Jorge Warley[1]
En el último período los comentarios críticos y periodísticos han buscado nuevos abordajes de la obra de Olga Orozco. Por un lado, ha comenzado a resaltarse su carácter regionalista, en atención al lugar de nacimiento de la escritora y la temática de algunos de sus libros, en particular la novela También la luz es un abismo, de 1995. Por otro lado, y con más fuerza, el carácter femenino de su escritura; las miradas “de género” ponen el énfasis en algunos de sus “personajes” (la niña, la maga), el ángulo de su reflexión sobre el quehacer artístico, la cercanía con mujeres escritoras de la fuerza de Alejandra Pizarnik y hasta la compilación de sus misceláneas publicadas en la revista “para mujeres” Claudia, que vio la luz en 2012. Pero la lectura crítica mayoritaria sobre los escritos de la poeta de Toay sigue siendo otra y la persigue casi desde sus primeras publicaciones.
Orozco nació en 1920 y su libro inicial se editó en 1946 con el nombre Desde lejos. Esas fechas, más su participación en revistas como Canto y ciertas variantes estilísticas y temáticas que se repiten desde sus primeros versos (la noche como espacio privilegiado de la creación artística, la insistencia en un sujeto lírico fuerte) hicieron que se la estimara como parte del “neorromanticismo” o la “Generación poética del cuarenta”, espacio que compartiría con artistas tan disímiles como Vicente Barbieri, Alberto Girri o Alfonso Sola González, entre otros. Casi al mismo tiempo, la estructuración de sus textos a partir de la innovación formal, el ritmo que se acelera o ralenta en torno a imágenes audaces e imprevistas, las asociaciones y enumeraciones “ilógicas”, más la amistad con artistas como Enrique Molina y la aparición de algunos de sus escritos en la revista A Partir de Cero, casi obligaron a llamarla “surrealista”. Si el primer surrealismo criollo se puede encontrar ya en la “Generación del veintidós” y poetas como Oliverio Girondo, y a fines de la década del veinte Aldo Pellegrini daba a conocer la pionera revista Qué, dos décadas más tarde era dable esperar un surrealismo rioplatense más maduro y estilizado, no uno que obedeciera sin más a los manifiestos de André Breton.
Se trata, en definitiva, de clasificaciones y criterios de organización que durante mucho tiempo alimentaron el quehacer de los teóricos e historiadores del arte y la literatura, y su obsesión por “cortar” en épocas y generaciones como un obligado primer acercamiento ordenador al territorio infinito y heterogéneo de los productos del arte. Un acomodamiento que (quizás como toda operación crítica) encima virtudes y defectos, pero que, una vez establecido, resulta imposible de evitar.
Pero basta repasar algunas constantes del conjunto de la obra orozquiana para advertir hasta qué punto, a contrapelo de la intención antes mencionada, sus prosas y poesías fueron lanzadas como flechas hacia el pasado buscando tentar en la figura del poeta y la creación del arte la unicidad propia de un universo que tiene los mismos años que la cultura de los hombres. A partir de tal constatación las distancias se acortan, las diferencias absolutas ceden. “La lírica antigua y la moderna tienen, con todo, algo en común: […] en ambos casos la expectativa no se dirige al reconocimiento de una realidad representada y que se conoce o se ha vivido, sino a la manifestación de aquello que es diferente al mundo de nuestra experiencia cotidiana. […] La experiencia de la lírica siempre nos saca fuera el ámbito de las realidades de la vida cotidiana e histórica”, escribió Hans-Robert Jauss (380), para caracterizar, con trazo grueso, la experiencia de lectura que la poesía instaura. Es decir que, si se despliega su reflexión, la búsqueda de los modernismos –de la corriente simbolista en adelante– con su desparramo en la página, la “adopción” de la escritura y la dimensión visual, el verso libre, las diversas formas de la “prosa poética”, logran que la poesía se exhiba en apariencia como radicalmente opuesta a la lírica tradicional, pero, ni bien se rasca la superficie, la esencia se muestra bien diferente. En realidad, el pensador alemán no hace más que matizar la tradicional idea aristotélica de que la lírica –toda ella, antes y ahora– está “condenada” a la imperfección de la primera persona, el yo, la propensión expresiva, que desplazan aquello que, para el autor de la Poética, distinguía al arte mayor: la mimesis.
Si se sigue la frase de Jauss, se puede concluir que, después de que la irrupción de las vanguardias históricas impusiera un corte, un abismo entre la tradición y la creación estética contemporánea, las décadas siguientes de alguna manera fueron atenuando la proporción de aquel rompimiento y restableciendo –al menos para el lector atento– los puentes de la continuidad. En ese espacio de oscilaciones se encuentra la poesía de Olga Orozco.
En sus Cantos a Berenice, de 1977, para tomar un primer y bien significativo ejemplo, la poeta sorprende con imágenes imprevistas que rompen la línea del texto para imponer a la lectura el sobresalto propio de las ilustraciones vanguardistas (“un miserable paraíso de momias de ratones”), pero, de inmediato, sobreviene la paciente tarea del zurcido (“anudar con tiernos ligamentos los huesecitos dispersos”), que completa el presente y lo vuelve historia (“interrogar con causa a esas escoltas de genealogías”). El gato llamado Berenice –como en las antiguas Grecia y Macedonia, y en Edgar Allan Poe– se vuelve también el sonriente felino fantasma de Chesire, Babel, un “murciélago anterior al diluvio”, los dioses egipcios, Isis, Osiris, Homero, la Reina Blanca, “Kipling, Mallarmé, Carroll, Eliot, Baudelaire”. El movimiento de las asociaciones más que la libertad busca “anudar” también una “genealogía” que se extiende como una suerte de eco infinito.
Así, los diecisiete poemas de los Cantos a Berenice, que lloran en lo inmediato el fallecimiento de la mascota, persiguen al animal antes que en la memoria personal a través de sus vagabundeos por la cultura occidental, como si pretendieran dar testimonio de que la perduración a lo largo de los siglos es la mejor prueba de su naturaleza de arquetipo. El gato –como símbolo, como significante– no se deja atrapar, retrocede, salta épocas y civilizaciones, y en su escape deviene historia y cultura, divinidad que imanta un vertiginoso conjunto de predicaciones propias de su eternidad. “Perpetua guardiana, Berenice” son las tres últimas palabras del libro y a la vez el testimonio del carácter trascendente de las criaturas poéticas: la trascendencia como exorcismo de la mortalidad.
En el prólogo a la Poesía completa de Olga Orozco publicado por la editorial Adriana Hidalgo, Tamara Kamenszain señala la “pulsión de muerte” como eje fundamental de los textos de la poeta de Toay; pero también indica de qué modo “la cualidad de las alusiones a la muerte va cambiando a través de los diferentes libros, al mismo tiempo que cambia el modo en que la hablante se concibe a sí misma” (Kamenszain 8). Como el gato, tampoco la muerte se deja poner el cascabel del sentido último, la clausura. Quizás, entonces, pueda concluirse que no es la muerte el tema central de la poética de Orozco, sino, como se dijo, su trascendencia, es decir, su imposibilidad. En las palabras que se pueden recoger en una de las muchas entrevistas que concedió Orozco sostiene que la memoria y la poesía le significaban “armas contra el tiempo y la muerte; le voy echando poemas a la muerte para sobornarla” (Boccanera 6).
En los términos de Luis Martínez Cuitiño, “La visión de Olga Orozco […] tiene mucho de mirada desde la eternidad y posee los atributos de lo que podría ser una mirada divina. Una mirada o una memoria donde todo permanezca unido, recuperado” (3). Apartada la muerte, la captura del todo no supone sin embargo una figura abstracta, metafísica, que “ahoga” la realidad o la sustituye; la totalidad no necesariamente conjura con su mitificación la rotura, lo diferente, la imperfección. La poeta sintetiza:
No niego la realidad sin más alcances y con menos fisuras
que una coraza férrea ciñendo las evaporaciones del sueño
[y de la noche
o una gota de lacre sellando la visión de abismos y paraísos
[que se entreabren
como un panel secreto
por obra de un error o un conjuro.
(Orozco “Mutaciones de la realidad”, en Mutaciones de la realidad 9)
De igual modo a como en el comienzo se subrayó el inestable equilibrio entre la tradición y la vanguardia en los poemas de Orozco, ahora la tensión se descubre entre la propensión hacia una totalidad primigenia y la evidencia de sus quiebres e imperfecciones.
Creación poética y pensamiento mágico
Las historias de la cultura observan que, como fenómeno propio de la modernidad, el arte y la literatura se fueron distanciando de las exigencias de racionalización que se apoderaban del ámbito de la ciencia, la economía y la administración social. Se trataba, en definitiva, de una manera de encontrar un espacio propio. Respecto al carácter fundante de ese proceso de autonomización, se suele citar la cosmovisión que la escuela romántica trajo consigo.
La recuperación del espacio simbólico de la noche, las formas más primitivas de la religiosidad popular, las asociaciones del artista con el hechicero y el demiurgo, la necesidad artística de una moralidad propia ajena al juicio de los simples mortales y que se proyecta hacia un más allá trascendente son algunas de las características propias del espíritu del romanticismo. Las corrientes estéticas posteriores, desde el simbolismo hasta las diversas modulaciones de las vanguardias históricas, siguieron el camino agregando mojones, cruces propios y también herejías. El surrealismo, que irrumpió en Europa mientras cesaba la Primera Guerra Mundial, puso el acento en la capacidad de la creación estética para conjurar los contrarios que la lógica cotidiana (y la tradición artística) se han empeñado en separar; en la “realidad” hay mujeres y hay cajones como entidades separadas, en los cuadros de Salvador Dalí hay mujeres-cómodas con cajones que emergen de sus estómagos y sus pechos. El poema, según escribió Paul Éluard en un verso siempre citado, posibilita que la tierra sea “azul como una naranja” (título del poema número siete de L’Amour la poésie, de 1929); en el arte, como en las sociedades “primitivas” el pensamiento es mágico, pero las vanguardias supieron postular una magia muy especial, la cual, como la técnica del collage o el procedimiento del montaje, despedaza al mundo para devolverlo de inmediato, desfigurado.
Los futuristas rusos supieron mofarse de la porfía trascendentalista con que se internaron en los territorios de la literatura sus progenitores, los simbolistas. Tenían la convicción de que la magia de la poesía era, en definitiva, un asunto más cercano y fabuloso: un astuto acto de prestidigitación con palabras. Alguna vez Olga Orozco, descendiente criolla de la progenie surrealista, frente a la pregunta acerca de qué lugar ocupaba la magia en su vida cotidiana contestó del siguiente modo:
Como no me avergüenza tener una mentalidad animista, al igual que los pueblos mal llamados “primitivos”, puedo decir que la magia de un modo u otro, se ha infiltrado en mi casa en todos los rincones. Está en los rituales con que dispongo los zapatos para que mis pasos no se traben, en la intención con que preparo comidas para beneficiar a mis amigos, en las negras imágenes que dejo correr con el agua hacia el desaguadero y hasta en la ráfaga de felicidad que envío a la distancia soplando colores fantásticos. (Peliaric “Si me quieres mirar”)
No interesa aquí la elección por la magia en los términos de una inclinación personal, sino más bien como fuente incesante que nutre de contenidos y formas el quehacer poético, y posibilita, a la vez, adentrarse en una tradición. Al respecto, vale enfatizar que la cita anterior no es una excepción; en múltiples artículos y entrevistas ha ligado Orozco su gusto por el misterio, la magia y la trascendencia a aquellos artistas que –aunque en algunos casos los separaban los siglos y muchos kilómetros– consideraba los pares con que entablaba un permanente y fértil diálogo creativo. Se podrían colocar en ese círculo El pesanervios y El ombligo de los limbos de Antonin Artaud (“De lo que es el Yo, yo no sé nada. ¿La conciencia? Una repulsión espantable de lo innominado, del mal urdido, pues el YO viene cuando el corazón lo ha poseído por fin, lo ha elegido, lo ha arrancado fuera de esto, para aquello”); Henri Michaux y La vida en los pliegues o el Conocimiento por los abismos (“Sopla un viento tremendo. / No es sino un pequeño agujero en mi pecho, / pero sopla en él un viento tremendo”); quizás a René Daumal y su Monte análogo y El contracielo[2]. Pero los intercambios pueden remontarse, según la propia palabra de Orozco, hasta el místico Cántico espiritual y la Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz (“Y es de tan alta excelencia / aqueste sumo saber, / que no hay facultad ni ciencia / que la puedan emprender; / quien se supiere vencer / con un no saber sabiendo, / irá siempre trascendiendo”) o Las moradas del castillo interior, piezas lírico-religiosas de la española Santa Teresa de Jesús (“Mira que el amor es fuerte: Vida no me seas molesta; mira que sólo te resta, para ganarte, perderte; venga ya la dulce muerte, venga el morir muy ligero, que muero porque no muero. Aquella vida de arriba es la vida verdadera, hasta que esta vida muera, no se goza estando viva: muerte, no me seas esquiva; viva muriendo primero, que muero porque no muero”). Porque debe quedar claro que, si bien al comienzo se señalaron con mayor intensidad el romanticismo y las vanguardias, en realidad, el tapiz que Orozco trama reúne hebras que provienen de toda la historia del arte, aun cuando en un poema o libro particular necesariamente se ilumine una u otra figura.
De cualquier manera, en algunos poemarios de Orozco ese componente mágico aparece destacado de manera particular y facilita, por lo tanto, juzgar el “uso” que Orozco realiza del él. Así ocurre en Los juegos peligrosos. El poema que abre el conjunto, titulado “La cartomancia”, constituye casi un programa de lectura. En él, a través de las figuras míticas que se reúnen convencionalmente en el mazo de cartas del tarot, encuentra la poeta las claves de la proyección simbólica propia del arte, ese conjunto difuso de los misterios que acechan amenazantes:
Oye ladrar los perros que indagan el linaje de los sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin
[cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste la puerta con tu nombre inscripto en las cenizas de ayer y mañana. Pero alguien ha llegado…
(Orozco Las muertes. Los juegos peligrosos 41)
Esa presencia que late son los signos del Mundo, del Ángel, el Demonio, el Loco, la Muerte, el Emperador, la Luna, el Sol, el Carro, la Justicia, el Destino… En fin, los habitantes que nos muestran un fugaz segundo para que el lector intente atraparlos en vano entre escenografías mitológicas; porque –según la propia Orozco ha explicado–:
el mito está latente en nuestra subconciencia y aparece en muchísimos actos y consideraciones bastante cotidianas. […] El mito está en el comienzo de toda cultura y sus itinerarios se confunden luego; es una lástima. Reinarían la inocencia, la imaginación, la fraternidad, los altos valores y la fe en lo maravilloso. (Peliaric “Si me quieres mirar”)
O en palabras de uno de sus prologuistas: “un itinerario poético que es cifra del deseo y ola nocturna, donde coinciden el encantamiento y la revelación, la nostalgia del origen y la alquimia del lenguaje”, sintetizó Horacio Zabaljáuregui en su introducción a la selección Relámpagos de la invisible (1998).
En un reportaje realizado por Jorge Ricardo Alucino (“Poeta, contra la agonía de la luz”), en ocasión de la aparición de su libro La noche a la deriva, Olga Orozco confesaba:
Si yo no creyera en el poder de la palabra no escribiría. He dicho muchas veces que la poesía como liberación –en el sentido de trascender limitaciones– y como conocimiento –en el sentido de trascender lo manifestado– es lo que impulsa fundamentalmente el acto creador. De allí a suponer que intento desentrañar enigmas como ecuaciones y establecer códigos conceptuales para clasificar en sistemas los diversos misterios hay una enorme distancia. […] Yo no creo que en la poesía la penetración de un símbolo excluya todas las otras interpretaciones; creo que cada una es como una epifanía, una aparición reveladora que abre nuevas puertas hacia la trascendencia. Más bien, entonces, cada descubrimiento subraya lo imponderable y multiplica el estremecimiento del misterio.
El proyecto creador, entonces, se toca con la magia y el misterio en el punto en el que el sentido se abre hacia la labor de la interpretación. Como quien crea, también el lector deberá internarse en el bosque de los significados inestables, desequilibrados por el peso de su multiplicidad y el don del encantamiento. Una vez más, y según la perspectiva, tradición y/o modernismo.
Cono sostiene Jacques Derrida (“Che cos’è la poesia?”), el poema no soporta la pregunta. Inatrapable la respuesta, la pregunta “¿qué es?” solo puede ser contestada por la prosa. Así el sujeto que enuncia:
Llamarás desde ahora poema a una cierta pasión de la marca singular, la firma que repite su dispersión, cada vez más allá del logos, ahumana, doméstica apenas, no reapropiable en la familia del sujeto: un animal convertido, hecho un ovillo, vuelto hacia el otro y hacia sí, una cosa en suma, y modesta, discreta, cerca de la tierra, la humildad que tú apodas, transportándote así en el nombre más allá del nombre, un erizo catacrético, todo flechas afuera, cuando este ciego sin edad oye pero no ve venir la muerte.
Sin sujeto, quizás hay poema y que se deja, pero yo no lo escribo nunca. A un poema yo no lo firmo nunca. El otro firma. El yo está solamente a la llegada de ese deseo aprender par coeur. Tenso para compendiarse en su propio apoyo, de este modo sin apoyo exterior, sin substancia, sin sujeto, absoluto de la escritura en sí.
La cercanía, por momentos la yuxtaposición entre los conceptos de poesía y magia es ancestral; la mixtura seguramente se pierde en los orígenes mismos del arte, allí donde la música y la literatura oral se funden con prácticas rituales y religiosas. Se podría decir que, en su desarrollo histórico, a través de los siglos y las culturas, los diferentes movimientos poéticos y poetas no han hecho más que modalizar dicha hibridación; jugar a veces con sus matices y otras ocasiones tentar el filo de proyecciones más ambiciosas. Tanto para los románticos como para la corriente simbolista la magia, a través tanto de su temática como de sus figuraciones, actuaba como una suerte de sostén de la propensión metafísica, mística, ayudaba a abrir las puertas de la trascendencia. La mayor de las vanguardias históricas se burló de tal desmedida ambición y propició que el encanto se proyectara sobre lo más cercano, que la magia se adueñara de los objetos y las criaturas que habitan el mundo, para sacudirlos hasta que se convirtieran en irreconocibles.
Se puede subrayar entre las líneas de sus célebres manifiestos que la escuela surrealista que se lanza salvaje a la arena cultural europea en el período de entreguerras del siglo pasado busca recuperar por este camino las resonancias mágicas para el gran arte. Cavando en los márgenes que ocupan las “literaturas menores” (las tarareos del sin sentido de las tonadas de cuna, la literatura llamada “infantil”, las canciones populares del absurdo y la imaginería del doble sentido y la obscenidad, los exóticos cuentos populares, también de las hipérboles sensacionalistas de los pasquines periodísticos) los surrealistas devolvieron al quehacer poético las luces de lo maravilloso.
Los surrealistas tematizaron el “maravilloso moderno”, y un poco más tarde se volvió “maravilloso cotidiano”. Michel Leiris (Le Merveilleux) pergeña una especie de historia de lo maravilloso que no logra finalizar, pero en uno de sus capítulos, que dedica a los surrealistas, sostiene que las características de lo misterioso, ambiguo e impreciso hacen que “maravilloso” y “surreal” se emparienten como sinónimos.
“Magia cotidiana” también da título a un ensayo de André Breton. Fue recogido en el volumen homónimo, una selección de textos donde abunda la relación magia/arte, magia/literatura (Breton, Magia cotidiana). En estos escritos Breton incluso relaciona la magia con la astrología, dado que ella –dice el autor de Najda– desde tiempos ancestrales es dueña del misterio, de los más altos secretos del mundo. Por eso, la astrología, como la poesía, no solo exigiría una consagración total por parte de los inciados, sino que además requiere el aprendizaje de la lectura de los signos de predestinación que en las cosas está enterrado.
Se trata, en consecuencia, de una magia primitiva, totémica. “Los surrealistas, con seguridad, están menos sobre las huellas del alma que sobre las de las cosas. En el matorral de la prehistoria buscan el árbol totémico de los objetos”, escribió Walter Benjamin (“Onirokitsch” 113). El pensador alemán estableció como lógica consecuencia de su afirmación la relación de esa “intensidad” de los objetos con los quehaceres del sueño; el poeta es, finalmente, quien ha optado por convertir el sueño en quehacer estético, práctica profesional, trabajo:
En Vague de rêves cuenta Louis Aragon cómo se propagó en París la manía de soñar. Los jóvenes creían haber descubierto el secreto de la poesía, cuando en realidad no hacían otra cosa que abolirla, a la par que las fuerzas más intensas de la época. Saint-Pol Roux colocaba antes de irse a dormir por la mañana temprano un cartel en su puerta: Le poéte travaille. (Benjamin “Onirokitsch” 113)
En su descendencia rioplatense estas nociones fueron adquiriendo una coloratura particular para teñir sus mitologías creativas. Hasta puede establecerse una relación no buscada entre los solemnes y atemorizantes cartones del tarot mencionados por Orozco y la grasienta baraja española con que en los boliches se juega al truco. Escribió Jorge Luis Borges (“El truco” 15) en su libro inicial:
Cuarenta naipes han desplazado a la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
con una mitología casera.
Frente a los naipes del juego macho en el que se grita golpeando la mesa, la autora de Museo salvaje optó por la inefable hermenéutica femenina de lo porvenir, el arte de las magas y las brujas, las hijas de Casandra. Pero las cifras del azar y el destino son comunes, y sobre todo la invención (la necesidad) de una “mitología casera”, propia. Una mitología, en definitiva, que se constituye en el entramado de un limitado conjunto de figuras temáticas (simbólicas) que se relacionan entre sí pero, sobre todo, se reiteran, insisten en su significación. Como ha señalado Michel Rifaterre (citado por Domínguez Caparrós 90) en su ensayo “Sémantique du poème”: “La función referencial en poesía se ejerce de manera horizontal, de significante en significante; el lector percibe que ciertos significantes son variantes de una misma estructura”. O más directamente:
Se trata ni más ni menos que del principio de repetición, del ritmo, en sentido amplio, del que hablaba I. Lotman […] En poesía, la organización de los signos tiende a la repetición y a que esta repetición sea significativa. (Domínguez Caparrós 88)
De ese modo, toda poesía es una insistencia. Una insistencia de sonidos, de palabras, de figuras, de temas y escenografías, de tonos y de formas. Es esa insistencia, en definitiva, la que alimenta a una poética de su carácter hipnótico, y la que funde también la fragmentación del sujeto poético en múltiples personajes en el caldero de la unicidad del yo.
La insistencia, entonces, antes que el exceso. El último poema de Las muertes es una ficción autobiográfica que lleva por nombre el de su autora (“Olga Orozco” Las muertes 37-38). En él, “Yo, Olga Orozco” está muriendo, profetiza que solo la sobrevivirán “la magia y los ritos”, “unos gestos dispersos entre los gestos de los otros”, poco: una “humareda”. Ella, la muerta, ajena en el final a toda trascendencia, muere una muerte que “no tiene descanso ni grandeza”; y al mismo tiempo se convierte en testigo irónico de aquellos quienes creyendo ser dueños de cielos e infiernos “son ahora una macha de humedad” en la pared. Obligadamente humana porque “hay una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños”.
Referencias bibliográficas
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Zabaljáuregui, Horacio. “Introducción”, Olga Orozco, Relámpagos de lo invisible. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 7-16.
- Universidad Nacional de La Pampa, Universidad de Buenos Aires, Argentina.↵
- Obras de aquel que escribió en su nota suicida de los diecisiete años: “Me intereso por la poesía (matiz ‘poetas malditos’), por la filosofía (matiz ‘ocultismo’), de la misma manera que mis compañeros, de formación religiosa, se inclinan hacia el satanismo”, unos años antes de enfrentarse con el mismísimo líder del surrealismo, André Breton, en los tiempos del Segundo manifiesto surrealista, de 1930, a quien juzgaba excesivamente materialista y político (“René Daumal: resumen de su vida”).↵