Mabel Piccini[1] (Argentina, 1942 – México, 2015) egresa de la Escuela de Letras, dependiente de la Universidad de Córdoba. Viaja a Chile en 1968 y se integra a un grupo de investigación sobre la ideología, la cultura y la cultura de masas, en el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN), dependiente de la Universidad Católica de Chile, junto con Armand y Michèle Mattelart. De aquellos años, fuera de otras publicaciones sobre literatura latinoamericana[2], son sus trabajos sobre las revistas juveniles “El cerco de las revistas de ídolos” (1970, primera edición) y sobre el papel de los medios durante el lock out de los dueños de camiones “La prensa burguesa, ¿no será más que un tigre de papel?” (1973).
En una trayectoria similar a la de Armand y Michèle Mattelart, Piccini encuentra en la investigación sobre los medios masivos durante el gobierno de la Unidad Popular una vía para la lucha política y cultural. Sus tempranas lecturas remiten al naciente estructuralismo y la semiología (Roland Barthes, Umberto Eco, Eliseo Verón), pero también a la tradición marxista. Armand Mattelart recuerda que, en aquellos años, fue Piccini quien los acercó a la lectura de los Cuadernos de Pasado y Presente¸ la colección dirigida por José Aricó:
En torno a estos cuadernos, gravitaba un grupo de intelectuales y militantes argentinos, inscritos en el movimiento gramsciano, del que formaba parte mi amigo Héctor Schmucler. Es a través de la investigadora Mabel Piccini, de su misma nacionalidad, perteneciente a nuestro grupo de investigación en el CEREN, que Michèle y yo tomamos conocimiento de estas publicaciones (Mattelart, 2013, p.92).
Junto con Michèle Mattelart, trabaja en el Departamento de guiones en la televisión nacional. En el segundo semestre de 1972, ambas comienzan un estudio sobre la recepción de las series televisivas, en las poblaciones de Santiago, que será publicado en 1974 en la revista Comunicación y Cultura. Tras el golpe militar, debe escapar y vuelve a Córdoba donde integra –según cuenta Adriana Musitano (2015)– el equipo docente del Departamento de Teatro y colabora con el movimiento Canto Popular de Córdoba. Tras el golpe de Estado en Argentina en 1976, emigra a México, donde se instala definitivamente.
Una lectura de sus primeros trabajos
En este apartado nos detendremos en sus trabajos producidos en el período chileno. En “El cerco de las revistas de ídolos” (1970), Piccini releva un corpus de las tres principales revistas destinadas a la juventud –las que acaparan el más alto porcentaje de lectores/as y pertenecen a la misma empresa editora[3]– para finalmente concentrar una lectura ideológica sobre una de ellas: Ritmo de la juventud.
La autora se propone “determinar la organización implícita de los mensajes” para develar “las ideologías cristalizadas en los medios de comunicación” (p. 181). A partir de la categoría central de mito, busca identificar aquellos procedimientos que procuran “modelar una juventud apta para la aceptación complaciente y conformista del sistema” (p. 181).
Entre las distintas representaciones juveniles analizadas se destacan, por un lado, aquellas en las que “todo principio de agrupación o de complicidad entre jóvenes es sospechoso” (p. 196), al tiempo que se valora y promueve la mayor integración a la gran familia de la revista. Por el otro, las construcciones de los ídolos populares que, como semidioses, atraviesan una serie de momentos: desde su condición original (solo si formaban parte de los sectores populares), pasando por el salto de clase y sus requisitos (un don natural), hasta la justificación de su nuevo estatuto exitoso a partir del restablecimiento del orden de la voluntad (la perseverancia y el sacrificio).
El eje organizador del trabajo se construye sobre la siguiente estructura binaria: revista abierta/revista cerrada. Piccini destaca cómo la publicación –a través de diversas secciones (de opinión de los lectores, cartas, etc.), de sus interpelaciones a los lectores y de su modo de representar al colectivo de la revista– recrea un “simulacro de microsociedad democrática” (p. 182) y participativa. Como contraparte, la revista se cierra al mundo social, establece un cerco cuya transgresión supone desviarse del camino y someterse al sufrimiento y a la infelicidad.
Más allá de la familia, frente indestructible y monolítico y garantía de lo permanente, está el mundo; esto es, un espacio en blanco el fin de todo sentido. La realidad objetiva, así como la presentan estos mensajes, ha perdido todo su espesor, es simplemente el espacio geográfico donde se desarrollan otras tantas historias individuales, sin conexión entre sí. La vida material y las leyes que la regulan, la naturaleza como desafío a la actividad creadora del hombre, el reino de los antagonismos y las contradicciones aparecen como un mero simulacro, un sueño que no amenaza la irreductible unidad de la armonía familiar (p. 217).
En “La prensa burguesa, ¿no será más que un tigre de papel? Los medios de comunicación de la oposición durante la crisis de octubre de 1972” (1973), junto con Michèle Mattelart, analiza el papel que cumplieron los medios chilenos (el diario El Mercurio¸ pero también las radios y la televisión) como “plataforma privilegiada de lanzamiento de la ofensiva burguesa” (p. 250) a partir de un acontecimiento: el paro patronal de la confederación de camioneros, al que se sumarían amplios sectores de la pequeña burguesía, durante el mes de octubre de 1972, continuando una línea abierta en el mes de diciembre de 1971 con las marchas de las cacerolas.
La tesis central de las autoras es que, en los momentos de crisis o de agudización de la lucha de clases, los medios abandonan sus principios: objetividad, transparencia informativa, independencia de los poderes, representación de la opinión pública. La crisis hace estallar esas mistificaciones.
Cuando las clases dominantes no están impugnadas en sus intereses, se programa un vacío entre información y acción y es sobre este vacío que opera la prensa burguesa, cuyo objetivo básico es entonces la desorganización de las masas. Ella habla al hombre individual, al individuo segregado de su clase, a la opinión pública concebida como suma de conciencias aisladas, que es la que respalda tácitamente su sistema de dominación. Cuando es acometida en sus intereses, la burguesía necesita movilizar concretamente a la opinión en torno a la defensa de su proyecto de clase (p. 253).
De allí que identifiquen una “línea de masas”[4] (p. 256) de los medios burgueses que se expresa en la conformación de un liderazgo político, en la “practicidad de los mensajes puestos en circulación” (p. 252), en la interpelación a los destinatarios inorgánicos para organizarlos en torno al programa de la burguesía y del imperialismo, en la persistencia de ciertos tópicos contra el gobierno de la UP (descalabro económico, ruptura convivencia democrática y amenaza a la libertad de expresión), en definitiva, en su conversión a medios de agitación, propaganda y organización colectiva pero de un frente contrarrevolucionario.
Finalmente, destacamos “La televisión y los sectores populares” (1974), resultado de una investigación que encaró junto con Michèle Mattelart. Sobre la base de 200 encuestas entre los sectores populares residentes en cuatro poblaciones del gran Santiago –con mayor o menor presencia de sectores proletarios o de clases medias, diversos grado de organización y diferentes presencias de agrupaciones políticas–, las autoras se dispusieron a indagar sobre el lugar que ocupa la televisión en su vida cotidiana, los tipos consumos (de prensa gráfica, radio, televisión) discriminados por género y entre los sectores más o menos movilizados, los modos de recepción colectiva de televisión (ante un parque de receptores escaso), las representaciones de los propios consumidores en torno a los efectos positivos o negativos de la televisión.
Con estos tres trabajos se cierra una primera etapa en la trayectoria de Piccini. Si hiciéramos un balance, deberíamos consignar que la autora se constituye en una de las representantes y pioneras del análisis ideológico, al examinar los mitos de las revistas juveniles, o al denunciar desde una lectura político-ideológica la función de los medios de la burguesía chilena bajo el gobierno de Salvador Allende. En consonancia con las problemáticas dominantes de los años setenta en los estudios latinoamericanos de comunicación, estas investigaciones y publicaciones recogen las contribuciones de una semiología en la que convergían la concepción de ideología del marxismo con la metodología de análisis de los lenguajes masivos del estructuralismo. Particularmente reveladora es la apropiación del programa de investigación que Roland Barthes expusiera en Mitologías (1957), un libro de temprana y muy extendida circulación en Latinoamérica, que se proponía “dar cuenta en detalle de la mistificación que transforma la cultura pequeño burguesa en naturaleza universal” (1957, p. 11).
Al mismo tiempo, en estas primeras intervenciones se revela una preocupación por los procesos de recepción[5]. Esto ya está presente en su lectura sobre las revistas juveniles, donde distingue entre las operaciones de manipulación y sus efectos, cuestión que –sugiere– debería investigarse aparte para determinar el impacto de estos medios sobre sus públicos.
Pero sobre todo queda expuesto en el trabajo sobre la recepción televisiva en los sectores populares.[6]
Continuidades y rupturas
Ya en el exilio mexicano, como profesora e investigadora en el Departamento de Educación y Comunicación Social (Universidad Autónoma Metropolitana–Xochimilco), desarrolla una nueva intervención académica. Si bien los intereses de Piccini continúan girando en torno a los procesos de producción social de sentido y de la recepción, a mediados de los años ochenta advertimos un cambio.
En Medios y estrategias del discurso político (1982) avanza con un proceso de revisión crítica de las teorías que hegemonizaron el campo de los estudios latinoamericanos de la comunicación en los años setenta. Tras delinear un modelo teórico y metodológico del análisis discursivo (anclada en la tradición francesa de Michel Pêcheux, pero también Eliseo Verón y Emilio de Ipola) y luego de valorar a las tres principales tendencias de los estudios en América Latina en torno a las estructuras de poder, las formaciones discursivas y la recepción, Piccini señala que es necesario “una reconsideración y un avance” (p. 84). En particular, propone:
Profundizar –con un sentido estratégico– en las relaciones de poder que con diversas modalidades y formas de ejercicio se manifiestan, en cada coyuntura particular, a través de los distintos espacios que van configurando los procesos comunicativos. No es aventurado señalar que éste es un sesgo recurrente en muchos de los estudios que giran en torno a la cuestión cultural en los países subordinados. Por el contrario, el desafío en la actualidad consistiría, a nuestro juicio, en abrir una perspectiva que permita articular la realidad global de la penetración cultural imperialista con la realidad particular de las formaciones sociales latinoamericanas (1982, p. 85).
Sin embargo, es en Industrias culturales: transversalidades y regímenes discursivos (1987) donde identificamos una ruptura teórica de mayor alcance. Piccini va a señalar que “las preguntas relativas al dominio de las comunicaciones son, en la actualidad, más numerosas y consistentes que las conclusiones” (p. 1). Desde una perspectiva postestructuralista (en particular, resuenan los ecos de Michel Foucault y Giles Deleuze), la autora propone una reorganización del campo:
Este ejercicio de desarticulación gradual de los saberes consagrados –y de las evidencias que los consagran– en la materia que nos ocupa, y en cualquier materia social o cultural que haya sido sometida a los abusos disciplinarios, pone al descubierto muchas de las coartadas con que las disciplinas y sus categorías unificadoras cierran las brechas y tratan de reprimir las amenazas de los sentidos y los acontecimientos dispersos. Intentemos situarnos ahora en otro ángulo de visión y procedamos, progresivamente, por saturaciones incompletas, a reconstruir los objetos, saberes y conceptos erráticos de la comunicación colectiva (p. 5).
La investigación, entonces, debería cambiar su enfoque: en lugar de examinar objetos estables (la televisión, los medios masivos), sistemas o series que se articulan a una totalidad social que opera como determinación o causa (económica, social, política); ahora se trataría de analizar los “espacios de condensación e intersección de redes culturales múltiples”, “ámbitos poblados de objetos polimorfos”, que construyen y deconstruyen cotidianamente “una pluralidad de voces” que producen las instituciones oficiales pero que también surgen “de las prácticas y los rumores más difusos de la cotidianeidad” (p. 4).
Este núcleo teórico es el que preside El Desierto de los Espejos (1987), escrito junto con Raymundo Mier, resultado de un trabajo encomendado por la UNESCO para realizar una investigación sobre televisión y juventud. Contra “el más elemental sentido común”, ambos autores se proponen examinar no las relaciones establecidas de antemano (televisión, jóvenes) sino “esa red tejida por la televisión” (Piccini y Mier, 1987, p. 6) que la tiene como centro, pero que es mucho más vasta. Es un “acontecimiento” en el que se cifra un entrecruzamiento de discursos sociales.
La metáfora del entretejido o del tejedor reaparece en una obra posterior La imagen del tejedor (1989), donde Piccini se propone analizar la escena cultural mexicana a partir de un estudio sincrónico que le permita identificar “los puntos fuertes y las líneas de fragilidad” (p. 6) a través de los cuales transitan los poderes y otros registros de la vida cotidiana, nada homogéneos.
Esta nueva perspectiva, que aparece en sus trabajos de esos años, conecta con el desplazamiento mayor que está afectando a los estudios latinoamericanos de comunicación en los años ochenta y de manera más extendida se asocia con el denominado giro cultural. De hecho, esos espacios de condensación e intersección de redes culturales, que refiere Piccini, bien pueden ser asociados al concepto de mediaciones (Martín Barbero, 1987) o a los procesos de hibridación cultural (García Canclini, 1990), conceptos clave y a la vez faro en la etapa de institucionalización del campo de comunicación.
Queremos cerrar esta otra etapa de la trayectoria de Mabel Piccini con una referencia a un trabajo escrito con Ana María Nethol[7], que –hasta donde pudimos relevar– sería la primera Introducción a la pedagogía de la comunicación(1984) en América Latina y que desde entonces ha tenido varias reediciones. El libro se estructura en tres partes: una exposición sobre teorías comunicacionales, una revisión crítica del concepto de comunicación sobre la base de las contribuciones de la lingüística y el análisis del discurso y, finalmente, un programa para fundar una pedagogía de la comunicación a partir de los aportes de Jean Piaget y de Paulo Freire. En la primera parte, a cargo de Mabel Piccini, se pasa revista y evalúa a la escuela funcionalista, la teoría frankfurtiana, la economía política crítica, el análisis ideológico y la semiótica.
Recuperaciones críticas
A partir de los años noventa, Piccini define su campo de estudio como “una microecología de la vida cotidiana” (1996, p. 33). Hay continuidades también –la cuestión de la recepción–, pero sobre todo recuperaciones de perspectivas críticas que si, de un lado, ponen foco en la desigualdad de los sectores populares, del otro, cuestionan algunas de las categorías clave de los estudios culturales y del consumo que comienzan a hegemonizar los estudios latinoamericanos de comunicación en esa década.
En “La sociedad de los espectadores” (1993), expone críticamente un estado del arte sobre los estudios de recepción y consumo. Insiste en las indefiniciones en torno a los conceptos (efectos, decodificación, apropiación, comunidades hermenéuticas de consumidores) e incluso en relación con la concepción de los sujetos (audiencias, públicos, espectadores, comunidades). Ante tales confusiones, que responden asimismo a la articulación de diferentes disciplinas y teorías, se propone “recomponer algunas vertientes del pensamiento actual sobre las figuras del lector” (p. 16). Traza un recorrido desde la retórica hasta los aportes de Mijail Bajtín, Valentin Voloshinov, Hans Robert Jauss, entre otros, a partir del cual define el texto como “la lectura de la lectura de la lectura, es pregunta y respuesta de respuestas y preguntas anteriores, es, por consiguiente, un momento estructurado y estructurante de la recepción” (p. 22). De allí concluye que la recepción supone una “zona de dispersión”, de permanente “flujo semiótico”, un “espacio de intertextualidad” en la que operan los flujos del poder y donde las mayorías silenciosas “fijan, en buena medida, un horizonte de posibilidades del decir” (p. 28).
Con estos presupuestos, Piccini realiza un estudio de campo que aborda la vida cotidiana de familias y amas de casa de sectores populares de la ciudad de México, que publica en una serie de trabajos: “La ciudad interior: comunicación a distancia y nuevos estilos culturales” (1994), “Acerca de la comunicación en las grandes ciudades” (1996b), “Culturas de la imagen: los fugaces placeres de la vida cotidiana” (1997) y “El melodrama: de los registros de las pasiones tristes” (2000). Resumamos su argumentación:
- En las grandes ciudades se advierte un continuo desplazamiento de las fronteras urbanas hacia pueblos y zonas rurales, una de cuyas manifestaciones es la emergencia del suburbio “como submundo de la extrema pobreza y la extrema riqueza” (1996b, p. 29).
- Así la ciudad pierde su centro, se fragmenta, produce dispersión, cuestión que se expresa en el desplazamiento de los estilos tradicionales de vida en la ciudad a la privatización de la vida cotidiana, entendidas como “prácticas de reclusión en los espacios íntimos y familiares” (1993, p. 3).
- Las tecnologías de la comunicación cumplen un papel relevante en ese desplazamiento, al producir integración pero también divisiones y subdivisiones en el cuerpo social. La cultura alcanza máxima visibilidad y al mismo tiempo máximo olvido: lo más importante será “lo que se presenta en la pantalla y no lo que se guarda en la memoria” (1996b, p. 36).
- Las redes audiovisuales son “terminales domésticas”, que conectan al mundo, pero que sobre todo “diagraman con singular eficacia las trayectorias de la vida social de segmentos importantes de la población”. Cumplen “las funciones de relevos de varias dimensiones de la vida en sociedad” (2000, p. 135). Tales terminales domésticas “representan una nueva fase de los equipamientos del poder” (1994, p. 4).
- Los medios audiovisuales, a través de una sintaxis rutinaria y de recursos discursivos propios de culturas efímeras, favorecen “un repertorio de saberes consagrados” y “residuos de ideologías que forman parte del sentido común y de las ideas dominantes en ciertos sectores urbanos” (1996b, p. 39). Sin otras alternativas (pese a la oferta que se promueven desde las políticas culturales del Estado), los sectores populares participan de un orden cultural que está dominado por los rituales televisivos convencionales.
A partir de estas consideraciones, Piccini insiste en un interrogante clave: “¿Es posible hablar de culturas híbridas (para todos)?” (1997, p. 256). Por lo pronto, la autora pone en entredicho tales conceptualizaciones al retomar la idea de “nuevos estilos de cultura de la pobreza”, esto es, cuando recupera el orden de la desigualdad.
En una conversación entre Néstor García Canclini, Raymundo Mier, Margarita Zire y la autora, se abre un debate sobre el concepto de “culturas híbridas”. Piccini vuelve sobre el punto:
Estoy interesada en una discusión sobre estos temas, en especial, porque recientemente se ha vuelto una moda intelectual enfatizar en las llamadas formas de resistencia de los sectores populares frente a los mensajes de los medios de comunicación, o en la variedad de ¨lecturas¨ que pueden realizar los grupos sociales, o en la necesidad de descentrar la idea de una ¨verticalidad del poder¨ en relación con las nuevas tecnologías culturales y prácticas políticas. Sin duda, estas posiciones abrieron nuevos caminos para comprender la vida cultural de grupos y clases en nuestros países, y también para resolver el problema de los conflictos sociales y la dominación. Pero creo que es necesario recordar, en caso de que lo hayamos olvidado, que junto con las nuevas utopías de la democracia, estamos presenciando nuevas formas de dominación, y esa dominación es fundamental para comprender el comportamiento de nuestros sistemas políticos y el ejercicio del poder cultural. […] Estoy interesada en reconsiderar todas estas cosas, situando el surgimiento de culturas híbridas, los sincretismos generalizados, las tecnologías de aislamiento doméstico, la simultaneidad de la información y los contactos culturales, en el marco de los nuevos sistemas de control y dominación en nuestras sociedades (García Canclini, 1995, pp. 83-84).
En uno de sus últimos trabajos, “Tiempo de oscuridad: el rayo que no cesa” (2002), publicado en la revista Debates feministas[8] y dedicado “a la memoria de mis amigos y compañeros torturados y ‘desaparecidos’ por las dictaduras militares en Argentina y Chile durante la década de los setenta” (p. 21), Piccini ensaya una reflexión sobre la violencia global a partir del atentado a las Torres Gemelas. Allí, sobre la base de las lecturas de Pierre Clastres, Michel Foucault, Carl von Clausewitz y Hannah Arendt, postula que “la guerra es una dimensión constitutiva de esas sociedades” (p. 29), resultado de las “máquinas de domesticación y corrección de conductas” (p. 25) o de las “máquinas colectivas de explotación y exterminio” (p. 28). Su punto de partida es una descripción desalentadora del campo intelectual:
El esfuerzo de la reflexión se coaguló en términos como la posthistoria, el fin de las ideologías, la apertura ilimitada de los mercados y la de los consumidores y también de los mercados de los sueños. La posmodernidad civilizada celebró –y creo que sigue celebrando-– el desarrollo vertiginoso de las tecnologías audiovisuales como modernos medios de liberación y encuentro de mundos y culturas: a través de ellas podían estallar multiplicidad de racionalidades “locales” para finalmente tomar la palabra y llegar a un encuentro que disipara el aislamiento de pueblos, movimientos sociales, individuos. La idea del pluralismo en acción, también llamada, en teoría, “democracias audiovisuales” y hasta “democracias semióticas” (pp. 21-22).
Como puede advertirse, Piccini cuestiona los presupuestos teóricos que hegemonizaron el campo latinoamericano de la comunicación desde los años ochenta hasta entonces. Las ilusiones tejidas en torno a la condición salvífica del mercado, las promesas democratizadoras de las nuevas tecnologías de la comunicación y la salida del consumo como espacio para la construcción de identidades y culturas, derivan en la violencia global que se le presenta a la autora a partir del atentado a las Torres Gemelas y frente al cuadro de crisis que, hacia los dos mil, recorrió toda la región.
Asimismo, interviene en el debate feminista para señalar lo que entiende son sus tareas pendientes, esto es, la necesidad de ampliar la reflexión cultural: “a la búsqueda de ciertas claves que nos permitan entender la persistencia de las culturas del sometimiento y de las modalidades del poder: en este caso, en un lugar que parece subordinado pero que afecta a la especie humana en su conjunto” (p. 41).
La prensa burguesa, ¿no será más que un tigre de papel? (1973)
Reproducimos un fragmento del artículo.
A nivel de manipulación, cabe preguntarse, ¿cuáles fueron los recursos retóricos utilizados por la prensa de derecha para valorizar positivamente los objetivos del paro patronal y desacreditar correlativamente las fuerzas del Gobierno?, ¿cuáles fueron los personajes de los sectores en pugna, en qué funciones aparecen, con qué atributos?
El rasgo más llamativo en esta tarea manipulativa es la apropiación del concepto de pueblo y todas sus connotaciones para distinguir a los contingentes huelguistas, intentando reproducir en esta tarea un variado espectro social: desde el joven sonriente de Providencia hasta el último campesino de Tomé aparecen por el milagro pluralista de la prensa compartiendo el honor de una portada. De una manera más espectacular —por la manera directa con que golpean— las secuencias fotográficas dan cuenta de la necesidad de acumular presencia popular como un modo de confirmar, un día y otro, que las fuerzas “democráticas” o, de otro modo, que los patrones, tienen el respaldo de la mayoría. En esta sumatoria de individuos y voluntades solidarias ni los niños ni los ancianos se salvan, aunque son las mujeres y su Instrumento de lucha (en la cocina y en la política) el blanco de la mira, y los “trabajadores”, pequeños comerciantes, camioneros, campesinos. ¡Prodigiosa paradoja, El Mercurio convertido en el más prolijo recopilador de los olvidados de siempre!
El inventario de la “resistencia civil” es largo, es la ciudad y el campo, la solidaridad de los gremios y la solidaridad de la ciudadanía: en el centro la olla común de los camioneros, en cualquier página, desde cualquier ángulo, reitera cotidianamente el mensaje de la Insurrección. Una insurrección hecha en nombre del pueblo.
Los atributos de los líderes gremiales: la entereza moral y la serenidad, los de los que paran y solidarizan: el sacrificio y el valor. En el polo opuesto, los sectores de la Unidad Popular son los generadores de la violencia y la agresión: tanto al nivel de las fuerzas del orden como de los contingentes civiles. Cuando dos ciudadanos aparecen trenzados en una pelea callejera está claro —pero por las dudas se lo subraya— que el agresor pertenece a la UP. Al mismo tiempo la derecha no podía dejar de ofrecer testimonio de un importante elemento de cohesión: la tarea represiva de las fuerzas del orden contra las huestes burguesas, o según su versión, el ejército contra el pueblo. ¡Un testimonio del que hasta ahora no podían preciarse!
Desde esta perspectiva que estamos analizando —la de la primera línea de impacto promovida por títulos, diagramación, secuencias fotográficas— es fácilmente perceptible cómo capitalizan el “pueblo” para sí: no hay testimonios del proletariado como fuerza que organiza su práctica cotidiana en torno a la construcción de un orden nuevo; el proletariado (“el pueblo de la izquierda”, diría un diario de derecha) es la suma de contingentes inorgánicos preocupados por cercenar las “libertades públicas” y agitados por objetivos de violencia.
Esta mistificación del concepto de pueblo es el resultado de una tarea largamente afinada por los aparatos ideológicos de la burguesía con el objeto de requisar los signos políticos de la izquierda confiriéndoles una significación ajustada a su proyecto específico. Resulta muy evidente esta tendencia a capturar las armas conceptuales del proletariado, que se expresarán en la práctica política concreta en la captura de sus armas de lucha: la huelga insurreccional de la burguesía en octubre. Pero, como ya lo hemos advertido, conjuntamente con este robo y esta apropiación de los métodos de lucha del proletariado, la burguesía se asegura sus coartadas: es preciso salvaguardar la fachada institucional; la huelga gremial se legitima, remitiéndola al marco de la legalidad impuesta por los que la rompen. Caracterizado el Gobierno como la fuente del caos, ¿qué otra cosa podría ser el movimiento gremial sino el baluarte de los principios democráticos? (pp. 259-260).
Referencias bibliográficas
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Piccini, M. (1997b). Redes urbanas y culturas audiovisuales en la ciudad de México. Argumentos, 24, 33-46.
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Piccini, M. (2002). Tiempo de oscuridad: el rayo que no cesa. Debate feminista, 25, 21-41.
- Una versión de este capítulo está pendiente de publicación en la revista Mediterránea de Comunicación (Universidad de Alcalá), en un número cuyo dossier monográfico se titula: “Roles, aportaciones e invisibilidades femeninas en el campo de la investigación en comunicación”.↵
- Relevamos una publicación sobre la obra de Roberto Arlt (1970) y un estudio introductorio a una novela de Augusto Roa Bastos (1976).↵
- Se trata de Lord Cochrane que perteneció a la familia Edwards, dueña a su vez del diario El Mercurio.↵
- Esta idea de “línea de masas” es compartida también por Armand Mattelart: “Las alteraciones que la burguesía hizo sufrir a su modelo de comunicación con sus clientelas dependen, en última instancia, de sus alternativas políticas. Aquí, para ilustrar la movilidad del enemigo de clase en la batalla ideológica, trataremos de mostrar cómo la alternativa que eligió la ´línea de masas´ y su órgano periodístico principal, El Mercurio, armó progresivamente a su público para desembocar en octubre de 1972 en la explosión del poder gremialista y encauzar su acción sediciosa” (1973, pp. 213-241).↵
- Contra el tópico de que la problemática de la recepción estuvo ausente en la etapa fundacional del campo de la comunicación en América Latina, esta preocupación revela que una más extendida reflexión se estaba anudando hacia mediados de los setenta. Solo si consideramos a las investigadoras que abordaron los procesos de recepción, podemos mencionar el estudio sobre el público en el Museo de Bellas Artes, de Regina Gibaja (1964); las consideraciones sobre la recepción en la infancia en Paula Wajsman (1974); los planteos sobre los medios masivos como receptores de los sectores sociales que representa, en una investigación de Margarita Zires y Héctor Schmucler (1978).↵
- Retomamos el comentario y la relevancia de esta pionera investigación sobre la recepción en el capítulo dedicado a Michèle Mattelart.↵
- Si destacamos las intervenciones pioneras de Mabel Piccini en este artículo, otro tanto podríamos hacer con aquellas desplegadas por la profesora e investigadora argentina, Ana María Nethol. Escribió un muy temprano artículo sobre “Lingüística y comunicación social” (1978), en la revista Comunicación y cultura, reflexionó sobre pedagogía de la comunicación en este y en otros trabajos, y desplegó una tarea de difusión con sus traducciones de Teoría de la literatura de los formalistas rusos (1970) y Ferdinand de Saussure. Fuentes manuscritas y estudios críticos (1971), ambos publicados en México, a través de la editorial Siglo XXI.↵
- Se trata de una revista académica del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, creada en 1990. Mabel Piccini formó parte del Consejo Editorial y publicó varios artículos. En “Desde otro lugar: verdad y sinrazones del feminismo” (1994), interviene en la discusión en torno al “feminismo de la igualdad o feminismo de la diferencia” (p. 273), cuestiona algunas de las certezas que atraviesa el movimiento y postula la necesidad de cambiar “los términos de una realidad falocéntrica sin caer en los esquemas del falocentrismo” (p. 277).↵