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1 Los símbolos

Suena el despertador, me desperezo y mientras preparo el desayuno prendo la televisión para ver el pronóstico, al tiempo que reviso en mi celular si recibí un nuevo mensaje.
Mientras tomo mi café, reviso la agenda y observo en la televisión una pareja de tango que evoca con ternura la imagen de mis abuelos.
El llanto de mi vecinito Felipe, de cuatro meses, interrumpe mis recuerdos y sin mediar pensamiento me dice que tengo que comprar comida.
Llegó el primer mail de la mañana. Un nuevo día ha comenzado.

Un breve fragmento de la vida cotidiana de cualquier persona basta para ilustrar que el mundo humano es esencialmente simbólico. El lenguaje oral y escrito, los números, señales de tránsito, mapas, fotografías, relojes, agendas, calendarios y las múltiples representaciones vehiculizadas por las tecnologías de la información y comunicación (TIC) son solo algunos de los tantísimos ejemplos de símbolos que utilizamos cotidiana y permanentemente. Desde el nacimiento, estamos inmersos en un complejo entramado de símbolos, por lo que un aspecto central del desarrollo es la progresiva apropiación de las diversas herramientas simbólicas presentes en la cultura.

Ahora bien, ¿qué es un símbolo? ¿Cuáles son las características que los definen? Estas preguntas, en apariencia sencillas, no tienen una respuesta unívoca. Entre semiólogos, lingüistas, antropólogos y psicólogos se encuentran diversas definiciones y criterios de clasificación de los símbolos, como también diferentes posiciones sobre el desarrollo de su comprensión y el rol del contexto sociocultural en este proceso. En este capítulo, primero se realiza una breve referencia a estas diversas posiciones para dar lugar a la que enmarca este trabajo; luego, se define el concepto de representaciones externas, sus principales características y su relevancia como herramientas culturales, cognitivas y educativas.

Perspectivas y definiciones clásicas

Desde un enfoque clásico, las obras de Ferdinand de Saussure y Charles Peirce sentaron las bases para el estudio de los signos en la modernidad, y constituyen una referencia ineludible para cualquier estudio semiótico. Sus conceptualizaciones ejercieron gran influencia y fueron objeto de modificaciones y críticas en el transcurso del siglo xx (Vitale, 2020). Saussure (1916), particularmente, propuso una estructura binaria del signo lingüístico, diferenciando significante y significado. El primero alude al aspecto material y el segundo, al concepto. Ninguno de estos planos tomados aisladamente conforma un signo, ya que existe una relación de interdependencia entre significante y significado. Si bien un estudio pormenorizado de la obra del autor excede el propósito de este escrito, destacamos la fecundidad de este modelo en el posterior estudio de los diversos sistemas simbólicos. Saussure (1916) enfatizó la arbitrariedad del signo, lo que significa que la unión entre significante y significado es establecida pura y exclusivamente por convención social, es decir, por hábitos colectivos. Así, el concepto de casa no está ligado por alguna relación intrínseca a la palabra “casa”, ya que podría estar representado por cualquier otra secuencia de sonidos, como lo prueban las diferencias entre lenguas. Ahora bien, arbitrario no significa que el significante dependa de la libre elección de la persona que lo emplea. El significante es arbitrario respecto al significado, con el que no mantiene un lazo natural, mientras que los símbolos, a diferencia de los signos, nunca son del todo arbitrarios, dado que siempre hay algo de natural en el vínculo entre significante y significado. Por ejemplo, una balanza como símbolo de la justicia no podría ser reemplazado por cualquier otro, como un auto o una flor, dado que entre el plano del significante (la balanza) y el plano del significado (la justicia) existe una relación figurativa (Vitale, 2020). Al respecto, Eco (1973) estableció que arbitrariedad no es sinónimo de convencionalidad. Para el autor, todos los signos son convencionales, puesto que hay una relación instituida entre un significante y un significado sobre la base de una convención social, pero algunos son arbitrarios y otros no.

Peirce (1932), uno de los máximos representantes del pragmatismo estadounidense, señaló la importancia de los signos para el pensamiento humano. Buscó fundamentar una teoría de los signos como marco para una teoría del conocimiento. Para este autor, la semiosis como proceso de conocimiento de la realidad es un proceso tríadico de inferencia, en el que un objeto o referente es representado por una marca, forma o representamen (cualidad material por la que percibimos el signo) para un interpretante o quien usa el signo, cuyo significado es creado en su mente. Por ejemplo, si estoy en una ciudad desconocida y salgo a la calle en busca de una farmacia (objeto o referente) puedo buscar cruces verdes (representamen) que me significan (interpretante) que en ese lugar hay una.

A diferencia de Saussure, Pierce propuso una concepción tríadica del signo, constituido a partir del interjuego de estos tres elementos (Vitale, 2020). Adoptando como criterio de clasificación de los signos la posible relación entre representamen y objeto, estableció una diferenciación entre íconos, índices y símbolos. El ícono mantiene una relación de semejanza o analogía con el objeto. Se caracteriza por su similitud morfológica, como es el caso de los dibujos figurativos, las maquetas y las onomatopeyas. El índice tiene una vinculación directa con su creador, y existe una relación de causa-efecto entre el signo y aquello que representa; por tanto, existe una relación de contigüidad con el referente, no de semejanza. Por ejemplo, un reloj indica qué hora es, una huella nos indica que alguien caminó antes que nosotros por un mismo camino y el humo que observo en las islas del Paraná me indica que las continúan prendiendo fuego. Contrariamente a Saussure, el término símbolo se reserva para aquellas entidades que tienen una relación arbitraria con el objeto, cuyo uso y significado ha sido establecido por convención social, hábito o ley. Ejemplos de símbolos son el lenguaje oral y escrito, la lengua de señas, la notación numérica y el sistema braille, entre tantos otros.

Desde la psicología genética, las clásicas definiciones de Piaget (1946; Piaget e Inhelder, 1966) revelan que en su concepción el acento también estuvo puesto en el grado de arbitrariedad del signo respecto de aquello que representa y en la diferenciación y coordinación entre significantes y significados, por lo que resulta clara la influencia de Saussure en este punto. Así, para definir a una entidad como simbólica, es tan necesario que se evoque algo ausente como la diferenciación entre significante y significado. Para Piaget, el índice también refiere a una marca ligada a su referente, pero no le otorga la naturaleza semiótica que le otorga Peirce, precisamente por no haber una clara diferenciación entre significante y significado. De manera opuesta a Peirce, y análoga a Saussure, Piaget empleó el término símbolo para referirse a aquellas entidades que mantienen una relación de semejanza con el referente, mientras que los signos se caracterizan por tener una relación totalmente arbitraria.

La función semiótica consiste entonces en la capacidad de representar algo, un significado cualquiera (objeto, acontecimiento, etc.), por medio de un significante diferenciado (imagen, gesto simbólico, lenguaje, etc.) que solo sirva para esa representación (Piaget, 1946). Se trata de una función generadora de representación, de evocación de un objeto ausente. Esta función sería de carácter general, común a las diversas manifestaciones simbólicas. Emerge hacia los 18-24 meses de vida, y marca el paso o puente entre el estadio sensorio-motriz y el preoperatorio. La imitación diferida, el juego simbólico o de ficción, el dibujo y el empleo de signos lingüísticos son diversas manifestaciones que implican una capacidad de representación por parte del niño. Si bien algunas de ellas pueden comenzar en el período sensorio-motor, no alcanzan su máxima expresión hasta el período preoperatorio. Así, el desarrollo entre los 2 y los 7 años se caracteriza por el progreso de esta función (Piaget, 1964). Si bien desde la psicología genética no se desconoce la importancia del medio social en que se desarrolla el niño, no se le otorga un papel fundante y constitutivo de los procesos psíquicos: “los factores sociales no explican nada por sí mismos, por mucho que su intervención sea necesaria en el desarrollo de la razón” (Piaget, 1946, p.12). Para Piaget, la asimilación y la acomodación en la búsqueda de equilibrio u homeostasis, como mecanismos de la inteligencia, son capacidades innatas, con un valor adaptativo y desplegadas en los diferentes estadios del desarrollo. El desarrollo consiste en una construcción de estructuras intelectuales ordenadas que regulan los intercambios del sujeto con su medio. Este orden tiene cierto carácter universal y responde al principio de mayor equilibración. Desde esta perspectiva, la función simbólica en un comienzo es un mecanismo individual, cuya existencia y desarrollo constituye un requisito para la posterior adquisición de significaciones colectivas que, como el lenguaje, sí requieren de la interacción social.

Desde la perspectiva sociocultural, Vygotsky (1991a) se refirió a los símbolos de manera más general, enfatizando su carácter instrumental como herramientas culturales que median la actividad psicológica. Diferenció entre símbolos de primer orden y símbolos de segundo orden. Mientras que los primeros representan directamente al referente (como un dibujo figurativo o una fotografía), en los segundos el símbolo representa a otro símbolo. Por ejemplo, la escritura representa la lengua hablada. Por tanto, los símbolos de segundo orden son de naturaleza más abstracta, compleja, y su comprensión se desarrolla en un momento posterior a la de los símbolos de primer orden (Teubal y Guberman, 2014). Más allá de esta diferenciación, el núcleo de la estructura teórica de Vygotsky es la tesis de que los procesos psicológicos superiores tienen su origen en procesos sociales y pueden entenderse solo mediante la comprensión de instrumentos y signos que actúan como mediadores. Así, la ley genética general del desarrollo cultural y la zona de desarrollo próximo son conceptos centrales que junto a su propuesta metodológica, el método genético experimental, constituyen aspectos nodales de su obra (Wertsch, 1988).

La influencia del materialismo dialéctico es evidente en la obra de Vygotsky. Puede observarse en su compromiso por desarrollar formas concretas por las que la psicología pueda hacer frente a problemas prácticos, o en su crítica a la psicología de la época, caracterizada por la escisión entre una concepción dualista o biologicista de la naturaleza humana. En forma más específica, puede leerse en su concepción del psiquismo y desarrollo humano, y en el método construido para estudiarlo. Para Vygotsky (1991a), la naturaleza psíquica humana representa el conjunto de relaciones sociales interiorizadas, que se han transformado en funciones para el sujeto y en formas de su estructura individual. En sus propias palabras: “A diferencia de Piaget, suponemos que el desarrollo no se orienta hacia la socialización, sino a convertir las relaciones sociales en funciones psíquicas” (p. 104). Así, las funciones psicológicas superiores son relaciones sociales internalizadas. Al respecto, Wertsch (1988; Wertsch y Stone, 1985) expresó que la interiorización no se trata de una mera transferencia o copia de la realidad externa a un plano interior. Las relaciones sociales subyacen a todas las funciones superiores, pero la internalización implica una transformación genética, que cambia su estructura y funciones, y consiste en un proceso de control o dominio de las formas semióticas externas. En este sentido, Tomasello (1999) se refiere a la interiorización como un proceso de aprendizaje en situaciones intersubjetivas, por el que usamos medios simbólicos que otras personas emplean con la finalidad de compartir recíprocamente su atención. Así, por ejemplo, cuando un niño en interacción con personas significativas de su entorno aprende un nuevo signo lingüístico, este aprendizaje le permite internalizar la intención comunicativa y el punto de vista de sus interlocutores. Cabe aclarar que más allá de esta diferencia fundamental respecto al papel otorgado a los factores sociales en el desarrollo, Vygotsky, al igual que Piaget, concibió el desarrollo simbólico como un proceso general. Es decir, para Vygotsky la mediación semiótica opera como un mecanismo general para toda clase de signos.

En línea con Vygotsky, Cole (1984; 1999) propone la noción de artefacto cultural en un intento de superar el dualismo mente-sociedad en el estudio de la naturaleza humana. Los sujetos y objetos no están conectados directamente, sino a través de artefactos culturales que tienen tanto una dimensión material como ideacional o conceptual. Estos artefactos son aspectos del mundo material que se han visto modificados en la historia por la acción humana dirigida a metas. El autor toma el concepto de actividad de Leontiev (1981) como unidad de análisis de base para una teoría cultural. Desde esta perspectiva, la psicología debe ocuparse de la actividad de las personas concretas tal como tiene lugar, entendiendo la actividad humana individual como un sistema dentro del sistema de relaciones sociales. Así, se enfatiza una perspectiva ecológica en la comprensión del pensamiento y la acción humana. El acento está puesto en las acciones mediadas en las prácticas cotidianas. Los artefactos y acciones están entretejidos entre sí con el mundo social de los seres humanos.

También Bruner (1990; 1996) concibió a la cultura como formadora de los procesos psíquicos. Desde esta perspectiva, no hablamos de una mente natural que se limita a adquirir productos culturales. La cultura no es una capa superpuesta a la naturaleza humana determinada biológicamente, sino que es parte constitutiva de esta. El aumento del tamaño del cerebro, la bipedestación y la liberación de las manos no son más que pasos morfológicos en la evolución de la especie, que no tendrían demasiada importancia si no fuera por la emergencia de sistemas simbólicos compartidos. Por tanto, la cultura impone una discontinuidad entre los seres humanos y el resto del reino animal. Las acciones humanas son culturales y su significado debe buscarse dentro de la cultura. De allí, el énfasis en el estudio de la acción situada. De manera análoga a los artefactos definidos por Cole, Bruner habló de prótesis para referirse a aquellas creaciones culturales, tangibles e inmateriales que permiten superar restricciones de origen biológico.

La capacidad de crear e interpretar símbolos, junto a la capacidad de internalizar artefactos y prácticas culturales desarrolladas a lo largo de la historia, constituye una característica esencial de los seres humanos. Estas características nos distinguen del resto de las especies, incluso de los chimpancés, que aunque muy cercanos en la filogenia, al compartir aproximadamente el 99% del material genético, no pueden representar el mundo externamente ni transmitirlo culturalmente.

En este punto resulta interesante la perspectiva de Tomasello (1999; 2013; Tomasello et al., 1993), interesado en explicar el enigma sobre el rápido desarrollo cultural y cognitivo específicamente humano que tuvo lugar en tan poco tiempo en la evolución de las especies. Según el autor, la capacidad exclusiva de la especie –surgida en la filogenia y de enormes consecuencias cognitivas y culturales– es la capacidad de comprender que los demás son agentes intencionales y mentales, semejantes a uno. Esta capacidad posibilitó procesos de sociogénesis y aprendizaje cultural, que dieron lugar a formas exclusivamente humanas de herencia cultural. La sociogénesis refiere al proceso por el que múltiples individuos crean en colaboración prácticas y artefactos culturales que acumulan modificaciones a lo largo de la historia. El aprendizaje cultural –por imitación, instrucción y colaboración– también está subordinado a nuestra capacidad de identificarnos con los demás, que permite ponernos en el lugar mental de otras personas y aprender no solo del otro, sino a través del otro. Así, para que un niño comprenda un símbolo, práctica o artefacto cultural es necesario que comprenda la finalidad o intención con que otro ser humano lo está empleando. En síntesis, el aprendizaje cultural permite tanto la invención creativa de artefactos y prácticas como su transmisión social, por la que estas creaciones, sus intenciones y perspectivas son internalizadas por los niños en desarrollo.

En este trabajo consideramos el término símbolo de manera amplia. En este sentido acordamos con DeLoache (2004), quien los definió como “aquellas entidades que alguien propone para representar algo diferente” (p. 66). Esta breve definición condensa mucho de lo expuesto hasta el momento. En ella confluyen las clásicas definiciones de Goodman (1976), por la que cualquier cosa podría virtualmente constituirse en un símbolo, y la de Werner y Kaplan (1963), quienes enfatizan la dimensión intencional del acto denotativo. Desde esta perspectiva, el elemento clave para definir a una entidad como simbólica no es su arbitrariedad o su similitud perceptual respecto de aquello que representa: lo que determina que una entidad sea simbólica es la intención humana. La intención es condición necesaria y suficiente para establecer una relación simbólica. Nada es inherentemente un símbolo, solo lo es como resultado de que alguien lo use para denotar o referir otra cosa y se comprenda su intencionalidad en el contexto comunicativo en que se emplea. Por tanto, además de su dimensión representativa, los símbolos tienen una dimensión comunicativa e intencional (Callaghan, 2005; Tomasello, 1999).

En suma, los símbolos tienen un origen y un proceso de aprendizaje complejo y eminentemente social. En la ontogenia, su apropiación implica una reconstrucción activa por parte del niño en interacción con su entorno. Los símbolos como mediadores y herramientas permiten comunicarnos con los demás y con nosotros mismos, representar la realidad, realizar inferencias, organizar nuestro comportamiento y ampliar nuestras posibilidades de aprendizaje, ya que posibilitan desligarnos del aquí y ahora, de lo concreto, y operar sobre realidades ausentes e incluso inexistentes. De hecho, la mayor parte de nuestro conocimiento no proviene de la experiencia directa con el mundo, sino que está mediada por diversos sistemas simbólicos. Por tanto, la cultura y la mente humana están mediatizadas y se sustentan en herramientas simbólicas.

¿Qué son las representaciones externas?

Si algo tienen en común símbolos tan diferentes como la notación matemática, la escritura, una partitura musical, una foto, un calendario o un mapa que observo desde mi smartphone es que son representaciones externas. A pesar de su relevancia, solo en las últimas décadas la psicología se abocó al estudio de la naturaleza específica de las representaciones externas y en las consecuencias de dicha especificidad en la comprensión, uso y producción infantil. Históricamente, las representaciones externas se han considerado un medio para acceder a las representaciones internas o simples traducciones de otros sistemas simbólicos, como el lenguaje. Por ejemplo, Piaget (Piaget e Inhelder, 1966) tomaba las representaciones gráficas infantiles como prueba más o menos directa de sus imágenes mentales, sin considerar otros factores como la tecnología empleada, las convenciones del dibujo en su cultura o la experiencia de los niños (Scheuer et al., 2000).

Por otra parte, solo el lenguaje oral ha suscitado interés como sistema representativo, en detrimento de otros supuestamente secundarios. Sin embargo, desde hace algunos años el estudio de las particularidades de diferentes sistemas de representación condujo a ciertas distinciones conceptuales, que destacan cómo la naturaleza propia de estas herramientas repercute en la cognición y aprendizaje de quien las emplea. En este sentido, el término representación, más general que el de símbolo, es un concepto psicológico de gran relevancia, que permite captar tanto el producto final como su proceso de producción, análogo al término simbolización o semiotización (Martí, 2003).

Considerando la diversidad de representaciones, es posible oponer las representaciones internas a las externas. Las representaciones internas son individuales, privadas y mentales. Pueden ser verbales, como el lenguaje interior, o no verbales, como las imágenes que soñamos o imaginamos. Las representaciones externas son ostensibles, directamente perceptibles y susceptibles de ser compartidas. Dentro de las representaciones externas es posible diferenciar aquellas de naturaleza efímera –como el lenguaje oral, los gestos simbólicos y la lengua de señas– de aquellas de carácter permanente. Estas últimas aluden a objetos y marcas viso-espaciales que remiten y significan otra realidad.

Dentro de las representaciones externas de carácter permanente, se encuentran diferentes sistemas de representación que pueden guardar diversos grados de similitud perceptual o iconicismo con la entidad que representan. Algunos de ellos emplean marcas viso-espaciales que en sí mismas carecen de significado, pero que al ser combinadas coherente y sistemáticamente proveen información y adquieren significación, como es el caso de la notación matemática, la escritura o la notación musical. Por su parte, los objetos simbólicos –cuyo interés es central en esta investigación– se caracterizan por ser objetos físicos y al mismo tiempo símbolos de la entidad que representan, pudiendo ser bi- o tridimensionales, como el caso de una fotografía o una maqueta (Maita y Peralta, 2007; Martí, 2003; Salsa y Peralta, 2010; Teubal y Guberman, 2014).

Principales características de las representaciones externas

Las representaciones externas de carácter permanente poseen una serie de características generales e íntimamente ligadas entre sí, que las definen:

  1. Tienen una naturaleza doble. Son objetos concretos y simultáneamente símbolos de la entidad que representan (DeLoache, 1987). El carácter concreto, ostensible y perceptible es materializado de diversos modos, según cada sistema y las propiedades formales que lo organizan (Martí, 2003; Martí y Pozo, 2000). Así, un mapa puede ser un trozo de papel o una imagen interactiva por la que me desplazo en mi smartphone, pero ambos representan un espacio físico, y su uso permite que me oriente.
  2. Son asimétricas. Las representaciones externas siempre remiten a una realidad distinta a ella, pero esa realidad no remite a la representación. Por ejemplo, una foto de mi abuela puede representarla, pero de ningún modo mi abuela está en representación de su foto. Un aspecto vinculado a esta asimetría es que símbolo y referente en general tienen propiedades físicas diferentes, y por tanto tienen utilidades o affordances diferentes. Así, puedo ver, leer o tocar un mapa. Incluso si está presentado en un dispositivo tecnológico táctil, puedo trasladarme virtualmente por el espacio, pero en modo alguno podría viajar a través de él (DeLoache, 2005; Salsa y Peralta, 2010).
  3. Tienen permanencia física. Las representaciones externas tienen una materialidad determinada, que permite que sean archivadas, manipuladas y modificadas, lo que facilita que sean objeto de conocimiento, aprendizaje y transformación cultural (Martí, 2003; Martí y Pozo, 2000).
  4. Son independientes de su creador y del contexto de producción. A diferencia del lenguaje oral, la lengua de señas o los gestos simbólicos, las representaciones externas permanentes existen más allá del sujeto que las produce, del proceso y del contexto temporo-espacial de producción, por lo que puede haber una separación temporal y espacial entre quien las produce y quien las interpreta, y por tanto son menos dependientes del contexto que el lenguaje oral o los gestos (Martí, 2003; Martí y Pozo, 2000).
  5. Son desplegadas en el espacio y no en el tiempo. Su naturaleza está definida por la organización de propiedades espaciales, como la linealidad, la proximidad, el tamaño o la inclinación, importantes para dar cuenta de las características de cada sistema (Martí y Pozo, 2000).
  6. Constituyen sistemas organizados. Las representaciones externas no son marcas aisladas; por el contrario, están organizadas de acuerdo a reglas formales que se plasman en aspectos gráficos y espaciales que varían entre sistemas. Esta propiedad no es privativa de los sistemas que emplean marcas arbitrarias, como el lenguaje escrito o la notación musical. Es válida también para otras representaciones, como fotografías o dibujos, aunque sus reglas de composición sean menos estrictas. Por tanto, las representaciones externas no son una traducción directa de la realidad que representan. Siempre son modelos de esa realidad, muchas veces de difícil interpretación, por lo que constituyen sistemas opacos (Martí, 2003; Martí y Pozo, 2000).
  7. Tienen una función pragmática. Esto significa que son empleadas para el logro de objetivos determinados. El carácter funcional de las representaciones externas permanentes se basa en la posibilidad de registrar y conservar información a lo largo del tiempo, lo que las distingue de otras formas de representación. Así, las dos funciones clásicas que se le atribuyen son la memoria y la comunicación (Donald, 1991; Martí, 2003).

En su conjunto, estas características evidencian que las representaciones externas de carácter permanente constituyen un dominio de conocimiento propio y diferenciado de las representaciones internas y del lenguaje oral, gestual o de señas (Maita y Peralta, 2007; Martí, 2003; Martí y Pozo, 2010; Salsa y Peralta, 2010). Dentro de este dominio hay diversos sistemas –cuya complejidad varía en función del objeto que representan y de la relación entre marca y referente–, que van de los más icónicos, como las fotos, a los más arbitrarios, como las letras y los números.

El desarrollo de la comprensión y el aprendizaje de las diversas representaciones externas tiene un curso singular y diferenciado. Esto no significa negar una capacidad simbólica general (Piaget, 1946; Vygotsky, 1991). Sin embargo, esta competencia general no es suficiente para explicar las diferencias en la apropiación de cada sistema. Así, las diferencias evolutivas en la comprensión, uso y producción de diferentes representaciones externas se deben a las propiedades formales y de organización de cada sistema, que imprimen vías peculiares para cada caso (Martí y Pozo, 2000).

Relevancia cultural, cognitiva y educativa de las representaciones externas

Desde las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux hasta las fotos que publicamos en redes sociales, se observa la tendencia humana a representar externamente otra realidad. Al respecto, los trabajos de Donald (1991; 1993) señalan que el desarrollo de estas formas está ligado a las condiciones concretas y materiales de existencia de los grupos humanos.

Las primeras representaciones externas fueron de carácter pictórico; datan del Paleolítico superior y su desarrollo culminó en la creación de diversos sistemas gráficos, como el dibujo, la escritura y la notación numérica. Estas creaciones fueron congruentes con nuevas formas de vida social, particularmente con la necesidad de regular interacciones sociales y transacciones económicas. En esta línea, es posible reflexionar sobre el surgimiento relativamente reciente de las TIC en el seno de la globalización y el modo de organización social capitalista, que permite y es coherente con una forma de comunicación dinámica, veloz e hipermedial.

La emergencia y desarrollo de las representaciones externas permanentes fue relevante no solo en términos de organización social, sino que también modificó la arquitectura funcional de la mente humana. Las representaciones externas son poderosas herramientas cognitivas. Su carácter permanente permitió superar limitaciones biológicas de percepción, memoria y procesamiento, por lo que se constituyeron en una suerte de memoria externa (Donald, 1991; Harris, 1986; Martí, 2003). Al respecto, Teubal y Guberman (2014) sintetizan en tres aspectos cómo las representaciones externas permanentes potencian las capacidades humanas. En primer lugar, expanden la mente. Gracias a las representaciones externas, los seres humanos podemos superar los límites de nuestra memoria desde el punto de vista de la cantidad de material almacenado, el tiempo que ese material está disponible y la posibilidad de recuperarlo con rapidez y precisión. En segundo lugar, regulan la mente. Es decir, incrementan la capacidad de las personas de organizarse a sí mismas (Clark, 1999; Donald, 1991). En tercer lugar, permiten compartir contenidos mentales. Las representaciones externas permiten extraer información, compartirla, comunicarnos e interactuar a través de ellas.

En síntesis, la creación y uso de representaciones externas tuvo enormes consecuencias culturales y cognitivas. Sin embargo, la mera presencia de estas herramientas en la sociedad no significa que su apropiación sea simple y directa. Su apropiación supone la existencia de contextos educativos formales e informales que crean las condiciones para que sea posible (Martí, 2003). Asimismo, las diversas representaciones externas permanentes son comúnmente utilizadas como recursos didácticos. Ahora bien, dadas sus características, estas representaciones no son transparentes, sino que constituyen sistemas opacos cuya comprensión requiere que un novato reconstruya la intención o finalidad de uso, proceso difícil sin la guía y regulación de personas más expertas de su cultura. Este proceso comienza en las tempranas interacciones del bebé con personas significativas de su entorno. En los hogares, las representaciones externas comúnmente median las interacciones que los niños entablan con pares y adultos, sea con fines de entretenimiento o de enseñanza. Por ejemplo, los adultos suelen leer a los niños cuentos ilustrados, utilizar imágenes para enseñar palabras, bloques para enseñar números y muñecos e ilustraciones para enseñar partes del cuerpo, entre otros. En estas interacciones los adultos ayudan implícita o explícitamente a comprender estos objetos. Estas prácticas, junto a la educación formal, articulan el acceso a las diversas representaciones externas presentes en su cultura. Así como en la filogenia la emergencia de las representaciones externas estuvo ligada a las condiciones concretas y materiales de existencia de los grupos humanos, en la ontogenia su apropiación también es indisociable del contexto social de uso e implica un proceso de reconstrucción activo del niño en íntima relación con sus figuras de crianza y con su grupo de referencia.

El estudio de las representaciones externas constituye un tema privilegiado para analizar el entramado entre cultura, educación y desarrollo (Martí, 2003). La interiorización de las diversas representaciones externas puede entenderse como parte del proceso de alfabetización de un sujeto. El dominio y uso de estos sistemas constituyen derechos esenciales para la plena participación de un sujeto en su comunidad. Desde esta perspectiva, no limitamos la alfabetización al aprendizaje de la lecto-escritura. En un sentido amplio y multimodal, la alfabetización implica la progresiva capacidad de comprender, usar y producir las múltiples y variadas representaciones externas presentes en la cultura con el objeto de lograr una interacción eficaz con el entorno y consigo mismo (Teubal, 2010; Teubal y Goldman, 1998; Teubal y Guberman, 2014).

Teniendo en cuenta la diversidad de representaciones externas permanentes, en este trabajo nos centramos en los objetos simbólicos. Específicamente, nos abocamos al estudio de la comprensión y uso de imágenes digitales e interactivas provistas por dispositivos tecnológicos táctiles por parte de niños pequeños, cuya relevancia cultural y educativa es cada vez más notoria.



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