (AUH).
  8. La Ley 22.431 establece que el Ministerio de Desarrollo Social y Medio Ambiente de la Nación debe reunir información sobre la problemática de la discapacidad, desarrollar planes estatales en la materia, prestar atención técnica y financiera a las provincias, producir información estadística, apoyar a entidades privadas sin fines de lucro en favor de las personas con discapacidad, proponer medidas adicionales a las establecidas y crear, reglamentar y fiscalizar hogares para quienes no puedan ser atendidos por sus familias. Por otro lado, la Ley 24.901 obliga a las Obras Sociales y Medicinas Privadas a cubrir las prestaciones básicas de las personas con discapacidad y señala que los organismos estatales deben cubrir las prestaciones de quienes no estén en este sistema. Las prestaciones básicas consisten en el traslado desde el hogar hasta los establecimientos educativos o de rehabilitación, el acceso a las terapias en pos de la atención y rehabilitación psicofísica, el apoyo psicológico al grupo familiar, el acceso al sistema educativo, la provisión gratuita de medicamentos y una ayuda económica a las familias que atraviesen una situación económica deficitaria. Pero establece que la cobertura de los requerimientos básicos, como el aseo o la alimentación, debe ser provista por la familia, y solo plantea el acceso a residencias u hogares en caso de su ausencia.


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