Este relevo fragmentario de diferentes lugares de memoria relacionados con la colonización judía en la Argentina arroja como conclusión más evidente que, al menos durante buena parte del siglo XX, el pasado agrícola fue un insumo utilizado por distintos emprendedores del campo judaico interesados en construir un relato legitimante, que contribuyera a lograr el reconocimiento de la minoría judía por parte del estado y de la sociedad nacional. Dentro del conjunto de las diversas representaciones configuradas por los emprendedores emerge, triunfal, una figura mitológica, que ha sido llamada a perdurar en el imaginario social de los argentinos: el gaucho judío. Transcurrido algo más de un siglo desde la consagración literaria de su autor, Wikipedia ofrece tres entradas distintas para la creatura gerchunoffiana: una para el libro, otra para la película y una tercera para una supuesta entidad humana real. Entre los 127.000 resultados que arroja en Google la frase “los gauchos judíos” a mediados de 2013 (que bajan a 113.000 para “Jewish gauchos”) se destacan varios documentales subidos a plataformas on-line, emisiones de televisión, obras de teatro, cientos de notas periodísticas, sitios turísticos y museológicos, artículos académicos y divulgativos, y hasta una organización solidaria liderada por un joven entrerriano que se autodefine como “el último gaucho judío”, y que, entre otras prestaciones, brinda cursos de “Torá-terapia”.
Gerchunoff, auténtica rara avis de su tiempo, fue el pionero de la memoria judeo argentina. Cuando la colectividad aun se encontraba atomizada en pequeñas organizaciones sinagogales que representaban a una pluralidad de grupos dispares, amalgamados entre sí por la cultura, la lengua y el lugar de origen, él activó políticamente desde el campo intelectual, construyendo una serie de representaciones que favorecieron la aceptación de la presencia judía por parte de la élite liberal. Aunque, más tarde, el esceptiscismo respecto del crisol lo llevaría a militar abiertamente en el sionismo, su postura originaria dentro del mapa de las políticas identitarias judías fue la integracionista: los judíos debían incorporarse a las sociedades envolventes adoptando la nacionalidad del país de residencia, aunque reservándose la potestad de sostener sus singularidades culturales y religiosas, amparados en los derechos cívicos.
El discurso oficial inaugurado por Gerchunoff mantuvo su vigencia tres décadas más tarde, cuando el avance del nazismo y la proliferación del ideario nacionalista llevaron a los emprendedores del cincuentenario a minimizar los aspectos étnicos de la vida en las colonias para resaltar los sentidos de pertenencia argentinos de toda la colectividad. Más allá de la multiplicidad de posturas acerca de qué política identitaria debían asumir los judíos radicados y nacidos en la Argentina, que en ese entonces daban lugar a sendos debates intramuros, los organizadores de los festejos supieron leer los planos bocetados por Gerchunoff en 1910 para proyectar una imagen pública adecuada a los lineamientos y circunstancias de la época. En ese espíritu, amplificaron el relato apologético y purificador que ponderaba el origen rural, aun a fuerza de distorsionar la cronología histórica, y buscaron reforzar la inclusión de “lo judío” en la narrativa identitaria más amplia de la nación.
Necesariamente, esa versión pública de la memoria silenció algunas aristas inconvenientes, como los pormenores del conflicto interno entre los colonos y la JCA, la existencia temprana de prostitutas y tratantes de blancas judíos en Buenos Aires y la pregnancia del sionismo en las colonias, una ideología portadora del peligroso virus de la doble pertenencia. Sin embargo, estos aspectos más “realistas” fueron colectados por relatos subterráneos, elaborados en ídish, que recién aflorarían públicamente mucho más tarde, cuando la Argentina comenzó a revisar sus supuestos identitarios y a adoptar políticas multiculturalistas que eximieron a los judíos de adorar a sus agricultores, de alabar el crisol y de silenciar sus conflictos internos. A veces, esos aspectos subterráneos saltaron la barrera idiomática antes de tiempo, encendiendo las alertas comunitarias, como ocurrió en 1934 cuando Salomón Resnick dio a conocer en la revista Judaica (una publicación integracionista que salía en castellano) una serie de cartas dirigidas por el barón Hirsch a los administradores de las colonias cuarenta años antes, en las que les recomendaba aplicar la mano dura para resolver los conflictos con los agricultores. Resnick fue conminado a mantener el tema en silencio por los dirigentes de las cooperativas agrícolas, máximos representantes de los propios colonos.[1] De esos tabúes, el que recibió mayor atención fue el de los conflictos, seguramente debido a que éstos afectaban directamente a los colonos en diversos aspectos de su economía familiar y de su vida cotidiana. Aunque pueda parecer contradictorio, quienes lo difundieron estaban profundamente consustanciados con el proyecto agrícola/redentor de la JCA. Antes que disidentes ideológicos, debemos considerarlos sujetos críticos, que no acordaban con las políticas tutelares ni con las restricciones económicas impuestas por la empresa, cuestiones que veían como el verdadero impedimento para arraigarse en el campo.
Un sondeo exploratorio acerca de otras representaciones y discursos hilvanados por la dirigencia judía muestra que la memoria de la colonización no fue la única vía para activar la legitimación por la vía del productivismo. Por ejemplo, la escuela de oficios ORT, perteneciente a una red educativa judía internacional especializada en ciencia y tecnología, que llegó a la Argentina en 1936, planteaba en su revista-boletín de diciembre de 1939 que:
nuestra publicación (…) tiende a propagar en forma popular todo lo que contribuya a elevar el nivel físico y a difundir la idea de productivización dentro de la población judía, sentida necesidad en nuestro ambiente para lograr la transformación del actual elemento inútil en productivo.
En el boletín, que llevaba por título “Vida productiva”, la sigla ORT era traducida como “organización-reconstrucción-trabajo”, aunque en otros folletos se la traducía como “organización para la racionalización del trabajo”. Este dato sugiere que las estrategias redentoras se fueron adecuando a los cambios en el modelo económico nacional.
Otra conclusión que surge de este relevamiento de la memoria colona es que, desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, las representaciones étnicas fueron ganando terreno sobre las nacionales. Si trazamos una progresión considerando las figuras históricas que fueron honradas en los aniversarios más importantes de Moisés Ville, la curva comienza con San Martín en 1939, continúa con el barón Hirsch en 1964 y finaliza con el rabino Aarón Halevi Goldman en 1989. Es decir, que pasaron de un prócer argentino, a una figura judía internacional, a un inmigrante judío, completando un arco que va de la nación al grupo vernáculo. El enfoque diacrónico de los lugares de memoria permite además asociar esos cambios en las representaciones con las distintas coyunturas locales y con sucesos internacionales, tales como el avance del nazismo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y la creación del Estado de Israel. En este sentido, si el clima imperante en 1939 fue determinante para que los emprendedores sobreactuaran los aspectos argentinos y relegaran la faz étnica, en 1964 se dio una situación inversa: la consolidación de las instituciones judías centrales y la aparición en escena del Estado de Israel permitieron a los emprendedores resaltar el derecho al pluralismo, motivados sobre todo por las alertas internas que anunciaban una pérdida de identidad en los jóvenes. Luego, el camino trazado a partir del centenario confirma la progresión hacia una postura pluralista, que sería refrendada desde los años noventa por distintas agencias del estado involucradas con la memoria judía al calor del nuevo paradigma multicultural.
La doble lectura que presenta el hecho de que, más allá de la reacción xenófoba y racista que despertó la versión cinematográfica de Los gauchos judíos en algunos sectores específicos, la película haya sido un notable éxito de taquilla, puede verse como un mojón dentro de ese sendero de cambio. Apenas siete años más tarde, la celebración de la etnicidad quedaría manifiesta en los primeros libros conmemorativos “aptos para todo público” que lanzó Manrique Zago, cuyo éxito de venta mostró que la sociedad comenzaba a correrse del discurso de una historia oficial apoyada en los próceres del diecinueve para ver a las minorías migratorias como protagonistas del proceso de construcción de la nación.
El pasaje de una memoria nacionalista y legitimante a otra étnica y pluralista también da cuenta de las peripecias de los emprendedores judíos, muchos de ellos líderes comunitarios interesados tanto en legitimar a la colectividad ante la sociedad receptora como en favorecer el auto-reconocimiento al interior del grupo. Esa tensión se aprecia desde los orígenes. Sólo se necesita volver sobre los textos de Los gauchos judíos, donde Gerchunoff incluyó capítulos que iban en ambas direcciones. O recordar cómo, cuando en la segunda mitad del siglo XX la comunidad judía organizada se alineó con el sionismo, la autoidentificación con la Argentina implícita en la memoria de la colonización se volvió problemática hacia el interior comunitario, interesado en reforzar los lazos con el Estado de Israel. El caso de las infructuosas denuncias de Jusid ante la DAIA por los actos antisemitas en el estreno de su película y el escaso espacio que ocupa la historia judeo-argentina en el curriculum judaico y en los institutos de formación docente de la red judía, justo en la época en que la memoria judía experimenta un boom apreciable en el cine, los museos, el turismo y la patrimonialización, son buenos ejemplos. Por eso, quizá la gran paradoja que debieron resolver los emprendedores fue cómo activar la legitimación apelando a los símbolos de la nacionalidad argentina, pero sin perjudicar el proceso de comunalización que dirigían, cuyo propósito era encolumnar a una población judía étnica e ideológicamente diversa detrás de un conjunto de instituciones centrales que la representaran ante el estado y le brindaran protección, servicios, continuidad y unidad. Dicho de otro modo: se enfrentaron con el consabido problema de cómo celebrar las bondades de la integración en las distintas esferas sociales y, a la vez, advertir a la grey acerca del peligro de una excesiva asimilación.
El caso de la activación patrimonial en Moisés Ville muestra un escenario distinto al del resto de los capítulos: allí, la pequeña comunidad judía local, aun siendo minoritaria, es la mayor depositaria del capital simbólico, cultural e incluso económico. Quienes han quedado fuera del relato que da identidad al pueblo son, naturalmente, los nuevos vecinos no judíos de la clase baja. El hecho de que la fiesta epónima inventada en 2005 haya descuidado la faceta de la colonización, para sumergirse en una dudosa moralina de integración cultural, sólo se debe a la circunstancia de que los nuevos vecinos conforman una porción creciente del electorado, al que los líderes de la política comunal no deben desatender si quieren mantenerse en sus cargos.
- Véase el nº 18, de 1934, íntegramente dedicado a la colonización.↵