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Una nueva mitología

De la escatología romántica
a la religión de Zaratustra

Alejandro Martín Navarro

Introducción

El estudio de la constitución y desarrollo de eso que en la historia de las ideas ha devenido en llamarse Frühromantik resulta extremadamente interesante desde muchos puntos de vista. En primer lugar, porque se trata de un momento, quizá como pocos en la historia, en que elementos de la cultura bien heterogéneos confluyen para impregnarse recíprocamente y hacerse indiscernibles unos de otros. En segundo lugar, porque atender a la génesis conceptual del Romanticismo temprano supone verdaderamente adentrarse en un colosal edificio filosófico donde están implicados debates clásicos de la historia de la filosofía y donde se abren, al mismo tiempo, las ventanas a las novísimas filosofías del siglo XIX. Tan complejo y rico es ese período comprendido aproximadamente entre 1795 (fecha en que Novalis redacta sus Fichte-Studien) y los primeros años del siglo XIX, del que son posibles multitud de discursos complementarios sobre los verdaderos motivos de su génesis. Así, por ejemplo, Manfred Frank[1] ha trazado un espectacular árbol genealógico que explora los problemas irresueltos del kantismo y la manera en que, a través de la obra de Reinhold, estos pasaron a formar parte de la herencia filosófica de los primeros románticos. En cambio, Javier Hernández-Pacheco[2] ha enfocado el surgimiento de la paideia romántica precisamente en lo que tiene de movimiento revolucionario, en el que la potencia artística del lenguaje estaba llamada a unificar la nación alemana, pero también a servir de instrumento para una nueva cultura (Bildung) que superase las escisiones y contradicciones propias de la modernidad. Por poner un último ejemplo, es posible también, como he ensayado yo mismo en alguna ocasión siguiendo el trabajo de los grandes especialistas en el tema, explorar el nacimiento del Romanticismo desde el punto de vista de la historia de las ideas religiosas, de tal manera que aquel recogería el testigo de esa Reforma de la Reforma que tanto Novalis como Schlegel consideraron imprescindible y que, por otra parte, entroncaba con tradiciones heterodoxas cristianas que hunden sus raíces en la Edad Media y se desarrollan en la Moderna[3].

Se enfoque como se enfoque, el discurso en torno a la génesis de la Frühromantik siempre tendrá una forma inevitablemente polifónica, si pretende ser completo y atender a la compleja naturaleza de la cosa misma. Por desgracia, muchos estudios filosóficos sobre el Romanticismo temprano alemán siguen respondiendo a un prejuicio típico de la realidad parcelada del trabajo investigador de nuestro tiempo: se sigue pensando que, puesto que se trata de autores que consideramos pertenecientes a la disciplina llamada “filosofía”, sus textos deben ser interpretados a la luz de lo que han dicho otros textos pertenecientes a esa misma disciplina. Ello hace, por ejemplo, que se siga hablando del Romanticismo temprano como un simple preámbulo del “idealismo” y que a veces se siga interpretando su pensamiento como respuesta a problemas casi exclusivamente propios de la teoría del conocimiento, del mismo modo como se hizo, durante mucho tiempo, con el pensamiento de Fichte, Schelling y Hegel. Pero lo cierto es que se desvirtúa el pensamiento alemán de finales del siglo XVIII si nos empeñamos en seguir leyéndolo en esos términos, además de bajo las expectativas prejuiciosas de lo que debe ser un pensamiento filosófico “ilustrado”. Frente a esto, un análisis detenido del horizonte contextual del Romanticismo muestra, como por cierto ocurre con el propio Kant, que sus lecturas y problemas no son solo –ni siquiera mayoritariamente– de naturaleza gnoseológica, sino que autores, textos y temas procedentes del ámbito de la estética, de la política y de la teología reclaman ser atendidos con igual interés. Si Kant está repensando la herencia pietista en términos de moralidad secularizada, Novalis y Schlegel están reconduciendo el potencial utópico del pietismo; de ahí que citen a Böhme y Paracelso tanto como a Kant y Fichte.

En el caso que nos ocupa, es decir, en las próximas páginas, me gustaría ensayar una perspectiva que permita una visión amplia sobre este asunto, aunando en lo posible las perspectivas filosóficas, teológicas y político-pedagógicas. En concreto, me gustaría explorar de qué modo las preocupaciones teológicas de los primeros románticos asumen una forma específica de escatología que había quedado marginada en las ortodoxias católica y luterana, y cómo esa preocupación escatológica nos permite recorrer una senda que conduce hasta Nietzsche y que se pierde luego en la tierra, siempre neblinosa, del presente. La tesis principal dice así: la búsqueda romántica de una nueva mitología tiene que ver con la necesidad de construir el sustrato cultural de una nueva religión (una “religión del corazón”, al estilo de la preconizada por Spener) que gire en torno a la construcción del Reino de Dios en la Tierra. La apoteosis de la historia viene preconfigurada por un tiempo de máxima oscuridad, de la misma manera que, en la enseñanza de Zaratustra, el desierto de dos siglos de nihilismo prefigura la venida del Übermensch. Voy a organizar el desarrollo de este relato en tres tiempos: en primer lugar, explicaré las cuestiones teológico-filosóficas que se plantean en la órbita de la filosofía kantiana; en segundo lugar, narraré el modo en que esas cuestiones se desarrollan dentro de la obra de los primeros románticos; y, por último, trazaré el itinerario que conduce, desde esas mismas cuestiones, a la decisión nietzscheana de dar un formato religioso y mitológico a sus propias ideas.

Kant y el Reino de Dios

Los inicios del Romanticismo alemán tienen que ver, como decimos, con la confluencia de diversas fuentes que arrastran tendencias espirituales bien diversas. Es evidente, por ejemplo, que el primer Romanticismo alemán retoma los problemas específicamente filosóficos heredados del kantismo. Veámoslo un momento. Es habitual que, en las exposiciones al uso de la filosofía moral kantiana, se subraye inmediatamente la diferencia entre la inclinación y el deber. Es habitual porque el propio Kant se esfuerza en presentarla como tal. La inclinación tiene un contenido empírico y nunca podría, por sí misma, ser objeto de un querer universal; el deber, en cambio, se ajusta a la razón en cuanto reconoce una ley válida para todo sujeto. Sin embargo, conviene observar detalladamente este punto de la ética kantiana, porque contiene una paradoja que será crucial para el desarrollo posterior de la obra de Schiller y, con ella, la del Romanticismo alemán en su conjunto. La paradoja podría enunciarse así: la inclinación obstaculiza la comprensión del deber, pero es necesaria para su ejecución. La resolución de esta paradoja pasa por comprender lo siguiente: para Kant, lo que caracteriza a la razón en su dimensión práctica es, si se nos permite la expresión, la actividad de un deseo absoluto, es decir, una inclinación que no tiene como objeto esta o aquella realidad, sino la totalidad del bien, esto es, la vigencia universal de una ley que debe ser pensada como necesaria para todo ser racional. La inclinación y el deber se dan la mano allí donde comprendemos que la esencia misma de la razón consiste en ser deseo de absoluto, tanto en su dimensión teórica (esto es, lo que significan las ideas regulativas), como naturalmente en su aspecto práctico. Ahora bien, lo que aparentemente no es más que una tesis de carácter ético toma en seguida una dimensión religiosa, pues ¿qué es lo absoluto, la totalidad del bien anhelada por la razón, si no ese triunfo de un Reino de Dios en la tierra predicado por la religión cristiana? Esta identificación se encuentra ya en el propio Kant, que la formula explícitamente en sus Lecciones de ética (1775-1781) y también, de otra manera, en su famoso texto titulado La religión dentro de los límites de la mera razón (1792-1794). La tesis es la siguiente: el contenido último de la fe cristiana es la llamada a una acción moral en la historia. En verdad, “a Dios no le interesa la acción, sino el corazón”[4], lo que significa que el centro de la Revelación no es un contenido doctrinal, sino la llamada a una moralidad pura. La fe cristiana tiene entonces como objetivo su autodisolución, pues su núcleo moral incandescente destruye las formas degradadas de libertad (dogmas, supersticiones, idolatrías) que le han sido superpuestas:

El principio –de una fe de Iglesia– que remedia o previene toda ilusión religiosa es que, además de las tesis estatutarias de las que por el momento no puede prescindir del todo, esa fe de Iglesia ha de contener en sí a la vez un principio por el cual haya de producirse la Religión de la buena conducta, como la verdadera meta, para poder un día prescindir de aquellas tesis.[5]

Si la religión lucha entonces contra el mal en pos de la creación del Reino de Dios en la tierra, la historia es el campo en que tiene lugar esta batalla. La historia es, entonces, el producto de una razón llamada a transformar el mundo empírico hasta hacerlo reconocible y aceptable por esta misma razón. Según esta tesis, la historia tiende a un punto cero en que ya no será historia propiamente, es decir, el relato de una escisión y de una insuficiencia, sino el escenario del absoluto triunfo de la razón sobre sus condicionamientos empíricos, lo que significa que la historia apunta a su disolución escatológica. Novalis lo explicará así: “Absoluta abstracción, aniquilación del presente, apoteosis del futuro, del mundo propiamente mejor: este es el núcleo del mandato del cristianismo”.[6] La historia se diluye en poshistoria en la medida en que la religión se diluye en moralidad.

Así pues, lo que en último término se puede extraer de la filosofía moral kantiana en relación con la religión es precisamente que la fe religiosa no es un corpus dogmático, sino solo la forma (racional) de las obras, aquello que queda oculto en la acción en cuanto origen suprasensible de esta, tal y como se explica en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón práctica.[7] La dificultad clásica en la filosofía moral kantiana tiene que ver, como decíamos, con el hecho de que la inclinación siempre se opone al deber, pero, por otro lado, no es posible actuar sin sentir algún tipo de inclinación. La solución a este problema en el núcleo de la ética kantiana consiste en comprender que existe un tipo de inclinación moral –esto es, una inclinación que no lo es de esto o aquello– que no depende de deseos empíricos e inmediatos del hombre, sino que es inclinación de la razón por aquello que ella misma es: deseo de lo absoluto, deseo absoluto. Si la razón tiende a lo universal e incondicionado, el deseo propiamente racional ha de ser deseo de lo universal e incondicionado. La razón, en su esfuerzo moral, busca pues la apoteosis de la historia, la transformación de todo condicionamiento empírico en un reino de libertad. La razón persigue, desde sí misma, la erección de un Reino de Dios en la tierra. Así es como confluyen moralidad y religión en la filosofía de Kant.

Empezamos este epígrafe diciendo que el Romanticismo se gesta en parte heredando problemas puramente filosóficos del kantismo. A estas alturas, podemos comprobar que ni siquiera semejantes problemas son puramente filosóficos, pues en realidad reflejan un conflicto que estaba teniendo lugar –podemos decir, paralelamente– en el seno de la Reforma protestante. A ojos de Hegel, la Reforma representaba el triunfo de la libertad individual sobre la sumisión eclesiástica. Pero su desarrollo histórico niega tal interpretación. Novalis y Schlegel, pero también el propio Kant, ya habían visto que la Reforma luterana suplantó la vieja sumisión a la autoridad papal por una nueva sumisión al texto, sustituyendo la verdadera religiosidad por una filología, o, como Novalis la llama, por una “Bibliolatría”. Así describe Novalis la Reforma y lo que trajo consigo:

El odio contra la religión se extendió de forma natural contra todos los objetos del entusiasmo, se anatemizó la fantasía y el sentimiento, la moralidad y el amor al arte, futuro y prehistoria; a duras penas puso al hombre a la cabeza de los seres naturales, e hizo de la infinita música creadora del cosmos el ruido informe de un Molino monstruoso, que impulsado por la corriente del azar en inmerso en ella es un Molino sin constructor ni molinero, propiamente un auténtico perpetuum mobile, un Molino que se muele a sí mismo […]. Los miembros [de la Iglesia reformada] se ocuparon sin descanso en limpiar de poesía la naturaleza, la faz de la tierra, el alma humana y las ciencias; en desterrar toda huella de lo santo, la memoria de todo acontecimiento edificante.[8]

Este motivo explica el hecho de que tanto Kant como los primeros románticos buscaran reconducir la tarea reformista hacia el camino de una religión del corazón y que lo hicieran en el seno de una tradición que es en sí misma religiosa, que procede de la obra de Spener y sus Collegia pietatis, y que a su vez se enmarca en la pervivencia del quiliasmo en Zinzendorf y en los Hermanos Moravos, en el panteísmo visionario de Valentin Weigel, en la mística de Jacob Böhme y de Gottfried Arnold, etc. Es esta tradición religiosa la que, unida a las reflexiones kantianas y poskantianas, convergió en la constitución del Romanticismo temprano alemán.

Escatología romántica y mitología de la razón

La historia es el escenario de una batalla que tiene lugar entre los condicionamientos empíricos y la incondicionalidad de la razón. Todo cuanto existe gime con dolores de parto, es decir, exigiendo desde dentro su transformación en una realidad absolutamente libre e incondicionada. El mundo aún no es aquello que verdaderamente es en su esencia. Por eso, como dice Schlegel, “el deseo revolucionario de realizar el Reino de Dios es el punto elástico de la formación progresiva, y el principio de la historia moderna”.[9] La revolución, y muy especialmente la Revolución francesa, es meramente el fracaso de un mandato moral y a la vez el símbolo de que ese mandato sigue vigente y a la espera de su realización definitiva.

Fue Friedrich Schiller quien antes asumió las consecuencias políticas, religiosas y estéticas contenidas en el descubrimiento kantiano de una –llamémosla así– razón escatológica. Y es absolutamente importante que fuera Schiller quien hiciera este descubrimiento y el primer desarrollo de tal tesis, por muchos motivos. En primer lugar, por un motivo prosaico pero fundamental: Schiller se encontraba en Jena entre los años 1789 y 1799, es decir, en los años decisivos para la formación del que fue llamado precisamente Círculo de Jena. Novalis, sin ir más lejos, asistía en la Universidad a sus exitosas clases sobre historia universal. En segundo lugar, porque el giro estético que imprimió Schiller a la filosofía kantiana fue decisivo para el desarrollo de esta, no solo en el Romanticismo, sino en buena parte de la filosofía europea del siglo XIX, muy especialmente en Nietzsche.

Para Schiller, la vida es la representación estética de una lucha de la razón por imponerse a la finitud y a todo lo que esta conlleva. Esta lucha no es posible sin el sufrimiento. Hay sufrimiento en la esencia de todas las cosas (aquí se atisba el itinerario intelectual de Schopenhauer y Mainländer) porque las cosas están en tensión: la tensión de la historia, la violencia de una realidad que se empeña en su carácter condicionado. Así lo explica Schiller:

Si la inteligencia debe manifestarse en el hombre como una fuerza independiente de la naturaleza, esta debe antes haber mostrado ante nuestros ojos todo su poder. El ser sensible debe sufrir profunda y fuertemente, debe haber pathos, para que el ser racional manifieste su independencia y pueda representarse actuando.[10]

La explicación es estética, casi de teoría del arte, pero esconde una ontología de largo alcance. La destrucción, la muerte, el envejecimiento, el dolor son solo el medio por el que la vida se renueva a sí misma, lucha por emerger de un modo más perfecto. Novalis lo explicará así: “Toda vida es un proceso de renovación exuberante, que solo por el lado de la apariencia conlleva un proceso de destrucción”.[11] Al proceso en que consiste la vida misma, en cuanto lucha por la autorrealización del espíritu, Novalis lo llamará “poesía”. La poesía es la esencia del mundo que se expresa en la renovación de todas las cosas:

La poesía es el gran arte de construcción de la salud transcendental. El poeta es por tanto el médico trascendental. La poesía hace y deshace con el dolor y el deseo, gana y desgana, error y verdad, salud y enfermedad, mezcla todo eso para su gran fin de todos los fines: la elevación del hombre sobre sí mismo[12].

Como vimos en el epígrafe dedicado a Kant, la concepción de la historia como la progresiva transformación de lo empírico por parte de lo racional va ligada a una concepción de la religión como impugnación del carácter insuficiente del mundo, y es inseparable de ella. Es decir, la condena religiosa de la idolatría es el correlato teológico de la condena moral de la realidad empírica. Condenable y criticable es todo aquello que pretende erigirse en absoluto sin serlo. Pero esto incluye a la propia religión: la religión, entendida como constructo normativo, dogmático y ritual, debe ser sometida al mismo tribunal con que la razón juzga a la realidad entera. Por eso, las sucesivas reformas acontecidas en la religión abrahámica son acción de este tribunal, ante el cual fueron llevadas las derivas históricas de esta, incluida la Reforma protestante. Así hay que leer a Novalis cuando se queja: “El Espíritu Santo es mucho más que la Biblia. Él debe ser nuestro Maestro del cristianismo, y no la letra muerta, terrenal y ambigua”.[13] De hecho, en Jena hay constancia de la presencia de una Sociedad de los Hombres Libres justo en los años en que coincidieron allí Schiller y los jóvenes románticos, sociedad que habría sido vehículo de ideas heterodoxas a medio camino entre el deísmo, el pietismo y el panteísmo.[14]

Pero si esto es así, es decir, si la religión debe ser sometida al tribunal de la razón (un tribunal, por lo demás, que la religión misma produce y predica), es fácil poner en cuestión las viejas ideas acerca de qué son Dios, la Sagrada Escritura, la Redención o el Pecado. El concepto de un ser absoluto no puede reducirse sin más a un concepto definido y definitivo de él, e igual sucede con la Biblia: un texto es sagrado cuando expresa y predica el mensaje de un Reino de Dios aún no alcanzado en la historia:

La idea de Lutero acerca de la expiación y el mérito de Cristo. Concepto de un Evangelio. ¿No se puede pensar en la creación de más Evangelios? ¿Debería esta creación ser fielmente histórica? ¿O es la historia solo un vehículo? ¿Por qué no un Evangelio del futuro? Confluencia con Tieck, Schlegel y Schleiermacher para tal fin.[15]

También frente a la ortodoxia luterana de un Dios opuesto al individuo puro, aparece en Novalis la idea de que “nada es más necesario para la verdadera religiosidad que una mediación que nos comunique con la divinidad. De forma inmediata, el hombre no puede ponerse en contacto con ella. En la elección de esa mediación debe ser libre el hombre”.[16] El pecado, entendido como insuficiencia, como déficit, alcanza a la creación entera en cuanto esta se encuentra en un estado caído. Y, por tanto, la Redención debe alcanzar a la realidad en su conjunto: “Si Dios puede hacerse hombre, también puede hacerse piedra, planta, animal y elemento, y quizá hay así una redención continua en la naturaleza”.[17]

No resulta difícil distinguir aquí los ecos de un panteísmo de orígenes diversos y que alcanza su formulación más definida dentro del contexto de la filosofía poskantiana en el famoso texto titulado El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán, donde se proclama: “Monoteísmo de la razón y del corazón; politeísmo de la imaginación y el arte: esto es lo que necesitamos”.[18] Con la identificación entre Dios y la naturaleza, o la divinización de la naturaleza, ocurre lo mismo que comentábamos al principio respecto a la doble dimensión filosófica y religiosa que tiene el Romanticismo alemán. De la primera fue responsable principalmente Spinoza y la revalorización de su obra que tuvo lugar de mano de Lessing, especialmente cuando Jacobi hizo pública la adhesión spinozista de quien era tenido por uno de los grandes faros intelectuales del momento. De la segunda fueron responsables las múltiples derivas de la heterodoxia cristiana que, desde la Edad Media, se habían extendido por amplias zonas de Centroeuropa. Aquí encontramos algunas de las tendencias mencionadas antes (Weigel, Zinzendorf, Böhme…) que, si bien no siempre eran explícitamente panteístas, sí abrían la puerta a una consideración menos dualista de la relación entre Dios y el mundo.

Este planteamiento religioso modificó radicalmente el uso del lenguaje como herramienta de expresión de la realidad. El lenguaje debe ser forzado a expresar esa unidad última que la apariencia de las cosas –o las cosas en su estado presente– oculta. El resultado de esa violencia es la poesía romántica, el fragmento como género y la nueva mitología como proyecto cultural. El entendimiento está instalado en el marco de lo limitado: tal es el punto de partida de los Fichte-Studien de Novalis. Por tanto, es necesario ir más allá del entendimiento y del lenguaje que le sirve, esto es, del juicio. El sujeto es excéntrico porque está fuera del centro. Y está fuera del centro porque, a partir de la crítica de Reinhold y de los escritos de Fichte en que se basó Novalis, ya no es posible pensarlo sin más como un elemento estabilizador de lo real. Pero con esto, Novalis libera el vínculo tradicional de libertad-subjetividad: la verdadera libertad, la libertad absoluta, no es aquella que se genera en el marco de una conciencia subjetiva férreamente estructurada (tal cual es el “entendimiento” analizado por Kant), sino aquella que es previa al surgimiento de la escisión subjetiva, la libertad en que consiste la naturaleza misma: el caos creador, inconsciente, originario, con relación al cual la conciencia siempre es algo que viene de vuelta. Por tanto, ni el entendimiento ni el lenguaje predicativo son el instrumento adecuado de acceso a lo absoluto. Es necesario ir más allá de ambos y configurar una herramienta de expresión acorde a esta idea. Tal terminó siendo el papel encomendado por el Romanticismo temprano a la poesía, es decir, al lenguaje quebrado, roto, connotativo y simbolista, en cuanto vehículo de aquello que, por ser absoluto, no puede ser nunca traído definitivamente a la luz de la palabra y del entendimiento: “Poeta y sacerdote eran al principio lo mismo, y solo en tiempos posteriores se separaron. Pero el verdadero poeta ha permanecido siempre sacerdote, como el verdadero sacerdote ha sido siempre también poeta”.[19] En expresión de Schlegel,

la belleza más alta, incluso el más alto orden no es otro que el del caos, el de un caos que espera el roce del amor para desarrollarse en un mundo armónico, el de un caos como fue la antigua mitología y poesía. Pues ambas, mitología y poesía, son una sola e inseparable cosa[20].

También Schleiermacher, por completar la tríada intelectualmente más brillante del Círculo de Jena, defiende esta misma idea cuando dice:

Después de cada incursión de su espíritu en lo Infinito, debe exteriorizar la impresión que este haya producido en él, como un objeto comunicable mediante imágenes o palabras, para gozar de nuevo de él transformado en otra figura y en una magnitud finita, y él debe, por tanto, incluso involuntariamente y, por así decirlo, lleno de entusiasmo […], exponer a los demás lo que le ha acontecido a él, como poeta o vidente, como orador o artista. Un tal individuo es un verdadero sacerdote del Altísimo[21].

Por lo tanto: si absoluto es aquello que queda siempre como objeto de anhelo de una razón en marcha sobre la historia, la expresión lingüística de dicho anhelo en la poesía romántica tendrá la forma de una mitología de carácter profético y escatológico. La poesía recoge así el testigo de una racionalidad fracasada, pero no como antítesis de esta (tal ha sido la recepción popular del Romanticismo), sino precisamente como su culminación más perfecta. Fueron Schiller y Fichte quienes pronto comprendieron que la representación artística que reclamaba la nueva época moderna debía apuntar al pasado solo en la medida en que pudiera servir de modelo a una apoteosis final de la historia:

Concebido idealmente –en cuyo punto de vista es inalcanzable, como todo lo ideal– [el estado de naturaleza] es aquella Edad de Oro del placer sensible sin trabajo corporal que describen los antiguos poetas. Está por tanto ante nosotros lo que Rousseau y aquellos poetas ponían tras nosotros bajo el nombre de un estado de naturaleza. (Por cierto, es un fenómeno que aparece frecuentemente en el mundo antiguo el describir como lo que ya hemos sido aquello que debemos alcanzar, y representarlo como algo perdido)[22].

La filosofía y la poesía se unieron así en la búsqueda de una nueva mitología para el hombre moderno, que cumpliera con las exigencias de la razón tanto como con la necesidad de sensibilidad que forma parte de la naturaleza humana. La poesía y la filosofía románticas, unificadas en un género nuevo, llevan sobre sí el anhelo de absoluto que la razón (kantiana) piensa como exigencia irrenunciable en la historia. El propio Novalis había dejado escrito en su Allgemeinen Broullion lo siguiente: “La filosofía es fundamentalmente antihistórica. Va desde lo futuro y necesario hacia lo real; ella es la ciencia del sentido de divinación general. Explica el pasado desde el futuro, a pesar de que en la historia sucede lo contrario”.[23] La historia se justifica en aquello hacia lo que apunta al final de un tiempo de degradación y pérdida. A esto último se refería Nietzsche cuando afirmó: “Fui desterrado de las patrias y las matrias. Por eso solo amo ya el país de mis hijos, el oculto, en el mar más lejano”.[24]

Nietzsche y la búsqueda de una religión posnihilista

La obra colectiva del Romanticismo, fruto de esa actividad que sus protagonistas llamaron symphilosophieren, tiene como resultado una concepción cuasipanteísta de Dios, en el sentido de que este es una fuerza presente y actuante en la naturaleza. Lo absoluto es la fuerza viva de todas las cosas que las empuja –a través del tiempo y de la historia– hacia su propia plenitud. De acuerdo con esa concepción de la divinidad, como decimos, hay también una conciencia de la necesidad que tiene el hombre moderno de una nueva mitología, de un conjunto de símbolos, de historias, de representaciones sensibles que transmitan la esperanza escatológica en una redención definitiva. Mitología y poesía se funden para abrir paso a una nueva religiosidad, en la que los juicios sobre qué cosa sea la divinidad tienen mucha menos importancia que la contemplación estética de aquello que vibra en el interior de todo cuanto existe, y mucha menos importancia también que la esperanza en un futuro escatológico.

No es nuestra intención aquí –por falta de tiempo, espacio y seguramente conocimientos– trazar la línea histórica precisa que conduce desde estos planteamientos hasta la obra que Nietzsche mismo consideró el cénit de su filosofía: Así habló Zaratustra. Pero sí convendría apuntar al menos cómo la nueva religiosidad abierta y posibilitada por el Romanticismo alemán confluye en algunos de los grandes temas de dicha obra y, más allá de ella, en el destino general de lo religioso en nuestro tiempo. En primer lugar, en la propia concepción de la obra en cuanto nueva mitología, que el mismo Nietzsche reconoció cuando llamó a su Zaratustra “quinto Evangelio” y “texto sagrado”.[25] Sloterdijk recomienda leer el Zaratustra, ante todo, como una “catástrofe en la historia del lenguaje”.[26] Y es imprescindible atender a ese hecho a lo largo de toda la obra: atender a esa conjunción de profecía, poesía y mitología. Los primeros románticos enseñaron que solo el fragmento, la palabra quebrada, el discurso incapaz de contener en sí definitivamente toda la realidad, puede obrar el milagro de, como decía Schiller, “hacer visible lo invisible”.

La obra cumbre nietzscheana se concibe a sí misma, pues, como nueva mitología. Su estructura y estilo no son producto de una mera intención polémica o caricaturesca del autor. Al contrario, muestran su verdadera naturaleza. La cuestión que se plantea, ante esta hipótesis, es cómo puede una filosofía radicalmente atea como la de Nietzsche albergar en sí el proyecto de una mitología. Para comprender este punto, es necesario atender detenidamente a la forma específica de ese ateísmo, y solo hay que pensar en el famoso texto del loco, en La gaya ciencia, para formarse una idea aproximada de aquel. Para Nietzsche, la experiencia de la “muerte de Dios” es una realidad histórica y, por tanto, no es el objeto de una mera negación de la tesis “Dios existe”. La muerte de Dios es una historia: la historia del progresivo debilitamiento de los fundamentos metafísicos de Occidente. El vacío valorativo de un Dios que era nada se desvela al final como nihilismo. Por este motivo, dice Zaratustra a los ateos del mercado: “Sois estériles; por eso también os falta fe”.[27] Ahora bien, el momento de la muerte de Dios es producto de su propia historia. De la misma manera que el cristianismo combatió el fariseísmo y la Reforma protestante, el catolicismo, así la Buena Nueva que anuncia Zaratustra combatió el cristianismo desde sus propios supuestos. Por lo tanto, el mensaje de veracidad y de amor que lleva en sí el cristianismo terminó volviéndose contra él en su forma histórica determinada. El cristianismo, una vez más, resultó insuficiente a la luz de sus propios supuestos. Pero Nietzsche sabía que, en su crítica al cristianismo, repetía su gesto y ocupaba su lugar, un lugar (el lugar de lo absoluto, siempre insatisfecho en la historia) que ahora reclamaba ser llenado: “En otro tiempo se decía Dios cuando se miraba hacia mares lejanos; pero ahora yo os enseñé a decir: superhombre”.[28] Zaratustra se sitúa en el lugar mismo dejado por Dios para mantener una escatología salvífica.

El Así habló Zaratustra supuso, pues, un intento por construir una nueva mitología, ahora que resultaba evidente que el resentimiento, el odio a la vida y al cuerpo, a la sensibilidad y a los impulsos, infectaban la médula de nuestra historia espiritual. En los primeros románticos ya se encontraba, al analizar la crisis de Europa, esta misma necesidad de reivindicar todo aquello que había sido olvidado y desterrado por la filosofía y la religión tradicionales. La obra de Schiller es una muestra de ello. Para Novalis, por su parte,

hay solo un templo en el mundo, el cuerpo humano. Nada es más santo que esta forma suprema. Inclinarse ante un hombre es un homenaje a esta revelación en la carne […]. Se toca el Cielo cuando se acaricia un cuerpo humano.[29]

La santidad de la tierra se manifiesta especularmente en la santidad del cuerpo. La tierra tiene, de hecho, el mismo grado de realidad que nuestros afectos. El mundo es también para Niezsche, según leemos en Más allá del bien y del mal, “una forma más primitiva del mundo de los afectos, en la que todo está dispuesto todavía en una poderosa unidad que luego se ramifica y configura en el proceso orgánico”.[30]

En esta necesaria construcción de una mitología posnihilista, tiene gran importancia la referencia a un pasado original previo a la caída. Un pasado que, como en el caso de la mayoría de clásicos y románticos, se remonta a Grecia, al estado espiritual en que dioses y mortales habitaban la Tierra de una manera armónica, es decir, en justo acuerdo con el orden jerárquico de la vida. Los inicios del interés de los griegos en la filosofía alemana se remontan, al menos, a Winckelmann[31]. Para Nietzsche, la reivindicación de lo clásico en los ambientes culturales europeos padecía de una evidente falta de comprensión de aquel estado espiritual:

¡Formación clásica! Si al menos hubiese en ella tanto paganismo como Goethe halló y ensalzó en Winckelmann –que en absoluto fue demasiado–. En cambio, es todo el falso cristianismo de nuestro tiempo lo que se da o ronda por ahí en medio –esto es demasiado para mí y debo componérmelas mientras llega el día en que pueda dar salida a mi repugnancia al respecto–. En relación con esta “formación clásica”, se cree, como si dijéramos, en la magia; ahora bien, como es natural, quienes todavía tienen en más alta estima a la Antigüedad son también quienes más estiman dicha formación, los filólogos: pero, ¡qué hay en ellos de clásico![32].

La Grecia con la que se encontró Nietzsche es, como se sabe, la de Heráclito y Demócrito, quienes pensaron la unidad del devenir, pero también la de esa vida estética, religiosa y afectiva que se manifiesta en las tragedias, en las artes y en la música. La importancia de este modelo pretérito para la construcción de una cultura del futuro la explicó bien Borsche cuando dijo:

Nietzsche está convencido de haber redescubierto la filosofía griega más antigua, pero es consciente de que la novedad de este descubrimiento se debe a la perspectiva de su tiempo y de su situación, porque cada nueva situación requiere de su propio pasado. Lo que él ha descubierto [en la Grecia antigua] es, aparte del ideal del filósofo, ante todo el modelo de una filosofía del futuro, a la que ve como una cura posible y necesaria para la miseria intelectual de su tiempo.[33]

El ejemplo griego tiene en Nietzsche, como en los primeros románticos, ese doble valor que Taubes adjudica al tiempo escatológico: el pasado como tiempo dorado es, a la vez, símbolo del futuro escatológico. “El despuntar de la nostalgia de la propia tierra anuncia el retorno a casa que se está comenzando”.[34] La Edad de Oro no es un tiempo perdido ni un Paraíso del que la humanidad hubiera sido definitivamente expulsada, sino que es a la vez un estado futuro, aquello hacia donde apuntan las fuerzas espirituales del presente. Por eso decía Novalis que

llegará la Edad de Oro cuando todas las palabras sean palabras de un personaje, mitos, y todos los personajes sean figuras del lenguaje, jeroglíficos, cuando se aprenda a escribir y a decir personajes, y a moldear e interpretar musicalmente las palabras[35].

También la religión primigenia, aún no contaminada por el nihilismo, señala el camino al futuro espiritual de la humanidad: “Entre los antiguos era la religión hasta cierto punto lo que para nosotros debe llegar a ser: poesía práctica”.[36]

El futuro escatológico es siempre un futuro abierto. La apoteosis de la historia carece de forma. Por eso es necesaria la predicación de Zaratustra. La crítica del presente ata al espíritu a las cadenas de lo condicionado, de lo que ya ha sido y al inevitable fracaso de todas las cosas, si no tuviera como complemento la exaltación mesiánica de un final de la historia hacia el que la realidad converge como su propia meta. Así se expresó el profeta nietzscheano:

Pero yo y mi destino, no hablamos para el Hoy. Tampoco hablamos para el Nunca: tenemos paciencia para hablar, y tiempo, y más que tiempo. Pues un día él habrá de venir y no le estará permitido pasar de largo.

¿Quién tiene que venir un día y no tendrá permitido pasar de largo? Nuestro gran Hazar, esto es, nuestro gran y lejano reino de los hombres, el reino de los mil años de Zaratustra.

¿Cómo de lejana es esa lejanía? ¡Qué más da! No por ello es para mí menos firme, con ambos pies me yergo, seguro, sobre ese fundamento, sobre un fundamento eterno, sobre una dura piedra primigenia, en estas montañas primigenias, las más altas y duras de todas, a las que acuden todos los vientos como a una divisoria meteorológica, preguntando dónde, desde dónde y hacia dónde.[37]

Lo que aporta Nietzsche con su Zaratustra no es simplemente la forma literaria de su filosofía anterior. Es un paso más en esta y –según nos confiesa su autor– su culminación, incluso a la luz de textos posteriores. El hombre necesita una nueva mitología, una transformación de las imágenes, las metáforas, los personajes que sirven de casa espiritual del futuro. La actualidad de esta idea no pasa solo por constatar el legado del Zaratustra en los textos considerados parte de la cultura contemporánea, sino más bien por comprender que la esencia misma de la religión consiste en este intento de acceder al fondo sagrado de la realidad, justamente aquello que queda ocultado por las sucesivas formas de idolatría, esto es, de confusión de lo absoluto con aquello que no lo es. Pero lo absoluto carece de forma. De ahí que el acceso a él solo pueda darse a través de un lenguaje que, como ya vieron los románticos, necesariamente va más allá de la estructura predicativa del entendimiento. Solo la mitología habla el lenguaje de lo absoluto, el lenguaje de lo incompleto, de lo ausente, de lo que está por venir. Para Nietzsche, la oscuridad del presente es signo de la necesidad de un futuro escatológico:

El ahora y el ayer en la tierra –¡ay! amigos míos– eso es para mí lo más difícil de llevar; y yo no sabría vivir si no fuera un profeta de lo que ha de venir. Un profeta, un hombre que quiere, un creador, un futuro incluso y un puente hacia el futuro –y, ay, al mismo tiempo también un lisiado junto a ese puente: todo esto es Zaratustra.[38]

De manera similar se expresa Novalis:

Que el tiempo de la resurrección ha llegado, y precisamente esos acontecimientos que parecían estar dirigidos contra su vivificación y amenazaban con completar su declive se han convertido en los signos más claros de su regeneración, de todo esto no puede dudar un carácter histórico. La verdadera anarquía es el elemento generador de la religión. De la destrucción de todo lo positivo eleva ella su gloriosa frente como nueva fundadora del mundo.[39]

La religión histórica ha fracasado, pues ha servido como instrumento de una negación valorativa de la existencia. Pero aún es posible una religión de la abundancia, una espiritualidad construida sobre los cimientos de una mitología posnihilista. En las imágenes de las montañas, los lagos, los animales, toma forma el anhelo nietzscheano de un acercamiento a lo verdaderamente sagrado, al corazón de la tierra que, según nos dice, está hecho de oro. La historia se extravía por innumerables senderos, pero la vida –esa poesía que palpita, según la intuición romántica, en todas las cosas– puede crear una nueva casa espiritual para la humanidad. Una casa que lo es a la vez de retorno y de conquista. “Hubo mil metas hasta ahora, pero todavía falta Una meta. Aún no tiene meta la humanidad”:[40] Construir esa meta es la tarea de una nueva religión.


  1. Cf. Frank, M., Der kommende Gott. Vorlesungen über die neue Mythologie (Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1982), Einführung in die Frühromantische Ästhetik (Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1989), Unendliche Annäherung. Die Anfänge der philosophischen Frühromantik (Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1997).
  2. Cf. Hernández-Pacheco Sanz, J., La conciencia romántica, Tecnos, Madrid, 1995.
  3. Cf. Martín Navarro, A., “La Cristiandad insatisfecha. Novalis y las heterodoxias religiosas del siglo XVIII” (Estudios filosóficos, Vol 58, n.º 169, 2009, pp. 483-500), “Derivas de la conciencia religiosa entre el romanticismo y Hegel” (Yo y tiempo. La antropología filosófica de Hegel, número especial de Contrastes, Málaga, 15/2, 2010, pp. 391-398), “Schiller y la teología romántica de la historia” (Reflexión, Sevilla, Universidad de Sevilla, n.º 4, Tercera Época, 2011).
  4. Kant, I., Lecciones de ética, Barcelona, Crítica, 2002, p. 74.
  5. Kant, I., La Religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza, 2007, p. 211.
  6. Novalis, Novalis Schriften: die Werke Friedrich von Hardenbergs, III, Stuttgart-Berlin-Köln-Mainz, Kohlhammer Verlag, 1968, p. 469. Esta edición incluye los siguientes tomos: I, Das literarische Werk, 1960; II, Das philosophische Werk I, 1965; III, Das philosophische Werk II, 1968; IV, Tagebücher, Briefwechsel, Zeitgenössische Zeugnisse, 1975.
  7. Kant, I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1967, p. 82, y Crítica de la razón práctica, Salamanca, Sígueme, 2002, p. 44.
  8. Novalis, Novalis Schriften, op. cit., p. 515.
  9. Schlegel, F., Athenäums-Fragmente, en Kritische Friedrich-Schlegel-Ausgabe, tomo II, München-Paderborn-Wien, Verlag Ferdinand Schöningh, 1967, p. 201.
  10. Schiller, F., Sämtliche Werke, München, Carl Hanser Verlag, 1980, p. 512.
  11. Novalis Schriften, op. cit., II, p. 556. El estudio de Grätzel y Ullmaier contextualiza muy bien todo este problema. Allí se dice que “Novalis entiende la generación como necesaria disolución de unidades específicas para que la naturaleza pueda hacerse transparente para sí misma. La disolución y la generación es, como la comprensión en cuanto autocomprensión, destructiva solo en cuanto a la identidad propia, pero creativa vista en relación al todo”, Grätzel, Ullmaier, “Der magische Transzendentalismus von Novalis”, en Kant-Studien. Philosophische Zeitschrift der Kant-Gesellschaft, Walter de Gruyter, Berlin – New York, 89, 1998, p. 64.
  12. Id., II, p. 535.
  13. Id., III, p. 690.
  14. Para conocer más detalladamente este aspecto de la formación romántica, conviene consultar: Oosterling, H., Denken Unterwegs; Philosophie im Kräftefeld sozialen und politischen Engagements, B.R. Gruener, Amsterdam, 1990, pp. 88-90.
  15. NS, op. cit., III, p. 557.
  16. Id., II, pp. 440-442.
  17. Id., III, p. 664.
  18. Hölderlin, F., Entwurf (Das älteste Systemprogramm des deutschen Idealismus), en Werke und Briefe, 1. II, pp. 647-649.
  19. Id., II, pp. 444-446.
  20. Gespräch über die Mythologie, en KFSA, tomo II, op. cit., p. 313.
  21. Schleiermacher, F., Über die Religion. Reden an die Gebieldeten unter ihren Verächtern, en: Schleimermachers Werke, tomo IV, Leipzig, Fritz Eckardt Verlag, 1911, p. 217.
  22. Fichte, J. G., Einige Vorlesungen über die Bestimmung des Gelehrten, en: Fichtes Werke, tomo VI, Berlin, Walter de Gruyter & Co., 1971, pp. 342-343.
  23. NS, III, op. cit., pp. 464-465.
  24. Nietzsche, F., Obras completas, Vol. IV, Madrid, Tecnos, 2016, p. 144.
  25. Cf. Cartas a Ernst Schmeitzner y a Malvida von Meysenburg, en Sloterdijk, Nietzsche Apostle, Los Ángeles, Semiotexte, 2013, pp. 29-30.
  26. Id., p. 7.
  27. Nietzsche, F., Obras completas, op. cit., 2016, p. 144.
  28. Nietzsche, F., Obras completas, op. cit., 2016, p. 120.
  29. NS, III, op. cit., pp. 565-566.
  30. Nietzsche, F., Obras completas, op. cit., 2016, p. 322.
  31. Cf. Silk, M. S., y Stern, J. P., Nietzsche on Tragedy, Cambridge, Cambridge University Press, 1983, pp. 10-11.
  32. Nietzsche, F., Fragmentos Póstumos, Vol. 2, Madrid, Tecnos, 2008, p. 89.
  33. Borsche, T., “Nietzsches Erfindung der Vorsokratiker”, en J. Simon (ed.): Nietzsche und die philosophische Tradition, Bd. 1, Würzburg, Königshausen & Neumann, p. 77.
  34. Taubes, J., Escatología occidental, San Martín, BFV, 2010, p. 49.
  35. NS, III, op. cit., pp. 123-124.
  36. NS, II, op. cit., p. 537.
  37. Nietzsche, F., Obras completas, op. cit., p. 220.
  38. Id., p. 156.
  39. NS, III, p. 517.
  40. Nietzsche, F., Obras completas, op. cit., p. 105.


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