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La dialéctica de la ironía trágica en Solger y la secularización de la muerte

Un intento de actualización crítica

Markus Ophälders

Pero donde hay peligro

crece también lo que nos salva.

Hölderlin, Patmos

Solger fue probablemente quien caracterizó por primera vez y en toda su profundidad la ironía como trágica. También su discurso acerca de la fragilidad y la tragedia de lo bello arroja una luz sombría sobre todo arte, pues,

si la belleza ha de tener lugar allí donde la idea se ha vuelto finita y la finitud, idea, parecería que ambas constituyen una unidad […]. Sin embargo, esto no puede ser cierto; en consecuencia, el arte se suprime precisamente allí donde ha de surgir.[1]

Con todo, a pesar de que el arte y la estética indudablemente cumplen un papel preponderante en los escritos de Solger que se conservan y se conocen, de ningún modo se trata únicamente de ellos. Antes bien, el autor se ha valido de estos ámbitos para sacar a la luz abismos que están profundamente enraizados en la vida y en la propia experiencia, abismos que precisamente por esta razón, y aun cuando sin dudas surjan del espíritu de la época, no pueden ser reducidos a este.

Se trata de problemas fundamentales, respecto de los cuales incluso Friedrich Schlegel y más tarde la dialéctica de Hegel o la propia filosofía existencial de Kierkegaard, elaborada en términos de ironía, tratarán una y otra vez de distanciarse. Desde que Platón fijó por escrito el razonamiento socrático en el logos, la ironía ha sido concebida reiteradamente como contexto de reflexión, en vez de abordarse el problema más profundo que, en primer lugar, motiva y produce la actitud irónica. La ironía nunca se atiene a lo que en ella se expresa, y mucho menos se deja reconocer puramente como tal. Incluso frente al famoso dicho de Sócrates –“Solo sé que no sé nada”–, la definición lógica más concisa de la ironía como la afirmación de una negación se queda corta. Es decir, la ironía es, ante todo, la consciencia clara de que lo que ella más íntimamente quiere no es. Ella insiste no solo en el horror verdaderamente existente frente a lo ideal, sino que también destruye una y otra vez aquello que aquí y ahora se presenta como la realización de la idea. Por este y por ningún otro motivo, se sumerge a tal punto en lo real que corre el riesgo de desaparecer en ello; esto, no obstante, la expone al peligro del fracaso. Por irritación o impotencia ante lo existente, le puede suceder que pierda su frágil distancia, pero también su profundidad trágica. En ocasiones, el sufrimiento produce simplemente ceguera y nada más. Sin embargo, la tarea de la reflexión filosófica y la producción artística es despejar la ceguera, conferir a la experiencia del sufrimiento una expresión adecuada, de tal modo que este no se quede sin palabras, a fin de que también los ciegos sean capaces de ver. La diferencia entre la experiencia del sufrimiento no expresada, racionalizada o evitada –la cual, en consecuencia, es eliminada mediante un mundo supuestamente distinto, interior o superior– y una experiencia que permanece a la vez consciente de las fuentes de las cuales surge y sensible a ellas es la diferencia entre la mera apariencia y el esfuerzo por alcanzar lo verdadero. La ironía designa precisamente esta diferencia.

En verdad, semejantes complicaciones y vertiginosos abismos reflejados no constituyen obstáculos para una comprensión adecuada de la ironía. Por el contrario, le pertenecen en un sentido eminente como su índice de verdad. La racionalidad puramente lógica y conceptual solo accede limitadamente a ellos; ellos son hasta cierto punto impensables, esto es, literalmente paradojales, incluso allí donde el pensamiento se entiende a sí mismo deliberadamente como espíritu de contradicción o pretende ir fenomenológicamente a las cosas mismas. Pero la lógica va en contra de aquello que se sustrae a su poder, y, por lo tanto, reprime lo que no se deja pensar clara y distintamente. Por lo demás, es claro que precisamente aquí, en estos abismos, se encuentra el núcleo de todas las preguntas, en especial si se trata de la vida en todo su espesor y profundidad. Esto lo ha visto claramente Oskar Becker en su recepción de los dos conceptos solgerianos fundamentales de ironía y fragilidad [Hinfälligkeit][2], y algo de esta experiencia parece resonar también en el asistente de su colega Husserl en Friburgo: Martin Heidegger. Objeto de esta represión colectiva –y no primeramente en la cultura moderna– es la muerte, eso que Solger designa precisamente como lo frágil [das Hinfällige]. Solger plantea no solo la pregunta por la posibilidad de la aparición de lo ideal en toda su profundidad como fenómeno realmente existente.[3] En estrecha relación con ello, plantea al mismo tiempo la pregunta acerca de en qué medida esta posibilidad de una vida ideal se entrelaza con la muerte.[4] Como se mencionó, Solger concibe esta problemática bajo el concepto de “fragilidad”, la cual en cuanto tal es ya muy distinta del concepto otras veces empleado de “transitoriedad [Vergänglichkeit]. Con la fragilidad de lo bello, por medio de la cual se manifiesta ante todo lo más elevado, la Idea, se piensa al mismo tiempo su mortalidad. Lo bello y, por tanto, lo verdadero y lo bueno se entienden como frágiles y consagrados a la muerte. Para una concepción de este tipo, el alma del mundo ya no aparece –tal como a Hegel se le apareció Napoleón en Jena– orgullosa y clarividentemente montada a caballo. Mediante la ironía trágica, se intenta poner en marcha con toda su fuerza, y acaso por última vez, un proceso de materialización de lo ideal cuyo desenlace carece de las garantías que le corresponderían a una libertad fáctica y total cuya relación con la realidad ya no estaría marcada por el miedo. El sufrimiento no es solo irónico, sino que repercute en un sentido profundamente trágico sobre la vida verdadera, una vida que, desde luego, encontraría su médium únicamente en la consciencia clara de su antítesis y, por lo tanto, en feliz tensión con ella.

En un sentido amplio, este complejo entrelazamiento de vida e Idea, de fragilidad y muerte gira en torno a la relación entre naturaleza e historia, en la cual la muerte es la lugarteniente de la naturaleza, y la vida, con todos sus ideales y sus aspiraciones de felicidad, lo es de la historia. Por medio de la acción histórica consciente, la naturaleza ha de ser humanizada, así como el hombre y su espíritu han de ser llevados a una relación armoniosa con la naturaleza. Esta relación es también objeto del exhaustivo estudio fenomenológico de Becker sobre la fragilidad de lo bello, dentro del cual el concepto solgeriano de “ironía” es presentado como un momento de viraje de una importancia crucial. No obstante, las investigaciones sobre este tema durante los años 20 y 30 tampoco son en absoluto extrañas a otros representantes de la fenomenología, e incluso el joven Adorno le dedica ya en esa época un pequeño estudio, publicado póstumamente[5], que habría de ser decisivo para su reflexión posterior. Naturaleza e historia o, dicho de otra manera, espacio y tiempo en cuanto que raíces de toda existencia no son concebidos simplemente como una dualidad, sino también –y tal es el caso de Becker– como una dualidad antagónica.[6] En cierta medida, esta dualidad puede ser referida con razón a Solger, aun cuando sus comentarios evidencian finalmente una orientación más bien ontológica en la que se reabsorbe lo antagónico y sus posibilidades dialécticas de desarrollo.

Pero iríamos demasiado lejos si quisiéramos encontrar en Solger a un precursor de la fenomenología. En lo fundamental, su filosofía de ningún modo se comprende adecuadamente si no tenemos en cuenta su relación dialéctica y por lo demás problemática con Hegel y con el primer Romanticismo alemán. Ya Kierkegaard reconoció claramente esto y afirmó de su propia filosofía, en analogía con la de Solger, no solo que no se comprende en absoluto sin Hegel, sino que constituye incluso una víctima necesaria del sistema hegeliano.[7] El carácter necesario de la víctima consiste en que el hegeliano es un sistema de lo positivo, frente al cual Solger representa el momento negativo; por esto Kierkegaard lo designa también como “el caballero metafísico de lo negativo”.[8] Pero esta misma necesidad se puede volver a invertir: el giro final hacia lo positivo, el verdadero escándalo hegeliano, no presta atención suficientemente al momento negativo, en especial allí donde se trata del presente histórico y del lugar de lo particular en su relación con el todo. Esta necesidad de lo negativo atrapa al sistema positivo de Hegel y lo condena al fracaso.[9] Frente a ello, lo negativo persiste como tal, pero solo es capaz de actuar en relación con un todo que está siempre ausente. Ambos momentos son los lados mutuamente desgarrados de la verdad total, pero esta no es simplemente la suma de aquellos, sino que sería más bien algo cualitativamente distinto. La misma razón por la cual la dialéctica es paradojal es lo que la mantiene en movimiento.

La dialéctica solgeriana de la ironía trágica es, en su principio más íntimo y en su más profunda sustancia, una dialéctica de la muerte. Pretende hacer reingresar la rigidez de lo reprimido en el flujo de la vida. Lo que el autor entiende como trágico no surge solo a partir del estudio pormenorizado de los antiguos; su concepción de lo trágico está en contacto directo con la de La muerte de Empédocles de Hölderlin, cuyo momento irónico se expresa justamente en los llamativos versos “Lo que en la muerte se inflama / me hace perdurar en la vida”[10]. El hecho de que Solger no cite explícitamente esta obra de Hölderlin no es de gran relevancia, pues se trata aquí de afinidades estructurales, de analogías en la creación espiritual y cultural y en la experiencia colectiva de una generación –para decirlo con Hegel: del espíritu de la época–. Desde luego, no se habla de la muerte como impacto natural sobre la vida, sino de su estructura reflexiva en cuanto fenómeno de umbral y situación límite, en cuanto aquello que con justicia se puede considerar como el gran mediador del pensamiento dialéctico. En este sentido, no es necesario acudir a ejemplos presocráticos, pues el padre de la dialéctica moderna, esto es, el propio Hegel, plantea la muerte precisamente en estos términos. Sin recordar pasajes relevantes de la Fenomenología del espíritu[11], referiremos aquí únicamente el hecho de que es justamente en momentos centrales de la Estética que la muerte no se presenta solo como un fenómeno de transición, sino como mediadora en su entero espesor y totalidad. Este tipo de pasajes marcan siempre ese umbral en el que épocas enteras se extinguen y se transforman en una nueva. La forma simbólica del arte puede surgir a partir de la muerte de Osiris, en el espíritu a un tiempo divino y humano de Apolo, y en el transcurso de una tragedia, la de Edipo Rey; se le concede al espíritu humano la capacidad de arrojar al abismo de la muerte al “símbolo de todos los símbolos”, la imagen sensible de todos los enigmas: la esfinge. En su nueva libertad espiritual y corpórea, el ser humano es la resolución del enigma. Pero también el paso y la transición de la forma de arte clásica a la romántica son descriptos por Hegel mediante dos figuras de la muerte. Por un lado, Sócrates debe morir para que viva su palabra, su espíritu, el cual en el mundo antiguo buscaba algo que solo el cristianismo habría de traer: la autoconsciencia junto con su nueva dimensión de la interioridad. Sin embargo, incluso los dioses están tristes, pues saben no solamente que deben morir, sino también que su más íntimo principio es aquel que los arrastra finalmente a la muerte: el principio de su felicidad, que hace de ellos individuos corpóreos y espirituales que se oponen unos a otros, pone en escena el destino en cuanto poder universal, pero también abstracto. En este sentido, la propia sentencia apócrifa sobre la muerte del arte no es, en sí misma, necesariamente falsa.

De acuerdo con estas y otras formas análogas, la muerte es, por consiguiente, el principio fundamental de la mediación dialéctica. Desde un punto de vista lógico y de teoría del conocimiento, esto se expresa también en la dialéctica solgeriana de lo particular, que sería simultáneamente lo universal, y ello no por accidente recuerda al joven Schelling[12], quien aparece, junto con Hegel y nuevamente Hölderlin, como autor del así denominado “sistema más antiguo del idealismo alemán”. La lógica o la teoría del conocimiento de Solger[13] traduce esta paradoja, que en la estética conduce a la ironía trágica, en nociones tales como las de no-ser (Nichtsein), las de demarcación y dependencia del pensamiento con respecto a los objetos, o las del ser oscuro y el reconocimiento de los objetos como no-seres existentes.[14] Esta lógica desemboca finalmente en una dialéctica negativa de lo individual, cuyo esfuerzo más íntimo Solger expresa del siguiente modo: “El concepto debe ser individualmente viviente”.[15] No solo el concepto lógico, sino también la propia idea tienen que probarse a sí mismos frente a lo individual y particular; cuanto más se persuade Solger de la existencia de un absoluto, tanto más claramente reconoce que su conocimiento debe proyectarse sobre los objetos. Aun si, como dijimos, esta dialéctica paradojal de lo particular está inspirada en un sentido amplio en Schelling, es mérito de Solger la forma peculiar según la cual pretende pensar hasta el final y sin ninguna certeza lógica o conceptual el problema fundamental de toda dialéctica, esto es, la relación de lo particular con lo general. Si por este motivo se rompe la tersura de su pensamiento y, mediante la insistencia en lo particular, se desmorona la tendencia hacia el sistema, precisamente allí reside su verdad. Todo, incluso la idea, tan pronto como aparece es movimiento dialéctico y actividad; la dialéctica opera en contra y con los elementos de cada contradicción individual, sin ningún tipo de garantía positiva de reconciliación.

Lukács interpretó esta permanencia en el simple movimiento de las contradicciones como “nihilismo dialéctico”[16] y, con ello, denunció la ausencia de valores en la reflexión. En efecto, en el hecho de que nada se reconozca como dado excepto la búsqueda incesante de reconciliación, se puede observar el costado nihilista de la dialéctica; ella debe, como el hombre loco de Nietzsche, buscar a Dios. Frente a la nulidad y la mortificación de todo lo que es, Solger, en lugar de bloquearlas por medio de una posición preconcebida, se las reapropia en su dialéctica de la nada. La verdad se da solo cuando la nada y el ser, lo muerto y lo vivo se piensan en el instante de su coincidencia. Solo un estado de cosas en el que ya no existiera más nada a lo cual aferrarnos posibilitaría una experiencia verdaderamente digna del ser humano, literalmente autónoma. La autolegislación de la razón kantiana y el nihilismo dialéctico solgeriano van aquí a la par. Probablemente solo el nihilismo consumado pueda realizar esa experiencia libre que la filosofía busca desde hace milenios.[17]

En realidad, Solger solo traslada a conceptos lógicos su imposibilidad de más vasto alcance, y esto sería lo que no en última instancia lo lleva a la estética y a reflexiones de filosofía de la religión, las cuales giran en torno a un concepto de revelación que no ha de develar cómo la cosa realmente es, sino que pretende hacerle justicia. “La filosofía ha de llevar a la consciencia precisamente cómo y por qué tales asuntos no pueden ser mayormente explicados”.[18] Se trata de justicia en el sentido de que el ser y la verdad de las cosas, más allá del pensamiento puramente lógico, deben permanecer hasta cierto punto insondables, en secreto. Cada objeto singular guarda para Solger un secreto, y la verdad reside no en el develamiento del fenómeno, sino en la comprensión de la forma en que su simple existencia, sin importar cuán particular sea, constituye una revelación. Por la misma razón, toda obra de arte expresa el secreto mejor que el discurso lógico, en la medida en que en ella el secreto sigue siendo inexpresable, esto es, enigmático. “Para quien no es capaz de reconocer en la aparición particular un mundo entero, esencial y fundado sobre sí mismo, también está completamente cerrada la belleza del sentido”[19], porque “esto que es del todo individual y peculiar, por lo cual con cada cosa empieza de nuevo el mundo, por así decir, es pues […] sumamente necesario para la belleza”.[20] Solo en el ámbito artístico

cada cosa individual […] es en cuanto tal el universo entero; en lo infinito la identidad está en el todo y la diferencia en lo individual, en lo finito la identidad está en lo individual y la diferencia en el todo.[21]

Contrafigura del pensamiento de la tradición filosófica, que se resiste a lo negativo centrándose en el concepto lógico, el pensamiento de Solger intenta ser consciente de ello hasta las últimas consecuencias, o mantenerse en lo más terrible, en lo muerto, a fin de reencontrarse a sí mismo en la absoluta división. No obstante, esto lo realiza sin ese sostén sistemático que le permite a Hegel regresar una y otra vez a sí mismo, pues todo permanecer en lo individual está ya siempre más allá de ello y se esfuerza por alcanzar su verdad universal. El todo sigue siendo para Solger un desiderátum cuya verdad, por este motivo, nunca se deja fijar como tal en su totalidad. Cada síntesis, tan completa como pueda ser, se vuelve a romper inmediatamente después de su consumación. Lo que permanece es la contradicción, que requiere no solo de la actitud irónica, sino también de la consciencia clara de su carácter trágico. La muerte, eso que afecta a todos de forma igualmente absoluta y devastadora, nunca es una y siempre la misma, sino que es siempre la muerte individual de aquellos a quienes golpea o afecta. En este sentido, la dialéctica solgeriana de la muerte es en sí misma extremadamente diferenciada y no absoluta; en su pensamiento, la muerte es el correctivo de la tendencia lógica fundamental hacia el todo y hacia la identificación total de todo lo que es con el concepto.

Solger no se dirige nunca hacia el todo, más bien ayuda a salvar lo individual y lo particular frente a la lógica de la identidad, pues únicamente en lo individual y lo particular concreto residiría el punto preciso en que esta dialéctica de lo inmóvil podría trascenderse. Sin embargo, esto de ningún modo significa que deba trascenderse, y en ello consiste no solo su momento de irrenunciable fragilidad, sino, más aún, el carácter antideterminista, antidoctrinario y liberador que constituye su poder y su fuerza. En este sentido, la muerte puede revelarse paradójicamente como ayuda para una vida que no ha permanecido en la abstracción, sino que ha crecido concretamente junto con la respectiva individualidad. Porque, de acuerdo con sus formas secularizadas, tales como las de límite y umbral, punto final y transición a lo nuevo, la muerte coloca sus acentos individualizadores sobre cada vida singular. A esto alude también la observación de Solger, por lo demás críptica, según la cual en lo infinito prevalece la identidad en el todo y la diferencia en lo individual, mientras que en lo finito domina la identidad en lo individual y la diferencia en el todo. Pero únicamente en lo finito puede encontrarse lo infinito, esto es, un infinito que sea provechoso para lo finito; la idea romántica como tal apunta precisamente a la potenciación de lo finito, de lo real e inmanente, a fin de que se aproxime a lo infinito, a lo ideal y trascendente.[22] Los primeros románticos de ningún modo se apartan del mundo, ninguno de ellos es un alma bella sin insistir constantemente en la contradicción a partir de la cual surge la fuerza para mantenerse en lo muerto –lo muerto en cuanto que la muerte particular, no la muerte total, universal y aparentemente igual para todos–.

Incluso la presencia de lo más elevado trasunta la nada precisamente en el momento en que se establece, exponiendo así el hecho de que está mortificado, de que únicamente puede alcanzar la vida a través de la muerte: “La ruina de la idea en tanto que existencia es su revelación en tanto que idea”[23], pues “si su cuerpo […] es realmente lo que un cuerpo es, entonces también es mortal, más bien la mortalidad en sí misma; pues la idea es entera y completa”.[24] Por esto, lo más elevado vale justamente para aquel que quiere realizarlo y es el único que en cierto modo puede realizarlo, esto es, para el artista: “Quien no tiene el coraje de captar las ideas mismas en su fugacidad y futilidad está cuando menos perdido para el arte”.[25] Pero esto significa que la muerte ya no es lo absoluto, tal como comúnmente se la presenta. Ella entra en una relación viva con la vida y, así, ingresa en un proceso de secularización. De este modo, la muerte deviene creativa. Precisamente en su tragicidad, la ironía es la secularización de la muerte, la dialéctica de lo inmóvil y en lo inmóvil adecuada a una época que vive su propia muerte y muere su propia vida. Dado que en el momento irónico idea y realidad se fusionan para inmediatamente después volver a destruirse mutuamente, subyace siempre un mundo entero que es vivificado por la idea, y no por sus momentos individuales.[26] La muerte interviene en el momento más vívido de lo ideal y lo real, trascendiendo destructivamente un límite dado y ayudando a dar a luz lo nuevo. Sin embargo, esto nuevo no está simplemente presente luego de la explosión o, mejor dicho, implosión de lo real y lo ideal; lo nuevo yace únicamente como huella e imagen en lo real que queda atrás, latente como referencia oblicua a la posibilidad de un movimiento en dirección a las constelaciones ideales.

La ironía trágica en cuanto que dialéctica de la muerte y de lo inmóvil se corresponde con la definición benjaminiana de la muerte como estadio principal de la dialéctica.[27] Todo proceso dialéctico atraviesa el momento de la muerte, pero esta relación también se puede invertir: la dialéctica es el momento que vuelve a poner en movimiento la inmovilidad de la muerte y, con ello, la hace nuevamente fructífera para la vida. Benjamin designa esta forma de pensamiento como dialéctica en suspenso [Dialektik im Stillstand]; ella ha de volver a dar movimiento a lo inmóvil, sabiendo no obstante que corre el riesgo de perderse, como en las piezas teatrales de Beckett, donde más allá no hay nada más que el “otro infierno”.[28] Ahora bien, esta referencia a Beckett de ningún modo señala demasiado lejos, pues justamente es heredera de los héroes de Kafka[29], cuya ironía es del tipo más puro: todo lo que ellos hacen tiene como resultado lo opuesto de aquello que querían lograr. Lo que debía salvarlos sirve finalmente a su destrucción: en El proceso, Josef K. no tiene ningún derecho, y luego queda perfectamente en evidencia cómo se vale de su propia culpa para probar que no tiene derechos[30]; en El castillo, todo lo que K. hace para asegurar su propia existencia contribuye únicamente a hacer imposible esa misma existencia[31]; Gregor Samsa muere de un suicidio involuntario. La ironía kafkiana es ironía pura[32], presenta la completa inversión a través del extrañamiento total; su autoconsciencia es la de un solipsista sin sí mismo.[33]

La muerte representa en cierta manera la presencia de algo ausente, el hecho de que todo ser singular es ser para la muerte. No obstante, la ironía no se detiene en esta constatación abstracta de una existencia trascendental con límites infranqueables. En su inervación dialéctica más íntima, la muerte es a su vez la ausencia de algo presente por medio de lo cual la vida se ayuda a sí misma, pues ella conduce siempre a su propio ser, es decir, a la vida en cuanto que lo verdadero. Se trata de una dialéctica de lo infranqueable-franqueable: la muerte es siempre ambas cosas al mismo tiempo, necesidad tanto como posibilidad. Esto es a lo que responde La metamorfosis de Kafka, pero también Fin de partida de Beckett. Como mediador dialéctico, en cuanto estadio principal de la dialéctica, la muerte es por excelencia el agente de la superación; es simultáneamente lo que pone y lo que transgrede los límites, esto es, la dialéctica del umbral del límite, de todos los límites, pues, así como es la gran responsable de establecer las fronteras que todo lo limitan, también es la que supera todas las limitaciones posibles. Del mismo modo que en la Lógica de Hegel –cuyo primer volumen, y tal vez incluso el segundo, Solger probablemente conociera– la nada es la verdad del ser, es decir, el ser sin la nada no puede tener ningún devenir y, por lo tanto, ninguna verdad, para Solger la muerte es el presupuesto necesario para que la vida pueda ser caracterizada como verdadera, buena y, en especial, bella.

En el arte, la muerte es representada por la alegoría[34], cuyos infinitos significados surgen de los momentos de ruina y cuyo ser más íntimo, en cierto sentido incluso irónico, consiste en expresar una y otra vez lo contrario de lo que ella quiere según su más íntima intención. El arte se conecta con la muerte por medio del instante irónico en el que la totalidad de las alegorías se reúne momentáneamente en la presencia simbólica de la idea[35], para inmediatamente después desaparecer. Aquí reside la tragedia de lo bello, que se vuelve imposible precisamente allí donde parece haber alcanzado un presente autosuficiente.[36] El mérito de Solger –no solamente en términos teórico-estéticos, sino también de historia del arte– en lo concerniente a la alegoría y a su relación con el símbolo reside en que también desde un punto de vista histórico-filosófico considera a ambos como dos aspectos de un mismo medio de expresión. Dependiendo de la época, el acento recae o bien sobre lo simbólico o bien sobre lo alegórico. De manera que Solger dispone de un medio de interpretación que le permite entender su propia época como desgarrada y abstracta en contraste con la antigüedad, lo cual lo sitúa en cercanía no solamente de Schiller, sino asimismo de Herder y, especialmente, de Friedrich Schlegel, quien habla de la modernidad como de una época química[37] que debe convertirse de nuevo en una época orgánica.

Es decir que la alegoría descompone la unidad simbólica en relaciones, y esto implica siempre también una espiritualización de mayor o menor alcance en el arte, pues para él ha sido devaluado el mundo aparencial del que derivan sus materiales. Esto singulariza las épocas alegóricas tales como el cristianismo temprano, el Barroco o incluso el Romanticismo, las cuales sufren una crisis de la experiencia. Sin embargo, para Solger no se trata tanto de un cambio en las épocas, sino al mismo tiempo de la posibilidad de crear en el arte una verdadera unidad que sería tanto simbólica como alegórica, pues lo uno es impensable sin lo otro.

Con cada uno de los dos principios se genera siempre el principio contrapuesto; como en el símbolo se genera la alegoría, así también en la alegoría se genera el símbolo. […]. El símbolo debe ser consumado por medio de la unión de los elementos de la alegoría, y a la inversa; solo que la dirección es enteramente distinta. Ambas formas tienen los mismos derechos y ninguna ha de ser irrestrictamente preferida por sobre la otra.[38]

Solger incluso está convencido de que únicamente la modernidad podría producir una unidad semejante, y precisamente sobre esta base la diferencia de la antigüedad, que para él, en esto muy romántico, no representa ni la meta ni el modelo.

El arte verdadero es un arte cuya función simbólica se ha amalgamado con su función alegórica, un arte cuya meta es el instante irónico. “La ironía alegórica consciente, por otra parte, debe volverse inconsciente y simbólica, ya que debe presentar los hechos conectados como característicos para este punto de vista determinado”.[39] Con todo, para Solger –a diferencia de Goethe y Schiller, pero también de Hegel– el acento recae más fuertemente sobre la alegoría: “La alegoría verdadera es la más elevada vitalidad de la idea”.[40] Porque solo ella es capaz de plantear adecuadamente el problema de la pobreza de la experiencia, de la fragilidad y la mortificación de la época, lo cual, sin embargo, no es garantía de ninguna solución. Esto significa, en primer lugar, que lo bello no es actual, sino que ante todo debe ser alcanzado[41], y que la vida (no solo en el arte) únicamente puede lograrse a través de la muerte. En efecto, lo que singulariza a la modernidad y a su arte en contraste con la tradición es, de acuerdo con Solger, que ella y solamente ella tiene a disposición los medios –en especial, la alegoría y su relación con el símbolo y la ironía– para redimir la promesa del arte como tal. Sin dudas, semejante radicalidad llega hasta las últimas consecuencias. Es decir, la realización del más profundo anhelo de un arte de este tipo sería aniquilar el arte mismo; allí donde lo absoluto está presente, sus imágenes no son nada. Pero allí donde lo absoluto, lo ideal permanece en su trascendencia, los significados más profundos del arte se revelan únicamente en un enfoque imaginario; cuanto más aparecen estos significados como una paradoja en comparación con lo existente, tanto más se acercan a la verdad. Únicamente según un enfoque imaginario, el símbolo y la alegoría conformarían, en su completa interpenetración, ese lenguaje artístico que sería verdaderamente el ser mismo de las cosas tal como ellas son.[42]

Aun cuando Hegel busca desmarcar a Solger de Schlegel y Tieck, a fin de situarlo del lado del verdadero pensamiento dialéctico tal como él lo concibe, la ironía solgeriana constituye finalmente un intento extremo de romper con una inmanencia del mundo y de la vida completamente cerrada sobre sí, una inmanencia que, como resultado de la fallida Revolución francesa, hace que las fronteras se sientan todavía con más fuerza.[43] Este enfoque, antes bien, lo acerca todavía más a los románticos. Se trata de una inmanencia para la cual las posibilidades tradicionales de simbolización en el arte y de significado en la vida están perdidas, y cuya única posibilidad en adelante reside solo en la interrupción radical de todo lo existente. Porque para Solger incluso la nostalgia está ligada al sentimiento de una carencia que, en cierta medida, se dirige positivamente a la idea, pero su sustancia todavía está vacía e indeterminada.[44] Los románticos reaccionan a esta pobreza de la experiencia con una reflexión intensificada, esto es, con una espiritualización y una consciencia más elevadas[45], lo cual se vuelve claro en medios de expresión tales como los de la alegoresis o lo sublime.

Este es también el principal blanco de los ataques de Hegel. Porque, si Fichte puede considerar su construcción teórica como el primer sistema de la libertad, esto significa que la autoconsciencia se origina en la reacción del yo a su limitación, ya que únicamente las limitaciones reales pueden hacer surgir la consciencia subjetiva del propio querer y de la propia libertad.[46] La ironía no simplemente flota por sobre los opuestos, sino que asimismo está muy firmemente entretejida en el interior del carácter contradictorio de lo finito. Cada uno de sus movimientos genera su propia negación en el despliegue de su estructura, su propia destrucción a partir de sí mismo.[47] La ironía universal del mundo –afirma Hegel– permite valorar lo que debería ser válido como si lo fuese realmente, a fin de que se despliegue su propia destrucción interna; la autoconsciencia irónica se adapta a lo que pretende valer como verdad general, de modo que se entrega por sí misma a la muerte: destruye la realidad dada con la realidad dada misma[48], que se ha cristalizado en su propia autoconsciencia. Dentro de estos límites del mundo de la experiencia, la consciencia romántica se refleja ilimitadamente en lo infinito.

La libertad se retrae en la autorreflexión, pues el mundo se ha perdido para el sujeto. Así ha de entenderse la afirmación de Fichte según la cual la reflexión es el primer y único acto de la libertad. Porque ella tampoco crea su objeto, tal como la presunta intuición intelectual de Schelling, sino únicamente su forma. Este enfoque persiste incluso en el adversario más agudo del Romanticismo, a saber, Hegel. El contenido de la reflexión solo puede ser la forma en la que ella se enfrenta a las cosas; no obstante, esta forma se presenta como la consciencia que el sujeto pensante puede tener de la manera en que concibe las cosas. Pero de este modo el sujeto no se retira simplemente de una existencia con la que ya no quiere tener nada que ver, tal como lo presenta la crítica hegeliana al Romanticismo. Por el contrario, el distanciamiento romántico con respecto a lo existente llega al deseo más extremo de que todo lo que existe pase por la crítica. Irónicamente, es justo este distanciamiento el que, después de todo, le muestra a Hegel el camino de acuerdo con el cual la autorreflexión, en cuanto que autoconsciencia, podría recobrar la posibilidad de una libertad real, no solipsista y, por cierto, una libertad colectiva para el otro: “El yo es el nosotros y el nosotros el yo”.[49]

Para seguir produciendo sentido y significado y poder volverlos operantes en medio de lo prosaico y el tedio de la vida cotidiana –tal como lo exige el concepto de “realidad” [Wirklichkeit] en cuanto que estructura de relaciones, en contraposición al de “realidad” [Realität] como mera coexistencia de hechos–, solo queda para Solger una posibilidad: la muerte. Por lo tanto, con la revelación de lo más elevado, se hunde no meramente el mundo falso, sino también, junto con ello, la idea misma de lo más elevado. En esto se funda no solo la decisión terminológica de Solger en favor del concepto de “fragilidad” [Hinfälligkeit], mediante el cual la muerte adquiere una importancia sustancial, sino también el uso del concepto religioso de “revelación” [Offenbarung], en lugar del concepto más bien filosófico de “aparición” [Erscheinung]. De este modo, el centro de la reflexión se desplaza de una dimensión lógico-epistemológica a una dimensión más sustancial que concierne esencialmente al ser humano y a su vida. La continuidad de lo falso y lo no verdadero, más aun, el sufrimiento incesante, deben ser interrumpidos; aquí reside también –y esto no es menor– el sentido de todas las mitologías antiguas, a las cuales no casualmente Solger pretendía dedicar una obra en varios volúmenes que, podría decirse, hubiera sido su obra principal. En la medida en que consume el carácter fenoménico de la vida allí donde interviene, lo trascendente se aniquila a sí mismo, pues, sin el velo fenoménico, tampoco lo más elevado es nada en cuanto que apariencia. Se podría hablar aquí incluso de un Romanticismo mesiánico.

Sin embargo, en el mundo se tiene que vivir con el mundo, y en esto están de acuerdo Novalis y Solger. La humanidad está perdida mientras no encuentre un camino de salida –aun cuando este camino sea intransitable– en lo finito y al interior de sus constelaciones, tanto más en la medida en que se pierda en infinitudes ficticias.

La verdadera ironía parte del punto de vista según el cual el ser humano, mientras viva en este mundo presente, debe cumplir su destino, incluso en el sentido más elevado del término, solo en este mundo. Esa aspiración hacia lo infinito no lo conduce realmente […] más allá de esta vida, sino solo a lo vacío e indeterminado, pues aquello que lo provoca […] no es sino la sensación de las barreras terrenales que nos han sido asignadas de una vez y para siempre. Todo aquello que, según creemos, nos permitiría ir más allá de los fines finitos es vana y vacía presunción. También lo más elevado existe para nuestro actuar solo en su forma limitada y finita.[50]

Este pasaje de Solger se corresponde con la posición de Kierkegaard hasta en sus últimas consecuencias: “La ironía limita, finitiza, restringe, y de esa manera proporciona verdad, realidad, contenido; la ironía disciplina y amonesta, y de esa manera proporciona solidez y consistencia”.[51] La ironía es una maestra rigurosa, no conoce ni la indeterminada propensión a lo infinito, ni eleva a valor absoluto una supuesta libertad infinita del sujeto frente a la limitada y limitante realidad objetiva. La ironía es la consciencia de la soledad del individuo y de la libertad negativa del sujeto[52] de que el mundo ha desaparecido. En la autoconsciencia irónica los grandes planes para la historia implosionan en esa soledad según la cual cada uno es para sí mismo y Dios está contra todos. La ironía es el estilo de la imposibilidad; no conoce lo nuevo, meramente sabe que lo viejo no se corresponde con la idea.[53] La ironía no es constructiva, pues todo lo que habría de ser construido está a sus espaldas[54]; como el ángel de la historia de Benjamin, lo negativo se fija en una provisionalidad insistentemente actual que permanece en suspenso entre el pasado y el futuro. De buen grado quisiera ella volver a reunir los fragmentos de una posibilidad pasada, pero es muy consciente de la nulidad de todo; por lo tanto, este órgano de lo negativo solamente puede intensificar lo negativo en aquello que pretende ser lo positivo. La ironía es la dialéctica de lo inmóvil, la dialéctica de lo muerto cuya mirada intenta resistir, la reflexión incesante al interior del mundo cosificado.

Sin embargo, la muerte da sentido precisamente allí donde todo sentido fluye hacia la nada; tan lejana como pueda parecer, ella es en la nada la lugarteniente del todo. Donde no puede apresarlo todo, lo ofrece en lo individual, y aquí radica no solo la posibilidad, sino incluso la necesidad de su secularización. La muerte tiene un aura que, de nuevo, es en sí misma una paradoja; cuanto más lejana parece, tanto menos impacta en el actuar concreto del individuo, pero sus fuerzas se desencadenan tanto más en la cercanía inmediata. En lo fundamental, cada instante sería vivido de esta manera. Si este instante pudiese pasar sin dejar huellas, no solamente se habría superado momentáneamente la muerte, sino que también se perdería el momento decisivo de la vida. Aquí reside el paradójico acuerdo entre la vida y la muerte; la muerte y su secularización son capaces de conferir a la vida un sentido real, profundo y sustancial únicamente allí donde se encuentra sitio para ellas, y no donde, como suele suceder, nadie espera encontrarlos. La muerte no es un enemigo: en la vida redimida, sería más bien un viejo amigo que lo recoge a uno para el último viaje. Esta muerte tendría su aura y su belleza, la experiencia humana estaría abierta a ella. Pero este tipo de muerte se ha perdido en el mundo moderno; lo mortal de este mundo es la vida misma, y por esta razón no puede morir. Esto distingue esencialmente no solo a los héroes de Kafka, sino también a los de Beckett.

El capitalismo, escribe Benjamin no mucho antes de su suicidio, no morirá de muerte natural, esto es, la modernidad sobrevivirá a su propia muerte. Esta es la fatalidad de la época y la característica de la experiencia de los seres humanos que viven en ella. Solo la clara autoconsciencia de la propia nulidad es lo todavía dado para ellos; con todo, según Solger es paradójicamente esto lo que los hace reconocerse como divinos[55], pero de esta manera la vida misma se convierte en un enigma. Solamente por medio del sacrificio de sí mismo, se obtiene la vida, y eso hace de la ironía algo trágico en su más profundo sentido. La ironía no tiene ninguna meta que realizar y, en cualquier idea que se presente en el mundo con la pretensión de ser verdadera, reconoce inmediatamente la vanidad subjetiva y la fragilidad objetiva. Ella no traspasa el umbral hacia el mundo ideal porque eso sea lo que más íntimamente quiere; solo puede iluminar en ráfagas ese mundo ideal, mostrar que sería posible, pues eso que quiere realizar no puede anticiparlo sin aniquilarlo en el mismo instante. Incluso la vida no puede representar para ella un valor absoluto: ya sea que se tenga la vida todavía delante de sí, ya sea que se la tenga detrás, la vida misma no vive. Por este motivo, el héroe irónico dice sí al no que la realidad le opone; este intento de llevar, como Gregor Samsa, la negación de sí hasta las últimas consecuencias da origen al estilo irónico.[56] “Cuando […] alguien colapsa bajo determinadas circunstancias […] y, mientras lo hace, canta sus alabanzas a aquellas circunstancias que lo hacen colapsar, entonces es precisamente eso lo que da el tono irónico”.[57] Lo que salva solo puede crecer ante el peligro, pues lo más elevado, la idea es tanto más difícil de captar cuanto más cerca está. La muerte es la nada de lo que simplemente es. Para la consciencia irónica, no obstante, eso es lo que la vida no es. Lo que es es nada. Sin ello, todo sería igual de oscuro. La ironía trágica indica la diferencia entre esta oscuridad de la nada que da muerte y una secularización de la muerte para el ideal y su vida.


  1. Solger, Karl Wilhelm Ferdinand, Vorlesungen über Ästhetik, hg. v. K.W.L. Heyse, Darmstadt: WBG, 1980 [en adelante se cita como Vorlesungen], p. 84.
  2. Cfr. Becker, O., Von der Abenteuerlichkeit des Künstlers und der vorsichtigen Verwegenheit des Philosophen, hg. v. H. Stünke, Berlin: Alexander Verlag, 1994.
  3. Cfr. Solger, K. W. F., Nachgelassene Schriften und Briefwechsel, hg. v. L. Tieck u. F. v. Raumer, Heidelberg: Lambert Schneider, 1973 [en adelante se cita como NS, indicando el número de tomo], vol. 1, p. 360: “¿Cómo es posible que en una aparición temporal y, en tanto que tal, deficiente, se pueda manifestar un ser perfecto?”.
  4. Cfr. también a este respecto, entre otros, Italo Calvino, Lezioni americane, Milano: Mondadori, 1993, pp. 7-35; trad. alemana: Calvino, I., Sechs Vorschläge für das nächste Jahrtausend, München u. Wien: Hanser, 1991, pp. 15-48.
  5. Cfr. Theodor W. Adorno, Die Idee der Naturgeschichte, in Íd., Gesammelte Schriften, hg. v. R. Tiedemann, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1973, vol. 1, pp. 345 ss. [Trad. esp.: Adorno, Th. W., “La idea de historia natural”, en Escritos filosóficos tempranos (Obra completa, 1), Madrid: Akal, 2010, pp. 315-333].
  6. Cfr. Otto Pöggeler, «Eine Epoche gewaltigen Werdens». Die Freiburger Phänomenologie in ihrer Zeit, in Die Freiburger Phänomenologie, hg. v. E.W. Orth, Freiburg/München: Alber, 1996, pp. 29 ss.
  7. Cfr. Sören Kierkegaard, Der Begriff der Ironie, hg. v. R. u. E. Hirsch, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1976, p. 316. [Trad. esp.: Sobre el concepto de ironía, en Kierkegaard, S., Escritos. Volumen 1, Madrid: Trotta, 2006, pp. 269-342].
  8. Íbid., p. 305 [Íbid., p. 326]. En su extensa recensión de los Nachgelassene Schriften und Briefwechsel de Solger, el propio Hegel insistió sobre este momento tanto en términos críticos como elogiosos. Cfr. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Berliner Schriften 1818-1831, en Íd., Werke, hg. v. E. Moldenhauer u. K. M. Michel, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1983 ss., vol. 11, pp. 254-259.
  9. Cfr. Peter Szondi, Poetik und Geschichtsphilosophie I, hg. v. J. Bollack, H. Beese, W. Fietkau, H.-H. Hildebrandt, G. Mattenklott, S. Metz u. H. Stierlin, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1991, vol. 2, p. 439. [Trad. esp.: Szondi, P., Poética y filosofía de la historia I, Madrid: Visor, 1992].
  10. Friedrich Hölderlin, Der Tod des Empedokles, Stuttgart: Reclam, 1973, p. 73. [Trad. esp.: La muerte de Empédocles, Madrid: Hiperión, 2008]. Sobre la relación entre la ironía solgeriana y lo trágico del Empédocles de Hölderlin, cfr. Benno von Wiese, Die deutsche Tragödie von Lessing bis Hebbel, Hamburg: Hoffmann u. Campe, 1967, pp. 561 y 374-375.
  11. Pensamos por ejemplo en el siguiente pasaje de Phänomenologie des Geistes, en Hegel, Werke, op. cit., vol. 3, p. 36: “La muerte, si así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque este exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que solo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello. [Trad. esp.: Hegel, G. W. F., Fenomenología del espíritu, México: FCE, 2006, p. 24].
  12. La referencia es aquí especialmente al Sistema del idealismo trascendental y a la doctrina de los dioses como arquetipos en Filosofía del arte.
  13. Cfr. Solger, Philosophische Gespräche über Seyn, Nichtseyn und Erkennen, en Íd., NS, vol. 2, pp. 200-262.
  14. Cfr. respectivamente: ibid., p. 218; ibid., pp. 208-209; ibid., p. 232; ibid., vol. 1, p. 510; cfr. asimismo ibid., p. 337.
  15. Íd., Vorlesungen, p. 69.
  16. Cfr. György Lukács, Der junge Hegel, en Íd., Werke, Bd. 8, Neuwied y Berlin: Luchterhand, 1967, p. 651 [Trad. esp.: El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista, Barcelona: Grijalbo, 1970], así como Probleme der Ästhetik, en Íd., Werke, vol. 10, Neuwied y Berlin 1969: Luchterhand, p. 111.
  17. Cfr. Adorno, Negative Dialektik, en Íd., Gesammelte Schriften, op. cit., vol. 6, pp. 369-374 [Trad. esp.: Dialéctica negativa/La jerga de la autenticidad. Obra completa, 6, Madrid: Akal, 2011, pp. 368-373].
  18. Solger, Vorlesungen, p. 118; cfr. también Íd., NS, vol. 1, p. 701.
  19. Íd., Erwin, hg. v. W. Henckmann, München: Fink, 1971 [en adelante se cita como Erwin], p. 78.
  20. Ibid., p. 196.
  21. Íd., NS, vol. 1, p. 90.
  22. Cfr. ibid., vol. 2, pp. 514-515.
  23. Íd., Vorlesungen, p. 311.
  24. Íd., Erwin, p. 366.
  25. ibid., p. 388.
  26. Cfr. ibid., pp. 185-186.
  27. Cfr. Walter Benjamin, Das Passagen-werk, en Íd., Gesammelte Schriften, hg. v. R. Tiedemann u. H. Schweppenhäuser, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1980-1989, vol. V.2, p. 997. [Trad. esp.: Benjamin, W., Libro de los pasajes, Madrid: Akal, 2016, p. 828].
  28. Samuel Beckett, Endspiel, en Íd., Werke, hg. v. E. Tophoven u. K. Birkenauer, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1976, vol. I.1, p. 117. [Trad. esp.: Beckett, S., Fin de partida, en Íd., Teatro reunido, Buenos Aires: Tusquets, 2006].
  29. Cfr. Adorno, Th., “Versuch, das Endspiel zu verstehen”, en Íd., Gesammelte Schriften, op. cit., vol. 11, p. 303. [Trad. esp.: “Intento de entender Fin de partida”, en Adorno, Th., Notas sobre literatura. Obra completa, 11, Madrid: Akal, 2003, pp. 270-310, aquí p. 282].
  30. Cfr. Martin Walser, Selbstbewußtsein und Ironie, Frankfurt a.M.: Suhrkamp, 1996, p. 194.
  31. Cfr. ibid., p. 186.
  32. Cfr. ibid., pp. 155-174.
  33. Cfr. Adorno, Th., Minima moralia, en Íd., Gesammelte Schriften, op. cit., vol. 4, p. 253. [Trad. esp.: Minima moralia (Obra completa, 4), Madrid: Akal, pp. 249-250].
  34. Sobre la relación entre alegoría y muerte, cfr. especialmente Benjamin, W., Ursprung des deutschen Trauerspiels, en Íd., Gesammelte Schriften, op. cit., vol. I.1, pp. 203 ss. [Trad. esp.: El origen del Trauerspiel alemán, Madrid: Abada, 2012, p. 177 ss].
  35. Cfr. el juicio de Solger sobre Dante en Íd., Vorlesungen, p. 197.
  36. Cfr. ibid., p. 84.
  37. Cfr. Friedrich Schlegel, Athenäums-Fragment, en Íd., Kritische Schriften und Fragmente, hg. v. E. Behler u. H. Eichner, Paderborn/München/Wien/Zürich: Schöningh, 1988, vol. 2, fr. 426, p. 152. [Trad. esp.: Schlegel, F., “Fragmentos de Athenaeum”, en Lacoue-Labarthe, Ph./Nancy, J.-L., El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán, Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012, pp. 215-216].
  38. Solger, Vorlesungen, p. 145 y 134.
  39. Ibid., p. 248.
  40. Ibid., pp. 132-133.
  41. También Schelling, contrariamente a Hegel, había concebido en su Filosofía del arte lo sublime como preparación de lo bello.
  42. Cfr. Solger, Vorlesungen, p. 259. Cfr. también en este sentido Franco Rella, L’Estetica del Romanticismo, Roma: Donzelli, 1997, p. 58: “La naturaleza está cubierta de significado, es ambigua [Solger, Vorlesungen, p. 51]. Sin embargo, la naturaleza es muda. Tal como cien años más tarde Benjamin, en su ensayo ‘Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos’, y Rilke en sus Elegías de Duino, también Solger afirma que únicamente gracias a la forma de la belleza la naturaleza puede alcanzar el nivel de un ‘hablar inteligible’ [Solger, Erwin, p. 198]. El ser humano desgarrado, apartado y frágil en su exilio terrenal, encarna en la forma y en el lenguaje que produce la única posibilidad de salvación para las cosas en su existencia quebradiza y muda. […] De modo que el hombre sabe, en tanto que artista, ‘volver hacia afuera el interior de las cosas’ o, para hablar con las palabras de Rilke (Elegías de Duino, IX), decir las cosas tal como ellas mismas nunca quisieron ser”.
  43. De las cartas de Solger, se desprende una posición claramente antinapoleónica, que sin embargo no desemboca en una concepción antirrepublicana del Estado y la sociedad.
  44. Cfr. Solger, Vorlesungen, pp. 217-218.
  45. Con respecto a esto, cfr. especialmente Schlegel, F., Über die Grenzen des Schönen, en Íd., Friedrich Schlegel 1794-1802. Seine prosaischen Jugendschriften, hg. v. J. Minor, Wien: Konegen, 1906, vol. 1, pp. 21-22.
  46. Cfr. Walser, op. cit., p. 62.
  47. Cfr. ibid., p. 123.
  48. Cfr. Kierkegaard, op. cit., p. 258.
  49. Hegel, Phänomenologie des Geistes, en Íd. Werke, op. cit., vol. 3, p. 145. [Fenomenología del espíritu, ed. cit., p. 113]. Una libertad concebida de esta manera se refleja no solo en la concepción romántica de la igualdad, especialmente de la igualdad entre los sexos, sino sobre todo en su ideal de fraternidad, ideal que en Solger se expresa tanto en su idea del symphilosophieren y en la forma del diálogo, como en su concepción del intercambio epistolar en cuanto que intercambio intelectual.
  50. Solger, NS, vol. 2, pp. 514-515.
  51. Kierkegaard, op. cit., p 319. [Trad. esp.: op. cit., p. 339].
  52. Cfr. ibid., p. 258 [ibid., p. 288].
  53. Cfr. ibid., p. 257 [ibid., pp. 286-287].
  54. Ibidem.
  55. Solger, NS, vol 1, p. 511.
  56. Cfr. Walser, op. cit., p. 178.
  57. Ibid., pp. 195-196.


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